Hoy toca hacer limpieza, amigos: éstos son los descuentos con los que liquidamos nuestros silenciosos Ubiks eléctricos. Sí, tiramos la casa por la ventana. Y recuerden: todos nuestros Ubiks han sido usados exclusivamente de acuerdo con las instrucciones.
A las tres y media de la madrugada del cinco de junio de 1992, el principal telépata del Sistema Sol cayó del mapa situado en las oficinas de Runciter Asociados en Nueva York. Aquello hizo que todos los videófonos se pusieran a sonar. Durante los dos últimos meses, la organización Runciter había perdido la pista de demasiados Psis de Hollis; aquella desaparición era la última gota.
—¿Señor Runciter? Siento molestarle. —El técnico del turno de noche en la sala de mapas carraspeó nerviosamente mientras la voluminosa y desaseada cabeza de Glen Runciter emergía hasta llenar por completo la videopantalla—. Hemos recibido noticias de uno de nuestros inerciales. A ver… —Revolvió un desordenado montón de cintas del grabador que recibía las comunicaciones—. Lo ha comunicado la señorita Dorn; como recordará, le había seguido hasta Green River, Utah, donde…
—¿De quién me habla? No puedo tener siempre en la cabeza qué inercial está siguiendo a qué telépata o a qué precog —masculló, soñoliento, Runciter. Se alisó con una mano la ondulada masa de cabello gris—. Vaya al grano y dígame cuál de los de Hollis es el que falta ahora.
—S. Dole Melipone —dijo el técnico.
—¿Cómo? ¿Que Melipone ha volado? No me tome el pelo.
—No le tomo el pelo —aseguró el técnico—. Edie Dorn y otros dos inerciales le siguieron hasta un motel llamado «Los Lazos de la Experiencia Erótica Polimorfa», un complejo subterráneo de sesenta módulos que recibe una clientela de hombres de negocios y sus fulanas. Edie y sus colegas no creían que Melipone estuviera en activo, pero para asegurarnos mandamos a uno de nuestros propios telépatas, G. G. Ashwood, para que le leyera. Ashwood encontró un verdadero lío envolviendo la mente de Melipone y no pudo hacer nada, así que volvió a Topeka, Kansas, donde ahora rastrea una nueva posibilidad.
Runciter, ya más despierto, había encendido un cigarrillo. Con la mano en el mentón y expresión sombría, seguía sentado, mientras el humo del cigarrillo se elevaba a través del objetivo de su extremo del doble circuito.
—¿Seguro que el telépata era Melipone? Parece que nadie sabe qué aspecto tiene exactamente; debe de cambiar de patrón fisonómico una vez al mes. ¿Y qué hay de su campo?
—Le dijimos a Joe Chip que fuese al motel y midiese la amplitud del campo generado allí. Según Chip, se registraba un máximo de sesenta y ocho coma dos unidades de aura telepática, que sólo Melipone, entre todos los telépatas conocidos, puede producir. Así que colocamos la identichapa de Melipone en este punto del mapa. Y ahora Melipone… bueno, la chapa… ya no está.
—¿Ha mirado en el suelo o detrás del mapa?
—La identichapa ha desaparecido electrónicamente. El hombre que representa ya no está en la Tierra ni, por lo que sabemos, en ninguna de sus colonias.
—Consultaré a mi difunta esposa —dijo Runciter.
—Pero los moratorios están cerrados. Es más de medianoche.
—No en Suiza —repuso Runciter, sonriendo con una mueca. Se despidió brevemente y cortó la comunicación.
Como propietario del Moratorio de los Amados Hermanos, Herbert Schoenheit von Vogelsang llegaba al trabajo, naturalmente, antes que sus empleados. En aquel momento, mientras el glacial edificio empezaba a animarse y a poblarse de ecos, un individuo de aspecto clerical y aire preocupado, con gafas casi opacas, chaqueta de piel moteada y zapatos amarillos puntiagudos, esperaba ante el mostrador de recepción con un resguardo en la mano. Era obvio que venía a felicitar a algún pariente. El Día de la Resurrección —la festividad en la que se honraba públicamente a los semivivos— estaba a la vuelta de la esquina y pronto empezarían las aglomeraciones.
—Sí, señor, atenderé personalmente su petición —le dijo Herbert sonriendo obsequiosamente.
—Es una señora mayor, de unos ochenta años, muy bajita y delgada. Mi abuela —explicó el cliente.
—Un minuto —Herbert se acercó a los recipientes refrigerados para localizar el número 3054039-B. Cuando dio con él, examinó el informe sobre el estado de la carga. Quedaba una reserva de quince días de semivida. No mucho, pensó; conectó un amplificador protofasónico portátil a la tapa transparente del ataúd, lo encendió y movió el sintonizador en busca de la frecuencia adecuada para encontrar señales de actividad cerebral.
Por el altavoz salió una voz apagada.
«Y entonces fue cuando Tillie se dislocó el tobillo; todos pensábamos que no se pondría buena nunca, con todas esas tonterías de empezar a caminar antes de lo debido».
Satisfecho, desconectó el amplificador y llamó a un empleado para que se encargara de llevar el recipiente 3054039–B a la sala de conferencias, donde el cliente podría ponerse en contacto con la anciana.
—Ya la ha comprobado, ¿verdad? —preguntó el visitante mientras pagaba los correspondientes contacreds.
—Sí, personalmente —respondió Herbert—. Funciona a la perfección. —Pulsó una serie de interruptores y dio un paso atrás—. Feliz Día de la Resurrección, señor.
—Gracias. —El cliente se sentó frente al ataúd, humeante en su envoltura de hielo sintético. Se colocó unos auriculares, apretándolos contra sus oídos y habló en tono firme por el micrófono—. Flora, querida, ¿me oyes? Creo que yo te oigo bien. Flora…
«Para cuando muera», se dijo Herbert Schoenheit von Vogelsang, «creo que dispondré que mis herederos me hagan revivir un día cada cien años: así podré ver qué suerte corre la Humanidad». Pero aquello supondría un elevado coste de mantenimiento, y él sabía muy bien lo que significaba. Tarde o temprano se negarían a cumplir su voluntad, sacarían su cuerpo del refrigerante y, Dios no lo quisiera, le enterrarían.
—La inhumación es una práctica propia de bárbaros —musitó—. Pura reminiscencia de los primitivos orígenes de nuestra cultura.
—Sí, señor —corroboró su secretaria, sentada a la máquina de escribir.
En la sala de conferencias, varios clientes se comunicaban con sus parientes semivivos, en un silencio arrobado, situado cada uno frente a su correspondiente ataúd. Aquellos fieles, que acudían con tanta puntualidad a rendir homenaje a sus allegados, eran una visión reconfortante. Les llevaban mensajes, noticias de lo que ocurría en el exterior; animaban a los semivivos en los intervalos de actividad cerebral. Y pagaban su buen dinero a Herbert Schoenheit vonVogelsan. La administración de un moratorio era un negocio saneado.
—Me parece que papá está un poco flojo —dijo un joven, reclamando la atención de Herbert—. ¿Podría comprobar su estado? Se lo agradeceré mucho.
—Desde luego —respondió, acompañando al cliente hasta donde estaba el fallecido.
La reserva apenas cubría unos pocos días, lo que explicaba lo enrarecido de la cerebración. Pero aún… Aumentó el volumen del amplificador protofasónico y la voz del semivivo cobró mayor potencia a través del auricular. «Está casi en las últimas», pensó Herbert. Resultaba obvio que el hijo no deseaba enterarse del nivel de la reserva ni saber que el contacto con su padre se iba perdiendo. No le dijo nada; se limitó a salir de la sala, dejando al hijo en comunicación. ¿Por qué habría de decirle que aquélla era seguramente su última visita? En cualquier caso, pronto iba a enterarse.
Un camión acababa de llegar a la plataforma de carga de la parte trasera del moratorio. Saltaron de él dos hombres con familiares uniformes azul celeste. Transportes y Almacenaje Atlas Interplan, comprendió Herbert, llegados para entregar un semivivo o llevarse a alguno definitivamente fallecido. Se dirigía indolentemente hacia ellos, para supervisar la operación, cuando le llamó su secretaria:
—Siento interrumpir sus meditaciones, Herr Schoenheit vonVogelsan, pero hay un cliente que desea que le ayude a reavivar a un pariente. —Su voz cobró un matiz especial—. Es el señor Glen Runciter, que ha venido desde la Confederación Norteamericana.
Un hombre alto, entrado en años, de grandes manos y zancada larga y decidida, se acercó a él. Llevaba un traje policolor de Dacrón lavable, faja de punto y corbatín de viscosilla teñida. Su cabeza, voluminosa como la de un tigre, se inclinó hacia delante mientras le escudriñaba con sus grandes y prominentes ojos, de expresión a la vez cálida y penetrante. Runciter mantenía en su rostro una apariencia de cordialidad profesional, una atención decidida que fijaba en Herbert, al que estuvo a punto de dejar atrás, como si se dirigiera directamente a lo que le había traído allí.
—¿Cómo está Ella? —atronó Runciter, cuya voz sonaba como si pasase por un amplificador electrónico—. ¿Podrá ponerla en marcha para que hablemos? Sólo tiene veinte años; debe de estar en mejor forma que usted y yo.
Soltó una risita que tenía algo de abstracto, de distante; siempre sonreía y siempre soltaba la misma risita, su voz sonaba siempre atronadora, pero en su interior no sentía la presencia de nadie ni le importaba: era sólo su cuerpo el que sonreía, hacía ademanes de asentimiento y estrechaba manos. Nada alcanzaba su mente, que permanecía siempre alejada. Amable, pero distante, arrastró a Herbert a su lado, cubriendo a grandes zancadas la distancia que le separaba de los receptáculos congelados en los cuales yacían los semivivos, su mujer incluida.
—Hacía tiempo que no le veíamos por aquí, señor Runciter —comentó Herbert; no podía recordar los datos relativos a la señora Runciter, ni cuánta semivida le quedaba.
Runciter puso la palma de la mano en la espalda de su acompañante para que apretara el paso.
—Este es un momento muy importante, von Vogelsang. Nuestros negocios toman un cariz que va más allá de todo lo racional. No estoy en situación de hacer ninguna revelación al respecto, pero puedo decirle que consideramos que la situación es alarmante aunque no desesperada. La desesperación no es lo adecuado, en ningún caso. ¿Dónde está Ella? —Se detuvo y miró rápidamente a su alrededor.
—Se la llevaré a la sala de conferencias —dijo Herbert; los clientes no debían permanecer en la sala de los nichos—. ¿Tiene usted el número del resguardo, señor Runciter?
—Vaya, no: lo perdí hace meses. Pero usted ya sabe cómo es Ella Runciter, mi esposa, y podrá encontrarla: unos veinte años, ojos pardos y cabello castaño. —Miró de nuevo a su alrededor, con impaciencia—. ¿Dónde está esa sala? Antes la tenía instalada donde yo podía encontrarla.
—Acompañe al señor Runciter a la sala de conferencias —ordenó Herbert a uno de sus empleados, que les había estado siguiendo a alguna distancia movido por la curiosidad de ver en persona al mundialmente famoso propietario de una organización anti-psi.
Runciter miró con aversión al interior de la sala.
—Está lleno. Ahí no puedo hablar con Ella. —Fue tras Herbert, que se encaminaba hacia los archivos del moratorio—. Señor vonVogelsan —dijo, dándole alcance y dejando caer de nuevo su zarpa sobre la espalda del hombre; Herbert sintió su peso, su vigor persuasivo— ¿no tienen ustedes algún sancta sanctorum, algún lugar más discreto para comunicaciones de carácter confidencial? Lo que debo discutir con mi esposa Ella es algo que nosotros, Runciter Asociados, no estamos preparados todavía para revelar al mundo.
Cediendo a la urgencia que había en la voz y en la presencia física de Runciter, Herbert se oyó mascullar:
—Haré que disponga usted de la señora Runciter en uno de nuestros despachos, señor.
Se preguntó qué habría ocurrido, qué presión habría obligado a Runciter a salir de su feudo y emprender aquel tardío peregrinaje hasta el Moratorio de los Amados Hermanos para poner en marcha, por usar su cruda expresión, a su esposa semiviva. Alguna especie de crisis de negocios, conjeturó. Las diversas instituciones de prevención anti–psi difundían estridentes arengas por televisión y en los homeodiarios. «Defienda su intimidad» repetían machaconamente los anuncios transmitidos a todas horas y por todos los medios de comunicación. «¿Le sintoniza algún extraño? ¿Está usted realmente a solas?». Aquello iba por los telépatas… luego estaba la puntillosa preocupación por los precognitores: «¿Predice sus actos alguien al que usted no conoce, que no querría conocer ni invitar a su casa? Termine con su inquietud: acudiendo a la organización de previsión más cercana podrá saber si es usted víctima de una intrusión no autorizada, y siguiendo sus instrucciones, la organización cuidará de eliminar tal intrusión… a un precio muy asequible».
«Organizaciones de previsión». Le gustaba el término: era preciso y tenía cierto empaque. Conocía el problema por propia experiencia: dos años atrás, un telépata se había infiltrado entre el personal de su moratorio, por razones que no pudo averiguar. Seguramente lo haría para espiar las confidencias entre algún semivivo y sus visitantes. Fuera por lo que fuere, el hecho era que un agente de una de las organizaciones anti–psi había detectado el campo telepático y le había puesto sobre aviso. Cuando hubo firmado el contrato correspondiente, asignaron un antitelépata a las dependencias del moratorio. El telépata no fue localizado pero sí neutralizado, tal como prometían los anuncios de la televisión. Y finalmente, el derrotado telépata se había marchado. Ahora el moratorio estaba libre de influencias psi, y, para asegurar que se mantuviese en tal estado, la organización lo inspeccionaba una vez al mes.
—Muchas gracias, señor Vogelsang —dijo Runciter, siguiendo a Herbert a través de una sala en la que trabajaban varios empleados y pasando a una habitación interior que olía a viejos e inútiles microdocumentos.
«Naturalmente», rumió Herbert, «me fié de su palabra cuando dijeron que había un telépata; presentaron como prueba un gráfico que habían obtenido. A lo mejor era falso, hecho en sus propios laboratorios. También me fié de su palabra cuando dijeron que el telépata había abandonado; vino, se marchó… y yo pagué dos mil contacreds». ¿Podían ser las organizaciones de previsión un fraude sistemático?
¿No estarían creando demanda de unos servicios que la mayoría de las veces eran innecesarios? Reflexionando sobre ello, se dirigió de nuevo hacia los archivos. Esa vez Runciter no le siguió; se quedó trasteando ruidosamente por el cuarto y, suspirando, acomodó por fin su aparatosa mole en una frágil butaca. A Herbert le pareció que el fornido anciano estaba cansado, a pesar de su acostumbrado despliegue de energía.
«Supongo que cuando uno pertenece a ese mundo», concluyó Herbert, «tiene que actuar de una forma especial, tiene que aparecer como algo más que un ser humano con sus simples fallos».
El cuerpo de Runciter debía de contener más de una docena de prótesis, órganos artificiales injertados que suplían a los naturales, ya envejecidos o perdidos. La ciencia médica, pensó Herbert, le proporcionaba los instrumentos y la autoridad de la mente de Runciter hacía el resto. Se preguntó qué edad tendría; resultaba ya imposible deducirla de su aspecto, en especial pasados los noventa.
—Señorita Beason —dijo a su secretaria—. Localice a la señora Ella Runciter y déme su identinúmero. Hay que llevarla a la oficina 2–A. —Se sentó al otro extremo del despacho y se entretuvo en tomar un par de pellizcos de rapé Príncipe, de Fribourg&Treyer, mientras la señorita Beason emprendía la tarea, relativamente fácil, de localizar a la esposa de Glen Runciter.