68

Concurrieron varios factores que contribuyeron a que Ash salvara la vida. Por un lado, llevaba ropas afganas y un tulwar; y por otro, sólo los que estaban en primera línea en la lucha se dieron cuenta de que un hombre que parecía ser ciudadano de Kabul había luchado junto a un oficial angrezi. Y luego, en el ataque final para terminar con el sahib mortalmente herido, su cuerpo inconsciente fue apartado a un lado, de manera que cuando se asentó el polvo, ya no estaba donde había caído, sino a cierta distancia; no entre los Guías caídos, sino entre media docena de cadáveres enemigos, su rostro aparecía irreconocible bajo una máscara de sangre y suciedad, y sus ropas teñidas de rojo por la yugular cortada de un soldado herati cuyo cuerpo quedó tendido sobre el suyo.

El golpe en la cabeza fue intenso, suficientemente violento como para dejado inconsciente, pero por poco tiempo; cuando recuperó el sentido, descubrió que tenía no uno sino dos cadáveres sobre él; el segundo era el de un afgano corpulento, con un balazo en la cabeza recibido de uno de los jawans del terrado de los barracones un minuto antes.

Los dos cuerpos inertes le aplastaban contra el suelo. No podía moverse, y permaneció un rato quieto, mareado y sin comprender, sin tener idea de quién era o qué le había sucedido. Recordaba vagamente haber pasado por un agujero… Un agujero en una pared. Después de eso, nada… Pero su mente se aclaraba poco a poco, y recordó a Wally. Intentó moverse sin conseguirlo, porque el esfuerzo era superior a sus fuerzas.

Le dolía terriblemente la cabeza y todo el cuerpo, que sentía débil como una hoja de papel, pero poco a poco pudo pensar otra vez, y se dio cuenta de que probablemente no había recibido heridas, sino sólo un golpe en la cabeza y algunos puntapiés de los rebeldes. Entonces nada le impediría liberarse del peso que le aplastaba, y volver al ataque en cuanto recuperara las fuerzas y se recuperara de aquel terrible mareo, pues ponerse de pie vacilante como un borracho significaría la muerte inmediata, y no podría ayudar a nadie.

El rugido de los rebeldes y el ruido constante de los mosquetes y las carabinas le indicó que la lucha no había terminado, y aunque tenía el rostro tumefacto y las pestañas pegadas por el polvo y la sangre que no podía limpiar, pues aún estaba demasiado débil para liberar sus brazos, haciendo un enorme esfuerzo consiguió abrir los ojos.

Al principio, no podía fijar la mirada, pero un minuto después su visión, como su cerebro, comenzó a aclararse, y se dio cuenta de que estaba a uno o dos metros del grupo enemigo, contenido por el fuego constante de los tres cipayos que quedaban en el barracón. Pero sus disparos llegaban a intervalos cada vez más largos, y Ash se dio cuenta confusamente de que debían de estar quedándose sin municiones, y en seguida advirtió que los rebeldes que había junto a los cañones abandonados discutían algo.

Uno de ellos, un miembro del Regimiento de Ardal, a juzgar por su indumentaria trepó a uno de los cañones y ató en él un trapo blanco que agitaba como bandera, gritando:

Sulh, Sulh… Kafi. ¡Pus! (Por favor, ya basta. ¡Basta!)

Cesó el ruido de los disparos y los cipayos arrodillados detrás del parapeto interrumpieron el fuego. En medio del silencio, el hombre bajó el cañón, y, avanzando en el espacio abierto frente a los barracones, pidió a la guarnición que conferenciara con sus jefes.

Hubo una breve pausa durante la cual los cipayos hablaron entre sí, luego, uno de ellos dejó su rifle y se puso de pie, y, caminando hasta el borde interior del terrado, se dirigió a los supervivientes que quedaban en el cuartel.

Minutos más tarde, Otros tres Guías subieron a rendirse con él: juntos, avanzaron hasta pararse detrás del parapeto de la arcada, erguidos y sin armas.

—Aquí estamos —dijo el jawan elegido como portavoz, porque era un pathan y podía hablar libremente con los afganos en su propia lengua, y porque no quedaba vivo ninguno que tuviera categoría superior—. ¿Qué quieren decirnos? Hablen.

Un hombre que estaba a un metro de distancia de Ash dijo en un susurro:

—¿No quedan más que esos? No es posible que sólo queden seis. Quizás haya otro dentro.

«Seis…», pensó Ash con dificultad. Pero la palabra no significaba nada para él.

—Sus sahibs están todos muertos —gritó el rebelde que tenía la bandera—, y con ustedes, los que quedan, no tenemos por qué pelear. ¿De qué sirve continuar la batalla? Si arrojan las armas, les permitiremos volver a sus casas. Han luchado con honor. Ríndanse ahora, y quedarán libres.

Uno de los Guías rio, y los rostros endurecidos de sus compañeros se relajaron y rieron con él, con sarcasmo, hasta que los que escuchaban rechinaron los dientes y comenzaron a apuntar con sus armas.

El jawan que habló por todos no había bebido nada durante muchas horas y tenía la boca seca. Pero logró juntar saliva y escupir deliberadamente sobre el borde del parapeto. Acto seguido, elevando la voz, preguntó en voz alta:

—¿Qué clase de hombres son ustedes, que pueden pedirnos que traicionemos nuestro honor y avergoncemos a nuestros muertos? ¿Acaso somos perros para traicionar a los que nos alimentaron? Nuestro sahib nos dijo que lucháramos hasta el final. Y eso haremos. Esa es la respuesta… ¡Perros!

Volvió a escupir y giró sobre sí mismo. El resto le siguió, y mientras los rebeldes aullaban de furia, los seis recorrieron el terrado hasta la escalera que daba al patio del barracón. Allí no perdieron tiempo, sino que sólo se detuvieron para alinearse hombro con hombro: musulmanes, sikhs y un hindú… Sowars y cipayos del Cuerpo de Guías de la Reina. Levantaron las trancas y abrieron las puertas. Desenfundaron los sables y marcharon bajo la arcada hacia la muerte con tanta firmeza como si estuvieran en un desfile.

El afgano que había hablado dijo, casi sin aliento, como si le arrancaran las palabras:

¡Wah-Illah! ¡Pero estos son hombres!

«Son los Guías», pensó Ash lleno de orgullo, y luchó desesperadamente por levantarse y unirse a ellos. Pero mientras luchaba por liberarse, un grupo de hombres le hizo caer, dejándolo sin respiración y pisoteándolo con sus chuplis. Tenía una vaga conciencia del ruido del acero y los roncos gritos de los hombres y de pronto una voz clara gritó:

—¡Guías ki-jai!

Luego recibió un puntapié en una sien y nuevamente perdió el conocimiento.

Esta vez le costó más tiempo recuperarse, y cuando por fin resurgió lentamente de la oscuridad advirtió que, aunque aún oía un clamor de voces que llegaban desde la residencia, el fuego había cesado, y excepto los muertos, la parte del complejo donde él se encontraba parecía desierta.

Sin embargo, no intentó moverse de inmediato, sino que permaneció donde estaba sólo consciente del dolor y de un enorme cansancio, y, al cabo de unos minutos, de la necesidad de pensar y actuar. Su cerebro estaba lento y no respondía a sus músculos, y el mero esfuerzo de pensar, le parecía demasiado grande. Pero sabía que debía obligarse a hacerlo; pronto los resortes de su mente funcionaron una vez más y recuperó la memoria… Y con ella el ancestral instinto de conservación.

En algún momento durante la matanza final, los cadáveres que tenía sobre él habían sido desplazados, y, después de un cauteloso intento, Ash descubrió que aún podía moverse, aunque sólo un poco. No podía ponerse en pie, pero sí arrastrarse. Así que comenzó a deslizarse con dificultad sobre manos y rodillas entre los cadáveres, en dirección al refugio que había más próximo: los establos.

Otros tuvieron la misma idea, por lo que los establos estaban llenos de afganos muertos y heridos: hombres de la ciudad y del Bala-Hissar, así como también soldados de los Regimientos de Ardal y de heratis, amontonados sobre la paja. Ash, que sufría una contusión leve, traumatismos múltiples y agotamiento mental y físico, cayó entre ellos y durmió casi una hora, para ser despertado finalmente por la mano que le tomó por los hombros y lo sacudió rudamente.

El dolor de ese movimiento lo devolvió a la conciencia con tanta eficacia como un balde de agua helada arrojado a la cara, y oyó decir a una voz:

—Por Alá, aquí hay otro que está vivo. Arriba ese ánimo, amigo; aún no estás muerto, y pronto podrás romper tu ayuno… —Al abrir los ojos se encontró frente a un afgano corpulento, cuyos rasgos le resultaban vagamente familiares, aunque en aquel momento no podía reconocerlo.

—Soy empleado del primer secretario del ministro —informó el desconocido—, y creo que tú eres Syed Akbar, al servicio del Munshi Naim Shah: te he visto en su oficina. Vamos, levántate… Se hace tarde. Cógete de mi brazo…

El caritativo desconocido ayudó a Ash a levantarse y le guio para salir del complejo y dirigirse hacia la puerta de Shah Shahie, sin dejar de hablar todo el tiempo.

Anochecía, y las nieves lejanas ya estaban teñidas de rosa por el sol poniente; pero aún aquí, en las callejuelas llenas de humo entre las casas, los gritos de las turbas seguían siendo audibles. Ash dijo confusamente:

—Debo volver… Gracias por tu ayuda, pero… pero debo volver. No puedo marcharme…

—Ya es tarde, amigo mío —replicó el hombre con suavidad—, tus amigos están todos muertos. Pero como ahora la multitud saquea las casas, y están demasiado ocupados robando y destruyendo como para preocuparse por ninguna otra cosa, si nos marchamos rápidamente no nos molestarán.

—¿Quién eres? —preguntó Ash en un ronco susurro, tirando del brazo que lo urgía a seguir adelante—. ¿Quién eres?

—Aquí me conocen como Sobhat Khan, aunque ese no es mi nombre. Y como tú, soy sirviente del sirkar, que recibe noticias para los sahib-log.

Ash abrió la boca para negar lo que había escuchado, pero luego volvió a cerrarla sin hablar. Al notario, el hombre sonrió y dijo:

—No, no te habría creído, porque hace una hora hablé con el sirdar Bahadur Nakshband Khan, en casa de Wali Mohammed. Fue él quien me dio una llave y me dijo que te abriera la puerta en cuanto terminara la batalla, cosa que hice… Pero la habitación estaba vacía y había un agujero en una pared, lo suficientemente grandes como para que un hombre pasara por él. Pasé por ese agujero y comprobé que habías levantado las tablas del piso. Mirando hacia abajo, vi también por dónde habías escapado. De inmediato vine al complejo a buscarte entre los muertos, pero, por fortuna, te encontré vivo. Ahora salgamos de este lugar, mientras podamos hacerlo, porque, cuando se haya puesto el sol, los saqueadores sentirán hambre y correrán a sus casas a romper el ayuno del día. Atención…

Giró la cabeza, prestando atención al ruido lejano de los gritos y las risas que acompañaban la obra de la destrucción. Empujando a Ash para que avanzara, agregó en tono desdeñoso:

—Los imbéciles piensan que con la muerte de los cuatro angrezis han liberado a este país de los extranjeros. Pero cuando en la India se conozcan las noticias de lo que ha ocurrido hoy, los ingleses vendrán a Kabul, lo cual será un desastre para ellos y su emir. Y también para los ingleses… ¡Con toda seguridad!

—¿Cómo? —preguntó Ash con indiferencia, mientras avanzaba despacio y descubría con alivio que estaba recuperando las fuerzas y que su cerebro se aclaraba a cada paso que daba.

—Porque derrocarán al emir —replicó el espía Sobhat—. Y no creo que pongan a su hijo en el gadi (trono) en su lugar. Afganistán no es un país para ser gobernado por un niño. Quedan sus hermanos, que no tienen influencia y no durarían mucho si los ingleses trataran de colocarlos en el trono; su primo Abdul Rahman, quien, a pesar de que es un hombre audaz y un buen luchador, no cuenta con su confianza, porque se refugió con los russ-log. Por lo tanto, haré una profecía. En el plazo de cinco años, quizá menos, Abdul Rahman será emir de Afganistán, y entonces este país, en el cual los ingleses han hecho dos veces la guerra porque, según dicen, temían que cayera en manos de los russ-log y, por tanto, que hiciera peligrar su dominio en el Indostán, será gobernado por un hombre que lo debe todo a esos mismos russ-log y… Ah, es como yo pensaba; los centinelas se han marchado para unirse al saqueo y no hay nadie que nos detenga.

Empujó a Ash por la puerta sin vigilancia y siguieron por un camino polvoriento en dirección a la casa de Nakshband Khan.

—Por lo tanto —continuó el espía—, toda esta guerra y esta matanza habrán sido en vano, porque mis compatriotas tienen buena memoria, y ni Abdul Rahman ni sus herederos, ni la gente que ha luchado en dos guerras y en incontables batallas de frontera con los ingleses, olvidará estas cosas. En los próximos años seguirán recordando a los ingleses como enemigos… Enemigos a quienes derrotaron. Pero los russ-log, con los que nunca pelearon y a quienes no derrotaron, serán para ellos amigos y aliados. Eso le dije al sahib Cavagnari cuando le advertí que no era momento para enviar una misión británica a Kabul, pero no quiso creerme.

—No —respondió lentamente Ash—. Yo también…

—Ah, ¿de manera que eras uno de los hombres del sahib Cavagnari? Eso creía. Fue un gran sirdar, y hablaba todas las lenguas de este país. Pero, a pesar de su astucia y su gran sabiduría, no conocía el verdadero corazón y la mente de Afganistán, de otro modo no habría insistido en venir aquí. Bien, ahora está muerto… como también todos los que trajo con él. Ha sido una gran matanza, y pronto se producirán más… Muchas más. Este ha sido un día negro para Kabul, un día maldito. No permanezcas aquí mucho tiempo, amigo mío. No es lugar seguro para gente como tú y yo. ¿Puedes seguir solo desde aquí? Bien. Entonces te dejo, porque tengo mucho que hacer. No, no, no me des las gracias. Par makhe da kha.

Se volvió y se alejó por el campo en dirección al río. Ash siguió solo y llegó a la casa de Nakshband Khan sin problemas.

El sirdar volvió media hora antes; su amigo Wali Mohammed le había hecho salir del Bala Hissar disfrazado en cuanto cesó el fuego. Pero Ash no deseaba verlo.

Había una sola persona a quien quería ver… Aunque ni siquiera con ella toleraba hablar de lo que había visto aquel día. Tampoco fue a verla en seguida, porque la expresión horrorizada del sirviente que le abrió la puerta le demostró a las claras que su rostros y sus ropas cubiertas de sangre sugerían que era un hombre mortalmente herido, y aunque en esos momentos Juli ya debía saber que había estado encerrado y, por lo tanto, por lo que sabía el sirdar, no podía haberle sucedido nada, aparecer ante ella en aquel estado sólo serviría para aumentar los terrores que había soportado durante un día trágico, interminable.

Ash mandó llamar a Gul Baz, que había pasado la mayor parte del día haciendo guardia junto a la puerta que conducía a las habitaciones que Nakshband Khan había destinado a sus huéspedes, a fin de evitar que Anjuli-Begum escapara a la calle para ir al lugar de trabajo del sahib en el Bala Hissar, cosa que ella intentó hacer una vez que resultó evidente que la residencia estaba sitiada. Finalmente, prevaleció la razón, pero Gul Baz no quería correr riesgos, por lo que, después de eso, permaneció en su puesto hasta que volvió el sirdar con la buena noticia de que se habían tomado medidas para la seguridad del sahib. El aspecto del sahib en aquellos momentos parecía desmentirlo.

Pero Gul Baz no hizo preguntas. Cuando Ash subió a ver a su mujer, lo más aparatoso de las lesiones que había sufrido estaban reparadas y ocultas, y parecía limpio. Sin embargo, Anjuli, que estaba sentada en una butaca junto a la ventana y saltó de alegría cuando oyó los pasos de Ash en la escalera, volvió a caer en ella cuando vio su rostro. Le flaquearon los rodillas por la conmoción y se llevó las manos a la garganta, porque tuvo la impresión de que su marido había envejecido treinta años desde que lo viera por última vez al amanecer de aquel mismo día, y había vuelto a ella como un viejo. Tan viejo y alterado que casi resultaba un desconocido…

Anjuli dejó escapar un grito y tendió los brazos hacia él. Ash avanzó hacia ella, caminando como un borracho, cayó de rodillas, ocultó el rostro en su falda y lloró.

El cuarto se oscureció, y en el exterior comenzaron a encenderse las luces en las ventanas de la ciudad y en las empinadas laderas del Bala Hissar mientras los hombres, las mujeres y los niños de Kabul terminaban sus plegarias de la noche y se sentaban a hacer su primera comida del día. Porque, aunque la residencia aún ardía y aquel día habían muerto muchos centenares de hombres, de todas maneras había que preparar la comida vespertina de Ramadán; y como había previsto el espía Sobhat, los rebeldes hambrientos habían abandonado las ruinas saqueadas y teñidas de sangre que aquella misma mañana eran el complejo, para correr a sus casas a comer y beber con sus familias y alardear de las acciones del día.

Y a la misma hora, en el otro extremo del mundo, entregaban un telegrama, en el Foreign Office londinense que decía: Todo bien en la Embajada de Kabul.

Finalmente, Ash suspiró y levantó la cabeza. Anjuli tomó su rostro macilento entre las frescas palmas de sus manos y se inclinó a besarlo, todavía sin hablar. Sólo cuando se sentaron uno junto a otro en la alfombra al lado de la ventana, cogidos de la mano, la cabeza de Anjuli en el hombro de Ash, ella dijo en voz baja:

—Entonces está muerto.

—Sí.

—¿Y los otros?

—También ellos. Están todos muertos: y yo… Yo tuve que permanecer allí y verlos morir uno por uno sin poder hacer nada para ayudarlos. Mi mejor amigo y casi ochenta hombres de mi propio Regimiento. Y otros también… tantos otros…

Anjuli sintió el estremecimiento que le recorría y preguntó:

—¿Quieres hablarme de esto?

—Ahora no. Algún día, quizá. Pero no ahora…

Se oyó toser en la puerta y Gul Baz pidió permiso para entrar. Anjuli se retiró a la habitación interna y Gul Baz entró con lámparas y acompañado por dos sirvientes de la casa. Uno de ellos traía bandejas con comida, fruta y vasos con refrescos, y un recado de su patrón diciendo que después de las exigencias de aquel día seguramente sus huéspedes preferirían comer solos.

Ash se lo agradeció, ya que durante el Ramadán era costumbre de la casa que los hombres comieran juntos, mientras las mujeres hacían lo mismo en la Zenana, y no tenía deseos de verse obligado a escuchar una discusión sobre los terribles acontecimientos del día o, peor aún, tener que tomar parte en ella. Pero más tarde, cuando terminaron de comer y Gul Baz vino a retirar las bandejas, otro sirviente llamó a la puerta para preguntar si Syed Akbar podía dedicar tiempo a ver al sahib sirdar, que deseaba mucho hablar con él; aunque Ash habría querido excusarse, Gul Baz habló por él, aceptando la invitación y diciendo que su amo bajaría en seguida.

El sirviente se retiró, y mientras oía alejarse sus pasos, Ash dijo con furia:

—¿Quién te dio permiso para hablar por mí? Ve ahora mismo y dile al Sahib sirdar que me disculpe, porque no lo veré esta noche. No veré a nadie, ¿oyes?

—Sí —respondió tranquilamente Gul Baz—. Pero tendrá que verlo, porque debe decirle algo de gran importancia, de manera que…

—Puede decírmelo mañana —interrumpió bruscamente Ash—. No quiero más conversaciones. Puedes irte.

—Todos debemos irnos —dijo Gul Baz con acritud—. Usted y la memsahib y yo también. Y debemos irnos esta noche.

—¿Nosotros? ¿De qué hablas? No te entiendo. ¿Quién lo dice?

—Todos los de la casa —replicó Gul Baz—. Las mujeres con más firmeza que los demás. Y como presionan tanto con eso, el sirdar Bahadur no tiene más remedio que comunicárselo esta noche. Estaba seguro de eso antes de que usted volviera, porque hablé con algunos criados del amigo del sirdar, Wali Mohammed Khan, con quien se refugió hoy cuando lo trajeron de vuelta a esta casa. Desde entonces he oído muchas conversaciones, y me enteré de cosas que usted aún no sabe. ¿Quiere oírlas?

Ash lo miró unos momentos; luego, indicándole que se sentara, él tomó asiento, a su vez, en la butaca de Anjuli a escuchar, mientras Gul Baz se acomodaba en el suelo y empezaba a hablar. Según Gul Baz, Wali Mohammed Khan pensaba lo mismo que el espía Sobhat y decidió que la mejor forma en que su amigo podía salir del Bala Hissar y llegar a su propia casa sin riesgos era hacerlo mientras los rebeldes saqueaban la residencia. Lo puso en práctica de inmediato, y, al parecer, estaba muy ansioso por librarse de su huésped…

—Porque tiene mucho miedo —prosiguió Gul Baz— de que una vez que termine la matanza y el saqueo, muchos de los que tomaron parte en ellos se dedicarán a buscar fugitivos, porque ya se dice que dos cipayos que fueron capturados en la batalla y que no pudieron volver con sus compañeros fueron salvados de la muerte por amigos que estaban entre los rebeldes, y que ahora se ocultan en la ciudad… O quizás en el Bala Hissar mismo. También se sabe que otro cipayo fue al mercado principal a comprar atta antes de que comenzara la batalla, y no pudo volver, lo mismo que tres sowars que salieron con los cortadores de hierba. Eso nos contaron los sirvientes de Wali Mohammed Khan cuando trajeron a nuestro sirdar disfrazado, una vez terminada la lucha en la residencia Koti. Y, al oírlo, la gente de esta casa también se asustó. Temen que mañana los rebeldes se pongan a buscar a los fugitivos y ataquen a cualquier sospechoso de protegerlos o de que es «cavagnarista». Y que la vida del sirdar Bahadur puede estar en peligro, porque en otro tiempo sirvió con los Guías. Por todo esto, le han pedido que se marche de inmediato a su casa en Aoshar y que permanezca allí recluido hasta que termine este problema. Aceptó hacerlo, porque esta mañana le reconocieron y lo trataron muy mal.

—Lo sé. Lo vi —respondió Ash—. Y creo que hace bien en marcharse. Pero ¿por qué nosotros?

—La gente de la casa insiste en que usted y la memsahib deben marcharse… esta noche. Porque dicen que si alguien viene aquí a hacer preguntas y quiere allanar la casa, sospecharán cuando encuentren extranjeros que no pueden dar buenas explicaciones sobre sí mismos… Tales como un hombre que no es de Kabul y que bien puede ser un espía, y una mujer que dice ser turca, extranjeros…

—¡Dios mío! —susurró Ash—. ¡También aquí!

Gul Baz se encogió de hombros y extendió las manos:

—Sahib la mayoría de los hombres y todas las mujeres pueden ser duros y crueles cuando sus hogares y sus familias se ven amenazados. Además, los ignorantes en todas partes sospechan de los extranjeros o de aquellos que de alguna manera son diferentes.

—Eso lo he aprendido con mi propio sufrimiento —replicó Ash con amargura—. Pero no pensaba que el sahib sirdar me haría esto.

—No lo hará —respondió Gul Baz—. Ha dicho que las leyes de la hospitalidad son sagradas, y no las romperá. Ha cerrado sus oídos y se niega a escuchar los ruegos y los argumentos de su familia y sus sirvientes.

—¿Entonces por qué…? —comenzó Ash y se interrumpió—. Sí. Ya veo, ya veo. Hiciste bien en decírmelo. El sirdar ha sido un buen amigo para mí y debo corresponderle. Y su gente tiene razón: nuestra presencia en esta casa podría poner en peligro a todos. Lo veré ahora y le diré que creo que será mejor que nos vayamos de inmediato… Por nuestra propia seguridad. No necesitas decirle que me lo has contado todo.

—Eso pensaba —asintió Gul Baz; y se puso de pie—. Iré a preparar las cosas. —Saludó y se retiró.

Ash oyó abrirse la puerta de la habitación interior y, al volverse, vio a Anjuli parada en el umbral.

—Lo has oído todo, ¿verdad?

No hizo ninguna pregunta, pero Anjuli hizo un gesto afirmativo y se acercó a Ash, que se levantó y la tomó en sus brazos, y al mirar su rostro pensó qué hermosa era, más hermosa que nunca aquella noche, porque ya no mostraba la ansiedad ni la tensión que había visto tan a menudo en su rostro en los últimos tiempos, y sus ojos cándidos aparecían serenos y claros. A la luz de la lámpara, su piel era de un color dorado pálido y la sonrisa de su hermosa boca le oprimió el corazón.

Inclinó la cabeza y la besó; momentos después, dijo:

—¿No tienes miedo, Larla?

—¿De dejar Kabul? ¿Por qué tendría miedo? Estaré contigo. Tenía miedo de Kabul y de su ciudadela. Y después de lo que ha sucedido hoy, eres libre de marcharte… y debes sentirte feliz de hacerlo.

—Sí —respondió Ash con lentitud—. No lo había pensado… Soy libre… y puedo irme ahora. Pero… pero lo que dijo Gul Baz era cierto: la gente de todas partes sospecha de los extranjeros y es hostil hacia cualquiera que sea diferente, y nosotros somos dos extraños, Larla. Mi gente no te aceptaría, porque eres a la vez india y mestiza, mientras que la tuya no me aceptaría porque no soy hindú y, por lo tanto, un hombre sin casta. En cuanto a los musulmanes, para ellos somos «infieles»… kafirs

—Lo sé, amor mío. Sin embargo, muchas personas de diferentes religiones han sido buenas con nosotros.

—Han sido buenas, sí. Pero no nos han aceptado como uno de ellos. Ah, Dios mío, cómo me enferma todo esto… La intolerancia y el prejuicio y… Si al menos hubiera algún lugar donde pudiéramos ir y vivir en paz y ser felices, sin ser perseguidos por reglas y trivialidades, por antiguos tabúes tribales que deben romperse. Algún lugar donde no importe qué dioses adoramos o no adoramos, siempre que no perjudiquemos a nadie, y que seamos buenos y no tratemos de obligar a nadie a entrar en nuestro propio molde. Tiene que haber algún lugar así… Algún lugar donde podamos ser nosotros mismos. ¿Adónde iremos, Lada?

—Al valle, ¿dónde, si no? —respondió Anjuli.

—¿Al valle?

—Al valle de tu madre. Al valle del que me hablabas, donde construiríamos una casa y plantaríamos árboles frutales y tendríamos una cabra y un asno. ¡No es posible que lo hayas olvidado! Yo no lo he olvidado nunca.

—Pero, mi vida, eso no es más que un cuento. O… o lo ha sido. Yo creía que era cierto y que mi madre sabía donde estaba, pero luego no estuve tan seguro. Ahora creo que sólo era un cuento…

—¿Qué importa? —preguntó Juli—. Podemos hacer que se vuelva realidad. Debe de haber cientos de valles perdidos entre las montañas: miles. Valles con arroyos que los cruzan y que molerían nuestro cereal, y donde podríamos plantar árboles frutales y tener cabras y construir una casa. Sólo debemos buscarlo, eso es todo… —y por primera vez en muchas semanas, Anjuli rio; con esa risa rara, encantadora que Ash no había oído desde el día en que la misión británica llegara a Kabul. Pero no sonrió. Dijo con lentitud:

—Es cierto, pero… Sería una vida dura. Nieve y hielo en el invierno, y…

—… Y hogueras de piñas y de troncos de deodar, como en todos los pueblos de la montaña. Además, los montañeses del Himalaya son gente buena, alegre y caritativa con todos los caminantes. No usan armas ni tienen luchas sangrientas… ni se hacen la guerra entre ellos. Tampoco tendríamos que vivir demasiado aislados, porque ¿qué son diez koss para un montañés que puede caminar el doble de esa distancia cada día? Y nadie nos impediría vivir en un valle virgen, alejado del pueblo, donde sus animales pastarían o sus mujeres recogerían forraje. Nuestras montañas no son duras y estériles como las de Afganistán, o las de Bhithor sino verdes, con bosques y arroyos.

—… Y animales salvajes —dijo Ash—. Tigres y leopardos… y osos. ¡No te olvides de eso!

—Al menos, esos animales sólo matan para comer. No por odio o venganza; ni porque uno se vuelve hacia la Meca y otros queman incienso ante los dioses. Además, ¿cuándo hemos estado nosotros seguros entre los hombres? Tu madre adoptiva debió escapar contigo y refugiarse en Gulkote para salvarte de que te mataran, porque tú, un niño, eras un angrezi; y más tarde, los dos tuvisteis que huir porque Janoo-Rani quería mataros… como tú y yo huimos de Bhithor temiendo la muerte en manos de los hombres del Diwan. Y ahora, aunque nos creíamos libres en esta casa, debemos dejarla de un momento para otro porque nuestra presencia pone en peligro a todos los que viven en ella y si nos quedamos pueden matarnos… A ti y a mí por ser «extranjeros» y a los otros, por habernos alojado. No, querido mío, prefiero a los animales salvajes. Nunca nos faltará dinero, porque tenemos las joyas que eran parte de mi istri-dham, y podemos venderlas poco a poco; una piedra cada vez cuando tengamos la necesidad. De manera que busquemos nuestro valle y construyamos nuestro propio mundo.

Ash guardó silencio unos momentos; luego respondió con suavidad:

—Nuestro propio reino, donde todos los extranjeros serán bienvenidos… ¿por qué no? Podríamos ir hacia el Norte, hacia el Chitral… que será menos peligroso en esta época que tratar de cruzar la frontera y volver a la India británica. Y desde allí, por Cachemira y Jummu, hacia el Dur Khaima…

El peso de la desesperación que había caído sobre él desde que supo que Wally había muerto y que aumentara con cada palabra dicha por Gul Baz desapareció de pronto, y recuperó una parte de la juventud y la esperanza que había perdido aquel día. Anjuli vio volver los colores a su rostro exhausto, y el brillo a sus ojos, y sintió los brazos de Ash que la oprimían. La besó intensamente, la ayudó a ponerse de pie, la condujo a la habitación interior y se sentaron en la cama, abrazados. Ash habló con los labios hundidos en los cabellos de Anjuli…

—Una vez, hace muchos años, el Mir Akor de tu padre, Koda Dad Khan, me dijo algo que jamás olvidé. Yo me quejaba de que como estaba atado a esta tierra por el afecto y a Belait por la sangre, debía descubrir en mí una tercera persona… alguien que no era Ashok ni el sahib Pelham, sino alguien íntegro y completo: yo mismo. Si tenía razón, entonces acabo de encontrar a esa tercera persona. Porque el sahib Pelham ha muerto: murió hoy con sus amigos y los hombres de su regimiento a quienes no pudo ayudar. En cuanto a Ashok y el espía Syed Akbar, esos dos murieron hace muchas semanas… Una mañana muy temprano, en una balsa en el rio Kabul, cerca de Michni… Olvidemos a los tres, y en su lugar encontremos a un hombre con un corazón no dividido: tu esposo, Larla.

—¿Qué son los nombres para mí? —susurró Anjuli, con los brazos apretados alrededor del cuello de Ash—. Iré donde tú vayas y viviré donde vivas, y rogaré a los dioses que me permitan morir antes que tú, porque sin ti no puedo vivir. Pero ¿estás seguro de que si vuelves la espalda a tu vida anterior no lo lamentarás?

Ash respondió lentamente:

—No creo que nadie esté libre de lamentar algunas cosas… Quizá hay momentos en que Dios lamenta haber creado al hombre. Pero es posible apartar esas cosas de la mente y no ocuparse de ellas; y te tendré a ti, Larla… Eso sólo es suficiente felicidad para un hombre.

La besó largamente y con pasión cada vez mayor; luego permanecieron en silencio durante algún tiempo. Cuando por fin Ash volvió a hablar dijo que debía bajar a ver al sirdar en seguida.

La noticia de que sus huéspedes habían decidido que ya no estaban seguros en Kabul y debían marcharse en seguida, fue muy bien recibida por el atribulado dueño de casa. Pero Nakshband Khan era demasiado cortés como para demostrarlo, aunque admitió que si la multitud iniciaba una búsqueda de los fugitivos casa por casa o sospechaba de los «cavagnaristas», todos podrían encontrarse en peligro, insistió que, en lo que a él se refería, podían quedarse si lo deseaban y él haría todo lo posible por protegerlos. Como Ash y Anjuli estaban decididos a marcharse, ofreció ayudarles en lo que necesitaran y, además, dio muchos buenos consejos a Ash.

—Yo también saldré de la ciudad esta noche —confesó el sirdar—. Porque hasta que se hayan aplacado los ánimos, Kabul no es lugar para alguien que ha servido al sirkar. Pero no partiré hasta después de medianoche, cuando todos duerman… Incluso los ladrones y los asesinos, que hoy han estado muy ocupados, necesitan descansar. Le aconsejaría que hiciera lo mismo, porque la luna sólo saldrá dentro de una hora, y aunque mi camino es corto y fácil de seguir aun en una noche oscura, el de ustedes no lo será; y una vez que salgan de la ciudad necesitarán la luz de la luna. ¿Adónde irán?

—Iremos a encontrar nuestro reino, sahib sirdar. Nuestro propio Dur Khaima… Nuestro último refugio, los pabellones lejanos.

—¿Sus…?

El sirdar parecía tan desconcertado que Ash sonrió mientras respondía:

—Más bien diría que esperamos encontrarlo. Iremos en busca de algún lugar donde podamos vivir y trabajar en paz, y donde los hombres no se maten ni se persigan por deporte o por mandato de los Gobiernos… o porque otros no piensan o hablan o rezan como ellos, o tienen piel de diferente color. No sé si ese lugar existe, o, en caso de que lo encontremos, si no será demasiado duro vivir allí, construir nuestra propia casa, obtener nuestros propios alimentos y criar y enseñar a nuestros hijos. Pero muchos otros lo han hecho en el pasado. Muchísimos otros, desde el día en que nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso. Y lo que hicieron otros antes, podemos hacerlo nosotros.

Nakshband Khan no expresó sorpresa ni desaprobación. Un europeo habría expuesto su posición; él sólo hizo un gesto de afirmación, al enterarse de que la meta de Ash era un valle en el Himalaya, le indicó que lo mejor sería que siguieran la ruta del Chitral y desde allí cruzaran los pasos a Cachemira.

—Pero no podrá llevar sus caballos —dijo el sirdar—. No están preparados para la montaña. Además, llamarían mucho la atención. Le daré cuatro de los míos… Los necesitará. Son animales pequeños, de aspecto pobre comparados con los suyos, pero fuertes y resistentes como yaks y de andar tan seguro como las cabras monteses. También necesitarán poshteens y botas gilgit porque, a medida que avancen hacia el Norte, las noches serán más frías.

Se negó a recibir ningún pago por su hospitalidad, diciendo que la diferencia de valor entre los tres caballos de Ash y los toscos animales que él les daba a cambio le compensaban ampliamente.

—Y ahora deben dormir —dijo el sirdar—, porque tendrán que recorrer una gran distancia y alejarse lo más posible de Kabul antes de que salga el sol. Enviaré un criado a despertarlos a la una de la madrugada.

Este consejo también parecía bueno; Ash volvió junto a Juli y le dijo que descansara todo lo que pudiera, ya que no saldrían antes de la una. Habló también con Gul Baz, explicándole lo que intentaba hacer y pidiéndole que se lo comunicara a Zarin cuando volviese a Mardan.

—Nuestros caminos se separan aquí —dijo Ash—. Como sabes, he dispuesto lo necesario para que recibas una pensión mientras vivas. Eso está asegurado. Pero ninguna cantidad de dinero sería suficiente para pagarte lo que has hecho por mí y por mi esposa. Sólo puedo agradecértelo. No te olvidaré.

—Ni yo a usted, sahib —respondió Gul Baz—. Y si no fuera porque tengo mujer e hijos en Hoti Mardan, y muchos parientes en el país del Yusafzai, iría con usted a buscar su reino… y quizá viviría allí también. Pero no puedo. Sin embargo, no nos separaremos esta noche; no es momento para que la memsahib viaje por Afganistán con una sola espada para protegerla. Iré con usted hasta Cachemira, y una vez que esté en camino, volveré desde allí a Mardan por el camino de Murree a Rawalpindi.

Ash no discutió con él, porque, aparte de que estaba convencido de que sería una pérdida de tiempo, Gul Baz significaría una ayuda inapreciable, en particular en la primera etapa del viaje. Estuvieron hablando un rato más antes de que Ash se reuniera con su esposa en la pequeña habitación donde los dos se durmieron en seguida, agotados por el terrible esfuerzo de aquel día agónico. Anjuli se sentía enormemente tranquilizada ante la perspectiva de abandonar la ciudad violenta y ensangrentada de Kabul y partir por fin hacia las escenas familiares de su infancia. Esos grandes bosques de pinos y deodares, castaños y rododendros, con el aire perfumado de pino, rosas silvestres del Himalaya y helechos, y donde se oía el susurro del viento en las copas de los árboles y el sonido del agua de los arroyos, y se veía, alta y lejana, la nieve serena y la maravilla blanca del Dur Khaima.

Pensando en estas cosas, Anjuli se quedó dormida, más feliz de lo que había sido en muchos días. Ash también durmió bien, y se despertó descansado.

Salió de la casa media hora antes que su mujer y Gul Baz, porque debía llevar a cabo una misión y no deseaba la presencia de ninguna otra persona. Ni siquiera la de Juli. Dijo adiós al sirdar y partió a pie, armado sólo con el revólver que llevaba cuidadosamente oculto.

En las calles sólo se veían las ratas que se escurrían por las alcantarillas y algunos gatos flacos. Ash no encontró a nadie, ni siquiera un vigilante nocturno. Todo Kabul parecía dormir… Y detrás de persianas cerradas, porque aunque la noche era cálida casi ningún ciudadano se atrevía a dejar una ventana abierta, y todas las casas parecían verdaderas fortalezas. Sólo las puertas de la ciudadela estaban abiertas sin vigilancia. Los centinelas que estaban de guardia cuando se rebeló el regimiento de Ardal dejaron sus puestos para unirse al ataque contra la residencia y no habían vuelto. Cuando los que debían relevarles hicieron lo mismo, nadie pensó, después de la matanza, en mandar nuevos centinelas u ordenar cerrar las puertas.

Se veía un resplandor en el cielo sobre el Bala Hissar, pero allí las casas, como las de la ciudad, estaban herméticamente cerradas; y en la oscuridad, excepto algunas lámparas en el palacio, donde el emir insomne consultaba con sus ministros, y el complejo de la residencia, donde el cuartel aún ardía con un resplandor rojizo que se elevaba y caía y volvía a ascender, dando a los rostros de los muertos la curiosa ilusión de estar vivos.

El complejo se hallaba tan silencioso y desierto como las calles, y tampoco aquí se movía nada excepto el viento de la noche y la sombra; el único sonido era el crujido constante de las llamas, y en algún lugar del otro lado del muro de la ciudadela, el grito de un pájaro nocturno.

Los afganos victoriosos se habían dedicado con tanto afán a saquear las casas y mutilar los cadáveres de sus enemigos, que se hizo de noche antes de que lo advirtieran y no tuvieron tiempo de retirar siquiera sus propios muertos. Aún había muchos tendidos en los establos y cerca de la entrada del complejo, y no era demasiado fácil distinguir entre ellos y los jawans que habían sido musulmanes y en muchos casos pathanes, que llevaban indumentaria parecida. Pero Wally vestía uniforme, y, a pesar de la escasa luz, fue fácil reconocerlo.

Estaba tirado boca abajo cerca del cañón que esperaba capturar, con el sable roto aún en la mano y la cabeza un poco ladeada como si durmiera. Un joven alto, esbelto, de cabello castaño, que sólo dos semanas atrás había celebrado su vigésimo tercero aniversario…

Había recibido heridas terribles, pero, a diferencia de William, cuyo cadáver casi irreconocible yacía a unos metros de distancia, no había sido mutilado después de morir, y Ash sólo podía suponer que sus enemigos habían admirado el valor del muchacho y no le habían infligido la acostumbrada degradación como tributo a alguien que ha luchado con arrojo.

Arrodillado a su lado, Ash le dio la vuelta con suavidad.

Los ojos de Wally estaban cerrados, y el rigor mortis aún no había endurecido su largo cuerpo. Tenía el rostro manchado de humo y pólvora, sangre y sudor, pero, aparte de un corte superficial en la frente, no presentaba heridas.

Y sonreía…

Ash le ordenó el cabello enredado y lleno de polvo, se puso en pie y fue hasta los barracones, caminando entre los cadáveres amontonados hacia la arcada.

Había una cisterna en el patio. Ash se quitó el chaleco, arrancó una tira, la empapó en agua, volvió donde estaba Wally para lavar la sangre y la suciedad con tanta delicadeza y cuidado como si temiera que un toque brusco lo perturbara. Cuando el joven rostro sonriente quedó nuevamente limpio, sacudió el polvo de la guerrera arrugada, enderezó el cinturón con el sable sobre la tela roja de la guerrera de los Guías, y abrochó el cuello abierto.

No podía hacer nada más para ocultar las heridas abiertas y los oscuros coágulos de sangre que la rodeaban. Pero eran heridas honorables. Luego Ash tomó la mano fría de Wally en la suya, se sentó junto a él y le habló como si estuviera vivo: le dijo que lo que había hecho jamás seria olvidado mientras los hombres recordaran a los Guías y que podía descansar en paz, porque se había ganado el descanso… Y porque lo había obtenido como deseaba, dirigiendo a sus hombres en la batalla. Le dijo que él, Ash, siempre le recordaría y que si tenía un hijo varón le llamada Walter «¿… aunque siempre te dije que era un nombre horrible, verdad, Wally? No importa si llega a ser la mitad de lo que fuiste tú, tendremos todas las razones para estar orgullosos de él».

Habló también de Juli y del nuevo mundo que construirían para ellos… el reino donde los extranjeros no serían mirados con suspicacia y donde no se les cerrara ninguna puerta. Y de ese futuro en el que Wally no participaría excepto como el imborrable recuerdo de la juventud y la risa y el valor invencible.

—Lo pasamos bien juntos muchas veces, ¿verdad? —dijo Ash—. Es bueno recordarlo…

Ash no se dio cuenta del tiempo que había pasado y de la rapidez con que transcurrió. Había ido a la residencia con la intención de quemar o enterrar el cadáver de Wally para que no se pudriera al sol ni fuera destrozado ni desfigurado por los cuervos, pero ahora se daba cuenta de que no podía hacerlo; el suelo estaba demasiado duro para cavar una tumba y la residencia aún ardía con tanta fuerza que le sería imposible transportar el cadáver de Wally hasta allí sin quemarse seriamente él mismo… o asfixiarse con el humo y el calor.

Además, si el cuerpo desaparecía, correrían rumores de que el sahib teniente no había muerto, sino que se había recuperado lo suficiente para escapar del complejo durante la noche, y debía de estar oculto en alguna parte; eso, sin duda, provocaría una búsqueda casa por casa, y la posible muerte de muchos inocentes. De todas maneras, Wally no sabría ni le importaría lo que sucedía con su cuerpo ahora que lo había abandonado.

Ash dejó la mano inmóvil, se puso en pie, se inclinó y levantó a Wally del suelo, lo llevó hasta el cañón, lo colocó sobre él con cuidado para que no se cayera. Había conducido tres ataques para tomar ese cañón, de manera que era justo que le sirviera de féretro; y cuando lo encontraran allí, sólo pensarían que alguien de los suyos lo había colocado en aquel lugar por la misma razón que le habían ahorrado las mutilaciones…

En reconocimiento de su valentía.

—Adiós, viejo —dijo Ash en voz baja—. ¡Qué duermas bien!

Levantó la mano en un gesto de despedida, sólo al volverse advirtió que las estrellas comenzaban a palidecer, y que la luna debía de estar ya alta en el cielo. No se había dado cuenta del tiempo que había pasado desde que llegara al complejo a buscar a Wally, ni de que se había quedado más de lo que pensaba. Juli y Gul Baz estarían esperándole, y preguntándose si no le habría sucedido algo; Juli pensaría…

Ash echó a correr y al llegar a las sombras de las casas que rodeaban al arsenal, siguió por la red de estrechas callejuelas hasta la puerta de Shah Shahie, aún sin vigilancia, que se abría sobre el valle y las montañas de Kabul, grises a la luz de las estrellas y los primeros rayos de la luna.

Anjuli y Gul Baz le esperaban junto al bosquecillo de árboles al lado del camino. Pero aunque habían esperado más de una hora con creciente miedo y ansiedad, no hicieron preguntas.

Ash se sintió más agradecido por eso que por cualquier otra cosa que hubieran hecho por él.

No podía besar a Juli porque ella llevaba una bourka, pero la rodeó con su brazo y la oprimió un instante, antes de apartarse para cambiar las ropas que vestía por las que Gul Baz le había traído. No era conveniente viajar con sus ropas de empleado de oficina; cuando montó uno de los ponies minutos más tarde, tenía toda la apariencia de un afridi, con su rifle, su bandolera y su tulwar, y el cuchillo que llevan todos los hombres de Afganistán.

—Estoy listo —anunció Ash—, vamos. Debemos recorrer un largo camino antes del amanecer, y ya huelo la mañana.

Partieron juntos desde las sombras de los árboles, dejando atrás el Bala Hissar y la antorcha encendida de la residencia, y avanzaron rápidamente por las tierras llanas hacia las montañas…

Y hasta es posible que hayan encontrado su reino.