Capítulo 3

Ubik Instantáneo tiene el rico aroma del café recién molido. Cuando lo pruebe, su marido dirá: «Cristo, Sally, antes pensaba que hacías un café pse–pse, pero ahora… ¡hmm!». Inofensivo si se toma de acuerdo con las instrucciones.

Todavía con su alegre pijama a rayas de payaso, Joe Chip se sentó con aire soñoliento a la mesa de la cocina. Encendió un cigarrillo y, después de introducir una moneda en la ranura, movió el dial del homeoimpresor que acababa de alquilar. Sintiendo aún los efectos de la resaca, vaciló ante el indicador de noticias interplanetarias, se detuvo en noticias locales y finalmente seleccionó el apartado Chismes y rumores.

—Sí, señor: chismes y rumores —dijo con jovialidad el aparato—. ¿A que no saben qué prepara en este mismo instante Stanton Mick, el solitario financiero y especulador de fama interplanetaria?

Las tripas de la máquina emitieron un zumbido y por una ranura salió un rollo de papel; era un documento impreso a cuatro tintas y compuesto en un tipo de letra grande y nítido. Rebotó en la superficie de la mesa de neoteca y cayó al suelo. A pesar de su jaqueca, Chip se agachó para recogerlo, lo desenrolló y lo extendió ante sí.

MICK LE SACA DOS TRILLONES AL BANCO MUNDIAL

A.P., Londres. ¿Qué prepara en este mismo instante Stanton Mick, el solitario financiero y especulador de fama interplanetaria?, se pregunta hoy el mundo de las finanzas ante el rumor, emanado de Whitehall, según el cual el pintoresco y agresivo magnate industrial, que una vez ofreció a Israel la construcción totalmente gratuita de una flota con la que dicha nación podría colonizar y fertilizar las áreas desiertas de Marte, ha pedido y tiene grandes posibilidades de obtener un increíble préstamo de…

—Eso no es ningún rumor —le dijo Joe al aparato—, sino simples especulaciones en torno a negociaciones fiscales. Lo que quiero leer hoy es qué estrella de la televisión se acuesta con la mujer drogadicta de quién.

Como de costumbre, no había dormido muy bien, por lo menos en cuanto a sueño REM (movimiento ocular rápido), y no había querido tomar un somnífero porque por desgracia había agotado su ración semanal de estimulantes servida por la farmacia autónoma de su bloque de apartamentos; la culpa la tenía, como él mismo reconocía, su desmesurada voracidad. Según la ley, no podría ir a buscar más hasta el martes. Faltaban dos días, dos largos días.

—Ponga el dial en rumores escandalosos —dijo la máquina.

Lo hizo; a los pocos instantes el aparato expelía un segundo rollo. Le saltó a la vista una excelente caricatura de Lola Herzburg–Wright y se relamió de gusto ante su desvergonzada exhibición de la oreja derecha. Pasó al texto.

Asaltada la otra noche por un carterista en un conocido local neoyorquino, LOLA HERZBURG–WRIGHT propinó al malhechor un gancho de derecha que le hizo aterrizar en la mesa que ocupaban el REY EGON DE SUECIA y una dama desconocida de enormes…

Sonó, estridente, el timbre del apartamento. Sobresaltado, Joe Chip levantó la mirada y vio que su cigarrillo estaba a punto de quemar la superficie de formica de su mesa de neoteca. Lo recogió y se arrastró hasta el tubo intercomunicador que había al lado del pestillo de la puerta.

—¿Quién es? —gruñó.

Vio en su reloj de pulsera que aún no eran las ocho. Debía de ser el robot–casero, o algún acreedor. Dejó el pestillo como estaba.

Del micrófono de la puerta del edificio le llegó una voz masculina enérgica y jovial.

—Ya sé que es muy temprano, Joe, pero acabo de llegar a la ciudad. Soy G. G. Ashwood; he olfateado una buena pieza en Topeka y sólo quiero que me des tu impresión. A mí me parece que es de las buenas y necesito que me lo confirmes antes de ponerla ante las narices de Runciter. De todas formas, él está en Suiza ahora.

—No tengo aquí el instrumental de pruebas —dijo Chip.

—Pues me acerco al taller y te lo traigo.

—No está allí —explicó sin excesivo entusiasmo—. Lo tengo en el coche. No tuve tiempo de descargarlo anoche. —De hecho, había estado demasiado achispado de maripapa para abrir el maletero de su autodeslizador—. ¿No puedes esperar hasta las nueve? —preguntó con irritación. La energía maniática e inestable de G. G. Ashwood le molestaba incluso a mediodía… pero a las siete cuarenta era ya demasiado, peor que un acreedor.

—Chip, encanto, lo que tengo entre manos es un mirlo blanco, un muestrario andante de milagros que hará saltar las agujas de tus indicadores y además le dará nueva vida a la firma, que falta le hace. Y además…

—¿Qué es, un anti–qué? ¿Telépata?

—Ya lo verás tú mismo, no lo sé. —Ashwood bajó la voz—. Oye, Chip, todo esto es muy confidencial. No puedo quedarme aquí en la puerta pregonándolo a los cuatro vientos; alguien podría oírme. De hecho ya estoy captando los pensamientos de algún capullo de la planta baja y…

—Muy bien —dijo con resignación Joe Chip. Cuando se disparaba, no había quien cortara los implacables monólogos de G. G. Ashwood. Era mejor escucharle—. Cinco minutos: me voy a vestir y miraré si queda café por algún rincón.

Le parecía recordar que había ido al supermercado del bloque de apartamentos la noche anterior y había cortado un cupón verde de racionamiento, lo cual podía significar tanto café como té o cigarrillos o rapé de importación.

—Te gustará —afirmó enérgicamente G. G. Ashwood—, aunque, como suele pasar, es hija de…

—¿Hija? ¿Una mujer? —dijo alarmado Joe Chip—. Mi apartamento está hecho una leonera: me he retrasado en el pago a los robots de limpieza del edificio y llevan dos semanas sin pasar por aquí.

—Le preguntaré si le importa.

—No lo hagas, prefiero que no suba. Le haré las pruebas en el local, durante mis horas de trabajo.

—He leído su mente y no le importa.

—¿Qué edad tiene?

A lo mejor era una chiquilla. Bastantes nuevos inerciales en potencia eran niños que habían desarrollado tal capacidad para protegerse de sus padres psiónicos.

—¿Cuántos años tienes, guapa? —preguntó quedamente G. G. Ashwood, separándose del interfono para hablar con la persona que le acompañaba—. Diecinueve —comunicó a Chip.

No era tan niña, pero de todas formas Joe Chip sentía curiosidad. Aquella mezcla de reserva y excitación solía manifestarse en G. G. Ashwood en conjunción con mujeres atractivas; quizá la chica en cuestión perteneciera a esa categoría.

—Dame un cuarto de hora —le dijo.

Si renunciaba al desayuno, se daba prisa y emprendía una campaña de limpieza, todavía podría componer un apartamento presentable en ese tiempo. Por lo menos valía la pena intentarlo.

Colgó y se fue a buscar una escoba (manual o autopropulsada) o un aspirador (a pilas de helio o conectable a la red) por los armarios de la cocina. No había nada de lo que buscaba. La agencia de suministros del bloque no le había facilitado material de limpieza. Hacía cuatro años que vivía allí y ahora lo descubría. A buenas horas.

Cogió el videófono y marcó el 214, la extensión del circuito de mantenimiento del edificio.

—Oiga —dijo cuando respondió la entidad homeostática—, actualmente estoy en situación de destinar algunos de mis fondos a saldar mi cuenta pendiente con los robots de la limpieza. Quisiera que suban ahora mismo a darle un repaso al apartamento. Cuando terminen les pagaré todo lo que debo.

—Deberá usted pagar todo lo pendiente antes de que empiecen, señor.

Chip ya tenía su billetero en la mano; vació sobre la mesa todo su surtido de Llaves Mágicas de Crédito, la mayoría de las cuales tenía anuladas probablemente a perpetuidad, dadas sus relaciones con el dinero y con sus tenaces acreedores.

—Voy a cargar la factura a mi Llave Mágica Triangular —informó a su nebuloso antagonista—. Eso dejará mi deuda fuera de su competencia y en sus libros la factura constará como totalmente pagada.

—Más multas, más penalizaciones.

—Eso lo cargaré a mi Llave Corazón…

—Señor Chip, la Agencia Ferris&Brockman de Análisis y Auditoría de Créditos ha emitido una circular referida a usted. La recibimos ayer y todavía la tenemos muy fresca en la memoria. En lo que va desde el mes de julio ha caído usted de una situación crediticia G triple a una situación G cuádruple. Nuestra sección, y de hecho todo el bloque de apartamentos, está programada ahora para no extender sus servicios ni su crédito a sujetos tan patéticamente anómalos como usted, señor. Con usted hay que llevar las cosas a un subnivel de dinero efectivo. De hecho, es probable que tenga que pasar el resto de sus días en ese subnivel crediticio. De hecho…

Chip colgó, abandonando la esperanza de engatusar o amenazar a los robots para que subieran a su desordenado apartamento. Entró en su dormitorio a vestirse; eso, por lo menos, podía hacerlo sin ayuda.

Una vez vestido —con un batín marrón de aire deportivo, babuchas de charol, y una gorra de fieltro con borla— deambuló por la cocina con la esperanza de dar con algún rastro de café. Nada. Se concentró en la sala de estar y encontró, junto a la puerta del baño, una bolsa de plástico con una lata de media libra de auténtico café de Kenia, un lujo que sólo podía haberse permitido estando en plena borrachera. Especialmente en vista de su desesperada situación financiera.

De nuevo en la cocina, rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una moneda para poner la cafetera en marcha. Oliendo el —para él— insólito aroma, volvió a mirar el reloj y vio que ya había pasado el cuarto de hora, así que se dirigió con presteza a la puerta del apartamento, dio la vuelta al tirador y levantó el pestillo.

La puerta se negó a abrirse.

—Cinco centavos, por favor.

Chip registró sus bolsillos. Ya no le quedaba calderilla, no tenía nada.

—Te pagaré mañana —dijo a la puerta. Volvió a mover el tirador, pero seguía firmemente cerrada—. Si te pago, será en todo caso por algo perfectamente gratuito: no tengo por qué pagar nada.

—No opino lo mismo —respondió la puerta—. Repase el contrato que firmó al comprar este apartamento.

Chip encontró el contrato en un cajón de su escritorio; después de firmarlo había tenido que consultarlo muchas veces. Era cierto: el pago de cinco centavos para que la puerta se abriera o cerrara era obligatorio. No se trataba de ninguna propina.

—Ya ve que tengo razón —dijo la puerta con satisfacción.

Joe Chip tomó un cuchillo de acero inoxidable y empezó a desatornillar aplicadamente la cerradura de aquella puerta tragaperras.

—Le demandaré —dijo la puerta cuando cayó el primer tornillo.

—Nunca me ha demandado una puerta, pero creo que podré vivir con ello.

Sonó un golpe en la puerta.

—Eh, Joe, nene, soy yo, G. G. Ashwood. Ya estamos aquí, abre.

—Mete una moneda por mí en la ranura —dijo Joe—, parece que el mecanismo está atascado en mi lado.

Se oyó el tintineo de una moneda cayendo en los engranajes de la puerta y ésta se abrió, dando paso a un G. G. Ashwood de expresión radiante. Un aire de triunfo brillaba en su astuta mirada mientras empujaba suavemente a la chica hacia el interior de la vivienda.

La muchacha se quedó un momento mirando a Joe. No pasaba de los diecisiete y era esbelta, de piel cobriza y grandes ojos oscuros. «Dios, qué guapa es», pensó Joe. Llevaba una camisa de faena de falsa lona, tejanos y botas manchadas de barro que parecía auténtico. Su brillante cabello quedaba recogido por un pañuelo rojo anudado en la nuca. La camisa, arremangada, descubría unos brazos bronceados y firmes. De su cinturón de cuero de imitación pendían un cuchillo, un transmisor de campaña y una bolsa de supervivencia con alimentos y agua. En uno de sus antebrazos Joe distinguió un tatuaje que decía CAVEAT EMPTOR. Se preguntó qué significaría.

—Ésta es Pat —dijo G. G. Ashwood pasando el brazo alrededor de la cintura de la muchacha, haciendo ostentación de familiaridad—. El apellido es lo de menos.

Macizo y rechoncho, ataviado con su habitual poncho de mohair, sombrero de fieltro color albaricoque, calcetines de esquí a rombos y zapatillas, avanzó hacia Joe Chip rezumando autosatisfacción por todos los poros; había dado con algo valioso y le iba a sacar todo el jugo.

—Pat, éste es el competentísimo técnico eléctrico de pruebas de la compañía, todo un primera clase.

—¿El eléctrico es usted, o sus pruebas? —preguntó con frescura la muchacha.

—Según —respondió Joe. Percibía a su alrededor las emanaciones del sucio apartamento; flotaba en la estancia el fantasma de la basura y el desorden y sabía que Pat lo había notado—. Siéntate —dijo, haciendo un gesto desmañado—. ¿Te apetece una taza de café auténtico?

—Vaya lujo —dijo Pat, sentándose a la mesa de la cocina y apilando ordenadamente, con aire reflexivo, los homeodiarios de toda una semana—. ¿Cómo puede permitirse el café auténtico, señor Chip?

—A Joe le pagan una fortuna —intervino G. G. Ashwood—. Sin él, la empresa no podría hacer nada.

Alargó el brazo y tomó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa.

—Deja eso —dijo Joe Chip—. Ya casi no me quedan y he gastado mi último cupón verde en el café.

—Pues la puerta la he pagado yo —señaló G. G., ofreciendo el paquete a la joven—. No le hagas caso; está haciendo su número. Mira cómo tiene todo esto para que se vea que es un tipo creativo; todos los genios viven así. ¿Dónde tienes el instrumental, Joe? Estamos perdiendo el tiempo.

Joe se dirigió a la muchacha.

—Vas vestida de una forma muy rara.

—Soy la encargada de las líneas videofónicas subterráneas del Kibbutz de Topeka —dijo Pat—; en ese kibbutz concreto sólo las mujeres pueden tener trabajos que impliquen actividad manual. —En sus negros ojos había un fulgor de orgullo—. Por eso fui allí y no al de Wichita Falls.

—Esa inscripción que llevas en el brazo ¿es en hebreo? —preguntó Joe.

—No, es latín. —Sus ojos apenas disimulaban la sorpresa y la hilaridad—. Nunca había visto un apartamento tan sucio. ¿Vive solo?

—Estos expertos no tienen tiempo para nimiedades —terció G. G. Ashwood con irritación—. Oye, Chip, los padres de esta chica trabajan para Ray Hollis. Si supieran que está aquí la trepanarían.

—¿Acaso no saben que tienes una contrafacultad?

—No —respondió ella, moviendo la cabeza—. Yo tampoco lo entendí de verdad hasta que su investigador se sentó conmigo en el bar del kibbutz y me lo dijo. No sé, puede que sea verdad y puede que no lo sea. Me dijo que usted, con sus instrumentos y sus baterías de tests, podría darme pruebas objetivas de que la tengo.

—¿Qué pensarás si las pruebas demuestran que tienes la contrafacultad?

—No sé, es todo tan… negativo —respondió Pat al cabo de unos momentos de reflexión—. Yo no hago nada: no puedo mover objetos, ni convertir las piedras en pan, ni dar a luz sin embarazo, ni invertir el proceso de una enfermedad, ni leer los pensamientos, ni ver el futuro. Nada, no tengo siquiera la capacidad de hacer cosas tan corrientes como éstas. Sólo puedo anular las de otros. Me parece —hizo un gesto impreciso— frustrante.

—Como factor de supervivencia de la especie humana —dijo Joe—, eso es tan útil como una facultad psi, especialmente para nosotros los Normales. El factor anti–psi supone el restablecimiento natural del equilibrio ecológico. Un insecto aprende a volar, así que otro insecto aprende a construir una telaraña para cazarlo. ¿Es eso lo mismo que no volar? Los moluscos desarrollan caparazones duros para protegerse; en consecuencia, algunos pájaros aprenden a llevarlos muy arriba, volando con ellos en el pico, y a arrojarlos sobre las rocas. En cierto sentido, tú eres una forma de vida que se nutre de presas como los Psis, y los Psis son una forma de vida que se nutre de los Normales. Esto te hace aliada y amiga del género de los Normales. Equilibrio, el círculo que se cierra. Depredador y presa. Parece que es un sistema eterno y, francamente, no creo que se pueda mejorar.

—Podrían considerarme una traidora.

—¿Y eso te preocupa?

—Me preocupa que la gente pueda sentir hostilidad hacia mí. Pero me imagino que no es posible vivir mucho tiempo sin despertar hostilidad; no es posible complacer a todo el mundo, porque cada cual quiere una cosa diferente. Si complaces a uno disgustas a otro.

—¿En qué consiste tu antifacultad? —preguntó Joe.

—Es difícil explicarlo.

—Ya te lo he dicho —intervino de nuevo G. G. Ashwood—, es algo único, nunca lo había visto.

—¿Cuál es la facultad psi que contrarrestas? —preguntó Joe a la muchacha.

—La precognición, creo. Su informador —señaló a G. G., cuya sonrisa de entusiasmo no había menguado— me lo ha explicado. Yo ya sabía que hacía algo raro; a los seis años empecé a tener períodos extraños, pero nunca se lo dije a mis padres porque pensé que les disgustaría.

—¿Son precogs?

—Sí.

—Has hecho bien: les habría disgustado. Pero si hubieras empleado tu poder con ellos, lo habrían notado. ¿No han sospechado nunca nada? ¿No has usado tu facultad para obstaculizar la suya?

—Creo… —Pat hizo un gesto impreciso. Su rostro reflejaba perplejidad—. Creo que sí, pero ellos no lo notaron.

—Mira, voy a explicarte cómo actúa la antiprecognición, al menos en los casos que conocemos. El precog distingue una serie de futuros dispuestos como las celdas de un panal. Para él, una de esas celdas brilla con mayor intensidad, y ésa es la que elige. Una vez la ha elegido, el antiprecog ya no puede hacer nada: tiene que estar presente durante el proceso de decisión del precog, no después. El antiprecog hace que todos los futuros ofrezcan el mismo aspecto para el precog, que todos le parezcan igualmente reales; anula su capacidad de elección. El precog se da cuenta al instante de la presencia de un antiprecog porque su relación con el futuro se ve completamente alterada. En el caso de los telépatas se produce una reducción parecida de…

—Esta chica retrocede en el tiempo —dijo G. G. Ashwood.

Joe le miró.

—Retrocede en el tiempo —repitió G. G., paladeando las palabras y lanzando miradas de superioridad por todos los rincones de la cocina—. El precog sobre el que actúa sigue viendo un futuro predominante; la posibilidad más luminosa, como tú mismo has dicho. Y la selecciona, y acierta. Pero ¿por qué acierta? ¿Por qué es la más brillante? Porque esta chica —señaló a Pat con un ademán— controla el futuro. La posibilidad más brillante lo es porque ella ha ido al pasado y lo ha alterado. Cambiando el pasado, modifica el presente, el cual contiene al precog, cuya capacidad se ve afectada sin que él lo sepa. Su facultad de precognición parece funcionar, cuando en realidad no lo hace. Es una de las ventajas de la contrafacultad de Pat respecto de la de los otros antiprecogs. La otra ventaja, la mayor, es que puede alterar la decisión del precog después de tomada. Puede intervenir más tarde, y ya sabes que nuestro principal problema ha sido siempre que si no estábamos presentes desde el primer momento no podíamos hacer nada. En cierto modo, nunca hemos podido anular realmente la capacidad de un precog como hemos hecho con las de otros Psis. Este ha sido siempre el punto débil de nuestros servicios ¿no? —Miró a Joe Chip con aire expectante.

—Es interesante.

¿Interesante? —G. G. Ashwood hizo un gesto de indignación—. ¡Es la mayor contrafacultad descubierta hasta la fecha!

—Yo no retrocedo en el tiempo —dijo Pat en voz baja. Alzó la mirada y la fijó en Joe Chip con una expresión mezcla de disculpa y desafío—. Hago algo, pero el señor Ashwood lo presenta de forma muy exagerada.

—Puedo leerte el pensamiento —dijo G. G., algo molesto—. Sé que tú puedes cambiar el pasado; ya lo has hecho.

—Puedo cambiar el pasado, pero no voy al pasado. Yo no viajo por el tiempo, como pretende hacerle creer a su técnico.

—¿Cómo cambias el pasado? —preguntó Joe.

—Pensando en él. Pienso en un aspecto concreto, un suceso, algo que alguien dijo, o alguna cosa que ocurrió y que yo hubiera querido que no ocurriera. La primera vez que lo hice, de niña…

—Cuando tenía seis años y vivía con sus padres en Detroit, rompió una estatua de cerámica, una antigüedad que su padre guardaba como un tesoro.

—¿Y tu padre, con su capacidad de precognición, no lo previó?

—Sí, lo previó —respondió Pat—. Y me castigó una semana antes de romperla porque dijo que era inevitable. Ya sabe lo que es la facultad precognitiva: se puede ver lo que va a suceder pero no se puede hacer nada por cambiarlo. Después de que se rompiese la estatua, o mejor, después de romperla yo, le di muchas vueltas al asunto, pensando en la semana anterior al incidente, durante la cual me mandaban a la cama a las cinco y sin postre. Pensé: «Dios mío», o lo que digan los niños en estos casos, «¿no habrá un modo de evitar estos lamentables incidentes?». Las habilidades precognitivas de mi padre no me parecían demasiado espectaculares, ya que no podían alterar el curso de los acontecimientos; me inspiraban un cierto desdén. Pasé una semana entera tratando de recomponer la maldita estatua con la fuerza de la mente; volvía en el recuerdo al tiempo anterior a su destrucción y evocaba el aspecto que ofrecía cuando estaba entera… que era horrible, por cierto. Hasta que un buen día me levanté y allí estaba. Entera, como si no le hubiera pasado nada. —Se inclinó, tensa, hacia Joe y prosiguió con voz cortante y decidida—. Pero mis padres no notaban nada. Les parecía perfectamente normal que la figura estuviera intacta; creían que siempre había estado así. Yo era la única que recordaba. —Sonrió, se recostó en el respaldo de la silla, cogió otro cigarrillo y lo encendió.

—Voy al coche a buscar el equipo de pruebas.

—Cinco centavos, por favor —dijo la puerta apenas tocó el tirador.

—Págaselos —dijo Joe a G. G. Ashwood.

Una vez descargados los aparatos de medición que había arrastrado hasta el apartamento, Joe Chip le pidió a G. G. Ashwood que se marchase.

—¿Que me largue? —preguntó, más que sorprendido, el informador de la firma—. Pero la he encontrado yo; el filón es mío. He pasado diez días recorriendo la zona hasta dar con ella y ahora…

—No puedo hacerle las pruebas con tu campo por aquí cerca, ya lo sabes. Los campos psi y anti–psi se deforman mutuamente; si no fuera así no estaríamos metidos en este negocio —dijo Joe tendiendo una mano a G. G. al tiempo que éste se ponía en pie con evidente enfado—. Y déjame un par de monedas para que luego podamos salir de aquí.

—Yo tengo cambio —murmuró Pat—. En la bolsa.

—Puedes medir la fuerza que genera tomando como referencia la pérdida que se observe en mi campo —dijo Ashwood—. Te lo he visto hacer cientos de veces.

—Esto es otra cosa —repuso secamente Joe.

—No puedo salir, ya no me queda calderilla.

Pat miró primero a Joe y luego a G. G.

—Tenga —dijo, y le arrojó una moneda que el hombre recogió.

La expresión de desconcierto de G. G. dio paso a un aire adusto de pesadumbre.

—Vais a acabar conmigo —murmuró al introducir la moneda en la ranura de la puerta—. Los dos —añadió mientras la puerta se cerraba tras él—. He sido yo quien la ha descubierto. Desde luego, este negocio es una jungla… —su voz se apagó al cerrarse del todo la puerta.

Se hizo el silencio.

—Cuando desaparece su entusiasmo, no queda casi nada de él —dijo Pat.

—No le pasa nada —dijo Joe. Se sentía como en muchas ocasiones: culpable. Pero no demasiado—. Sea como sea, ha cumplido con su misión. Ahora…

—Ahora le toca a usted, por así decirlo —dijo Pat—. ¿Puedo quitarme las botas?

—Claro que puedes —dijo Joe.

Empezó a disponer su instrumental de pruebas, comprobando el estado de las bobinas y las baterías; hizo mediciones de verificación con cada una de las agujas indicadoras, dando entrada a impulsos predeterminados y registrando sus respuestas.

—¿Puedo ducharme? —preguntó la muchacha mientras depositaba las botas en un rincón.

—Veinticinco centavos —murmuró Joe—. Te va a costar veinticinco centavos, porque yo no los tengo. —Levantó la mirada y vio que la chica se estaba desabrochando la blusa.

—En el kibbutz todo es gratis.

—¿Gratis? Eso es económicamente imposible. ¿Cómo puede funcionar siendo todo gratis? ¿Cómo puede resistir más de un mes?

—Se parte de la base de que cada cual cumple con su cometido y por ello recibe su correspondiente salario —explicó la muchacha, que, imperturbable, seguía desabrochándose—. La suma de nuestras ganancias se destina en bloque a la comunidad. De hecho, el Kibbutz de Topeka lleva varios años dando beneficios; como grupo, ponemos más de lo que sacamos.

Terminó de desabotonar la blusa, se la quitó y la colgó en el respaldo de la silla. Debajo de la áspera tela azul no llevaba nada; Joe vio su busto, alto y firme, erguido cerca del nítido dibujo de las clavículas.

—¿Estás segura de que es eso lo que quieres hacer? ¿Quitarte la blusa?

—¿No se acuerda?

—¿De qué?

—De que no me la he quitado. En otro presente no me la he quitado. No le ha gustado y lo he suprimido; por eso me la quito ahora.

—¿Qué he hecho al ver que no te la quitabas? —preguntó Joe con cautela—. ¿Me he negado a hacerte las pruebas?

—Ha murmurado no sé qué de que el señor Ashwood había sobreestimado mi antifacultad, creo.

—No, yo no hago esas cosas.

—Mire, esto es del presente anterior, el que he anulado. —Se puso en pie y sus senos oscilaron al inclinarse para rebuscar en el bolsillo de la blusa; sacó de él un papel doblado y se lo tendió.

Joe lo leyó. La última línea contenía su valoración final: «Campo anti–psi generado: inadecuado. Claramente inferior a la media. Sin ningún valor frente a los índices de los precognitores actuales». Debajo estaba la contraseña que empleaba, un círculo partido por un trazo vertical. Significaba No contratar, y sólo él y Glen Runciter la conocían. Ni siquiera los informadores sabían qué significaba el símbolo; por lo tanto, era imposible que Ashwood se lo hubiera dicho. Le devolvió el papel en silencio; ella lo dobló de nuevo y lo introdujo en el bolsillo de la prenda.

—¿Todavía necesita hacerme las pruebas, después de esto?

—Hay un procedimiento que seguir, seis índices que…

—Es usted un pobre burócrata ineficaz y cargado de deudas, que ni tan siquiera es capaz de juntar la calderilla suficiente para que la puerta le deje salir de casa.

La voz de la muchacha, reposada pero devastadora, retumbó en los oídos de Joe Chip, que enrojeció de sorpresa y se sintió empequeñecer.

—Tengo una mala racha —dijo—, pero pronto saldré a flote. Voy a conseguir un préstamo. Si hace falta se lo pediré a la empresa. —Se puso en pie, titubeante; cogió dos platos y dos tazas y sirvió café—. ¿Leche, azúcar?

—Leche —dijo Pat, todavía de pie y sin la blusa.

Joe tiró de la puerta del frigorífico para sacar un cartón de leche. No se abría.

—Diez centavos —dijo el frigorífico—: cinco por abrirme y cinco por la crema.

—Total, por un poco de leche… Vamos, abre por esta vez. —Siguió tirando furtivamente del asa—. Esta noche te la pago, lo juro por Dios.

—Tenga —dijo Pat arrojando una moneda por encima de la mesa—. Ella debía de tener mucho dinero —continuó mientras observaba cómo Chip la introducía en la ranura del refrigerador—. Su esposa. La ha fastidiado de verdad, ¿a que sí? Lo supe en cuanto el señor Ashwood…

—No siempre me va tan mal como ahora —cortó Joe, algo irritado.

—¿Quiere que le saque de apuros, señor Chip? —Con las manos en los bolsillos de su pantalón vaquero, le miraba sin que su rostro dejara traslucir emoción alguna, salvo una actitud de alerta—. Usted sabe que puedo hacerlo. Siéntese y escriba su informe, Déjese de pruebas: mi capacidad es única. Por otra parte, no puede medirla porque actúa en el pasado y usted está en el presente, que se produce como una simple consecuencia. ¿Está de acuerdo?

—Déjame ver esa nota de valoración que tienes en la blusa. Quiero verla otra vez antes de decidir.

La muchacha volvió a sacar del bolsillo de la blusa la hoja de papel amarillo y la deslizó con calma a través de la mesa. Joe la releyó: era su letra, en efecto. Luego, era verdad. Se la devolvió y sacó de su equipo de pruebas una hoja limpia del mismo papel.

Escribió en ella el nombre de la chica y datos falsos sobre unos resultados extraordinariamente altos. Sus nuevas conclusiones eran: «Tiene una capacidad increíble. Su campo anti–psi es algo nunca visto. Podría anular a todo un ejército de precogs». Al pie de la hoja garabateó un signo: esta vez, dos aspas subrayadas. Pat miraba por encima de su hombro; Joe sentía su aliento en el cuello.

—¿Qué significan las aspas?

Contratar a cualquier precio.

—Gracias. —Buscó en su bolsa y extrajo un puñado de billetes; escogió uno y se ofreció a Joe. Era uno de los grandes—. Para sus gastos. No se lo podía dar antes, hasta que me hiciera la valoración oficial: lo habría echado todo a rodar y usted habría vivido el resto de sus días convencido de que quería sobornarle. Incluso habría dictaminado que yo no tenía ninguna contrafacultad.

Corrió la cremallera de su pantalón y siguió desnudándose, Joe Chip examinó lo que había escrito, sin mirarla. Las dos aspas subrayadas no significaban lo que le había dicho. En realidad querían decir Persona a vigilar. Constituye un riesgo para la empresa. Peligrosa.

Firmó la nota de prueba, la dobló y se la pasó. Pat la guardó rápidamente en su monedero.

—¿Cuándo puedo traer aquí mis cosas? —preguntó mientras se dirigía al cuarto de baño—. A partir de ahora considero mía esta casa, ya que le he pagado lo que vendrá a resultar el alquiler de un mes.

—Tráelas cuando quieras —respondió él.

—Cincuenta centavos, por favor, antes de dar el agua —dijo la puerta del cuarto de baño.

Pat volvió a la cocina para buscar en su monedero.