Si los suelos de su hogar están tristes y apagados, déles resplandor y alegría con Ubik, el nuevo y sorprendente pulimento plástico. Fácil de aplicar, extrabrillante y resistente a toda prueba, Ubik la librará de esas horas inacabables de frotar y frotar. ¡Déjese deslumbrar por Ubik! Totalmente inofensivo si se aplica según las instrucciones.
—Aterrizaremos en Zurich: creo que es lo mejor que podemos hacer —dijo Joe Chip—. Si le instalamos en el moratorio de Ella podremos hacerles consultas a los dos a la vez; pueden conectarlos electrónicamente para que funcionen al unísono.
—Protofasónicamente —corrigió Don Denny.
—¿Sabe alguno de ustedes cómo se llama el gerente del Moratorio de los Amados Hermanos? —preguntó Joe.
—Herbert Nosequé, un nombre alemán —respondió Tippy Jackson.
—Herbert Schoenheit von Vogelsang —precisó Wendy Wright tras pensar un poco—. Lo recuerdo porque el señor Runciter me dijo que significaba «Herbert, la belleza del canto de los pájaros». Me gustaría llamarme así; recuerdo que lo pensé entonces.
—Podría casarse con él —dijo Tito Apostos.
—Voy a casarme con Joe Chip —dijo Wendy en un tono sombrío e introspectivo, tocado de seriedad infantil.
—¿Ah, sí? ¿De veras? —preguntó Pat Conley, con una fugaz llamarada en sus negros ojos.
—¿También puede cambiar eso con su facultad?
—Yo vivo con Joe. Soy su amante. Según el trato, yo le pago las facturas. Esta mañana le he dado dinero para que la puerta de su casa le dejara salir. De no haber sido por mí todavía estaría en el apartamento.
—Y nuestro viaje a Luna —añadió Al Hammond— no habría tenido lugar. —Clavó la mirada en Pat, con una compleja expresión.
—Puede que hoy no, pero en cualquier caso lo habríamos hecho —señaló Tippy Jackson—; no veo la diferencia. Por otra parte, creo que a Joe le vendrá muy bien tener una amante que le dé dinero para la puerta. —Le dio una palmadita en el hombro; su rostro irradió, al hacerlo, algo que a Joe le pareció una aprobación lasciva, como si disfrutara indirectamente de sus actividades personales más íntimas. Bajo la fachada extrovertida de la señora Jackson acechaba una voyeur.
—Traigan la guía videofónica universal —pidió Joe—. Avisaré al moratorio para que nos esperen. —Consultó su reloj de pulsera: quedaban diez minutos de vuelo.
—Aquí tiene, señor Chip —dijo Jon Ild, que la había encontrado, tendiéndole una pesada caja cuadrada dotada de teclado y microanalizador.
Joe marcó primero SWI, luego ZUR y finalmente MORA AMDS HNOS.
—Condensaciones semánticas, como en el hebreo —comentó Pat a su espalda.
El microanalizador se desplazaba de un lado a otro, seleccionando y descartando; finalmente, arrojó una tarjeta perforada que Joe introdujo en la ranura del videófono.
Se oyó una voz metálica.
—Está usted escuchando una grabación: el número que solicita está fuera de uso —la tarjeta salió despedida enérgicamente—; para información, introduzca la tarjeta roja.
—¿Qué fecha tiene la guía? —preguntó Joe a Jon Ild, que se disponía a depositarla en un estante. Ild examinó los datos que figuraban en una de las caras.
—Mil novecientos noventa: es de hace dos años.
—Imposible: hace dos años esta nave no existía —dijo Edie Dorn—. Todo lo que hay en ella es nuevo.
—Quizá Runciter hiciera algunas economías —sugirió Tito Apostos.
—Nada de eso: Runciter derrochó dinero, tecnología y mimo en la Pratfall II. Cualquiera que haya trabajado para él lo sabe: esta nave es la niña de sus ojos —dijo Edie.
—Era la niña de sus ojos —corrigió Francesca Spanish.
—Todavía me niego a aceptar ese matiz —dijo Joe. Introdujo una tarjeta roja en la ranura de entrada del receptor—. Deme el número actual del Moratorio de los Amados Hermanos en Zurich, Suiza —ordenó. Miró a Francy Spanish—. Esta nave es todavía la niña de sus ojos porque él todavía existe.
Del videófono salió una nueva tarjeta perforada que Joe deslizó en la ranura de entrada. Esta vez, los circuitos del aparato respondieron sin irritación y en la pantalla apareció un rostro cetrino de expresión taimada: era el del untuoso mequetrefe que regentaba el Moratorio de los Amados Hermanos. Joe lo recordó con desagrado.
—Soy Herr Herbert Schoenheit von Vogelsang. ¿Acude usted a mí en ocasión de un luctuoso acontecimiento, señor? ¿Tendrá usted la bondad de darme su nombre y dirección, en previsión de que nuestra comunicación quedara accidentalmente interrumpida? —el dueño del moratorio lucía un aplomo de auténtico profesional.
—Ha habido un accidente —dijo Joe.
—Eso que nosotros llamamos «accidente» —dijo Von Vogelsang— no es sino una manifestación de la obra salida de las manos de la divinidad. En cierto modo, podríamos llamar «accidente» a toda nuestra vida. Y sin embargo…
—No pienso entrar en ninguna discusión teológica, ahora no —le interrumpió Joe.
—Es ahora más que nunca cuando el consuelo de la teología resulta más reconfortante. ¿Es el difunto pariente suyo?
—Es nuestro jefe: Glen Runciter, de Runciter Asociados, Nueva York. Usted ya tiene a su esposa Ella en el moratorio. Vamos a aterrizar dentro de ocho o nueve minutos: ¿puede hacer que nos espere uno de sus furgones frigorizados?
—¿Está en una friovaina?
—No, está en Tampa, Florida, tomando el sol en la playa.
—Deduzco que su divertida respuesta equivale a una afirmación.
—Tenga listo el furgón en el cosmopuerto de Zurich —dijo Joe, y cortó.
«Y pensar que de ahora en adelante hemos de tratar con este individuo», rumió.
Se volvió hacia los inerciales que le rodeaban.
—Hay que ir a por Ray Hollis…
—¿Qué quiere decir? ¿También vamos a llamarle? —preguntó Sammy Mundo.
—No. Quiero decir que hay que matarle. Él ha sido el causante de todo esto —dijo Joe.
Imaginó a Glen Runciter tieso en un ataúd de plástico transparente adornado con capullos de rosa de plástico, despertado a la actividad de la semivida una hora al mes, deteriorándose, debilitándose, chocheando. «Dios, con toda la gente que hay en el mundo, tocarle precisamente a él, un hombre tan vital».
—Por lo menos estará más cerca de Ella —dijo Wendy.
—En cierto modo, espero que cuando le metimos en la friovaina fuese ya demasiado… —Joe se interrumpió, negándose a decirlo—. No me gustan nada los moratorios y menos aún sus propietarios. No me cae bien el tal Herbert Schoenheit von Vogelsang. ¿Por qué preferirá Runciter los moratorios suizos? ¿Qué tienen de malo los de Nueva York?
—Los moratorios son un invento suizo —explicó Edie Dorn—; según estudios imparciales, la duración media de la semivida de un individuo en un moratorio suizo es dos horas superior a la del mismo individuo en uno de los nuestros. Parece que los suizos le han cogido el truco a lo de la semivida.
—La ONU debería abolir la semivida por obstaculizar el ciclo natural de la vida y la muerte —dijo Joe.
—Si Dios estuviese de acuerdo con la semivida, naceríamos todos en una friovaina —comentó burlón Al Hammond.
—Ya estamos bajo la jurisdicción del transmisor de microondas de Zurich —dijo Don Denny desde la consola de control—. Ellos harán el resto. —Abandonó el puesto con aire melancólico.
—Anímese —le dijo Edie Dorn—. Ya sé que suena muy duro, pero creo que aún podemos estar satisfechos de nuestra suerte: podríamos haber muerto todos en la explosión o haber sido barridos después con un láser. Se sentirá mejor después de aterrizar, ya lo verá; en la Tierra estaremos seguros.
—El detalle de tener que ir a Luna debió alertarnos —dijo Joe.
«Mejor dicho, debió poner sobre aviso a Runciter», rectificó para sus adentros.
—Todo es por culpa de la laguna legal sobre la autoridad civil imperante en Luna. Runciter lo decía siempre: «Desconfíen de cualquier oferta de trabajo que implique salir de la Tierra». Si viviera, nos lo estaría repitiendo ahora mismo: «Sobre todo, no piquen si se trata de actuar en Luna. Ya han mordido el cebo demasiadas organizaciones». Si en el moratorio logran revivirlo, será lo primero que nos diga: que siempre había desconfiado de Luna. Pero no lo suficiente. Claro que el asunto era una pera en dulce; no pudo resistir la tentación. Y con ese cebo le pescaron. Sabían perfectamente que lo lograrían.
Disparados por el transmisor de microondas de Zurich, los retrocohetes de la nave empezaron a rugir; la nave se estremeció de proa a popa.
—Joe, ¿se da cuenta de que tendrá que comunicarle a Ella lo de Runciter? —preguntó Tito Apostos.
—No he dejado de pensar en ello desde que despegamos —respondió Joe.
La nave, aminorando la velocidad, se preparó para aterrizar con ayuda de sus servosistemas homeostáticos.
—Además, tengo que dar cuenta de lo sucedido a la Sociedad. Nos van a poner verdes: les faltará tiempo para decirnos que hemos caído como corderitos.
—Pero la Sociedad es amiga nuestra, ¿no? —dijo Sammy Mundo.
—Después de este fracaso, nadie es nuestro amigo —sentenció Al Hammond.
Al borde de la pista de Zurich aguardaba un helicóptero alimentado por baterías solares, con un rótulo que rezaba «Moratorio de los Amados Hermanos». A su lado había un individuo cucarachesco que llevaba un atuendo de estilo continental: toga de tweed, mocasines, faja escarlata y gorrita púrpura rematada por una hélice. El dueño del moratorio caminó con afectación hacia Joe Chip, tendiéndole una mano enguantada.
—A juzgar por el aspecto que ofrece usted, no ha sido precisamente un viaje repleto de satisfacciones —dijo von Vogelsang tras el breve apretón de manos—. ¿Puedo enviar a mis empleados a bordo de su atractiva nave para que empiecen a…?
—Sí. Suban y sáquenle —dijo Joe.
Con las manos en los bolsillos y arrastrando una desolada melancolía, se encaminó hacia el bar del cosmopuerto. A partir de aquel momento todo iba a reducirse a los trámites habituales. Habían regresado a la Tierra sin que Hollis les cazara: podían darse por satisfechos. La operación Luna, aquella desagradable experiencia, había terminado y empezaba una nueva fase sobre la que no tenían ningún poder.
—Cinco centavos, por favor —dijo la puerta del bar, que permanecía cerrada ante él.
Esperó a que saliera una pareja y aprovechó para colarse limpiamente; se dirigió hacia un taburete vacío y se sentó. Acodado en el mostrador, leyó el menú.
—Café.
—¿Leche o azúcar? —preguntó el altavoz de la torreta de la mónada rectora del establecimiento.
—Los dos.
Se abrió una ventanilla y aparecieron, deteniéndose en la barra frente a Joe, una taza de café, dos minúsculas bolsas de papel que contenían azúcar y un recipiente de leche semejante a un tubo de ensayo.
—Un contacred internacional, por favor —dijo el altavoz.
—Cárguelo a la cuenta del señor Glen Runciter, de Runciter Asociados, Nueva York.
—Inserte la correspondiente tarjeta de crédito.
—Hace cinco años que no me dejan utilizar tarjetas de crédito —dijo Joe—. Todavía estoy pagando lo que me fiaron allá por el año…
—Un contacred, por favor —insistió el altavoz, que empezó a emitir un siniestro tic-tac—, o doy parte a la policía dentro de diez segundos.
Joe pagó el contacred y el tic–tac cesó.
—Podemos arreglárnoslas perfectamente sin gente como usted —dijo el altavoz.
—El día menos pensado, la gente como yo se rebelará —contestó airado Joe—, y habrá llegado el fin de la tiranía de la máquina homeostática. Habrá llegado el día de los valores humanos, de la piedad y del calor afectivo; ese día, cualquiera que como yo las haya pasado moradas y necesite un café para tenerse en pie y seguir funcionando mientras deba funcionar, podrá tomar su café caliente tanto si tiene un contacred a mano como si no. —Levantó la miniatura de jarro de leche y la posó inmediatamente en el mostrador—. Además, esta leche, o crema, o lo que sea, está agria.
El altavoz permaneció callado.
—¿Es que no piensa hacer nada? Para reclamar el contacred no le faltaban palabras.
La puerta de pago de la cafetería se abrió y entró Al Hammond. Se acercó a Joe y tomó asiento a su lado.
—Los del moratorio tienen a Runciter en el helicóptero y desean saber si va usted con ellos.
—Vea esta leche —dijo Joe alzando el jarro; en su interior, el líquido se adhería a las paredes formando espesos grumos—. Esto es lo que le dan a uno por un contacred en una de las ciudades más modernas y tecnológicamente avanzadas de la Tierra. No pienso irme de aquí mientras no pongan remedio a esto, devolviéndome el dinero o dándome un jarro de leche fresca para que pueda tomarme el café.
Poniéndole la mano en el hombro, Al Hammond le observó detenidamente.
—¿Qué es lo que ocurre, Joe?
—Primero, el cigarrillo; luego, la guía videofónica de la nave, y ahora me sirven una leche que tendrá semanas. No lo entiendo, Al.
—Tómate el café solo y sube al helicóptero para que puedan llevar a Runciter al moratorio —dijo Al—. Los demás esperarernos en la nave hasta que regreses y entonces iremos a la oficina más próxima de la Sociedad a presentar un informe completo.
Joe cogió la taza y encontró el café frío y rancio; en la superficie flotaba un coágulo de espuma. Apartó la taza con repugnancia. «¿Qué pasa? ¿Qué me está pasando?», se preguntó, mientras su repugnancia se transformaba de golpe en un pánico nebuloso y espectral.
—Vamos, Joe —dijo Al, asiéndole fuertemente por los hombros—. Olvídate del café, no merece la pena preocuparse por eso. Lo que ahora cuenta es llevar a Runciter a…
—¿Sabes quién me dio ese contacred? —preguntó Joe—. Pat Conley. Y enseguida he hecho con él lo que hago siempre con el dinero: malgastarlo. Lo he malgastado en un café hecho el año pasado. —Bajó del taburete ayudado por Al Hammond—. ¿Y si vinieras conmigo al moratorio? Voy a necesitar ayuda, en especial para entrevistarme con Ella. ¿Qué debo hacer, echarle las culpas a Runciter? ¿Decir que la decisión de mandarnos a Luna fue suya? Es la verdad. No sé, quizá debería decirle otra cosa, como que la nave se estrelló o que su marido murió de muerte natural.
—Pero tarde o temprano van a enlazar a Runciter con ella y le dirá la verdad, así que vas a tener que decírsela tú también.
Salieron del bar y se aproximaron al helicóptero del Moratorio de los Amados Hermanos.
—A lo mejor dejo que sea Runciter quien se lo cuente todo —dijo Joe al subir a bordo—. ¿Por qué no? La decisión de ir a Luna fue suya: que se lo cuente él. Además, está acostumbrado a hablar con Ella.
—¿Listos, señores? —inquirió von Vogelsang, sentado a los mandos del aparato—. ¿Podemos encaminar ya nuestros afligidos pasos en dirección a la postrera morada del señor Runciter?
Joe lanzó un gruñido y miró por la ventanilla del helicóptero, concentrando su atención en los edificios que constituían las instalaciones del cosmopuerto de Zurich.
—Sí, despegue —dijo Al.
Mientras el helicóptero se elevaba, el gerente del moratorio pulsó un botón del cuadro de mandos. Por una docena de altavoces distribuidos por el interior de la cabina surgió poderosamente la Missa Solemnis de Beethoven. Una multitud de voces, acompañada por una orquesta sinfónica amplificada electrónicamente, repetía una y otra vez: Agnus Dei, qui tollis peccata mundi.
—¿Sabías que Toscanini solía cantar con los intérpretes mientras dirigía una ópera, y que en su versión de La Traviata se le oye durante el aria Sempre Libera? —preguntó Joe.
—No, no lo sabía —contestó Al.
Contempló los elegantes y sólidos bloques de apartamentos de Zurich, que desfilaban por debajo del helicóptero en una solemne procesión. Joe también los observaba.
—Libera me, Domine —musitó.
—¿Qué significa eso?
—Significa «Señor, ten piedad de mi». ¿No lo sabías? Si lo sabe todo el mundo…
—¿Y por qué has pensado en eso?
—Me lo ha recordado la música, esta maldita música. Pare la música —dijo a von Vogelsang—; Runciter no puede oírla. Yo soy aquí el único que puede y ahora no estoy de humor. —Se volvió hacia Al—. Porque tú no quieres oírla, ¿verdad?
—Cálmate, Joe —dijo Al.
—¡Estamos transportando a nuestro jefe muerto a un lugar llamado Moratorio de los Amados Hermanos y sólo se te ocurre decir que me calme! Sabes que Runciter no tenía por qué ir a Luna con nosotros; podía habernos mandado allí, quedándose en Nueva York. Y ahora el hombre más animoso y enamorado de la vida que he conocido va a ser…
—El consejo de su compañero me parece muy acertado —terció el dueño del moratorio.
—¿Qué consejo?
—Que se calme —von Vogelsang abrió la guantera del tablero de mandos y tendió a Joe una caja de vivos colores—. Mastique uno, señor Chip.
—Chicle sedante —dijo Joe, recogiendo la caja y abriéndola con aire reflexivo—. Chicle sedante con sabor a melocotón. ¿Tengo que tomarlo? —preguntó a Al.
—Te hará bien.
—En circunstancias parecidas, Runciter nunca habría tomado un sedante. Glen Runciter no tomó un sedante en toda su vida. ¿Sabes lo que empiezo a comprender, Al? Que de una forma indirecta dio su vida por salvar la nuestra.
—Sí, de una forma muy indirecta. Ya llegamos —repuso Al. El helicóptero había iniciado el descenso hacia una señal pintada en la azotea de un edificio—. ¿Podrás dominarte?
—Podré dominarme en cuanto oiga de nuevo la voz de Runciter —respondió Joe—, cuando vea que conserva alguna forma de vida, de semivida.
—Yo no me preocuparía por eso, señor Chip —dijo con optimismo el dueño del moratorio—… Normalmente obtenemos un flujo protofasónico suficiente. Más tarde, cuando se agota el plazo de semivida, empiezan las congojas. Pero con una planificación sensata ese momento puede posponerse durante muchos años —von Vogelsang apagó el motor del helicóptero y pulsó un botón para abrir la puerta de la cabina—. Bienvenidos al Moratorio de los Amados Hermanos —dijo, escoltándoles mientras bajaban a la pista—. Mi secretaria particular, la señorita Beason, les acompañará a una sala de conferencias. Si tienen la amabilidad de esperar allí, haré que les lleven al señor Runciter tan pronto mis técnicos establezcan contacto con él.
—Quiero asistir a todo el proceso, quiero ver cómo le recuperan sus técnicos —dijo Joe.
El propietario del moratorio miró a Al.
—Quizá usted, que es su amigo, pueda hacerle comprender…
—Debemos esperar en la sala, Joe —dijo Al.
Joe le miró con rabia.
—Eres un vulgar Tío Tom —dijo.
—Todos los moratorios funcionan así. Ven conmigo a la sala de conferencias.
—¿Cuánto tardarán? —preguntó Joe al dueño del moratorio.
—Sabremos con seguridad si es recuperable o no dentro de los primeros quince minutos. Si para entonces no se registra señal apreciable…
—¿Cómo? ¿Sólo van a intentarlo durante un cuarto de hora? Sólo piensan dedicar un cuarto de hora a la recuperación de un hombre que es más grande que todos nosotros juntos. Ven, Al, vamos a… —Joe estaba a punto de echarse a llorar.
—No, Joe, ven tú. Vamos a la sala.
Joe le siguió hasta la sala de conferencias.
—¿Un cigarrillo? —ofreció Al tras tomar asiento en un diván de piel sintética, alargándole la cajetilla.
—Están rancios —respondió Joe; no necesitaba tocar ninguno para saberlo.
—Sí, es verdad —dijo Al, retirando la cajetilla—. ¿Cómo lo has sabido? —Esperó una respuesta que no llegó—. No he conocido a nadie que se desanime tan fácilmente como tú. Podemos considerarnos afortunados por el hecho de estar vivos: podríamos ser nosotros, todos nosotros, quienes estuviéramos metidos en hielo, y Runciter quien esperara sentado aquí. —Consultó su reloj.
—Todos los cigarrillos del mundo están rancios —Joe miró también su reloj—. Diez minutos. —Se puso a meditar, dando vueltas a un gran número de pensamientos inconexos y desarticulados que nadaban por su mente como peces plateados. Sentía temores, aprensiones y vagas repugnancias. Los peces de plata reaparecían ya como aguijonazos de miedo—. Si Runciter estuviera sentado aquí, todo estaría en orden. No sé por qué, pero estoy convencido. —Se preguntó qué estaría pasando en aquel momento entre los técnicos del moratorio y los restos de Glen Runciter—. ¿Te acuerdas de los dentistas?
—No los recuerdo, pero sé lo que eran.
—A la gente se le estropeaban los dientes.
—Comprendo.
—Mi padre me contó una vez lo que sentía uno en la sala de espera del dentista. Cada vez que la enfermera abría la puerta, pensaba «Ya está, va a ocurrir lo que me he pasado la vida temiendo que ocurriera».
—¿Y eso es lo que sientes ahora? —preguntó Al.
—Ahora me pregunto: por todos los santos, ¿por qué no viene de una vez el imbécil que administra todo esto y nos dice que está vivo, que Runciter está vivo, o que no? Lo uno o lo otro: que sí o que no.
—Casi siempre es sí. Como ha dicho Vogelsang, las estadísticas…
—Esta vez será no.
—No tienes modo de saberlo.
—Me pregunto si Ray Hollis tiene sucursal aquí en Zurich.
—Claro que la tiene. Pero de todas formas, cuando tengas aquí al precog ya sabrás si Runciter vive o no.
—Llamaré para que me manden un precog. Voy a conseguir uno inmediatamente —dijo Joe, poniéndose en pie y preguntándose dónde hallar un videófono—. Dame veinticinco centavos.
Al negó con la cabeza.
—Mira, Al: por decirlo así, tú eres un empleado mío. Si no haces lo que te ordeno, te despido. Apenas muerto Runciter, asumí el mando de la compañía. He estado al frente de ella desde que estalló la bomba: decidí traer a Runciter aquí y ahora tomo la decisión de alquilar los servicios de un precog durante un par de minutos. Dame esos veinticinco centavos —concluyó, tendiendo la palma de la mano.
—Runciter Asociados, dirigida por un hombre que tiene agujereados los bolsillos —comentó Al, arrojándole una moneda que se había sacado del bolsillo—. Ahí los tienes; añádelos a mi cheque de fin de mes.
Joe salió de la sala y enfiló un corredor, frotándose fatigadamente la frente. «Este lugar es algo antinatural, a mitad de camino entre la vida y la muerte», reflexionó. «Ahora soy la cabeza visible de Runciter Asociados, con excepción de Ella, que no está viva y únicamente puede hablar si vengo a este lugar y hago que la reanimen. Conozco las disposiciones testamentarias de Glen Runciter, que ahora han entrado automáticamente en vigor: debo hacerme cargo de la empresa hasta que Ella, o los dos si logran revivir a Glen, decidan nombrar a alguien que le sustituya a él. Tienen que estar los dos de acuerdo: ambos testamentos lo estipulan como condición obligada. Quizá decidan que yo siga en el cargo de forma permanente».
«Pero esto no sucederá nunca», comprendió. «No le sucederá nunca a alguien como yo, incapaz de cumplir con sus obligaciones fiscales. Es algo que el precog de Hollis podría saber: puedo averiguar si me van a ascender o no a director de la compañía. Valdría la pena enterarse de ello; y como de todos modos tengo que contratar a un precog…».
—¿Dónde hay un videófono público? —preguntó a un empleado uniformado, que se lo indicó con un gesto—. Gracias —dijo, y siguió caminando hasta llegar al aparato, levantó el auricular, esperó a oír la señal y dejó caer en la ranura la moneda que le había dado Al.
—Lo siento mucho, señor, pero no puedo aceptar dinero fuera de circulación —dijo el videófono. La moneda salió despedida por la base del aparato con un ruido de desagrado y aterrizó a sus pies.
—¿Cómo? —protestó Joe, agachándose con torpes movimientos para recogerla—. ¿Desde cuándo están fuera de circulación veinticinco centavos de la Confederación Norteamericana?
—Lo siento, señor, pero lo que ha introducido no era una moneda de veinticinco centavos de la Confederación Norteamericana, sino un ejemplar de una emisión ya retirada de la circulación, procedente de la fábrica de moneda de Filadelfia, Estados Unidos de América. En la actualidad, su valor es meramente numismático.
Joe observó detenidamente el cuarto de dólar y distinguió en su enmohecida superficie el perfil en relieve de George Washington. Y la fecha: tenía cuarenta años de antigüedad y, como decía el videófono, estaba fuera de circulación desde hacía mucho tiempo.
—¿Algún problema, señor? —le preguntó un empleado del moratorio, acercándose en actitud deferente—. He visto que el videófono le rechazaba la moneda. ¿Me permite examinarla? —Alargó la mano y Joe le dio el cuarto de dólar—. Se la cambiaré por diez francos suizos que el videófono aceptará.
—Estupendo —dijo Joe. Hecho el cambio, introdujo la moneda de diez francos en el videófono y marcó el número internacional, libre de tasas, de Hollis.
—Psicofacultades Hollis —dijo una relamida voz femenina mientras aparecía en la pantalla un rostro de muchacha, de líneas modificadas por un maquillaje altamente sofisticado—. Ah, el señor Chip —dijo al reconocerle—. El señor Hollis nos dejó dicho que llamaría. Le hemos estado esperando toda la tarde.
«Precogs…» pensó Joe.
—El señor Hollis nos ha dado instrucciones para que le pasemos inmediatamente su llamada —prosiguió la joven—; desea atenderle personalmente. ¿Le importa esperar un momento mientras le pongo con él? Sólo un momento, señor Chip: la próxima voz que oiga será la del señor Hollis, si Dios quiere.
El rostro se esfumó y Joe se encontró ante una pantalla en blanco.
En la pantalla se fue definiendo un torvo rostro azulado de ojos hundidos, un semblante misterioso que flotaba sin cuello ni torso. Los ojos le parecieron a Joe gemas defectuosas: brillantes, pero mal facetados, lanzaban destellos irregulares en varias direcciones.
—Hola, señor Chip —dijo.
«Así que éste es el aspecto que tiene», pensó Joe. «Las fotografías no han captado nunca la imperfección de este rostro. Se diría una frágil estructura recompuesta que hubiera perdido su textura original».
—La Sociedad va a recibir un informe detallado del asesinato cometido por usted en la persona de Glen Runciter. La Sociedad dispone de un gran equipo de talentos jurídicos: va usted a pasar el resto de sus días en los tribunales —Joe aguardó a que el rostro reaccionara, pero no lo hizo—. Sabemos que lo hizo usted —dijo, sintiendo la futilidad del gesto, la inutilidad de lo que estaba haciendo.
—Por lo que respecta al motivo de su llamada —dijo Hollis, con una voz culebreante que hizo pensar a Joe en un nido de serpientes—, le comunico que el señor Runciter no va a…
Joe colgó, temblando.
Deshizo el camino por el corredor y llegó a la sala, donde Al Hammond se entretenía en deshacer un cigarrillo cuyo contenido reseco se reducía a polvo. Hubo un instante de silencio y Al levantó la mirada.
—La respuesta es no —dijo Joe.
—Ha venido Vogelsang preguntando por ti. Se comportaba de una forma muy rara: era evidente lo que estaba sucediendo ahí detrás. Apuesto lo que quieras a que le aterroriza la idea de decírtelo ahora; es probable que se meta en un montón de trámites tediosos, pero al final saldrá lo que tú dices, saldrá no. ¿Y ahora, qué?
—Ahora hay que ir a por Hollis.
—No lo conseguiremos.
—La Sociedad… —Joe se interrumpió: von Vogelsang entraba tímidamente en la sala, nervioso y descompuesto, pero tratando al mismo tiempo de irradiar un halo de austera y serena presencia de ánimo.
—Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. A temperaturas tan bajas, el flujo de corriente no encuentra prácticamente resistencia: a ciento cincuenta bajo cero no se aprecia impedancia alguna. La señal debería haber brotado clara y fuerte, pero todo lo que le hemos sacado al amplificador ha sido un zumbido de sesenta ciclos. De todos modos, recuerden que no supervisamos la instalación refrigerante en que lo trajeron. Ténganlo presente.
—Lo tenemos presente —dijo Al, poniéndose en pie ceremoniosamente y mirando a Joe—. Creo que esto es todo.
—Hablaré con Ella —dijo Joe.
—¿Ahora? Es mejor que esperes hasta que sepas lo que has de decirle. Habla con ella mañana; ahora vete a casa y duerme un rato.
—Ir a casa significa ir a casa de Pat Conley, y ahora no me siento con fuerzas para resistirlo.
—Alquila una habitación aquí en Zurich —le aconsejó Al—. Desaparece. Yo regresaré a la nave, les contaré a los demás lo sucedido e informaré a la Sociedad. Puedes delegar en mí por escrito. Traiga papel y pluma —dijo a von Vogelsang.
—¿Sabes con quién me gustaría hablar? Con Wendy Wright —dijo Joe mientras el dueño del moratorio salía a todo correr en busca de papel y pluma—. Ella sabrá lo que hay que hacer. Valoro en mucho su opinión, aunque me gustaría saber por qué: apenas la conozco.
Joe advirtió en aquel momento la presencia de una sutil música de fondo en la sala. Había estado sonando desde que llegaron y era la misma que se oía en el interior del helicóptero. Dies irae, dies illa, cantaban oscuras voces. Solvet saeculum in favilla, teste David cum Sybilla. Reconoció las notas del Réquiem de Verdi. Von Vogelsang debía de conectarla con sus propias manos cada mañana, a las nueve, cuando llegaba al trabajo.
—En cuanto consigas la habitación, es probable que logre persuadir a Wendy Wright para que se deje caer por allí —dijo Al.
—Sería inmoral.
—¿Inmoral? ¿En un momento como éste, cuando la organización está a punto de hundirse en las tinieblas del olvido a menos que consigas recobrarte? —Al le miraba fijamente—. Todo lo que te haga funcionar está plenamente justificado, es necesario. Ve al videófono, llama a un hotel, vuelve aquí y dime el nombre del hotel y el…
—Nuestro dinero no vale nada. No puedo usar el teléfono, a no ser que encuentre un coleccionista de monedas dispuesto a cambiarme otra moneda de diez francos de curso legal.
—Jeeesús —dijo Al, lanzando un suspiro y sacudiendo la cabeza.
—¿Acaso es culpa mía? ¿Acaso dejé yo fuera de circulación la moneda que me diste antes? —preguntó Joe enfadado.
—De alguna forma misteriosa, sí, es culpa tuya. Pero no sé cómo. Quizá pueda explicármelo algún día. En fin, regresemos juntos a la Pratfall II, allí podrás enrollarte con Wendy Wright y llevártela al hotel.
Las voces cantaban: Quantus tremor est futurus, quando judex est venturus, cuncta stricte discussurus.
—¿Y con qué pagaré la habitación? En el hotel tampoco aceptarán nuestro dinero.
Soltando una imprecación, Al sacó su billetero con un gesto brusco y examinó los billetes que contenía.
—Son viejos, pero todavía están en circulación —inspeccionó las monedas que llevaba en los bolsillos—. Éstas no. —Al se desembarazó de ellas, tirándolas a la alfombra de la sala con una interjección de desagrado, como antes hiciera el videófono—. Toma estos billetes —dijo, tendiendo el papel moneda a Joe—. Hay bastante para una noche en el hotel, una cena y un par de copas para cada uno. Mañana mandaré una nave desde Nueva York para que os recoja.
—Te lo devolveré. Como director en funciones de Runciter Asociados voy a cobrar un salario más alto; podré saldar todas mis deudas, incluyendo los impuestos atrasados y las multas que me han ido poniendo los del impuesto sobre la renta.
—¿Sin Pat Conley? ¿Sin su ayuda?
—La puedo echar ahora mismo.
—Me gustaría verlo.
—Estoy en el comienzo de una nueva etapa. Voy a empezar una nueva vida.
«Yo sé cómo dirigir la empresa», se dijo Joe. «Desde luego, no voy a cometer el error que cometió Runciter: ningún Hollis que se haga pasar por Stanton Mick conseguirá atraernos a mis inerciales y a mí fuera de la Tierra, donde pueda darnos caza».
—En mi opinión —dijo Al ahuecando la voz—, tienes voluntad de fracaso. No hay ninguna combinación de circunstancias, ni siquiera ésta, que pueda cambiarlo.
—Lo que yo tengo es voluntad de triunfo —contestó Joe—. Glen Runciter lo comprendió y por eso dejó dispuesto en su testamento que yo me hiciera cargo de la compañía en caso de que muriera y los del Moratorio de los Amados Hermanos o cualquier otro que mereciera mi aprobación no consiguieran dejarle en semivida.
Joe sentía en su interior una creciente confianza en sí mismo; distinguía ante él innumerables posibilidades de futuro, tan claramente como si poseyera la facultad de la precognición. Recordó entonces la capacidad de Pat, lo que podía hacer con los precogs y con cualquier intento de anticipar el futuro.
Las voces cantaban: Tuba mirum spargens sonum, per sepulchram regionum coget omnes ante thronum.
—Tú no vas a echarla de casa, con todo lo que ella puede hacer —dijo Al, leyéndole la expresión.
—Tomaré una habitación en el hotel Rootes de Zurich, de acuerdo con el plan que has propuesto —decidió Joe.
«Pero Al tiene razón: no resultará», pensó. «Pat, o incluso algo peor, vendrá y me destruirá. Estoy condenado; en el sentido que daban los clásicos a la palabra».
Una imagen se proyectó con fuerza en su mente agitada y cansada: la de un pájaro atrapado en una telaraña. El tiempo se cernía sobre la imagen y aquello le atemorizaba: era un aspecto que parecía literal, real. «Profético», pensó. Pero no entendía exactamente cómo. «Las monedas fuera de circulación rechazadas por el videófono. Piezas de coleccionista, como las de los museos». ¿Sería aquello? Era difícil decirlo; no lo sabía.
Las voces cantaban: Mors stupebit, et natura, cum resurgent creatura, judicanti responsura. Cantaban y cantaban, implacablemente.