Capítulo 8

Si los apuros monetarios le quitan el sueño, hágale una visita a la señorita de Ahorro y Crédito Ubik: le librará de las siempre molestas deudas. Por ejemplo, supongamos que usted toma en préstamo, a un interés limitado, cincuenta y nueve contacreds. Vamos a ver: en total…

La luz del sol penetraba en la elegante habitación de hotel poniendo al descubierto las imponentes formas que, según advirtió Joe Chip, parpadeando, eran piezas de mobiliario: grandes colgaduras de neoseda estampadas a mano, que representaban la evolución del género humano, desde los organismos unicelulares del período cambriano hasta el primer vuelo con un aparato más pesado que el aire, a principios del siglo veinte. Una magnífica cómoda de neocaoba, cuatro sillones articulados criptocromados y tapizados en tela jaspeada… Admiró, aturdido, el esplendor de la habitación y de pronto, herido por un agudo sentimiento de decepción, cayó en la cuenta de que Wendy no había llamado a la puerta. O que, en todo caso, no la había oído llamar; dormía demasiado profundamente.

Así, el imperio de su nueva autoridad se había desvanecido en el mismo momento de iniciarse.

Invadido por una muda melancolía, residuo del día anterior, se levantó del enorme lecho, cogió su ropa y se vistió. Hacía un frío nada normal y reflexionó sobre ello durante algunos momentos. Levantó el auricular del videófono y marcó el número del servicio de habitaciones.

—… devolverle el dinero si es posible —oyó—. Por supuesto, primero hay que poner en claro si Stanton Mick tuvo algo que ver con todo esto o se trataba de un simple doble homosimulado que actuaba en contra de nosotros, y en tal caso por qué razón, y en caso contrario cómo… —Aquella voz siguió hablando para sí y no para Joe. Parecía no advertir su presencia, como si no existiera—. Según todos nuestros informes, parece evidente que Mick actúa, en general, de forma correcta y acorde con las prácticas legales y éticas vigentes en el Sistema. En vista de lo cual…

Joe colgó y permaneció de pie, balanceándose mareado, tratando de despejarse. Era la voz de Runciter, no cabía duda. Volvió a coger el auricular y siguió escuchando.

—… demanda de Mick, que se lo puede permitir y está acostumbrado a esta clase de litigios. Desde luego, habremos de consultar a nuestro equipo de juristas antes de elevar un informe en toda regla a la Sociedad. Si lo hiciéramos público sin más, daríamos pie a una demanda por libelo, o por detención ilegal, en caso de…

—¡Runciter! —gritó Joe.

—… incapaz de verificarlo, por lo menos hasta que…

Joe colgó.

«No lo entiendo», dijo para sus adentros.

Fue al baño y se lavó la cara con agua helada, se peinó con un peine aséptico ofrecido gratuitamente por la dirección del hotel, se afeitó con una maquinilla desechable aséptica ofrecida gratuitamente por la dirección del hotel y se roció la barbilla, el cuello y las mejillas con una loción aséptica ofrecida gratuitamente por la dirección del hotel. Desprecintó el vaso aséptico ofrecido gratuitamente por la dirección del hotel y bebió unos sorbos de agua. ¿Habrían conseguido los del moratorio resucitar por fin a Runciter y ponérselo al aparato?

«Tan pronto como reapareciera, Runciter pediría hablar conmigo antes que con nadie», pensó. «Pero si se trata de eso, ¿por qué no me oye? ¿Por qué me llega sólo una comunicación unidireccional? ¿O es un simple fallo técnico?».

Volvió al videófono y levantó el auricular con la idea de llamar al Moratorio de los Amados Hermanos.

—… ni la persona más adecuada para dirigir la empresa, en vista de sus enrevesados problemas personales, especialmente…

«No puedo llamar,» pensó. «Ni siquiera puedo hablar con el servicio de habitaciones».

Sonó una campanilla en un rincón de la amplia estancia y Joe pudo oír una voz mecánica.

—Soy su homeoimpresor particular, para servirle; un servicio gratuito ofrecido en exclusiva por los hoteles de la cadena Rootes en toda la Tierra y sus colonias. Marque el número del apartado de noticias que desee recibir y en escasos segundos le facilitaré un homeodiario de la más candente actualidad, confeccionado a la exacta medida de sus preferencias personales. ¡Todo completamente gratis!

—Muy bien —dijo Joe, acercándose al aparato. Quizá se hubiese difundido ya la noticia del asesinato de Runciter. Los medios de comunicación cubrían habitualmente las relaciones de altas de los moratorios. Pulsó la tecla de Información interplanetaria de alto nivel, y la máquina empezó a elaborar, entre rumores de ruedecillas y cilindros, una hoja impresa que Joe recogió apenas salida de la ranura. Ni una palabra de Runciter. ¿Era demasiado pronto aún, o había conseguido la Sociedad suprimir la noticia? Quizá fuera cosa de Al, conjeturó; podía haber untado al dueño del moratorio. Pero él tenía todo su dinero; Al no podría sobornar a nadie.

Sonó un golpe en la puerta.

Dejando el homeodiario, Joe se dirigió cautelosamente hacia ella, meditando. «Seguramente es Pat Conley, que me ha atrapado aquí. Aunque también podría ser alguien venido de Nueva York para recogerme y llevarme de vuelta allí». En teoría podía incluso ser Wendy, aunque no parecía probable, siendo tan tarde.

También podría tratarse de un asesino enviado por Hollis. «Puede que nos esté eliminando uno a uno,» pensó.

Joe abrió la puerta.

Tembloroso e intranquilo, retorciéndose las carnosas manos, apareció en el umbral Herbert Schoenheit von Vogelsang.

—No lo entiendo, señor Chip, no lo entiendo —balbuceaba—. Nos hemos turnado durante toda la noche sin sacarle siquiera un chispazo. Le hicimos un electroencefalograma y dio muestras de que existe en él una débil pero inequívoca actividad cerebral. Hay postvida, pero no logramos que se manifieste. Tenemos sondas colocadas en todos los rincones de su corteza cerebral. No sé qué más podemos hacer.

—¿Se aprecia metabolismo cerebral?

—Sí, señor. Llamamos a un experto de otro moratorio y lo detectó empleando su propio equipo. El índice es normal, el que cabría esperar inmediatamente después de la muerte.

—¿Cómo me ha localizado?

—Llamamos al señor Hammond, en Nueva York. Intenté hablar con usted llamándole a este hotel, pero su videófono ha pasado toda la mañana comunicando. Por eso he juzgado necesario venir en persona.

—Está averiado. Tampoco puedo hacer llamadas.

—El señor Hammond trató de ponerse en contacto con usted, pero no lo consiguió. Me pidió que le diera un encargo suyo sobre algo que quiere que haga usted en Zurich antes de regresar a Nueva York.

—Querrá recordarme que me entreviste con Ella.

—Quiere que le comunique el lamentable y prematuro fallecimiento de su marido.

—¿Me presta un par de contacreds? Tengo que desayunar —dijo Joe.

—El señor Hammond me puso sobre aviso acerca de sus previsibles intentos de sacarme dinero. Me informó de que le había facilitado fondos suficientes para pagar el hotel, una ronda de bebidas e incluso…

—Al partió de la base que me instalaría en una habitación más modesta. Pero no encontré nada más pequeño. Puede hacerlo constar en el informe que presente a Runciter Asociados a fin de mes. Como debe saber por Al, ahora soy el director en funciones de la firma. Está usted hablando con un hombre poderoso, de mentalidad positiva, un hombre que se ha ganado el cargo a pulso. Como comprenderá, yo podría reconsiderar la decisión inicial de la compañía en cuanto al moratorio del que deseamos ser clientes; podríamos inclinarnos, por ejemplo, en favor de algún otro más cercano a Nueva York…

Von Vogelsang buscó malhumoradamente en el interior de su toga de tweed y sacó un billetero de falsa piel de cocodrilo en el que metió los dedos.

—Vivimos en un mundo cruel en el que la única ley es la de la competencia despiadada —dijo Joe cogiendo el dinero.

—El señor Hammond me dio más información para que se la transmitiera. La nave que le envía desde la oficina de Nueva York llegará a Zurich dentro de dos horas, aproximadamente.

—Estupendo.

—Con objeto de que disponga usted de tiempo suficiente para entrevistarse con Ella, el señor Hammond ha dispuesto que la nave le recoja en el moratorio. En vista de lo cual sugiere que le lleve allí conmigo. Tengo el helicóptero estacionado en la terraza del hotel.

—¿Le dijo Al Hammond que yo volviera al moratorio con usted?

—Exacto —asintió von Vogelsang.

—¿Al Hammond? ¿Un negro alto de hombros caídos, de unos treinta años? ¿Uno que lleva fundas de oro en los dientes delanteros, cada una con un adorno distinto: un corazón en el de la izquierda, un basto en el centro y un diamante en el de la derecha?

—El hombre que salió ayer con nosotros de la pista de Zurich, el que estuvo esperando con usted en el moratorio.

—¿Llevaba bombachos de fieltro verde, calcetines grises de golf, cazadora abierta de piel de tejón y escarpines de marca de imitación?

—No vi cómo iba vestido; sólo le vi la cara por la videopantalla.

—¿Le dio alguna contraseña para que yo pudiera tener la seguridad de que era él?

—No veo dónde está el problema, señor Chip: el hombre que me llamó por videófono desde Nueva York era el mismo que iba ayer con usted —dijo von Vogelsang irritado.

—No puedo aventurarme a ir con usted ni a volar en su helicóptero. Quizá le envíe Ray Hollis. Fue Ray Hollis quien mató al señor Runciter.

Los ojos de von Vogelsang eran como dos cuentas de cristal.

—¿Ha informado de esto a la Sociedad de Previsión, señor Chip?

—Lo haremos a su debido tiempo. Por de pronto hemos de cuidar de que Ray Hollis no acabe con el resto de nosotros. Quiso matarnos también, allí en Luna.

—Usted necesita protección; le aconsejo que llame inmediatamente a la policía de Zurich: asignarán a un hombre para que le proteja hasta que salga usted hacia Nueva York. Y en cuanto llegue allí…

—El videófono está averiado, ya se lo dije. Todo lo que se oye es la voz de Runciter. Por eso nadie puede comunicarse conmigo.

—¿De veras? Qué raro… —el dueño del moratorio pasó junto a Joe con movimientos ondulantes y entró en la habitación—. ¿Puedo escuchar?

—Un contacred —exigió Joe.

Metiendo la mano en el bolsillo de su toga, el dueño del moratorio pescó un puñado de monedas; la hélice que remataba su gorra emitió un zumbido de irritación cuando entregó tres de ellas a Joe.

—Sólo le pido lo que cobran aquí por una taza de café; es lo mínimo —dijo éste. Recordó que no había desayunado, y que en esas mismas condiciones debería entrevistarse con Ella. No importaba: podía tomar una anfetamina en lugar de desayuno. Probablemente se la suministraría gratuita y gentilmente la dirección del hotel.

—No se oye nada, ni siquiera la señal para marcar —dijo von Vogelsang, apretando fuertemente el auricular contra su oreja—. Ahora sí: oigo parásitos. Muy apagados, como si vinieran de muy lejos.

Tendió el auricular a Joe, que lo cogió y se puso también a escuchar. También oía los parásitos. Muy lejanos: estarían a miles de kilómetros de distancia, pensó. Eran algo fantasmal, que a su manera le dejaba tan perplejo como la voz de Runciter, si era eso lo que había oído antes.

—Le devolveré el contacred —dijo, colgando.

—No importa.

—Pero no ha podido oír la voz…

—Vayamos al moratorio, como pidió el señor Hammond.

—Al Hammond es un empleado mío; las decisiones las tomo yo. Creo que regresaré a Nueva York antes de hablar con Ella; considero que es más urgente redactar la notificación formal que debemos presentar a la Sociedad. Cuando Al Hammond habló con usted, ¿le dijo si todos los inerciales salieron de Zurich con él?

—Todos excepto la señorita que ha pasado la noche con usted en este hotel —el dueño del moratorio lanzó una ojeada en derredor, preguntándose dónde estaría la chica. Su curiosa fisonomía dejaba traslucir cierta preocupación—. ¿No está aquí?

—¿Quién era esa señorita? —preguntó Joe; su moral, que ya estaba baja, se hundía ahora en las más negras profundidades de su alma.

—El señor Hammond no me lo dijo. Debió de suponer que usted ya lo sabía. Habría sido una indiscreción por su parte decirme su nombre, dadas las circunstancias. ¿Acaso no…?

—No se ha presentado nadie.

¿Quién sería? ¿Pat Conley? ¿Wendy? Joe dio unas vueltas por la habitación, sacudiéndose el miedo a fuerza de reflexión. «¡Dios mío, que sea Pat!», se dijo.

—En el ropero —apuntó von Vogelsang.

—¿Qué?

—Debería mirar ahí. Estas suites tan caras tienen roperos muy espaciosos.

Joe tocó el tirador de la puerta del ropero: el mecanismo de resorte la abrió de par en par.

Dentro, en el suelo, yacía un informe montón de carroña retorcida, deshidratada, casi momificada. Jirones descompuestos de lo que parecía haber sido ropa alguna vez lo cubrían casi por completo, como si durante un largo período de tiempo aquel cuerpo se hubiera encogido poco a poco dentro de lo que quedaba de sus vestiduras. Joe se agachó y le dio la vuelta: apenas pesaba unas libras; al tocarlo, sus miembros se desdoblaron en frágiles prolongaciones óseas, crujiendo como si fueran de papel. El cabello le pareció desmesuradamente largo. Delgado y revuelto, formaba una nube negra que oscurecía el rostro. Joe, en cuclillas, inmóvil, no quería ver quién era.

—Eso es viejísimo, está completamente reseco, como si llevase siglos en este lugar —murmuró von Vogelsang con voz ahogada—. Bajaré a decírselo al director.

—No puede ser una mujer adulta —dijo Joe. Sólo podían ser los restos de una criatura, eran demasiado pequeños—. No puede ser Pat, ni Wendy —añadió, apartando de aquel rostro la nube de cabello—. Es como si hubiera estado dentro de un horno, a una temperatura muy elevada, durante mucho tiempo.

«La explosión, el terrible calor de la explosión», pensó.

Observó en silencio el pequeño rostro arrugado y medio carbonizado. Entonces supo quién era. La reconoció con dificultad.

Wendy Wright.

A alguna hora de la noche, razonó Joe, habría entrado en la habitación, y entonces se habría desencadenado algún proceso en ella o alrededor de ella. Advirtiéndolo, debió de arrastrarse hasta el ropero, ocultándose para que él no la descubriera. Algo se había apoderada de ella durante sus últimas horas de vida (o quizá fueran sólo minutos: Joe rogó por ello), pero ella había permanecido en silencio. No quiso despertarle. «O quizá lo intentó, sin conseguirlo», pensó. «Quizá no logró atraer mi atención. Quizá fue después de intentar despertarme en vano cuando se arrastró hacia el interior del ropero. Quiera Dios que todo fuese muy rápido».

—¿No puede hacer nada por ella en el moratorio? —preguntó a von Vogelsang.

—Es demasiado tarde. A estos extremos de descomposición no podríamos hallar ningún residuo de semivida. ¿Es ella, es la chica?

—Sí —respondió Joe, asintiendo con un gesto.

—Será mejor que abandone el hotel ahora mismo, por su propia seguridad. Hollis hará lo mismo con usted. Porque ha sido Hollis, ¿no?

—Los cigarrillos resecos, la guía atrasada que había en la nave, la leche pasada y el café con grumos, el dinero fuera de circulación —dijo Joe. Había un nexo de unión: el tiempo, la vejez—. Ella lo dijo en Luna, cuando íbamos hacia la nave: me siento vieja.

Se puso a reflexionar, tratando de controlar un miedo que empezaba a convertirse en terror. «Y esa voz en el videófono, la voz de Runciter: ¿qué significaba?» se preguntó.

No distinguía ninguna trama subyacente en todo aquello, nada que le diera un sentido. La voz de Runciter en el videófono no encajaba en ninguna de las interpretaciones que alcanzaba a inferir o inventar.

—Radiaciones —dijo von Vogelsang—. Yo diría que fue expuesta a la radioactividad de forma extensiva, probablemente hace algún tiempo. Debió de recibir una enorme cantidad de radiación.

—Creo que murió a causa de la explosión, la misma explosión que mató a Runciter —dijo Joe. «Partículas de cobalto, polvo ardiente que se posó en ella y que ella inhaló. Pero en tal caso vamos a morir todos de esta misma forma: el polvo se habrá depositado en todos nosotros. Debo de llevarlo en los pulmones, como Al y los demás inerciales. Y en ese caso no se puede hacer nada, es demasiado tarde. No pensamos en ello; no se nos ocurrió pensar que la explosión consistiera en una reacción nuclear micrónica. Así, no es extraño que Hollis nos dejara escapar. Y sin embargo…».

Aquello explicaba la muerte de Wendy y la destrucción de los cigarrillos, pero no lo sucedido con la guía videofónica, ni con las monedas, ni la leche y el café estropeados.

Tampoco explicaba la voz de Runciter, su parloteo por el videófono del hotel, que cesó cuando von Vogelsang empuñó el auricular; precisamente, advirtió Joe, cuando otra persona trataba de escucharlo.

«Tengo que regresar a Nueva York», se dijo. «Todos los que fuimos a Luna, todos los que estábamos presentes en el momento de la explosión, debemos solucionar esto juntos, antes de morir uno a uno de la misma forma que Wendy. O de una forma peor, si la hay».

—Pida a recepción que me suban una bolsa de polietileno —dijo al dueño del moratorio—; la meteré dentro y me la llevaré a Nueva York.

—¿No es un asunto para la policía? Un asesinato tan horrible… Habría que informar de esto.

—Consígame la bolsa y basta.

—Como quiera, es su empleada.

El propietario del moratorio salió en dirección al vestibulo de recepción.

—Lo fue. Ya no lo es.

«Tenía que ser precisamente ella la primera», se dijo Joe. «Aunque, en cierto modo, es mejor así. Voy a llevarte conmigo, Wendy; voy a llevarte a casa».

Lo haría, pero no como había planeado.

Al Hammond rompió bruscamente el silencio en el que se hallaban sumidos los inerciales, sentados alrededor de la imponente mesa de conferencias construida en auténtica madera de roble.

—Joe ya debería estar de vuelta. —Consultó su reloj de pulsera para cerciorarse. Parecía haberse parado.

—Mientras esperamos, propongo que veamos el noticiario de la noche para saber si Hollis ha difundido la noticia de la muerte de Runciter —dijo Pat Conley.

—El homeodiario de hoy no dice nada —comentó Edie Dorn.

—El noticiario de la televisión será más reciente —dijo Pat, dando a Al una moneda de cincuenta centavos con la que poner en marcha el televisor que había en el extremo más apartado de la sala de juntas, oculto tras una cortina. Era un impresionante aparato polifónico, policromático y tridimensional que había constituido un motivo de orgullo para Runciter.

—¿Quiere que la meta yo en la ranura, señor Hammond? —preguntó Sammy Mundo, ansioso por complacer.

—De acuerdo —respondió Al. Con aire meditabundo, arrojó la moneda a Sammy, que la cazó al vuelo y se dirigió con presteza hacia el televisor.

El abogado de Runciter, Walter W. Wayles, se removió con impaciencia en su butaca, jugueteando con sus delicadas manos de aristócrata con el cierre de su maletín y dijo:

—Señores, no debieron dejar al señor Chip en Zurich —dijo—. No podemos hacer nada hasta que se presente aquí, y es de una importancia vital que todas las cuestiones relativas al señor Runciter sean despachadas cuanto antes.

—Usted ya ha leído el testamento, y Chip también —dijo Al—. Todos sabemos quién quería Runciter que se hiciera cargo de la dirección de la compañía.

—Pero desde el punto de vista legal…

—Ya no puede tardar —cortó Al. Se entretenía en trazar con su pluma líneas desordenadas en los márgenes de la lista que había confeccionado; dibujó un complicado encaje y la leyó una vez más, con preocupación.

CIGARRILLOS RESECOS

GUÍAS ATRASADAS

DINERO FUERA DE CIRCULACIÓN

ALIMENTOS RANCIOS

ANUNCIO EN CARTERITA DE CERILLAS

—Voy a repasar la lista una vez más —dijo en voz alta—. A ver si esta vez alguno de nosotros consigue descubrir un nexo entre estos cinco puntos, datos, incidentes o como quieran llamarlos. Estas cinco cosas que… —hizo un gesto impreciso.

—Que están mal —dijo Jon Ild.

Pat Conley dio su punto de vista.

—Es fácil ver lo que une los cuatro primeros. Pero la carterita de cerillas no encaja.

—Déjemela ver otra vez —dijo Al.

Pat le entregó la carterita y volvió a leer el anuncio.

MAGNÍFICA OPORTUNIDAD DE PROMOCIÓN PERSONAL PARA TODOS LOS QUE DEMUESTREN SU CAPACIDAD

El señor Glen Runciter, del Moratorio de los Amados Hermanos, Zurich, Suiza, duplicó sus ingresos en sólo una semana, después de recibir nuestro juego gratuito de zapatos con información detallada sobre cómo puede usted también vender nuestros mocasines a sus amigos, familiares y compañeros de trabajo. El señor Runciter, pese a hallarse conservado en una friovaina, obtuvo unas ganancias de cuatrocientos…

Al dejó de leer y se entregó a sus reflexiones mientras se hurgaba los dientes con la uña del pulgar. Aquel anuncio era algo distinto: los otros puntos de la lista hablaban de descomposición y desuso, pero aquel anuncio no.

—Me gustaría saber qué sucedería si respondiéramos a este anuncio. Da el número de un apartado de correos de Des Moines, Iowa.

—Nos enviarían un juego gratuito de zapatos —dijo Pat Conley— con información detallada sobre cómo nosotros también podemos…

—Quizá así podamos entrar en contacto con Glen Runciter —interrumpió Al. Todos, incluyendo a Walter W. Wayles, le miraron fijamente—. Hablo en serio. Tenga —dijo, pasando las cerillas a Tippy Jackson—. Escríbales por correo instantáneo.

—¿Y qué les digo?

—Limítese a rellenar el cupón —dijo Al—. ¿Está completamente segura de que llevaba esa carterita en el bolso desde finales de la semana pasada? ¿No la habrá cogido hoy de algún sitio? —preguntó a Edie Dorn.

—El miércoles metí varias carteritas en mi bolso —afirmó Edie Dorn—. Ya le he dicho que esta mañana, al venir hacia aquí, me fijé casualmente en ésta mientras encendía un cigarrillo. Sin ningún género de dudas, había estado allí desde antes de que fuéramos a Luna. Desde varios días antes.

—¿Con ese anuncio? —preguntó Jon Ild.

—Hasta hoy, no había reparado en lo que decían las carteritas. No sabría decir si antes llevaban escrito algo especial. ¿Lo sabe alguien?

—Nadie —dijo Don Denny—. ¿Qué opina, Al? ¿Es una broma de Runciter, que las habría mandado imprimir antes de su muerte? O quizá fue Hollis, que nos quiso gastar una broma grotesca sabiendo que iba a matar a Runciter y que para cuando leyéramos el texto de la solapa Runciter estaría congelado en Zurich, como dice el anuncio.

—¿Y cómo supo Hollis que llevaríamos a Runciter a Zurich y no a Nueva York? —preguntó Tito Apostos.

—Lo sabía porque es allí donde está Ella.

De pie frente al televisor, Sammy Mundo examinaba en silencio la moneda de cincuenta centavos que le había entregado Al. Su pálida frente de retrasado estaba arrugada en una expresión de perplejidad.

—¿Qué ocurre, Sam? —preguntó Al, sintiendo crecer la tensión en su interior; preveía un nuevo fenómeno.

—¿No es la cara de Walt Disney la que llevan grabada las monedas de cincuenta centavos?

—La de Disney o, si es una moneda más vieja, la de Fidel Castro. Déjame ver…

—Otra moneda fuera de circulación —apuntó Pat Conley mientras Sammy Mundo entregaba los cincuenta centavos a Al.

—No, es del año pasado; es del todo normal en cuanto a la fecha, perfectamente aceptable. Cualquier máquina del mundo la aceptaría; el televisor la aceptará.

—¿Qué ocurre, pues? —preguntó tímidamente Edie Dorn.

—Exactamente lo que dice Sammy: no lleva la efigie que debería llevar —respondió Al. Se puso en pie, se acercó a Edie y depositó la moneda en la húmeda palma de su mano—. ¿A quién le recuerda?

Tras una pausa y después de haber examinado la moneda, Edie balbuceó:

—No…, no lo sé.

—Claro que lo sabe —dijo Al.

—De acuerdo —dijo secamente Edie, pinchada en su deseo de no responder. Devolvió la moneda a Al, quitándosela de encima con un escalofrío de repulsión.

Es Runciter —dijo Al a todos los reunidos alrededor de la gran mesa.

—Añádalo a su lista —dijo Tippy Jackson tras una pausa. Su voz era apenas audible.

Mientras Al volvía a sentarse y añadía el nuevo dato a su lista, Pat habló de nuevo.

—Veo actuar dos procesos. Uno es un proceso de deterioro, eso parece obvio. Todos estamos de acuerdo en ello.

—¿Y el otro? —preguntó Al, levantando la cabeza.

—No estoy muy segura. Es algo que tiene que ver con Runciter. Creo que deberíamos mirar todas nuestras monedas, y también los billetes. Tengo que pensar un poco más.

Uno a uno, los reunidos sacaron sus carteras y monederos y rebuscaron por sus bolsillos.

—Yo tengo un billete de cinco contacreds con un bonito retrato de Runciter —anunció Jon Ild. Miró detenidamente sus restantes billetes—. Los demás están bien, todos normales. ¿Quiere ver el de a cinco, señor Hammond?

—No, ya tengo dos de esos. ¿Quién más? —dijo Al. Se alzaron seis manos—. Ocho de nosotros tenemos lo que pienso deberíamos llamar «dinero Runciter». Por el momento lo tenemos en una cierta cantidad, pero probablemente antes de que termine el día todo nuestro dinero será dinero Runciter. Pongamos dos días. De todas formas, el dinero Runciter será igualmente válido: pondrá en marcha las máquinas y los aparatos domésticos y podremos pagar nuestras deudas con él.

—O no; ¿qué le hace pensar así? —contestó Don Denny—. ¿Por qué habrían de cambiar los bancos esto, lo que usted llama «dinero Runciter»? —Dio un golpecito a uno de los billetes—. Esto no es moneda legal, no es una emisión del Gobierno. No es dinero de verdad, es dinero de pega.

—De acuerdo. Puede que no sea dinero de verdad y que los bancos no lo acepten, pero la verdadera cuestión es otra —dijo Al.

—Sí —corroboró Pat Conley—. ¿En qué consiste el segundo proceso, el de todas estas manifestaciones de Runciter?

—Eso es lo que son: manifestaciones de Runciter —asintió Don Denny—. Ese es el segundo proceso, paralelo al de deterioro. Unas monedas quedan fuera de circulación en tanto que otras aparecen con la cabeza o el busto de Runciter en una cara. ¿Saben lo que pienso? Que estos dos procesos van en sentidos opuestos. Uno de ellos es, por decirlo de alguna manera, un dejar de existir. Ese es el proceso número uno. El número dos es un pasar a existir de algo que antes nunca existió.

—Cumplimiento de deseos —musitó Edie Dorn.

—¿Cómo dice? —preguntó Al.

—Quizá son cosas que Runciter había deseado —dijo Edie—; ver su perfil en el dinero de curso legal, en todo nuestro dinero, incluso en las monedas. Algo grandioso.

Tito Apostos intervino.

—¿Y qué me dice de las carteritas de fósforos?

—No sé; no tienen nada de grandioso —reconoció Edie Dorn.

—La empresa ya hace publicidad en carteritas de fósforos —dijo Don Denny—, y se anuncia por televisión, en los homeodiarios y en las revistas, y también por correo. El departamento de Relaciones Públicas cuida de todo eso. A Runciter le importaba un comino lo relativo a esa parte de la actividad de la firma, y desde luego no le importaban lo más mínimo las carteritas de cerillas. Si estuviéramos ante alguna forma de materialización de su psique, cabría esperar que su rostro apareciera en las pantallas de televisión, no en el dinero ni en los reclamos publicitarios.

—Quizá aparezca en la televisión —señaló Al.

—Es verdad: no lo hemos probado —dijo Pat Conley—. Todavía no hemos tenido tiempo de verla.

—Ve a poner el televisor en marcha, Sammy —dijo Al, devolviéndole la moneda de cincuenta centavos.

—No sé si voy a mirar —dijo Edie mientras Sammy introducía la moneda en la ranura y se ponía a un lado para accionar los mandos del aparato.

En aquel momento se abrió la puerta de la sala y apareció Joe Chip. Al vio su expresión.

—Apaga el televisor —dijo, poniéndose en pie. Todos le siguieron con la mirada cuando se adelantó a recibir a Joe—. ¿Qué ha sucedido? —Joe no respondió—. ¿Qué pasa?

—He alquilado una nave para venir —dijo Joe con voz ronca.

—¿Con Wendy?

—Hazme un cheque para pagarla. Está en la azotea. A mí no me llega el dinero.

—¿Puede usted disponer de fondos? —preguntó Al a Walter W. Wayles.

—En casos como éste, sí. Voy a arreglar lo de la nave.

Llevando el maletín consigo, Wayles salió de la habitación.

Joe se quedó en el umbral, nuevamente encerrado en su mutismo. Aparentaba ser cien años más viejo que cuando Al le viera por última vez.

—Está en mi despacho —dijo al fin. Apartó la mirada de la mesa de juntas, parpadeando. Vacilaba—. Creo… Creo que no deberías verlo. El hombre del moratorio estaba conmigo cuando la encontré. Dijo que no podía hacer nada: había pasado demasiado tiempo. Años.

—¿Años? —repitió Al con un escalofrío.

—Bajemos a mi despacho —dijo Joe. Condujo a Al Hammond al ascensor, cruzando el rellano—. Los de la nave me han dado tranquilizantes durante el viaje de regreso; los han añadido a la factura. De hecho, me siento mucho mejor. En cierto modo, no siento nada: debe ser por los tranquilizantes. Me temo que cuando pase el efecto volveré a sentirlo.

Llegó el ascensor. Descendieron juntos, en silencio, hasta el tercer piso, donde tenía Joe su despacho.

—Yo no miraría; es cosa tuya —abrió la puerta e invitó a entrar a Al—. Aunque si yo lo resistí es probable que tú también lo hagas. —Encendió la lámpara del techo.

—Cielo santo… —dijo Al tras unos momentos de silencio.

—No la abras.

—No pienso abrirla. ¿Cuándo fue, esta mañana o anoche?

—Evidentemente, sucedió mucho antes, incluso antes de que llegara a mi habitación. El dueño del moratorio y yo encontramos pedazos de tela en el pasillo. Conducían a mi habitación. Pero debía estar perfectamente, o casi perfectamente, cuando cruzó el hall de recepción; nadie vio nada extraño, y en esos hoteles tienen siempre a alguien vigilando. Además, el hecho de que consiguiera llegar a mi habitación…

—Sí, eso indica que por lo menos tenía fuerzas para caminar. Parece indicarlo, al menos.

—Estoy pensando en el resto de nosotros.

—¿En qué sentido?

—Pienso que podría ocurrirnos lo mismo.

—¿Cómo?

—Como le ocurrió a ella: a consecuencia de la explosión. Vamos a morir como ella uno tras otro. Uno a uno, hasta que no quede con vida ninguno de nosotros, hasta que todo lo que quede de cada cual sea una bolsa de plástico con tres kilos de piel y cabello y algunos huesos resecos revueltos con la mezcla.

—Muy bien —dijo Al—. Ha entrado en acción alguna fuerza que produce una descomposición rápida. Ha estado actuando desde el momento de la explosión en Luna, o se puso en movimiento entonces. Ya lo sabíamos. También sabemos, o creemos saber, que hay otra fuerza en accíón, una contrafuerza que empuja las cosas en el sentido opuesto. Es algo relacionado con Runciter: su retrato está empezando a aparecer en nuestro dinero. Y en una cartera de cerillas…

—Estaba en el videófono del hotel —dijo Joe.

—¿En el videófono? ¿Cómo?

—No lo sé; estaba allí, eso es todo. No en la pantalla, sólo se le oía la voz.

—¿Qué decía?

—Nada en concreto.

Al observó atentamente a Joe.

—¿Te oía?

—No. Intenté hacerme oír, pero era una comunicación unidireccional. Yo escuchaba y eso era todo.

—¿Por eso no pude comunicarme contigo?

—Sí, era por eso —asintió Joe.

—Íbamos a ver la televisión cuando apareciste. Ya habrás visto que los diarios no dicen nada de su muerte. Qué lío…

No le gustaba el aspecto que ofrecía Joe. Parecía agotado, viejo, insignificante. ¿Era así como empezaba todo? «Hemos de establecer contacto con Runciter», se dijo. «No basta con oírle. Es evidente que trata de comunicarse con nosotros, pero… si queremos salir de ésta tendremos que establecer contacto con él».

—Sintonizarle en televisión no va a servirnos de mucho: será como por el videófono, a menos que nos diga cómo hacerle llegar nuestras respuestas. Quizá pueda decírnoslo; quizá lo sepa. Puede ser que entienda qué ha sucedido.

—Debería entender qué le ha sucedido a él, y eso es algo que no sabemos.

«De alguna forma, debe de estar vivo, aunque en el moratorio no consiguieran despertarle», pensó Al. «Es obvio que el propietario del establecimiento hizo todo lo que pudo con un cliente de tanta categoría».

—¿Pudo oírle von Vogelsang por el videófono?

—Lo intentó, pero sólo hubo silencio y luego parásitos que parecían venir de muy lejos. Yo también lo oí: era la nada, el sonido de la nada absoluta. Un sonido muy extraño.

—Esto no me gusta nada —dijo Al, sin saber a ciencia cierta por qué—. Estaría más tranquilo si también lo hubiera oído von Vogelsang. Por lo menos estaríamos seguros de que estaba allí, de que no fue una alucinación tuya.

«O de todos nosotros, como en el caso de la carterita de fósforos», pensó.

Pero algunos de los fenómenos no eran, de ninguna manera, alucinaciones: algunas máquinas habían rechazado monedas fuera de circulación, pero se trataba de máquinas programadas para reaccionar únicamente ante ciertas propiedades físicas. Los elementos psicológicos no intervenían para nada. Las máquinas carecían de imaginación.

—Voy a salir un rato de este edificio —dijo Al—. Elige una ciudad o un pueblo al azar, algún lugar con el que no tengamos nada que ver ni en el que hayamos estado nunca.

—Baltimore —dijo Joe.

—Muy bien, me voy a Baltimore. Voy a ver si en una tienda elegida al azar aceptan dinero Runciter.

—Cómprame tabaco fresco.

—Sí, también lo haré: veré si la descomposición afecta también a los cigarrillos que encuentre en una tienda cualquiera de Baltimore. También comprobaré otros artículos: haré un muestreo. ¿Vienes conmigo, o prefieres subir a contarles lo de Wendy?

—Voy contigo —dijo Joe.

—Quizá sería mejor no contárselo nunca.

—Creo que debemos decirlo, ya que volverá a ocurrir. Es posible que ocurra antes de que regresemos. Es posible que ya esté ocurriendo.

—En ese caso será mejor que liquidemos el viaje a Baltimore lo antes posible —dijo Al. Salió de la oficina, seguido de Chip.