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Rígida en su ataúd transparente, envuelta en emanaciones de vapor helado, Ella Runciter yacía con los ojos cerrados y las manos eternamente levantadas hacia su rostro, que permanecía impávido. Hacía tres años que no la veía y, naturalmente, no había cambiado. No cambiaría nunca, al menos en lo exterior. Pero a cada resurrección a la semivida activa, a cada vuelta a la actividad cerebral, por corta que fuera, Ella moría un poco. El tiempo que le quedaba menguaba por etapas.
El hecho de saberlo explicaba la resistencia de Runciter a reanimarla más a menudo. Lo razonaba así: hacerlo constituía un pecado contra ella, venía a ser como condenarla. En cuanto a los deseos que ella había formulado expresamente en vida y en ocasión de anteriores encuentros, ya en su estado de semivida, Runciter conservaba unos recuerdos imprecisos. De todas formas, siendo cuatro veces mayor que ella, él sabía mejor lo que le convenía. ¿Qué era lo que había pedido? Seguir ejerciendo como copropietaria de Runciter Asociados o alguna vaguedad por el estilo. Pues bien, ya había satisfecho sus deseos. Lo estaba haciendo en aquel momento, como lo hiciera en media docena de ocasiones anteriores: a cada crisis de la organización le pedía su parecer.
—Maldito auricular… —refunfuñó mientras se ajustaba el disco de plástico al parietal. Todo eran obstáculos para la comunicación natural. Como el micrófono. Se sentía impaciente e incómodo y buscaba en vano la posición en la butaca tan inadecuada que le había facilitado el tal Vogelsang, o como se llamara. La observó mientras esperaba que adquiriera el estado de consciencia, deseando que se apresurase un poco.
«Quizá no lo consiga», pensó, súbitamente asaltado por el pánico. «Quizá se haya gastado y no me lo hayan dicho. O no lo sepan. Debería llamar a ese tal Vogelsang para pedirle una explicación. Tal vez esté ocurriendo algo terrible».
Era Ella, bonita y de piel delicada. Sus ojos, en los días en que estaban abiertos, habían sido de un azul brillante y luminoso. Pero aquello ya había pasado: podía hablarle y escuchar sus respuestas, podía comunicarse con ella… pero nunca volvería a verla con los ojos abiertos, y sus labios no se moverían. Cuando él llegase, no le sonreiría, ni lloraría cuando se marchara. «¿Vale la pena?» se preguntó. «¿Es mejor esto que el viejo sistema, directo de la vida a la sepultura? Así la tengo todavía conmigo, en cierto modo. Es esto o nada».
En el auricular iban cobrando forma palabras lentas e inseguras, pensamientos triviales que giraban sobre sí mismos, fragmentos del misterioso sueño en el que ella moraba ahora. Runciter se preguntó qué debía sentirse en la semivida. Con lo que Ella le contaba no conseguía hacerse una idea; la base de todo, la vivencia, era intransmisible. Una vez se refirió a la gravedad: «Cada vez la sientes menos, hasta que empiezas a flotar y sigues así, flotando y flotando. Cuando se acaba la fase de semivida, creo que sigues flotando fuera del Sistema, en las estrellas». Pero ella tampoco lo sabía: sólo hacía conjeturas. Pero no parecía asustada, ni triste. Él se alegraba por eso.
—Hola, Ella —articuló torpemente por el micrófono.
Oyó una exclamación por toda respuesta. Parecía sobresaltada, y sin embargo su rostro permanecía lógicamente inmutable. No mostraba nada. Runciter apartó la mirada.
—Hola, Glen —dijo ella unos momentos después. Su voz reflejaba un asombro infantil, como si fuese una sorpresa encontrarle allí—. ¿Qué…? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Un par de años —respondió él.
—Dime qué pasa.
—Oh, Cristo —respondió Runciter—. Todo se está viniendo abajo, toda la organización. Por eso estoy aquí; querías tomar parte en las decisiones de política de alto nivel, y Dios sabe cuánto necesitamos eso ahora: una nueva política, o al menos una renovación de nuestra estructura de informadores.
—Estaba soñando —dijo Ella—. Veía una luz roja humeante; una luz horrible. Y yo seguía yendo hacia ella, no podía parar.
—Sí, el Bardo Thodol, el Libro Tibetano de los Muertos, habla de eso —asintió Runciter—. Tú lo has leído, ¿no te acuerdas? Los médicos te lo hicieron leer cuando te… —Se interrumpió y, tras una pausa, terminó la frase—. Cuando te estabas muriendo.
—Esa luz roja es mala, ¿verdad?
—Sí, y tú quieres escapar de ella. —Runciter carraspeó—. Escucha, Ella, tenemos problemas. ¿Te sientes con ánimos para que te los cuente? No quisiera fatigarte ni abusar de ti, de veras; si estás cansada o quieres hablar de otra cosa, dilo.
—Es muy extraño. He estado soñando todo este tiempo, desde la última vez que hablamos. ¿Dos años, dices? ¿Sabes lo que pienso, Glen? Creo que todos los de aquí estamos cada vez más unidos. Muchos de mis sueños no tienen nada que ver conmigo. A veces soy un hombre y a veces un niño; a veces soy una mujer gorda y vieja, con varices, y estoy en sitios que nunca había visto, haciendo cosas que no tienen sentido.
—Bueno, como dicen, te diriges hacia una nueva matriz de la que nacer. Y esa luz roja es una matriz que no es la adecuada: no debes ir hacia ella: es una matriz indigna, impropia. Probablemente, son anticipaciones de tu próxima vida, o lo que sea.
Se sentía estúpido al hablar así. Carecía de toda convicción teológica; pero la experiencia de la semivida era una realidad patente que hacía aflorar lo que cada uno tenía de teólogo en su interior. Cambió de tema.
—Verás, voy a contarte lo que ha ocurrido, lo que me ha hecho venir aquí a molestarte. Hemos perdido de vista a S. Dole Melipone.
Tras un instante de silencio, Ella se echó a reír.
—¿S. Dole Melipone? ¿Y eso qué es? No puede haber nada con ese nombre.
Aquella risa, su cálida y bien conocida vibración, hizo estremecerse a Runciter; la recordaba bien, aun después de tanto tiempo. Hacía diez años que no la oía.
—Quizá te hayas olvidado.
—No me he olvidado. No podría olvidar un S. Dole Melipone. ¿Es como un hobbit?
—Es el mejor telépata de Raymond Hollis. Hemos tenido por lo menos a uno de nuestros inerciales siguiéndole los pasos desde que G. G. Ashwood lo detectó, hace un año y medio. Nunca le perdemos el rastro; no podemos permitírnoslo. Si hace falta, es capaz de generar un campo psi dos veces más intenso que el de cualquier otro empleado de Hollis. Y Melipone es sólo uno de una larga lista de gente de Hollis que ha desaparecido. Desaparecido por lo que a nosotros respecta, claro, y por lo que saben las organizaciones de previsión de la Sociedad. Así que he pensado: «Diablos, le preguntaré a Ella qué ocurre y qué debemos hacer», tal como habías dispuesto en tu testamento, ¿recuerdas?
—Sí. —Su voz sonaba distante—. Pon más anuncios por televisión. Avisa a la gente. Diles… —Su voz se apagó lentamente.
—Esto te aburre —dijo Runciter con desaliento.
—No. Es que… —vaciló, y Runciter sintió que se alejaba de nuevo—. ¿Son todos telépatas? —preguntó Ella tras una pausa.
—Telépatas y precogs en su mayoría. No están en la Tierra, eso ya lo sabemos. Tenemos a una docena de inerciales sin nada que hacer porque los Psis a los que han estado neutralizando no aparecen por ninguna parte, y lo que más me preocupa es que la demanda de anti–psis ha bajado, algo que era de esperar, ya que han desaparecido tantos Psis. Pero me consta… bueno, me parece… que están metidos todos en un único proyecto. Estoy seguro: alguien ha contratado toda la plantilla, pero sólo Hollis sabe quién o de qué se trata y qué pretende.
Calló, meditabundo. ¿Cómo podría Ella serle útil? Encerrada en su nicho, hibernada, fuera del mundo, sólo sabía lo que él le contaba. Y sin embargo siempre había confiado en su sagacidad, aquella perspicacia femenina basada no en el conocimiento ni la experiencia, sino en una sabiduría innata. Mientras ella estaba viva, Runciter no había conseguido explicárselo, y desde luego no podría hacerlo ahora que yacía en aquella glacial inmovilidad. Las mujeres que había conocido después de su muerte, y habían sido varias, carecían de ella o poseían apenas un leve indicio. Simples asomos de potencialidades mayores que nunca llegaban a emerger con la fuerza del caso de Ella.
—Cuéntame cómo es el tal Melipone.
—Un tipo raro.
—¿Trabaja sólo por dinero, sin convicción? Siempre me han preocupado más los que tienen esa mística psi, ese sentido de propósito, de identidad cósmica. Como aquel horrible Sarapis, ¿te acuerdas de él?
—Sarapis es historia. Parece ser que Hollis se lo cargó porque pretendía montar su propio negocio y hacerle la competencia. Uno de sus precogs le dio el chivatazo. Pero Melipone es todavía peor que Sarapis. Cuando está en forma hacen falta tres inerciales para contrarrestar su campo, y así no hay forma de sacar beneficio: cobramos… cobrábamos la misma tarifa que con uno solo. Ahora hemos de ceñirnos a las tarifas vigentes en la Sociedad.
Cada año le gustaba menos la Sociedad; su inutilidad, su antieconomía, se habían convertido en una obsesión para él. Sin hablar ya de su pomposidad.
—Por lo que sabemos, Melipone lo hace por dinero. ¿Hace que te sientas mejor? ¿Es menos preocupante? —Esperó, pero Ella no respondía—. Ella… —Silencio. Nervioso, insistió—. Ella, ¿me oyes? ¿Pasa algo?
«Oh Dios, ya no está», pensó.
Hubo una pausa, y después un pensamiento se materializó en su oído derecho.
—Me llamo Jory.
No era Ella; advertía una entonación distinta, más decidida y a la vez más torpe, falta de sutileza.
—Deje libre la línea —dijo asustado—. Estaba hablando con mi esposa. ¿De dónde sale usted?
—Soy Jory, y nadie habla conmigo. Me gustaría conversar un rato con usted, señor, si no tiene inconveniente. ¿Cómo se llama?
—Quiero hablar con mi mujer, la señora Ella Runciter —balbuceó—. He pagado para hablar con ella y quiero hablar con ella, no con usted.
—Conozco a la señora Runciter —retumbó el pensamiento en su oído, mucho más fuerte ahora—. A veces habla conmigo, pero no es lo mismo que hablar con alguien del mundo, como usted. La señora Runciter está aquí: no cuenta porque sabe lo mismo que nosotros. ¿En qué año estamos, señor? ¿Ya enviaron aquella nave tan grande a Próxima? Me interesa mucho; a lo mejor sabe usted algo. Si quiere, se lo puedo contar a su esposa. ¿De acuerdo?
Con un gesto brusco, Runciter arrancó la conexión del auricular y arrojó al suelo los cascos y todo el instrumental. Abandonó la polvorienta oficina y recorrió las hileras de ataúdes refrigerados, meticulosamente ordenados por números. Los empleados del moratorio salieron a su paso, retirándose después mientras él proseguía su búsqueda del propietario.
—¿Ocurre algo, señor Runciter? ¿En qué puedo servirle? —preguntó el individuo en cuestión al verle llegar.
—Se ha metido algo en la línea —respondió, jadeante, Runciter—. En lugar de Ella. Maldita pandilla de pretenciosos; esto no debería pasar. ¿Y qué significa?
Siguió al dueño del moratorio, que ya había salido hacia la oficina 2–A.
—Si yo llevara así mi negocio…
—¿Se ha identificado el individuo?
—Sí, ha dicho que se llama Jory.
—Debe ser Jory Miller —dijo von Vogelsang, frunciendo el ceño con evidente preocupación—. Creo que está colocado al lado de su esposa.
—¡Pero si yo estoy viendo a Ella!
—Con la proximidad prolongada suele producirse una ósmosis mutua, una interpenetración de las mentes de dos semivivos. La actividad cefálica de Jory Miller es particularmente buena; no así la de su esposa. Eso explica el lamentable paso unidireccional de partículas protopáticas.
—¿Puede arreglarlo? —preguntó Runciter con acritud; se sentía cansado, tembloroso y todavía jadeante—. ¡Saque eso de la mente de mi mujer y hágala volver! ¡Para eso está usted aquí!
—En caso de persistir esta anomalía le será reembolsado el dinero abonado —dijo von Vogelsang en tono ampuloso.
—¿Qué me importa el dinero? No me hable del dinero. —Habían llegado a la oficina A–2. Tambaleándose, Runciter se sentó; su corazón estaba tan alterado que apenas podía hablar—. Si no saca a ese Jory de la línea, le demandaré —dijo en una mezcla de susurro y gruñido—. ¡Haré que cierren este tugurio!
Situándose ante el ataud, von Vogelsang apretó el auricular contra su oído y habló con energía por el micrófono.
—Sal de ahí, Jory, sé un buen chico. —Mirando a Runciter, añadió—: Jory expiró a los quince años, por eso tiene tanta vitalidad. No es la primera vez que ocurre: ya ha aparecido varias veces donde no debe. —Volvió a hablar por el micrófono—. Eso no está nada bien, Jory; el señor Runciter ha venido de muy lejos para hablar con su esposa. No borres su señal, Jory, eso está muy feo. —Hubo una pausa mientras von Vogelsang escuchaba por el auricular—. Sí, ya sé que tiene una señal muy débil. —Volvió a escuchar, con aire solemne y parecido a una rana. Después se quitó los auriculares y se puso en pie.
—¿Qué ha dicho? ¿Saldrá de ahí y me dejará hablar con Ella?
—No hay nada que pueda hacer Jory. Imagine dos emisoras de frecuencia modulada, una muy cerca de usted, pero limitada a una potencia de quinientos vatios, y otra muy alejada, funcionando a la misma o casi la misma frecuencia, pero utilizando cinco mil vatios. Cuando se hace de noche…
—Y ya se ha hecho de noche —le interrumpió Runciter. Al menos para Ella.
Quizá también llegara la noche para él, si no conseguía dar con todos los telépatas, paraquinéticos, precogs, resurrectores y vivificadores de Hollis que habían desaparecido. No sólo había perdido a Ella, sino también sus consejos, al haberla suplantado Jory antes de que pudiera dárselos.
—Cuando la devolvamos a la cámara —parloteaba von Vogelsang—, no la pondremos al lado de Jory. Si está usted de acuerdo en satisfacer una cuota mensual ligeramente superior, podemos colocarla en una cámara superaislante con paredes forradas de Teflón-26 para impedir que se produzca cualquier penetración heteropsíquica… por parte de Jory o de quien sea.
—¿No es ya demasiado tarde? —dijo Runciter, saliendo por un momento de la depresión en la que le había sumido el incidente.
—Puede que vuelva, una vez eliminado el influjo de Jory y de cualquier otro que haya podido entrar, aprovechando su estado de debilidad. Su esposa es accesible prácticamente a todos —vonVogelsan se mordió el labio, pensando—. A lo mejor no le gusta estar aislada, señor Runciter. Verá, si tenemos tan juntos los contenedores, los ataúdes, como los llama el público profano, es por una razón. Vagar unos por las mentes de otros da a los semivivos la única…
—Aíslela ahora mismo —cortó Runciter—. Prefiero que esté aislada a que deje de existir.
—Existe —le corrigió vonVogelsan—. Lo que pasa es que no puede comunicarse con usted. Hay una diferencia.
—Una diferencia metafísica que para mí no significa nada.
—La pondré en aislamiento. Aunque creo que está usted en lo cierto: es demasiado tarde. Jory ha penetrado en ella de forma definitiva, al menos hasta cierto punto. Lo lamento mucho.
—Yo también —dijo Runciter con aspereza.