La luz comenzaba a declinar cuando el vigía, que había estado tendido todo el día en el borde de un acantilado sobre el río, levantó la cabeza y silbó. A unos sesenta metros de allí, un segundo hombre, oculto por un saliente rocoso, pasó la señal y la oyó repetir por un tercero.
Había más de doce vigías que esperaban junto a la orilla del río, pero ni siquiera un hombre con prismáticos los habría descubierto, y los hombres de la balsa no tenían prismáticos. Además, necesitaban concentrar su atención en mantener su pequeña embarcación lejos de las rocas y los remolinos, porque la nieve se deshelaba en las montañas del Norte, y el río Kabul corría caudaloso y rápido. Había seis hombres en la balsa, cuatro de los cuales (un pathan alto, dos sikhs de barba negra y un corpulento punjabi musulmán) llevaban el uniforme pardo de los Guías. El quinto, un afridi flaco de barba rojiza, llevaba indumentaria menos formal, y se ocupaba de manejar el palo de tres metros que servía para impulsar la balsa; a causa del calor y del esfuerzo que debía hacer sólo llevaba una fina camisa sobre los anchos pantalones de algodón de su raza. El sexto era un oficial británico, pero estaba muerto. En realidad, había muerto casi dos meses atrás. El ataúd era de madera verde, y a pesar de que lo habían envuelto en una lona para mayor protección, ni siquiera la brisa de la noche que soplaba en el río era suficiente para dispersar el nauseabundo olor a descomposición.
El pathan alto se volvió bruscamente y gritó:
—¡Abajo! Hay hombres entre esas rocas —dijo Zarin Khan, tomando su carabina—. Mohmandos… que se vayan al infierno. No se levanten ofrecemos un blanco demasiado bueno. Pero hay poca luz y, si Alá nos ayuda, tal vez podremos pasar.
—Quizá no quieran atacarnos —dijo un sikh, comprobando la carga de su rifle—. No pueden saber quiénes somos, y tal vez nos tomen por hombres de uno de sus pueblos.
El punjabi soltó una breve risa.
—No te engañes, Dayal Singh. Si hay hombres en los acantilados, saben muy bien quiénes somos y estarán esperándonos. Tal vez fue una suerte que Sher-Afzal haya caído de la balsa y se haya ahogado en estos torrentes, porque, si eso no nos hubiera retrasado, habríamos llegado a este lugar dos horas antes y hubiésemos ofrecido un blanco mucho más fácil. De todas maneras… —No terminó la frase, porque el primer disparo le alcanzó en la garganta y saltó como impulsado por un resorte, con los brazos al aire, para caer de espaldas en el río.
El ruido del disparo y del cuerpo al caer sonaron al mismo tiempo en el río, y por un instante, una mancha oscura riñó el agua incolora y fue arrastrada por la corriente, pero el cuerpo del punjabi no volvió a la superficie.
Se oyeron varios disparos más mientras la balsa continuaba deslizándose por el río, y los tres hombres de la escolta que quedaban permanecieron tendidos sobre los troncos y devolvieron los disparos con la precisión tranquila de la larga práctica, apuntando hacia los que los atacaban desde una docena de salientes en el acantilado. Pero era una lucha desigual, porque el enemigo podía tomarse tiempo para apuntar, mientras que los hombres de los Guías no contaban con ningún refugio y la balsa estaba constantemente en movimiento, y sólo tenían a su favor la velocidad y las sombras. El ataúd proporcionaba una pequeña protección, pero estaba atado en el centro de la balsa, y si los tres hombres se refugiaban al otro lado la balsa volcaría.
Siguieron disparando y algo que parecía un montón de ropas cayó entre gritos desde la saliente de una roca para golpear contra las piedras de la orilla, y Zarin rio y dijo:
—Shabash. Suba Singh. Buen disparo. Casi bastante bueno para un pathan.
Los tres hombres estaban de buen humor a pesar de la situación, porque su oficio era la guerra.
Un disparo dio en el ataúd y de pronto el aire se llenó con un intenso hedor de muerte.
—Atka mehrbani (gracias) sahib Battye —dijo en voz baja Suba Singh, saludando al ataúd—. Usted siempre se preocupó por sus hombres, y si no hubiera sido por usted, ese disparo habría dado en mi cabeza. Veamos si puedo vengar esta descortesía hacia usted.
Levantó la cabeza, apuntó con cuidado y un hombre cerca de la parte más alta del acantilado alzó los brazos y cayó hacia delante, mientras su jezail (escopeta de cañón largo) caía junto con una lluvia de piedras.
—Dos a dos. Veremos qué haces ahora, pathan —dijo el sikh.
Zarin sonrió, e ignorando las balas que silbaban a su alrededor como abejas furiosas, apuntó hacia un lugar que habría sido invisible para alguien que no hubiera sido de un país donde cada piedra puede ocultar a un enemigo: un estrecho saliente entre dos rocas, donde se veía asomar el cañón de un jezail. El disparo dio en el blanco sobre el pequeño círculo de metal, el cañón se bajó tan bruscamente que no dejó dudas sobre lo sucedido.
—Bien —dijo Zarin—. ¿Satisfecho?
No hubo respuesta; al volver la cabeza, se encontró con una mirada fija por encima del ataúd. El sikh no se había movido; su mentón seguía apoyado en el ataúd y su boca estaba abierta como si estuviera a punto de hablar, pero mostraba un orificio de bala en su sien, y Dayal Singh, tendido junto a él, ni se había dado cuenta de que su compatriota había sido alcanzado por una bala…
—¿Mara gaya? (¿Está muerto?) —preguntó Zarin con dureza, comprendiendo que era una tontería preguntarlo.
—¿Quién? ¿El bribón a quien le disparaste? Esperemos que sí —respondió Dayal Singh.
Buscó más municiones, y entonces el cuerpo de Suba Singh cayó a un lado y quedó tendido en la balsa con un brazo sumergido en el agua. Dayal Singh lo miró, inmóvil y jadeante. De pronto, comenzó a temblar como si tuviera fiebre. Sus dedos cobraron vida nuevamente y cargó su carabina con furiosa prisa, lanzando maldiciones en un susurro. Se puso de pie de un salto, y comenzó a disparar hacia el acantilado, recargando el arma con un puñado de balas que llevaba en el bolsillo. La balsa se inclinó peligrosamente, con la fuerza de la corriente traicionera, y el que la impulsaba usó todo su peso para equilibrarla y gritó al sikh que se agachara. Pero Dayal Singh no podía razonar en aquellos momentos. La furia le impedía tomar precauciones y permaneció junto al cadáver de su compañero, mirando hacia el acantilado y maldiciendo a la vez que disparaba. Una bala le alcanzó en la mandíbula y la sangre comenzó a correr por su barba oscura y en seguida sus pantalones se tiñeron de rojo en el lugar en que le alcanzó un segundo disparo en la pierna. Recibió quizá media docena de balazos, pero no se echó atrás ni dejó de disparar maldiciendo furiosamente, hasta que por fin una bala le dio en el pecho, trastabilló y dejó caer su carabina para desplomarse sobre el cadáver de su compañero sikh.
Su caída hizo zozobrar violentamente a la balsa, que se anegó de agua, cayó sobre el ataúd y sobre una pila de latas y otros objetos; antes de que Zarin o el timonel pudieran enderezarla, los cuerpos de los dos muertos se deslizaron y desaparecieron en el río.
Aliviada de su carga, la balsa se enderezó y Zarin se puso de rodillas, y, sacudiendo el agua de su uniforme, dijo con amargura:
—Ahí van dos hombres buenos; y en estos tiempos no podemos permitirnos estas pérdidas. Esta campaña ha sido muy costosa para los Guías. Muchos han muerto o han quedado malheridos, y ahora hay cuatro más que se han ido… y si no oscurece pronto, tú y yo moriremos también. Malditos sean. Ojalá que yo… —se interrumpió y sus ojos se entrecerraron—: ¡Estás herido! —exclamó.
—Sólo un rasguño. ¿Y tú?
—Yo no… todavía.
Pero no hicieron más disparos desde el acantilado, quizá porque ahora había muy poca luz y la balsa ya no ofrecía buen blanco para los que estaban entre las rocas. El río era una cinta gris en la penumbra y la balsa, que apenas se movía, brillaba como una polilla o un murciélago en la corriente. Una hora más tarde, los dos hombres y su carga habían dejado atrás los acantilados y lo peor de la corriente, y seguían adelante a la luz de las estrellas en una zona menos apta para las emboscadas.
El día había sido muy caluroso, ya que el monzón aún no había llegado a estas latitudes, y entre las colinas resecas y sin árboles el suelo emanaba el calor del sol en ondas casi visibles, como si se hubieran abierto las puertas de un horno. Pero el río Kabul estaba alimentado por las nieves y los glaciares del Hindu Kush, y cuando el viento de la noche comenzó a soplar el timonel se estremeció.
—Quédese quieto, sahib, o lo perderemos en la próxima curva —gruñó Zarin dirigiéndose al muerto en el ataúd—. ¿Hay un nudo en tu lado, Ashok?
—Dos —respondió el timonel—. Pero no me atrevo a apretarlos en la oscuridad. Si chocamos contra una roca mientras lo hago, el ataúd puede soltarse y arrojarnos al río. Habrá que esperar hasta el amanecer. Además, después de guiar la balsa todo el día, mis manos están demasiado rígidas como para atar lazos.
—Y eres hombre de montaña —se burló Zarin—. Dios mío, la noche es más calurosa que el Jehanum (el infierno).
—Y el río helado —replicó Ash—. Es agua de deshielo, y he estado dos veces en ella, de manera que la conozco. Si hubiera advertido que la corriente era tan rápida y que los mohmandos nos esperaban, habría pensado dos veces antes de pedirte que vinieras en semejante viaje. Es una locura, pero de todas maneras, ¿qué diferencia existe sobre el lugar donde esté enterrado el cuerpo de un hombre? ¿Al sahib Battye le importará si descansa en la tierra junto a Jalalabad o en el cementerio de Mardan? ¡Seguro que no! Ni le habría importado si después de haberse ido los afridis lo hubieran desenterrado para escupir sobre él o desparramar sus huesos.
—Es a nosotros a quien nos importa —respondió brevemente Zarin—. No permitiremos al enemigo que insulte a nuestros muertos.
—A nuestros muertos angrezi —corrigió Ash con cierto enojo—. Esta guerra nos costó las vidas de otros. Sin embargo, dejamos sus cadáveres entre las montañas afganas y sólo hemos traído este.
Zarin se encogió de hombros y no respondió. Había descubierto mucho tiempo atrás que era inútil discutir con Ash, quien, aparentemente, no veía las cosas como los demás hombres. Pero en seguida dijo:
—¡Pero tú querías venir… y no por mí, tampoco!
Ash sonrió en la oscuridad:
—No, hermano. Tú siempre has sido capaz de cuidarte solo. Como sabes vine porque deseaba hablar con el sahib comandante antes de que sea demasiado tarde. Si logro verlo a tiempo, tal vez pueda persuadirlo de que esa misión de que habla está destinada al desastre y es necesario abandonarla; o, al menos, postergarla. Además, dicen que el Gobierno enviará una escolta de los Guías con el nuevo enviado a Kabul, y que ha ofrecido el mando al sahib Hamilton.
—Eso me han dicho —respondió Zarin—. ¿Y por qué no? Será un honor más para él, y un gran honor para nosotros, los Guías.
—¿Morir como ratas en una trampa? ¡No, si yo puedo evitarlo! Haré lo que pueda para que no acepte.
—No lo conseguirás. No hay oficial en todos los Ejércitos del Raj que rechace semejante honor. Ningún Regimiento, tampoco.
—Quizá. Pero lo intentaré. He tenido muy pocos amigos en mi vida… y supongo que es culpa mía. De esos pocos, dos han significado mucho para mí. Tú y el sahib Hamilton; y no puedo soportar perderlos a ambos… No puedo.
—No los perderás —dijo Zarin con tono alentador—. Por un lado, tal vez no me envíen a Kabul. Y si… cuando volvamos a Mardan, verás las cosas con más optimismo. Ahora estás agotado, y la vida ha sido muy dura para ti últimamente, por eso hablas así.
—No, no es eso. Hablo así porque he hablado con demasiados hombres que no conocen ni hablan con los sahib-log ni con los soldados del Sirkar… y también con muchos otros que ni siquiera han visto… y me han dicho cosas que me dieron miedo.
Zarin guardó silencio unos momentos, y luego declaró con lentitud:
—Creo que esa ha sido tu gran desgracia: que puedes hablar con esa gente. Años atrás, cuando eras un niño, mi hermano Awal-Shah dijo al sahib Browne, que era entonces nuestro comandante, que era una lástima que olvidaras hablar y pensar como uno de nosotros; hay pocos sahibs que pueden hacerlo, y uno así sería muy útil para nuestro Regimiento. Por lo tanto, a raíz de lo que él dijo, tratamos de que no olvidaras. Quizá fue un error, porque tu destino fue no pertenecer a Oriente ni a Occidente, y, sin embargo, tener un pie en cada lado…
—Así es —asintió Ash con una breve carcajada—. Y caí entre ambos lados hace mucho tiempo, y me dividí en dos. Es hora de que trate de pertenecer solamente a mí mismo… Si es que no es tarde ya para eso. No obstante, si tuviera que vivirlo todo de nuevo…
—Harías lo mismo que has hecho; y lo sabes —dijo Zarin— …al observar que el destino de cada hombre está atado a su cuello y que es imposible escapar a él. Dame el remo. Por lo que se oye, hay corrientes rápidas más adelante; si no descansas, esa herida del brazo te causará problemas antes de que sea de día. No nos atacarán en la oscuridad y te despertaré antes de que salga la luna. Trata de dormir, porque mañana necesitaremos estar bien despiertos. Será mejor que ates el extremo de una de esas cuerdas a tu cintura antes de acostarte, porque puedes deslizarte al agua si la balsa se ladea.
Ash cumplió la sugerencia y Zarin aprobó con un gruñido.
—Bien. Ahora toma esto. Puede ayudarte a dormir, y te aliviará el dolor del brazo. —Le entregó varias cápsulas de opio que Ash tragó obedientemente—. ¡Aj! Qué mal huele el sahib. ¿Tenemos algo con que tapar ese agujero de bala?
Ash arrancó un trozo de tela de su turbante y Zarin tapó el agujero. No tenían nada que comer, porque las provisiones que habían traído con ellos se perdieron cuando la balsa se ladeó y arrojó los cadáveres de los sikhs al río, pero los dos estaban demasiado cansados para sentir hambre; al menos tenían la seguridad de una abundante provisión de agua. Ash no podía dormir. Le dolía el brazo y pensaba en qué forma debía transmitir la información al coronel Jenkins… si llegaban a Mardan. Le resultaba difícil pensar en argumentos para que le creyeran pero en cuanto el opio hizo efecto, se quedó dormido.
La corriente arrastró a la balsa hasta sacarla de las sombras de las montañas de Mallagori y comenzó a perder fuerza a medida que el río se ensanchaba. El ritmo más lento despertó a Ash, y observó que había amanecido y que la tierra era llana.
Poco después, quince o veinte minutos si tenían suerte, habrían cruzado la frontera invisible que dividía Afganistán de la provincia de la frontera noroeste; y luego sólo sería cuestión de flotar con la corriente que los haría pasar por Michni y Mian-Khel hasta Abazai, y siguiendo hacia el Sur hasta Charsadda y Nowshera. Entonces estaría nuevamente en la India británica y Zarin podría atar la balsa a la orilla y dormir un par de horas, pues no había dormido en toda la noche.
Unos minutos más tarde se oyó el crujido de la arena y las piedrecillas bajo la balsa y se detuvieron. Ash supo que estaban nuevamente en la India británica. Zarin no se habría arriesgado a detenerse si aún estuvieran en territorio tribal… o pudieran ser alcanzados por disparos desde allí.
Por fin Ash se movió y descubrió que estaba atado al ataúd con una cuerda. Había olvidado eso. Se incorporó, sintiéndose mareado y estúpido, y comenzó a desatar el lazo, con los dedos entumecidos. Entretanto, una voz que apenas reconoció dijo roncamente:
—¡Bendito sea Alá! Entonces no estás muerto —y volviéndose a mirar por encima del ataúd vio el rostro de Zarin gris y consumido por el agotamiento, que había perdido el turbante y la kulla y con el uniforme empapado como si hubiera estado nadando en el río.
Hizo un esfuerzo para responder, pero no pudo hablar. Zarin dijo con tono fatigado:
—No te moviste cuando caíamos en los remolinos y dábamos vueltas como un trompo. Estaba seguro de que habías muerto, porque te balanceabas en el extremo de esa cuerda como un cadáver y no levantaste la cabeza ni una mano ni siquiera cuando te cubrían las olas.
—No… No dormía —replicó Ash entrecortadamente—. No puedo haber dormido. No cerré los ojos… Al menos, no creo que…
—Ah, fue el opio —dijo Zarin—. No debería haberte dado tanto. Pero por lo menos debes haber descansado. Yo, que ya estoy viejo, espero no tener que soportar nunca otra noche así. Estoy completamente entumecido.
Zarin estaba hambriento, sediento, empapado y agotado. Pero, en lugar de calmar su sed en el río y luego ir a buscar algo de comer, como habría hecho un europeo, Zarin se lavó primero ritualmente y luego volvió el rostro hacia La Meca y comenzó las plegarias que los fieles recitan al amanecer.
Ash había aprendido esas plegarias mucho tiempo atrás. Era necesario que las supiera (y que lo vieran diciéndolas), durante los años en que había llegado a buscar a Dilasah Khan en todo Afganistán, y más recientemente, cuando volvió allí por instigación de Wigram Battye disfrazado de afridi. Había recitado esas oraciones diariamente en los momentos indicados, ya que eran parte de su disfraz lo mismo que las ropas que llevaba y la lengua que hablaba, y abandonarlas ahora habría provocado comentarios; de manera que, instintivamente, viendo a Zarin que comenzaba el ritual, él también volvió su rostro hacia La Meca y automáticamente comenzó a murmurar las plegarias familiares. Pero no las terminó. Zarin se interrumpió, y, volviendo la cabeza, dijo enojado:
—¡Chut! Aquí estás seguro. No hay necesidad de representar comedias.
Ash se detuvo con la boca abierta, paralizado al ver el rostro de Zarin más bien que por el tono de sus palabras. Era una mirada que nunca había visto antes, y que no esperaba ver; una mezcla de rechazo y animosidad completamente inesperados, que lo dejó sin aliento, como si hubiera chocado con un objeto sólido en la oscuridad. Sintió que su corazón comenzaba a latir pesadamente, como un tambor en su pecho.
Zarin volvió de repente a sus plegarias y Ash le contempló, como si viera algo que reconocía, pero que jamás había esperado encontrar allí…
Porque siempre había sabido que para los hindúes, que tenían muchos dioses, la casta era lo más importante y que la única forma de convertirse en hindú era nacer hindú, y había aceptado el hecho de que en lo que a ellos se refería él siempre estaría del otro lado de una línea invisible trazada por la religión y que era imposible cruzar. Pero con Koda Dad y Zarin y los otros de su religión (que adoraban a un solo Dios, aceptaban conversos y no tenían inhibiciones con respecto a comer y beber con nadie, independientemente de su credo, nacionalidad o clase) no parecía haber ninguna barrera de ese tipo; y aunque el Corán les enseñaba que matar a los infieles era un acto meritorio, recompensado con la entrada en el paraíso, siempre se había sentido cómodo con ellos. Hasta ahora…
La reacción en el rostro de Zarin le explicaba muchas cosas: la conquista de la India por los mogoles, la invasión árabe de España y todas las muchas guerras santas que tiñeron de sangre la Tierra durante siglos. Además, le ayudó a ver otra cosa: algo de lo que él siempre había tenido una vaga conciencia, pero que no se había molestado en pensar. El hecho de que la religión no ha traído amor, hermandad ni paz a la Humanidad, sino, tal como lo prometió, una espada.
El vínculo entre Zarin y él había sido la suficientemente fuerte como para soportar todas las tensiones… excepto el golpe de la espada. Porque, aunque en cierto nivel eran amigos y hermanos, en otro, más profundo, eran enemigos tradicionales: los «fieles» (los seguidores del Profeta) y los «infieles», los no creyentes a cuya destrucción se dedican los fieles. Porque está escrito «mata a aquellos que tienen otros dioses en cualquier lugar en que los encuentres, persíguelos, espéralo; con cualquier clase de emboscada».
Zarin debía saber que él, Ash, habría observado cualquier ritual de la religión mahometana como parte de su disfraz, aunque nunca le había visto hacerlo. Pero ahora, al verlo por primera vez, y cuando ya no había necesidad de ello, sólo lo veía como un sacrilegio; y a Ash como a un infiel que se burlaba del verdadero Dios.
Era extraño, pensó Ash, que nunca se hubiera dado cuenta antes que entre él y Zarin había un abismo tan vasto como el que les separaba de los hindúes de todas las castas, y que tampoco podía cruzarlo nunca.
Se apartó, sintiéndose extrañamente desposeído, y más sacudido por esta repentina revelación de lo que habría considerado posible. Era como si el suelo se hubiera desintegrado bajo sus pies sin advertencia previa, y de pronto la mañana se llenara de una dolorosa sensación de pérdida y tristeza, porque algo de gran valor había desaparecido de su vida y nunca lo recobraría.
En ese momento de crisis, su mente se volvió hacia Juli con tanto agradecimiento como se vuelve un hombre hacia un fuego encendido en una habitación fría, tendiendo las manos hacia su calor reconfortante. Y con el primer resplandor de la mañana, que iluminó las nieves del Safed Koh dijo sus propias plegarias, las mismas que había dicho con el rostro vuelto hacia el Dur Khaima cuando Zarin Khan era un corpulento joven de Gulkote y él un insignificante niño hindú al servicio del Yuveraj: «Tú estás en todas partes pero yo te idolatro aquí… tú no necesitas elogios, pero yo te ofrezco estas plegarias…»
Oró también por Juli, para que estuviera protegida de todo mal y él pudiera volver a ella sin peligro. Por Wally y Zarin, y por el descanso del alma de Wigram Battye y de todos los que murieron en las colinas cerca de Fatehabad y en la emboscada de la noche anterior. No tenían comida en la balsa, de manera que no pudo hacer ofrendas; y reflexionó con ironía que era mejor porque Zarin sin duda lo habría reconocido como un rito hindú y habría sentido aún más desagrado.
Zarin terminó sus plegarias, y después de descansar un poco, Ash empuñó el remo y se alejó de la orilla. Mientras el sol subía y las nieblas de la mañana cubrían el río, vio frente a ellos los muros de Michni dorados por los rayos del sol, y en seguida bajaron a tierra y compraron comida. Encontraron un hombre que llevara un mensaje a Mardan anunciando su llegada y para que hicieran los preparativos necesarios para que recibieran la balsa en Nowshera y escoltaran el cadáver del mayor Battye por tierra hasta el acantonamiento.
Vieron partir al mensajero, comieron, y siguieron avanzando por el río.
Era un día terrible, aunque ahora el río corría con suavidad y rapidez entre orillas bajas y por una zona tranquila. El sol ardía sobre sus cabezas y sus hombros como un martillo al rojo, y el olor del ataúd era cada vez más insoportable. Pero todas las cosas tienen un fin: al atardecer, llegaron al puente de barcas de Nowshera, y vieron a Wally con una escolta de la Caballería de los Guías en el camino, esperando para llevar el cadáver de Wigram a Mardan.