62

La tormenta no estalló hasta el atardecer. Wally llegó a la residencia, bajo unas pocas gotas de lluvia y de muy mal humor. Pero una vez allí, tuvo que volver bruscamente a la tierra porque encontró un recado que le ordenaba presentarse ante Sir Louis Cavagnari en cuanto volviera.

Como la orden había sido dada dos horas antes, la recepción que recibió de su jefe no fue cordial. Sir Louis había sufrido un duro golpe en su amor propio y aún estaba furioso y dispuesto a lanzarse contra todos los que habían presenciado el maltratamiento del hindú por los centinelas afganos y no se lo habían informado. En particular, al oficial al mando de la escolta, que debió haberse enterado del incidente e informar de ello de inmediato, ya fuera a él o a su secretario, Jenkins.

Si el joven Walter estaba enterado del asunto y no había dicho nada tendría que vérselas con él. Y si no lo sabía, peor aún. Sus oficiales indios tendrían que haberle comunicado el lamentable tratamiento dado a un caballero hindú que sólo había ido a presentar sus respetos al enviado británico. ¿A cuántos otros habían negado la entrada los afganos? ¿Sería este el único visitante a quien se le había negado la entrada, o sólo el último?

Sir Louis necesitaba una respuesta a estas preguntas en seguida, y el hecho de que no se pudiera encontrar al teniente Hamilton cuando mandó a buscarlo no mejoró su mal humor. Wally, que nunca había visto a su héroe realmente enojado antes, y que creía que era un hombre a quien nada podía alterar, descubrió su error minutos después de su regreso.

El enviado descargó un huracán de preguntas en los oídos de Wally, y cuando al fin le dio oportunidad de hablar, Wally contestó que no sabía nada del incidente con el hindú, y prometió hablar con severidad a los que estaban bajo su mando que lo habían visto y no le habían informado, y sugirió que tal vez habían guardado silencio por consideración a Sir Louis, ya que era un gran shurram (deshonor) para el enviado y todos los miembros de la misión que los afganos hicieran esas cosas y un shurram aún mayor hablar de ello y avergonzar de esa manera a los sahibs: Pero, por cierto, hablaría con ellos y les haría entender que debía ser informado de inmediato de cualquier incidente de este tipo que volviera a ocurrir.

—Eso no será necesario —respondió Sir Louis con tono helado—. Me aseguraré de que no haya más incidentes de ese tipo. Irá usted en seguida a ver a la guardia afgana y les comunicará que ya no preciso sus servicios, que están dispensados de ellos y que deben marcharse de inmediato. Por favor, ocúpese de eso. Y monte una doble guardia con sus propios hombres. Ahora envíeme a Jenkins.

Despidió a Wally con una pequeña inclinación de cabeza, y Wally salió con una extraña sensación de que acababa de ser atropellado por un tren.

El jefe de la guardia discutió la autoridad de Wally, e insistió en que sus hombres estaban allí por orden del emir y para proteger a los «extranjeros». Pero Wally hablaba perfectamente el pushtu (Ash se había encargado de ello) y aún dolorido por el ataque de su jefe, no estaba con ánimo para tolerar tonterías de los afganos. Así como Cavagnari había descargado su furia en la cabeza de Wally, este encontró alivio para sus propios sentimientos en decir a los afganos lo que podían hacer consigo mismo y por qué. Los afganos no se lo hicieron repetir.

Una vez hecho esto, Wally habló severamente con sus jawans sobre la tontería de guardar silencio cuando se los deshonraba a ellos y a toda la misión británica. Pero las réplicas que recibió le trastornaron, porque confirmaban lo que había dicho Ash sobre los insultos lanzados contra cualquier soldado o criado de la residencia que cometía la temeridad de aparecer en la ciudad, y las razones por las cuales no se había informado sobre esto a los sahibs.

—Nos avergonzaba repetir estas cosas a ustedes —dijo el jemadar Jiwand Singh, hablando en nombre de los Guías; más tarde el propio asistente de Wally, el gordo Pir Baksh, empleó las mismas palabras hablando en nombre de los muchos sirvientes que habían acompañado a la misión británica a Kabul.

—Supongo que el jefe sabe lo que está sucediendo… —dijo Wally con inquietud, al hablar del asunto aquella noche con el doctor Kelly mientras la tormenta que amenazaba desde la tarde rugía sobre Kabul—. Me refiero a… Bien, a cosas como el malestar contra nosotros…, la misión… entre los afganos, y todo lo que sucede en Kabul.

El doctor arqueó las cejas y respondió con tranquilidad:

—Por supuesto que sí. Tiene espías por todas partes. No seas tonto.

—No sabía que los guardias afganos habían impedido el paso a la gente —dijo Wally, preocupado—. Ninguno de nosotros lo sabía hasta hoy. Ninguno de nosotros cuatro, aunque aparentemente todo el resto sabía lo que sucedía en nuestro sector y ante nuestras propias narices. ¿Sabía usted que cualquiera de los nuestros que va a la ciudad es insultado por los kabulíes? Yo lo ignoraba y me pregunto cuánto nos han ocultado, y cuántos de los rumores que oímos son ciertos. O si el jefe alguna vez se entera de ellos. ¿Cree usted que los conoce?

—Puede usted estar seguro de que sí —insistió Rosie—. Siempre está al corriente de todo, y no tiene un pelo de tonto. De manera que no se preocupe por él. Es un gran hombre.

—Caramba, Rosie, no es que me preocupe —respondió Wally con indignación ruborizándose hasta la raíz de los cabellos—. Pero… sólo hoy me enteré de que la población local piensa que los deportes de equitación tienen el único fin de demostrarles que los hombres del Raj pueden derrotarlos fácilmente, y que están resentidos por eso.

—¡Pobres imbéciles! —observó Rosie apasionadamente—. ¿Quién se lo dijo?

—Ah, un tipo que conozco.

—Bien, no tiene sentido creer todas las tonterías que se dicen, porque lo más probable es que su amigo haya oído a algún competidor disgustado porque le fue mal en el asunto.

—A decir verdad —confesó Wally—, yo también pensaba así al principio. Pero luego este asunto… todo lo que he averiguado esta noche por nuestros compañeros, me ha hecho pensar de otra manera… bien, él, ese tipo, me dijo también todas las otras cosas, y tenía razón. Y había algo más que dijo y que es absolutamente cierto. Dijo que usted debía abandonar la idea de abrir una clínica gratuita para tratar a los nativos, porque dicen que es una intriga para librarse de la mayor cantidad de gente posible dándoles veneno en lugar de medicinas.

—¡Pero no es posible! —exclamó el doctor explosivamente, y luego se echó a reír—. Tonterías, querido muchacho… ¡Tonterías! Por Dios, jamás oí estupideces semejantes en mi vida; puede decirle a su amigo que está completamente equivocado. Creo que se burla de usted. Ni el más bárbaro podría tener tan poca imaginación como para pensar que yo intentaría algo tan infantil. Deben tener algún sentido común.

Pero Wally seguía con el ceño fruncido, y cuando habló nuevamente su voz apenas se oía bajo el ruido del viento y de la lluvia, más bien parecía como si pensara en voz alta:

—Pero tenía razón… en otras cosas. Y… es verdad que son tercos y bárbaros. Y que nos odian: realmente nos odian.

—¡Bueno, bueno! Esto se llama exagerar.

Ambrose Kelly hizo un gesto para terminar con el asunto, tomó una lata de tabaco y concentró su atención en volver a llenar su pipa. Wally rio un poco avergonzado, se apoyó en el respaldo del sillón de caña y sintió que las tensiones acumuladas de las últimas horas abandonaban su mente y que sus músculos se relajaban bajo la influencia tranquila del optimismo de Rosie y el espectáculo tranquilizador del humo del tabaco.

Wally cerró los ojos mientras escuchaba, agradecido, el ruido de la lluvia y pensaba en lo que William Jenkyns diría aquella misma noche sobre el tema de las tropas que no habían recibido sus sueldos y la conveniencia de pagarles de inmediato, o, al menos, prometerles que el Gobierno de la India se encargaría de que les pagaran totalmente en un futuro cercano. William estuvo de acuerdo en que probablemente había que hacer esto, y le confesó que el virrey ya le había insinuado si estaba dispuesto a hacerlo.

—Todo irá bien, muchacho. Ya verás. El jefe está enterado de prácticamente todo lo que sucede en Kabul, y ya habrá hecho sus planes y habrá decidido cómo piensa manejar este problema particular, te lo aseguro.

Pero aunque la convicción de William de que Su Excelencia el enviado sabía todo lo que sucedía en Kabul estaba justificada, su confianza en el jefe no tenía tan buenos fundamentos.

Es cierto que Sir Louis estaba bien informado, y que el Diario que enviaba a Simla al final de cada semana debería haber abierto los ojos a cualquiera que ignorara la inquietud existente en la ciudad capital del emir. Tanto él, como Lord Lytton por intermedio de él, sabían lo que sucedía, pero ambos trataban el asunto con ligereza; Lord Lytton, por su parte, estaba tan poco preocupado por ello que dejó pasar diez días antes de enviar, sin comentarios, la descripción de Sir Louis de la conducta de los heratis rebeldes al Secretario de Estado, como si se tratara de una información trivial para archivar y olvidar.

En cuanto a Sir Louis, a pesar del hecho de que se había enterado pronto (y había informado de inmediato al virrey) que los kabulíes parecían esperar que él, entre otras cosas, pagara los sueldos que se debían al Ejército afgano, no hizo movimiento alguno para encargarse de este problema particular; ni siquiera cuando recibió un telegrama del virrey que ofrecía proporcionar ayuda financiera al emir si el dinero podía ayudar a Su Alteza a salir de sus dificultades actuales.

El ofrecimiento no fue totalmente altruista (Lord Lytton señaló que, si era aceptado, probablemente daría al Gobierno la posibilidad de conseguir ciertas reformas administrativas que el emir no estaba dispuesto a conceder), pero al menos se hizo. El dinero que Ash veía como única solución para el problema de los heratis rebeldes y el odio y la inquietud que estaban creando en Kabul, lo tenían a su disposición. Sin embargo, Sir Louis no lo usó… quizá, porque él también, como Wally, rechazaba la idea de pagar sueldos a un ejército que tan recientemente había estado involucrado en una guerra contra el Imperio británico.

Pero ni siquiera a William, quien descifraba todos los mensajes confidenciales del enviado, le explicó sus razones. Una omisión que preocupó a su leal secretario, ya que, para William, el ofrecimiento del virrey era como un envío celestial: una forma rápida y fácil de salir de una situación muy peligrosa y una solución admirable para el más urgente de los problemas que acosaban al emir, y también a su capital.

Nunca se le ocurrió a William que su jefe podría no ver el ofrecimiento de esta manera. Pero pasó el mes de agosto y Sir Louis no hizo el menor gesto para aceptarlo, ni siquiera para discutir la posibilidad de hacerlo, aunque todos los días proporcionaban pruebas fehacientes de que las pasiones en la ciudad estaban llegando a punto de estallar, y que ahora el malestar ya era una verdadera revuelta entre los regimientos de guardia en el Bala Hissar.

Esto no era más que un rumor que había llegado recientemente a William de segunda mano, a través de Walter Hamilton, pero no podía dejar de preguntarse si sería cierto. ¿Era posible que los regimientos acuartelados en ese momento dentro del Bala Hissar fueran más dignos de confianza que los heratis, y que, en tal caso, que el emir estuviera practicando un doble juego? No cabía duda de que se habían enfadado mucho con el asunto de los centinelas que apedrearon al hindú, pero no con los centinelas.

Su furia se había dirigido contra Sir Louis por atreverse a despedirlos y negarse a permitir que los remplazara. Y contra el teniente Hamilton, que cumplió la orden de Sir Louis.

¿El emir pensaba realmente hacer un viaje en otoño hasta sus fronteras del Norte con Sir Louis, dejando la capital a merced de los regimientos hambrientos y los ministros intrigantes? Aparentemente, Sir Louis pensaba hacerlo, y hablaba de ello como si fuera un hecho aceptado.

Nadie podría haber deseado un apoyo más leal y una mayor admiración que la de Sir William Jenkyns. Pero cuando se acercaba el fin del verano, hubo momentos, cuando estaba despierto de madrugada, en que experimentaba dudas y se preguntaba si la repentina elevación de rango de Louis Cavagnari no había afectado su buen criterio y lo habría enceguecido ante cosas que jamás habrían escapado a su atención en otros tiempos.

Le extrañaba cada vez más la determinación de su jefe de ignorar lo que todos los otros miembros de la misión veían claramente (y también muchos que no pertenecían a ella, si se podían creer las palabras de advertencia de visitantes tales como el sirdar Nakshband Khan). Pero, a medida que pasaban los días sin ninguna señal de que la tensión en la ciudad disminuía, Sir Louis siguió dedicado a asuntos como reformar la administración o a hacer proyectos para el próximo viaje y la perspectiva de cazar perdices en el charman (los campos agrestes del valle) y, a pesar de las advertencias del emir, salía a cabalgar diariamente con una guardia de afganos para ver a los ciudadanos de Kabul y ser visto por ellos.

William pensó que lo que alguien había dicho en Simla sobre Louis Cavagnari era cierto: era el tipo de hombre orgulloso, valiente y fanático, con una suprema confianza en sí mismo, que desprecia a los hombres inferiores a él…

La semana anterior se produjo un desagradable incidente en la ciudad a causa de una pelea en la que estuvo mezclada una mujer y cuatro sowars de los Guías. Los sowars habían sido atacados y rescatados con dificultad, y luego Sir Louis dijo al teniente Hamilton que se encargara de que sus hombres no anduvieran por la ciudad hasta que se hubieran aplacado los ánimos. Pero, unos días después, su propio ordenanza, un afridi, Amal-Din, que llevaba con él muchos años, también se vio involucrado en una pelea, esta vez con un grupo de soldados afganos. Se presentó una queja formal en nombre de los soldados heridos, y Sir Louis declaró que lo lamentaba, con el tono más frío posible, y luego recompensó a Amal-Din… y permitió que esto se supiera.

Esto no lo hizo más popular entre los afganos, meditaba William mientras se ocupaba de la correspondencia especial en la oficina del enviado la noche siguiente a este asunto. Pensó en las mujeres del lugar que los hombres hacían entrar secretamente en los cuarteles, aunque se les había advertido que no lo hicieran. Eso también podía crear problemas algún día, pero era difícil impedirlo.

En su habitación del otro lado del patio, Wally también escribía, porque el cartero saldría de madrugada a Ali Khel con la correspondencia de la residencia.

Wally terminó su última carta y tomó la copia en limpio de su poema «El pueblo de Bemarú», que pensaba enviar junto con la carta a sus padres. Lo leyó en voz alta, complacido con el ritmo de sus propios versos:

Cómo crecía la fama de Inglaterra

y arrancaba laureles perdidos del ramo funerario

y por fin se elevaba desde sus desgracias

supremas… porque Dios y el Derecho estaban de su lado.

De pronto se le ocurrió que tal vez Ash no aprobaría este sentimiento final.

Ash jamás le había ocultado sus opiniones sobre el tema de la actuación de Inglaterra en Afganistán y se los había expresado con libertad, denunciándolos como injustos e indefendibles. Por lo tanto, era la última persona que aceptaría que «Dios y el derecho estaban de su lado». En opinión de Ash, Inglaterra nunca había tenido derecho a intervenir en Afganistán, y mucho menos atacarla, y sin duda diría que Dios o Alá debían estar de parte de los afganos. Ash diría…

«Bueno, al diablo con Ash», pensó Wally con irritación. Colocó el poema con la carta, selló el sobre y escribió en él la dirección; acto seguido, agregó la carta al resto de la correspondencia y salió a vestirse para la cena.

Sir Louis Cavagnari fue otro de los que pasaron la última parte de aquella tarde y la mayor parte de la noche ante su escritorio, poniendo al día su Diario y escribiendo canas y telegramas para enviarlos a Ali Khel. Se sentía bastante más animoso últimamente, porque en el curso de una sola noche el cólera había matado a ciento cincuenta soldados heratis en la ciudad, y aunque la noticia era terrible, para él representaba una bendición.

Los regimientos, invadidos por el pánico ante la repentina pérdida de un número tan elevado de sus camaradas, aceptaron recibir parte del sueldo que se les debía, más cuarenta días de permiso, para volver a sus casas; se apresuraron a entregar sus armas en el Bala Hissar, y ni siquiera esperaron a obtener sus certificados de baja antes de marcharse de la ciudad, gritando amenazas e insultos, contra el comandante en jefe, general Daud-Shah, que había venido a presenciar su marcha.

Desde el punto de vista de Sir Louis, la situación era inmejorable. Habían causado graves problemas, y el esfuerzo de mantener la apariencia de que la conducta indisciplinada de una turba de tropas rebeldes le era indiferente y no le causaba ansiedad alguna, había sido agotador.

Representó un alivio saber que un gran número de ellos había recibido su paga (Cavagnari siempre había estado seguro de que el dinero aparecería en cuanto el emir y sus ministros se dieran cuenta de que no había otro medio de librarse de una molestia tan peligrosa), entregado sus armas y abandonado la ciudad. Sabía muy bien que el temor al cólera probablemente había desempeñado un papel más importante que el dinero en producir ese conveniente éxodo; y también que no todos los regimientos heratis se habían marchado; algunos seguían acampados fuera de la ciudad, y muchos hombres de esas unidades ayudaban a vigilar el arsenal, lo cual no parecía muy sensato. Pero el emir le aseguró que eran hombres cuidadosamente seleccionados y que estaban bien dispuestos hacia él, y Sir Louis entendió que probablemente se les había pagado algo a cuenta.

—Quedaba el regimiento Ardal del Turquestán y tres unidades más, a las cuales también les adeudaban varios meses de sueldo. Ellos también insistían en que se les pagara, pero no habían mostrado señales de imitar la deplorable conducta de los heratis. Y como, aparentemente, el general Daud-Shah les había prometido que si tenían un poco de paciencia recibirían sus sueldos a principios de septiembre, Sir Louis creía que estaba justificado tener una visión más optimista del futuro.

Por desgracia, ese año el comienzo del Ramadán, el mes de ayuno mahometano, cayó a mediados de agosto, porque durante el Ramadán los fieles sólo pueden comer o beber desde el atardecer a la salida del sol, y los hombres que han ayunado todo el día y no han podido beber agua en los días calurosos y polvorientos de agosto en general tienen mal genio. Pero agosto terminaría pronto, y, con él, el verano largo y accidentado que vio la metamorfosis del mayor Cavagnari en Su Excelencia Sir Louis Cavagnari, enviado y ministro plenipotenciario. Una semana más, y comenzaría septiembre.

Sir Louis deseaba que llegara el otoño. Había oído que era la mejor época del año en Kabul: no tan hermoso como la primavera, cuando los almendros estaban en flor y el valle aparecía todo blanco de capullos, pero con una belleza espectacular cuando las hojas de los árboles frutales y de los álamos, las piñas, los nogales y los sauces se ponían dorados, naranja y escarlata, se divisaba la nieve en las laderas de las montañas, y pasaban miles de aves salvajes en su vuelo hacia el Sur desde las tundras, más allá de las alturas del Hindu Kush. En los puestos de los mercados de Kabul había pilas de manzanas, uvas, choclos, nueces, y pimientos y en las llanuras sin cultivar había animales de caza. La gente recuperaría su buen humor con la llegada de los días frescos.

El enviado sonrió mientras contemplaba lo que había escrito en su Diario aquel día, dejó la pluma, se puso de pie y fue a detenerse junto a una de las ventanas que daban al Sur, para mirar la llanura que se oscurecía, los lejanos picos nevados que poco tiempo atrás brillaban con los últimos resplandores del verano, y ahora se veían plateados a la luz del cielo estrellado.

La noche estaba llena de sonidos porque después de la abstinencia del día, todo Kabul, liberado del ayuno por la puesta de sol, tomaba el iftari, la comida de la noche del Ramadán, y la oscuridad zumbaba como una colmena. Cavagnari aspiró la brisa nocturna, y en seguida, al oír pasos en la escalera, dijo sin volverse:

—Entra, William, he terminado las cartas para el Dak, de manera que puedes guardar el libro de códigos; ya no lo necesitaremos esta noche. No tiene sentido enviar otro telegrama a Simla, porque no hay nada nuevo que informar. Todo lo que necesitan saber lo encontrarán en el próximo Diario. ¿Qué día saldrá?

—El veintinueve por la mañana, señor.

—Bien, si surge algo de interés, antes de enviarlo mandaremos un lar (telegrama). Pero, con suerte, creo que ya ha pasado lo peor ahora que los de Herat se han dispersado.

A medio kilómetro de distancia, sobre el tejado de la casa de Nakshband Khan, también Ash miraba hacia las montañas y pensaba, como Cavagnari, que había pasado lo peor. Después de las lluvias de los días anteriores, había más nieve en las altas montañas, y aquella noche era un anticipo del otoño con su aire fresco, de manera que era muy probable que hubiera pasado lo peor del cólera… o que pronto terminaría. Y como Sir Louis, Ash se sentía alentado por la partida de los regimientos rebeldes.

Ahora, si el emir pagaba a sus tropas lo que aún les debía, o el cólera los dispersaba… o el enviado británico ganaba tiempo para él y para el emir insistiendo en que el Gobierno prestara suficiente dinero al tesoro afgano para pagar a los soldados, había una razonable probabilidad de que la misión lograra vencer la hostilidad y la desconfianza de un pueblo resentido, transformada en algo parecido a la tolerancia e incluso un cierto grado de respeto, aunque no fuera afecto. Lo que necesitaban, tanto Cavagnari como el emir, era tiempo, y Ash aún opinaba que el tiempo podía comprarse con dinero, sólo con dinero.

Pero si el emir pudo pagar a los heratis, razonaba Ash, probablemente encontrará dinero suficiente para pagar a los otros. Debe de haberse percatado de que no puede evitar pagarles, y que tendrá que reunir el dinero de alguna parte, aunque tenga que arrancárselo a los nobles y a los comerciantes ricos, o incluso a los prestamistas.

Quizá dijo esas palabras en voz alta sin darse cuenta, porque Anjuli, que estaba sentada junto a él con la cabeza apoyada en su hombro, se movió y dijo con suavidad:

—Es verdad, querido mío. Es una situación difícil, pero, si no se termina con ella, no habrá paz en Kabul… y menos aún para los que están en la residencia o el palacio de Bala Hissar.

Anjuli se estremeció al decirlo, e instintivamente el brazo de Ash la oprimió contra él, pero no habló, porque pensaba en Wally…

No había hablado con su amigo desde la tarde que pasaron junto a la tumba de Barbur, aunque lo había visto con bastante frecuencia desde la ventana de la casa de Munshi. Debía concertar otra entrevista pronto, y tal vez ahora no sería tan fácil. Había sido bastante sencillo hasta el día en que Cavagnari provocó el enfado del emir insistiendo en que se retiraran los centinelas afganos, pero desde entonces ninguno de los cuatro miembros europeos de la misión había podido dar un paso fuera del complejo sin que los siguiera una doble guardia de caballería afgana, además de su propia escolta.

En estas circunstancias, a Wally le resultaba imposible ir a ninguna parte solo, y mucho menos detenerse y entablar conversación con un afridi aparentemente desconocido. Pero trabajar en el Bala Hissar tenía sus ventajas, porque últimamente Ash se había enterado de algo que aún no se sabía en la residencia: que desde el primero de septiembre la misión británica debería recoger el forraje para sus propios caballos.

Hasta ese momento la hierba y el bhossa (paja) habían sido proporcionados por el emir pero ahora no continuaría haciéndolo. En el futuro, los cortadores de hierba de los Guías tendrían que salir a recoger lo que necesitaban y como sin duda para su propia seguridad irían acompañados por una escolta de sowars, no resultaría extraño que Wally saliera a cabalgar con ellos.

Por supuesto, la inevitable guardia afgana los vigilaría, pero lo más probable era que, después de un par de días, cediera la vigilancia y que Ash pudiera hablar con él sin despertar sospechas de nadie. Así podrían encontrarse al menos una o dos veces antes del fin del Ramadán, y entonces, si la suerte les acompañaba, probablemente la ola de odio e inquietud que invadía las calles de Kabul habría desaparecido.

Al menos una persona parecía estar segura de que la ansiedad terminaría. Sir Louis Cavagnari estaba convencido de que ya había disminuido, por lo que el día 28 de septiembre indicó a William que enviara otro telegrama a Simla diciendo que todo marchaba bien en la embajada de Kabul; dos días después, escribió, en una carta privada a su amigo el virrey, que no tenía nada de que quejarse con respecto al emir y sus ministros: «su autoridad es débil en todo Afganistán —escribió Sir Louis—, pero, a pesar de ello, lo que la gente dice en contra suya, personalmente creo que será muy buen aliado y que podemos hacer que cumpla lo prometido».

Ese día, el correo que salía llevó también una postal de Wally a su primo en la India, firmada sólo con una inicial. Había sido escrita con optimismo, pero William, que se encargaba de sellar el paquete del correo, leyó las palabras finales y quedó desconcertado por ellas. Porque Wally terminaba de esta manera: «Scribe a votre cousin in exilis vale, y ahora me despido hasta…»