Wally había estado hablando con los cipayos en el terrado del barracón cuando llegaron los budmarshes de la ciudad y se unieron a los insurgentes, y vio a muchos rebeldes alentados por los refuerzos, que comenzaban a correr desde el arsenal hacia el Kulla-Fi-Arangi, desde donde (si se les permitía ocuparlo) pronto se habrían adueñado de dos tercios del complejo. Era necesario desalojarlos y sólo había una forma de hacerlo.
Wally corrió por el sendero hasta el patio de la residencia, subió a la oficina del enviado donde encontró a Cavagnari y William: el enviado, con la cabeza vendada, disparando por una rendija de la persiana, mientras su asistente actuaba como cargador, tomando su rifle vacío y entregándole otro cargado con tanta velocidad como Cavagnari disparaba, y en forma tan metódica como si estuvieran cazando patos.
William se encontraba arrodillado ante una de las ventanas que daban al patio y devolvía los disparos efectuados por un grupo de hombres desde el terrado de una casa, y la habitación misma estaba llena de cartuchos usados y de olor a pólvora.
—Señor —dijo Wally sin aliento—, están tratando de ocupar este lugar del Kulla a la izquierda, y si lo logran, estamos vencidos. Creo que lograríamos expulsarlos de allí si les atacamos, pero tendremos que hacerlo con rapidez. Si William…
Pero Cavagnari había arrojado su rifle y ya había cruzado hasta la mitad de la habitación.
—Vamos, William. —Tomó su espada y su revólver y ya bajaba las escaleras gritando a Rosie que acudiera. Rosie estaba atendiendo a un herido—. Vamos, Kelly, deje a ese hombre. Tenemos que echar a esos bastardos. No, un rifle no, su revólver. Y una espada, hombre… una espada.
Wally, adelantándosele, reunió al jemadar Mehtab Singh y a veinticinco hombres, les explicó brevemente la posición, observó cómo los sowars y los cipayos tomaban sus armas y dos hombres corrieron a abrir las puertas en la arcada en el extremo del patio.
—Ahora les mostraremos a esos hijos de perra cómo pelean los Guías —dijo Wally con alegría—. Argi, bhaian Pah Makhe… ¡Guías ki-jai! (Adelante, hermanos. Adelante… ¡Victoria para los Guías!)
Ash los vio avanzar por el sendero y entrar en los barracones, donde el toldo de lona les ocultó de su vista hasta que salieron por la arcada, los cuatro ingleses, Wally a la cabeza, corriendo con los Guías que les seguían… Los cipayos, con sus bayonetas y los sowars con rifles y pistolas.
Entraron con gritos de alegría en el complejo, y la luz del sol brillaba en las hojas de sus espadas; en medio de todo el desorden y el tumulto de gritos y disparos, oyó a Wally que cantaba a voz en cuello: «¡Los corazones nuevamente valientes y las armas valerosas, aleluya! ¡Aleluya…!»
«Un día para cantar himnos —pensó Ash, recordando—. ¡Dios mío, un día para cantar himnos…!»
Dos de los Guías cayeron antes de llegar a las líneas de Caballería, uno de ellos hacia delante; se recobró casi al instante rodando hacia un costado para que no le pisotearan y cojeando penosamente hacia la protección de los establos; otro cayó lentamente de rodillas, luego sobre un costado y quedó inmóvil. El resto se desvió para evitar pasar sobre su cuerpo y siguió corriendo hasta desaparecer a la vista de Ash, quien oyó detenerse bruscamente el tiroteo y se dio cuenta de que tanto el enemigo como los cipayos de los barracones se habían visto obligados a detener el fuego por temor a matar a sus propios hombres.
No vio alcanzar su objetivo al grupo atacante. Pero Nakshband Khan sí, porque el terreno baldío del Kulla-Fi-Arangi se encontraba frente a la casa donde se había refugiado, y el sirdar, espiando desde una ventana alta de esa casa, los vio saltar sobre la pared baja que la rodeaba y subir la ladera, empujando al enemigo delante de ellos:
—Los afganos corrían como ovejas perseguidas por lobos —contó el sirdar, describiendo la escena más tarde.
Pero Ash les vio volver, ahora caminando, porque traían consigo tres heridos, pero se movían con rapidez y confianza como soldados que han actuado bien y han conseguido una victoria, aunque todos ellos debían saber que sólo sería temporal.
El sowar que cayó en primer lugar, logró ponerse de pie y llegar a los barracones con una pierna fracturada, pero el segundo hombre estaba muerto y dos de sus camaradas se detuvieron a recoger su arma y llevar el cadáver a una hondonada cercana antes de seguir a los otros a los barracones donde Wally esperaba bajo la arcada, con el sable ensangrentado en la mano, para asegurarse de que todos entraran antes de que se cerraran las puertas tras ellos y volvieran a la residencia.
El tiroteo, que había cesado durante el ataque en el Kulla-Fi-Arangi, estalló otra vez con mayor virulencia cuando Kelly volvió con los heridos, mientras Cavagnari entraba en el comedor y pedía un vaso de agua. Cuando se lo trajeron, recordó, con guerra o sin ella, los musulmanes que habían peleado con él respetaban el ayuno de Ramadán, y dejó el vaso sin tocarlo, Jenkyns, el civil, no tenía semejantes escrúpulos, bebió ansiosamente, se secó la boca con la mano y preguntó roncamente:
—¿Cuáles fueron nuestras pérdidas, Wally?,
—Un muerto y cuatro heridos… Dos de ellos leves. Paras-Ram tiene una pierna destrozada, pero dice que si el doctor se la entablilla y le ayuda a asomarse a una ventana, puede continuar disparando.
—Ese es el espíritu que hay que tener —aprobó William—. Hemos salido bastante bien del asunto considerando el daño que debemos haber causado. Creo que por lo menos hemos matado a una docena, y herido a más del doble que trataban de salir por la entrada o por encima de la pared. Era como disparar contra un almiar. Creo que esto los mantendrá alejados durante algún tiempo.
—Con suerte, durante quince minutos —observó Wally.
—¿Quince…? Pero, Dios mío, ¿no puede usted enviar a algunos de sus cipayos a contenerlos?
—¿Contra quinientos rifles y mosquetes y ningún lugar donde refugiarse? No hay la menor probabilidad.
—Entonces, Dios mío, ¿qué haremos? No, podemos permitirles entrar allí.
—En cuanto lo intenten, volveremos a salir y a perseguirlos. Y cuando vuelvan, lo haremos nuevamente… Y si es necesario otra vez más. Es nuestra única esperanza, y quizá sirva para cansarlos lo suficiente antes de que nos cansemos nosotros.
Wally le sonrió y se alejó. William comentó con amargura:
—Casi se diría que disfruta con esto. ¿Tal vez no se da cuenta…?
—Se da perfecta cuenta —respondió Cavagnari con tono sombrío—, probablemente mejor que cualquiera de nosotros. Inglaterra perderá a un soldado de primera clase con ese muchacho. Escúchelo ahora… hace chistes con los hombres ahí afuera. Amal-Din me cuenta que los Guías harán cualquier cosa que les pida el sahib Hamilton, porque sabe que nunca les pedirá que hagan nada que no haría él mismo. Es un buen muchacho y un líder innato. Es una lástima… Bien, será mejor que vuelva a mi agujero.
Se levantó con dificultad de la silla donde se había arrojado a su regreso, y se quedó apoyado en el respaldo. William preguntó ansiosamente:
—¿De veras está usted bien, señor? ¿No debería acostarse?
Cavagnari dejó escapar una carcajada.
—¡Querido muchacho! ¿En un momento como este? Si un jawan (joven soldado) con una pierna fracturada está dispuesto a sentarse ante una ventana a disparar contra el enemigo si alguien le coloca allí, sin duda yo, que sólo tengo un rasguño en la cabeza, puedo hacer lo mismo. —Se apartó, y, seguido de William, volvió a subir la escalera para ocupar la posición en la que había sido remplazado por dos soldados de la escolta mientras estuviera ausente.
Otro grupo más numeroso, situado en el terrado del cuartel frente a ellos, había vuelto su atención hacia las casas que se encontraban inmediatamente detrás de la residencia, y Wally, que corrió a ver cómo estaban y a enterarse de la situación, vio desde ese punto de observación que su reciente estimación de quince minutos había sido demasiado generosa. Los rebeldes ya volvían a entrar en el Kulla-Fi-Arangi, y lo único que se podía hacer era efectuar una segunda salida y echarlos nuevamente.
Bajó corriendo la escalera, reunió a un nuevo grupo de Guías, hizo que Rosie dejara de atender la pierna de Paras-Ram, disculpándose al mismo tiempo con el herido y asegurándole que el doctor volvería pronto. Luego cruzó corriendo el patio, y subió la escalera del enviado para ir a buscar a William y a Cavagnari. Pero la expresión en el rostro del hombre más viejo le hizo cambiar de idea.
Wally no había perdido nada de su vieja admiración por su jefe, pero ante todo era un soldado, y no deseaba poner en peligro a sus hombres innecesariamente. Necesitaba a William, pero se negó firmemente a permitir que Cavagnari le acompañara:
—No, lo siento, señor, pero cualquiera puede ver que usted no está en condiciones y yo no puedo arriesgarme —declaró Wally con brutalidad—. Si usted cayera, tendríamos que detenernos a levantarlo, y eso significaría perder las vidas de varios hombres valiosos. Además, no resultaría conveniente que le vieran caer. Vamos, William, no tenemos todo el día por delante…
Ash y Nakshband Khan, junto con varios centenares de hombres del enemigo, presenciaron esta segunda salida, y viendo que sólo tres de los cuatro sahibs tomaban parte en ella, sacaron sus propias conclusiones. El enemigo, convencido de que uno de los sahibs había sido herido, cobró grandes ánimos, mientras que Ash y el sirdar (que había advertido la venda en la cabeza de Cavagnari y se daba cuenta de que le habían herido) estaban desesperados, porque sabían que si él moría su muerte causada un grave efecto en el espíritu de la castigada guarnición.
Una vez más, el tiroteo disminuyó por necesidad, y una vez más quedó desierto el terreno baldío. Pero esta vez al precio de dos vidas y de otros cuatro heridos, dos de ellos graves.
—No podemos seguir así, Wally —jadeó Rosie, secándose el sudor de los ojos mientras daba indicaciones a los camilleros para que llevaran los heridos a las habitaciones que había dispuesto como salas de hospital—. ¿Se da cuenta de que, además de estos, tenemos ya más de doce muertos y Dios sabe cuántos heridos?
—Lo sé. Pero hemos contado diez de ellos por cada uno de nosotros… Si eso le sirve de algún consuelo.
—En absoluto… Cuando sé que esos demonios nos superan numéricamente en una proporción de veinte a uno, y que en cuanto el grupo que salió para sus acantonamientos vuelva aquí, la relación será de cincuenta o de cien a uno… Accha, accha. Abbi arter (ya voy).
El médico se alejó rápidamente y Wally entregó el rifle a su asistente Pir Baksh, y, llevando con él al havildar, fue hacia los barracones a ver cómo andaban las cosas con los cipayos que disparaban desde el refugio de los parapetos, y si podía hacerse algo para mejorar las defensas de esa construcción contra el ataque masivo que seguramente se produciría si el emir no enviaba ayuda. Aún no había respuesta a la carta llevada por el chupprassi Ghulam-Nabi, y ahora Sir Louis escribió otra y la envió con uno de los sirvientes mahometanos, quien se ofreció a ver si podía pasar por el Kulla-Fi-Arangi por el momento, despejado, y desde allí por el Jardín del Rey.
—Avance por el lado sur de los barracones y todo lo que pueda entre allí y los establos —instruyó Sir Louis—. Los jawans distraerán al enemigo con fuego rápido hasta que usted llegue a la pared. Que Dios le acompañe.
William envió a un asistente a que comunicara a Wally lo que se había planeado, y a pedirle que los cubriera. E inmediatamente el mensajero salió, acompañado por una salva de disparos, corrió hacia la parte abierta del complejo entre los barracones y la pared más cercana del Kulla-Fi-Arangi, saltó la pared… y no se le vio más.
En algún lugar entre la baja pared de barro y el palacio, el destino que, según se dice, Alá ata al cuello de sus criaturas, probablemente lo esperaba; quizá tenía amigos o parientes en Kabul o en algún otro lugar de Afganistán y decidió refugiarse con ellos en lugar de cumplir con una misión tan sumamente peligrosa. Lo cierto es que su mensaje nunca llegó al palacio y que él mismo desapareció en forma tan completa como si se lo hubiera tragado la tierra.
En los barracones Wally y el havildar Hassan, ayudados por media docena de cipayos, varios syces y algunos de los sirvientes de la residencia, formaron barricadas en las escaleras de ambos extremos de la arcada hasta las partes del terrado que rodeaban el patio central. De esta manera les quedaba una sola escalera, la que rodeaban en el extremo más alejado cerca de la puerta que daba al camino de la residencia, pero, al menos, en caso de un ataque masivo desde el frente, los hombres que estaban en el terrado no deberían preocuparse si el enemigo entraba desde abajo cuando cediera la frágil puerta exterior de Wally.
Su posición ya era bastante precaria sin eso, y Rosie se había equivocado al imaginar que Wally no se daba cuenta de la cantidad de bajas sufridas por la guarnición. Wally no sólo las conocía, sino que tachaba mentalmente uno por uno y reordenaba la disposición de su pequeña fuerza, dirigiendo cuidadosamente sus recursos y haciendo todo lo que podía por evitar arriesgar la vida de un solo hombre innecesariamente, o permitir que perdiera coraje. Él continuaba muy animoso, porque el jarrón azul y blanco le decía que Ash estaba cerca, y confiaba en que este no permanecería ocioso.
Podía confiar en que Ash se encargaría de informar al emir sobre la desesperada situación de la misión británica, aunque cada ministro y alto funcionario del Gobierno afgano se empeñara en ocultarla. Ash se las arreglaría de alguna manera, y enviaría ayuda. Sólo se trataba de resistir lo suficiente y de no fatigarse demasiado… Se detuvo, escuchando un nuevo sonido: un rugido profundo, que se intensificaba lentamente, y que llegaba desde el límite noroeste del complejo. Pero ahora, indudablemente, se acercaba. Esta vez no era Dam-i-charya, sino Ya-charya, el grito de guerra de la secta suri de los musulmanes, que se aproximaba con velocidad cada vez mayor y con creciente intensidad, cada vez más próximo y más fiero hasta que las sólidas paredes del barracón parecieron sacudirse con el trueno rítmico de aquel grito salvaje de batalla…
—Son las tropas de los acantonamientos —dijo Wally—. Atranquen las puertas y vuelvan todos a la residencia. Digan al jemadar Jiwan Singh que elija a sus hombres y se prepare para otro ataque. Es probable que tengamos que volver a echarlos de ese terreno. —Se volvió y se encaminó a la escalera en el extremo más alejado del patio, subió corriendo y siguió a lo largo del terrado sobre el cuartel de los mahometanos hasta la zona más estrecha del mismo sobre la arcada.
Mirando por encima del parapeto agujereado y de los cipayos arrodillados que disparaban desde abajo, vio que la zona alta junto al arsenal era una masa sólida de humanidad frenética que avanzaba hacia delante, empujada por la presión de algunos millares más que les seguían, hacia las débiles barricadas que separaban el complejo de la misión de los senderos y casas circundantes. Las tropas amotinadas que habían regresado corriendo a sus cuarteles a buscar armas estaban de regreso, y no solas… Habían traído más gente con ellos, otros regimientos herati que estaban acantonados allí y miles de budmarshes de la ciudad. Llegaron a las barricadas, las derribaron, pasaron por las líneas de caballería y ocuparon los establos.
Frente a ellos, a la cabeza, corría una figura enjuta que hacía ondear una bandera verde y gritaba a quienes le seguían que mataran a los infieles sin piedad. Wally no le reconoció, pero, a pesar de la distancia, Ash sí. Era el faquir a quien había visto antes aquel mismo día en el momento del pago: Buzurg-Shah, a quien también había visto en otras ocasiones pidiendo un jehad en las zonas más inflamables de la ciudad.
—¡Destruidlos! ¡Barred a los infieles! ¡Matadlos! ¡Matadlos! —gritaba el faquir Buzurg-Shah—. ¡En nombre del Profeta matad y no perdonad! ¡Por la fe! ¡Por la fe! ¡Maro! ¡Maro! (¡Golpead! ¡Matad!).
—¡Ya-charya! ¡Ya-charya! —gritaban sus partidarios mientras invadían el complejo y comenzaban a disparar contra los cipayos situados detrás del parapeto de los barracones.
Wally vio caer hacia atrás a uno de sus hombres, con un disparo entre los ojos, y a un segundo con una bala en el hombro, y no esperó más. Ya no se trataba de despejar el lugar, sino de expulsar a las turbas del complejo; unos tres minutos más tarde, Ash le vio conducir un tercer ataque, corriendo a través de la arcada de los barracones con William a su lado. Pero esta vez, ni Kelly ni Cavagnari iban con ellos: Cavagnari porque Wally no quiso que le acompañara, y Rosie porque en ese momento estaba demasiado ocupado cuidando a los heridos como para permitirle tomar parte en otro ataque.
La lucha fue más salvaje que las dos anteriores en el terreno baldío, porque, aunque una vez más los tiradores desde los terrados, tanto dentro del complejo como fuera de él, se vieron obligados a detener el fuego por temor a matar a sus propios hombres, las posibilidades de la guarnición eran mucho peores ahora. El enemigo superaba a los Guías en una proporción de cincuenta contra uno, y la diferencia habría sido aún mayor si lo hubiera permitido el espacio, ya que las fuerzas que se les oponían incluían a tres regimientos completos de soldados armados y rebeldes y también de ciudadanos de Kabul muy hostiles o sedientos de sangre. Pero el número mismo resultó un inconveniente para los afganos, porque no sólo se molestaban entre sí, sino que, en la furia y la tensión de la batalla, ninguno de los atacantes podía estar seguro de no herir a alguien de su propio bando, ya que, a excepción de Wally, sus contrincantes no llevaban uniforme.
Los Guías, en cambio, se conocían demasiado bien entre sí como para cometer semejantes errores. Además, los cipayos llevaban rifles con bayonetas fijas, mientras que los dos ingleses y los oficiales indios iban armados con revólveres reglamentarios y también sables; y en la lucha cuerpo a cuerpo que siguió, todos los revólveres dispararon, porque sabiendo que no había posibilidad de recargar, los hombres de la escolta evitaron disparar hasta el último momento. Pero la multitud no siguió su ejemplo, y en la carrera inicial para alcanzar el complejo de la misión todos los afganos descargaron sus armas, muchos de ellos al aire, de manera que ahora sólo podían oponer la espada a los rifles y las balas de revólver de sus adversarios.
Los Guías usaron lo mejor posible este error táctico, y continuaron empleando ferozmente sus bayonetas y rifles de manera que los afganos cedieron terreno ante la furia de su ataque. Incapaces de escapar por la presión de los que tenían detrás, que no veían lo que sucedía y les empujaban a seguir adelante, entorpecidos por los cadáveres y los heridos a los que pisoteaban en medio de la batalla, finalmente se volvieron y comenzaron a atacar a los que tenían atrás; de pronto cundió el pánico como un incendio en la hierba seca y los hombres de la multitud se volvieron unos contra otros en su intento de escapar. La retirada se convirtió en una carnicería, y segundos después el complejo quedó vacío, excepto los muertos y heridos.
Entre ellos, el pequeño grupo de Guías disparó exactamente treinta y siete veces en el curso del breve encuentro. La mayoría de las balas, disparadas con rifles «Lee-Enfield» a una distancia de menos de seis metros, dieron en el pecho de un soldado enemigo y mataron también al que estaba detrás de él. El resto dio cuenta de un hombre por disparo, mientras que doce hombres más fueron muertos con bayoneta y ocho con sable.
La carnicería resultante no era agradable de ver: había montones de hombres muertos en el suelo ensangrentado, y aquí y allá un herido trataba de incorporarse y arrastrarse como un animal herido hacia la sombra, para liberarse del agobiante calor del sol.
Los Guías causaron gran número de bajas y casi igualaron las marcas. Pero pagaron un alto precio por aquella corta victoria que mal podían permitirse con su pequeño número de hombres. De los veinte que tomaron parte en el tercer ataque, sólo volvieron catorce; y de estos, había seis que casi no podían caminar, y prácticamente todos recibieron alguna herida, aunque algunas eran sólo superficiales.
Los cipayos del terrado de la barraca cubrieron su regreso con disparos de rifles, y otros miembros de la escolta les esperaban bajo la arcada para atrancar las puertas tras ellos antes de seguirlos a la residencia. Pero esta vez los vencedores avanzaban con grandes muestras de cansancio y no había euforia en sus rostros, sólo amargura. La amargura de los hombres que saben que los frutos de su victoria no pueden ser conservados, sino que habrá que luchar una y otra vez… Con recursos cada vez menores, o bien abandonarla al enemigo, lo cual significará un desastre.
Habían estado poco tiempo fuera; sin embargo, durante ese breve intervalo cinco de los hombres apostados en los terrados de las dos casas de la residencia resultaron muertos y otros seis heridos, porque los frágiles parapetos les proporcionaban escasa protección de los tiradores apostados en lugares más altos de las casas cercanas, y parecía llover plomo del cielo. Ayudaron a los heridos llevándolos al lugar donde el desesperado Kelly y su único sanitario, Rahmal Baksh, trabajaban como poseídos… En mangas de camisa, salpicados de sangre de pies a cabeza como carniceros, cortaban y cosían, aplicaban torniquetes y administraban anestésicos y sedantes en las habitaciones atestadas donde los heridos permanecían sentados o tendidos o parados contra las paredes, con el rostro cubierto de polvo y consumidos por el cansancio y el dolor, pero sin quejarse.
Los cadáveres fueron utilizados para reforzar los parapetos. Porque los Guías eran realistas. En una crisis como aquella, no había razones para que sus camaradas no continuaran sirviendo al Cuerpo hasta el final; y el final no parecía estar muy lejos, porque ahora había menos de diez hombres en los terrados sin contar los muertos. Y al enemigo no le faltaban hombres ni municiones…
—¿Ya hubo respuesta del emir, señor? —preguntó William, quitándose la chaqueta manchada, mientras entraba renqueando en la oficina donde encontró a su jefe con el rostro gris por el dolor, pero siempre disparando metódicamente a través de la persiana rota.
—No. Tendremos que enviar otro. ¿Estás herido?
—Sólo un golpe en la pierna, señor. Nada importante. —William se sentó y se puso a hacer tiras de su pañuelo y a atarlas unas con otras—. Pero creo que hemos perdido seis hombres, y algunos más están malheridos.
—¿El joven Hamilton está bien? —preguntó rápidamente Sir Louis.
—Sí, apenas tiene unos rasguños. Es un gran luchador ese chico. Peleó como diez y cantaba al mismo tiempo. ¡Cantaba himnos! A los hombres parecía gustarles. No sé si sabían qué era lo que estaba cantando… Quizá pensaban que eran cantos de guerra… Tal vez lo son, pensándolo bien: «El Hijo de Dios va a la guerra…»
—¿Eso era lo que cantaba? —preguntó Cavagnari, apuntando cuidadosamente. Apretó el gatillo y dejó escapar un gruñido de satisfacción—: ¡Le di!
—No —dijo William, mientras se vendaba un corte en la mano izquierda con la venda que acababa de fabricar—. Es algo sobre «atacar por el Dios de la Batalla y dispersar a los enemigos…». —Usó los dientes para hacer el nudo, volvió a ponerse la chaqueta y agregó—: ¿Quiere que escriba otra carta, señor?
—Sí. Que sea corta. Y dile a ese villano que, si nos deja morir, él también morirá, porque el sirkar enviará un ejército para tomar este país… No, es mejor que no le digas eso. Sólo ruégale, en nombre de la hospitalidad y del honor, que venga a ayudarnos antes de que nos asesinen a todos. Dile que la situación es desesperada.
William se sentó para escribir nuevamente al emir, mientras Cavagnari enviaba a un sirviente para preguntar si había alguien que conociera bastante el Bala-Hissar y estuviera dispuesto a correr el riesgo de llevar la carta a palacio… Que no fuera un soldado, porque todos los soldados eran necesarios. El riesgo era grave, porque había una barricada en la pared del fondo, todos los terrados visibles estaban ocupados por tiradores enemigos. Y las vías para aproximarse al complejo tomadas por los rebeldes. Había pocas probabilidades de que alguien pudiera pasar por allí. Sin embargo apenas William terminó de escribir el mensaje el sirviente volvió con uno de los empleados de oficina, un hindú de edad madura y voz tranquila que tenía familiares en Kabul, que sabía orientarse en el Bala-Hissar, y que profesaba la indiferencia de los hindúes hacia la muerte. Él fue quien se prestó como voluntario para llevar el mensaje.
William bajó con él al patio, mientras Wally enviaba un hombre a los barracones y dos más a los terrados de la residencia, a comunicar a los jawans que estaban allí que dejaran de disparar mientras el mensajero hacía su intento.
Ayudaron al hindú a pasar sobre la barricada que rodeaba el extremo sur del sendero entre la residencia y los barracones, luego dobló a la derecha, siguió adelante junto a la pared sin ventanas del cuartel de los musulmanes, donde quedaba temporalmente protegido del enemigo situado en la parte superior de las casas que daban al Norte. Pero, una vez que pasó los barracones tuvo que correr hacia terreno abierto; y ya varios hombres del enemigo habían vuelto a entrar en el complejo para refugiarse en las líneas de Caballería y detrás de las bajas paredes de barro que rodeaban los piquetes. Unos veinte hombres conducidos por el faquir corrieron a interceptarlo antes de que pudiera llegar al Kulla-Fi-Arangi, mientras otros le cortaban la retirada. Y aunque mostró la carta, gritándoles que no iba armado y que llevaba un mensaje a su emir, cayeron sobre él con cuchillos y tulwars y literalmente lo hicieron pedazos ante los ojos de toda la guarnición.
El brutal asesinato no quedó sin venganza porque los cipayos se pusieron de pie de un salto e hicieron varias descargas contra los asesinos y Wally que miraba desde el terrado del cuartel envió al jemadar Jiwand Singh y a veinte Guías a sacarlos del complejo. Fue el cuarto ataque de los Guías esa mañana que vengaron sangrientamente al mensajero muerto.
Wally había visto muchas cosas repugnantes en el último año, y se creía inmune a ellas. Pero el salvaje y bárbaro descuartizamiento del desafortunado hindú le revolvió el estómago y corrió por el terrado con la intención de dirigir él mismo el ataque. Pero al llegar al patio recibió la noticia de que el enemigo en la retaguardia al no poder derribar la pequeña puerta en la pared del fondo del patio de la residencia, había roto partes de la pared y ya estaba entrando por dos lugares.
La amenaza era demasiado grave como para ignorarla, de manera que envió al jemadar a dirigir la defensa y se dedicó a esta nueva amenaza. Ya era bastante grave tener que defenderse de los ataques desde el frente y la derecha y recibir disparos desde los terrados circundantes; pero si el enemigo entraba desde atrás y sus tropas invadían la parte más baja, la guarnición se vería obligada a abandonar la residencia, junto con los heridos, y retirarse a los barracones que eran la única posición que les quedaba. Y, de todas maneras una posición insostenible ya que sería imposible retenerlos una vez perdida la residencia, porque entonces el enemigo podría concentrar el fuego sobre ellos desde una distancia de pocos metros; y una vez acorralados dentro, no podían ver nada ni enterarse de lo que hacían los afganos.
La pared del fondo era muy fácil de romper porque era muy delgada y los hombres que llenaban la estrecha callejuela del otro lado de la pared estaban perfectamente seguros, porque era imposible disparar sobre ellos excepto desde los terrados de las casas de la residencia, lo cual requería detenerse sobre la pared de la casa del enviado o en el borde extremo del cuartel, y apuntar directamente hacia abajo, y como los tres primeros jawans que lo intentaron resultaron muertos de inmediato por tiradores enemigos ocultos detrás de los parapetos de los terrados en el lado opuesto de la calle, no volvieron a intentarlo. Los que rompían la pared abajo ya habían trabajado durante un tiempo cuando se advirtió el peligro, porque el ruido continuo de los disparos, junto con el rugido de una multitud cuya furia contra los infieles y su natural placer en la lucha habían sido inflamados por el largo ayuno del Ramadán, enmascaró los sonidos de los picos, que no fueron oídos por los hombres dentro de la residencia. La existencia de esta nueva amenaza mortal sólo fue percibida cuando un grupo de sirvientes, arrodillados en una habitación de la planta baja de la casa del enviado, vieron aparecer un agujero cerca del suelo. Uno de ellos subió corriendo las escaleras para dar la alarma, e imploró al enviado que abandonara su oficina y fuera a la otra casa.
—Huzoor (Mi Señor), si estos shaitans entran por atrás, estamos atrapados. Y ¿qué será de nosotros? Usted es nuestro padre y nuestra madre, y si lo perdemos, todos estamos perdidos… ¡Todos estamos perdidos! —tartamudeó el hombre aterrorizado, golpeando su cabeza contra el piso.
—¡Be Wakufi! (¡Tonterías!) —saltó furiosamente Cavagnari—. Levántate. Con llorar no salvarás tu vida, pero, si trabajas tal vez sí. Vamos, William… Y ustedes también… Los necesitaremos abajo.
Avanzó hacia la escalera, seguido por William y los dos jawans que estaban disparando por rendijas de las persianas, y el sirviente sollozante detrás de ellos. Pero Wally, observando el rostro gris y los ojos de mirada vaga de su jefe y comprendiendo que esta vez no podía negarle su ayuda, logró persuadirse de que sería mucho mejor estar en el piso alto del cuartel, disparando por un agujero a la multitud que rodeaba al arsenal para desalentarlos de que volvieran a invadir el complejo.
Cavagnari no se opuso. Comenzaba a sufrir los efectos del golpe, y no sospechaba que la verdadera razón del teniente Hamilton para pedirle que ocupara esa posición particular era que el piso superior del cuartel le parecía a Wally un lugar mucho más seguro que el patio y que quería asegurarse de que su jefe herido no sufriera riesgos innecesarios.
Como para probar que su precaución estaba justificada, no bien Sir Louis salió del patio dispararon una bala de fusil. El disparo hirió a dos hombres, creó gran confusión entre los que quedaban, porque parecía proceder desde el interior de la tienda de campaña que contenía municiones; sólo cuando se oyeron un segundo y tercer disparos la guarnición comprendió que el enemigo disparaba a través de la pared que había detrás de la tienda vacía, a ciegas, desde la calle detrás de la residencia. El patio quedó vacío como por arte de magia, y William envió a Naik-Mehr-Dil y a los cipayos Hassan Gul y Udin Singh a bloquear la abertura, a la que no se pudo llegar hasta echar abajo la tienda.
Los tres jawans lograron desmantelarla y llenar la abertura de la pared con pliegues de la pesada tela, después de lo cual reforzaron esta inadecuada barricada con una gran caja metálica que contenía ropa de invierno de su oficial comandante, y un biombo de madera y cuero del comedor. Pero Naik fue alcanzado por un disparo en el brazo, de manera que, en cuanto terminaron el trabajo, Hassan Gul llevó al herido al cuartel, al sahib médico, porque el brazo de Mehr-Dil había quedado inmovilizado y sangraba por debajo del torniquete improvisado.
Encontraron las habitaciones de la planta baja llenas de muertos, heridos y moribundos, pero no había señales del sahib médico, y su agotado sanitario Rahman Baksh. dijo que el sahib había sido llamado al piso alto y que sería mejor que Hassan Gul llevara allá a Naik… Ya no había lugar allí para más heridos.
Los dos jawans subieron la escalera en busca del médico, y, al mirar por la puerta abierta, lo vieron inclinado sobre Sir Louis, que estaba tendido en una cama con las rodillas levantadas y una mano debajo de la cabeza. El espectáculo no los desesperó, porque todos sabían que el burra-sahib había sido herido en la cabeza al comienzo de la batalla; y suponían que sufría los efectos de la herida; no se atrevieron a llamar al médico que atendía a un paciente tan importante, por lo que se volvieron y bajaron a esperar a que volviese.
Había recibido otra herida: esta vez en el estómago y de una bala que pasó a través de la persiana de madera de la habitación donde se encontraba, una bala de uno de los rifles fabricados en Inglaterra que un virrey anterior, Lord Mayo, había regalado al padre de Yakoub Khan, Shere Ali, como obsequio de buena voluntad del Gobierno británico…
Sir Louis logró llegar a la cama, y el sowar que disparaba por una abertura a un lado de la ventana corrió a buscar al cirujano Kelly. Pero Rosie no podía hacer otra cosa que ofrecerle agua, porque tenía mucha sed y un calmante para mitigar el dolor. Y esperar que el fin llegara pronto. Ni siquiera podía quedarse con él, porque había otros muchos que necesitaban su ayuda, algunos de los cuales podían recuperarse lo suficiente para seguir luchando. Tampoco tenía sentido difundir la noticia de que el sahib Cavagnari estaba herido de muerte, porque esa noticia sólo contribuiría a desalentar a toda la guarnición, y la situación ya era suficientemente grave; la turba, en la calle y en los tejados comenzaba a llamar a sus hermanos musulmanes para que se unieran a ellos exhortándoles a matar a los cuatro sahibs y a llevarse el tesoro de la residencia…
—¡Matad a los infieles y uníos a nosotros! —gritaban las voces estentóreas de los hombres que estaban del otro lado de la pared—. No tenemos nada contra vosotros. Sois nuestros hermanos y no os deseamos mal. Dejad a los angrezis por nuestra cuenta y quedaréis libres. ¡Venid con nosotros, venid con nosotros!
«Menos mal que está el joven Wally —pensó Rosie, escuchando las continuas exhortaciones—. Si no fuera por él, algunos de los nuestros sentirían la tentación de hacerlo y salvar el pellejo».
Pero Wally parecía saber cómo contrarrestar aquellas provocaciones a la deserción y mantener el espíritu de la guarnición, no sólo el de sus propios jawans, sino el de los incontables no combatientes que se habían refugiado en la residencia, sirvientes y empleados. También parecía dominar el arte de estar en media docena de lugares a la vez: ahora en el terrado, un momento después en una de las dos casas, luego en los barracones del patio, después en las habitaciones donde se encontraban los heridos y los moribundos… elogiando, alentando, consolando; animando a los caídos, haciendo chistes, cantando mientras subía de dos en dos las escaleras para estimular al grupo de Guías que continuaban en el terrado, o a los barracones para hablar a los que estaban arrodillados disparando contra los insurgentes, detrás del precario refugio de los parapetos.
Rosie se inclinó a mirar al enviado moribundo en su lecho, y pensó: «Cuando expire, toda la responsabilidad de la defensa de esta ratonera caerá sobre los hombros del joven Wally… ya la tiene. Bien, no podría estar en mejores manos». Se volvió y salió, cerrando la puerta tras él, y llamó a uno de los criados para que se sentara frente a ella y no permitiera a nadie entrar en la habitación, porque al burra-sahib le dolía la cabeza y necesitaba descansar.
La habitación era interior y relativamente fresca, pero al salir Rosie sintió el calor y el hedor de afuera, porque ahora el sol estaba en lo alto y había poca sombra en el patio cerrado… y nada en los terrados donde se encontraban los Guías. La frescura de las primeras horas de la mañana se había desvanecido hacía rato, y ahora el aire caliente olía a azufre y polvo y de las habitaciones de la planta baja de ambas casas surgía el nauseabundo olor a sangre y a yodoformo… Y otros olores peores, que Rosie sabía se intensificarían a medida que avanzara el día.
«Pronto nos quedaremos sin medicamentos —pensó— y sin vendas. Y sin hombres…». Miró por encima del hombro a la puerta cerrada tras él y levantó la mano en un gesto semiinconsciente de saludo. Luego se volvió y bajó de nuevo las escaleras hacia el calor asfixiante y el hedor de las habitaciones de abajo, donde una nube de moscas se agregaba a los tormentos de los heridos que no se quejaban.
Muchos de los rebeldes habían entrado nuevamente en el complejo y se refugiaban en los establos y detrás de las numerosas paredes de barro en las que ahora practicaban aberturas para poder hacer fuego a los barracones y a la residencia, pero Wally ya no tenía suficientes hombres como para intentar otro ataque contra ellos. Entre el enemigo dentro del complejo y el número cada vez mayor en los terrados circundantes, sus precarias defensas quedaban sometidas a una lluvia de fuego; era extraordinario que alguien sobreviviera todavía en la guarnición. Sin embargo, sobrevivían, aunque en número cada vez más reducido. El hecho de que el enemigo hubiera sufrido aún más graves pérdidas no era un consuelo, sabiendo que ellos tenían reservas inagotables y que aunque los Guías les obligaran a retroceder muchas veces y mataran a muchos de ellos, serían remplazados por centenares. Pero nadie sustituiría a los muertos y heridos de la residencia: Y continuaban sin recibir noticias del palacio, y ninguna señal de ayuda…
Wally había adoptado medidas para contrarrestar la acción de los que practicaban aberturas en el lado más alejado de la pared del patio, cuando un sowar sin aliento bajó corriendo las tres escaleras desde el terrado del cuartel para comunicarle que la multitud de la calle había traído escaleras y las colocaban atravesadas desde las casas, más distantes, para formar puentes por los que trepaban como monos. Algunos ya habían llegado al terrado… ¿Qué harían los que lo defendían? No podrían resistir contra el número de hombres que cruzaban.
—Dile que se retiren por la escalera —indicó Wally de inmediato—. Pero lentamente, para que los afganos los sigan.
El hombre se alejó corriendo, y Wally envió un mensaje similar a los Guías que estaban en el terrado de la casa del enviado, y llamó al jemadar Mehtab Singh para que le siguiera con todos los jawans que quedaban.
Los Guías habían logrado soltar la primera de las dos escaleras que cayó sobre las cabezas de la multitud de abajo. Pero había otras… por lo menos media docena, y aunque los primeros afganos que llegaron al terrado cayeron bajo los disparos de los defensores, fue imposible repetirlo con los que venían detrás, y los supervivientes del pequeño grupo de los Guías se retiraron a la escalera y la fueron bajando peldaño a peldaño.
Wally los recibió en el descansillo superior, con refuerzos, y aunque tenía un revólver, no disparó, sino que les hizo señas de que siguieran bajando, dando claras instrucciones que apenas eran audibles a causa de los gritos de los afganos, quienes, al verlos en retirada, se lanzaron contra ellos por la escalera con sus tulwars, empujándose unos a otros con las prisas. Los Guías seguían retrocediendo, en aparente desorden, mirando por encima del hombro…
—¡Ahora! —gritó Wally, trepando a una silla de mimbre que había en la puerta de su dormitorio—. ¡Maro! —y mientras los Guías se volvían en el estrecho corredor y caían sobre los primeros afganos, disparó por encima de sus cabezas a los que se arracimaban detrás de ellos y no podían volverse por la presión de los que venían detrás.
Era imposible fallar a esa distancia, y Wally era muy buen tirador. En pocos segundos media docena de afganos cayeron por la escalera con una bala en la cabeza, y como muchos otros caían sobre los cadáveres eran abatidos por los sables y las bayonetas de los Guías.
Ambrose Kelly había oído el ruido de la lucha y comprendiendo que el enemigo debía haber entrado en el cuartel, abandonó su escalpelo para tomar un revólver y correr arriba… Pero fue rechazado por una masa de hombres que luchaban entre sí o usaban sus carabinas y rifles como garrotes, ya que no había tiempo para recargados ni para que nadie, en la posición de Rosie, usara un revólver. Pero Wally, que estaba situado a un nivel superior a los demás, lo vio, y, al comprender que no se atrevía a disparar, saltó de la silla y le arrebató el arma. Rápidamente, subió de nuevo a la silla y comenzó a usar el revólver con excelentes resultados.
Los disparos, las caídas en la escalera y el ruido y la confusión de la lucha hicieron comprender a los invasores que sus líderes habían sido derrotados. Se detuvieron en lo alto de la escalera y algunos de ellos perdieron la cabeza y dispararon salvajemente contra los que estaban abajo, mientras otros retrocedían y no hacían más intentos de invadir la residencia, desde arriba. Pero de sus camaradas que se precipitaron con tanta audacia por la estrecha escalera, no volvió ninguno.
—Vamos, Rosie —gritó Wally sin aliento, arrojando el revólver vacío y recargando rápidamente el suyo—, ya se acercan. Esta es nuestra oportunidad de expulsarlos del terrado.
Se volvió a Hassan Gul, quien se apoyaba en la pared del descansillo jadeando por el esfuerzo realizado, y le dijo que reuniera a los otros y subieran a despejar el terrado. Pero el cipayo sacudió la cabeza y respondió con voz ronca:
—No podemos, sahib. Somos muy pocos… El jemadar Mehtab Sing está muerto y el havildar Karak Sing también… Los mataron en la lucha en la escalera… Y de los que estaban en el terrado, sólo quedan dos. No sé cuántos puede haber en la otra casa, pero aquí no somos más que siete…
Siete. Sólo siete para defender los tres pisos de aquella gran ratonera de barro y yeso agujereada por las balas y llena de heridos.
—Entonces debemos bloquear la escalera —dijo Wally.
—¿Con qué? —preguntó cansadamente Rosie—. Ya hemos usado casi todo lo que encontramos para hacer barricadas. Hasta las puertas.
—Tenemos esta… —Wally se volvió hacia ella, pero el médico le tomó del brazo y le dijo con dureza:
—¡No! Déjela, Wally. Déjela en paz.
—¿A quién? ¿Quién está allí? Ah, el jefe. No le importará. Sólo tiene… —Se detuvo bruscamente mirando a Rosie, horrorizado de repente—. ¿Entonces es grave? Pero… Era sólo una herida superficial. No es posible…
—Recibió una bala en el estómago hace poco tiempo. Lo único que pude hacer fue darle todo el opio que tenía y dejado morir en paz.
—Paz —dijo Wally salvajemente—. ¿Cómo puede morir en paz, si…?
Se interrumpió y cambió la expresión de su rostro. Luego, liberando su brazo, giró el picaporte y entró en la habitación oscurecida donde sólo entraba luz por las rendijas de las persianas y los agujeros en las paredes de yeso que aún mostraban los nombres de los rusos que habían estado allí…, huéspedes más afortunados de otro emir de Afganistán.
La puerta cerrada mantenía fresca la habitación, pero no había logrado contener a las moscas ni apagar los ruidos de la batalla. Y aquí también imperaba un olor asfixiante a sangre y a pólvora.
El hombre que estaba en la cama seguía en la misma posición y, aunque pareciera increíble, aún estaba vivo. No movió la cabeza, pero Rosie, que entró detrás de Wally en la habitación y cerró la puerta tras él, le vio girar lentamente los ojos y pensó; «No nos reconocerá. Está semiinconsciente, y demasiado drogado».
La mirada del moribundo era inexpresiva y parecía que el movimiento de sus ojos era un simple acto reflejo. Luego volvió a ellos un destello de inteligencia mediante un gigantesco esfuerzo de voluntad, y Louis Cavagnari forzó a su mente consciente a volver de las sombras que se cerraban sobre ella, y, con las últimas fuerzas que le quedaban, habló con voz ronca:
—Hola, Walter. ¿Estamos…? —le faltó el aliento, pero Wally respondió la pregunta inconclusa.
—Bien, señor. Vine a decirle que el emir ha enviado dos regimientos de kazilbashi para ayudarnos, y que la multitud se aleja ya. Creo que pronto no quedará ninguno en el lugar, de manera que no debe usted preocuparse. Ahora puede descansar, porque los hemos vencido.
—Buen muchacho —dijo Sir Louis con voz clara y fuerte.
Volvieron los colores a su rostro pálido y demacrado y trató de sonreír, pero tuvo un agudo espasmo de dolor que convirtió la sonrisa en una mueca. Una vez más, quedó sin aliento, y Wally se inclinó a escuchar las palabras que trataba de decir:
—El… emir —murmuró Sir Louis— no es mal tipo después de todo, ahora todo… irá bien. Dile a William… que le agradezco y… telegrafía al virrey… Dile… a mi esposa… —La figura encogida se agitó convulsivamente y quedó inmóvil.
Unos momentos después, Wally lo enderezó y percibió el zumbido enloquecedor de las moscas y el rugido de la multitud y el ruido de los disparos.
—Era un gran hombre —musitó Wally—. Un hombre extraordinario. Por eso… no quería que muriera pensando que…
—No —respondió Rosie—. Tranquilícese, Wally, el Señor le perdonará la mentira.
—Sí. Pero ahora él ya debe saber que fue una mentira.
—En el lugar donde está ahora eso no importará.
—No, es cierto. Deseo…
Una bala de mosquete entró por una de las persianas e hizo caer una lluvia de astillas en el suelo; Wally se volvió y salió rápidamente de la habitación sin ver adónde iba porque tenía los ojos llenos de lágrimas.
Rosie se detuvo un momento a cubrir el rostro tranquilo del enviado, y observó que Wally ya estaba tratando de bloquear el camino al terrado con el único material que disponía: los cadáveres y las armas rotas… tulwars, mosquetes y jezails de los afganos que habían matado en las escaleras.
—Que por lo menos sirvan para algo —dijo Wally con dureza mientras ayudaba a apilar los cadáveres, sosteniéndolos con los mosquetes de largo cañón y construyendo un eficaz caballo de frisa con las hojas de los tulwars y los cuchillos afganos a los que antes quitaba las empuñaduras—. No creo que esto resista mucho, pero es lo mejor que podemos hacer, no tenemos otra cosa. Debo ver a William y averiguar cuántos de los nuestros están en la otra casa. Ahora suno (escucha), Khairulla —se volvió hacia uno de los sowars— Tú y otros quedaos aquí y evitad que el enemigo retire estos cadáveres. Pero no gastéis más municiones que las necesarias. Con un disparo o dos habrá suficiente.
Los dejó y bajó la escalera para atravesar el patio abierto y dar la noticia a William de que Sir Louis había muerto.
—Siempre tuvo suerte —observó William en voz baja.
El rostro del secretario, como el de Wally, y el de todos, era una máscara de sangre y polvo con estrías de pólvora negra. Pero sus ojos estaban tan tranquilos como su voz, y aunque había estado disparando o luchando sin descanso durante horas, mostraba el aspecto de lo que era: un civil y un hombre de paz. Preguntó:
—¿Cuánto más crees que podremos resistir, Wally? Siguen haciendo túneles, como topos. En cuanto bloqueamos uno, abren otro. Hasta ahora no nos han creado demasiadas dificultades, porque sabemos lo que hacen: en cuanto vemos caer un poco de yeso nos apartamos y luego disparamos por allí en cuanto el agujero es suficientemente amplio. Pero se necesitarían muchos hombres para vigilar toda la longitud de la pared del patio y además el interior de ambas casas. Y no hay muchos más en el patio, supongo.
—Catorce —confirmó brevemente Wally—. Acabo de contarlos. Abdula, mi corneta, dice que cree que aún quedan entre quince y veinte en los barracones, más siete en el cuartel…
—¡Siete! —exclamó William—. Pero yo creía… ¿Qué ha ocurrido?
—Escaleras de mano. ¿No las viste? Esos perros consiguieron las escaleras y lograron subir al terrado y barrer de allí a los nuestros. Entraron en la casa y nos dieron un mal rato, pero nos los sacamos de encima. Por ahora, en todo caso.
—No lo sabía —respondió William—. Pero si están en el terrado eso significa que estamos rodeados.
—Así creo. Lo que nos queda por hacer ahora es inmovilizar al grupo que está en el cuartel, colocando a un par de muchachos con rifles en las ventanas de la oficina del jefe para que disparen en el momento que alguien asome la nariz. Puede que hayan logrado entrar, pero no les servirá de nada si tienen que arrastrarse sobre el estómago hasta los rincones más alejados. Será mejor que te quedes aquí y te encargues de los que intentan horadar la pared, mientras yo… —Se interrumpió, y olió el aire viciado, y dijo con intranquilidad—: ¿Huele a humo?
—Sí. Viene de la calle de atrás. Entró un poco por los agujeros que han estado haciendo esas ratas. Supongo que debe de haber un incendio en una de esas casas. No es sorprendente, si piensas en la cantidad de armas arcaicas que se disparan en todas direcciones.
—Mientras quede del otro lado de la pared —dijo Wally, y estaba a punto de salir cuando William le detuvo.
—Mira, Wally, creo que debemos tratar de enviar un nuevo mensaje al emir. No es posible que haya recibido los anteriores. No puedo creer que, si conoce la gravedad de lo que sucede aquí, no haga nada por ayudarnos. Debemos encontrar a alguien que lleve esta carta.
Encontraron un voluntario y en esta ocasión el mensajero logró pasar, fingiendo pertenecer al enemigo. Vestido con ropas manchadas de sangre, con una artística venda en la cabeza, realmente logró entregar la carta de Williams. Pero la confusión que encontró en el palacio era mucho peor que cuando Ghulam Nabi (que aún esperaba ansiosamente en una antecámara) llevó la segunda carta de Sir Louis, horas antes. A este último mensajero también se le dijo que esperara una respuesta, pero nunca la recibió, porque ahora el emir estaba convencido de que cuando las turbas de la ciudad hubieran terminado con la misión británica se volverían contra él por haber permitido a los infieles venir a Kabul, y que él y su familia pagarían con su vida por esto.
—Me matarán —gemía el emir a los mullahs, quienes finalmente habían logrado otra audiencia—. Nos matarán a todos.
Una vez más, el cabecilla de los mullahs le rogó que salvara a sus huéspedes y que ordenara a su artillería que disparara sobre las turbas. Y, una vez más, el emir se negó, insistiendo histéricamente en que si lo hiciera la multitud inmediatamente atacaría el palacio y le asesinaría.
Pasado bastante rato, avergonzado por los reproches, llamó a su hijo de ocho años, Yahya Khan, le hizo montar a caballo, y lo mandó, acompañado por su cuñado Sirdars, su tutor (este último con un ejemplar del Corán levantado sobre su cabeza para que todos le vieran) a implorar a la multitud enloquecida, en nombre de Alá y su Profeta, que guardaran sus espadas y volvieran a sus casas.
Pero los rebeldes, que habían gritado tan fervientemente por la sangre de los infieles, no abandonarían su salvaje deporte ante el mero espectáculo del Libro Sagrado, o el rostro asustado del niño, aunque fuera heredero del trono. Obligaron al tutor a bajar del caballo, le arrancaron el Corán de las manos, le arrojaron al suelo y lo pisotearon, mientras gritaban insultos y amenazas a los desdichados embajadores, empujándoles y golpeándoles hasta que dieron media vuelta y huyeron a palacio, temiendo por sus vidas.
Pero aún quedaba un afgano que no temía a los rebeldes.
El indomable comandante en jefe, Daud-Shah, a pesar de que estaba herido, se levantó de la cama. Llamó a algunos de sus soldados fieles y salió a enfrentarse con la escoria de la ciudad con tanto valor como lo había hecho a los sublevados del Regimiento de Ardal en la mañana del mismo día. Pero a la multitud le importaba tan poco la autoridad del Ejército como el Libro Sagrado de su fe tan fervorosamente proclamada. Su interés se concentraba en matar y saquear; así que se volvieron contra el valiente general como una manada de perros rabiosos que atacan a un gato; y él se defendió con uñas y dientes como un gato salvaje.
Durante unos momentos, el bravo militar y sus soldados lograron contenerlos, pero la diferencia numérica era enorme. Le hicieron caer del caballo, y una vez en el suelo, la multitud le rodeó y lo cubrió de golpes y pedradas. Sólo la intervención de un piquete de sus soldados, que le había visto salir y ahora salió a rescatarlo, dando sablazos con tanta furia que consiguió hacer retroceder a la multitud, salvó al general y a su pequeña escolta de la muerte. Pero no tuvieron otra opción que retroceder. Sosteniendo a su comandante herido, buscaron refugio en palacio.
—Es todo lo que podemos hacer —dijeron los mullahs que observaban la escena.
Tras estas palabras, aceptando finalmente la inutilidad de toda intervención humana, abandonaron el palacio y volvieron a sus mezquitas a orar.