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La antigua ciudadela de los emires de Afganistán había sido construida sobre las empinadas laderas de una colina fortificada, la Shere Dawaza, que dominaba la ciudad y gran parte del valle de Kabul.

Estaba rodeada por una larga pared externa, de unos nueve metros de alto con cuatro entradas principales flanqueadas por torres y coronadas por almenas semiderruidas. Dentro de este muro había otros, uno de los cuales rodeaba al palacio del emir en la parte superior del Bala Hissar. Aún más arriba estaba el fuerte, y, por encima de él, toda la colina del Shere Dawaza, se hallaba rodeada por un muro que ascendía por las empinadas laderas que seguían la línea de las alturas rocosas, de manera que los centinelas apostados allí veían el enorme círculo de la cadena montañosa, y más abajo el palacio y la ciudad, todo el valle y la ancha cinta ondulante del río Kabul.

La parte baja del Bala Hissar era una ciudad en sí misma, con las casas de los cortesanos y funcionarios y de todos los que trabajaban para ellos, y poseían sus propios comercios y mercados. En esta parte de la ciudadela se levantaba la residencia, y desde su ventana Ash podía ver todo el complejo… Las habitaciones de servicio y de depósito, los piquetes de Caballería, los establos en el extremo más distante, casi a la sombra del gran arsenal del emir, y directamente bajo el lugar en que él se encontraba, los cuarteles, una estructura oblonga como un fuerte que encerraba una hilera de aposentos cubiertos a cada lado, y que estaba dividida por un gran patio abierto al que se entraba por una arcada en un extremo y una pesada puerta en el otro.

Más allá de esa puerta, un estrecho sendero separaba los cuarteles de la residencia propiamente dicha que consistía en dos construcciones separadas, una frente a la otra, en un patio amurallado de unos treinta metros cuadrados, y en la más cercana y más alta de las dos construcciones, Wally, el secretario Jenkins y el cirujano Kelly tenían sus habitaciones, mientras que Cavagnari ocupaba la otra: un edificio de dos pisos que por el lado sur formaba parte del muro exterior de la ciudadela, de manera que las ventanas daban directamente al foso, con una vista magnífica del valle y de las nieves lejanas.

Ash también compartía ese paisaje, ya que no sólo la casa del enviado, sino la parte más alejada de toda la construcción terminaba en una pared de nueve metros, más allá de la cual estaba el campo abierto, el río y las colinas y el vasto panorama del Hindu Kush. Pero la belleza del paisaje no le interesaba… Reservaba su atención a la construcción de más abajo, donde veía de vez en cuando al enviado y su comitiva, observaba a sus sirvientes y a los hombres de la escolta que se dedicaban a sus tareas, y observaba a los que visitaban la residencia, y las idas y venidas de Wally.

Wally, como Anjuli, tenía una impresión desfavorable del Bala Hissar, aunque por razones diferentes. No lo encontraba siniestro, sino deplorablemente descuidado. Esperaba que la famosa ciudadela fuera un lugar magnífico e imponente (algo como el fuerte Rojo de Shah Jehan en Delhi, sólo que mejor, ya que estaba construido sobre una colina) y le disgustó encontrar una conejera de edificios deteriorados y callejuelas malolientes, detrás de una serie de muros irregulares, muchos de ellos en ruinas, en medio de una tierra estéril.

«La residencia» también resultó una desilusión, ya que consistía en un conjunto de edificios de barro y ladrillos en un gran complejo que estaba rodeado por tres lados por casas construidas en terrenos más altos, y en el cuarto, por el muro sur de la ciudadela.

Ni siquiera había una buena entrada, y la única separación entre la residencia y las casas que le rodeaban era una pared de barro que un niño de tres años podía escalar sin ninguna dificultad, lo cual motivaba una falta completa de intimidad, ya que cualquiera que deseara podía entrar sin permiso ni obstáculos a contemplar a la escolta, pasear por los establos a mirar los caballos o aun (si las puertas estaban abiertas) contemplar el gran patio central de la residencia.

—Caramba, esto es una combinación de pecera y ratonera, eso es lo que es —decidió Wally la primera tarde que pasó en el Bala Hissar, mientras él y el cirujano recorrían el lugar que sería el alojamiento de la misión británica. Su mirada crítica viajó hasta el arsenal, y desde allí hasta las casas de tejado aplanado de los afganos que se veían más arriba del complejo. Detrás de esta se levantaban los muros y las ventanas del palacio, y aún más arriba, las alturas fortificadas del Shere Dawaza…

—¡Mira eso! —exclamó Wally, espantado—. Es como vivir en el ruedo de una plaza de toros o en el Circus Maximus, con todos los asientos llenos de espectadores que nos miran, observan cada uno de los movimientos que hacemos, y esperan vernos morder el polvo. Además, pueden llegar aquí con toda facilidad, mientras que nosotros no podremos salir si a ellos se les ocurre detenernos… ¡Brrr! Es suficiente para hacerle temblar a uno. Tendremos que hacer algo.

—¿Qué? ¿Qué es lo que podremos hacer? —preguntó el doctor Kelly con aire ausente, contemplando el lugar desde un punto de vista profesional que tenía en cuenta los desagües, los olores, los retretes (o la falta de ellos), la dirección del viento o la fuente de agua mientras Wally sólo se interesaba en el aspecto militar.

—Bien, poner al lugar en estado de defensa, para comenzar —respondió prestamente Wally—. Construir una buena pared sólida frente a la entrada del complejo, con una puerta que podamos atrancar desde este lado: preferentemente de hierro. Y levantar otra en este lado de la arcada que conduce a los cuarteles, y cerrar ambos extremos del sendero que hay detrás, de manera que podamos permanecer en la residencia, si hay problemas, o en los cuarteles, una vez que hayamos cerrado la puerta. Tal como estamos sentados ahora, seríamos víctimas muy fáciles si nos atacaran.

—Ah, vamos, vamos, nadie nos atacará —replicó tranquilamente el médico—. El emir no querrá otra guerra; como sabrá que esa sería la mejor manera de que la hubiera, procurará que no haya problemas. Además, el Bala Hissar es su propia residencia, lo cual significa que somos sus huéspedes; y debe usted saber que los afganos son muy escrupulosos en materia de hospitalidad y tratamiento de los huéspedes, de manera que deje de preocuparse y tranquilícese. En todo caso, no hay mucho que se pueda hacer al respecto, porque si todos esos espectadores que usted mencionó decidieran volverse contra nosotros, nos atraparían con absoluta facilidad.

—Eso es lo que acabo de decir —replicó Wally—. Dije que seríamos víctimas muy fáciles, no me gusta desempeñar este papel. Tampoco pienso que sea buena idea tentarlos. ¿Recuerda al comandante de aquel Regimiento estacionado en Peshawar hace un par de años?

—¿El viejo «Bloater» Ramby? Si… aunque muy vagamente. Creía que había muerto.

—Así es. Murió durante un período de paz en que la Brigada estaba realizando maniobras de otoño cerca de la frontera. Salió a pasear solo una noche con su mejor chaqueta de color rojo, porque alguna persona importante había venido de Peshawar aquel día, y estaba mirando el paisaje cuando le atacó un miembro de una tribu. Los jefes de la tribu se disculparon, pero insistieron en que el sahib coronel tenía la culpa por haber proporcionado un blanco tan bueno que algún pobre khan fue tentado, y no pudo resistir disparar contra él. Estaban seguros de que los sahibs comprenderían que el hombre actuó sin maldad.

—Mmm… —El médico observó los techos y las pequeñas ventanas con barrotes o rejas que daban al complejo de la misión británica y dijo—: Sí, comprendo lo que quiere decir. Pero nada podemos hacer, Wally. No le quedará más remedio que soportarlo y confiar en que ningún tirador encuentre que constituimos un blanco atrayente. Porque no se puede hacer nada al respecto. Nada, nada.

—Ya lo veremos —replicó decididamente Wally.

Y aquella misma noche, cuando el enviado y su comitiva volvieron de hacer su primera visita oficial a palacio, habló sobre ello con William Jenkins y luego con Sir Louis mismo, pero no recibió respuesta satisfactoria de ninguno de los dos. Como había dicho Ambrose Kelly, no se podía hacer nada y nada se haría, por la simple razón de que negarse a ocupar los aposentos que se les habían destinado sería una gran descortesía, y exigir que se tomaran medidas de seguridad contra un ataque se consideraría un insulto no sólo al emir, sino al comandante en jefe del Ejército afgano, general Daud Shah, y prácticamente a todos los oficiales de alto rango de Kabul.

—En todo caso —dijo Sir Louis—, no es malo que la residencia sea fácilmente accesible a cualquiera que desee entrar. Cuantos más visitantes tengamos, mejor. Nuestro primer deber es establecer relaciones amistosas con los afganos, y no quiero que se impida la entrada a nadie, ni que se haga nada que sugiera que no deseamos público y que queremos mantenernos a distancia. En realidad, como le decía al emir…

El emir había recibido al enviado británico y su comitiva con gran cordialidad y grandes gestos de amistad y parecía muy dispuesto a acceder a cualquier petición. La solicitud de Sir Louis de que los miembros de su misión fueran libres de recibir visitas de oficiales afganos y sirdars fue concedida de inmediato. Y Sir Louis volvió a la residencia con ánimo excelente y dictó un telegrama al virrey que decía: Todo bien. Tuve entrevista con emir y entregué regalo.

Después de lo cual se sentó a redactar los primeros despachos desde Kabul y aquella noche se retiró a descansar sintiéndose eufórico y confiado: todo marchaba bien y su misión en Afganistán sería un gran éxito.

Wally, despierto en la casa que se encontraba al otro lado del patio de la residencia, no estaba tan encantado de la vida, al descubrir que su cama tenía habitantes. Ya le había causado bastante mala impresión recordar el hecho de que otra misión rival había sido huésped oficial de la residencia (y no mucho tiempo antes) porque encontró nombres rusos escritos en las paredes de su habitación. Pero hallar insectos en la cama era demasiado. Deseó fervientemente que su predecesor ruso hubiera sufrido también por ese motivo, y decidió que si estos eran los mejores aposentos que el emir de Afganistán podía ofrecer a los huéspedes extranjeros de alto rango, el resto del Bala Hissar debía ser un suburbio. Wally pensó que había visto edificios mejores en otros lugares de la India.

Pronto descubriría que los grandes edificios de piedra, las torres altas y los minaretes de mármol no son adecuados para una zona sujeta a temblores de tierra, y aunque las casas de barro, madera y yeso no tienen aspecto muy lujoso, en cambio son más seguras. Prácticamente, la única construcción de piedra del complejo era la de los grandes cuarteles, de una hilera de pilares de piedra que sostenía un tejado inclinado y formaba una arcada a ambos lados de un gran patio abierto separando los aposentos asignados a los mahometanos de los sikhs. Aquí, desobedeciendo las órdenes de Cavagnari, Wally logró colocar una segunda puerta para cerrar el frente de la arcada abierta que conducía a él, con el pretexto de que contribuiría a mantener el lugar más caliente en invierno.

Esta arcada tenía una extensión de diez metros, como un túnel en miniatura, que formaba un pórtico desde el cual salían dos escaleras, una a cada lado de la entrada que conducían al tejado. El lado interior de este túnel ya tenía una pesada puerta de hierro y ahora Wally hizo colocar otra en la entrada exterior: una puerta bastante frágil, ya que estaba construida de planchas de madera verde. Pero en caso de necesidad permitiría a sus hombres que usaran las escaleras sin ser vistos.

Había una tercera escalera en el extremo opuesto del largo patio, cerca de la puerta que se abría al camino de la residencia. Pero como podía producirse un ataque desde enfrente, las escaleras de la arcada serían vitales para la defensa de los cuarteles, ya que estos eran la defensa de la residencia. No es que Wally creyera que había la menor probabilidad de ataque, pero, como era la primera vez que actuaba solo al mando de un destacamento, le correspondía tomar todas las precauciones que pudiera… aunque fueran pocas. Pero, al menos, había hecho un gesto en ese sentido.

Y haría otros.

—Una vez que estemos allí, trataremos de entablar buenas relaciones con la gente —había dicho a Ash aquella noche en Mardan.

Y ahora se dispuso a hacerlo con entusiasmo, organizando deportes a caballo, que requerían habilidad como jinete y, por tanto, atraerían a los afganos, a quienes invitó a competir con los Guías en diversos deportes de equitación. Los demás miembros de la comisión también trataron de fomentar las buenas relaciones: Ambrose Kelly hizo proyectos para abrir un dispensario mientras que el enviado y su secretario mantenían conversaciones a diario con el emir, discusiones con los ministros e interminables visitas de cortesía de nobles funcionarios.

Sir Louis cabalgaba diariamente por las calles, aunque al mismo tiempo publicó un edicto que prohibía a todos los miembros de la misión subir a los tejados de cualquiera de los edificios de la residencia y ordenó que se colocaran toldos de lona en el patio del cuartel; el objetivo de ambas medidas era no herir la susceptibilidad de los vecinos en el Bala Hissar y la posibilidad de que se sintieran ofendidos al ver a los «extranjeros» en plan doméstico.

«Este es un país notable —escribía Wally en su respuesta a un primo que servía en la India y le había escrito para felicitarle cuando ganó la Cruz Victoria, el cual preguntaba cómo era Afganistán—. Pero Kabul no te gustaría mucho. Es un lugar miserable…»

La carta incluía una descripción divertida de un «Pagal-gymkhana» que él había organizado el día anterior, pero no contenía sugerencias de que los regimientos de heratis de la ciudad fueran una fuente continua de problemas. Pero el mensajero que llevó esta carta particular al puesto británico de Ali Khel, donde se enviaban y recibían todos los telegramas y cartas de la misión ya había llevado un telegrama de Sir Louis al virrey que decía: «Hoy he recibido informes alarmantes de varias fuentes sobre la conducta rebelde de los regimientos de Herat, algunos de sus hombres han sido vistos en la ciudad con las espadas desenvainadas y usando un lenguaje injurioso contra el emir y sus visitantes ingleses, y me aconsejaron no salir para nada durante un día o dos. Mandé llamar al ministro de Relaciones Exteriores y, como él confiaba en que los informes eran exagerados, salimos como de costumbre. No dudo de que hay malestar entre las tropas a causa del retraso en el cobro de sus haberes y especialmente por el servicio obligatorio, pero el emir y sus ministros confían en que podrán dominar la situación».

Otro telegrama, enviado al día siguiente, era considerablemente más corto: «Estado de cosas informado ayer continúa más atenuado. Emir expresa total confianza en mantener disciplina». Sin embargo, el Diario que Sir Louis escribía todas las noches y enviaba al final de cada semana al virrey, describía la llegada de los heratis rebeldes a Kabul, exigiendo su sueldo y completamente indisciplinados.

Sir Louis disponía de sus propias fuentes de información y había recibido noticias de fuentes fidedignas sobre la conducta de los descontentos, que implicaba mucho más que «cierto malestar». Además, había oído que las tropas se habían negado rotundamente a volver a sus bases hasta que cada uno de los hombres hubiera recibido hasta el último anna de, su paga, pero que no había suficiente dinero en el Tesoro para pagarles. Nada de esto coincidía con las declaraciones optimistas del ministro de Relaciones Exteriores y del emir.

Pero en cierto sentido Ash tuvo razón al pensar que Sir Louis no calibraba totalmente el peligro en que se encontraban él y su misión.

El enviado no ignoraba lo que sucedía en Kabul, pero se negaba a tomado seriamente. Prefería aceptar la declaración del ministro de que la situación estaba controlada, y sumergirse en planes para reformar la Administración de Afganistán, junto con proyectos para un viaje en otoño con el emir, más bien que concentrarse en un problema mucho más urgente e inmediato: discurrir formas y medios para fortalecer la débil autoridad del emir frente a la creciente marea de desenfreno y violencia que inundaba el valle de Kabul, y que ahora amenazaba con invadir la ciudad, e incluso la ciudadela.

—No puede saber qué está sucediendo —dijo Ash—. Se lo ocultan. Es necesario decírselo, y usted es el que debe hacerlo, sahib Sirdar. Él le escuchará porque usted es un mayor risaldar de los Guías. Le ruego, en nombre de ellos, que vaya a la residencia, y se lo advierta.

El sirdar fue y Sir Louis escuchó atentamente todo lo que dijo; cuando terminó, sonrió y respondió con ligereza:

—Sólo pueden matar a los tres o cuatro que estamos aquí, y nuestras muertes serán vengadas.

Una observación que enfureció a Ash cuando la oyó, ya que estaba seguro de que, en caso de que hubiera problemas, no solamente «nosotros», sino toda la escolta, junto con los numerosos criados y ayudantes que habían acompañado a la misión a Kabul, morirían también.

Ash no había oído el comentario que, según se decía, habría hecho Cavagnari antes de partir de Simla, en el sentido de que no le importaría morir si su muerte conducía a la anexión de Afganistán; sin embargo, comenzó a preguntarse si últimamente el enviado no estaba un poco desequilibrado y quizá se veía a sí mismo como un mártir sacrificado en el altar de la expansión imperial. Era una sospecha demencial, por lo que la descartó de inmediato. Pero volvió a pensar en ello una y otra vez en los días que siguieron, porque en algunos momentos le parecía que no podía haber otra explicación para la altanera conducta del enviado ante todas las advertencias.

El sirdar, molesto por la insolencia de los heratis y preocupado por la seguridad de los Guías, hizo una segunda visita a la residencia para informar a Sir Louis sobre ciertas cosas que él mismo había visto y oído.

—No repito habladurías, señor —dijo el sirdar—, sino sólo lo que he visto con mis propios ojos. Los regimientos marchan por las calles con los oficiales a la cabeza, y gritan amenazas e insultos contra el emir, contra los regimientos de kazilbashi que son leales al emir; los acusan de cobardía y de servidumbre a los infieles, y les gritan que ellos, los heratis, mostrarán a los esclavos kazilbashi cómo tratar a los extranjeros. A usted, sahib Excelencia, también le insultan… usando su propio nombre. Los he oído. Es necesario que usted lo sepa, porque esto no augura nada bueno y hay que detenerlo cuando todavía estamos a tiempo.

—Pero si ya lo sé —respondió Cavagnari—. Y también Su Alteza el emir, que conoce el asunto desde antes, y me ha advertido que no vaya a la ciudad hasta que terminen los disturbios. En cuanto a los heratis, no debe usted temerles, sahib risaldar. Perro que ladra no muerde.

Sahib —dijo gravemente el exmayor risaldar—. Estos perros muerden. Y yo, que conozco a mi gente, le aseguro que existe un gran peligro.

Sir Louis frunció el ceño ante la crítica implícita; luego, su rostro se aclaró, rio y respondió:

—Y yo vuelvo a decide que lo máximo que pueden hacer es matarnos; y si lo hacen, la venganza será terrible.

El sirdar se encogió de hombros y se rindió.

—No tenía sentido decir nada más —dijo a Ash—. De todas maneras, cuando me retiré vi al sahib Jenkins que salía del patio, le seguí y le pedí permiso para hablarle a solas. Fuimos juntos hasta los establos en las líneas de Caballería, donde le hablé de estos asuntos. Cuando terminé, me respondió rápidamente: «¿Ha hablado de esto con el sahib Cavagnari?» Cuando le contesté que acababa de hacerlo, y le comuniqué la respuesta que había recibido, permaneció en silencio unos momentos, y luego dijo: «Lo que dice el sahib Cavagnari es cierto. Al Gobierno británico no le dañará perder tres o cuatro de nosotros». Ahora yo le pregunto a usted, ¿qué puede hacer uno con hombres así? He perdido mi tiempo y el de ellos, porque es evidente que no quieren enterarse de nada.

A Ash no le fue mucho mejor con Wally, a quien logró ver en varias ocasiones y con bastante facilidad, ya que la política de Sir Louis de fomentar las visitas y mantener la casa abierta significaba que la residencia estaba siempre llena de afganos que dejaban a sus criados en el complejo donde conversaban con los sirvientes de la residencia y los hombres de la escolta. Esto facilitó a Ash el poder mezclarse con ellos y pasar un mensaje a Wally acordando encontrarse con él en cierto lugar donde pudieran hablar sin llamar la atención, y después de ese primer encuentro inventaron un simple código.

Pero aunque Wally siempre se alegraba enormemente de verlo y se interesaba mucho en todo lo que decía Ash, no había la menor posibilidad de que intentara transmitir algo de lo que le decía a Sir Louis. El comandante con quien Ash había discutido este punto en Mardan, admitía los problemas que podían surgir, y al hablar con Wally antes de partir, le dijo que el enviado contaría con sus propias fuentes de información, y que no le correspondía al teniente Hamilton proporcionarla. Si en algún momento tenía razones para suponer que Sir Louis ignoraba algún asunto vital que Ashton había comunicado a Hamilton, debía mencionarlo al secretario del enviado y ayudante político, William Jenkins, quien decidiría si debía comunicarlo o no.

—Eso hice el otro día —confesó Wally con cierta vergüenza—, y nunca volveré a hacerlo, Willy me trató muy mal. Me dijo que Sir Louis sabía mucho más que yo lo que sucedía en Kabul y me sugirió que fuera a jugar con mis soldados… o algo por el estilo. Y, por supuesto, tiene razón.

Ash se encogió de hombros y comentó con poca amabilidad que esperaba sinceramente que así fuera. Se sentía preocupado y temeroso, no sólo a causa de las muchas cosas inquietantes que se decían y hacían en la ciudad, y sus temores por la seguridad de Wally y de los Guías, sino porque tenía miedo por Juli. Porque había furia y odio en la ciudad. Aún no se habían dado casos en el Bala Hissar ni cerca de la tranquila calle donde se encontraba la casa de Nakshband Khan, pero la enfermedad hacía estragos en los barrios más pobres y más congestionados de Kabul; y llegó un día en que Ash se enteró por un amigo del sirdar, un hindú conocido, cuyo hijo estaba al servicio del hermano del emir, Ibrahim Khan, que había aparecido entre las tropas fuera de servicio.

Si no hubiera sido por el hecho de que la mitad de la India, como Ash sabía bien, también sufría de una terrible epidemia de cólera aquel año, casi con seguridad se habría llevado a Anjuli en seguida y hubiese abandonado a Wally y a los Guías sin pensarlo dos veces. Pero no tenía adonde llevarla, y decidió que probablemente era menos peligroso que se quedara donde estaba, ya que, con suerte, el cólera no llegaría a aquel barrio de la ciudad; y en cualquier caso, disminuiría drásticamente al comenzar el otoño. Pero fue una época de gran ansiedad y Ash enflaqueció por las tensiones y cada vez encontraba más difícil hablar con Wally de los peligros que amenazaban a la misión.

De todas maneras, Wally se sentía apoyado al saber que su amigo pasaba una gran parte del día en una casa en el fondo del complejo de la residencia, le consolaba saber que con sólo mirar hacia cierta ventana podía confirmar si Ash estaba allí o no, porque cada mañana, cuando Ash llegaba a trabajar, colocaba un florero azul con un ramo de flores o de hojas entre los dos barrotes centrales de su ventana, como señal de que estaba allí y que no se había ausentado de Kabul.

Sin embargo, aun sin la información que recibía de Ash, Wally no podía dejar de percibir que la situación en Kabul se deterioraba día a día. Sabía, y no podía ignorarlo, que ninguno de los criados ni los hombres de la escolta salían solos, ni siquiera en parejas, a bañarse o a lavar sus ropas en el río, sino que preferían ir en grupos… y armados; que ni los musulmanes se atrevían ahora a ir solos a la ciudad, mientras que los sikhs y los hindúes jamás se dejaban ver en las calles, de manera que, excepto cuando estaban de guardia, permanecían dentro de los cuarteles. Lo que no sabía era que Ash ya había comenzado a actuar en una pequeña esfera para luchar contra el malestar desarrollado contra los extranjeros.

Era un asunto poco importante y significaba más riesgos de los que Ash podía permitirse. Pero hacía su efecto. Ash tomó parte en los deportes de equitación, con un caballo prestado y disfrazado de miembro de la tribu hilzai, y ganó varios juegos… para gran deleite de los nativos, que estaban resentidos por las proezas mostradas por los Guías, y estaban convencidos de que las competiciones tenían como propósito demostrar la superioridad del Ejército de los sahibs sobre el propio.

La habilidad de Ash en este tipo particular de deporte contribuyó a recuperar un poco el equilibrio. Pero no se atrevió a repetir la experiencia, aunque los comentarios de los espectadores seguían preocupándole… lo mismo que las conversaciones en los mercados. Estas últimas en tal grado que se acercó al amigo hindú del sirdar (quien, como decía el sirdar, «conocía todas las idas y venidas en las casas de los grandes hombres») y le rogó que fuera a la residencia y hablara con Sir Louis Cavagnari de la actitud cada vez más virulenta de los ciudadanos hacia la presencia de la misión extranjera.

—Porque Su Excelencia —explicó Ash—, hasta el momento sólo ha hablado con afganos. ¿Y quién puede decir cuánto le han contado de verdad, o si prefieren hacerle creer que todo marcha bien? Pero usted, que es un hindú, cuyo hijo está al servicio del propio hermano de Su Alteza el emir, logrará que le escuche con atención; creerá lo que usted dice y tomará medidas para protegerse a sí mismo y a su grupo.

—¿Qué medidas? —preguntó el hindú con escepticismo—. Sólo hay una medida que serviría de algo: disolver esta misión y volver con ella a la India sin demora. Aunque no me atrevería a asegurar que llegarán allí a salvo, ya que las tribus pueden asaltarla por el camino.

—Eso no lo hará nunca —respondió Ash.

—No. Pero no hay mucho más que pueda hacer, ya que deben saber que los lugares donde viven él y su misión no pueden defenderse de un ataque. Por tanto, si toma todas las advertencias con ligereza y contesta a ellas con palabras audaces, será tal vez porque es inteligente, y no, como usted supone, porque es ciego y tonto. Debe saber que sus palabras serán repetidas y el hecho mismo de que sean audaces puede detener a los revoltosos; y eso es sabiduría, no estupidez. Ya he hablado con él antes, pero si usted y el sahib sirdar lo desean, con mucho gusto volveré a hacerlo y veré si consigo hacerle entender lo referente a la mala voluntad contra la misión que prevalece en esta ciudad. Aunque creo que él ya lo sabe.

La prometida visita tuvo lugar aquel mismo día. Pero esta vez el visitante no logró ver al enviado británico, porque los centinelas afganos que por orden del emir hacían guardia en la entrada de los cuarteles (supuestamente para mayor seguridad y protección de la misión británica) no sólo le cortaron el paso, sino que le insultaron y apedrearon cuando se marchaba.

—Recibí varios golpes —informó el hindú—, y cuando me vieron trastabillar, se rieron. Este lugar ya no es seguro para hombres como yo, o para extranjeros de ningún origen. Creo que es hora de que me vaya por un tiempo de Kabul, y me dirija al Sur a visitar a mis parientes.

Se negó categóricamente a hacer ningún otro intento de ver a Sir Louis, y cumplió con su palabra de salir de Kabul unos días después. Pero el relato del tratamiento recibido por su amigo por parte de los centinelas afganos trastornó al sirdar Nakshband Khan casi tanto como había afectado a Ash, y aunque después de su visita anterior a la residencia, también el sirdar había jurado que no volvería a ir allá, volvió.

Sir Louis le recibió bastante bien, pero le aclaró desde el principio que estaba ya informado de la situación en Kabul y que no necesitaba más datos sobre el particular, y aunque le alegraba el verle, por desgracia estaba demasiado ocupado como para dedicar todo el tiempo que quisiera a visitas puramente sociales.

—Por supuesto. Comprendo —asintió cortésmente el sirdar—. Como también entiendo el hecho de que tiene usted muchas fuentes de información y que, por lo tanto, sabe mucho de lo que sucede en la ciudad. Aunque no todo, creo. —Y contó a Sir Louis que un hindú muy conocido y respetado, que se había presentado en la residencia para hablar con él, no había podido entrar y que fue insultado y alejado a pedradas por los centinelas afganos.

El rostro de Sir Louis expresaba gran furia mientras escuchaba.

—Eso no es cierto —replicó—. ¡Ese hombre miente!

Pero el sirdar no se dejó intimidar por la furia de Cavagnari.

—Si el huzoor no me cree —replicó con calma—, que pregunte a sus sirvientes algunos de los cuales presenciaron el tratamiento recibido por el hindú, como también muchos de los Guías. El huzoor no tiene más que preguntar; y cuando lo haga se enterará de que es aproximadamente un prisionero. Pero «¿qué se gana con permanecer aquí si a uno no le permiten ver a los hombres que sólo desean contarle la verdad?».

La sugerencia de que no gozaban de plena libertad afectó muchísimo al enviado, porque Pierre Louis Cavagnari era un hombre muy orgulloso, hasta el punto de que con frecuencia los que no compartían sus opiniones o habían sido maltratados por él, lo describían como insufriblemente arrogante.

Es cierto que tenía una alta opinión de su propia capacidad y que no le gustaban las críticas.

La historia del sirdar Nakshband Khan tocó su orgullo personal y su dignidad oficial como representante de Su Majestad Británica, la emperatriz de la India, y le habría gustado no creerla. En cambio, replicó fríamente que investigaría el asunto, despidió a su visitante, mandó llamar a William Jenkins, y ordenó al secretario que averiguara de inmediato si alguien en el complejo de la residencia habría presenciado el incidente referido por Nakshband Khan.

William volvió quince minutos después. Informó que, lamentablemente, la historia era cierta. No sólo la habían confirmado varios de los criados de la residencia, sino también dos jardineros y una docena de hombres de la escolta, incluidos el jemadar Diwand Singh, de la Caballería de los Guías, y el havildar Hassam, de Infantería.

—¿Por qué no me informaron antes? —preguntó Cavagnari, pálido de furia—. ¡Por Dios, tendré que enseñar disciplina a esos hombres! Debieron habérmelo informado de inmediato, y si no a mí, en todo caso a Hamilton o a Kelly o a usted. Y si el joven Hamilton lo sabía, y no me lo dijo… dígale que deseo hablar con él en seguida.

—Creo que no está aquí en este momento, señor. Creo que salió hace alrededor de una hora.

—Entonces que venga a verme inmediatamente después que regrese. No tiene derecho a salir sin comunicármelo. ¿Dónde diablos ha ido?

—No tengo la menor idea, señor —respondió William sin inmutarse.

—Debería tenerla. No permitiré que mis oficiales salgan de la residencia cuando les parezca. No pueden andar por la ciudad en un momento como este. No es que yo crea…

Dejó la frase sin terminar y despidió a Jenkins, con un breve gesto.

Pero Wally no estaba paseando por la ciudad. Había ido a ver a Ash, con quien había acordado encontrarse en la ladera del sur de Kabul, donde está enterrado el emperador Barbur. Porque era 18 de agosto y era su cumpleaños: aquel día cumplía veintitrés.