Nos hemos propuesto ofrecerle un afeitado distinto a todo lo que usted haya conocido. Creemos que ya es hora de que la cara de un hombre reciba un poco de cariño. Con la nueva hoja continua autoenrollable Ubik de cromo suizo se acabaron los cortes, los rasguños y las irritaciones. Pruebe Ubik… y déjese querer. Atención: usar siempre según las instrucciones. Y con precaución.
—Bienvenidos a Luna —dijo Zoe Wirt con aire risueño. Unas gafas triangulares de montura roja le agrandaban los ojos—. Permítanme transmitirles los saludos del señor Howard a todos y cada uno de ustedes, en especial al señor Glen Runciter, que ha puesto su organización, y a ustedes, concretamente, a nuestro servicio. Este conjunto hotelero subálveo, que ha sido decorado por Lada, la hija del señor Howard, una joven muy dotada para las actividades artísticas, se encuentra a trescientos metros lineales de las instalaciones industriales y de investigación que el señor Howard cree que han sido invadidas, La presencia conjunta de todos ustedes en esta habitación, por tanto, debería ejercer ya una acción inhibidora de los poderes psiónicos de los agentes de Hollis; una idea que nos resulta especialmente grata a todos. —Hizo una pausa y contempló al grupo—. ¿Alguna pregunta?
Joe Chip, que trasteaba con su equipo de pruebas, no le hizo ningún caso; pese a lo que había estipulado el cliente, se proponía medir el campo psiónico en el que se encontraban. Durante la hora de viaje desde la Tierra, Runciter y él lo habían decidido así.
—Sí, yo tengo una pregunta —dijo Fred Zafsky alzando la mano. Soltó una risita—. ¿Dónde está el baño?
—Se les facilitará a todos un plano en miniatura en el que se indican estos particulares —respondió Zoe Wirt. Hizo una seña a una asistenta de aspecto desaliñado y tosco, que empezó a distribuir unos mapas de papel satinado de colores brillantes—. Este conjunto residencial se completa con una cocina cuyos servicios son gratuitos. No hace falta que les diga que no se han regateado medios en la construcción de esta unidad de vivienda, que tiene una capacidad de hasta veinte personas y está dotada de aire autorregulado, agua, calefacción y un suministro de alimentos extraordinariamente bien surtido, además de circuito cerrado de televisión y un sistema fonográfico polifónico de alta fidelidad. Estos dos últimos servicios, a diferencia de la cocina, funcionan con monedas. Para facilitarles el disfrute de los elementos de recreo, se ha instalado una máquina cambiadora en la sala de juegos.
—En mi mapa sólo hay nueve dormitorios —dijo Al Hammond.
—Cada dormitorio está equipado con una litera doble; en total, son dieciocho plazas. Además, cinco de las camas son dobles, pensando en aquellos de entre ustedes que deseen dormir juntos durante su estancia aquí.
—Yo tengo una norma sobre eso de que mis empleados duerman juntos —dijo Runciter con irritación.
—¿A favor o en contra de ello? —inquirió Zoe Wirt.
—En contra. —Runciter estrujó su plano y lo arrojó al suelo de metal—. Y no estoy acostumbrado a que me digan lo que…
—Pero si usted no va a quedarse aquí, señor Runciter —señaló la señorita Wirt—; ¿no regresará usted a la Tierra en cuanto sus empleados entren en acción? —preguntó, obsequiándole con una de sus sonrisas profesionales.
—¿Ya tiene algún dato del campo psi? —preguntó Runciter a Joe Chip.
—Primero tengo que efectuar una medición del contracampo que generan nuestros inerciales.
—Debió hacerlo durante el viaje —dijo Runciter.
—¿Va a hacer alguna medición? —preguntó vigilante la señorita Wirt—. Ya le dije que el señor Howard lo había contraindicado explícitamente.
—Vamos a tomar una lectura de todas formas.
—Pero el señor Howard…
—Esto no es asunto de Stanton Mick —cortó Runciter.
—¿Puede pedir al señor Mick que baje, por favor? —preguntó la señorita Wirt a su hosca ayudante. La mujer salió a toda prisa hacia el complejo de ascensores—. El propio señor Mick se lo dirá. Mientras tanto, no hagan nada, por favor; les ruego que esperen a que llegue.
—Ya tengo una medición de nuestro campo. Es muy alta —dijo Joe a Runciter—. Mucho más alta de lo que esperaba.
«Probablemente a causa de Pat», pensó. «¿Por qué tendrán tanto interés en que no hagamos mediciones? Ahora ya no es una cuestión de tiempo: tenemos aquí a los inerciales y ya están actuando».
—¿No hay armarios para guardar la ropa? —preguntó Tippy Jackson—. Me gustaría deshacer el equipaje.
—Cada habitación dispone de un amplio armario que se abre con una moneda —explicó la señorita Wirt—. Para empezar, aquí tienen un surtido de regalo. —Sacó una gran bolsa de plástico llena de cartuchos de monedas de diferentes valores y se la pasó a Jon Ild—. ¿Le importaría distribuirlo equitativamente? Es un gesto de buena voluntad por parte del señor Mick.
—¿Hay algún médico, o una enfermera, en este asentamiento? A veces, en épocas de mucho trabajo, me salen sarpullidos; suelo curármelos con una pomada de cortisona, pero con las prisas olvidé traerla —dijo Edie Dorn.
—Las instalaciones industriales y de investigación adyacentes a este sector residencial tienen varios médicos de guardia y además una pequeña enfermería con camas —explicó la señorita Wirt.
—¿También funcionan con monedas? —preguntó Sammy Mundo.
—Toda nuestra asistencia médica es gratuita. Pero la demostración de que está auténticamente enfermo corre a cargo del paciente. Las máquinas que proporcionan la medicación, sin embargo, funcionan a base de monedas. A propósito, debo informarles de que en la sala de juegos encontrarán una máquina expendedora de tranquilizantes, y si lo desean podemos hacer que traigan de las instalaciones anejas un expendedor de estimulantes.
—Y de alucinógenos, ¿qué? —reclamó Francesca Spanish—. Cuando trabajo rindo mucho más si tomo alguna droga psicodélica de las derivadas del cornezuelo del centeno: me hace ver a quién me enfrento, y eso siempre es una ayuda.
—El señor Mick está en contra de todos los agentes alucinógenos derivados del cornezuelo; opina que son malos para el hígado —respondió la señorita Wirt—. Si ha traído alguno con usted, puede tomarlo sin reparo. Pero no se los podremos facilitar, aunque tengo entendido que disponemos de ellos.
—¿Desde cuándo necesitas drogas psicodélicas para tener alucinaciones? —preguntó Don Denny a Francesca Spanish—. Tu vida es una perpetua alucinación…
Francesca respondió sin inmutarse:
—Hace dos noches recibí una visita que me impresionó particularmente.
—No me sorprende —dijo Don Denny.
—Una multitud de telépatas y precogs bajaba hasta mi balcón por una escala hecha del mejor cáñamo trenzado. Se abrieron paso disolviendo un pedazo del muro y rodearon mi cama, despertándome con su cháchara. Citaban versos y pasajes de una prosa lánguida sacada de libros antiguos; era encantador, parecían tan… —buscó la palabra— chispeantes… Uno de ellos, que se llamaba Bill…
—Un momento —interrumpió Tito Apostos—. Yo también tuve un sueño así. —Se volvió hacia Joe—. ¿Recuerda que se lo conté poco antes de dejar la Tierra? —Le temblaban las manos de excitación—. ¿Verdad?
—Yo también lo soñé: Bill y Matt. Decían que iban a por mí —terció Tippy Jackson.
—Debió decírmelo, Joe —le reconvino Runciter con expresión sombría.
—En aquel momento, usted… —Joe se rindió—. Le vi muy cansado. Pensé que tenía otras cosas en la cabeza.
Francesca protestó secamente.
—No era ningún sueño; fue una auténtica visitación. Sé cuál es la diferencia.
—Claro que sí, Francy —dijo Don Denny haciéndole un guiño a Joe.
—Yo también tuve un sueño, pero en el mío aparecían autodeslizadores —intervino Jon Ild—. Yo estaba memorizando los números de matrícula. Memoricé sesenta y cinco, y todavía los recuerdo. ¿Quieren que se los diga?
—Lo siento, Glen, creí que Apostos había sido el único en experimentarlo —dijo Chip—. No sabía lo de los otros. Yo… —El ruido de unas puertas de ascensor que se abrían le hizo callarse. Todos se volvieron para mirar.
Stanton Mick avanzaba hacia ellos. Era un hombre rechoncho, de panza abultada y piernas robustas; llevaba unos pantalones de pescador color fucsia, zapatillas rosadas de piel de yak y una blusa sin mangas de piel de serpiente. Se sujetaba con una cinta el cabello blanco teñido que le llegaba hasta la cintura. «Su nariz», pensó Joe, «parece la pera de goma de la bocina de un taxi de Nueva Delhi, suave al tacto y estrujable. Y ruidosa. Es la nariz más ruidosa y llamativa que he visto en mi vida».
—Hola a todos, anti–psis de primera —dijo Stanton Mick abriendo los brazos en un almibarado ademán de bienvenida—. Ya están aquí los exterminadores… Me refiero a ustedes, claro. —En su voz había un agudo y penetrante rechinar. Era el sonido que uno esperaría oír en una colmena de abejas de metal, pensó Joe—. Sobre el inofensivo, amigable y pacífico mundo de Stanton Mick cayó un día una plaga, en forma de abigarrada chusma psiónica. Aquél fue un día negro para Mickville, nuestro alegre y atractivo asentamiento lunar. Naturalmente, ya han empezado ustedes a trabajar, como estaba seguro de que harían. Y lo han hecho, lo están haciendo, porque son ustedes lo más selecto en su especialidad, como comprende cualquiera a la sola mención de la firma Runciter Asociados. Debo reconocer que me siento encantado de observar su actividad, con la única y mínima excepción de que veo a su experto en mediciones jugueteando con el instrumental. Señor experto, ¿tendría la bondad de mirarme mientras le hablo?
Joe desconectó sus indicadores y sus polígrafos, cortando la fuente de energía.
—¿Me presta usted atención ahora? —le preguntó Stanton Mick.
—Sí —respondió Joe.
—Deje el equipo en marcha —ordenó Runciter—. Usted es un empleado mío, no del señor Mick.
—No importa: ya he obtenido los datos del campo psi generado en esta zona —repuso Joe. Había hecho su trabajo; Stanton Mick había llegado tarde.
—¿Es muy intenso el campo?
—No hay tal campo.
—¿Cómo? ¿Lo están anulando nuestros inerciales? ¿Es más intenso nuestro contracampo?
—No es eso; lo que digo es que no hay campo psi de ninguna especie dentro de lo que alcanza a detectar mi equipo. Detecto nuestro propio campo, lo cual me permite deducir que el instrumental funciona. Considero que es una conclusión acertada. Estamos produciendo dos mil unidades, y la cifra sube hasta dos mil cien a intervalos regulares de pocos minutos. Es probable que crezca de modo gradual; cuando nuestros inerciales lleven actuando juntos unas doce horas, pongamos por caso, puede que llegue a…
—No lo entiendo —dijo Runciter.
Los inerciales se iban agrupando alrededor de Joe Chip; Don Denny cogió una de las cintas que había expelido el polígrafo, observó la línea continua, inalterada, y pasó la tira de papel a Tippy Jackson.
—¿De dónde sacó la idea de que había Psis infiltrados en su proyecto? —preguntó Runciter a Stanton Mick—. ¿Y por qué no quería que hiciésemos las pruebas de rigor? ¿Acaso sabía que íbamos a obtener este resultado?
—¡Claro que lo sabía! —exclamó Joe Chip, súbitamente convencido de ello.
El rostro de Runciter fue presa de una actividad intensa y agitada; iba a decir algo a Stanton Mick, pero cambió de idea.
—Regresemos a la Tierra —dijo a Joe en un susurro—; hemos de sacar a los inerciales de aquí ahora mismo. —Alzó la voz, dirigiéndose al grupo—. Recojan sus cosas; volvemos a Nueva York. Quiero verles a todos en la nave dentro de un cuarto de hora; el que falte se quedará aquí. Joe, apile sus cachivaches; si hace falta, le ayudaré a cargarlos en la nave. No quiero que quede aquí ningún aparato, ni mucho menos usted.
Runciter se volvió hacia Mick con el rostro congestionado por la ira. Iba a decir algo, pero…
Soltando chillidos con su voz de insecto metálico, Stanton Mick ascendía flotando hacia el techo de la habitación, con los brazos extendidos y rígidos.
—No permita que el tálamo domine la corteza cerebral, señor Runciter. No se precipite; este asunto exige discreción. Tranquilice a su personal y unámonos codo con codo en un esfuerzo de mutua comprensión.
Su rotundo y colorido cuerpo se bamboleaba en el aire, girando despacio, de tal modo que apuntaba a Runciter más con los pies que con la cabeza.
—Ya sé lo que es: es una bomba humanoide autodestructora —dijo Runciter a Joe—. Ayúdeme a sacarles a todos de aquí. La han puesto en «auto», por eso ha subido hasta el techo.
La bomba estalló.
El humo, ondulando en oleadas fétidas, descendía lentamente, cubriendo la figura que se retorcía a los pies de Joe Chip.
Don Denny le gritaba al oído.
—Han matado a Runciter, señor Chip. Ese es el señor Runciter. —La excitación le hacía tartamudear.
—¿Y a quién más? —articuló Joe respirando con dificultad: el humo acre le oprimía el pecho. En el interior de su cráneo resonaba todavía la sacudida de la explosión; sintió en el cuello una punzante quemazón allí donde un cascote le había abierto una herida.
—Creo que todos los demás estamos heridos pero con vida —dijo Wendy Wright desde algún lugar impreciso pero cercano.
Edie Dorn se inclinó sobre Runciter, con el rostro magullado y pálido.
—¿No podríamos conseguir un vivificador de Ray Hollis?
Joe se inclinó hacia Runciter.
—No —respondió Joe—. Se equivoca —dijo después a Don Denny—. No está muerto.
Pero Runciter agonizaba sobre las retorcidas planchas del suelo. En dos o tres minutos, Don Denny estaría en lo cierto.
—Escuchen todos —dijo Joe Chip levantando la voz—. Ya que el señor Runciter está herido, asumo provisionalmente el mando hasta que consigamos regresar a la Tierra.
—Suponiendo que regresemos —dijo Al Hammond que, con un pañuelo doblado, restañaba un profundo corte que tenía sobre la ceja derecha.
—¿Cuántos de ustedes llevan armas? —preguntó Joe. Los inerciales daban vueltas por la sala, sin responder—. Ya sé que infringe las normas de la Sociedad, pero me consta que algunos de ustedes las llevan. Olvídense de la ilegalidad; piensen en la gravedad del momento.
Después de un silencio, Tippy Jackson habló.
—La tengo con mis cosas, en la otra habitación.
—Yo la tengo aquí —dijo Tito Apostos, que sostenía ya en la mano derecha una vieja pistola de proyectiles de plomo.
—Si tienen pistolas, y las tienen en la habitación donde han dejado el equipaje, vayan a buscarlas —ordenó Joe.
Seis de los inerciales se encaminaron hacia la puerta. Al Hammond y Wendy Wright se quedaron.
—Tenemos que meter a Runciter en una friovaina —dijo Joe.
—En la nave las hay —dijo Hammond.
—Pues vamos a llevarle allí —dispuso Joe—; usted levántele por un extremo y yo sujetaré el otro. Apostos, vaya delante: si alguno de los hombres de Hollis intenta detenernos, dispare.
—¿Cree que Hollis está aquí, con el señor Mick? —preguntó Jon Ild, que volvía de la otra habitación con un tubo láser.
—Con él o solo. Es posible que no hayamos estado nunca en tratos con Mick —respondió Joe—; puede que Hollis lo haya dirigido todo desde el principio.
«Es sorprendente que la explosión no nos haya matado a todos», pensó. Se preguntó qué habría sido de Zoe Wirt. Evidentemente, había salido antes de la explosión: no había rastro de ella. «Me pregunto cómo reaccionó al enterarse de que no trabajaba para Stanton Mick, sino que su superior, su verdadero superior, nos había contratado y traído aquí para asesinarnos. Probablemente tendrán que matarla también a ella para más seguridad. Desde luego, ya no les va a ser muy útil, y podría actuar como testigo de lo sucedido».
Los otros inerciales regresaron, ya armados; esperaban órdenes de Joe. Teniendo en cuenta su situación, aparentaban un razonable grado de autodominio.
—Si logramos meterle a tiempo en la friovaina, Runciter podrá seguir dirigiendo la empresa como lo hace su esposa —explicó mientras transportaba con Hammond a su agonizante jefe a los ascensores. Pulsó con el codo el botón de llamada del ascensor—. No creo que el ascensor funcione. Deben de haber cortado la corriente en el momento de la explosión.
Sin embargo, el ascensor apareció. Joe y Hammond entraron con Runciter sin perder un segundo.
—Que vengan con nosotros tres de los que van armados —dijo Joe—. El resto…
—¡Al diablo! No vamos a quedarnos plantados aquí, esperando que regrese el ascensor —protestó Sammy Mundo—. Quizá no vuelva. —Dio un paso adelante, con el rostro contraído por el pánico.
—Primero va Runciter —dijo Joe con aspereza. Pulsó un botón y las puertas se cerraron, dejando en el interior a Al Hammond, Tito Apostos, Wendy Wright, Don Denny y él, con Glen Runciter—. No había otra solución. Y de cualquier forma, si los de Hollis están arriba, nos cazarán primero a nosotros. Aunque no creo que esperen que vayamos armados.
—Está la ley esa… —dijo Don Denny.
—Compruebe si está muerto —ordenó Joe a Tito Apostos.
Apostos se agachó para examinar el cuerpo inerte.
—Respira débilmente. Aún tenemos una posibilidad.
—Sí, una posibilidad —murmuró Joe.
Seguía entumecido, física y psicológicamente, desde el momento de la explosión; se sentía helado y torpe y creía tener los tímpanos afectados. «En cuanto estemos en la nave y hayamos puesto a Runciter en la friovaina, podemos lanzar una llamada de socorro a Nueva York, a todo el personal de la compañía. O mejor, a todas las organizaciones de previsión. Si no conseguimos despegar, pueden venir a recogernos», pensó.
Pero en realidad no podría ser así, porque para cuando llegase a Luna alguien de la Sociedad, todos los que estuviesen atrapados en la subsuperficie, en el ascensor y a bordo de la nave habrían muerto. No había, pues, ninguna posibilidad.
—Debió dejar que subieran algunos más en el ascensor —dijo Tito Apostos—. Apretándonos un poco, habría cabido el resto de las mujeres. —Lanzó a Joe una mirada acusadora; le temblaban las manos de agitación.
—Nosotros corremos más peligro que ellos. Hollis debe esperar que los supervivientes de la explosión, si los hay, utilicen el ascensor, como estamos haciendo. Por eso no ha cortado la corriente. Sabe que hemos de volver a la nave.
—Eso ya nos lo ha dicho, Joe —dijo Wendy Wright.
—Intento justificar racionalmente lo que hago, al dejar a los otros ahí abajo.
—¿Y qué hay del gran talento de la chica nueva? Esa muchacha taciturna y un poco desdeñosa, Pat No–sé–qué… Podría haberla enviado al pasado, al tiempo anterior a la explosión que ha herido a Runciter, para que modificara lo ocurrido. ¿Acaso se olvidó de que tiene esa facultad?
—Sí —respondió desconcertado Joe. En la confusión que siguió al estallido de la bomba, cegado y perdido, lo había olvidado.
—Volvamos abajo. Como usted dice, los hombres de Hollis nos estarán esperando en la superficie —dijo Tito Apostos—. Usted lo ha dicho: nos exponemos a que…
—Ya estamos en la superficie —anunció Don Denny—; el ascensor se ha parado. —Pálido y tenso, se mordió el labio con aprensión al abrirse las puertas automáticamente.
Se encontraron ante una cinta transportadora que ascendía hacia una vasta sala al final de la cual, a través de unas compuertas de membrana de aire, distinguieron la base de su nave, que estaba en posición de despegue, exactamente como la habían dejado. Nadie se interponía. «Curioso», pensó Joe Chip. «¿Tan seguros estaban de que la bomba acabaría con todos nosotros? Debe de haberles fallado alguna parte del plan: primero la propia explosión, luego la corriente que no se cortó, y ahora este corredor desierto».
—Me parece que el hecho de que la bomba flotase hasta el techo les estropeó el plan —dijo Don Denny mientras Al Hammond y Joe sacaban a Runciter del ascensor y subían a la cinta—; debía de ser una bomba de fragmentación, por eso la mayor parte de la metralla nos pasó por encima de la cabeza y se estrelló en las paredes y el techo. Creo que ni se les ocurrió pensar que pudiera salir con vida ninguno de nosotros; por eso no cortaron la corriente.
—Pues menos mal que subió hasta el techo —dijo Wendy Wright—. Dios, qué frío hace aquí. La bomba debe de haber destruido el sistema de calefacción. —Temblaba visiblemente.
La cinta se desplazaba con una lentitud exasperante. A Joe le pareció que habían pasado más de cinco minutos cuando les depositó ante las dobles compuertas de membrana de aire. Aquel penoso avance era en cierto modo lo peor que habían pasado hasta entonces, como si Hollis lo hubiera dispuesto expresamente.
—¡Esperen! —gritó alguien a sus espaldas. Oyeron el ruido de unos pasos y Tito Apostos se volvió, aprestando el arma para bajarla después.
—Son los otros —dijo Don Denny a Joe, que no podía volverse porque estaba efectuando con Al Hammond la complicada maniobra de hacer pasar el cuerpo de Runciter a través del intrincado sistema de las membranas—. Ya están ahí. Estupendo. —Les hizo gestos con el arma—. ¡Por aquí, vamos!
La nave seguía unida al recinto por medio del túnel plástico de enlace. Al oír el sordo ruido que producían sus propias pisadas, Joe se preguntó «¿Será verdad que nos dejan escapar? ¿O nos están esperando en la nave? Es como si jugase con nosotros algún poder cargado de malicia, dejándonos corretear alocadamente como ratones sin cerebro. Le servimos de diversión; nuestros esfuerzos le entretienen, Pero cuando hayamos llegado demasiado lejos, cerrará el puño sobre nosotros y arrojará nuestros restos estrujados, como los de Runciter, a la cinta transportadora».
—Primero usted, Denny. Vaya a la nave a ver si nos están aguardando —ordenó.
—¿Y si están? —preguntó Denny.
—Si están, regresa, nos lo dice, nos entregamos y nos matan a todos —respondió Joe con sarcasmo.
—Dígale a Pat como se llame que use su talento —sugirió Wendy Wright, con suavidad pero con insistencia—. Por favor, Joe.
—Intentemos entrar en la nave —dijo Tito Apostos—. Esa chica no me gusta; su capacidad no me inspira ninguna confianza.
—No la comprende a ella ni su capacidad —dijo Joe.
Observó al escuálido Don Denny, que correteaba por el túnel, llegaba a su extremo, manipulaba el sistema de palancas que gobernaba la escotilla de entrada de la nave y desaparecía en su interior.
—No saldrá de ahí —dijo jadeante; el peso de Glen Runciter parecía haber aumentado. Apenas podía sostenerlo—. Vamos a dejar a Runciter aquí —dijo a Al Hammond. Le depositaron en el suelo del túnel—. Para ser un viejo, pesa mucho —comentó, estirándose—. Hablaré con Pat —prometió a Wendy.
En aquel momento les alcanzó el resto del grupo, que se apretó agitadamente en el interior del tubo.
—¡Vaya un desastre! Pensar que ésta iba a ser nuestra mayor operación… En fin, uno no sabe nunca lo que puede ocurrir. Esta vez, Hollis nos la ha jugado —dijo Joe. Hizo que Pat se le acercase: la muchacha tenía la cara tiznada y la blusa hecha jirones—. Escucha —dijo poniéndole la mano en el hombro y mirándola a los ojos; ella le devolvió una mirada tranquila—. ¿Puedes ir hacia el pasado, hasta antes de que detonara la bomba, y devolvernos a Glen Runciter?
—Ya es tarde —respondió la muchacha.
—¿Por qué?
—Por eso: porque ha pasado mucho tiempo. Debería haberlo hecho inmediatamente después de la explosión.
—¿Por qué no lo hizo? —preguntó Wendy Wright con hostilidad.
Apartando los ojos de Joe Chip, Pat los clavó en Wendy.
—¿Pensó usted en ello? Si se le ocurrió, no lo dijo. Nadie dijo nada.
—Entonces, no siente ninguna responsabilidad por la muerte de Runciter —dijo Wendy—, cuando con su facultad podría haberla obviado.
Pat se echó a reír.
—La nave está vacía —dijo Don Denny, que había vuelto de su exploración.
—Muy bien. Llevaremos a Runciter ahí dentro y le meteremos en una friovaina.
Joe y Al levantaron de nuevo la embarazosa carga del cuerpo de Runciter y reemprendieron el camino hacia la nave; los inerciales se apiñaron a su alrededor, empujándose unos a otros, ávidos de encontrarse en lugar seguro. Joe percibía la pura emanación física de su miedo como un campo que les envolvía a todos. La posibilidad real de abandonar Luna con vida tendía más a crisparles que a otra cosa; su resignación aturdida había desaparecido por completo.
—¿Dónde está la llave? —aulló Jon Ild al oído de Joe mientras éste y Al Hammond se acercaban a trompicones a la cámara de congelación. Sujetó a Joe por el brazo e insistió—. La llave, señor Chip.
—La llave de encendido de la nave —aclaró Hammond—, Runciter la debe de llevar encima; cójasela antes de que le congelemos, porque después no podremos tocarle.
Rebuscando por los muchos bolsillos de Runciter, Joe encontró un estuche de piel que contenía las llaves y se lo tendió a Jon Ild.
—¿Ahora sí? ¿Podemos congelarlo ya? —preguntó sin poder dominar su ira—. Vamos, Hammond, por todos los santos, ayúdeme a meterle en la vaina.
«Pero no hemos actuado con suficiente rapidez. Se acabó, hemos fracasado. Así son las cosas», reflexionó con profundo desaliento.
Los cohetes de despegue se encendieron con estruendo; mientras cuatro de los inerciales colaboraban ineficazmente en la tarea de programar el receptor computerizado de órdenes, toda la nave temblaba.
«¿Por qué nos habrán dejado escapar?», se preguntó Joe Chip mientras Al Hammond y él ponían el cuerpo de Glen Runciter de pie en el interior de la cámara de friovainas. Unas bridas automáticas lo sujetaron por hombros y muslos, sosteniéndole mientras el frío brillaba con destellos de falsa vida hasta deslumbrar a Al y Joe.
—No lo entiendo —dijo éste.
—Fallaron —respondió Hammond—; no tenían nada previsto para después de la explosión. Como los que intentaron matar a Hitler: cuando vieron saltar el búnker, dieron por sentado que…
—Salgamos de aquí antes que el frío nos mate —urgió Joe, empujando a su compañero hacia la salida de la cámara; una vez fuera, ambos accionaron la manivela de cierre—. Qué sensación tan extraña, pensar que una fuerza así conserve la vida. O cierta clase de vida.
Francy Spanish, que llevaba chamuscadas las largas trenzas, le detuvo cuando se dirigía a la sección de proa.
—¿Tiene la cámara circuito de comunicación? ¿Podemos hacerle ahora una consulta al señor Runciter?
—De consultas, nada —respondió Joe moviendo la cabeza—. No hay auriculares ni micrófono. Ni protofasones, ni semivida. Nada, hasta que estemos de vuelta en la Tierra y le traslademos a un moratorio.
—Entonces, ¿cómo sabremos si le hemos congelado a tiempo? —preguntó Don Denny.
—No hay forma de saberlo.
—Se le puede haber deteriorado el cerebro —dijo Sammy Mundo con una mueca y riendo entrecortadamente.
—Es cierto: es posible que nunca volvamos a escuchar la voz o los pensamientos de Runciter —dijo Joe—. Es posible que tengamos que dirigir Runciter Asociados sin él y pasemos a depender de lo que queda de Ella. Es posible que tengamos que trasladar las oficinas al Moratorio de los Amados Hermanos de Zurich, y operar desde allí.
Se sentó en una butaca lateral desde la que podía ver a los cuatro inerciales enzarzados en una discusión sobre la forma de dar el rumbo correcto a la nave. Con movimientos de sonámbulo, sumido en el dolor sordo y tenaz de la conmoción, sacó un cigarrillo torcido y lo encendió.
El cigarrillo, reseco y rancio, se le deshizo en los dedos al intentar sostenerlo. «Qué extraño», pensó.
—La explosión. El calor —dijo Al Hammond, que lo había notado.
—¿Nos habrá hecho envejecer? —preguntó Wendy desde detrás de Hammond; dio unos pasos y se sentó al lado de Joe—. Me siento vieja; soy vieja. Su paquete de cigarrillos es viejo, hoy somos todos viejos por culpa de lo que ha sucedido. Para nosotros, hoy ha sido un día distinto a los demás.
Con dramática energía, la nave se elevó de la superficie de Luna, arrastrando absurdamente el túnel plástico de enlace.