67

Mientras Ash se exprimía el cerebro buscando la forma de escapar, tenía la sensación de estar atrapado para toda la vida en aquella celda pequeña y asfixiante… ¿El tiempo se habría movido con la misma lentitud para los Guías que habían luchado durante toda la mañana calurosa, interminable, y luego por la tarde, sin un momento de respiro, o ni siquiera se daban cuenta de ello, porque a cada momento temían que esa podía ser la última vez que respiraran, y, al saberlo, vivían sólo para el momento y eso por la gracia de Dios?

Debía de haber alguna forma de salir… Debía de haberla.

Horas antes, Ash consideraba la posibilidad de abrirse paso a hachazos por el techo de barro, hasta que el ruido de pasos sobre el muftí duro del terrado le advirtió que había hombres allí, muchos, a juzgar por el clamor de sus voces y el ruido de sus armas… Tantos como en todos los terrados de las otras casas y en todas las ventanas que veía, sin mencionar lo que no llegaba a ver.

Después de eso, volvió su atención al suelo. Sería comparativamente fácil abrir un boquete, ya que todos los pisos del edificio consistían en planchas de madera de pino sujetas por gruesas vigas y unidas con una mezcla de barro y paja; y si no hubiera sido demasiado evidente que la habitación de abajo ya estaba ocupada por el enemigo, que disparaba por la ventana debajo de la suya, el largo cuchillo afgano que Ash tenía habría servido para hacer ese trabajo en el barro seco, y le habría permitido desprender una plancha y luego otra contigua. Pero el cuchillo resultaba inútil con la ventana.

Ash pasó algún tiempo junto a la ventana, e incluso fabricó una cuerda para descolgarse desde ella, con tiras arrancadas a una lona que cubría la plataforma donde un amanuense solía sentarse a trabajar. Pero no podía hacer nada con los barrotes. Y aunque las paredes interiores a ambos lados eran bastante delgadas (a diferencia de la pared donde estaba la puerta), aunque pudiera abrir un agujero en una u otra, de nada le serviría, porque la habitación a su derecha era un depósito sin ventana lleno hasta el techo de viejas carpetas, mientras que el de la izquierda contenía la biblioteca del Munshi, y ambas estaban siempre cerradas con llave.

A pesar de que lo sabía, Ash perdió mucho tiempo y energía tratando de agujerear esta última pared, con la esperanza de que los barrotes de la ventana o la cerradura de la biblioteca fueran más frágiles que los de su habitación. Pero cuando por fin logró abrir un agujero lo suficientemente grande como para pasar por él, descubrió que la cerradura era del mismo tipo, y la ventana, además de tener fuertes rejas, era aún más pequeña que la de su propia habitación.

Ash volvió a su actitud pasiva, observando y escuchando, alimentando vanas esperanzas, y rogando por que se produjera un milagro.

Había visto los cuatro ataques, y aunque a diferencia del sirdar no había podido ver el primero de los dos que obligó a los rebeldes a salir del terreno baldío del Kulla-Fi-Arangi, observó la totalidad del tercer encuentro. Y mientras lo observaba, recordó que no sólo tenía una pistola, sino también un revólver y cincuenta cartuchos escondidos en una de las numerosas cajas apiladas contra las paredes.

Si no podía bajar y luchar con los Guías, al menos podría hacer algo para ayudarles. Tomó rápidamente el revólver, apuntó desde la ventana, pero advirtió enseguida por qué ambas partes habían cesado de disparar. Mientras duraba la batalla y los protagonistas estaban concentrados en una lucha cuerpo a cuerpo, nadie podía estar seguro de a quién alcanzaría la bala, y, por tanto, debía interrumpir el fuego. Incluso cuando el enemigo se dispersó y huyó, Ash resistió la tentación de acelerar el proceso, porque la distancia era demasiado grande como para que estuviera seguro de dar en el blanco, y su provisión de municiones era limitada y demasiado valiosa para desperdiciarlas.

Las veintitrés balas que utilizó durante aquella mañana no se perdieron, ni había riesgos de que se descubriera que partían de su ventana. Había demasiados disparos como para que nadie pudiera advertirlo. Cinco sirvieron para abatir a otros tantos enemigos, que estaban disparando desde otra ventana con menos barrotes, más abajo y a la derecha, y que se asomaron peligrosamente para disparar a los cipayos que ocupaban el terrado del barracón. Catorce más causaron varias muertes y daños considerables entre los rebeldes que asesinaron al empleado hindú, mientras que los últimos cuatro dieron cuenta de cuatro rebeldes que durante el ataque conducido por el jemadar Jiwand Singh intentaron, en la confusión de la lucha, avanzar hacia los barracones arrastrándose junto a la pared que separaba la casa del Munshi del complejo de la misión británica.

Koda Dad Khan habría aprobado la actuación de su discípulo. Pero como no se puede disparar a larga distancia con un revólver, el campo de tiro de Ash era muy limitado, y sabía que contra el enorme número de enemigos que atacaba la residencia, cualquier ayuda que pudiera prestar sería ridícula.

El complejo se extendía ante él como un escenario brillantemente iluminado que se ve desde el palco principal de un teatro, y si hubiera podido usar un rifle en lugar de un revólver, o incluso un mosquete, podía haber ayudado a reducir el fuego dirigido contra los barracones y la residencia, desde todos los terrados dentro de un radio de trescientos o cuatrocientos metros. Pero, tal como estaban las cosas, no podía hacer casi nada. Sólo podía observar, inmerso en una agonía de miedo y frustración, cómo el enemigo horadaba la pared del complejo, lo cual le permitía disparar contra la guarnición sin ningún riesgo, mientras que los miembros de la multitud que habían sido expulsados del complejo en el último ataque, comenzaban a entrar de nuevo, al principio de dos en dos o de tres en tres, y luego, más audazmente, en grupos de diez y luego de veinte hasta que por fin varios centenares invadieron los establos y las habitaciones vacías de los sirvientes, y el laberinto de paredes semiderruidas.

Ash pensó que era como una marea que avanza en un día sin viento, inexorablemente, hasta inundar la tierra; sólo que esta era una marea humana, no silenciosa, sino acompañada de disparos y gritos que se mezclaban en un rugido continuo; un rugido que se elevaba y bajaba tan monótonamente como las olas en la playa. ¡Ya-charya! ¡Ya-charya! Maten a los infieles. ¡Mátenlos! ¡Mátenlos…! ¡Maro! ¡Maro!

Pero gradualmente, a medida que avanzaba el día y las gargantas enronquecían con los continuos gritos, el polvo y el humo de la pólvora, los gritos de guerra comenzaron a apagarse, y la voz de la multitud se redujo a un gruñido amenazante; el ruido de las armas de fuego aumentaba… como también las agudas exhortaciones del faquir Buzurg-Shah, que seguía arengando a sus seguidores con el mismo ardor, instando a los fieles a que mataran y no perdonaran, y recordándoles que todos los que murieran aquel día irían al paraíso.

Ash habría dado mucho por ayudar al faquir a conseguir esto para sí mismo, y esperó pacientemente a que el hombre estuviera más cerca. Pero el fanático no parecía tener prisa por entrar en el paraíso, porque permanecía entre los últimos de la multitud, en el lado más alejado de los establos, donde los Guías que ocupaban los parapetos de los barracones y las ventanas de la residencia no podían verlo, y fuera del alcance del revólver de Ash, aunque, lamentablemente, todos podían oírlo. Su aguda letanía de odio tenía la cualidad de un cuerno de caza, y sus repetidos gritos de «¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos!» ponían a prueba los nervios de Ash y casi le obligaron a cerrar las pesadas persianas de madera para escapar al sonido.

Estuvo a punto de hacerlo, a pesar de que con ello eliminaba la luz del día y dejaba de ver el complejo, cuando otro sonido lo detuvo: al principio era sólo un murmullo distante, pero en seguida creció en volumen hasta que Ash lo identificó como gritos de la multitud que aclamaba a alguien o a algo, y como aplauso vociferante, que se acercaba cada vez más y crecía hasta ahogar los gritos del faquir y el estruendo de los disparos. A Ash le dio un salto el corazón porque pensó que el emir había enviado a los Regimientos de kazilbashi para proteger finalmente a la maltratada misión británica.

Pero su esperanza desapareció en cuanto vio al faquir y a la turba que le rodeaba saltando y gritando y extendiendo los brazos en una frenética bienvenida. En seguida comprendió que esta no era una fuerza para ayudar a la misión británica, sino alguna forma de refuerzos del enemigo, probablemente un nuevo contingente de tropas rebeldes de los acantonamientos.

No vio las armas manejadas por montones de hombres en los estrechos senderos junto al arsenal. Pero los Guías en el terrado del barracón las habían visto, y mientras un cipayo corría a comunicar al sahib Hamilton este nuevo peligro, el resto hacía fuego contra los afganos que arrastraban y empujaban dos cañones hacia los barracones.

Las noticias del cipayo se difundieron por toda la residencia con la rapidez del rayo. Pero una de las ventajas de la vida militar es que, en momentos de crisis, se definen claramente las situaciones, y a menudo un soldado se encuentra ante una alternativa simple: luchar o morir. Nadie necesitó esperar órdenes. Cuando Wally y los hombres que habían estado con él en el piso superior de la casa del enviado llegaron al patio, William y todos los cipayos y sowars de la residencia ya estaban reunidos allí.

Sólo fue necesario decir al jawan que había traído las noticias que advirtiera a los compañeros que concentraran el fuego sobre el enemigo más allá del perímetro, y enviar dos hombres a abrir las puertas que cerraban la arcada del patio de los barracones. Pero mientras corrían por el sendero, los cañones fueron disparados simultáneamente. Los hombres se tambalearon con el estallido ensordecedor de la doble explosión, pero siguieron adelante tosiendo y ahogándose, en medio de un infierno de humo y escombros.

Los ecos del ruido atronador resonaron en todo el complejo y llegaron hasta las paredes más alejadas del Bala Hissar, arrancando un grito de triunfo a la multitud que veía estallar las granadas contra el ángulo del bloque de los barracones. Pero, a diferencia de las dos construcciones de la residencia, las paredes externas de los barracones no eran de barro y yeso, sino de ladrillos de un espesor de más de un metro ochenta, mientras que los dos ángulos del extremo oeste estaban protegidos, además, por una escalera de piedra que conducía al terrado.

Por tanto, las granadas del cañón hicieron poco daño a los hombres que estaban detrás de los parapetos, quienes, aunque momentáneamente cegados por el humo y los escombros, y ensordecidos por el ruido, obedecieron sus órdenes y siguieron disparando contra el enemigo mientras Wally y William, junto con veintiún Guías, salían por la arcada debajo de ellos y corrían hacia los cañones.

La lucha fue corta, porque los rebeldes que habían colocado los cañones en posición y los habían disparado estaban agotados por el esfuerzo, mientras que la turba de la ciudad no seguía de cerca a los artilleros, y huyó al ver a los Guías. Al cabo de diez minutos de lucha, los rebeldes siguieron su ejemplo, abandonando los cañones y dejando tras ellos más de veinte muertos y heridos.

El precio para los Guías fue de dos hombres muertos y cuatro heridos. Sin embargo, en comparación, era una cifra mucho mayor para una fuerza cuyo número se reducía con inquietante rapidez; aunque habían capturado los cañones, y junto con ellos las balas traídas del arsenal y abandonadas cuando los artilleros huyeron, también fue una victoria pequeña. Porque los cañones eran demasiado pesados y la distancia hasta los barracones excesiva, y ahora muchos rifles y mosquetes del enemigo abrían fuego de nuevo…

A pesar de la lluvia de balas, los Guías lucharon desesperadamente por llevarse los cañones, atándose a ellos con cuerdas y tratando de arrastrar las pesadas armas por el suelo polvoriento y pedregoso. Pero pronto comprendieron que era una tarea insalvable, llevaría demasiado tiempo, y, si persistían, todo el grupo moriría.

Se llevaron las granadas, aunque era poco consuelo, porque sin duda pronto traerían más del arsenal, pero ni siquiera pudieron inutilizar los cañones, pues, con el calor y la urgencia del momento, Wally olvidó un detalle nimio, pero vital: aunque él era el único de sus hombres que llevaba uniforme cuando los rebeldes invadieron el complejo, no se había puesto el cinturón, ni pensó en ponérselo después, ni tuvo tiempo para ello. Los «clavos» que pueden usarse, entre otras cosas, para inutilizar cañones.

—Es culpa mía —dijo Wally con amargura—. Tendría que haberlo pensado. Había olvidado que no teníamos el uniforme completo. Bien, lo único que podemos hacer es concentrar todo el fuego en esos malditos cañones y lograr que no puedan cargarlos otra vez.

Las puertas de la arcada habían sido cerradas y atrancadas nuevamente, y los supervivientes saciaron su sed con chattis (vasijas de barro) de agua traídas del Hamman; los musulmanes, así como los no creyentes, porque el mulvi del Regimiento declaró que era tiempo de guerra, y que en esos momentos se permite a los soldados que participan en la lucha que rompan el ayuno del Ramadán.

Después de beber, volvieron a la residencia, de la que habían salido apenas un cuarto de hora antes, y la encontraron llena de humo, porque el enemigo del otro lado de la pared no había estado ocioso en su ausencia. Habían traído más escaleras desde los terrados de las casas en el lado opuesto de la calle, y mientras los afganos, avanzando por estos peligrosos puentes, reforzaban a los supervivientes de la lucha en la escalera, sus amigos en la calle de abajo se abrían paso a través de las delgadas paredes y arrojaban carbones encendidos y trapos empapados en petróleo por los agujeros de las paredes.

La residencia y el complejo, ya rodeados por tres lados, eran asaltados ahora desde arriba y desde abajo, ya que, además de apropiarse de los establos y de las líneas de Caballería y de todos los terrados cercanos, el enemigo se había establecido en el tejado del cuartel y había irrumpido en este.

El patio, las habitaciones de la planta baja y el barracón estaban llenas de muertos y moribundos, y de los setenta y siete Guías que vieron salir el sol aquella mañana sólo quedaban treinta. Treinta…, y las «tropas de Midian» que «asolaban el lugar» eran… ¿cuántos millares? ¿Cuatro…? ¿Seis, ocho mil hombres?

Por primera vez aquel día, Wally se descorazonó, pero en seguida recuperó la serenidad y se aprestó a hacer frente al futuro con plena objetividad. Pero William como miembro del Departamento Político y de Relaciones Exteriores y como apóstol de la paz por la negociación y el compromiso, no estaba dispuesto a hacerlo.

William volvió del malogrado ataque contra los cañones para cambiar el sable y el revólver de servicio por su carabina, y llenarse rápidamente el bolsillo de cartuchos; luego subió al terrado de la casa del enviado para disparar contra los afganos que se amontonaban en el de la casa más alta del lado opuesto del patio. Sólo entonces advirtió la cantidad de humo que surgía desde las habitaciones de la planta baja del cuartel, y comprendió que si se incendiaba estaban perdidos.

Sin embargo, incluso entonces no perdió las esperanzas, pero una vez más, tendido en el terrado entre cinco jawans que también luchaban contra los hombres reunidos en el terrado del cuartel, garabateó otro mensaje desesperado al emir, usando una página en blanco arrancada a una agenda que llevaba en el bolsillo. No podrían resistir mucho más, escribió William, y si Su Alteza no acudía en su ayuda, su destino, y también el del emir, estaría sellado. No podían creer que Su Alteza estuviera dispuesto a permanecer indiferente y a no hacer nada mientras asesinaban a sus huéspedes…

—Lleva esto al sahib Hamilton —dijo William, arrancando la página y entregándola a uno de los jawans—. Dile que debe encontrar a alguien entre los sirvientes que lo entregue al emir.

—No irán, señor —respondió el hombre, moviendo negativamente la cabeza—. Saben que cuatro musulmanes han llevado cartas y que ninguno ha vuelto, y que el hindú fue hecho pedazos a la vista de todos. Sin embargo…

Se guardó el mensaje en el cinturón, se dirigió a la escalera, y desapareció en busca de su oficial comandante, a quien encontró en el cuartel, disparando desde una ventana del primer piso contra un grupo de rebeldes que trataban de recargar sus armas. Wally tomó el papel, despidió al mensajero con un breve movimiento de cabeza, lo leyó y se preguntó con curiosidad por qué William pensaba que valía la pena enviar otra petición de ayuda al emir, cuando el único resultado hasta el momento había sido una respuesta evasiva que sólo revelaba debilidad e hipocresía. En todo caso, ninguno de los mensajeros había vuelto, de manera que era muy probable que todos ellos hubieran encontrado el mismo destino que el desdichado hindú, y a Wally le parecía inútil enviar otro hombre a que lo mataran. Pero, aunque toda la responsabilidad por la defensa de la residencia había recaída sobre sus hombros, el joven Jenkins, como secretario del enviado y ayudante político, aún representaba la autoridad civil, y, por tanto, si William deseaba enviar su carta, había que hacerlo.

—Taimus —llamó Wally.

—¿Sahib? —El sowar que estaba disparando desde la otra ventana bajó la carabina y se volvió a mirar a su jefe.

Wally dijo:

—El sahib Jenkins acaba de escribir otra carta al emir, pidiendo ayuda. ¿Crees que podrás llegar al palacio?

—Puedo intentarlo —respondió Taimus. Dejó su carabina y fue a tomar el papel, que dobló varias veces para luego esconderlo entre sus ropas.

Wally sonrió y dijo en voz baja:

—«Sukria, shahzada» (príncipe). ¡Khuda hafiz!

El hombre sonrió, saludó y se dirigió hacia los barracones para observar la situación desde el terrado, pero le bastó medio minuto para hacerse cargo de la imposibilidad de intentar salir del complejo, porque ahora la multitud estaba en todas partes y nadie podía pasar. Lo único que quedaba por hacer era volver a la residencia y ver si podía encontrar alguna otra forma de salida. La puerta del fondo había sido bloqueada largo tiempo atrás, y como abrirla habría significado dejar entrar una multitud de afganos armados al patio, volvió desesperado a la casa del enviado y subió al terrado, donde uno de los jawanes que aún estaba allí le ayudó a trepar por la pared que protegía el terrado de las casas del otro lado de la residencia.

Desde allí tuvo una visión total del enemigo en el terrado del cuartel y en la calle de abajo; y al contemplar aquel mar de rostros vociferantes y distorsionados, sintió de pronto el mismo desprecio por la turba que Cavagnari había sentido aquel mismo día. Porque el sowar Taimus, que servía como soldado de los Guías, era también un príncipe de sangre real: un shahzada y un afgano. Hizo un gesto de desdén al mirar aquellos rostros contorsionados, inspiró profundamente, y saltó deliberadamente al espacio cayendo sobre las cabezas y los hombros de los que estaban abajo.

La multitud, momentáneamente sorprendida, se recobró y se lanzó sobre él con un aullido de furia, pero consiguió abrirse paso gritando que era príncipe y afgano y que llevaba un mensaje al emir, lo cual no le habría salvado si no lo hubiese reconocido un amigo, quien, con golpes e insultos, logró arrancarlo a las garras de la multitud… Golpeado y sangrando, pero vivo, le ayudó a llegar a palacio. Pero, una vez allí, no le fue mejor que a los demás.

El emir se había encerrado, y lloraba rodeado de sus mujeres; aunque finalmente accedió a ver al shahzada Taimus y leer el mensaje que llevaba, no hacía más que quejarse de su destino, reiterar que su kismet era malo y que no podía culpársele de lo que sucedía. Y que él no podía hacer nada. Nada.

Dio órdenes de que detuvieran al shahzada, y esas órdenes se cumplieron. Pero, aunque el kismet del emir sin duda era malo, el de Taimus resultó ser muy diferente, porque en la habitación donde lo arrojaron los guardias del palacio había un afgano con un balazo en la espalda, recibido durante el primer ataque al complejo. El herido no tenía quien le atendiera, y aunque sufría mucho, nadie había hecho nada por ayudarle a causa del pánico que reinaba en el palacio. Pero Taimus había aprendido algo sobre el tratamiento de las heridas durante su servicio en los Guías y le extrajo la bala con su cuchillo, lavó la herida y logró contener la hemorragia; luego la vendó con tiras de la ropa de la víctima.

Su agradecido paciente, que resultó ser un hombre de cierta importancia, pagó su deuda haciéndole salir del palacio y logrando que escapara de Kabul. Y el destino fue doblemente bondadoso con él aquel día, porque, apenas cinco minutos después de saltar del terrado de la casa del enviado, y cuando aún trataba de abrirse paso en medio de la multitud frenética con gran peligro de su vida, a sus espaldas, en la residencia, la guarnición que había luchado de forma igualmente frenética por apagar el incendio en el cuartel, debió retroceder ante las llamas y las nubes sofocantes de humo; segundos más tarde, todo el piso bajo ardía.

No podía pensarse en salvar a los heridos; el fuego se había extendido de forma demasiado repentina y violenta como para permitir que nadie lo intentara. Los que podían hacerlo corrieron para salvar su vida, y chamuscados, asfixiados y medio ciegos, corrieron por el patio lleno de humo para refugiarse en la casa del enviado.

Los afganos que estaban en el terrado del edificio incendiado, percatándose de la rapidez con que las llamas destruirían aquella estructura de madera y yeso, escaparon rápidamente por las escaleras, e instantáneamente dedicaron su atención a la casa de enfrente. Colocaron otras escaleras contra el parapeto desde donde había saltado Taimus, cruzaron y saltaron entre la media docena de hombres que aún resistían allí. Y aunque los cabecillas murieron antes de llegar, al caer de costado a la calle o de cabeza en el terrado, los que venían atrás seguían adelante, y a medida que William y los jawans los rechazaban, ellos volvían al ataque…

No había esperanzas de seguir resistiendo en el terrado, aunque Wally y todos los Guías que quedaban en la residencia subieron y trataron de repeler a la horda de invasores que trepaban desde el parapeto como una bandada de monos. El número de los invasores hacía imposible la tarea y la conclusión era previsible.

La guarnición, cerrando filas y usando sus armas de fuego como garrotes, se retiró hacia la escalera, y les obligó a bajar peldaño a peldaño, hasta que el último hombre cerró de un golpe la puerta al pie de la escalera y colocó la barra en su lugar. Pero esa puerta, como todas las demás en el antiguo y deteriorado edificio, no podía resistir un ataque decisivo, y no tenían tiempo, ni materiales, para reforzarla.

Pronto la casa estaría ardiendo, porque si los afganos que atacaban desde abajo no lograban incendiarla, lo más probable era que las llamas y las chispas que salían por todas las puertas y ventanas del cuartel realizarían esa tarea; incluso si esto no sucedía, la guarnición ya no podía resistir allí, porque el enemigo, aprovechando las luchas en el terrado y escudándose en el humo, abrió otra brecha en la pared del fondo del patio, la agrandó sin que nadie se lo impidiera, y comenzaba a entrar por allí.

Wally los vio como en una pesadilla a través de las nubes de espeso humo, disparando sobre un grupo de sirvientes aterrorizados que habían debido abandonar el cuartel a causa del fuego y se habían refugiado junto a una pila de equipaje usada como barricada en la puerta del fondo; entre ellos estaban el asistente de Sir Louis y su propio Pir Baksh, que se defendía con un cuchillo en una mano y un bastón en la otra. Pero Wally no podía hacer nada por ellos, y se apartó con una profunda sensación de náuseas. Se acercó a una de las ventanas que daban al complejo, cerró las persianas y subió al alféizar.

—¡Vamos! —gritó Wally, haciendo señas a sus compañeros de que se adelantaran y al mismo tiempo saltó por la ventana a un estrecho pasaje y de allí al terrado de los barracones.

Lo siguieron sin vacilar, saltando como él por el hueco para aterrizar en los barracones. Jenkins, Kelly y los jawans que habían sobrevivido a la pelea en el terrado y media docena de no combatientes que habían ayudado a luchar contra el fuego y que venían del piso de abajo.

Apenas saltó el último hombre, el terrado del cuartel se desplomó con un rugido como el de los cañones, y al volverse vieron una brillante fuente de chispas que saltaban de la pila donde se consumía el cuerpo de Louis Cavagnari y, con él, un gran número de soldados y sirvientes que le habían acompañado a Kabul.

«Como un jefe vikingo que va hacia el Valhalla con sus guerreros y sirvientes a su alrededor», pensó Wally.

Se volvió para ordenar a su pequeña fuerza que saliera del terrado y bajara a los barracones. Porque ahora que había caído la residencia y el enemigo se hallaba en la casa del enviado, los afganos podrían disparar desde las ventanas por las, que él y los otros supervivientes de la guarnición acababan de saltar… y desde un angulo que neutralizaba la escasa protección de los parapetos. Pero, allá abajo, las puertas originales del bloque eran de construcción tan sólida como sus paredes exteriores, mientras que los toldos de lona que daban sombra al gran patio central, aunque no constituían una protección contra las balas, al menos impedían al enemigo ver lo que sucedía allí.

—Aquí tendríamos que resistir durante bastante tiempo —dijo William sin aliento, mirando a su alrededor los sólidos pilares de piedra y las arcadas de ladrillo que daban a las celdas frescas y sin ventanas del cuartel de los soldados—. No hay mucho que incendiar. Excepto las puertas, por supuesto. No sé por qué no vinimos aquí antes.

—Porque desde aquí no vemos lo que sucede afuera ni podemos disparar, ni hacer nada excepto tratar de evitar que esos demonios tiren abajo las puertas. Por eso —saltó Rosie, que había trabajado como un demonio para tratar de llevar los heridos al patio de la residencia, y finalmente debió abandonados para defender la casa del enviado: ahora sentía que les había abandonado para que los asesinaran los afganos o para que se quemaran vivos en el cuartel.

—Sí. Supongo que tiene razón. No lo había pensado. Pero al menos podremos impedirles que entren, claro que siempre que no quemen las puertas…

—O abran un agujero en la pared —dijo Rosie.

Se volvió inmediatamente cuando comenzaron a rugir de nuevo los cañones, y los pilares se estremecieron con el impacto de la fuerza y el sonido de las balas que golpeaban contra la pared frontal de los barracones, sin dar en el arco y convirtiendo la escalera del lado este en un montón de escombros.

No hacía falta ser un tirador profesional para darse cuenta de que esta segunda descarga había sido disparada desde mucho más cerca que la primera, y todos los que estaban en los barracones, comprendieron que los rebeldes, liberados de los cipayos que les habían molestado desde los parapetos, no habían perdido tiempo en cargar los cañones y avanzar con ellos hacia delante. Y, además, la siguiente salva probablemente sería disparada desde el lado opuesto de la arcada, con lo cual quedarían destruidas ambas puertas y el enemigo tendría el camino libre para entrar.

Nuevamente cayeron escombros, y el médico, exhausto, se abrazó a un pilar y se sentó bruscamente, apoyado contra él. Vio a Walter Hamilton y al daffadar Hira Singh abalanzarse hacia la puerta interior de la arcada y abrirla; pensó, ofuscado, que debían de haber quedado aturdidos por la conmoción de las explosiones, y que trataban de salir y atacar a los rebeldes antes de que pudieran cargar de nuevo los cañones. Pero no tocaron la puerta nueva, ahora tan agujereada por las balas que parecía un colador. En cambio, se volvieron a conferenciar brevemente con el havildar Hassan y Lance-Naik Janki, y en seguida Wally hizo un breve gesto afirmativo y, volviéndose hacia William y Rosie, dijo:

—Miren, tenemos que llegar hasta esos cañones. ¡Tenemos que hacerlo! No hay forma de impedir que los usen. Es necesario capturarlos. Si podemos llegar hasta allí, volaremos el arsenal… y con él, a la mayor parte de los rebeldes y también la mitad del Bala Hissar. Con una sola bala que dé en el blanco, todas las municiones y la pólvora del arsenal estallarán de una vez y no quedará nada en un radio de varios cientos de metros.

—Incluidos nosotros —comentó William con ironía.

—¿Qué diablos importa eso? —replicó Wally con impaciencia—. No sucederá porque estamos a un nivel mucho más bajo, y estas paredes son muy gruesas. Sé que parece una idea demencial, pero vale la pena intentarlo… En este momento vale la pena intentar cualquier cosa. Si podemos apoderarnos de esos cañones tendremos posibilidades de luchar, pero si no… bien, podemos empezar a rezar:

William parpadeó y su rostro juvenil palideció bajo la máscara de sangre y polvo. Dijo con fatiga:

—No podemos, Wally. Ya lo hemos probado.

—La vez anterior no teníamos suficientes cuerdas. Además, entonces los cañones estaban demasiado lejos. Pero ahora no, y estoy seguro de que cada vez los acercan más, porque esos hijos de perra de ahí fuera están seguros de que nos han derrotado y no podemos hacer nada. Mi havildar dice que hay un faquir que los ha incitado durante toda la tarde, y que les grita que vuelen la puerta para poder hacer fuego directamente contra los barracones y tirar abajo la pared del fondo de manera que sus amigos de la residencia se abalancen sobre nosotros desde atrás. Por eso dejé abierta la puerta interior, pues si destrozan la de enfrente, podemos recurrir a ella.

Rosie respondió brevemente:

—Estás loco. ¿Qué usaríamos como municiones, aunque consiguiéramos un cañón? ¿Balas de fusil?

—Las granadas que nos trajimos la vez pasada, por supuesto. Las dejamos aquí, en una de las habitaciones… Son doce. Seis para cada cañón. ¡Piensa en lo que podríamos hacer con eso!

Pero William no se convencía.

—No tengo inconveniente en volver a cargarlos —dijo William—, pero si logramos llegar a ellos, por Dios, inutilicémoslos, en lugar de tratar de traerlos aquí.

—¡No! —insistió apasionadamente Wally—. Si hacemos eso, todo habrá terminado para nosotros, porque ellos tienen otras armas. Y ya cuentan con todas las municiones que necesitan, mientras que a nosotros se nos están terminando; cuando eso suceda y vean que ya no disparamos, entrarán en este lugar por la fuerza y moriremos en cinco minutos. No, sólo queda una cosa por hacer: debemos cortarles la fuente de suministros, y la única forma en que podemos hacerlo es volando el arsenal… y matando a todos los que podamos en el proceso. ¡Te digo que debemos conseguir esos cañones! Por lo menos uno. Inutilizaremos el segundo… Haré que Thakur Singh lo haga, mientras el resto de nosotros se concentra en conseguir el otro. Debemos lograrlo. Sí, sé que parece una locura, pero es mejor que quedarnos aquí escondidos hasta que se percaten de que nos hemos quedado sin municiones y que con unas cuantas escaleras de mano podrán caer sobre nosotros desde el terrado, como hicieron en la residencia. ¿Te gustaría morir así?

El cirujano mayor Kelly dejó escapar una ronca carcajada, se puso de pie con cansancio, y dijo:

—Tranquilízate, muchacho, estamos contigo. Sin duda es una locura, lo es. Pero nadie puede decir que no dará resultado. Y si no corremos el riesgo, moriremos de todas maneras. Bien, si hemos de intentarlo será mejor que nos digas qué debemos hacer y cuándo comenzamos.

Wally tenía razón en lo que decía sobre los cañones. Mientras hablaban, los rebeldes los habían acercado cada vez más hasta que ahora estaban a menos de setenta metros de distancia, cargados y frente a la pared izquierda de la arcada, listos para ser disparados…

Una vez más, la doble explosión fue seguida de gritos de alegría. Pero mientras se apagaban los ecos, la multitud guardó silencio, y desde su prisión allá arriba Ash oyó, en medio del incesante fragor de los disparos, el rugido de la madera que ardía, el crascitar de los cuervos y la voz aguda del faquir que alentaba a los rebeldes que empujaban los cañones hacia la arcada de los barracones.

No vio abrirse las puertas del barracón. Pero, de pronto, apareció Wally, corriendo con William y Rosie y una docena de Guías detrás de ellos, que se sumergieron en el huracán de balas y corrieron por el polvoriento espacio abierto hacia los cañones.

Por segunda vez aquel día, consiguieron alejar a los hombres que estaban junto a los cañones, y luego ocho de ellos giraron uno de los cañones hacia la multitud, y con seis hombres atados a las cuerdas y otros dos empujando las ruedas con los hombros, comenzaron a arrastrarlo hacia los barracones, mientras el resto contenía al enemigo con los revólveres y las espadas; un jawan solitario se arrojó hacia el otro cañón con intención de inutilizarlo. Pero, una vez más, la tarea resultó superior a ellos. La lluvia de balas mató a dos de los hombres atados al cañón y al sowar que intentaba inutilizar el otro.

Otros cuatro hombres resultaron heridos. Entonces Wally gritó a los demás que corrieran con él, y, envainando su sable, descargó rápidamente su revólver. William y Rosie siguieron su ejemplo, y cuando los hombres se liberaron de las cuerdas y corrieron hacia los barracones, llevando a los heridos con ellos, los tres ingleses cubrieron su retirada, caminando hacia atrás y disparando sin cesar y con efecto tan mortífero que los afganos vacilaron y retrocedieron permitiendo que el pequeño grupo llegara al refugio de la arcada sin daños.

En el último momento, Wally se volvió, miró hacia la ventana de Ash, y levantó su brazo en un saludo romano. Pero el gesto de despedida no obtuvo respuesta, porque Ash no estaba allí. La desesperación que le atenazaba cuando vio los cañones sirvió para que su cerebro se pusiera nuevamente en efervescencia y, por centésima vez, aquel día trató de hallar una forma de escapar; y esta vez, de pronto, recordó algo. Algo que no se le había ocurrido antes… el plano del piso de abajo…

Sabía cuál era la habitación que había debajo de la suya, pero no había recordado las que estaban a cada lado de la que ocupaba, y al hacerlo ahora se dio cuenta de que debajo de la biblioteca del Munshi había una pequeña habitación abandonada que en otro tiempo tuviera una ventana con antepecho. Este se había derrumbado y la ventana fue cegada con tablas, pero ahora probablemente las tablas estarían podridas, y una vez que Ash hubiese abierto el piso de la biblioteca y se hubiera dejado caer por el agujero, no sería difícil arrancarlas. Después de lo cual, podría usar una cuerda para descolgarse desde una altura de seis metros hasta el suelo.

Cualquier afgano que le viera deslizarse desde la ventana supondría que era un aliado ansioso por lanzarse sobre el enemigo. El único peligro era que le viera alguno de los soldados del barracón y, al creerlo enemigo, disparara contra él antes de que pudiera llegar al suelo y al refugio de la pared baja que separaba la hilera de casas altas del complejo de la residencia.

Pero era un riesgo que debía correr, y Ash no se detuvo a pensarlo; segundos después había vuelto a la biblioteca del Munshi y trataba de romper las maderas del piso.

William, que había visto el ademán y llegado a una conclusión equivocada, tomó a Wally del brazo y preguntó sin aliento:

—¿A quién estabas saludando? ¿Alguien trataba de enviarnos una señal? ¿El emir… ellos…?

—No —jadeó Wally, lanzando todo su peso contra la puerta para ayudar a cerrarla—. Es… sólo… Ash…

William le miró sin comprender: el nombre no significaba nada para él y la repentina llama de esperanza que había surgido al ver el gesto murió de inmediato. Se apartó y se dejó caer en el suelo, pero Ambrose Kelly levantó la mirada del cipayo herido a quien atendía y preguntó bruscamente:

—¿Ash? No querrás decir… ¿Te refieres a Pelham-Martyn?

—Sí —jadeó Wally, aún atareado con los barrotes de la puerta exterior—. Está allá arriba… en una de esas… casas.

—¿En…? ¡Dios mío! ¿Entonces por qué no hace algo por nosotros?

—Si pudiera, ya lo habría hecho. Lo habrá intentado, de todas maneras. Y Dios sabe que nos advirtió muchas veces sobre esto, pero nadie quiso escucharlo… Ni siquiera el jefe. Lleve a ese muchacho a una de las habitaciones, Rosie. Estamos demasiado cerca de la puerta y es probable que disparen otra vez. Aléjense… todos.

Los rebeldes sólo esperaron a que se cerrara la puerta antes de abalanzarse a recuperar los cañones y arrastrarlos para colocarlos en posición frente a la arcada, mientras desde todas las azoteas sus aliados hacían caer una tormenta de balas sobre las paredes sin ventanas de los barracones, el terrado desierto y los toldos de lona desgarrados y agujereados por las balas.

Había muy poca luz dentro de los barracones, porque el sol ya se había puesto tras las alturas del Shere Dawaza, y ahora todo el complejo estaba en sombras. Pero, a medida que caía la tarde, las llamas de la residencia se hacían más brillantes, y cuando los cañones volvieron a disparar el resplandor no fue atenuado por la luz del sol, sino que cegó los ojos y dio una brevísima advertencia de la ensordecedora explosión que siguió.

Esta vez no hubo intento de disparar los dos cañones a la vez. La primera granada fue para romper ambas puertas de la arcada, y los rebeldes creyeron que lo habían logrado, porque no se habían dado cuenta de que la segunda puerta había quedado abierta. Vieron desintegrarse la madera de la puerta exterior, y cuando se despejó el humo, la arcada se abrió para mostrar el largo patio central y la pared del fondo.

Con salvajes gritos de alegría, dispararon el segundo cañón, y la granada pasó por el centro de los barracones, abriendo un agujero que daba acceso al pasaje. Detrás de la brecha estaba el patio de la residencia, ahora lleno de sus victoriosos hermanos, que sólo debían cruzar el pasaje y caer sobre los infieles detrás mientras sus eufóricos aliados del complejo los atacaban por el frente. Pero, aunque el plan era excelente, tenía dos serias fallas, una de las cuales se hizo aparente de inmediato: el hecho de que la puerta interior, que era la más resistente de la arcada, no había sido destruida y se cerró de golpe.

La otra falla era aún más grave, y fue advertido por la guarnición, pero aún no por los rebeldes. Estribaba en que, al incendiar la residencia, los afganos ya no podían permanecer en ella, de manera que, en lugar de concentrarse allí, se dispersaron para alejarse de las llamas. Por lo tanto, la posibilidad de un ataque desde esa dirección era mínima, y Wally pudo permitirse descartarla y concentrarse en un ataque frontal solamente, ya que ahora no disparaban desde la residencia, y el humo del edificio incendiado confundiría el objetivo de muchos de los tiradores de los terrados cercanos.

Sintiéndose seguro al saber esto, su primera acción después de retirarse a los barracones y cerrar la débil puerta exterior, fue ordenar a cuatro de sus hombres que subieran la escalera en el extremo más distante, con instrucciones de que se mantuvieran ocultos hasta que dispararan los cañones, y luego corrieran hacia delante disimulados por el humo para adoptar sus posiciones anteriores detrás del parapeto del frente sobre la arcada, desde donde abrirían fuego sobre los que accionaban los cañones para impedirles recargarlos.

El resto de su pequeña fuerza se había diseminado a izquierda y derecha; nadie se hacía ilusiones sobre lo que sucedería después. Pero no tardó mucho en ocurrir. La puerta exterior se derrumbó y la granada que la demolió golpeó también uno de los pilares de piedra e hizo caer una lluvia de ladrillos, aunque sin herir a nadie.

Esperaron con gran tensión el segundo disparo, y en cuanto llegó, corrieron hacia delante para cerrar y atrancar la pesada puerta, mientras los cuatro jawans acurrucados en la parte superior de la escalera se ponían de pie, y, ocultos por el humo, corrían hacia delante para refugiarse detrás del parapeto y abrir fuego sobre los artilleros.

Cargar y disparar artillería pesada no es tarea fácil para hombres sin experiencia, y los rebeldes no eran expertos. Se trata de una tarea que exige tiempo, y que puede ser sumamente difícil y peligrosa cuando los hombres que se ocupan de ello reciben disparos desde corta distancia.

Si las paredes de los barracones hubieran poseído aberturas apropiadas que ofrecieran protección y una distancia razonable para disparar, habría sido fácil para la guarnición evitar que volvieran a usarse los cañones. Pero como el único lugar desde donde podían disparar era desde detrás de los parapetos que rodeaban un terrado amenazado por el enemigo, los cañones eran cartas fuertes que podían arriesgarse, y Wally lo sabía.

Sabía también que no pasaría mucho tiempo antes de que los cuatro que estaban en el terrado se quedaran sin municiones… y el resto tenía muy pocas. Cuando se terminaran, el enemigo cargaría los cañones sin ser molestado y volaría la puerta.

El final era previsible, y Wally se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que lo sabía, y que había basado inconscientemente todas sus acciones en ese conocimiento.

Si debían morir, al menos que lo hicieran de tal forma que contribuyera a aumentar el renombre de los Guías, y de las tradiciones que mantenían. Que sigan luchando, y así agreguen fama a su Cuerpo y se conviertan en leyenda y en inspiración para futuras generaciones de los Guías. Era lo único que podían hacer.

Wally sabía que le quedaba muy poco tiempo y que este corría muy rápido; pero, por un segundo, permaneció en silencio, con la mirada perdida y pensando en muchas cosas… En Inistioge, y en sus padres y sus hermanas; en la cara de su madre cuando lo besó al despedirse; en Ash y en Wigram y en todos los magníficos compañeros de los Guías… Su vida había sido buena… maravillosa. Aun ahora no la habría cambiado por la de ningún otro.

Un montón de recuerdos sandios desfilaron por su mente, todos vívidos y brillantes. Cuando salía a buscar nidos con sus hermanos en Wimbledon. Un baile en la Academia Militar. El largo viaje a Bombay y su primera visión de la India. Los días felices en el bungalow en Rawalpindi y más tarde en Mardan, y las encantadoras vacaciones que él y Ash pasaron juntos… El trabajo y el placer, la charla y las risas y la diversión. Todas las muchachas bonitas de quienes se había enamorado… Muchachas alegres, serias, tímidas, pícaras… todos sus rostros se fundían en uno solo: el de Anjuli. Le sonrió y pensó que era una suerte haberla conocido.

Nunca se casaría, y tal vez eso no estaba mal; habría sido difícil encontrar a alguien que respondiera al ideal representado por Anjuli: además, no sufriría la tristeza de descubrir que el amor no dura y que el tiempo, que destruye la belleza, la juventud y la fuerza, puede también deteriorar muchas cosas de mayor valor. Nunca conocería la desilusión, el fracaso, ni viviría para ver caer a los dioses que idolatraba y que tenían pies de barro…

Para él, este era el fin del camino, pero no lo lamentaba… Ni siquiera por la pérdida de esa figura imaginaria, el mariscal de campo Lord Hamilton de Inistioge, porque, ¿acaso no había ganado el máximo galardón, la Cruz Victoria? Eso sólo era gloria suficiente para compensar por todo lo demás, y, por otra parte, los Guías le recordarían. Quizás un día, si dejaba un nombre limpio, su espada se exhibiría en el cuartel de Mardan y los hombres del Cuerpo que aún no habían nacido la tocarían y escucharían una vieja historia del pasado. La historia de cómo una vez, mucho tiempo atrás, setenta y siete hombres de los Guías, al mando de un tal Walter Hamilton, habían sido sitiados en la residencia británica en Kabul y la defendieron durante casi un día… y murieron todos…

Ese día le había tocado extender la fama de los Guías, y Ash lo comprendería. Era bueno saber que Ash estaba cerca y que veía y aprobaba… Que comprendía que Wally había actuado lo mejor posible, y que había estado con él en espíritu. No podía haber tenido un amigo mejor, y sabía que no era culpa de Ash si no había llegado ayuda. Si hubiera podido…

El joven oficial hizo un esfuerzo por concentrar sus pensamientos y miró a los espantapájaros harapientos, manchados de sangre, que era todo lo que quedaba de más de setenta hombres que había reunido aquella mañana. No tenía idea de cuánto tiempo había estado detenido allí, en silencio y pensando en otras cosas ni de qué hora era, porque había bajado el sol y los barracones estaban lleno, de sombras. No había tiempo que perder.

El teniente Walter Hamilton se enderezó, respiró profundamente y llamó a sus hombres, hablando en indostaní, que era la lengua común de un Cuerpo que incluía sikhs, hindúes y punjabis, como también pathanes que hablaban pushtu.

Les dijo que habían luchado como héroes y que habían mantenido espléndidamente el honor de los Guías. Ningún hombre podría haber hecho más. Ahora todo lo que les quedaba por hacer era morir de la misma manera, luchando con el enemigo. La alternativa era que los mataran como ratas en una trampa. No había opción, y no necesitaba preguntarles qué elegirían. Por tanto, proponía que hicieran un último esfuerzo por capturar un cañón. Pero esta vez tendrían que atarse todos a él, mientras que Wally permanecería solo para resistir al enemigo y cubrir la retirada de los demás.

—Cargaremos solamente sobre el cañón de la izquierda —dijo Wally—. Y cuando lleguemos a él, no apartéis la mirada ni por un momento, sino que os ataréis a él y apoyaréis los hombros contra las ruedas, para traerlo aquí. No os detengáis por nada… ¿Comprendéis? No debéis volveros a mirar para atrás y yo haré lo que pueda por cubriros. Si lográis traerlo, encaradlo contra el arsenal. Si no, no importa si caigo, o cuántos de vosotros caéis; de todas maneras recordad que los que queden siguen teniendo en sus manos el honor de los Guías. No lo vendáis por poco. Dicen de un gran guerrero que conquistó esta tierra y la mitad del mundo, varios centenares de años atrás (justamente Sikandar Dulkhan, Alejandro el Grande, de quien todos habéis oído hablar) que dijo: «Es hermoso vivir con valentía y morir dejando atrás un recuerdo perdurable». Todos habéis vivido con valentía y lo de hoy os brindará renombre perdurable, porque sus acciones no serán olvidadas mientras se recuerde a los Guías. Los hijos de sus hijos contarán su historia a sus nietos y alardearán de lo que habéis hecho. No os rindáis, hermanos… Nunca os rindáis. ¡Guías, ki-jai!

El grito fue recibido con una aclamación que hizo eco bajo las arcadas y resonó como si los fantasmas de todos los Guías que habían muerto aquel día gritaran al unísono con los pocos que aún vivían. Y cuando se apagaron los ecos, William gritó:

—¡Escocia para siempre! ¡Departamento político, ki-jai! —y los hombres rieron y tomaron los sables y las cuerdas que habían dejado.

Ambrose Kelly se puso de pie con dificultad y se estiró cansadamente. Era el mayor del grupo y, como Gobind, su talento y su entrenamiento habían estado dedicados a salvar la vida y no a quitarla. Pero ahora cargó su revólver, y, desenvainando la espada que nunca había aprendido a usar, dijo:

—Bien, no diré que es un gran alivio terminar con esto, pero el día ha sido largo y estoy cansadísimo… Y como dijo algún poeta, «¿Qué mejor manera de morir que enfrentado a un terrible destino?» ¡Hakim ki-jai!

Los Guías volvieron a reír, y su risa llenó de orgullo el corazón de Wally, que sintió un nudo en la garganta mientras les sonreía con admiración y afecto demasiado profundo para expresarlo en palabras. Sí, valía la pena vivir, aunque sólo fuera para servir y pelear con hombres como estos. Había sido un privilegio mandarlos… Un enorme privilegio, y sería aún mayor el de morir con ellos. Eran la sal de la tierra. Era los Guías. Nuevamente tuvo la sensación de que se le formaba un nudo en la garganta, pero sus ojos brillaban cuando tomó su sable, y dijo casi con alegría:

—¿Listos? Bien. Entonces abrid las puertas…

Un cipayo saltó a levantar la pesada barra de hierro y otros dos empujaron las pesadas puertas. Y con un grito de «¡Guías ki-jai!» el pequeño grupo salió por la arcada y corrió hacia el cañón de la izquierda, con Wally a la cabeza, seis pasos más adelante.

Su aparición causó un curioso efecto en los rebeldes: después del fracaso en el último ataque, todos confiaban en que los «extranjeros» no volverían a salir, pero allí estaban, atacando nuevamente y con igual ferocidad. Era increíble… inhumano… Por un momento, los rebeldes miraron a aquellas figuras harapientas con espanto y admiración casi supersticiosos, y un segundo después se dispersaron como hojas secas ante el ímpetu del ataque de Wally que caía sobre ellos, con el sable centelleante y el revólver escupiendo muerte.

Al hacerlo, un afgano solitario y sin turbante, con el cabello y las ropas blancas de yeso y de polvo de ladrillo, corrió desde la izquierda a unirse a él, y fue reconocido por dos sowars con un grito de Pelham-Dulkham… ¡Sahib-bahadur Pelham!

Wally oyó el recibimiento por encima del ruido de la batalla. Echó una rápida mirada a un costado y vio a Ash peleando junto a él… Con un cuchillo en una mano y un tulwar arrancado a un herati muerto en la otra, rio triunfante mientras gritaba:

—¡Ash! Sabía que vendrías. ¡Ahora les demostraremos…!

Ash también rio, invadido por la embriaguez de la batalla y el alivio del ayuno, la acción violenta después de las frustraciones de aquel largo día de mirar sin poder hacer nada… De ver morir a sus camaradas uno por uno sin poder levantar una mano o un brazo para ayudarlos. Contagió su salvaje alegría a Wally, quien de pronto comenzó a luchar con inspiración.

Los afganos no son hombres pequeños, pero el joven oficial parecía elevarse sobre ellos, manejando su sable como un maestro… Como uno de los paladines de Carlomagno. Y cantaba mientras combatía. Como siempre, un himno religioso: el mismo que cantaba Ash mientras galopaba con Dagobaz por la llanura de Bhithor, en la mañana del funeral del Rana. Pero ahora, al oírlo, sentía saltar su corazón, porque no era un verso que Wally hubiera cantado jamás, y al escucharlo se dio cuenta de que el muchacho no alentaba falsas esperanzas. Esta era su última batalla y lo sabía, y su elección de ese verso en particular fue deliberada: una despedida. Porque la calma y la tranquilidad nunca habían sido atractivas para Wally, pero ahora cantaba a ambas… a voz en grito y con alegría para que las palabras se oyeran sobre el clamor de la batalla…

La tarde de oro brilla en Occidente, cantaba Wally, blandiendo su sable mortal: pronto, pronto, llegará el descanso para los guerreros fieles. Dulce es la calma del paraíso bendito. ¡Aleluya! ¡A-le-lu…!

—¡Cuidado, Wally! —gritó Ash, y esquivando a un atacante, saltó sobre un afgano armado con un largo cuchillo que se había acercado por atrás sin que lo vieran.

Pero, aunque Wally le hubiese oído, la advertencia llegó demasiado tarde. El cuchillo penetró hasta el mango entre sus omóplatos; mientras el tulwar de Ash cortaba el cuello de su atacante, vaciló, y, disparando por última vez, arrojó el revólver contra un rostro barbudo. El hombre trastabilló y cayó. Wally se pasó el sable a la mano izquierda, pero su brazo se había debilitado y no podía sostenerlo. Cayó con la punta hacia abajo, y Wally se desplomó hacia delante.

En el mismo momento, la culata de un jezail cayó con fuerza sobre la cabeza de Ash, quien, por un segundo, sintió estallar miles de lucecitas dentro de su cabeza antes de hundirse en la oscuridad. Luego centellearon los tulwars y el polvo levantó una nube cegadora al acercarse los rebeldes.

Unos pasos detrás de ellos, William ya había caído con una cimitarra hundida en el cráneo y el brazo derecho destrozado por debajo del codo. Y Rosie también había muerto; su cuerpo acurrucado yacía a un metro de la arcada del barracón, donde había caído abatido por una bala de mosquete en la sien mientras corría detrás de Wally.

Del resto, dos, como el sargento mayor Kelly, habían muerto antes de llegar al cañón, y tres más estaban heridos. Pero los supervivientes obedecieron las órdenes de su comandante al pie de la letra: no miraron a los lados ni intentaron luchar, sino que se ataron al cañón y forzaron cada nervio y cada músculo para arrastrarlo. Pero, mientras jadeaban y luchaban, cayeron algunos de ellos; el suelo estaba cubierto de cadáveres, armas y cartuchos y el polvo, pegajoso de sangre, de manera que la tarea era imposible para tan pocos hombres. Los que quedaban no pudieron mover el cañón; por último, se vieron obligados a abandonarlo y volvieron a los barracones, jadeando y exhaustos.

Cerraron y atrancaron la gran puerta detrás de ellos, y al cerrarse, surgió un grito de triunfo de los rebeldes que advirtieron que los tres feringhis estaban muertos.

Por centenares comenzaron a llegar a los barracones, conducidos por el faquir, quien, abandonando el refugio de los establos, corría a la cabeza agitando su bandera, mientras la multitud, en las azoteas, al darse cuenta de lo que había sucedido, dejaba de disparar y se ponía a bailar y gritar y agitar sus mosquetes. Pero los tres jawans que quedaban de los cuatro que Wally había mandado al techo de los terrados, seguían disparando, aunque con intermitencia, porque les quedaban pocas municiones.

Los rebeldes habían olvidado a aquellos cuatro hombres. Pero los recordaron cuando tres de los suyos cayeron muertos, y luego dos más, inmediatamente después, fueron heridos por las mismas balas de plomo que habían matado a los otros. Como los afganos detuvieron el fuego, los rifles de reglamento volvieron a dejarse oír y cayeron tres atacantes más, porque los Guías disparaban sobre una masa sólida de hombres a una distancia de menos de cincuenta metros, y era imposible errar el blanco. Muy pronto, una bala alcanzó al faquir en pleno rostro. Levantó los brazos y cayó hacia atrás, siendo pisoteado por sus seguidores que, al correr detrás de él, no pudieron detenerse a tiempo.