Capítulo 9

¿Qué puede hacer una chica con un cabello tan áspero y rebelde? Simplemente, aplicarle el acondicionador capilar Ubik. En sólo cinco días descubrirá en él una tersura y una elasticidad desconocidas. Usado según las instrucciones, el spray capilar Ubik resulta totalmente inofensivo.

Escogieron el Supermercado del Cliente Afortunado, situado en las afueras de Baltimore. Al se dirigió al tablero expendedor autónomo computerizado que dominaba el mostrador.

—Un paquete de Pall Mall.

—Los Wings son más baratos —comentó Joe.

—Ya no hay Wings, hace años que no se fabrican —repuso Al, molesto.

—Sí se fabrican, sólo que no los anuncian. Los Wings son una marca honrada, que no promete nada del otro jueves —explicó Joe. Se volvió hacia el tablero—. Ponga Wings en lugar de Pall Mall.

La cajetilla se deslizó por un tubo y cayó sobre el mostrador.

—Noventa y cinco centavos —dijo el tablero.

—Aquí tiene un billete de diez contacreds —dijo Al introduciéndolo en una hendidura del aparato, cuyos mecanismos zumbaron brevemente al examinarlo.

—El cambio, señor —dijo el aparato depositando un montoncito de monedas delante de Al—. No se detenga, por favor.

«Luego el dinero Runciter es bueno», se dijo Al mientras dejaban paso al siguiente comprador, una corpulenta dama ataviada con una gabardina color frambuesa y una bolsa mejicana de cuerda trenzada colgándole del hombro. Al abrió con mucho cuidado el paquete de cigarrillos. El contenido se deshizo entre sus dedos.

—Si hubieran sido Pall Mall, esto habría demostrado algo —dijo—. Voy a ponerme otra vez en la cola.

Cuando se disponía a hacerlo, observó que la anciana señora de la gabardina color frambuesa discutía acaloradamente con el expendedor automático.

—Cuando llegué a casa ya estaba muerta —gritaba—. Tenga, quédesela. —Depositó un tiesto en el mostrador; en él había una planta marchita, posiblemente una azalea, aunque su estado de depauperación no permitía distinguirlo con claridad.

—No puedo admitir esta devolución —respondió el tablero—. No garantizamos las formas de vida vegetal. Nuestro lema es «Cuidado, comprador». Circule, por favor.

—Además, el Saturday Evening Post que me llevé del puesto de periódicos era de hace más de un año —insistía la mujer—. ¿Qué es lo que pasa? Y el plato precocinado de larvas marcianas estaba…

—El siguiente, por favor —dijo el expendedor, ignorándola.

Al se apartó de la cola y deambuló por el recinto hasta que llegó donde los cigarrillos. Paquetes de todas las marcas se amontonaban hasta alturas de más de dos metros.

—Coge un cartón —le dijo a Joe.

—Dominó, que cuestan lo mismo que los Wings.

—No te quedes con cualquier cosa, diantre. Elige uno de Winston, o Kool, o algo por el estilo —dijo Al cogiendo uno él mismo y agitándolo—. Está vacío, lo noto por el peso.

Sin embargo, había algo dentro, algo pequeño y liviano que se movía cuando agitaba el envase. Abrió el cartón y miró en su interior.

Era una nota escrita a mano. La letra le resultaba familiar, y también a Joe. Extrajo el papel y lo leyeron juntos.

Es fundamental que me ponga en contacto con ustedes. La situación es seria y se agrava con el tiempo. Tengo varias posibles explicaciones que deberíamos discutir. Siento lo de Wendy Wright; hicimos cuanto estuvo en nuestra mano.

—Así que está al corriente de lo de Wendy —dijo Al—. Bueno, a lo mejor esto significa que ya no le ocurrirá lo mismo a ninguno de nosotros.

—Un cartón de tabaco cualquiera en una tienda cualquiera de una ciudad elegida al azar, y encontramos una nota de Glen Runciter para nosotros —reflexionó Joe—. ¿Qué contendrán los otros cartones, la misma nota? —Levantó un cartón de L&M y lo abrió: diez paquetes encima y otros diez debajo, todo perfectamente normal. ¿Normal? Al cogió otro cartón—. Ya ves que están bien —dijo Joe sacando un nuevo cartón de la mitad de la pila—; éste también está lleno. —En vez de abrirlo, sacó otro, y otro a continuación. Todos contenían paquetes de cigarrillos. Y todos los cigarrillos se desmenuzaban al simple contacto de los dedos.

—Me pregunto cómo pudo adivinar él que vendríamos aquí y que escogeríamos precisamente este cartón —dijo Al.

Todo aquello no tenía sentido y, sin embargo, allí estaban en acción las dos fuerzas contrapuestas. «La descomposición contra Runciter», pensó Al. «En todo el mundo, quizás en el universo entero. Igual se apaga el Sol y Runciter pone uno nuevo en su lugar. Si puede, claro. He aquí la cuestión: ¿hasta dónde alcanza el poder de Runciter? O mejor: ¿hasta dónde puede llegar el proceso de descomposición?».

—Probemos otra cosa —dijo, y echó a andar por el pasillo que formaban paquetes, latas y cajas, hasta llegar a la sección de electrodomésticos del supermercado. Allí, sin pensarlo un instante, se detuvo ante un valioso magnetófono de fabricación alemana—. Éste parece bueno —le dijo a Joe, que le había seguido, y cogió uno igual sin sacarlo del embalaje—. Vamos a quedarnos con él y nos lo llevamos a Nueva York.

—¿No quieres abrir la caja antes y probarlo? —preguntó Joe.

—Me parece que ya sé lo que vamos a encontrar, y es algo que no podemos comprobar aquí. —Se dirigió hacia la caja con el magnetófono bajo el brazo.

De nuevo en Runciter Asociados, Nueva York, depositaron el aparato en el taller de la empresa. Un cuarto de hora más tarde, el Jefe de taller, que lo había desmontado, les dio su informe.

—Todas las piezas móviles del mecanismo de arrastre están gastadas. El disco de goma presenta rozaduras y hay fragmentos de goma por todo el interior del aparato. No queda prácticamente nada de los frenos del sistema del rebobinado. Este aparato lleva muchos años a cuestas; para mí, lo que necesita es un repaso a fondo, incluyendo correas nuevas.

—¿Varios años de uso? —preguntó Al.

—Sí. ¿Desde cuándo lo tiene?

—Lo he comprado hoy mismo.

—Imposible —dijo el técnico—. En todo caso, le habrán vendido un…

—Sé muy bien lo que me han vendido. Lo sabía en el momento de comprarlo, antes de abrir la caja —dijo Al—. Un magnetófono nuevecito, completamente desgastado. Lo he comprado con un dinero de pega que en la tienda no tienen inconveniente en aceptar; por un dinero que no vale nada, un artículo que no vale nada. Tiene su lógica.

—Hoy no es mi día —dijo el encargado del taller—. Esta mañana, al levantarme, se me había muerto el loro.

—¿De qué? —preguntó Joe.

—No lo sé. Sólo sé que estaba muerto, más tieso que un palo. —El huesudo índice del técnico se agitó ante Al—. Voy a decirle algo que usted no sabe acerca de su magnetófono. Está muy gastado, pero eso no es todo: hace cuarenta años que no se fabrica. Ya nadie emplea discos de goma, ni sistema de arrastre por correa. No podrá conseguir piezas de recambio a menos que alguien se las haga a mano. Y ni aun así valdrá la pena: ese trasto se ha quedado anticuado. Tírelo a la basura y olvídese de él.

—Tiene razón, no lo sabía —dijo Al. Salió del taller y acompañó a Joe por el pasillo—. Ahora ya no se trata solamente de envejecimiento o de descomposición; esto es distinto. Y vamos a tener dificultades para procuramos alimentos comestibles, donde sea y de la clase que sea. ¿Cuánta de la comida que venden en los supermercados estará en buenas condiciones después de tantos años?

—Las conservas. Vi un montón de conservas en el supermercado de Baltimore —respondió Joe.

—Ahora ya sabemos por qué: hace cuarenta años, los supermercados vendían más productos enlatados que congelados, y en una proporción mucho mayor que hoy en día. Tienes razón: las conservas acabarán por ser nuestra única fuente de alimentos. Pero en un día hemos saltado de dos años a cuarenta; mañana a esta misma hora podemos andar por los cien, y no hay comida enlatada, envasada o empaquetada que aguante ese tiempo.

—Los huevos chinos, esos huevos que se conservan después de mil años de estar enterrados —apuntó Joe.

—Y no sólo somos nosotros. Lo que compró aquella vieja de Baltimore, una azalea, creo, también resultó afectado —dijo Al—. ¿Va a morir de inanición el mundo entero a causa de la explosión de una bomba en Luna? ¿Por qué afecta a todo el mundo y no sólo a nosotros?

—Ahí está la…

—Un momento, no digas nada. Tengo que pensar —dijo Al—. Es posible que Baltimore sólo esté allí cuando va uno de nosotros. Y el Supermercado del Cliente Afortunado, igual: puede que dejara de existir apenas lo abandonamos. Puede ser incluso que, en realidad, sólo experimentemos esto los que estuvimos en Luna.

—Una cuestión filosófica irrelevante y falta de sentido, y además imposible de demostrar o refutar.

—Para la señora de la gabardina frambuesa sí resultaría relevante, y para todos los demás —repuso Al con causticidad.

—Viene el encargado del taller.

—He estado hojeando el manual de instrucciones de su magnetófono —dijo el técnico tendiendo el folleto a Al, con una extraña expresión en el rostro—. Échele un vistazo. —Pero se lo arrebató de las manos y siguió hablando—. Voy a ahorrarle la molestia de leerlo: mire en la última página, donde dice quién fabricó el aparato y dónde hay que enviarlo para que lo reparen.

Fabricado en Zurich por Runciter —leyó Al en voz alta—. Y hay un servicio de asistencia postventa en la Confederación Norteamericana, en Des Moines. Como en la carterita de cerillas. —Pasó el manual a Joe—. Nos vamos a Des Moines. Este folleto es la primera manifestación de una relación en los dos lugares. —«¿Por qué Des Moines?», se preguntó—. ¿Recuerdas si Runciter tuvo en vida algo que ver con Des Moines?

—Nació allí y allí pasó sus primeros quince años. Lo mencionaba de vez en cuando.

—Pues ahora, después de muerto, ha vuelto allí de una forma u otra.

«Runciter está en Zurich y también en Des Moines», pensó Al. «En Zurich presenta un metabolismo cerebral apreciable; semivida física, corporal, está en suspenso en una friovaina en el Moratorio de los Amados Hermanos, y sin embargo no se puede establecer comunicación con él. En Des Moines carece de existencia física, pero sí es posible establecer tal comunicación. De hecho, ya se ha establecido contacto, por lo menos en una dirección, de él hacia nosotros través de conexiones como este manual de instrucciones. Y entretanto, nuestro mundo se halla en pleno declive, involuciona haciendo que emerjan etapas remotas de la realidad. Para el fin de semana es posible que nos encontremos con un desfile de tranvías traqueteando por la Quinta Avenida». Le vino al pensamiento una extraña expresión: «Robatranvías». Se preguntó qué significaría. Debía de ser un término abandonado que surgía del pasado, una emanación distante y nebulosa que sin embargo, en su mente, eclipsaba la realidad presente. Aquella percepción, poco nítida primero, meramente subjetiva, le incomodaba: era algo que no había oído nunca hasta entonces pero que ya se había convertido en una entidad demasiado real.

—Robatranvías —dijo en voz alta. Por lo menos hacía un siglo. El término permanecía obsesivamente fijo en el centro de su atención; no conseguía apartarlo.

—¿De dónde ha sacado esa palabra? —preguntó el jefe del taller—. Ya nadie recuerda lo que significa: es el apodo que les daban a los Dodgers de Brooklyn —explicó, mirando a Al con curiosidad.

—Subamos para asegurarnos de que todos están bien antes de salir hacia Des Moines —dijo Joe.

—Si no llegamos pronto a Des Moines puede que el viaje dure el día entero o incluso más.

«Es perfectamente posible, en vista de cómo cambian los medios de transporte», pensó Al. «Del cohete al reactor, del reactor al avión de hélice y de éste a sistemas de transporte terrestres como el tren de vapor y el tranvía de caballos… Pero la regresión no puede ir tan lejos. Aunque ya tenemos en las manos un viejo aparato que funciona a base de discos de goma y correas de transmisión». Quizá sí podía ir tan lejos.

Se dirigió con Joe hacia el ascensor. Joe pulsó el botón y ambos se pusieron a esperar en silencio, sumido cada cual en sus meditaciones.

El ascensor llegó con un estruendo que sacó a Al de su introspección. Con expresión concentrada, abrió la reja de seguridad.

Se encontró frente a una jaula abierta, con apliques de metal bruñido. Sentado en un taburete, un ascensorista uniformado, respirando aburrimiento, manejaba el mando y les miraba con indiferencia. Sin embargo, no fue indiferencia lo que sintió Al.

—No entres —dijo, sujetando a Joe—. Míralo y piensa: trata de recordar el ascensor hidráulico, automático y cerrado en el que subimos hoy mismo…

Calló de repente, porque el vetusto y chirriante armatoste se había desvanecido y en su lugar había recobrado su existencia el ascensor de siempre. Y sin embargo sentía la presencia del otro ascensor, el más viejo; acechaba en la periferia de su campo visual, como dispuesto a volver en cuanto él y Joe desviaran su atención del lugar. «Quiere volver», advirtió. «Se propone volver. Podemos impedirlo durante un cierto tiempo; probablemente, no más de unas horas. El impulso de la fuerza retrógrada va en aumento: las formas arcaicas avanzan más deprisa de lo que creíamos hacia un dominio total. Ahora ya es cuestión de saltos de un siglo. El ascensor que acabamos de ver no tendría menos de cien años. Y sin embargo, parece que podemos ejercer algún control sobre ello. Hicimos que el ascensor real, el de ahora, volviera a la existencia. Si nos mantuviéramos unidos, no ya como una unidad de dos mentes, sino de doce…».

—¿Qué es lo que has visto? —le decía Joe—. ¿Por qué me has dicho que no suba?

—¿No lo has visto? ¿No has visto ese ascensor antiguo, abierto, todo de hierro? Sería de mil novecientos diez. ¿No has visto al empleado sentado en el taburete?

—No —respondió Joe.

—¿No has visto nada?

—Sí: esto, el ascensor normal y corriente que veo cada día cuando vengo a trabajar. He visto lo que veo siempre, lo mismo que estoy viendo ahora. —Subió al ascensor, se dio la vuelta y se quedó mirando a Al.

Al comprendió que sus respectivas percepciones comenzaban a diferir; ignoraba qué podría significar aquello, pero le parecía de mal agüero, no le gustaba en absoluto. De algún modo oscuro y amenazador, parecía ser en potencia el peor de los cambios acaecidos desde la muerte de Runciter. Ya no retrocedían al mismo ritmo y tenía el presentimiento, agudo e instintivo, de que Wendy Wright había experimentado lo mismo antes de morir. Se preguntó cuánto tiempo le quedaría a él.

Estaba cobrando consciencia de una frialdad insidiosa y penetrante que tiempo atrás, en algún momento olvidado, había empezado a dominarle, investigando lo que había dentro de él y en el mundo que le rodeaba. Aquello le recordaba sus últimos minutos en Luna. El frío deterioraba la superficie de los objetos: los penetraba, los combaba, se expandía y se revelaba en forma de protuberancias redondeadas que emitían un ruido sibilante y estallaban. El frío se deslizaba por las innumerables heridas abiertas hasta el corazón de las cosas, el núcleo que las hacía vivir. Lo que ahora veía parecía un desierto de hielo del que sobresalían macizos peñascos. El viento barría como un vómito la llanura en que se había convertido la realidad; un viento que cuajaba en hielo cada vez más espeso y que iba engullendo las rocas. Y las tinieblas cercaban su campo visual. Las atisbaba vagamente.

«Pero todo esto es una proyección mía», pensó. «No es que el universo se esté hundiendo bajo capas de frío, viento, hielo y oscuridad; todo eso ocurre dentro de mí y yo creo verlo fuera. Es extraño: ¿está el mundo dentro de mí, contenido en mi cuerpo? Si es así, ¿cuándo ocurrió? Debe de ser una manifestación de la muerte. La incertidumbre que siento, este lento hundirme en la entropía: éste es el proceso, y el hielo que veo el resultado de su finalización. En cuanto cierre los ojos, el universo entero desaparecerá. Pero ¿y las luces que debería ver, las entradas a nuevas matrices? ¿Dónde está concretamente la luz rojiza de las parejas que copulan? ¿Y la luz débil y triste que indica la avidez animal? Todo lo que distingo es la oscuridad que avanza y el calor que retrocede, una llanura que se enfría, abandonada por su sol. Esto no puede ser la muerte normal, todo esto es antinatural: el impulso normal de la disolución ha sido reemplazado por un factor superpuesto, por una presión arbitraria y forzada. Quizá alcance a comprenderlo si logro descansar y acumular la energía necesaria para pensar».

—¿Qué ocurre? —preguntó Joe mientras subían en el ascensor.

—Nada —respondió secamente Al. «Quizás ellos sí, pero yo no saldré de ésta», pensó. Joe y él continuaron ascendiendo en un silencio vacío.

Al entrar en la sala de conferencias, Joe vio que Al no estaba con él. Se volvió y miró por el pasillo: le distinguió de pie, solo, inmóvil.

—¿Qué ocurre? —preguntó de nuevo. Al no se movía—. ¿Te encuentras bien? —insistió, echando a andar hacia él.

—Estoy cansado.

—Tienes mal aspecto —dijo Joe, profundamente inquieto.

—Voy al baño. Tú sigue y reúnete con los demás. Asegúrate de que estén todos bien. Enseguida iré —dijo Al. Empezó a caminar, vacilante; parecía desorientado—. Pronto estaré bien. —Se desplazaba con titubeos por el pasillo, como si tuviera dificultad en ver el camino.

—Voy contigo; así, seguro que llegas.

—A ver si mojándome la cara con agua caliente…

Al dio con la puerta gratuita del aseo para caballeros con la ayuda de Joe, desapareciendo en su interior. Joe se quedó en el pasillo. «Algo le pasa», pensó. «Lo del ascensor le ha afectado». Se preguntaba por qué.

Al salió del lavabo.

—¿Qué hay? —preguntó Joe al ver su expresión.

—Ven a ver esto —dijo Al haciéndole entrar y sentarse ante la pared del fondo de la sala—. Graffiti, ya sabes, palabras garabateadas que uno encuentra en la pared cada vez que va al retrete. Lee.

Escrito a lápiz o en tinta roja de bolígrafo, se leía:

METE EL CULO EN LA CAJA, POBRE AMIGO.

TÚ Y LOS DEMÁS ESTÁIS MUERTOS. YO VIVO

—Sí, la reconozco.

—Entonces ya sabemos la verdad.

—¿Es ésa la verdad?

—Claro. Evidente.

—Pues vaya una manera de enterarse. Escrito en la pared de un lavabo —comentó Joe. Estaba, por encima de todo, amargamente resentido.

—Así son los graffiti: crudos y directos. Podríamos haber pasado meses y meses, toda la eternidad, viendo la televisión, escuchando el videófono o leyendo los homeodiarios sin llegar a enterarnos, sin que nadie nos lo dijera de una forma tan directa y tan simple.

—Pero nosotros no estamos muertos, salvo Wendy.

—Estamos en semivida. Probablemente estamos todavía en la Pratfall II, de regreso de Luna hacia la Tierra, de la explosión que nos mató. A nosotros, no a Runciter. Y Runciter está tratando de captar nuestro flujo de protofasones. Hasta ahora no lo ha conseguido: no pasamos de nuestro mundo al suyo. Pero se las ha arreglado para llegar a nosotros. Le encontramos por todas partes, incluso en lugares que elegimos al azar. Su presencia nos invade por todos lados porque es la única persona que trata de…

—¿Qué te pasa? —preguntó Joe al ver que Al callaba.

—Me siento mal.

Al abrió el grifo para que el agua corriera por el lavabo y empezó a rociarse la cara. Joe vio que no era agua caliente: había pedazos de hielo que se deshacían en astillas.

—Vuelve a la sala de conferencias; yo iré cuando esté mejor, suponiendo que esté mejor alguna vez.

—Creo que será mejor que me quede aquí contigo —dijo Joe.

—No, maldita sea, ¡márchate!

Con el rostro gris y descompuesto de pánico, Al le arrastró hasta la puerta y le empujó hacia el pasillo.

—Vamos, vete y asegúrate de que los demás están bien. —Volvió al interior del aseo, cubriéndose el rostro con las manos; se inclinó y quedó oculto tras la puerta cuando ésta se cerró.

—Muy bien, estaré con ellos en la sala de conferencias —dijo Joe tras unos momentos de vacilación. Esperó una respuesta; no se oía nada—. ¿Al? —«Dios mío, es terrible: algo le está pasando», pensó. Empujó la puerta—. Quiero ver con mis propios ojos que estás bien, Al.

La respuesta llegó en voz baja y serena.

—Demasiado tarde, Joe. No mires. —El aseo estaba a oscuras; Al había conseguido apagar la luz. Su voz volvió a oírse débil y a la vez firme—. No debimos separarnos de los demás. Por eso le ocurrió a Wendy lo que le ocurrió. Podrás seguir vivo al menos por algún tiempo si vas a buscarles y no te separas de ellos. Díselo a todos y asegúrate de que lo comprenden. ¿Entiendes?

Joe buscó a tientas el interruptor de la luz.

Sintió en la mano un golpecito débil, como dado por un puño carente de peso. Aterrado, apartó la mano sorprendido por la impotencia que se advertía en el puño de Al. Ya no le hacía falta mirar: aquel golpe se lo decía todo.

—Sí, entiendo. Voy con los demás —dijo—. ¿Te duele?

Hubo un silencio, y después un susurro apático.

—No, sólo que…

La voz se apagó y volvió a hacerse el silencio.

—Espero verte alguna vez —dijo Joe. Sabía que era lo peor que se podía decir en aquella situación; le horrorizaba oírse decir semejante banalidad, pero era todo lo que podía hacer—. En otras palabras, espero que te sientas mejor —dijo, sabiendo que Al ya no podía oírle—. Les contaré lo de la pared y volveré. Les diré que no vengan a mirar porque podrían… —buscó la palabra adecuada— molestarte.

No hubo respuesta.

—Adiós —dijo Joe, y salió de la oscuridad del cuarto. Caminó indeciso por el pasillo y volvió a la sala de conferencias. Se detuvo un momento en la entrada, tomó aliento con una inspiración profunda e irregular y empujó la puerta.

El televisor que había en la pared del fondo de la sala trompeteaba un anuncio de detergente; en la gran pantalla tridimensional, un ama de casa examinaba críticamente una toalla de piel de nutria sintética y con voz aguda y penetrante la declaró indigna de ocupar un lugar en su cuarto de baño. La pantalla mostró entonces una panorámica de su cuarto de baño: había un graffiti en una de las paredes. Era la misma letra, que esta vez decía:

DE CAGAR Y JODER YO NO ME PRIVO,

OS DICE A LOS MUERTOS EL QUE ESTÁ VIVO

En la sala, sin embargo, sólo había una persona mirando la pantalla. Era Joe, que estaba solo en una estancia desierta. Los demás habían desaparecido. Todo el grupo.

Se preguntó dónde estarían, y si viviría el tiempo suficiente para encontrarles. No parecía probable.