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Finalizado su viaje al Moratorio de los Amados Hermanos, Glen Runciter aterrizó con una imponente limusina eléctrica de alquiler en el techo del edificio central de Runciter Asociados en Nueva York. El tobogán de descenso le depositó rápidamente en su despacho del quinto piso. A las nueve y media de la mañana, hora local, estaba ya sentado ante su escritorio en un voluminoso y anticuado sillón giratorio de castaño y cuero auténticos y hablaba por el videófono con su departamento de Relaciones Públicas.
—Tamish, acabo de regresar de Zurich, donde me he entrevistado con Ella.
En aquel preciso instante se abrió la puerta y su secretaria entró con precaución en el enorme despacho.
—¿Qué es lo que quiere, señora Frick?
La timorata y ajada señora Frick, con el rostro cubierto de pecas de colores artificiales que intentaban contrarrestar su senil tono grisáceo, hizo un ademán de excusa: no tenía más remedio que molestarle.
—Está bien, señora Frick —dijo con resignación—; ¿de qué se trata?
—Una nueva cliente, señor Runciter. Opino que debería recibirla.
La secretaria avanzó hacia él al tiempo que se retiraba. Sólo la señorita Frick podía ejecutar tan difícil maniobra; había necesitado diez décadas para dominarla.
—Lo haré en cuanto termine con esta llamada —dijo Runciter, volviendo su atención al videófono—. ¿Con qué frecuencia son emitidos nuestros anuncios a las horas de mayor audiencia de la cadena planetaria de televisión? ¿Siguen saliendo una vez cada tres horas?
—Nada de eso, señor Runciter. A lo largo de todo el día los anuncios de servicios de previsión se emiten a un promedio de una vez cada tres horas por el canal de UHF, pero el coste de las horas de máxima audiencia…
—Quiero que salgan una vez cada hora —dijo Runciter—. Ella cree que será mejor así. —Durante su viaje de vuelta al hemisferio occidental había decidido cuál era el anuncio que le gustaba más—. Conoce la última disposición del Tribunal Supremo según la cual un hombre puede matar legítimamente a su esposa si demuestra que ella no le concedería el divorcio bajo ninguna circunstancia, ¿no?
—Sí, es esa ley que llaman…
—No me importa cómo la llamen; lo que me interesa es que ya tenemos un anuncio de televisión sobre ese tema: ¿cómo es? No consigo recordarlo.
—Sí, sale un hombre, un ex marido, al que están juzgando. Primero se ve un plano del jurado, luego otro del juez y luego una panorámica de la sala con el fiscal interrogando al ex marido. Le dice: «Por lo visto, señor, a su esposa…».
—Eso es —dijo Runciter con satisfacción. Había colaborado personalmente en la redacción del guión, lo cual venía a constituir, en su opinión, una muestra más de su polifacético talento.
—Pero tengo entendido —dijo Tamish— que los Psis desaparecidos están trabajando en grupo para una de las mayores firmas de inversión. Si es así, como parece probable, deberíamos insistir en alguno de nuestros anuncios dirigidos a empresas. ¿Recuerda éste, señor Runciter? Es el del marido que vuelve a casa después del trabajo, por la noche. Todavía lleva puesta la faja de color amarillo eléctrico, falda plisada, calzones ceñidos a la rodilla y gorra de visera estilo militar. Se deja caer en el sofá del salón, empieza a quitarse las manoplas y entonces encorva la espalda, pone cara de preocupación y le dice a su mujer: «Caray, Jill, me gustaría saber qué es lo que me pasa estos días. A veces, y cada día más a menudo, la menor observación que me hacen en la oficina me hace pensar… no sé, que alguien me está leyendo el pensamiento». Entonces ella va y le dice: «Si tanto te preocupa, ¿por qué no acudes a la organización de previsión más próxima? Nos facilitarán un inercial a un precio al alcance de nuestro presupuesto, y ¡pronto volverás a ser el de siempre!». Y él sonríe de oreja a oreja y dice: «¡Ya empiezo a sentirme mejor!».
La señora Frick apareció de nuevo en la puerta del despacho de Runciter.
—Señor Runciter, por favor… —le bailaban las gafas. Runciter asintió con un gesto.
—Luego seguiremos hablando, Tamish. Por el momento hágase con esos espacios y que empiecen a pasar lo nuestro a la frecuencia que le he dicho.
Colgó y se quedó mirando a la señora Frick.
—He tenido que ir a Suiza y hacer que despertaran a mi esposa Ella para recibir esa información, ese consejo.
—El señor Runciter ya puede recibirla, señorita Wirt.
La secretaria se hizo a un lado y una mujer rolliza penetró en la oficina. La cabeza oscilaba sobre sus hombros como una pelota; impulsó su esférica mole hacia una silla y se sentó en ella, con las delgadas piernas colgando. Llevaba un anticuado abrigo de seda transparente, y embutida en él parecía un bicho bondadoso envuelto en un capullo tejido por otro. Sonreía y parecía hallarse a sus anchas. Runciter calculó que rondaría los cincuenta; ya quedaban lejos los días en los que pudo tener algún atractivo.
—Lo lamento, señorita Wirt, no podré dedicarle mucho tiempo —dijo—. Le ruego que vaya directamente a lo esencial. ¿Cuál es el problema?
—Tenemos algunos problemas con los telépatas —respondió ella con voz melosa y en un tono impropiamente jovial—. Creemos que se trata de eso pero no estamos muy seguros. Tenemos un telépata propio; le conocemos bien y se encarga de circular entre nuestros empleados. Si encuentra algún Psi, sea telépata o precog, debe dar parte a… —lanzó una mirada vivaz a Runciter— a mi superior. A finales de la semana pasada presentó uno de esos partes. Disponemos de un informe sobre la competencia de varias agencias de previsión, elaborado por una firma privada. La suya ocupa el primer lugar.
—Me consta que es así —dijo Runciter; de hecho, conocía aquel informe, que por el momento no había contribuido precisamente a que aumentara su clientela. Quizá lo iba a hacer ahora—. ¿Cuántos telépatas detectó su hombre? ¿Más de uno?
—Dos, por lo menos.
—¿Podrían ser más?
—Podrían —asintió la señorita Wirt.
—Mire, nosotros actuamos así: primero medimos con todo rigor el campo psi, para determinar con qué nos las hemos de ver. Esto suele requerir de una semana a diez días, según el…
—Mi jefe quiere que le envíe los inerciales sin perder un instante —le interrumpió la señorita Wirt—. No quiere pasar por esas tediosas y costosas formalidades de las pruebas previas.
—No hay otro modo de saber cuántos inerciales hacen falta, ni de qué tipo, ni dónde situarlos. La desarticulación de una trama psi debe hacerse sobre una base sistemática; nosotros no vamos por ahí con una varita mágica o fumigando veneno por los rincones. Debemos anular a la gente de Hollis hombre a hombre, asignando un anti–psi a cada Psi. Si Hollis se ha infiltrado en su estructura, lo ha hecho de esta forma: Psi a Psi. Uno se introduce en el departamento de personal y contrata a otro, que a su vez, organiza un nuevo departamento o toma la dirección de uno ya existente y consigue los servicios de otros dos. A veces les cuesta varios meses; nosotros no podemos deshacer en veinticuatro horas lo que ellos han articulado al cabo de un largo período de tiempo. La actividad psi a gran escala es como un mosaico: ellos no pueden permitirse ser impacientes y nosotros tampoco.
—Pues mi jefe está impaciente —dijo con una sonrisa la señorita Wirt.
—Tendré que hablar con él —Runciter se acercó al videófono—. Deme su nombre y su número.
—No, tendrá que llevar este asunto conmigo.
—Puede que no acepte. ¿Por qué no quiere decirme a quién representa?
Runciter pulsó un botón situado bajo el borde de su escritorio para advertir a su telépata de plantilla, Nina Freede, que se situara en el despacho contiguo a fin de seguir los procesos mentales de la señorita Wirt. «No puedo negociar con esta gente si no sé de quién se trata”, pensó. “Me da en la nariz que Ray Hollis quiere contratarme».
—No sea usted tan rígido —dijo la señorita Wirt—. Todo lo que pedimos es rapidez. Y si la pedimos es porque la necesitamos. Sólo puedo decirle esto: la instalación invadida no está en la Tierra. Desde los puntos de vista de rendimiento potencial y capital invertido, es nuestro proyecto principal. Mi superior ha puesto en él todo su activo. Nadie debería estar al corriente de ello; precisamente, lo que más nos sorprendió cuando detectamos la presencia de telépatas…
—Perdone —dijo Runciter, levantándose y yendo hacia la puerta—. Voy a ver cuánta gente hay disponible en la casa para intervenir en este asunto.
Cerrando la puerta a su espalda, buscó en los despachos contiguos hasta encontrar a Nina Freede. Estaba sola en uno de los más pequeños, fumando un cigarrillo y concentrándose.
—Averigüe a quién representa y hasta dónde están dispuestos a llegar —le dijo.
«Tenemos treinta y ocho inerciales parados», reflexionó. «Con un poco de suerte los embarcaremos a casi todos en este asunto y a lo mejor descubrimos dónde se han metido los listillos de Hollis. Toda la maldita pandilla».
Regresó al despacho y se sentó de nuevo tras su escritorio.
—Si se les han infiltrado telépatas en la operación —dijo Runciter, juntando las manos y mirando a la señorita Wirt—, lo mejor que pueden hacer es afrontar los hechos y admitir la evidencia de que la operación en sí ya no es ningún secreto, independientemente de que hayan conseguido o no información de carácter estrictamente técnico. Entonces, ¿por qué no me dice de qué proyecto se trata?
—No sé en qué consiste el proyecto —respondió la señorita Wirt, dubitativa.
—¿Ni dónde está situado?
—Tampoco —dijo, negando con la cabeza.
—¿Sabe para quién trabaja?
—Trabajo para una empresa subsidiaria que mi jefe controla financieramente. Conozco a mi superior inmediato: es un tal señor Shepard Howard, pero no me han dicho nunca a quién representa.
—Si les proporcionamos los inerciales que necesitan, ¿podremos saber dónde les envían?
—Probablemente no.
—Supongamos que no vuelven.
—¿Por qué no habrían de volver? Los tendrá aquí en cuanto terminen con el trabajo de descontaminación.
—Se sabe que los hombres de Hollis han matado a más de un inercial enviado a neutralizarles —dijo Runciter—. La protección de la vida de mis hombres es mi principal responsabilidad y no puedo cumplir con ella si no sé dónde están.
El microaltavoz que llevaba oculto en la oreja izquierda lanzó un zumbido y Runciter escuchó la voz pausada de Nina Free, audible únicamente para él.
«La señorita Wirt actúa en nombre de Stanton Mick. Es su ayudante de confianza. No existe ningún Shepard Howard. El proyecto en cuestión está localizado inicialmente en Luna. Tiene que ver con Techprise, que es el departamento de investigación de Mick; el patrimonio está puesto a nombre de ella. No está al corriente de los detalles técnicos; Mick no le ha dado nunca ninguna clase de evaluación científica o información sobre la marcha de los trabajos y está resentida por ello. De todos modos, ha conseguido hacerse una idea de la consistencia del proyecto a base de lo que le han dicho otras personas del grupo de Mick. Suponiendo que esas informaciones de segunda mano sean correctas, puede decirse que el proyecto lunar consiste en un sistema revolucionario de transporte interestelar de bajo costo, capaz de acercarse a la velocidad de la luz y que podría ser alquilado a cualquier grupo político o étnico que disponga de un mínimo de recursos. Parece que Mick cree que este sistema de desplazamiento posibilitará masivamente las empresas de colonización, que así dejarán de ser monopolizadas por unos pocos gobiernos».
Nina Freede cortó la transmisión y Runciter se arrellanó en su sillón giratorio de castaño y cuero para reflexionar.
—¿En qué piensa? —preguntó animadamente la señorita Wirt.
—Me estaba preguntando si están ustedes en situación de contratar nuestros servicios. No dispongo de datos y sólo puedo hacer un cálculo aproximado del número de inerciales necesarios, pero… podrían llegar a cuarenta —respondió Runciter, sabiendo perfectamente que Stanton Mick podía permitirse contratar, o hacer que alguien contratara en su nombre, un número ilimitado de inerciales.
—Cuarenta —repitió la señorita Wirt—. Son bastantes.
—Cuantos más empleemos, antes liquidaremos el trabajo. Ya que tienen prisa, haremos que se instalen todos a la vez. Si está usted autorizada a firmar un contrato en nombre de su superior y a hacer una provisión de fondos ahora mismo —remarcó alzando un dedo índice firme y severo, pero ella no se inmutó—, podremos disponerlo todo en menos de setenta y dos horas. —La observó, expectante.
El microaltavoz de su oído susurró.
«Como propietaria de Techprise tiene plenos poderes. Legalmente, puede obligar a su empresa por una cantidad igual a su propio valor total. En este momento está calculando a cuánto subiría éste, puesto en el mercado». Hubo una pausa. «Varios miles de millones de contacreds, calcula. Pero se resiste a hacer lo que le propone; no le gusta la idea de comprometerse en la firma de un contrato y en el pago de una provisión. Preferiría que lo hicieran los abogados de Mick, aunque supusiese un retraso de varios días».
«Pero tienen prisa», pensó Runciter, «o al menos, eso dice».
El microaltavoz respondió:
«Intuye que usted sabe, o adivina, a quién representa. Y teme que eso le haga aumentar la tarifa. Mick está al tanto de su reputación; él mismo se considera el número uno mundial. Trabaja de esta forma, a través de alguna persona o empresa que le sirve de tapadera. Por otra parte, necesitan todos los inerciales que puedan conseguir, y ya se han resignado a que todo esto les salga enormemente caro».
—Cuarenta inerciales —dijo Runciter con aire indolente. Tomó una cuartilla dispuesta a tal efecto sobre su mesa y garabateó en ella—. Veamos: seis por cincuenta por tres por cuarenta…
La señorita Wirt, todavía con la sonrisa congelada en el rostro, esperaba con visible ansiedad.
—Me pregunto quién habrá pagado a Hollis para que meta a sus hombres en el proyecto de ustedes —murmuró Runciter.
—Eso es lo de menos, ¿no cree? Lo que importa es que están allí.
—A veces no llegamos a descubrirlo, aunque como usted dice, eso es lo de menos. Es como cuando se meten hormigas en la cocina: uno no se pregunta por qué están dentro; simplemente, busca la forma de echarlas.
Había llegado al final de su cálculo de los costes. La suma era enorme.
—Creo que… que tendré que pensarlo —dijo la señorita Wirt alzando la mirada de la escandalosa cifra y haciendo ademán de levantarse—. ¿No hay un despacho donde pueda estar sola y llamar al señor Howard si es necesario?
—No es muy frecuente que una organización de previsión tenga tantos inerciales disponibles en un momento dado —respondió Runciter, poniéndose en pie—. Si espera mucho, la situación puede cambiar. Si los quiere, es mejor que no se entretenga.
—¿De veras cree que hacen falta tantos inerciales?
Tomándola del brazo, Runciter condujo a la señorita Wirt a través del vestíbulo y la hizo pasar a la sala de mapas de la empresa.
—Aquí tiene usted la posición de todos nuestros inerciales y los de las otras compañías. El mapa muestra, o intenta mostrar, además, la posición de todos los Psis de Hollis. —Contó aplicadamente las identichapas de Psis que habían sido retiradas una a una del mapa, terminando por la última, la de S. Dole Melipone—. Sé dónde están —le dijo a la señorita Wirt, que había perdido su sonrisa mecánica al comprender el significado de las chapas apartadas. Tomando la húmeda mano de la mujer, deslizó la de S. Dole Melipone entre sus dedos y se la hizo cerrar—. Puede quedarse aquí a meditar. Ahí tiene un videófono. No la molestarán; yo estaré en mi despacho, por si me necesita.
Salió de la sala de mapas, pensativo. No sabía realmente si era en el proyecto de Stanton Mick donde se habían metido todos los Psis desaparecidos, pero era muy posible. Además, Stanton Mick había soslayado el trámite habitual de efectuar una prueba objetiva. Por lo tanto, si Mick terminaba contratando más inerciales de los necesarios sería culpa suya y de nadie más.
En términos estrictamente legales, la empresa Runciter Asociados estaba obligada a notificar a la Sociedad que habían sido localizados algunos de los Psis desaparecidos, ya que no todos. Pero Runciter disponía de cinco días para presentar la notificación… y decidió esperar al último: una oportunidad semejante de hacer un buen negocio sólo se presentaba una vez en la vida.
—Señora Frick —dijo entrando en el despacho de su secretaria—, prepáreme un contrato de trabajo para cuarenta… —No terminó la frase.
Al fondo de la habitación había dos personas sentadas. El hombre, Joe Chip, demacrado, taciturno y más melancólico que de costumbre; a su lado se hallaba cómodamente instalada una muchacha de largas piernas y negro cabello ondulado, del mismo color de sus brillantes ojos. Su belleza intensa y purísima iluminaba aquella parte de la estancia, llenándola de un sombrío fuego. Era como si se resistiera a ser atractiva, pensó Runciter, y no le gustara la suavidad de su propia piel y la profunda calidad sensual, carnosa, de sus labios.
«Parece que acabe de levantarse de la cama. Todavía desarreglada. Como si estuviese irritada con el día, o con todos los días».
Acercándose a los dos, Runciter dijo:
—Deduzco que G. G. ha vuelto a Topeka.
—Ésta es Pat. Nada de apellidos —indicó Joe Chip, y suspiró. Flotaba alrededor de su persona una atmósfera de derrota y sin embargo no parecía haberse dado por vencido. Bajo la resignación se escondía un vago y maltratado resto de vitalidad; a Runciter le pareció que se podía acusar a Joe de fingir aquel abatimiento espiritual: en realidad no había nada de eso.
—¿Anti–qué? —preguntó a la chica, que seguía recostada en la butaca con las piernas extendidas.
—Anticetogénesis —murmuró ella.
—¿Y eso qué significa?
—Prevención de la cetosis —explicó ella con aire ausente—, como cuando le administran glucosa a uno.
—Explícamelo —dijo Runciter a Joe.
—Dale tu hoja de prueba al señor Runciter.
La joven alargó el brazo para revolver en el interior de su bolso, de donde sacó una de las arrugadas cuartillas amarillas de Joe. La desdobló, le echó un breve vistazo y se la pasó a Runciter.
—Impresionante. ¿Tan buena es? —preguntó éste a Joe. Vio entonces las dos aspas subrayadas, símbolo de sospecha, o más bien de acusación de falsedad.
—Lo mejor que he visto.
—Venga a mi despacho —dijo Runciter a la muchacha. Ambos le siguieron.
La rechoncha señorita Wirt apareció de repente, sin aliento y moviendo los ojos de un lado para otro.
—He hablado con el señor Howard y tengo instrucciones —comunicó a Runciter. Se interrumpió un momento al ver a Joe Chip y a la joven, pero continuó—. El señor Howard desea que formalicemos el acuerdo ahora mismo. ¿Lo hacemos ya? No hace falta que insista sobre la importancia del factor tiempo. —Volvió a exhibir su vítrea y decidida sonrisa—. ¿Les importa esperar? El asunto que tenemos entre manos el señor Runciter y yo tiene prioridad.
Pat, mirándola, dejó oír una apagada risita de desdén.
—Tendrá que esperar, señorita Wirt —dijo Runciter con un principio de temor que aumentó al mirar primero a Pat y luego a Joe—. Tome asiento, por favor —dijo, indicándole una de las butacas de la antesala del despacho…
—Ya puedo decirle con exactitud cuántos inerciales vamos a necesitar, señor Runciter. El señor Howard cree estar en situación de hacer una evaluación precisa de nuestras necesidades, una determinación clara de la consistencia de nuestro problema.
—¿Cuántos?
—Once —respondió la señorita Wirt.
—En seguida firmaremos el contrato, tan pronto como termine de atender a estos señores. —Con un gesto de su gran mano, Runciter hizo pasar a Joe y la muchacha al interior del despacho, cerró la puerta y se sentó—. No lo van a conseguir. Con once, no lo van a conseguir. Ni con quince, ni con veinte —dijo, dirigiéndose a Joe—, especialmente teniendo a S. Dole Melipone en el bando contrario. —Se sentía a la vez fatigado y asustado—. Esta señorita debe de ser el posible fichaje que G. G. descubrió en Topeka, ¿verdad? ¿Cree usted que debemos contratarla? ¿Están de acuerdo los dos, G. G. y usted? Si es así, la contrataremos, naturalmente. —«Quizá se la ceda a Mick; podría ser una de los once», pensó—. Por de pronto, nadie me ha dicho aún qué facultad psi neutraliza.
—Me ha dicho la señora Frick que acaba de regresar de Zurich —dijo Joe—; ¿qué le aconsejó Ella?
—Más anuncios. Por televisión. Uno cada hora —respondió Runciter.
Se volvió hacia el intercomunicador.
—Señora Frick, prepáreme un acuerdo de empleo entre nosotros y una persona anónima; haga constar el sueldo inicial que fijó el sindicato en diciembre pasado y también…
—¿A cuánto asciende ese sueldo inicial? —preguntó Pat con un tono de voz que dejaba traslucir un cierto recelo.
Runciter la miró fijamente.
—Ni siquiera sé todavía qué es lo que puede hacer.
—Es precognición, Glen, pero de otra forma —intervino Joe Chip. No entró en detalles; parecía agotado, como uno de aquellos viejos relojes a pilas.
—¿Se le puede dar ya un trabajo? —le preguntó Runciter—. ¿O será de los que necesitan que nos ocupemos a fondo de ellos y luego hay que esperar a que rindan? Tenemos casi cuarenta inerciales parados y ahora contratamos a otro. Cuarenta menos once, supongo. Veintinueve empleados completamente ociosos, cobrando todos el sueldo íntegro mientras se pasan el día sentados tocándose las narices. No sé, Joe, no sé… Quizá deberíamos despedir a todos los informadores. De cualquier modo, creo que he dado con el resto de los Psis de Hollis. Ya le contaré. —Volvió a hablar por el intercomunicador—. Señora Frick, haga constar también que podemos despedir a la contratada sin previo aviso y sin indemnización o compensación de ningún tipo; y que durante los primeros noventa días no tendrá derecho a los beneficios de seguro de enfermedad. El sueldo inicial es de cuatrocientos creds al mes, en todos los casos, sobre la base de veinte horas a la semana —explicó volviéndose a Pat—. Tendrá que afiliarse a un sindicato, el de Trabajadores de Minería, Forja y Fundición, que es el que dio entrada hace tres años a todos los empleados de las organizaciones de previsión. Yo no tengo nada que ver con él.
—Gano más cuidando de los enlaces videofónicos en el Kibbutz de Topeka —dijo Pat—. Su informador, el señor Ashwood, me dijo que…
—Nuestros informadores mienten —repuso Runciter—. Y además, lo que digan no nos compromete legalmente a nada. Esto es igual para todas las organizaciones de previsión.
Se abrió la puerta del despacho y entró con paso vacilante la señora Frick, llevando en la mano el documento mecanografiado del acuerdo.
—Gracias, señora Frick —dijo Runciter al recibir los papeles—. Tengo congelada a mi esposa, una mujer de veinte años —explicó a sus dos acompañantes—; es una mujer muy hermosa que al hablar conmigo es apartada por un niño raro que se llama Jory; acabo hablando con él en lugar de ella. La pobre Ella, congelada en su semivida y apagándose lentamente, y yo aquí, sin nadie a quien mirar en todo el día más que a esa bruja que tengo por secretaria.
Contempló a la muchacha, deteniéndose en su cabello negro y espeso y su boca sensual; sintió en su interior el despertar de desolados anhelos, deseos inútiles y nebulosos que no conducían a ninguna parte y volvían vacíos a él, completando un círculo perfecto.
—Firmaré —dijo Pat, extendiendo el brazo para coger la pluma de encima del escritorio.