El pájaro solitario, con el pico abierto a causa del intenso calor, estaba dormitando en la rama de un pino cerca de la cresta del paso cuando oyó los primeros ruidos desde abajo, y abrió un ojo.
Todavía las voces y los ruidos de los cascos de los caballos estaban demasiado lejos para ser alarmantes, pero se acercaban y a medida que los sonidos aumentaron en volumen y el crujido de las sillas y el tintineo de los arneses se agregaron al ruido de los cascos y las voces, el pájaro levantó la cabeza, y escuchó el ruido causado por un gran grupo de jinetes que subían por el sendero de la montaña. Debían de ser trescientos, de los cuales menos de un tercio eran ingleses, los otros eran soldados indios y afganos. Cuando aparecieron los dos jinetes que conducían al grupo, el pájaro se asustó, y, abandonando su siesta, se alejó volando con un grito furioso.
El general se dio cuenta de que el distinguido civil que cabalgaba junto a él, había levantado la mano a manera de saludo, murmurando algo en voz baja. Suponiendo que se dirigía a él, dijo:
—Perdón, ¿qué ha dicho?
—Ese pájaro: mire…
El general miró en la dirección que le señalaba el dedo y respondió:
—Ah, sí. Una urraca. No se las ve a menudo en estas alturas. ¿Eso decía usted?
—No. Estaba contando hasta diez.
—¿Contando…? —El mayor general Sir Frederick Roberts, a quien sus hombres llamaban Bobs, parecía desconcertado.
Cavagnari rio y lo miró con cierta timidez:
—Bien, es una superstición tonta. Se supone que uno aleja a la mala suerte si cuenta desde diez para abajo al ver a una urraca.
—¿No lo hacen en Inglaterra? ¿Es sólo una superstición irlandesa?
—No lo sé. Nunca he oído eso en mi parte de Inglaterra. Aunque creo que las saludamos. A las urracas, quiero decir.
—No saludó usted a esta.
—No. Bien, ahora ya es tarde. Se ha ido. De todas maneras, no soy una persona especialmente supersticiosa.
—No sé si yo lo soy… —meditó Cavagnari—. Habría dicho que no. Pero quizá lo sea, porque admito que preferiría no haber visto a ese pájaro. No le diga a mi mujer que vimos una urraca, ¿sabe? No le gustaría. Siempre ha sido muy supersticiosa sobre estas cosas, y cree que traen mala suerte y se preocupa por eso.
—No, por supuesto que no se lo diré —replicó despreocupadamente el general. Pero aquello le sorprendió, y se le ocurrió que el pobre Louis debía tener menos confianza en esta misión a Kabul de la que se suponía, si un incidente trivial como ver a una urraca le había alterado así… y realmente estaba alterado, porque se le veía sombrío y pensativo; y de pronto, mucho más viejo…
El mayor Cavagnari había llegado a Simla a principios de junio para discutir la interpretación del Tratado de Gandamak con su amigo el virrey, y a recibir su recompensa por haber inducido al nuevo emir, Yakoub Khan, a firmarlo. Cuando volvió a partir en julio, era el mayor Sir Louis Cavagnari, enviado de Su Majestad y ministro plenipotenciario en la Corte de Kabul.
No era hombre dado a perder el tiempo, y en cuanto todo estuvo listo, la misión británica partió para Kabul.
Considerando que se había librado una guerra para establecerla, la misión era sorprendentemente modesta. Pero Pierre Louis Napoleon no era tonto, y aunque el virrey, Lord Lytton (que la consideraba el primer paso para establecer una presencia británica permanente en Afganistán, y como tal, un triunfo de la política expansionista), podía tener mucha confianza en su éxito, el enviado recientemente designado no era tan optimista.
A diferencia de Lord Lytton, el trabajo de Louis Cavagnari le había proporcionado bastante experiencia sobre los súbditos del emir, y aunque Ash pensaba lo contrario, conocía los riesgos que implicaba forzar semejante presencia a una población que la rechazaba, y también que sólo un ejército podía garantizar la seguridad de cualquier misión británica. Por tanto, no veía razón en arriesgar más vidas que las necesarias, y se había reducido al número mínimo, restringiendo su comitiva a sólo tres hombres: William Jenkins, secretario y ayudante político, un oficial médico, el mayor cirujano Ambrose Kelly, y un agregado militar, el teniente Walter Hamilton, ambos de los Guías, este último al mando de una escolta de veinticinco soldados de Caballería y cincuenta y dos de Infantería del mismo Cuerpo. Aparte de un solo enfermero y de los indispensables servidores del campamento (criados, syces y otros que acompañaban a la misión), esto era todo. Porque, aunque el enviado tuvo el cuidado de no enfriar el entusiasmo del virrey, admitió ante ciertos amigos íntimos de Simla que se daba cuenta de que había cuatro posibilidades contra una de que nunca volviera de su misión, agregando que si su muerte conducía a «colocar la línea roja en el Hindu-Kush» no se quejaría.
El tamaño de la misión fue una desilusión para Wally, que había imaginado una comitiva mucho más grande e imponente: que impresionaría a los afganos y daría prestigio al Imperio británico. Lo reducido del grupo del enviado le impresionó como un ejemplo depresivo de la actitud del Gobierno, pero se consoló con la idea de que era una invitación del poder y prestigio del Raj enviar apenas un puñado de hombres cuando otras naciones menores habrían considerado necesario mandar una horda de funcionarios menores y una numerosa escolta. Además, cuanto más pequeño fuera el número, mayor sería la gloria.
No le pareció extraño que Cavagnari propusiera viajar a Kabul a través del valle del Kurram y el paso de Shutergardan y no por la ruta mucho más corta y más fácil a través del Khyber, ya que él había marchado por el infierno en que el calor y el cólera habían convertido el camino cuando el Ejército se retiró de Afganistán después de firmar el tratado de paz, y hombres y animales de carga, caían y morían por miles en la línea de marcha. Los cadáveres de los primeros eran enterrados en tumbas poco profundas cavadas rápidamente en la tierra al lado del camino, pero no fue posible hacer lo mismo con los cadáveres de mulas y camellos; por lo que, sabiendo que el Khyber aún sería un lugar de corrupción, Wally no deseaba pasar otra vez por ese camino hasta que el tiempo y los consumidores de carroña hubieran limpiado el lugar y sepultado todo aquello bajo una capa piadosa de polvo.
Por comparación, el valle de Kurram, incluso en aquella estación del año, debió ser un paraíso. Y como ya no era parte de Afganistán (ya que había sido cedido a los británicos por las cláusulas del tratado) las tropas victoriosas que los vigilaban no habían sido retiradas, lo cual, pensaba Wally, aseguraría el paso sin problemas hasta la frontera afgana. Pero en esto se equivocaba.
Las tribus no tenían en cuenta cosas tales como tratados o acuerdos entre Gobiernos rivales, y seguían persiguiendo a las guarniciones, asesinando soldados y robando rifles, municiones y animales de carga. Se llevaban los camellos bajo las mismas narices de los centinelas; las caravanas que llevaban fruta desde Afganistán a la India eran detenidas en el paso del Shutergardan y arrasadas por bandas de gilzais. Tan sólo en el mes de julio, un cirujano británico fue apuñalado y un oficial indio del 21 de Punjabis, junto con su ordenanza, fue atacado y asesinado a la vista de su escolta que venía un poco detrás.
Incluso el propio general Roberts escapó por poco a que lo capturaran los hombres de Ahmed Khel…
—Los matarán a todos. ¡A todos! —exclamó el que una vez fuera virrey de la India, John Lawrence, hermano de Sir Henri, famoso en el Punjab, cuando llevó la noticia a Londres de que la misión británica había partido para Kabul. Y si las condiciones en el Kurram eran risibles, la perspectiva era lo suficientemente siniestra como para justificar ese comentario pesimista.
En realidad, había pocas señales de paz en el valle. Para asegurar la protección de la misión, se destacó a un escuadrón de Lanceros de Bengala y tres compañías de Highlanders y Gurkhas para protegerlos. Además de esto, el general Roberts, y no menos de cincuenta de sus oficiales que deseaban rendir honores al nuevo enviado, se unieron a su grupo para abrirles paso.
Con esta escolta, Sir Louis Cavagnari y los miembros de la misión llegaron a Kasim Khel a siete kilómetros de la cima del paso del Shutergardan y apenas a cuatro kilómetros y medio de la frontera afgana… Los acantilados conocidos como Karatiga, la Roca Blanca. Allí acamparon esa noche, y ofrecieron al general y a sus hombres una cena de despedida: una reunión que resultó muy ruidosa y alegre a pesar del hecho de que al día siguiente se separarían, y nadie estaba seguro de lo que le esperaba.
La fiesta terminó tarde, y a la mañana siguiente el representante del emir, sirdar Khushbil Khan, escoltado por un escuadrón del 9° de Caballería afgana, entró en el campamento para escoltar a la misión en la última etapa de su viaje hacia la frontera.
El representante del emir iba acompañado por el jefe de la tribu ghilzai, un hombre de barba gris, flaco, llamado Pabshah Khan, de quien Wally desconfió nada más verlo. No porque pensara mucho mejor de Khushbil Khan, cuyo aspecto siniestro y ojos astutos y evasivos le resultaban más desagradables que la cara de lobo del jefe ladrón.
—No me inspiran la menor confianza —dijo Wally en un susurro al mayor cirujano Kelly, quien sonrió con los labios apretados y replicó en voz baja que desde ahora en adelante no tendrían otra alternativa que confiar en ellos, ya que hasta que llegaran a Kabul esos dos y el grupo de rufianes que habían traído con ellos eran los responsables de su seguridad.
—Y debo admitir que no me siento muy tranquilo —agregó pensativamente el doctor.
El grupo al que se refería iba montado en caballos pequeños y flacos y llevaban uniformes que parecían desechados por los dragones británicos, con cascos adquiridos a la artillería de Bengala. Iban armados con carabinas y tulwares, y Wally observándoles con interés profesional, decidió que sus Guías tendrían que manejarlos con cuidado. Nunca había visto un grupo de guerreros tan extraño, y si no hubiera sido por sus rostros fieros y con barba y el duro resplandor de sus ojos, el efecto lo habría hecho reír.
Pero Wally no se sentía divertido, porque se daba cuenta de que, a pesar de su apariencia ridícula y su indisciplina, no sabían lo que quería decir miedo… ni piedad, tampoco. Y, como al mayor Kelly, no le gustaba la idea de que estos fueran los hombres que el emir de Afganistán enviaba para conservar la paz en Kabul y proteger las vidas del enviado británico y su comitiva.
«Podremos hacerles frente si intentan algo en el camino —pensó Wally—, pero siempre habrá otros que les remplacen. Centenares… Millares… y nosotros, los que protegemos la misión, somos menos de ochenta…»
Mientras se dirigían a Karatiga, se le ocurrió que quizás, al fin y al cabo, la visión de Ash no fuese tan alarmista y la autoridad del nuevo emir era más fuerte de lo que parecía. Porque si un sirdar de mirada esquiva, un ghilzai con aspecto de lobo y aquel miserable escuadrón de Caballería era lo mejor que podía enviar el emir para recibir una misión británica y hacerse responsables de que llegaran sin riesgos a Kabul, tal vez las condiciones fueran casi tan caóticas como había dicho Ash. Si era así, Wally lo había juzgado mal. De todas maneras, no se habría comportado de forma diferente, aunque hubiera creído todo lo que decía Ash… y Ash lo sabía.
Por más grande que fuera el peligro, en ningún caso habría cambiado su lugar con nadie, y mientras observaba cómo los que los habían acompañado hasta la frontera daban media vuelta y se alejaban, lo lamentó realmente por ellos, pues tendrían que regresar mansamente al Kurram y a los deberes de la guarnición, mientras que él, Walter Hamilton, seguiría adelante hacia la aventura y la fabulosa ciudad de Kabul…
La delegación afgana les había levantado una tienda en una zona llana cerca del pie del paso del Shutergardan, y allí, el representante del emir y el jefe de los ghilzais dieron un banquete en honor de Sir Louis y su comitiva y al general Roberts y sus cincuenta oficiales británicos, antes de que todos volvieran a montar para subir a la cumbre, donde se extendieron alfombras en el suelo y se sirvieron vasos de té. El aire en la cima del paso era fresco y estimulante, y el paisaje de los picos que lo rodeaban y el pacífico valle de Loger, mucho más abajo, podía elevar el espíritu de cualquiera excepto de alguien muy pesimista. Pero el sol ya descendía en el cielo. Khushbil Khan instó a sus huéspedes a que siguieran adelante y bajaron al campamento afgano, donde, tras intercambiar los últimos saludos y despedirse, Roberts y sus oficiales se separaron de la misión.
Un observador casual que presenciara estas despedidas jamás habría sospechado que los jefes albergaban temores, porque Cavagnari había recobrado mucho tiempo atrás la ecuanimidad que había perdido por corto tiempo al ver la urraca, ambos hombres estaban de muy buen humor cuando renovaron una promesa de volver a encontrarse en la estación fría, se estrecharon la mano, se desearon buena suerte y siguieron caminos diferentes.
Pero, apenas habían recorrido cincuenta metros, cuando cierto impulso los hizo detenerse y dar media vuelta al mismo tiempo para mirarse.
Wally, controlando instintivamente su caballo, les vio cambiar una larga mirada y luego continuar rápidamente hacia delante, y sin hablar, volver a estrecharse las manos antes de separarse de nuevo. Fue un incidente curioso, y para Wally, extrañamente perturbador. Le pareció que borraba gran parte del brillo de aquel día alegre, y cuando el grupo acampó para pasar la noche al pie occidental del paso, se tendió con la carabina a su lado y el revólver de reglamento bajo la almohada, y no durmió muy bien.
Cinco días más tarde, la misión británica fue recibida en Kabul con los mismos honores que habían sido brindados al general Stolietoff y a sus rusos, sólo que las dos entradas en la capital diferían en tamaño (el grupo de Stolietoff era mucho más numeroso e imponente) y el hecho de que se tocó un himno nacional diferente.
La población no celebró ninguna de las dos entradas. Pero un espectáculo es siempre un espectáculo, y como antes, los ciudadanos de Kabul se reunieron en masa para disfrutar de un tamarsha gratis y ver pasar a los elefantes de gala, que llevaban a otro enviado extranjero y a su ayudante político en sus howdahs doradas, e iban seguidos de cerca por otra escolta militar… Esta vez sólo un puñado de hombres: dos sahibs y un destacamento de veinticinco hombres de Caballería.
Pero, a pesar de lo que pudieran pensar las multitudes, Sir Louis no tenía críticas que hacer. Los hombres de los regimientos afganos que se alineaban en la ruta y contenían a la gente saludaban, al pasar ellos, y cuando entraron en el Bala-Hissar, las bandas militares tocaron God save the Queen casi ahogado por el atronar de los cañones que hacían las salvas de ordenanza. Fue un recibimiento eminentemente satisfactorio: la reivindicación triunfante de su política y el mejor momento de su vida…
Los cañones y las bandas, las multitudes de buen humor, los gritos de los niños y la afabilidad de los oficiales enviados con los elefantes para recibirlo y escoltarlo a la capital afgana, sirvieron para convencerlo de que había tenido razón en insistir en que el emir respetara el tratado de Gandamak y aceptara la presencia británica en Kabul sin más demoras. Bien, ahora esa presencia estaba allí, y evidentemente sería más fácil establecerla de lo que se había pensado. Desde el momento en que él y su grupo se instalaran en sus cuarteles, comenzaría a trabar una amistad personal con Yakoub Khan y a tratar de ponerse en buenas relaciones con sus ministros, como primer paso hacia el establecimiento de lazos fuertes y duraderos entre Gran Bretaña y Afganistán. Todo saldría bien.
El enviado no fue el único en quedar complacido con la recepción brindada a la misión, y estimulado por el buen humor de las numerosas multitudes que salieron a recibirlo.
Los miembros de su comitiva quedaron igualmente impresionados, y Wally, buscando entre el mar de rostros con la esperanza de ver a Ash, advirtió las expresiones en esos rostros y pensó:
«A este muchacho le gusta asustar a todo el mundo. ¡Cómo me reiré de él cuando lo vea! Esta gente parece más bien un grupo de niños en una fiesta escolar, que esperan que les repartan torta». La comparación era más exacta de lo que él pensaba.
En realidad, la población de Kabul, hablando metafóricamente, esperaba torta, y si a Wally se le hubiera ocurrido volverse y mirar el camino que habían recorrido, habría notado que las expresiones ansiosas de los que miraban se transformaban en otras de desconcierto al observar el hecho de que la misión británica sólo consistía en este puñado de hombres. Esperaban un despliegue de poder mucho más grande del Raj británico, y se sentían estafados. Pero Wally no pensó en mirar atrás; ni encontró el rostro que esperaba ver.
Ash no estaba entre la multitud que fue a observar la llegada del enviado de Su Majestad Británica y el ministro plenipotenciario de la Corte de Kabul. No deseaba que ninguno de los visitantes le reconociera (y atraer así una atención que no deseaba) y por eso no estaba allí, y había preferido escuchar desde la terraza de la casa del sirdar Nakshband Khan la música de las bandas y el tronar de los cañones que anunciaban la llegada del enviado a la puerta de Shah-Shahie de la gran ciudadela de Kabul, el Bala-Hissar.
Los sonidos fueron claramente transmitidos en el aire quieto, porque la casa del sirdar no estaba muy lejos de la ciudadela, y como Wally, Ash quedó agradablemente sorprendido de la actitud de las multitudes que se dirigieron a observar la comitiva. Pero el sirdar, quien junto con otros miembros de la casa había salido a ver llegar la misión, informó que su escaso número y la falta de pompa y magnificencia habían desilusionado a los kabulíes, quienes habían esperado algo mucho más brillante. Es verdad que había elefantes, pero sólo dos, y como procedían de las líneas de elefantes del emir, se les veía en todas las ocasiones de gala.
—Además, sólo hay tres sahibs, aparte del sahib Cavagnari, y menos de ochenta hombres de mi antiguo Regimiento. ¿Qué clase de embajada es esta? Los russ-log eran muchos más. Además, usaban ricas pieles y grandes botas de cuero, y altos sombreros de piel de cordero, y en el frente de sus chaquetas llevaban varias hileras de cartuchos plateados. Ah, eso sí que fue un gran tamarsha. Pero esto… —El sirdar extendió su mano flaca e hizo un gesto que indicaba algo pequeño y cerca del suelo—. Esto es un espectáculo muy pobre. El sirdar debió haber organizado algo mejor, porque muchos de los que miraban se preguntaban cómo era posible que un Gobierno que no podía permitirse enviar una embajada más grande pudiera pagar a los soldados del emir todo lo que se les adeudaba, y si no…
—¿Cómo es eso? —interrumpió bruscamente Ash—. ¿Dónde ha oído eso?
—Ya se lo he dicho: de los que estaban entre la multitud cerca de la puerta de Shah-Shahie, donde fui a ver al sahib Cavagnari y a los que entraron con él en el Bala-Hissar.
—No, me refiero a esa historia de que la misión tendrá que pagar los sueldos del Ejército. Eso no se menciona en el tratado.
—¿No? Entonces puedo decirle que muchos aquí creen que sí. También dicen que el sahib Cavagnari no sólo pagará al Ejército todo lo que se le debe, sino que terminará con el servicio militar obligatorio y reducirá los impuestos excesivos que últimamente han causado tantas estrecheces a nuestro pueblo. ¿Nada de esto es cierto?
—No lo creo. A menos que haya algún acuerdo secreto, pero no me parece probable. Los términos del tratado de paz se hicieron públicos, y la única mención de ayuda financiera fue una promesa por parte del Gobierno, de pagar al emir un año de subsidio de seis lakhs de rupias.
—Entonces quizás el emir gastará esas rupias, cuando las reciba, en pagar a sus soldados. Pero no debe usted olvidar que pocos aquí conocen la existencia de ese tratado, y que menos aún lo habrán leído. Además, como usted y yo sabemos la mitad de Afganistán cree que sus compatriotas consiguieron grandes victorias en la guerra y obligaron a los Ejércitos del Raj a retirarse a la India, dejando atrás muchos miles de muertos, y si creen eso, ¿por qué no creerían en las otras cosas? Es muy probable que el emir mismo haya ayudado a difundir esas historias en el extranjero con la esperanza de persuadir al pueblo de que permita al sahib Cavagnari y a los que vienen con él a que entren sin obstáculos, y que trate de que no los ataque, ya que sólo un tonto mata al hombre que le pagará. Por mi parte sólo puedo decirle que la mitad de Kabul cree que el sahib Cavagnari está aquí para comprar al emir todo lo que ellos necesitan, ya sea en forma de reducción de impuestos y servicio militar o paz de las depredaciones de su ejército hambriento, y por esta razón han quedado desconcertados al ver que ha traído una comitiva muy pequeña con él, y de inmediato han comenzado a dudar si será cierto que viene cargado de riquezas.
Las revelaciones del sirdar fueron una revelación desagradable para Ash, quien, como no había oído antes estos comentarios, salió cuanto antes a la ciudad para ver cuánto había de verdad en estas declaraciones. En media hora pudo confirmarlos todos. Y si necesitaba más desaliento lo recibió a su regreso, cuando el dueño de casa le recibió con la noticia de que Munshi Bakhtiar Khan, el representante oficioso del Gobierno británico en Kabul, había muerto el día anterior.
—Dicen que murió de cólera —dijo el sirdar—, pero yo he oído otras cosas. Alguien me dijo en secreto… alguien que conozco bien, que fue envenenado para que no hablara con el sahib Cavagnari de ciertas cosas que sabía. Lo creo muy probable, porque no hay duda de que podría haberle contado mucho al sahib. Ahora lo que sabía está enterrado con él en su tumba. No era amigo del fallecido emir, y su designación provocó gran descontento en el Bala-Hissar. Pero era inteligente y astuto a la vez, e hizo otros amigos aquí, varios de los cuales murmuran que su muerte fue provocada por enemigos… aunque dudo que nada de esto llegue a oídos de los sahibs.
Era suficiente que hubiera llegado a los de Ash. Al día siguiente, rompió deliberadamente una promesa hecha a Anjuli, y se presentó en el puesto que alguna vez ocupara en esa ciudad: el de amanuense al servicio de Munshi Nain Shah, uno de los funcionarios de la Corte, que vivía en el Bala-Hissar mismo.
—Serán sólo unas horas por día, Larla —explicó a Anjuli cuando ella protestó muy pálida, porque Ash estaba poniendo la cabeza en la boca del tigre sin ningún sentido— y no estaré más en peligro allí que aquí, quizá menos, puesto que la mitad de Kabul sabe que el sahib Sirdar es licenciado de los Guías, de manera que siempre es posible que sus invitados sean sospechosos. Pero habiendo trabajado antes para Munshi Nain Shah, soy conocido por una serie de personas en el Bala Hissar, y nadie discutirá mi derecho de estar allí. Además, la ciudadela es como un gran hormiguero, y dudo de que nadie pueda decir cuánta gente vive dentro de sus muros y cuántos van allí diariamente a trabajar o a pedir favores, a visitar familiares o a vender mercancías. Sólo seré uno más entre muchos.
Pero Anjuli, que durante la primavera y principios del verano había sido tan feliz en Kabul, recientemente se sentía presa del terror, y la ciudad y sus alrededores, que alguna vez considerara amistosos y bonitos, de pronto se habían vuelto siniestros y amenazadores. Sabía que todo el valle estaba sujeto a temblores de tierra, y aunque el primero que experimentó apenas se percibía, últimamente se habían producido otros dos más. La alta casa se había balanceado de forma alarmante, y aunque los kabulíes consideraban los frecuentes terremotos como algo de todos los días, para Anjuli siempre habían sido aterrorizantes. Además, en esos días, no encontraba poco alentador al mirar por la ventana que daba a la calle y ver a los hombres que pasaban. Aquellos afganos con rostros de halcones, cabellos y barbas revueltos, cartucheras, escopetas y tulwares, eran muy diferentes de los campesinos amables, amistosos y sin armas que recordaba de los días de su infancia en Gulkote, y aun teniendo en cuenta la crueldad que existía en Bhithor y que Janoo Rani y Nandu practicaban en Karidkote, ahora le parecía que, comparados con Kabul, ambos eran lugares donde la mayoría de la gente vivía tranquila y segura, y sin luchas sangrientas ni revueltas armadas contra sus gobernantes o luchas fratricidas entre una tribu y la vecina, como las que asolaban a esta tierra violenta. El nombre mismo de la gran cadena de montañas que servían de límite a la Tierra de Caín, al Norte, se había convertido en una amenaza para ella, porque el Hindu Kush significaba «asesino de hindúes», y ella era… o había sido… hindú.
Sabía que la casa del sirdar tenía gruesas paredes y puertas seguras, y que las pocas ventanas que daban a la angosta calle estaban protegidas por rejas labradas y barrotes de hierro, pero la sensación de peligro de las calles parecía introducirse en la casa por todas las rendijas, tan insidiosamente como el polvo y los malos olores de la ciudad. Y le bastaba mirar hacia arriba desde el techo de barro, o desde las ventanas de las habitaciones que ocupaban ella y Ashok, para ver la mole amenazante del Bala Hissar.
La gran ciudadela parecía gravitar sobre la casa del sirdar, con sus antiguas torres y sus interminables almenas que bloqueaban el sol de la mañana y no dejaban pasar al viento del Sur y del Este que podía refrescar a los edificios más abajo, y últimamente, viviendo a su sombra, Juli había advertido que de nuevo sentía los terrores que la afligieron durante la huida de Bhithor y tanto tiempo después de la huida. Pero esta vez el origen y el centro de su terror era el Bala Hissar, aunque ni siquiera podía explicarse a sí misma por qué. Era como si de él emanara algún mal, y la idea de que su marido entrara en aquel lugar le resultaba intolerable.
—Pero ¿por qué ir allí? —imploraba Juli, con los ojos oscuros de miedo—. ¿Qué necesidad tienes de hacerlo, cuando en la ciudad puedes enterarte de todo lo que deseas? Dices que volverás todas las noches, pero ¿y si esta gente organiza un levantamiento? Si eso sucede, los que viven en el Bala Hissar cerrarán las puertas, y el lugar se convertirá en una trampa de la que tal vez no puedas escapar. ¡Ay, amor mío, tengo miedo… tengo miedo!
—No hay por qué tener miedo, cariño. Te prometo que no me pondré en peligro —dijo Ash, abrazándola y meciéndola en sus brazos—. Pero si he de ayudar a mis amigos, no es suficiente con que oiga las historias que corren por la ciudad porque la mitad de ellas son falsas. También debo oír lo que dicen en el palacio los que ven al emir o a sus ministros diariamente, y, por tanto, saben lo que dicen y piensan y cómo se proponen actuar. Los cuatro sahibs de la misión no se enterarán de esto, porque nadie se lo dirá… a menos que lo haga yo. Para eso estoy aquí. Pero te prometo que tendré cuidado y no correré riesgos.
—¿Cómo puedes decir eso, si sabes que cada vez que entras por su puerta estarás en peligro? —protestó Anjuli—. Amor mío, te suplico…
Pero Ash sacudió la cabeza y ahogó las palabras de Anjuli con besos, y cuando se liberó de ella fue para ir al Bala Hissar, donde, como bien sabía, desde la habitación donde trabajarla vería la residencia y el lugar donde habían alojado a la misión británica.