El sonido agudo y cortante se oyó a pesar del ruido, y produjo silencio con tanta rapidez y eficacia como una bofetada en el rostro de una histérica, y Wally pensó automáticamente: «jezail»… porque un moderno rifle importado no hace el mismo ruido que un jezail de cañón largo de la India.
El silencio no duró más de diez segundos. Luego otra vez aquello se convirtió en un manicomio y la multitud, momentáneamente detenida por el ruido del disparo, comenzó a lanzarse hacia delante, para entrar en el patio de la residencia gritando: «¡Maten a los kafirs! ¡Mátenlos! ¡Mátenlos!». Sin embargo, Wally no quería dar la orden de disparar.
Aunque lo hubiera hecho tal vez no lo habrían oído en medio del clamor frenético. Pero de pronto, en medio del caos, sonó una carabina, y luego otra, y otra… y de pronto los atacantes se volvieron y escaparon, trastabillando y pisoteando los cuerpos de los hombres caídos y la puerta destrozada, y pidiendo a gritos armas de fuego… Los mosquetes y los rifles para acabar con los infieles.
—¡Topak rawakhlah! ¡Pah makhe! ¡Makhe! (Vuelvan a buscar las armas. ¡Vamos! ¡Vamos!) —gritaban los rebeldes mientras salían de la residencia y volvían al complejo, algunos dirigiéndose hacia el arsenal y el resto hacia sus propios acantonamientos fuera de los límites de la ciudad.
Una vez más, la brillante mañana quedó tranquila y calma… y en esa quietud los hombres de la misión británica, ahora solos, respiraron profundamente y contaron a los muertos. Nueve rebeldes y uno de sus propios syces; y el sowar Mal Singh, que aún estaba vivo cuando lo encontraron junto a los establos, pero que murió mientras lo trasladaban a la residencia, y cuyo sable había hecho caer a tres de los enemigos, porque fue a defender al syce sin la menor probabilidad de salir vivo. De los otros seis, cuatro habían recibido heridas y dos murieron luchando cuerpo a cuerpo: tulwar contra sable. Y siete de la escolta resultaron heridos. Los Guías se miraron y comprendieron que esto no era el fin, sino sólo el comienzo, y que el enemigo pronto volvería. Y que esta vez los afganos traerían más armas.
«Quince minutos —pensó Wally—, a lo sumo. Quince minutos a lo sumo». Luego dijo en voz alta:
—Cierren las puertas y saquen las municiones. Bloqueen los extremos del sendero… No, no con balas de paja, que arderán fácilmente. Usen yakdans (troncos), cualquier cosa… Traigan las barreras de los establos. Y tendremos que hacer aberturas en los parapetos…
Trabajaron desesperadamente. Oficiales, sirvientes, syces; soldados y civiles, luchando por salvar sus vidas; arrastrando carretillas y cajas de municiones vacías, barriles de harina, leños, monturas; tiendas de campaña y todo lo que pudiera servir para reforzar la entrada del complejo y formar una barricada en el extremo del sendero. Apilaron bolsas de forraje para formar una frágil pared en el espacio abierto detrás de los establos, abrieron aspilleras en los muros de la residencia y del parapeto que rodeaba el complejo, arrojaron los cadáveres de los enemigos muertos en una pendiente que había en un extremo y colocaron a sus dos muertos en charpoys (catres) en la habitación vacía de Amal Din.
Cavagnari envió un mensaje urgente al emir informándole que sus tropas habían atacado la residencia sin ser provocadas, a la vez que solicitaba la protección que debía a sus huéspedes; mientras esperaban que su mensajero volviera del palacio, se dedicaron a construir un parapeto con tierra, muebles y alfombras, sobre los tejados de las dos casas de la residencia.
Pero el mensajero no volvió.
El hombre llegó a palacio y allí lo hicieron pasar a una habitación y le dijeron que esperara; en cambio, se envió un mensaje por medio de uno de los sirvientes de palacio.
—Bajo la protección de Dios, estoy haciendo preparativos —escribió Su Alteza el emir Yakoub Khan. Pero no envió guardias, ni siquiera un puñado de sus leales kazilbashis.
Había otros que también hacían preparativos.
Ayudado por su sanitario del hospital y por un heterogéneo grupo de sirvientes, khidmatgars (camareros de comedor), cocineros y masalchis (pinches de cocina), Ambrose Kelly preparaba habitaciones en el piso alto del cuartel para acomodar heridos e improvisar una sala de operaciones, mientras William Jenkins y media docena de cipayos se movían de aquí para allá vaciando un depósito de municiones… que, junto con los de un segundo depósito que contenía equipaje, habían sido arrojados fuera para mayor seguridad en el patio de la residencia. Los dividieron entre los barracones y una habitación de la planta baja de la casa del enviado donde sería menos vulnerable disparar con rifle desde los tejados y las ventanas de las muchas casas que daban a la residencia y el complejo de la misión. Desde la más cercana, aunque ellos no lo sabían, otro oficial de los Guías les observaba en esos mismos momentos.
Ash había advertido que era inútil intentar entrar en el complejo detrás de varios centenares de soldados indisciplinados, cuando era demasiado tarde para advertir o aconsejar. Y al ver que los invasores no eran recibidos con disparos, se dio cuenta de que no hacían falta consejos ni advertencias. Wally seguramente ya habría instruido a los Guías que no dispararan y no había peligro de que perdiera la cabeza y precipitara una lucha reaccionando con demasiada energía. Era evidente que el muchacho tenía dominio sobre sus hombres, y, con un poco de suerte, la situación no se desmandaría antes de que Cavagnari pudiera hablar con la soldadesca afgana.
Una vez que el enviado hablara ellos, sus temores disminuirían. Sólo debía prometerles que él se ocuparía de que se respetaran sus derechos y recibieran el sueldo que se les debía… Y no del emir, del Gobierno británico, y como las tribus respetaban su nombre, lo creerían. Aceptarían la palabra del sahib Cavagnari.
Ash volvió a su oficina en la casa del Munshi. Mirando desde su ventana, presenció el saqueo de los establos, el robo de los caballos de los piquetes de Caballería y la carrera posterior hacia la residencia. También vio la figura alta con el casco blanco en el techo de la casa del enviado que caminó con calma hasta el borde para apaciguar a la multitud vociferante, y pensó, como William, «Oh Dios, es una maravilla».
Nunca había tenido mucha simpatía a Louis Cavagnari, y había llegado a descubrir su política. Pero al verlo ahora se llenó de admiración por la tranquilidad y el valor de un hombre que salía al exterior, desarmado y solo, excepto la compañía de su asistente afgano, y observaba con calma la turba amenazadora que arrojaba piedras, sin mostrar la menor señal de alarma.
«No sé si yo habría podido hacerlo —pensó Ash—. Wally tiene razón: es un gran hombre y los sacará del apuro. Saldrán de esto… todo irá bien. Todo irá bien». La acústica de esa parte del Bala Hissar era muy especial (un hecho que no sólo percibían los habitantes del complejo de la residencia, aunque Ash a menudo había advertido a Wally al respecto), y la razón era que la situación del complejo lo convertía en un teatro natural, a la manera de la Antigua Grecia donde los escalones de piedra ascendían en un semicírculo desde el escenario para formar una caja de resonancia que permitía oír aún a los que estaban en las partes más alejadas de los actores.
Aquí, en lugar de asientos había paredes sólidas de las casas construidas en terreno en pendiente, y, por tanto, producían un efecto muy similar. Y aunque sería una exageración decir que cada palabra que se pronunciaba en el complejo era escuchada por los ocupantes de esas casas, las órdenes a gritos, las voces altas, las risas y algunos trozos de conversación eran claramente audibles para cualquiera que estuviera en uno de los edificios cercanos y se detuviera junto a una ventana, como hacía Ash y escuchara. En particular, cuando la brisa soplaba del Sur, como aquel día.
Ash captó cada una de las palabras del portavoz de los rebeldes, y cada sílaba de la respuesta de Sir Louis. Y durante un minuto entero no pudo creer que había oído bien. Tenía que haber algún error… Seguramente había oído mal. No era posible que Cavagnari…
Pero no podía haber error en el aullido de furia que surgió de la multitud cuando el enviado dejó de hablar. Ni en los gritos «¡Maten a los kafirs!», «¡Mátenlos, mátenlos!», que siguieron. Sus oídos no lo engañaban. Cavagnari se había vuelto loco y ahora ya no se podía saber qué haría la multitud.
Vio cómo el enviado se volvía y abandonaba el tejado, pero su visión del patio de la residencia estaba limitada por la pared oeste del cuartel de tres pisos, donde Wally, Jenkins y Kelly tenían sus habitaciones, y sólo veía la mitad más distante de la casa del enviado, y las cabezas con turbantes de los miembros de la escolta que esperaban allí; a esa distancia no se les distinguía de los sirvientes, ya que aún no se habían puesto los uniformes al producirse la invasión del complejo. Pero Ash localizó rápidamente a Wally, porque llevaba la cabeza descubierta.
Lo vio moverse entre los Guías y advirtió que les pedía que conservaran la calma y que no dispararan de ninguna manera. Luego, de pronto, los gritos frenéticos de los cipayos situados en el terrado de los barracones atrajeron su atención…
Los cipayos gritaban y señalaban algo, y mirando en la dirección de los brazos extendidos Ash vio a un solo hombre… presumiblemente un sowar, porque llevaba un sable de caballería, parado junto al cuerpo abatido de un syce y rodeado de un grupo de afganos que le atacaban por todas partes con cuchillos y tulwars, y que saltaban hacia atrás cuando él los atacaba con su sable, luchando como un leopardo acorralado. Ya había abatido a dos de sus asaltantes, y herido a otros, pero él sufrió un terrible castigo: tenía las ropas desgarradas en muchos lugares y manchadas con su propia sangre, y en poco tiempo los atacantes se acercarían a él. El final llegó cuando tres hombres le acometieron a la vez, y mientras él se defendía, un cuarto saltó sobre él desde atrás y le clavó el cuchillo por la espalda. Mientras caía, el grupo se cerró a su alrededor, y surgió un grito de furia de los cipayos que miraban desde el techo del barracón.
Ash vio cómo uno de ellos se apartaba del parapeto y corría a lo largo del tejado del cuartel de los musulmanes para gritar las noticias a la residencia y oyó rugir a la multitud que se lanzó al ataque contra la puerta del patio de la residencia, arrojándose una y otra vez contra ella.
No vio quién había hecho el primer disparo, aunque también él se dio cuenta de que procedía de un mosquete anticuado y no de un rifle, y supuso que uno de los hombres del arsenal llevaba un jezail, además de un tulwar, y lo descargó para desanimar a cualquiera de los compañeros del syce herido que acudiera en su ayuda. Pero el momentáneo silencio que siguió al disparo intensificó la fuerza del aullido, y los gritos asesinos de «¡Mátenlos, mátenlos!» le dijeron que ya se había perdido la última oportunidad de persuadir a la multitud por medios pacíficos.
Había sonado la hora de la violencia, y si los rebeldes lograban entrar en la residencia, la saquearían como había hecho con los establos: solo que esta vez no lo harían a empujones y golpes. Ese momento había pasado. Las espadas y los cuchillos estaban en alto, y ahora los afganos matarían.
Afuera, el ruido era tan intenso que fue increíble que Ash oyera abrirse la puerta de su pequeña oficina. Pero estaba demasiado acostumbrado a esperar el peligro como para no tener en cuenta los sonidos pequeños, y giró sobre sí mismo… para encontrarse nada menos que con el mayor risaldar Nakshband Khan, parado en la puerta.
Por lo que Ash sabía, el sirdar nunca había visitado la casa del Munshi, pero no fue lo inesperado de su llegada lo que desconcertó a Ash, sino que sus ropas estaban desgarradas y cubiertas de polvo, andaba descalzo y respiraba pesadamente, como si hubiera corrido mucho.
—¿Qué sucede? —preguntó Ash—. ¿Qué hace usted aquí?
El sirdar entró y cerró la puerta tras él, se apoyó en ella, y dijo entrecortadamente:
—Me enteré que el Regimiento de Ardal se rebeló y atacó al general Daud Shah, y que sitiaron el palacio con la esperanza de obtener dinero del emir. Pero como sé que el emir no tiene nada que darles, corrí de inmediato a advertir al sahib Cavagnari y al sahib joven que está al mando de los Guías que procuraran que los ardalis no entraran en el complejo. Pero llegué demasiado tarde, y cuando seguí a esos perros y traté de razonar con ellos, se lanzaron contra mí y me llamaron traidor, espía y partidario de los feringhis. Me costó mucho escapar, pero lo logré y vine a advertirle que no salga de esta habitación hasta que termine el gurrh-burrh, ya que aquí hay demasiados que sabrán que es usted huésped en mi casa… y la mitad de Kabul sabe que yo soy licenciado de los Guías que ahora son atacados por esa razón, no me atrevo a volver a mi casa mientras dure el desorden. Me harían pedazos en la calle, de manera que pienso refugiarme en la casa de un amigo que vive aquí, en Bala-Hissar, muy cerca, y volver más tarde cuando no haya peligro… Tal vez no antes de que oscurezca. Usted quédese aquí entonces, y no se aventure a salir hasta que… ¡Alá! ¿Qué es eso?
Era el estampido de una carabina, y el hombre corrió a reunirse con Ash junto a la ventana.
Permanecieron los dos juntos, contemplando el patio de la residencia donde los Guías, obligados a retroceder por una simple cuestión de número, cedían terreno ante los tulwars y los cuchillos de la turba vociferante, enfrentándose a ellos con sus sables. Pero era evidente que el disparo había causado efecto en varios sentidos.
Aparte del hecho de que disparado en medio de tanta gente casi con seguridad había matado o herido a varios de los invasores, el impacto del sonido en ese espacio cerrado les recordó de inmediato que los tulwars eran inútiles contra las balas y los tres disparos que siguieron terminaron de convencerlos. El patio quedó vacío como por arte de magia; y Ash y el sirdar, que vieron escapar a los rebeldes, sabían que no se trataba de una retirada, sino que los hombres corrían a buscar mosquetes y rifles… y que no tardarían en volver.
—Que Alá se apiade de ellos —suspiró el sirdar—. Esto es el fin… —y agregó de inmediato—: ¿Adónde va?
—Al palacio —respondió brevemente Ash—. Hay que decirle al emir…
El sirdar lo tomó por un brazo y lo obligó a volver.
—Es verdad. Pero no es usted quien irá. Ahora no. Le sucedería lo mismo que a mí… Le matarían. Además, el sahib Cavagnari enviará un mensaje de inmediato, si es que no lo ha hecho ya. Usted no puede hacer nada.
—Puedo bajar y luchar con ellos. Obedecerán mis órdenes porque me conocen. Son mis propios hombres… Es mi propio Cuerpo y si el emir no envía ayuda estarán perdidos. Morirán como ratas en una trampa…
—¡Y usted con ellos! —exclamó Nakshband Khan, luchando con Ash.
—Será mejor que quedarme aquí y verlos morir. Déjeme, sahib sirdar. Déjeme ir.
—¿Y su esposa? —preguntó furiosamente el sirdar—. ¿No ha pensado en ella? ¿De lo que le sucederá si usted muere?
«Juli…», pensó Ash con horror; y se quedó quieto.
En realidad, se había olvidado de ella. Era increíble, pero en medio del desorden y el pánico de la última media hora, no había pensado una sola vez en ella. Sólo había pensado en Wally y en los Guías y en el terrible peligro que les amenazaba, y no tuvo tiempo de pensar en nadie más. Ni siquiera en Anjuli…
—No tiene familia aquí y este no es su país —dijo severamente el sirdar, aliviado al haber encontrado un argumento que parecía influir en Ash—. Pero si usted muere, y su esposa, viuda, desea volver con su propia gente, le resultará difícil hacerlo; y aún más difícil permanecer entre extraños. ¿Ha previsto el porvenir que le aguarda a ella? ¿Ha pensado…?
Ash apartó la mano del hombre de su brazo y, alejándose de la puerta, respondió con dureza:
—No, he pensado demasiado y durante excesivo tiempo en mis amigos del Regimiento, y no mucho en ella. Pero soy un soldado, sahib sirdar. Y ella es la esposa de un soldado… Y nieta de otro. No le gustaría que antepusiera mis deberes con el Regimiento a mi amor con ella. De eso estoy seguro, porque su padre era un rajput. Si… si no vuelvo, dígale que he dicho esto… que usted y Gul Baz y los Guías se encargarán de ella y de que no sufra daño alguno.
—Lo haré —respondió el sirdar… y mientras hablaba se encaminó hacia la puerta, y antes de que Ash tuviera tiempo de volverse la abrió, salió y dio un portazo detrás de él. La pesada llave de hierro estaba del lado de afuera, y Ash la oyó girar en la cerradura mientras saltaba hacia ella.
Estaba atrapado y lo sabía. La puerta era demasiado resistente como para echarla abajo y la reja de la ventana era de hierro: imposible doblarla. Sin embargo, se aferró frenéticamente a la madera y gritó a Nakshband Khan que le dejara salir. Pero la única respuesta fue un ruido metálico mientras el sirdar quitaba la llave de la cerradura y oyó su voz que le hablaba con suavidad:
—Es mejor así, sahib. Yo iré ahora a casa de Mohammed Wai, donde estaré seguro. Es muy cerca de aquí, de manera que llegaré allí mucho antes de que vuelvan esos shaitans (demonios); cuando todo esté tranquilo, volveré y lo dejaré salir.
—¿Y los Guías? —preguntó furiosamente Ash—. ¿Cuántos piensa usted que quedarán vivos entonces?
—Eso está en las manos de Dios —replicó el sirdar, con voz casi inaudible—, y no hay frontera ni límite para la piedad de Alá.
Ash dejó de golpear la puerta y comenzó a rogar, pero no obtuvo respuesta, y en seguida comprendió que Nakshband Khan se había ido… llevándose la llave con él.
La habitación era estrecha, con una puerta en un extremo y una ventana en el otro, y todo el edificio, como los que estaban a cada lado de él, era muy diferente de las frágiles casas de la residencia porque era de una época muy anterior y alguna vez había formado parte de las defensas internas. Ash no tenía la menor posibilidad de salir a buscar ayuda del palacio ni de unirse a Wally y a los Guías para defender la residencia, ni de volver junto a Juli en la casa de la ciudad. Estaba atrapado como los miembros de la misión británica en Afganistán, que hacían frenéticos esfuerzos por prepararse para el ataque que llegaría en cualquier momento; un ataque del que tendrían que defenderse solos, a menos que el emir enviara tropas o evitara el regreso de los rebeldes, y cerrara las puertas de Bala Hissar a los heratis y a otros que se dirigían a sus acantonamientos a buscar sus armas.
Pero el emir no hizo nada.
Yakoub Khan era un individuo débil, no poseía nada de la bravura y el valor de su abuelo el gran Dost Mohammed, y pocas de las buenas cualidades (y eran muchas) de su desdichado padre el fallecido Shere Ali, quien podría haber sido un excelente gobernante si no hubiera sido despiadadamente perseguido por un virrey ambicioso. Yakoub Khan tenía grandes recursos militares a su disposición: su arsenal estaba lleno de rifles, municiones y pólvora, y, aparte de los regimientos rebeldes, contaba con dos mil soldados leales en el Bala Hissar: los kazilbashis y la Artillería y la Guardia del Tesoro. Si hubiera dado una orden, estos habrían cerrado la ciudadela contra las tropas de los acantonamientos y hubiesen actuado contra los hombres sublevados que irrumpían en el arsenal para llevarse rifles y municiones, y entregaban armas de fuego a cualquiera que quisiera unirse a ellos.
Apenas un centenar de kazilbashis, o dos cañones y sus artilleros, enviados a cerrar el paso al complejo de la misión, podrían haber detenido a la multitud y casi con seguridad los habrían disuadido de atacar. Pero Yakoub Khan estaba mucho más preocupado por su propia seguridad que por la de los huéspedes que había jurado proteger, y lo único que acertaba a hacer era gemir y retorcerse las manos, y lamentarse de su destino.
—Mi kismet (destino) es malo —sollozaba el emir a los mullahs y syeds de Kabul, quienes fueron a palacio a pedirle que adoptara medidas de inmediato para salvar a sus huéspedes.
—Sus lágrimas no les ayudarán —replicó severamente el mullah principal—. Debe usted enviar soldados que protejan las proximidades del complejo y rechacen a los rebeldes. Si no lo hace, los asesinarán.
—No será por culpa mía… Nunca lo deseé. Pongo a Alá por testigo de que no será por mi culpa, porque yo no puedo hacer nada… nada.
—Puede cerrar las puertas —dijo el mullah.
—¿De qué servirá, cuando hay tantos de esos villanos en la ciudadela ya?
—Entonces dé órdenes de que trasladen esos cañones a algún lugar desde donde puedan dispararlos contra las tropas cuando regresen a sus acantonamientos y así les impedirá que vuelvan a entrar.
—¿Cómo puedo hacer eso, sabiendo que si lo hago toda la ciudad se levantará contra mí y los budmarshes (malvados) entrarán por la fuerza y nos eliminarán a todos? No, no, no puedo hacer nada… Créame, mi kismet es malo. No puedo luchar contra mi destino.
—Entonces será mejor que muera antes que humillar al Islam —dijo el mullah con dureza.
Pero el sollozante emir había perdido toda vergüenza, y ningún argumento (ninguna apelación al honor ni a la hospitalidad hacia quienes debía proteger como huéspedes) serviría para obligarlo a actuar. El salvaje levantamiento y el ataque a Daud Shah como resultado de la concentración de soldados para cobrar sus haberes le había aterrorizado de tal manera que no se atrevía a dar órdenes por temor a que le desobedecieran. Porque, si no… no, no, cualquier cosa antes que eso. Sin prestar atención a la mirada despreciativa de los mullahs, ministros y nobles que le observaban, se tiró de los cabellos, se desgarró las ropas, estalló en nuevas lágrimas, y finalmente se apartó de ellos y se encaminó a sus habitaciones privadas en el palacio.
Pero pusilánime o no, siguió siendo el emir, y, por tanto, al menos nominalmente, Jefe del Gobierno y señor y gobernante de todo Afganistán. Nadie más se atrevió a dar las órdenes que él no quería dar, y sin mirarse los demás lo siguieron al palacio. Cuando llegó el mensajero del enviado británico con una carta en que le pedía ayuda y exigía su protección, uno de los principales ministros se lo llevo, y la respuesta enviada consistió en esta única frase: «Dios sabe que estoy haciendo preparativos», lo cual ni siquiera era cierto… a menos que se refiriera a hacer preparativos para salvar su propio pellejo.
Sir Louis seguía sin poder creer esta respuesta pueril a su urgente petición de ayuda.
—Haciendo preparativos… ¡Dios mío! ¿Eso es todo lo que puede decir? —murmuro Sir Louis.
Sólo dos o tres días atrás había escrito: «Personalmente creo que será un buen aliado», y el emir era un débil, un cobarde en quien no se podía confiar. Por fin, Cavagnari vio claramente la futilidad de su misión y el carácter mortal de la trampa a la que había conducido con tanto orgullo a sus hombres: «la misión de Su Majestad Británica a la Corte de Kabul» duró exactamente seis semanas… Nada más; sólo cuarenta y dos días…
Alguna vez todo había parecido tan factible… los valientes planes para establecer la presencia británica en Afganistán como primer paso para anexionarse la parte más lejana del Hindu Kush. Pero ahora, de pronto, Cavagnari ya no estaba tan seguro de que aquel extraño personaje llamado Pelham-Martyn «Akbar», que era amigo del pobre Wigram Battye, estuviera tan equivocado cuando hablaba con tanta vehemencia en contra de la política expansionista, insistiendo en que los afganos eran gente orgullosa y bravía que jamás aceptaría un gobierno de una nación extranjera, excepto por un tiempo limitado, a lo sumo un año o dos… y que citaba antecedentes para probar lo que decía.
«Pero seremos vengados —pensó Sir Louis con amargura—. Lytton enviará un ejército para ocupar Kabul y deponer al emir. Pero ¿cuánto tiempo podrán quedarse aquí? ¿Y cuántas vidas se perderán antes de que… de que se retiren? Debo escribir nuevamente al emir. Debo hacerle ver que se trata de sus intereses lo mismo que de los nuestros, porque, si nosotros caemos, él caerá con nosotros. Debo escribirle ahora mismo…»
Pero no tuvo tiempo. Los rebeldes que habían entrado en el arsenal volvieron armados con rifles, mosquetes y cartuchos, y la mayoría se dirigieron al complejo, disparando mientras corrían, al mismo tiempo otros tomaban posiciones en los terrados de las casas cercanas, desde donde podían disparar directamente contra la guarnición. Y cuando la primera bala silbó sobre el complejo, Sir Louis se despojó del político y del diplomático y se convirtió nuevamente en soldado. Arrojó el papel arrugado que conservaba en la mano, tomó un rifle, y subió al terrado del cuartel donde había estado ayudando a levantar un parapeto, y, tendiéndose boca abajo, sobre el terrado recalentado por el sol, apuntó cuidadosamente hacia un grupo de hombres que habían comenzado a disparar contra la residencia.
El terrado del cuartel era el lugar más alto del complejo de la misión, y desde allí se veía perfectamente el gran arsenal. Estaba apenas a doscientos metros; y había un hombre en la puerta entregando dos mosquetes…
Sir Louis disparó y le vio levantar las manos y caer; recargó rápidamente su arma y volvió a disparar, apuntando cuidadosamente y sin prestar atención a la lluvia de balas que llegaban desde los terrados vecinos. Abajo, varias mujeres de la ciudad, que estaban escondidas en las habitaciones de los sirvientes, donde no debían estar, salieron corriendo como gallinas por el complejo, conducidas por un cipayo y uno de los khidmatgars al hamman, la casa de baños, construida en parte bajo tierra y donde la mayoría de los criados se habían refugiado ya. Sir Louis los oyó, pero no los miró.
Si el complejo hubiera estado en terreno más alto, habría constituido una excelente posición defensiva, porque contenía una serie de patios, cada uno separado del siguiente por paredes bajas de barro donde era muy fácil practicar aberturas, y los defensores podían haber contenido a cualquier número de atacantes, infligiendo enorme cantidad de víctimas mientras duraran las municiones. Pero su posición era como el ruedo de una plaza de toros, de manera que las paredes que habrían proporcionado protección contra un ataque frontal eran inútiles contra un enemigo que podía disparar desde arriba; y ahora, en los terrados de las casas y a lo largo de todo un costado de la residencia (en las ventanas altas y en los parapetos del arsenal, e incluso en los terrados de muchos edificios del Bala Hissar) se arracimaban hombres que disparaban sin cesar, gritando su triunfo cada vez que acertaban.
Pero Sir Louis Cavagnari parecía no verlos. Seguía concentrado en su práctica de tiro como si sólo le importara obtener una buena puntuación. Disparaba y recargaba con rapidez, con calma y con método, apuntando a los hombres que salían del arsenal, y eligiendo a los que estaban más adelante para que los que venían atrás tropezaran con sus cadáveres al caer.
Era un tirador extraordinario, y sus primeros nueve disparos dieron cuenta de nueve hombres del enemigo. Entonces una bala rebotada, que golpeó contra el borde de ladrillos del techo, a pocos centímetros de su cabeza, le golpeó en la frente. Su cabeza se ladeó y su largo cuerpo se sacudió una vez y quedó inmóvil, mientras el rifle se deslizaba de sus manos y caía en el sendero.
El enemigo lanzó un grito de alegría, y Ash, que observaba desde la ventana de su oficina, pensó: «¡Dios mío, le han dado…!». Y un minuto después: «¡No!». Porque el herido comenzaba a incorporarse lentamente, poniéndose primero de rodillas, y luego, con un enorme esfuerzo, de pie.
La sangre de la herida en la frente le cubría la mitad de la cara y le manchaba el hombro de rojo. Veinte disparos sonaron a su alrededor y chocaron contra la superficie del terrado. Pero, como por milagro, ninguno le alcanzó y un momento después se volvió y caminó con paso vacilante hacia la escalera, y desapareció de la vista.
El cuartel estaba lleno de sirvientes que habían ido a refugiarse a la residencia y de Guías que disparaban por las aberturas de las paredes y de las persianas de madera, y no se volvieron cuando el enviado herido llegó a la curva de la escalera. Prosiguió sin ayuda hasta el dormitorio más cercano, que era el de Wally, dijo a un mesalchi tembloroso, a quien encontró escondido allí, que fuera a buscar inmediatamente al sahib médico. El muchacho salió corriendo, y minutos después llegó Rosie, esperando, por la descripción del mesalchi, de encontrar a su jefe muerto o agonizante.
—Es sólo un rasguño —dijo Sir Louis con impaciencia—. Pero me hace dar vueltas la cabeza. Por favor, póngame una venda y envíe a uno de esos idiotas a buscar a William. Debemos enviar otra carta al emir. Es nuestra única esperanza, y… Ah, estás aquí, William. No, estoy bien. No es más que un rasguño. Toma lápiz y papel y escribe mientras Kelly me venda… Rápido. ¿Estás listo?
Comenzó a dictar mientras William, que había traído lápiz y papel del escritorio de la habitación contigua, escribía rápidamente, y Rosie le limpiaba y le vendaba la cabeza. Luego le ayudó a cambiarse la camisa manchada por una de las de Wally.
—¿A quién la llevamos, señor? —preguntó William, sellando rápidamente la hoja de papel—. No será fácil enviar a nadie ahora; estamos rodeados.
—Ghulam Nabi la llevará —respondió Sir Louis—. Dile que suba y hablaré con él. Tendremos que hacerle salir por la puerta del fondo del patio y rogar a Dios que no haya nadie allí todavía.
Ghulam Nabi era oriundo de Kabul y ex Guía, cuyo hermano era en aquellos momentos mayor wordi de la Caballería de los Guías en Mardan. Aceptó de inmediato llevar a palacio la carta del sahib Cavagnari. William le acompañó hasta el patio, se quedó junto a él con un revólver mientras retiraban la tranca de una puerta pequeña, poco usada, en el fondo del patio.
La pared misma era delgada y daba a una calle estrecha que formaba parte de una red de callejuelas y casas, con los terrados llenos de excitados espectadores, muchos de los cuales se habían armado con antiguos jezails y disparaban contra los infieles con el espíritu de la jehad. Por tanto, la calle estaba casi desierta, y Ghulam Nabi se deslizó por la puertecilla y, cruzando al lado de enfrente donde sería un blanco difícil para cualquier tirador, corrió en dirección al palacio en la parte alta del Bala-Hissar.
Pero mientras desaparecía en una esquina, sintió gritos a sus espaldas y disparos que le demostraron que lo habían visto.
Minutos después se reunió una multitud en el otro lado, la cual arremetió contra la puerta, y aunque era más pesada que la puerta principal que daba al patio, no se sabía cuánto tiempo resistiría.
—Tendremos que bloquearla —jadeó William.
Y lo hicieron en seguida con todo lo que encontraron a mano: mesas, yakadans (baúles de cuero), cajas metálicas con ropa de invierno, un sofá, un armario de caoba importado, mientras Ghulam Nabi, después de deshacerse de sus perseguidores en el laberinto de callejuelas, llegaba a palacio sin sufrir daños por el Shah Bagh, el Jardín del Rey.
Pero, aunque le permitieron entregar la carta de Sir Louis, no se le permitió volver con una respuesta. En cambio, como el mensajero anterior, le ordenaron esperar en una de las pequeñas antecámaras mientras el emir consideraba qué respuesta enviaría. Y allí esperó todo el día.
En la llanura cerca de Ben-i-Hissar, los cortadores de hierba y su escolta oyeron el ruido de los disparos, y Kote-Daffadar Fatteh Mohammed, percibiendo de dónde venían y consciente del odio de los regimientos herati y de la ciudad contra los extranjeros en el Bala-Hissar, tuvo la incómoda sensación de que significaban un peligro para la misión británica. Se volvió rápidamente hacia los hombres que recogían forraje, y puso a todos, excepto dos, a cargo de los cuatro soldados afganos, con instrucciones de que les llevara de inmediato al comandante del Regimiento de Caballería afgano, un tal Ibrahim Khan que había servido antes en la Caballería de Bengala, y que ahora se encontraba cerca de Ben-i-Hissar. Los dos que quedaban, con los sowars Akbar Shah y Narain Singh, volverían con él a la ciudadela de inmediato.
Cabalgando a toda velocidad, los hombres pronto divisaron la pared sur de la ciudad y los terrados de la residencia, e inmediatamente se desvanecieron todas las esperanzas que les quedaban porque los terrados donde se les prohibía aparecer por temor a ofender la sensibilidad de sus vecinos estaban ahora llenos de hombres, y eso lo explicaba todo. Supieron que estaban atacando el complejo, y se apresuraron a ir hacia allí con la esperanza de pasar por la puerta de Shah Shahie. Pero era demasiado tarde… La turba se les había adelantado.
La mitad de la ciudad había oído los disparos y visto a los regimientos rebeldes que corrían a sus acantonamientos a buscar armas, y la turba, captando la situación, no perdió el tiempo. Se apoderaron de todas las armas que pudieron encontrar para unirse al ataque contra los odiados intrusos, y ya se acercaban a la puerta, conducidos por un faquir que agitaba una bandera verde y los instaba a seguir adelante con frenéticos gritos. Detrás de ellos venían otros, muchos más, la escoria de esa antigua ciudad, que salía de todas las cuevas, senderos y callejuelas malolientes, alentada por la esperanza de saqueo y la impaciencia de la matanza.
El Kote-Daffadar tiró salvajemente de las riendas, comprendiendo que cualquier intento de llegar primero a la puerta o de mezclarse con aquella horda asesina significaría cometer un suicidio, y que buscar un refugio en la ciudad sería igualmente fatal. Su mejor posibilidad… si no la única, sería dirigirse al fuerte que estaba al mando del suegro del emir Yayhiha Khan; después de gritar una breve orden, hizo girar a su caballo y se lanzó al galope por la llanura, con sus cuatro compañeros detrás de él. Pero cuando ya tenía su objetivo a la vista, les interceptaron cuatro soldados afganos, quienes, después de dejar a los cortadores de hierba al cuidado de Ibrahim Khan, les habían seguido con el propósito de matar al sowar sikh Narain Singh y pensaban que sus cuatro camaradas musulmanes se unirían a ellos con mucho gusto (¿acaso los fieles no deben matar a los infieles?). En seguida llegó la desilusión…
Los dos cortadores de hierba no tenían más armas que las guadañas… que pueden resultar armas temibles en una pelea, pero los tres Guías llevaban carabinas de caballería.
—Vamos, adelante —invitó el Kote-Daffadar, con el cañón de su arma dirigido al pecho del que hablaba, y el dedo en el gatillo.
Los afganos miraron las tres carabinas y las dos guadañas, y retrocedieron, maldiciendo y gruñendo. Esperaban que sus compañeros musulmanes al menos permanecieran neutrales, ya que no les ayudaban a matar al sikh, y como eran cuatro contra uno, no habrían vacilado en atacar a un hombre solo armado con una carabina, dado que este sólo podía disparar una vez y lo abatirían antes de que pudiera recargar. Pero ahora eran cuatro contra cinco, y si intentaban atacar a ese grupo de hombres decididos, sólo uno de ellos sobreviviría para huir, y ¿qué posibilidades tendría armado sólo con un tulwar?
Sin dejar de lanzar insultos, se volvieron y se dirigieron a la ciudadela y a las hordas ansiosas que se apresuraban a unirse al ataque contra la residencia dejando al Kote-Daffadar y a sus compañeros que cabalgaran hacia el fuerte, donde los acompañó la suerte: una buena proporción de la guarnición era de kazilbashis, hombres de Kote-Daffadar y de la propia tribu de akbar-shah, quienes llevaron a los cinco a la seguridad del Murad-Khana, su propio lugar amurallado de la ciudad.
Ash, que los miraba desde su ventana, divisó las cinco figuras diminutas, empequeñecidas por la distancia que levantaban una nube de polvo blanco mientras regresaban al galope desde Ben-i-Hissar, y adivinó quiénes eran. Pero no sabía por qué se habían apartado hasta que observó la primera oleada de rufianes que, desde la ciudad, llegaba por su derecha, porque los barrotes de la ventana estaban demasiado cerca unos de otros como para permitirle asomarse, de manera que no veía el arsenal, y tampoco el Kulla-Fi-Arangi: el lugar vacío donde Wally quería construir cobertizos para forraje y habitaciones para los sirvientes, de manera que no pudiera usarse como camino para entrar al complejo ni, en caso de hostilidades, ser ocupado por el enemigo.