Capítulo 5

«No puedo ir al almuerzo de trabajo. Helen: tengo el estómago hecho polvo». «¡Te voy a dar Ubik! ¡Ubik te pondrá en forma al instante!». Tomado según las instrucciones, Ubik alivia en escasos segundos la jaqueca y el dolor de estómago. Tenga siempre Ubik a mano. Evite su uso prolongado.

Durante los largos días de ocio forzoso, la antitelépata Tippy Jackson solía dormir hasta después de mediodía. Un electrodo estimulador implantado en su cerebro le inducía un sueño EREM (movimiento ocular extremadamente rápido), por lo cual, mientras permanecía arrebujada en las sábanas de percal de su cama, tenía mucho que hacer.

En aquel preciso momento, el estado de sueño artificial estaba centrado en un mítico empleado de Hollis dotado de desmesurados poderes psiónicos. Uno de cada dos inerciales del Sistema Sol se había entregado o había sido convertido en grasa de cerdo. Por eliminación, la tarea de anular el campo generado por aquel ser sobrenatural había terminado correspondiéndole a ella.

—No logro ser el de siempre cuando usted ronda cerca —dijo su nebuloso antagonista, con una salvaje expresión de odio en el rostro que le daba todo el aspecto de una ardilla psicópata.

—Es posible que la definición de su autosistema carezca de verdaderos límites —respondió Tippy en su sueño—. Ha erigido usted una estructura de personalidad más bien precaria, basada en elementos inconscientes sobre los que no ejerce control alguno. Por eso se siente amenazado por mí.

—¿No será usted empleada de alguna organización de previsión? —preguntó el telépata de Hollis mirando nerviosamente a su alrededor.

—Si tiene usted las asombrosas facultades de las que presume, podrá averiguarlo leyéndome el pensamiento —dijo decididamente Tippy.

—No puedo leer la mente de nadie, he perdido la facultad de hacerlo. Será mejor que hable con mi hermano Bill. Ven, Bill; habla con esta señora. ¿Te gusta esta señora?

—Sí, me gusta mucho porque yo soy precog y ella no me afecta —dijo Bill, vestido más o menos como su hermano el telépata. Dio un saltito y sonrió con una mueca que puso al descubierto una hilera de grandes dientes amarillentos, romos como palas—. Yo, groseramente construido, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza… —Se detuvo, arrugando la frente—. ¿Qué viene ahora, Matt? —preguntó a su hermano.

Deforme, inacabado, enviado antes de tiempo a este latente mundo, terminado a medias…—dijo Matt, el telépata ardillesco, rascándose el cuero cabelludo con aire meditabundo.

—Ah, sí, ya recuerdo —dijo el precog meneando la cabeza—. Y tan torpemente y sin gracia, que hasta los perros me ladran cuando ante ellos me paro. Es de Ricardo III —explicó a Tippy. Los dos hermanos soltaron la misma risita. Tenían romos hasta los incisivos, como si se alimentaran de semillas crudas.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Tippy.

—Significa que vamos a por usted —respondieron Matt y Bill al unísono.

Sonó el videófono y Tippy se despertó.

Se acercó tambaleándose al aparato, desorientada por una nube de burbujas de colores que flotaba ante sus ojos parpadeantes, y levantó el receptor.

—Diga.

«Me estoy convirtiendo en una planta. Dios mío, qué tarde es», pensó al ver el reloj. El rostro de Glen Runciter apareció en la pantalla. Tippy se mantuvo fuera del campo del objetivo del videófono.

—Hola, señor Runciter. ¿Hay algo para mí? ¿Ha salido algún trabajo?

—Me alegro de encontrarla, señora Jackson. Estamos formando un grupo bajo mi dirección y la de Joe Chip. Once en total, con trabajo serio y en firme para los que elijamos. Hemos examinado los historiales de todos nuestros empleados. Joe considera que el de usted es bueno y yo me inclino a compartir esa opinión. ¿Cuánto tiempo necesita para bajar aquí? —El tono de su voz parecía optimista, pero el rostro de la diminuta pantalla daba muestras de fatiga y tensión.

—Supongo que habrá que trasladarse a…

—Sí, tendrá que hacer las maletas —dijo Runciter, que le soltó de inmediato una breve reprimenda—. Cada uno de nosotros está obligado a tener las maletas hechas y estar dispuesto para salir en cualquier momento; es una regla fundamental que no quiero que nadie infrinja, especialmente en casos como éste, en los que interviene el factor tiempo.

—Ya tengo las maletas hechas. Estaré en la oficina de Nueva York dentro de un cuarto de hora. Todo lo que he de hacer es dejarle una nota a mi marido, que está trabajando.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Runciter con aire preocupado. Probablemente miraba ya el siguiente nombre de la lista—. Adiós, señora Jackson —se despidió antes de colgar.

«Qué sueño tan extraño», pensó Tippy mientras se quitaba el pijama para ir apresuradamente al dormitorio a vestirse. «¿De dónde dijeron Matt y Bill que habían sacado aquello que recitaban? De Ricardo III», recordó, viendo de nuevo en su mente los dientes grandes y planos de las dos cabezas idénticas, protuberantes, rematadas por penachos de cabello rojizo que crecían en la cima como matojos. «No recuerdo haber leído Ricardo III. En todo caso, si lo he hecho habrá sido hace muchos años, de niña».

Se preguntó cómo era posible que alguien soñara versos que no había oído nunca. «Quizá había un telépata afectándome mientras dormía, o un telépata y un precog en acción combinada, como los que he visto en el sueño. No sería mala idea preguntar a los del departamento de investigación si por una remota casualidad Hollis tiene entre sus empleados un equipo de hermanos llamados Matt y Bill».

Perpleja e intranquila, empezó a vestirse tan deprisa como pudo.

Reclinándose en su sillón, Glen Runciter encendió un habano verde Rey Cuesta Palma Supremo y pulsó un botón del intercomunicador.

—Señora Frick, prepare un cheque de recompensa por valor de cien contacreds a nombre de G. G. Ashwood.

—Sí, señor Runciter.

Runciter miró a Ashwood, que deambulaba con nerviosismo de maníaco por el amplio despacho, irritándole con el crujir de sus zapatos en el parquet de madera auténtica.

—Parece que Joe Chip no es capaz de explicarme lo que hace la chica.

—Joe Chip es un memo —respondió G. G.

—¿Qué es eso de que la tal Pat retroceda en el tiempo y no haya nadie más capaz de hacerlo? Apuesto a que no se trata de ninguna facultad nueva; sólo que a ustedes, los informadores, les habrá pasado por alto hasta hoy. Sea como sea, no resulta lógico que la contrate una organización de previsión: tiene una cierta facultad, no una antifacultad. Y nosotros sólo…

—Como le he explicado, y como Joe hizo constar en su informe, deja fuera de combate a los precogs.

—Pero eso es un simple efecto colateral —reflexionó Runciter—. Joe cree que es peligrosa, no sé por qué.

—¿Se lo ha preguntado?

—Murmuró no sé qué, como de costumbre. Joe no tiene nunca explicaciones, sino presentimientos —dijo Runciter—. Por otro lado quiere que la chica tome parte en la operación Mick. —Se inclinó hacia adelante, hurgó en el montón de documentos del departamento de personal que había encima de la mesa y los puso en orden—. Dígale a Joe que venga, a ver si ya tenemos formado el grupo de once. —Consultó el reloj—. Ya deberían estar aquí. Si esa chica es tan peligrosa como dice, es una locura incluirla en el grupo; se lo voy a decir a Joe. ¿No haría usted lo mismo, G. G.?

—Tiene un asuntillo con ella —dijo G. G.

—¿Qué clase de asuntillo?

—Sexual.

—Joe no se entiende sexualmente con nadie. Nina Freede le leyó el pensamiento el otro día y no tiene dinero ni para… —se interrumpió al abrirse la puerta del despacho. La señora Frick avanzó titubeante con el cheque en la mano para que Runciter lo firmara.

—Ya sé por qué quiere que intervenga en la operación de Mick: para vigilarla —dijo Runciter mientras firmaba—. Él también va; pese a lo que estipuló el cliente, va a medir el campo psi. Hemos de saber a qué nos enfrentamos. Gracias, señora Frick.

Le hizo un ademán y tendió el cheque a Ashwood.

—Supongamos que no medimos primero el campo psi y luego resulta que es demasiado intenso para nuestros inerciales. ¿Quién se lleva la culpa?

—Nosotros —respondió G. G.

—Ya les dije que once no bastaban. Les damos los mejores que tenemos, hacemos todo lo que podemos. Al fin y al cabo, hacernos con el contrato de Stanton Mick es algo muy importante para nosotros. Pero resulta sorprendente que una persona tan rica y poderosa como Mick pueda ser tan miope y mezquina. Señora Frick, ¿está Joe Chip ahí fuera?

—El señor Chip está en la oficina exterior con varias personas más.

—¿Cuántas? ¿Diez, once?

—Por ahí andará, señor Runciter: unas diez o doce.

—Será el grupo —dijo dirigiéndose a G. G. Ashwood—. Quiero verles a todos juntos antes de que salgan para Luna. Hágales pasar, señora Frick —ordenó, lanzando una enérgica bocanada de humo de su verde cigarro.

La señora Frick dio media vuelta y salió.

—Ya sabemos que individualmente trabajan muy bien: consta por escrito —dijo a G. G. hojeando los documentos que tenía sobre la mesa—. Pero ¿y en equipo? ¿Qué dimensiones tendrá el contracampo poliencefálico que generen juntos? Piénselo, G. G., eso es lo que realmente hay que preguntarse.

—El tiempo lo dirá —respondió Ashwood.

—Llevo mucho tiempo en este negocio —dijo Runciter mientras entraban varias personas en fila—: ésta es mi contribución a la civilización contemporánea.

—Muy apropiado. Es usted un policía que salvaguarda la intimidad de la gente.

—¿Sabe lo que dice Ray Hollis de nosotros? Dice que queremos atrasar el reloj.

Runciter observó a los individuos que iban llenando el despacho. Se mantenían muy juntos y en silencio; esperaban que dijese algo. «Vaya una pandilla de saldos», pensó con pesimismo. Había una chica flaca como un palo, con gafas y lacio cabello amarillo limón, que llevaba un sombrero de cowboy, mantilla negra de ganchillo y pantalones cortos: debía de ser Edie Dorn. A su lado, una mujer mayor, morena y más atractiva, con los ojos hundidos bajo una capa de cosméticos, vestida con un sari de seda, cinturón de judoka de nylon y calcetines cortos: Francy nosequé, una esquizofrénica cíclica que sostenía que de vez en cuando aterrizaban en el tejado de su casa unos seres amables y sentimentales procedentes de Betelgeuse. Había un adolescente de pelo rizado, envuelto en una nube de superioridad cínica y orgullosa; vestía una camisa floreada y bombachos de espándex. Runciter no le había visto nunca antes. Contó cinco mujeres y cinco varones. Faltaba alguien.

Entró entonces Patricia Conley, con aire reconcentrado y tenso. Era la que hacía once: el grupo estaba completo.

—Veo que ha llegado a tiempo, señora Jackson —dijo Runciter a la dama hombruna, treintañera y de tez arenosa que vestía pantalones de lana de vicuña de imitación y una sudadera gris con la efigie descolorida de Bertrand Russell—. A pesar de que la avisé en último lugar, es la que menos ha tardado.

Tippy Jackson desplegó una sonrisa anémica y arenosa.

Runciter se puso en pie, les invitó a sentarse y tras indicarles que podían fumar si querían, empezó a hablar:

—A algunos de ustedes ya les conozco. Por ejemplo, a usted, señorita Dorn; el señor Chip y yo la hemos elegido en atención a su destacada labor ante S. Dole Melipone.

—Gracias, señor Runciter —dijo Edie Dorn con una tímida y floja vocecita, ruborizándose y fijando los ojos enormemente abiertos en la pared que tenía enfrente—. Es estupendo tomar parte en este nuevo trabajo —añadió sin demasiada convicción.

—¿Quién de ustedes es Al Hammond? —preguntó Runciter consultando sus papeles.

Un negro muy alto, demasiado alto, de hombros caídos y expresión amable en el rostro alargado hizo un gesto para identificarse.

—No tenía el gusto de conocerle —dijo Runciter consultando su expediente—, aunque, siendo usted el más destacado de nuestros antiprecogs, debería haber tenido más de una ocasión. ¿Cuántos antiprecogs más hay entre ustedes? —Se alzaron otras tres manos—. Ustedes cuatro van a beneficiarse en grado sumo de la oportunidad de conocer y trabajar con el más reciente descubrimiento de G. G. Ashwood, la señorita Conley, que tiene un nuevo sistema de neutralizar precogs. Quizá la misma señorita Conley tendrá la bondad de describírnoslo.

Señaló a Pat con un gesto de la cabeza…

… y se encontró de pie ante un escaparate de la Quinta Avenida. Era el de una tienda de numismática y estaba observando detenidamente un dólar de oro, preguntándose si podría permitirse añadirlo a su colección. «¿Qué colección?», se preguntó desconcertado. «Si yo no colecciono monedas. ¿Qué hago aquí? ¿Y cuántas horas llevo mirando escaparates cuando debería estar en mi despacho supervisando… supervisando…?». No podía recordar lo que supervisaba. Era un negocio de algún tipo, que tenía algo que ver con gente dotada de algunas habilidades particulares. Cerró los ojos, tratando de concentrarse. «No, tuve que dejarlo el año pasado por culpa de un infarto», recordó. «Pero estaba allí, en mi despacho, hace unos pocos segundos, hablando de un nuevo proyecto con un grupo de gente». Cerró los ojos. «Ya no está», pensó confundido. «Lo que yo levanté ya no está». Abrió los ojos y se vio de nuevo en su despacho. Ante él estaban G. G. Ashwood, Joe Chip y una muchacha morena, intensamente atractiva, cuyo nombre no recordaba. Por razones que no alcanzaba a comprender, le sorprendió que no hubiera nadie más presente.

—Señor Runciter —dijo Joe Chip—, le presento a Patricia Conley.

—Encantada de conocerle al fin, señor Runciter —dijo la muchacha. Soltó una carcajada y sus ojos lanzaron un destello exultante. Runciter no sabía por qué.

«Le ha hecho algo», comprendió Joe Chip.

—Pat —dijo en voz alta, lanzando en derredor una mirada de interrogación—, no pondría la mano en el fuego pero creo que aquí las cosas son diferentes.

El despacho ofrecía el aspecto de siempre: la alfombra demasiado estridente, los objetos artísticos heterogéneos de siempre, las mismas pinturas originales y sin ningún mérito… Tampoco Glen Runciter había cambiado: desordenado su cabello gris, meditativo el rostro, le devolvió la mirada. También él parecía perplejo. Cerca de la ventana, G. G. Ashwood se encogió de hombros con indiferencia. Era evidente que no veía nada anormal.

—Nada ha cambiado —dijo Pat.

Todo ha cambiado —repuso Joe—. Debes de haber retrocedido en el tiempo y nos has puesto en otro rumbo. No puedo demostrarlo ni precisar la naturaleza de los cambios, pero…

—Nada de peleas conyugales en horas de oficina —dijo Runciter frunciendo el ceño.

—¿Peleas conyugales? —preguntó Joe, desconcertado. Vio entonces el anillo que llevaba Pat en el dedo; era de plata labrada y jade, y recordó haberle ayudado a elegirlo.

«Fue dos días antes de casarnos», pensó. «De eso hace cerca de un año. Entonces pasaba muchos apuros monetarios, pero ahora las cosas han cambiado: Pat, con su sueldo y su espíritu ahorrativo, las ha arreglado para siempre».

—Bien, a lo que íbamos —intervino Runciter—: cada uno de nosotros debe tratar de responder a esta pregunta: ¿por qué acudió Stanton Mick a otra organización de previsión y no a la nuestra? En pura lógica, deberíamos haber conseguido el contrato: somos los mejores del ramo y además nuestra sede está en Nueva York, donde Mick prefiere trabajar. ¿Tiene usted alguna teoría al respecto, señora Chip? —preguntó, mirando a Pat con aire esperanzado.

—¿De veras quiere saberlo, señor Runciter?

—Sí, me gustaría mucho —respondió él asintiendo con vehemencia.

—Fui yo. Yo hice que fuera a otra compañía.

—¿Cómo?

—Con mi facultad.

—¿Qué facultad? Usted no tiene ninguna facultad; es la mujer de Joe Chip.

—Has venido aquí para almorzar con Joe y conmigo —dijo G. G. desde la ventana.

—Es cierto: tiene una facultad —dijo Joe.

Intentó recordar cuál, pero todo se le hacía borroso; el recuerdo se desvanecía apenas evocado, pese a sus esfuerzos por reavivarlo. «Otro curso del tiempo», pensó. «El pasado». Sus recuerdos terminaban ahí: más allá, no vislumbraba nada. «Mi mujer es un caso único; es la única persona en la Tierra que puede hacer lo que hace. En tal caso, ¿por qué no trabaja para Runciter Asociados? Aquí pasa algo».

—¿Le ha hecho alguna medición? —preguntó Runciter—. Es su obligación, ¿no? Se diría que sí lo ha hecho; parece usted muy seguro de lo que dice.

—No estoy muy seguro de lo que digo, pero sí estoy seguro de lo que dice ella —respondió Joe—. Traeré mi instrumental de pruebas y veremos qué clase de campo crea.

—Vamos, Joe; si su esposa tuviera alguna facultad o antifacultad se la habría medido hace un año por lo menos. No me diga que lo va a descubrir ahora —dijo Runciter irritado. Pulsó un botón del intercomunicador—. ¿Personal? ¿Tenemos alguna ficha a nombre de la señora Chip, Patricia Chip?

Tras una pausa, el intercomunicador respondió.

—Ninguna a este nombre, señor Runciter. Quizá por el de soltera…

—Conley, Patricia Conley —dijo Joe.

Hubo una nueva pausa.

—Sobre la señorita Patricia Conley tenemos dos textos: un informe inicial del señor Ashwood y los resultados de las pruebas efectuadas por el señor Chip. —Por una ranura del intercomunicador aparecieron las copias de los dos documentos.

Runciter examinó con aire preocupado los hallazgos de Joe Chip.

—Venga aquí, Joe: será mejor que vea esto.

Posó el índice en el papel y Joe, que se había puesto a su lado, vio las dos aspas subrayadas; se miraron el uno al otro y luego miraron ambos a Pat.

—Ya sé lo que pone ahí —dijo Pat con aplomo—: Tiene una capacidad increíble. Su campo anti–psi es algo nunca visto. —Se concentró, tratando a todas luces de recordar la frase exacta—. Podría anular a todo

—Habíamos conseguido el contrato de Mick —dijo de pronto Runciter a Joe Chip—. Tenía aquí a un grupo de once inerciales y entonces le sugerí a ella que…

—Que le demostrara al resto del grupo lo que sabía hacer —dijo Joe—. Y lo hizo; hizo exactamente eso. Y mi evaluación era acertada. —Señaló con el índice la señal de peligro que había al pie de la hoja—. Mi propia esposa.

—Yo no soy su esposa —dijo Pat—. También cambié eso. ¿Quieren que todo vuelva a ser como antes, incluso en los detalles? Lo haré, aunque eso no servirá de mucho a sus inerciales. De todos modos no se habrán enterado de nada, a menos que alguno haya retenido algún vestigio de recuerdo, como ha hecho Joe, aunque ahora ya debería haberse borrado.

—Me gustaría volver a verme con el contrato de Mick en el bolsillo —dijo Runciter con aspereza—. Por lo menos eso.

—Cuando los descubro, los descubro —dijo G. G. Ashwood. Se había puesto gris.

—Sí, no puede negarse que tiene usted olfato para los grandes talentos.

El intercomunicador lanzó un zumbido y se oyó temblar la chirriante, vieja voz de la señora Frick.

—Hay aquí un grupo de inerciales que desea verle, señor Runciter. Dicen que usted les ha convocado a propósito de un nuevo proyecto de trabajo en equipo. ¿Puede recibirles?

—Hágales pasar —dijo Runciter.

—Me guardaré el anillo —dijo Pat, exhibiendo la alianza de jade y plata que ella y Joe habían elegido en otro curso temporal: era todo lo que iba a conservar de aquel mundo alternativo. Joe se preguntó si no habría conservado además algún vínculo legal. Esperaba que no fuera así, pero optó por un prudente silencio: era mejor no mencionarlo siquiera.

Se abrió la puerta del despacho y los inerciales fueron entrando por parejas. Estuvieron un momento de pie, indecisos, y tomaron asiento frente a la mesa de Runciter. Éste les observó detenidamente y luego manoseó el revoltijo de documentos que tenía sobre la mesa; era obvio que quería comprobar si Pat había alterado en algo la composición del grupo.

—¿Edie Dorn? Sí, ya veo que está —Runciter la miró, y miró después al hombre que se sentaba junto a ella—. ¿Hammond? Sí, Hammond. ¿Tippy Jackson?

—He venido tan rápido como he podido —dijo la señora Jackson—; no me ha dado usted mucho tiempo, señor Runciter.

—Jon Ild —dijo Runciter. El adolescente de pelo rizado y revuelto lanzó un gruñido a modo de respuesta. Joe observó que su arrogancia se había atenuado: el muchacho le parecía ahora más bien introvertido, incluso un poco turbado.

«Me gustaría saber qué es lo que recuerda, qué es lo que recuerdan todos, juntos y por separado», pensó.

—Francesca Spanish.

La vistosa y agitanada mujer, que irradiaba una forma muy peculiar de agresividad, habló a voz en grito.

—Durante los últimos minutos, mientras esperábamos en el despacho de fuera, señor Runciter, se me han aparecido unas voces misteriosas que me han dicho algunas cosas.

—¿Es usted Francesca Spanish? —preguntó Runciter, armándose de paciencia. Parecía más fatigado que de costumbre.

—Sí, soy Francesca Spanish. Siempre lo he sido y siempre lo seré. —En su voz había un tono de total convicción—. ¿Me permite decirle lo que me han revelado las voces?

—Más tarde, quizá… —dijo Runciter, pasando a otro expediente.

—Tengo que decirlo —manifestó con voz vibrante la señorita Spanish.

—Muy bien; haremos una pausa de un par de minutos —accedió Runciter. Abrió un cajón de su escritorio y sacó de él una de sus píldoras de anfetamina, que engulló sin agua—. Oigamos lo que esas voces le han revelado, señorita Spanish. —Buscó la mirada de Joe y se encogió de hombros.

—Alguien nos acaba de transportar, a todos nosotros, a otro mundo —dijo ella—. Hemos vivido en él, como ciudadanos suyos, y finalmente alguna potencia espiritual vasta y omnicomprensiva nos ha restituido a nuestro verdadero universo, éste.

—Sería Pat. Pat Conley, que acaba de unirse a nuestra compañía —dijo Joe Chip.

—Tito Apostos, ¿está? —dijo Runciter, alargando el cuello para buscarle entre los que estaban sentados en la habitación.

Un hombre calvo que lucía una barbita de chivo se dio a conocer con un gesto. Llevaba unos anticuados bombachos de lamé dorado que, sin embargo, le daban una apariencia refinada. Quizá fuera por los botones en forma de huevo de su blusa de encaje verde alga, pero lo cierto era que todo él respiraba una imponente dignidad, una distinción muy poco común. Joe se sintió impresionado.

—Don Denny.

—Aquí, señor —dijo una voz atiplada; provenía de un individuo delgado y serio que estaba sentado muy tieso en su silla, con las manos sobre las rodillas. Llevaba un vestido tirolés de poliéster y zahones de vaquero sobre los cuales brillaban unas estrellas de hojalata. Se recogía el largo cabello con una redecilla y calzaba sandalias.

—Veo que es usted un antivivificador —dijo Runciter consultando la hoja—, el único que utilizamos. No sé si le vamos a necesitar —dijo volviéndose a Joe—; quizá deberíamos poner en su lugar otro antitelépata. Cuantos más llevemos, mejor.

—Debemos cubrir todas las posibilidades, ya que no sabemos en qué nos vamos a meter.

—Tiene usted razón —asintió Runciter—. Sammy Mundo.

Un joven de nariz roma en una cabeza pequeña y amelonada, vestido con maxifalda, alzó la mano en un gesto espasmódico que más parecía un tic; como si hubiera sido un reflejo de su anémico organismo, pensó Joe. Le conocía: Mundo aparentaba bastantes años menos que los de que en realidad tenía, al haberse detenido tiempo atrás sus procesos de crecimiento físico y mental. Técnicamente, tenía la inteligencia de un mosquito: sabía caminar, comer, lavarse e incluso, hasta cierto punto, hablar. Sin embargo, su habilidad antitelepática era considerable. Una vez eclipsó, él solo, a S. Dole Melipone; el boletín de la empresa no habló de otra cosa durante meses.

—Ah, sí, Mundo —dijo Runciter—. Y la siguiente es Wendy Wright.

Como siempre que se le presentaba la ocasión, Joe dirigió una larga y penetrante mirada a la mujer que, de haber sido capaz, habría hecho su amante o, mejor aún, su esposa. Le parecía imposible que Wendy Wright hubiera nacido de un útero, como todo el mundo. En su proximidad, se sentía como un crío sucio, maleducado y grasiento al que le hacía ruido el estómago y le silbaba la nariz. Cerca de ella cobraba una clara conciencia de los mecanismos físicos que le mantenían vivo: sentía en su interior todo un complejo de tubos, válvulas, compresores y correas de ventilador, obligado a traquetear en pos de una meta que de antemano estaba condenado a no alcanzar, enfrascado en una tarea destinada al fracaso. Viendo el rostro de ella, descubría el suyo como una máscara pintarrajeada; contemplar su cuerpo le hacía sentirse un juguete de cuerda barato. Todo en Wendy tenía una coloración sutil, una luminosidad atenuada. Sus ojos, dos gemas verdes, lo miraban todo con impasibilidad: nunca había visto miedo en ellos, ni desprecio ni aversión. Aceptaba lo que veía. Solía aparentar calma, pero, más que eso, a Joe le admiraba su estabilidad, su frialdad, su ausencia de conflictos interiores. Parecía no conocer la tensión, la fatiga, la enfermedad o el desgaste físico. Tendría veinticinco o veintiséis años, pero no lograba imaginarla más joven y por supuesto nunca llegaría a parecer mayor: tenía demasiado dominio de sí misma y de la realidad externa.

—Aquí estoy —dijo Wendy con suave aplomo.

Runciter asintió.

—Muy bien, muy bien. Sólo queda Fred Zarsky. Debe de ser usted.

—Detuvo la mirada en un sujeto de mediana edad, de carnes fláccidas y grandes pies, con el pelo engominado, la piel llena de barros y la nuez de Adán muy prominente. Se había puesto para la ocasión un atuendo informal del color del culo de un babuino.

—Acertó —dijo Zarsky soltando una risita—, ¿qué le parece?

—Dios mío —dijo Runciter meneando la cabeza—. Bueno, tenemos que incluir a un antiparaquinético en el grupo, por seguridad. Y usted lo es. —Dejó caer los documentos sobre la mesa y buscó su habano verde—. Este es el grupo, más usted y yo —dijo volviéndose a Joe—. ¿Desea hacer algún cambio de última hora?

—No, estoy satisfecho.

—¿Considera usted que éste es el mejor grupo de inerciales que podemos formar? —Runciter le lanzó una mirada cargada de intención.

—Sí.

—¿Serán capaces de medirse con los Psis de Hollis?

—Sí —repitió Joe.

Aquello no era nada por lo que osara poner la mano en el fuego.

Desde luego, no se trataba de nada racional. La capacidad potencial de contracampo de los once inerciales debía considerarse enorme, y sin embargo…

—¿Me concede un segundo, señor Chip? —El señor Apostos, el hombre de la barbita de chivo y los resplandecientes pantalones de lamé dorado, asió a Chip por el brazo—. ¿Puedo comentar con usted una experiencia que tuve anoche? Creo que, hallándome en estado hipnagógico, establecí contacto con uno, o quizá dos, de los hombres del señor Hollis: un telépata que evidentemente operaría en combinación con uno de sus precogs. ¿Cree que debo informar de ello al señor Runciter? ¿Es significativo?

Joe Chip miró dubitativamente a Runciter: derrumbado en su queridísimo sillón, intentando volver a encender su habano, el anciano parecía terriblemente cansado. Tenía las mejillas hundidas.

—No, olvídelo —dijo Joe.

—Señoras y señores, vamos a salir hacia Luna —anunció Runciter alzando la voz por encima de los murmullos—. Seremos catorce en total: ustedes once, Zoe Wirt, la representante de nuestro cliente, Joe Chip y yo. Iremos en nuestra propia nave. —Consultó su anacrónico reloj de bolsillo de oro—. Las tres treinta. La Pratfall II nos recogerá en la azotea principal a las cuatro. —Cerró la tapa del reloj y se lo guardó en el bolsillo del fajín de seda—. Bueno, Joe, para bien o para mal, ya estamos metidos de lleno en esto. Ojalá tuviéramos un precog en plantilla para que echase un vistazo antes de ir.

Su expresión y su tono de voz languidecieron bajo el peso de las preocupaciones y las inquietudes, bajo la carga ineludible de la responsabilidad y la vejez.