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El sol aún no había salido cuando Sir Louis Cavagnari, que siempre se levantaba temprano, salió a dar su paseo a caballo habitual a la mañana siguiente, acompañado por su sirviente afridi Amal-Din, su syce, cuatro sowars de los Guías y media docena de soldados de Caballería del emir.

El cartero se había marchado aún más temprano, y llevaba un telegrama que debía transmitirse desde Ali Khel a Simla. Y poco después una comitiva de veinticinco cortadores de hierba, con sogas y guadañas, salió también de la ciudadela, dirigida por Kote-Daffadar Fatteh Mohammed y los sowars Akbar-Shah y Narain Singh, de los Guías, y acompañado por cuatro soldados afganos. Wally y Ambrose Kelly les siguieron unos veinte minutos después, mientras Ash, que aquel día había llegado temprano porque se realizarían los pagos, colocaba el jarrón en su lugar en el alféizar de la ventana. Los vio pasar y deseó poder ir con ellos. El aire sería limpio y fresco en campo abierto, mientras que allí ya estaba pesado y caluroso, y peor aún en el espacio cerca del palacio donde se reuniría el Regimiento de Ardal para recibir su sueldo.

Ash suspiró, envidiando a Wally y a sus compañeros que iban a recibir el amanecer en los campos cubiertos de rocío junto al río y entre los montes de álamos, chenares y nogales que ocultaban Ben-i-Hissar del charman que había más allá. El cielo sin nubes aún aparecía pálido con la transparencia opalescente del amanecer, y la tierra tenía un color indefinido, sin sombras. Pero en lo alto el sol oculto ya comenzaba a teñir las cumbres nevadas de color damasco. Sería un día hermoso: «un día para cantar himnos», como habría dicho Wally.

Recordando aquellas melodiosas mañanas en Rawalpindi, Ash sonrió y comenzó a tararear «todo es brillante y hermoso», y luego se interrumpió bruscamente al darse cuenta, con un estremecimiento de terror, de que era algo tan completamente ajeno a la personalidad de Syed Akbar, escribiente, que si alguien le hubiese oído realmente se habría traicionado.

Durante más de un año había sido cuidadoso… extremadamente cuidadoso, y jamás decía ni hacía nada que pudiera despertar sospechas, hasta que ahora había imaginado que cualquier posibilidad de hacerlo era tan remota que no valía la pena considerarla, y en todo sentido se había convertido en Syed Akbar. Pero ahora se daba cuenta de que no era así; y de pronto, al saberlo, sintió un intenso deseo de abandonar los fingimientos y ser él mismo… Sólo él mismo. Pero ¿quién era él? ¿Ashton? ¿Ashok? ¿Akbar? ¿Cuál? ¿A cuál podía descartar? ¿O siempre debía ser una amalgama de los tres, unidos como… «trillizos siameses»?

Si era así, ¿había algún lugar en el mundo donde él y Juli pudieran vivir sin tener que recordar ni fingir? ¿Donde no necesitaran representar un papel, como hacían ahora; obligados a estar siempre en guardia por temor a cometer un error, a exponerse como impostores, y poner en peligro sus propias vidas? El tipo de desliz que acababa de cometer, cuando comenzó a cantar un himno inglés. Le daba miedo comprender que podría haberlo hecho cuando hubiese alguien en la habitación, y que sólo por buena suerte se había salvado de que lo oyeran. Quedó profundamente trastornado por el incidente, y cuando se apartó de la ventana para recoger los libros que necesitaría el Munshi, advirtió que sus manos estaban frías y temblorosas.

El sol ya estaba alto cuando Wally y su grupo llegaron a las afueras de Ben-i-Hissar, dieron un rodeo al pueblo y a las tierras cultivadas que lo rodeaban, eligieron una zona del charman sin cultivar donde los cortadores de hierba pudieran recoger todo lo que necesitaban sin infringir los derechos de los campesinos locales.

—¡Por Dios, qué día! —susurró Wally, maravillado por la belleza de la mañana. Había caído mucho rocío durante la noche, y ahora todas las hojas, las ramas y la hierba mostraban diamantes que brillaban al sol, mientras que el Bala Hissar, bajo los rayos brillantes, parecía el palacio de Kubla-Khan construido sobre una colina de oro—. Mire eso, Rosie. Quién diría, viéndolo desde aquí, que ese lugar es un nido de ratas con casas de barro y yeso y paredes semiderruidas…

—Y no hablemos de la suciedad, los olores y las cloacas —gruñó Rosie—. No se olvide de eso. Me parece extraordinario que no hayamos muerto todos de tifus o cólera. Pero es verdad que desde allá arriba se ve un paisaje muy hermoso, y como tengo el estómago vacío y es hora del desayuno, le sugiero que dejemos en libertad a esta gente y volvamos allí lo antes posible. A menos que tenga ganas de quedarse aquí un rato más…

—Por Dios, no. Ya no tendrán problemas. Además, el jefe dijo que quería desayunar temprano esta mañana… Lo más tardar, a las siete menos cuarto. Debe de ver a algún personaje importante a las ocho, creo.

Wally se volvió hacia Kote-Daffadar y le indicó que hiciera volver a los cortadores de hierba antes de que el sol calentara demasiado, saludó a la escolta y a los hombres del emir y partió al galope, cantando.

—Más despacio, joven loco —exhortó Rosie mientras atravesaban el charman a la carrera, y pasaban nuevamente a tierra cultivada. Wally tiró de las riendas sin muchas ganas, se aproximaron a la ciudadela al trote y pasaron por la puerta de Shah Shahie al paso; se detuvo bajo el arco para intercambiar saludos con los centinelas afganos y hablar con un cipayo de la Infantería de los Guías que pasaba, un tal Mohammed Dost, quien les explicó que iba al mercado de Kabul a comprar harina para la escolta…

El hecho de que fuera sin compañía, y que aparentemente no la necesitaba, era una indicación de cómo había cambiado últimamente el clima de la ciudad, y ambos oficiales lo percibieron… En consecuencia, volvieron al cuartel convencidos de que ahora la vida en Kabul sería mucho más agradable que lo que habían supuesto.

Sir Louis, que acababa de volver de su paseo matinal, ya se había bañado y cambiado y estaba paseando por el patio, y aunque normalmente no era muy locuaz antes del desayuno, aquel día tenía muchos proyectos para la temporada invernal y de tan buen humor que Wally se armó de valor y abordó por fin el tema del forraje para los meses de invierno y del espacio que se necesitaría para almacenarlo, señalando que el terreno sin cultivar conocido como Kulla-Fi-Arangi proporcionaría amplio espacio para unos cobertizos, pero procuró no mencionar la cuestión de la defensa. Sir Louis admitió que había que hacer algo al respeto, y delegó el asunto en William, quien hizo un gesto a Wally y declaró que, con seguridad, los Guías encontrarían espacio para unos almacenes cerca de los establos.

A unos doscientos metros, en un edificio que daba a un espacio abierto donde tendría lugar el pago de los sueldos, el general Daud-Shah, comandante en jefe del Ejército afgano, ya estaba sentado ante una ventana abierta desde donde podía supervisar los procedimientos, mientras en la planta baja, en una angosta galería que ocupaba todo el largo del edificio, Ash estaba sentado con las piernas cruzadas entre varios empleados, y observaba al Munshi y a algunos funcionarios menores que examinaban papeles, mientras el espacio polvoriento ante ellos se llenaba de hombres.

Reinaba un ambiente festivo, y nada sugería severidad ni disciplina militar entre los hombres del Regimiento de Ardal que desfilaban de a dos o de a tres, hablando y riendo y sin ningún intento de formar fila. Parecían un grupo de ciudadanos corrientes en una feria, porque no vestían uniforme y sólo las armas que llevaría cualquier súbdito del emir al salir a caminar: un tulwar y un cuchillo afgano. Daud-Shah había ordenado prudentemente que todas las armas de fuego y las municiones se entregaran y se almacenaran en el arsenal, y hasta el Regimiento de heratis, que estaba de guardia, obedecía la orden.

Ya el sol estaba alto, pero, aunque apenas eran las siete, hacía tanto calor que Ash se sentía agradecido por la sombra del techo enjalbegado y de las arcadas de madera de la galería. Y aún más por el hecho de que el suelo cubierto de esteras estaba a casi dos metros sobre el nivel de la tierra, lo cual permitía a los que estaban sentados allí mirar a la multitud desde arriba y no sentirse ahogados por aquella marea de individuos sucios y barbudos.

También le daba la oportunidad de estudiar los rostros de los hombres arracimados más abajo, y tuvo conciencia de una cierta inquietud al reconocer a uno de ellos: un hombrecito delgado y arrugado con nariz ganchuda y ojos de fanático, que no tenía motivos para estar allí, ya que no era soldado ni residente del Bala Hissar, sino un religioso, el faquir Buzurg-Shah, a quien Ash conocía como agitador que odiaba a todos los kafirs (no creyentes), quien trabajaba incansablemente por una jehad. Se preguntó por qué el hombre estaba allí aquella mañana, y si plantaría buena semilla entre los soldados del Regimiento de Ardal como hacía entre los heratis… Ash esperaba que este suelo resultara menos fértil.

Había comenzado a preguntarse cuánto tiempo duraría el desfile y si el Munshi le daría el resto del día libre cuando terminara, cuando un robusto funcionario del Tesoro se puso de pie y se colocó en la parte superior de la escalinata que conducía a la galería. Levantó una mano para pedir silencio, y cuando lo logró, anunció que si los hombres hacían fila y avanzaban de a uno hasta el pie de la escalera, recibirían su paga; pero… (pero hizo una pausa y golpeó las manos con furia para acallar los murmullos de aprobación) pero… tendrían que contentarse con un mes de sueldo en lugar de los tres que se les habían prometido, porque no había dinero en el Tesoro para cubrir la suma que se requería.

La noticia fue recibida con un silencio estupefacto que pareció durar minutos, pero que probablemente no duró más de veinte segundos. Y luego estalló el infierno cuando los hombres del regimiento de Ardal se lanzaron hacia delante, empujando y gritando al hombre corpulento y a sus compañeros de la galería, quienes a su vez les gritaron que sería mejor que aceptaran lo que se les ofrecía, mientras pudieran… ya que se había agotado el Tesoro para pagarles aquel mes, y que no había más dinero, ni un centavo más. ¿No lo entendían? No había dinero… Podían pasar a comprobado con sus propios ojos si no lo creían.

La explosión de furia que saludó este último anuncio parecía el rugido de un tigre gigantesco, hambriento, furioso y ansioso por saltar sobre su presa. Al oírlo, Ash se puso muy tenso, y, por un breve momento, estuvo tentado de correr hacia la residencia y advertirles lo que pasaba. Pero la estrecha galería estaba tan llena de gente que no sería fácil salir de allí sin llamar la atención; y, además, esta era una cuestión entre el Gobierno afgano y sus soldados, y no un asunto de la misión británica que, de todas maneras, ya debía saber que había problemas por el ruido.

El ruido se intensificó inmediatamente. Un hombre de voz estruendosa en la primera fila de la multitud gritó:

¡Dam i charya! (sueldos y comida) —y los que estaban a su alrededor repitieron el grito. Segundos después, la mitad de los hombres gritaba al unísono, y el ritmo del lema atronó bajo los arcos de la galería hasta que todo el edificio parecía vibrar con el sonido:

¡Dam i charya! ¡Dam i charya! ¡Dam i charya…!

Luego comenzaron a volar piedras que los soldados hambrientos y estafados se agachaban a recoger y arrojaban a las ventanas más altas donde se encontraba su comandante en jefe. Uno de sus generales y algunos de los oficiales del regimiento que estaban parados formando un grupo junto a los peldaños centrales, comenzaron a moverse entre los hombres en un esfuerzo por calmarlos, pidiendo silencio a gritos y exhortándoles a recordar que eran soldados y no niños ni vagabundos. Pero pronto les resultó imposible hacerse oír, y en seguida, uno de ellos volvió atrás, empujó a un lado a los funcionarios de la galería y entró en la casa a rogar al comandante en jefe que bajara a hablar con los hombres, para tranquilizarlos.

Daud-Shah no vaciló. Había sufrido muchos insultos últimamente de los soldados del Ejército afgano, y sólo unos días atrás las tropas de heratis que partían le habían gritado y le habían insultado. Pero era un hombre valiente y no solía buscar seguridad en la inactividad. Bajó de inmediato y fue hasta la parte superior de la escalera donde levantó los brazos para pedir silencio.

Los hombres del regimiento se abalanzaron sobre él y un momento después el comandante en jefe luchaba por su vida mientras lo arrastraban desde la galería y caían sobre él como una manada de lobos.

En un instante, todos los que estaban en la galería se pusieron de pie, Ash entre ellos. Ash estaba demasiado apartado como para ver lo que sucedía, pero no podía moverse hacia delante porque estaba rodeado por civiles horrorizados: empleados y funcionarios menores, quienes se empujaban entre sí mientras algunos trataban de ver mejor y otros luchaban por escapar de la galería y refugiarse en las habitaciones del fondo.

Ash mismo no sabía si marcharse o quedarse. Pero con aquel clima entre los soldados, cualquier civil que tratara de escapar o de abrirse paso entre ellos probablemente sería golpeado salvajemente como golpearon a Daud-Shah, de manera que le pareció mejor quedarse donde estaba y esperar. Pero, por primera vez en muchos días, se alegró de llevar una pistola y un cuchillo, y lamentó no tener también su revólver con él, en lugar de decidir en el último momento que, como había menos tensión y una atmósfera más relajada y pacífica en todo Kabul, ya no era necesario llevar un arma tan voluminosa y que era preferible dejarla tranquilamente en su oficina, oculta en una de las cajas cerradas con llave que tenía en los archivos de Munshi.

Fue un error. Pero nadie había sospechado que se produciría esta situación… Por cierto, que Daud-Shah no lo sospechó, y ahora probablemente pagaría con su vida aquel error de juicio. Si no murió fue más por suerte que por cualquier otra cosa, porque, después de golpearlo y patearlo hasta dejarlo sin respiración uno de los furiosos ardalis le hundió su bayoneta. Ese acto salvaje los calmó; retrocedieron y guardaron silencio, mirando lo que habían hecho y sin impedir que quienes les rodeaban levantaran al herido y lo llevaran a su alojamiento.

Ash les vio al pasar, y le resultaba difícil creer que aquel sujeto abatido, sin turbante y apenas cubierto por unos harapos manchados de sangre pudiera estar vivo. Pero el indomable comandante en jefe, que había recuperado el aliento, lo usó para expresar su opinión sobre sus asaltantes.

—¡Carroña! ¡Inmundicias! ¡Hijos de perra! ¡Hijos del demonio! —rugía Daud Shah entre gemidos de dolor mientras se lo llevaban, chorreando sangre que dejaba una huella escarlata sobre el polvo blanco bajo la galería.

Los exaltados soldados, que ahora ya no tenían en quien descargar su rabia y comprendían que nada ganarían atacando a los empleados de la galería, recordaron al emir, y, entre gritos y juramentos, se dirigieron al palacio. Pero los gobernantes de Afganistán habían tenido la precaución de fortificar la residencia real para casos como este, y las puertas del palacio eran demasiado sólidas como para forzarlas fácilmente, a la vez que los muros eran altos y sólidos, bien preparados para resistir un ataque. Además, los dos regimientos de guardia eran leales al emir.

Los rebeldes encontraron las puertas cerradas y las armas de los soldados de guardia apuntadas hacia ellos, y sólo podían arrojar piedras y lanzar insultos a los soldados que los miraban desde lo alto de los muros, y renovar sus exigencias de pago y comida. Pero, después de unos minutos, los gritos comenzaron a debilitarse; y aprovechando ese momento, un hombre desde lo alto de la pared (hay quien dice que fue un general del Ejército afgano) les gritó furiosamente que si querían más dinero deberían pedírselo al sahib Cavagnari… Allí había dinero a montones.

Quizás el que habló no tenía mala intención, sino que solamente estaba exasperado y hacía sugerencias sarcásticas… Pero el regimiento de Ardal las recibió con una exclamación. ¡Por supuesto…! El sahib Cavagnari. Ese era el hombre. ¿Por qué no lo habían pensado antes? Todos sabían que el Raj inglés era sumamente rico, y ¿acaso el sahib Cavagnari no era el representante del Raj? ¿Por qué estaba aquí, en Kabul, sin que nadie le invitara ni lo recibiera bien, sino para hacer justicia para todos y ayudar al emir a salir de sus dificultades pagando los sueldos que debía a sus tropas? El sahib Cavagnari respondería a sus necesidades. ¡A la residencia, hermanos!

La multitud se volvió en un solo movimiento unánime, y, gritando salvajemente, comenzaron a correr por el camino que los había traído. Y Ash, todavía en la galería, los vio venir y oyó los gritos de «¡Sahib Cavagnari!». Y supo hacia dónde se dirigían.

No pudo pensar ordenadamente. No tuvo tiempo para eso y su reacción fue puramente automática. Había peldaños en cada extremo de esa larga galería, pero no trató de llegar a la escalera más cercana, sino que empujó a un lado al hombre que tenía delante, saltó desde el borde de la barandilla, y cayó en medio de una multitud de hombres que corrían y gritaban.

Sólo entonces supo que debía llegar a toda costa hasta el complejo de la residencia antes que ellos o, al menos, entre los primeros.

Tenía que advertir a la misión que aquella multitud vociferante y aparentemente amenazadora aún no era hostil a ellos, sino que su enojo era contra su propio Gobierno, contra Daud-Shah y el emir, que les habían prometido tres meses de paga y ahora rompían su palabra y trataban de calmarlos con uno. Además, creían firmemente que el Gobierno angrezi era no sólo fabulosamente rico, sino también capaz de pagarles, pero que el enviado podría obtener justicia para ellos…

Mientras corría con ellos, Ash percibió el clima de la multitud con tanta claridad como si hubiera sido uno de ellos. Pero sabía que sólo se requería algo muy pequeño para que tal clima cambiara y se convirtiera en una turba, y mientras corría rogaba que Wally no permitiera hacer fuego a los Guías.

No debían disparar. Siempre que mantuvieran la calma y dieran tiempo a Cavagnari a hablar con los líderes de aquella horda vociferante, todo iría bien… Cavagnari entendía a esta gente y hablaba su lengua con fluidez. Comprendería que no era momento de vacilar y que su única esperanza sería prometer pagarles lo que se les debía, en este mismo momento, si había dinero, y si no lo había, dar su palabra de que lo haría en cuanto su Gobierno se lo enviara…

«¡Dios mío, que no disparen! —rogaba Ash—. Permíteme llegar antes que ellos… Si llego antes podré advertir a los centinelas que esto no es un ataque y que de ninguna manera deben perder la cabeza ni hacer ninguna tontería».

Podría haberlo logrado, porque algunos de los Guías le conocían y lo habrían reconocido y obedecido; pero cualquier posibilidad en ese sentido quedó eliminada por la sorprendente aparición de un grupo de hombres desde la izquierda. Los regimientos de guardia en el arsenal habían oído el desorden y habían visto a los ardalis rebeldes que se acercaban al complejo de la residencia, y corrían a unirse a ellos, y Ash, junto con otros, fue bruscamente empujado a un lado, cuando se unieron las dos corrientes separadas en una sola.

Cuando logró ponerse de pie, golpeado, mareado y ahogado por el polvo, la columna había pasado y Ash estaba entre los últimos, por lo que ya no tenía esperanzas de llegar a tiempo al complejo (si es que llegaba) porque debía haber más de mil personas delante de él, y no tenía ninguna posibilidad de abrirse paso entre ellos.

Pero había subestimado a Wally. El joven comandante de la escolta era quizás un poeta indiferente con una visión excesivamente romántica de la vida, pero poseía la virtud militar de conservar la cabeza en una crisis.

Los ocupantes de la residencia tuvieron la primera sospecha de que algo andaba mal cuando oyó el rugido de furia que recibió la revelación de que el Gobierno del emir faltaría a su promesa. Todos los que estaban en la residencia oyeron el tumulto, abandonaron sus tareas y se quedaron inmóviles, escuchando…

No oyeron la sugerencia de que el sahib Cavagnari pagara, porque esa fue una sola voz. Pero el ruido que la precedió y el aplauso con que fue recibida, y sobre todo el grito de Dam i charya entonado al unísono por varios centenares de voces, fue claramente audible. Y cuando en seguida se dieron cuenta de que el volumen de sonido no sólo aumentaba, sino que se acercaba cada vez más, comprendieron de inmediato hacia dónde se dirigía la multitud.

Excepto Wally, los Guías aún no se habían puesto el uniforme: los de infantería y los que no estaban de guardia se encontraban en los barracones. El propio Wally había bajado con los piquetes de Caballería al otro lado de los establos, para inspeccionar los caballos y hablar con los soldados y los syces. Un cipayo de infantería de los Guías, Hassan Gul, pasó corriendo junto a él sin que lo viera, y se dirigió a los barracones, al havildar de la Compañía B.

—Vienen hacia aquí —jadeó Hassan Gul cuando llegaron a los barracones—. Yo estaba fuera y los he visto. ¡Rápido, cierre la puerta!

Era la puerta improvisada que Wally había hecho construir y colocar poco tiempo atrás, y que era muy poco resistente. Pero el havildar la cerró mientras Hassan Gul entraba por la puerta interior para pasar a un largo patio, a cerrar y atrancar la puerta de entrada de la residencia.

También Wally había escuchado el tumulto mientras paseaba entre los caballos, deteniéndose a hacer una caricia al suyo, Mushki, a la vez que charlaba con los sowars. Se volvió, frunciendo el ceño, a mirar al cipayo que corría, y al ver cerrar las puertas, reaccionó ante la situación con tanta rapidez y en forma tan instintiva como Ash.

—Mirú… Ve a decirle al havildar que abra esa puerta y la deje abierta. Que deje abiertas las tres, si es que las han cerrado. Y dile que, pase lo que pase, nadie debe disparar hasta que yo dé la orden. ¡Nadie!

El sowar Mirú salió corriendo y Wally se volvió hacia los demás y gritó:

Nadie… Es una orden. —Y se dirigió rápidamente hacia la residencia por el patio de los barracones, que ahora tenía las puertas abiertas, a informar a Sir Louis.

—Ya habéis oído lo que ha dicho el sahib: no disparar —dijo el jemadar Jiwand Singh a sus soldados—. Además… —pero no tuvo tiempo de seguir, porque un instante después un alud de afganos agitados y vociferantes irrumpió en el pacífico complejo, exigiendo a gritos la presencia de Cavagnari, pidiendo dinero, amenazando e insultando, empujando y golpeando a los Guías entre accesos de risas, como una banda de vagabundos borrachos en una fiesta.

Un humorista entre ellos dijo que si allí tampoco les daban dinero, se llevarían lo que había en los establos, y la sugerencia fue recibida y realizada con entusiasmo: los invasores comenzaron a apoderarse de monturas, riendas, sables y lanzas, mantas de los caballos, cubos y todo objeto transportable.

Minutos después, los establos habían quedado vacíos y estallaron peleas entre los saqueadores por los objetos más valiosos, tales como las sillas inglesas. Un sowar jadeante, con las ropas rasgadas y el turbante torcido, se abrió paso hasta un grupo de saqueadores y logró llegar a la residencia para informar a su comandante que los afganos habían robado todo lo que había en los establos y ahora arrojaban piedras y se llevaban los caballos.

—«¡Mushki! —pensó Wally—. Ay, no, Mushki no…»

En ese momento habría dado cualquier cosa por poder volver corriendo a los establos, pero sabía muy bien que no podría resistir quedarse sin hacer nada mientras robaban a Mushki, y que, aunque no levantara una mano para evitarlo, el ánimo de la multitud podía cambiar en un solo momento al ver a uno de los odiados feringhis que sería como un trapo rojo para un toro. Lo único que podía hacer era ordenar al sowar que volviera a decir a los Guías que debían salir de las líneas de caballería y volver a los barracones.

—Dile al sahib jemadar que no debemos temer por nuestros caballos, porque mañana el emir los recuperará y nos los devolverá —dijo Wally—. Pero nuestros hombres deben volver a los barracones antes que uno de ellos comience una pelea.

El hombre saludó y corrió a sumergirse en el caos impresionante en que los caballos aterrorizados relinchaban y se encabritaban haciendo retroceder a los afganos, que se empujaban entre sí por apoderarse de cada animal o les daban sablazos por pura diversión mientras los sowars y los syces luchaban por salvarlos. Pero la orden fue transmitida, y como los afganos estaban ocupados con el saqueo, todos los Guías menos uno pudieron obedecerla y retroceder a los barracones, furiosos y en desorden, pero sin sufrir daños.

Wally se acercó a ellos y ordenó que veinticuatro cipayos de infantería tomaran sus rifles y subieran al tejado para protegerse detrás del alto parapeto que lo circundaba, pero que mantuvieran sus rifles ocultos, y que de ninguna manera abrieran fuego si no recibían la orden de hacerla.

—Ni siquiera cuando esos villanos vengan hacia aquí, como harán cuando no les quede nada para robar en el cuartel ni en los establos. Traten de que no encuentren armas aquí. Ahora, arriba… Y los demás traigan sus armas y vengan a la residencia. Rápido.

Había actuado a tiempo. Cuando el último de los veinticuatro cipayos desapareció por la empinada escalera que llevaba al tejado y la puerta del patio de la residencia se cerró tras el resto de la escolta, la turba que se movía en el extremo más alejado del complejo en busca del saqueo, comenzó a dispersarse.

Los que habían tenido la suerte de obtener un caballo, una silla o un sable o cualquier otro objeto deseable, se apresuraron a marcharse con ellos antes de que sus camaradas menos afortunados lograran robárselas a ellos. Pero los que quedaron con las manos vacías, que eran varios centenares, abandonaron el cuartel y los establos desiertos, y recordando de pronto para qué habían venido, fueron a reunirse frente a la residencia y a pedir dinero a gritos… Y la presencia de Cavagnari.

Más de un año antes, Wally, en una carta a Ash sobre su héroe del momento, había dicho que no creía que Cavagnari supiera lo que quería decir «miedo»: una afirmación exagerada que se ha hecho sobre muchos hombres, y que generalmente es falsa. Pero en este caso no era una exageración. El enviado ya había recibido una advertencia del emir, que al enterarse de que las cosas se habían complicado en el momento del pago, envió apresuradamente un recado a Sir Louis advirtiéndole que no permitiera que nadie entrara en el complejo de la misión aquel día. Pero el mensaje llegó sólo unos minutos antes que la multitud, y demasiado tarde como para que se pudiera actuar en consecuencia, aun suponiendo que hubiera alguna forma de evitar que entrara… y no la había.

La primera reacción del enviado ante el tumulto fue de ira. Consideraba que era una desgracia que las autoridades afganas permitieran que la jurisdicción de la misión británica fuera invadida de esta manera por una horda de salvajes indisciplinados, y tendría que hablar severamente al respecto con el emir y el general Daud-Shah. Cuando el saqueo terminó y la turba volvió su atención hacia la residencia y comenzó a gritar su nombre, exigiendo dinero con amenazas y arrojando piedras a sus ventanas, su furia se transformó en asco, cuando los chupprassis se apresuraron a cerrar las persianas, volvió a su dormitorio, donde William, que acudió corriendo desde su oficina en la planta baja, lo encontró poniéndose su uniforme político: no el blanco de verano, sino el de chaqueta azul oscuro que generalmente usaba en los meses fríos, con sus botones dorados, medallas, galón dorado y estrecho cinturón dorado.

Sir Louis no parecía percibir el tumulto de abajo, y ante la frialdad y el desprecio de su rostro, William sintió una mezcla de admiración y pánico que nada tenía que ver con la horda vociferante ni con el ruido de las piedras que caían como granizo contra las persianas de madera. No era una persona muy imaginativa, pero mientras observaba cómo el enviado se ponía la chaqueta se le ocurrió que podía ser un noble de la época de Luis XIV.

William carraspeó, y levantando la voz para que lo oyera a pesar del ruido, preguntó en tono vacilante:

—¿Piensa usted… hablar con ellos, señor?

—Por cierto que sí. Es probable que no se vayan hasta que lo haga, y no podemos seguir tolerando esta ridícula forma de perturbación.

—Pero… Es que parece que son muchos, señor, y…

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Sir Louis con voz helada.

—Sólo que no sabemos cuánto quieren, y yo… me preguntaba si tendríamos suficiente. Porque nuestros propios compañeros…

—¿De qué diablos está hablando? —preguntó el enviado ocupado en colocarse la espada de ceremonial.

—De dinero, señor, rupias. Creo que eso es lo que quieren; supongo que significa que no hubo suficiente con lo que tenían esta mañana, y por eso es que…

Sir Louis volvió a interrumpirlo.

—¿Dinero? —Sir Louis levantó bruscamente la cabeza y miró con furia a su secretario unos momentos antes de contestarle—. Querido Jenkins, si imagina usted, por un momento, que me dejaría extorsionar y permitiría extorsionar al Gobierno que tengo el honor de representar… Sí, eso digo… extorsionar, por una turba de vagabundos incivilizados, le diré que se equivoca. Y también se equivocan esos salvajes que arrojan piedras. Mi topi, Amal-Din

Su afridi se acerco rápidamente y le entregó su casco blanco con adornos dorados que un oficial político usaba con su uniforme oficial, y mientras se lo colocaba firmemente, ajustándolo a la cabeza con un barboquejo dorado bajo el mentón y caminaba hacia la puerta, William saltó hacia él diciéndole con desesperación:

—Señor… si usted va allí abajo…

—Querido muchacho —dijo Sir Louis con impaciencia, deteniéndose en la puerta—, no estoy loco. Yo también me doy cuenta de que si bajara sólo me verían los que están en primera fila, mientras que los que están más atrás seguirían gritando y nadie me oiría. Por supuesto, que les hablaré desde el tejado. No, William, no necesito que venga conmigo. Iré con mi asistente, y será mejor que los demás no se asomen.

Llamó con un gesto a Amal-Din y los dos hombres salieron de la habitación, Sir Louis delante y el afridi siguiéndole un paso atrás, con la mano en la empuñadura de la espada.

—Es magnífico —dijo William con admiración—. Pero no estamos en situación de negarles nada, aunque esto signifique una extorsión. ¿No se da cuenta? Es un suicidio…

A diferencia de los barracones no había parapeto en el borde de los tejados planos de las dos casas de la residencia, aunque en la parte trasera había paredes de la altura de un hombre que les ocultaban a la vista del laberinto de construcciones que tenían detrás. Los otros tres lados tenían un reborde de ladrillo de pocos centímetros de altura, y Sir Louis caminó hasta allí, donde todos los que estaban abajo pudieron verlo, y levantó una mano para pedir silencio.

No intentó hacerse oír por encima del ruido, sino que esperó, erguido y desdeñoso: una figura alta, imponente, de barba negra, con las galas del uniforme oficial. En su chaqueta brillaban las medallas, y la cinta dorada que adornaba las perneras de los pantalones brillaba al sol en aquella mañana brillante, pero los ojos bajo la visera del casco blanco miraban con dureza y desprecio a la turba clamorosa de abajo.

La aparición del enviado en el terrado fue recibida con un alarido que habría hecho retroceder al más valiente de los hombres, pero Sir Louis lo tomó como si fuera un susurro. Allí estaba, como una roca, esperando hasta que la multitud decidiera dejar de gritar, y al mirarlo, un hombre tras otro guardaron silencio, hasta que por fin bajó su mano imperiosa… que en ningún momento había temblado, y preguntó en tono estentóreo a qué habían venido y qué querían…

Varios centenares de voces le contestaron, y una vez más elevó la mano y esperó, y cuando quedaron en silencio, les pidió que eligieran un portavoz.

—Usted… Usted, el de la cicatriz en la mejilla… —Su índice delgado señalaba a uno de los líderes—. Pase adelante y hable por sus compañeros. ¿Qué significa este vergonzoso gurrh-burrh, y por qué han venido a golpear las puertas de alguien que es invitado del emir y que está bajo la protección de Su Alteza?

—El emir… ¡Puaf! —El hombre de la cicatriz escupió en el suelo, y relató cómo había sido estafado su regimiento en el momento del cobro, y que como no habían obtenido satisfacción de su propio Gobierno habían pensado en pedir al sahib Cavagnari que hiciera justicia. Sólo le pedían que les pagara el dinero que se les debía—. Porque sabemos que vuestro Raj es rico, y que esto significará poco para vosotros. Pero nosotros hemos pasado hambre. Todo lo que pedimos es lo que se nos debe. Ni más ni menos. ¡Haga justicia, sahib!

A pesar del saqueo y de la conducta villana de los rebeldes, era evidente por el tono del que hablaba que él y sus compañeros creían auténticamente que el enviado británico tenía posibilidades de solucionar sus problemas y brindarles lo que sus propias autoridades les negaban: sus sueldos. Pero la expresión del rostro fuerte, de barba negra, que los miraba no cambió, y la voz severa y dominante que les hablaba en su propia lengua con tan admirable fluidez siguió inflexible:

—Lamento lo que les sucede —dijo Sir Louis Cavagnari—. Pero lo que ustedes piden es imposible. No puedo entrometerme entre ustedes y su gobernante ni participar en un asunto que es de la sola incumbencia del emir y su Ejército. No tengo poder para hacerlo, y no me parecería bien intentarlo. Lo lamento.

Y sostuvo lo que acababa de decir a pesar de los gritos de furia y del creciente coro de amenazas. Volvió a repetir, en las pausas del tumulto, que era una cuestión que debían arreglar con el emir o con su comandante en jefe, y que aunque él simpatizara con ellos no podía interferir. Sólo cuando Amal-Din, que estaba parado detrás de él, le advirtió con los dientes apretados que algunos shaitans (malditos) de abajo estaban arrojando piedras se volvió y abandonó el terrado. Y sólo entonces se dio cuenta de que si seguía esperando se convertiría en un blanco fácil de los que arrojaban piedras, o bien les permitiría suponer que le habían obligado a retirarse y buscar refugio abajo.

—¡Bárbaros! —comentó Sir Louis con frialdad, mientras se quitaba el uniforme en la seguridad de su dormitorio y lo sustituía por una ropa más fresca y más cómoda—. Creo, William, que será mejor que envíe un mensaje al emir. Es hora de que mande a alguna persona responsable a controlar a esa turba. No sé en qué piensa Daud-Shah. Aquí no hay disciplina, ese es el problema.

Pasó a su oficina, y estaba a punto de ponerse a escribir el mensaje cuando una voz que no venía desde abajo, sino desde el tejado del barracón de enfrente, donde los veinticuatro hombres de infantería de los Guías se encontraban detrás del parapeto, gritó que había estallado una pelea junto a los establos y que los rebeldes habían matado a un syce y estaban atacando al sowar Mal-Singh… Que Mal-Singh había caído… Que estaba herido…

La multitud frente a la residencia oía y rugía su aprobación, y mientras algunos comenzaban a correr hacia los establos, otros se lanzaban contra la puerta que conducía a la residencia, donde Wally, esperando con los Guías en el patio de atrás, se movía entre sus hombres, reiterando que nadie debía disparar hasta que él ordenara hacerlo, e instándolos a que mantuvieran la calma. Cuando la delgada madera comenzó a astillarse y las oxidadas bisagras se doblaron y se rompieron, corrieron a apoyar el hombro contra la puerta, empujando contra el peso de los rebeldes de afuera, pero era imposible que resistieran. Cuando saltó la última bisagra, la puerta cayó sobre ellos y la multitud irrumpió en el patio, y al mismo tiempo, en el exterior, sonó un disparo.