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Llegaron a Jalalabad de madrugada, y pocas horas más tarde enterraron a Wigram Battye en el mismo lugar donde, cuarenta y seis años antes, los británicos habían enterrado a sus muertos en la época de la primera guerra afgana. Y donde diecinueve nuevas tumbas señalaban el último lugar de reposo de los dieciocho soldados y el oficial del 10.º de Húsares, cuyos cadáveres fueron los únicos en recuperarse de los cuarenta y seis que se ahogaron al tratar de cruzar el vado y que habían sido extraídos del río Kabul sólo dos días antes. Cerca de él yacía un teniente que había muerto en el ataque por el flanco de la infantería. Pero el risaldar Mahmud Khan y los cinco sowares que también habían muerto en la batalla de Fatehabad eran hombres de diferentes religiones; y de acuerdo con ellas, sus cadáveres fueron llevados al cementerio musulmán para enterrarlos con los rituales y las plegarias correspondientes, o bien incinerarlos y recoger sus cenizas y arrojarlas al río Kabul para que las llevara por las llanuras de la India y desde allí, con la gracia de Dios, al mar.

No sólo los regimientos observaron esta ceremonia. El Ejército entero estuvo presente, y también los ciudadanos de Jalalabad y las aldeas próximas, y todos los viajeros que pasaban por el lugar. Entre estos últimos, inadvertido entre el gentío, estaba un shinwari flaco, con pantalones demasiado grandes que, además de presenciar las exequias cristianas desde una discreta distancia, estuvo también entre los espectadores en el cementerio musulmán y en el lugar de la incineración.

Cuando todo terminó y la multitud se dispersó, el shinwari se dirigió a una casita en las afueras de la ciudad donde se reunió con un risaldar de la Caballería de los Guías, que vestía ropas de paisano. Los dos hablaron durante una hora, en pushtu y compartiendo una hookah, y cuando el risaldar volvió al campamento y a sus obligaciones llevaba con él una carta escrita en un tosco papel de manufactura local con una pluma de ganso, pero dirigida en inglés al teniente W. R. P. Hamilton, del Cuerpo de Guías de la Reina.

—No había necesidad de escribir ese nombre: se la daré al sahib Hamilton en su propia mano —dijo Zarin, guardando cuidadosamente la carta entre los pliegues de su ropa—. Pero no sería sensato que vinieras al campamento a verlo, ni que él hablara contigo. Si esperas entre los nogales detrás de la tumba de Mohamed Ishaq, traeré su respuesta aquí, poco después de que baje la luna. O quizás antes. No lo sé con seguridad.

—No importa. Estaré allí —respondió Ash.

Allí estaba, cuando llegó Zarin con la carta y leyó más tarde aquella noche a la luz de una lámpara de petróleo en una habitación que había alquilado esa misma mañana. A diferencia de las cartas habituales de Wally, esta era corta, y se refería en su mayor parte al dolor por la muerte de Wigram y la pérdida de Mahmud Khan y los otros que habían muerto en la batalla. Escribía que estaba encantado de saber que ahora Anjuli estaba en Kabul, le enviaba saludos, y terminaba pidiendo a Ash que se cuidara y expresando el deseo de que pronto volvieran a encontrarse en Mardan…

Una medida del dolor que le causaba la muerte de Wigram era que ni siquiera pensó en mencionar algo que poco tiempo atrás habría sido más importante que todo lo demás: el hecho de que acababa de lograr su mayor ambición y la realización de un sueño antiguo y secreto.

El general Gough, que observó toda la lucha desde la cumbre de una colina, lo mandó llamar para expresarle su mayor admiración por el arrojo y el comportamiento de los Guías y para lamentarse de las fuertes pérdidas que habían sufrido, en particular la muerte de su oficial comandante, el mayor Battye, cuya pérdida sería lamentada no sólo por su propio Cuerpo, sino por todos los que le habían conocido. Pero eso no fue todo; el general habló calurosamente de las hazañas de Wally, y por último le informó que, en vista de que había tomado el mando al caer Wigram y había conducido la carga contra un número muy superior de enemigos, junto con su conducta en toda la batalla y su rescate del sowar Dowlat Ram, él, el general Gough, recomendaba personalmente en sus despachos que se concediera la Cruz Victoria al teniente Walter Richard Pollack Hamilton.

Sería falso decir que Wally no se conmovió ante esta noticia, o que la oyó sin sentir un estremecimiento en su corazón y una aceleración del pulso. Eso habría sido una imposibilidad física. Pero mientras escuchaba esas palabras increíbles que le decían que su nombre recibiría el más alto honor que pueda concederse por un hecho de guerra, palideció nuevamente, y comprendió que con gusto cambiaría esa codiciada cruz por la vida de Wigram… o por la de Mahmud Khan, o por la de cualquiera de aquellos otros hombres del escuadrón que nunca volverían a Mardan…

Siete muertos, veintisiete heridos (uno de los cuales el médico dijo que no sobreviviría) y cualquier cantidad de caballos muertos o inutilizados… no recordaba cuántos. Sin embargo, él, que había salido de todo eso sin un arañazo, recibiría una pequeña cruz de bronce hecha con metal de un cañón capturado en Sebastopol, con la orgullosa inscripción de: Por su valor. No lo consideraba justo…

Este último pensamiento le recordó a Ash. Wally sonrió con cierta timidez mientras le daba las gracias al general. Luego volvió a su propia tienda a escribir una breve nota a Ash antes de escribir una carta a sus padres con un informe de la batalla diciéndoles que estaba a salvo y bien.

De manera que fue por medio de Zarin cómo Ash se enteró de que Wally había sido propuesto para la Cruz Victoria.

—Será un gran honor para todos en los Guías si el Kaiser-i-Hind brinda este premio tan codiciado a uno de nuestros sahibs oficiales —dijo Zarin.

Pero sólo pudo decírselo la noche siguiente cuando los dos volvieron a encontrarse entre los nogales; y la alegría de Ash ante la noticia tuvo un tinte de pena por no haberla podido oír de primera mano.

—Pronto podrán verse —le consoló Zarin—, porque se dice en el campamento que el nuevo emir, Yakoub Khan, en seguida pedirá la paz, y que nuestros pultones volverán a sus acantonamientos antes de mediados del verano. No sé si es cierto, pero cualquiera se da cuenta de que no podemos permanecer aquí mucho más tiempo, porque no tenemos suficientes alimentos para nuestras tropas, a menos que hagamos morir de hambre a los afganos. De manera que ruego que sea cierto, y si es así, nos encontraremos dentro de pocos meses en Mardan.

—Así lo espero. Pero he recibido un mensaje del sahib general en el que me informa que él va a Kabul, y por lo que dice, es probable que deba quedarme allí algún tiempo más, lo cual no le gustará a mi esposa, que se crio en las montañas y no ama las llanuras.

Zarin se encogió de hombros, tendió las manos en aceptación de lo inevitable y dijo:

—Entonces, esta es la despedida. Cuídate, Ashok, y saluda de mi parte a Anjuli Begum, tu esposa, y también a Gul Baz. Salaam alikoum, bhai.

Wa’aleikoum salaam.

Se abrazaron. Cuando Zarin se fue, Ash se envolvió en su manta y se tendió en el suelo polvoriento entre los nogales a dormir un par de horas antes de salir al camino que conducía, por Fatehabad y el paso del Lataband, a Kabul.

Unas seis semanas después, se firmó un tratado de paz en Gandamak por Su Alteza Mohammed Yakoub Khan, emir de Afganistán, y el mayor Pierre Louis Napoleon Cavagnari, oficial político en misión especial. Este último firmaba en virtud de los plenos poderes que le habían sido otorgados por el honorable Edward Robert Lytton, barón Lytton de Knebworth, virrey y gobernador general de la India.

Según los términos del tratado, el nuevo emir renunciaba a toda autoridad sobre el Khyber y los pasos de Michni y las diversas tribus en esa área, admitía la presencia continua de los británicos en el Kurram, se declaraba dispuesto a aceptar el asesoramiento del Gobierno británico en todas sus relaciones con otros países, y, entre otras cosas, aceptaba finalmente la exigencia que tanto se había esforzado su padre en resistir… el establecimiento de una misión británica en Kabul.

A cambio se le prometía un subsidio y se le ofrecían garantías incondicionales contra la agresión extranjera, mientras que el mayor Cavagnari, único responsable de obtener su firma a este documento, fue recompensado con la designación de jefe de la misión como enviado británico a su Corte en Kabul.

Con vistas a calmar la suspicacia y la hostilidad de los afganos, se decidió que la comitiva del nuevo enviado sería comparativamente modesta. Pero aunque (aparte del mayor Cavagnari, aún no se habían mencionado nombres), los rumores que corrían en el campamento no ofrecían dudas al respecto. Y como las noticias viajan rápidamente en Oriente, un día después del regreso del emir a Kabul, un miembro de la guardia de su casa informó a un amigo personal (que anteriormente fuera risaldar mayor de los Guías y ahora era inválido de dicho Cuerpo) que su antiguo regimiento tendría el honor de proporcionar escolta a la misión angrezi y que cierto sahib oficial que se había distinguido en la batalla contra los khugianis iría al mando de ella.

El sirdar Bahadur Nakshband Khan llevó a su vez esta información a un invitado de su casa, un tal Syed Akbar, a quien el amable sirdar había ofrecido hospitalidad, así como también a su esposa y a un sirviente pathan.

Luego de ser despedido por Cavagnari, Ash había abandonado su puesto en el Bala-Hissar, aunque obedeciendo los deseos del general continuaba residiendo en Kabul. Sin embargo, como el tipo de información requerido por las Fuerzas de Campaña del valle de Peshawar no se obtenía tan rápidamente en Kabul como en los alrededores de los cuarteles del Ejército invasor, pronto salió de viaje, y Anjuli le veía poco. Pero aun eso la compensaba mil veces de las fatigas del viaje por los pasos nevados, ya que era muchísimo mejor que no verlo en absoluto ni tener noticias de él, excepto algún indirecto mensaje verbal enviado por Zarin a su tía en Attock.

Esos días, cuando Ash se separaba de ella, nunca podía decirle con certeza cuánto tiempo estaría afuera, ni avisarle sobre su regreso, pero al menos significaba que cada día, cuando Anjuli se despertaba, podía pensar: quizá vendrá hoy… de manera que siempre vivía esperanzada, y cuando la esperanza se materializaba, era sumamente feliz… Mucho más que los que aceptan la felicidad como algo seguro, y no piensan que terminará. Además, como había dicho a la Begum, se sentía segura en Kabul, segura de la gente del Rana, cuyos espías nunca la seguirían hasta allí, de manera que podía olvidar los temores que la asaltaban en la India. Y después del paisaje ardiente de Bhithor, y de las rocas y las tierras desérticas que rodeaban a Attock, el aire de Kabul y la visión de la nieve y las altas montañas era una perpetua fuente de descanso.

El dueño de casa, un hombre prudente y cauteloso, se preocupó de asegurarse de que nadie en su casa, ni su familia ni sus sirvientes, sospechara que Syed Akbar era otra cosa que lo que parecía. Y cuando Anjuli llegó en mitad del invierno y Ash declaró que deberían trasladarse a otra parte, el sirdar insistió en que se quedaran los dos, pero sugirió que, en caso de que la forma de hablar el pushtu de Anjuli resultara apropiada cuando se la sometiera a la prueba de la conversación diaria con las mujeres de la casa, sería conveniente decir que era una dama turca, con lo cual se explicarían todos los errores que pudiera cometer.

La gente de la casa no tuvo razones para extrañarse por esto, y la aceptó como tal. Llegaron a tomarle mucho afecto, como la Begum, y Anjuli pronto se convirtió en una de ellas. Aprendió sus costumbres y ayudaba en las numerosas tareas de la casa: guisar, hilar, bordar, moler especias y preparar conservas de frutas y verduras. Y en su tiempo libre, estudiaba el Corán y aprendía lo máximo posible de memoria, porque no podía permitirse demostrar ignorancia en asuntos religiosos. Los niños la adoraban porque nunca le faltaba tiempo para construirles juguetes, lanzar cometas o contarles cuentos atractivos como hacía con Shushila; y aquí, en una tierra de mujeres altas y de piel blanca, no se la consideraba extraña ni excesivamente grande, sino hermosa.

Si hubiera podido ver más a Ash, habría sido completamente feliz, y los momentos en que estaban juntos eran tan idílicos como los días de luna de miel en ese largo viaje encantado del Indo. Nakshband Khan les había cedido unas habitaciones en el piso más alto de su casa, y allí podían retirarse a un mundo privado, separados del ruido de la vida cotidiana y de los pisos más bajos.

Sin embargo, aun cuando Ash estaba en Kabul, debía trabajar, y arrancarse a esas tranquilas habitaciones e ir a la ciudad a escuchar las conversaciones en los mercados y descubrir lo que se decía en las tiendas de café y los cerais (hosterías) y en los patios del Bala-Hissar, donde un ejército de suboficiales, buscavidas y sirvientes ociosos pasaban los días en intrigas y habladurías, y donde podía hablar con conocidos y escuchar las opiniones de los ciudadanos y de los hombres que pasaban por Kabul. Comerciantes con caravanas de Balkh, Herat y Bokahara, campesinos de los pueblos cercanos que traían mercancías, agentes rusos y otros espías extranjeros, soldados que volvían de luchar en el Kurram o el Khyber, turcomanos de ojos oblicuos del Norte, comerciantes de caballos, faquires y peregrinos a una de las mezquitas de la ciudad.

De esta forma se enteró de que se había firmado el tratado de paz, y después de eso esperó hora tras hora el aviso de que volviera a llamarlo a Mardan pero no llegó ninguno. En cambio, supo un día por el sirdar que una misión británica, dirigida por Cavagnari, vendría a Kabul y que su escolta seguramente habría sido elegida entre hombres de su propio cuerpo y mandada por su mejor amigo. Una hora después de oírlo, salió rápidamente hacia Jalalabad a ver al comandante de los Guías.

Ash había esperado estar de regreso una semana después. Pero, cuando llegó a Jalalabad, se enteró que el coronel Jenkins, que ahora que las hostilidades habían terminado estaba nuevamente al mando del Cuerpo, ya se había marchado y también Cavagnari y el general Browne, y también Wally… Porque, cuando se ratifico el tratado de paz a principios de junio, el ejército invasor comenzó a salir de Afganistán. Había que evacuar Jalalabad, y los Regimientos aún acampados allí se preparaban para marcharse.

—Llegas demasiado tarde —dijo Zarin—. El sahib Hamilton salió con el primer grupo, y el sahib comandante unos días antes. Si todo ha ido bien, ya deben haber llegado a Mardan.

—Entonces yo también debo ir a Mardan —respondió Ash—. Porque si es cierto que el sahib Cavagnari llevará una misión británica con una escolta de los Guías a Kabul, debo ver al sahib comandante de inmediato.

—Es cierto —confirmó Zarin—. Pero, si sigues mi consejo, te volverás, ya que si continúas adelante correrá peligro tu vida, y tienes que pensar en tu esposa. Todo estaba bien cuando ella estaba en Attock y mi tía la cuidaba, pero ¿qué será de ella si mueres en el camino y queda sola en Kabul?

—Pero la guerra ha terminado —replicó Ash con impaciencia.

—Eso dicen. Aunque tengo mis dudas al respecto. Pero hay cosas peores que la guerra, y el cólera es una de ellas. Viviendo en Kabul, tal vez no te hayas enterado de que el cólera negro ha invadido de tal manera Peshawar que, cuando llegó a la guarnición, las tropas angrezi fueron rápidamente trasladadas a un campamento a nueve kilómetros de los acantonamientos, pero sin resultado, porque esta vez la mayoría de las víctimas estaban entre los angrezi-log, y pocos de los enfermos se recuperan. Mueren como moscas, y ahora la enfermedad invade los pasos y ataca a nuestro Ejército que vuelve al Hind, de manera que parece que perderemos más vidas al salir de este país que las que perdimos en tomarlo. Me contaron que han muerto ya tantos de cólera que el camino está bordeado de tumbas.

—No lo sabía —respondió Ash con lentitud.

—¡Ahora lo sabes! Junio siempre ha sido un mes malo para la marcha; pero aquí, con tan poca sombra y agua y el calor y el polvo peores que en los desiertos del Sind, es como un anuncio del Jehanum (el infierno). De manera que sigue mi consejo, Ashok, y vuelve con tu mujer. Porque te aseguro que el camino por el paso del Khyber está lleno de tropas, armas y transportes, y tan lleno de enfermos y moribundos, que aunque escaparas al cólera no podrías llegar a Jamrud en varios días. Irías más rápido a pie por las montañas que tratando de abrirte camino entre el tumulto que hay desde aquí hasta el Khyber. Si tu asunto con el sahib comandante es tan urgente, escríbele y yo me encargaré de llevar la carta.

—No. Una carta no serviría. Debo hablar con él cara a cara para convencerlo de que lo que digo es verdad. Además, tú mismo viajarás por ese camino y correrás el mismo peligro de contagiarte del cólera que yo.

—En ese caso, mis posibilidades de recuperarme serían mucho mayores que las tuyas, porque no soy angrezi —replicó Zarin con ironía—. Y si muriera, mi mujer no quedaría sola y sin amigos en una tierra extraña. Pero no hay peligro de que yo enferme del cólera porque no viajaré por ese camino.

—¿Quieres decir que te quedarás aquí? Pero yo creía que Jalalabad sería evacuada… a caballo y a pie. Que todos se irían.

—Así es. Yo también me iré, pero por el río.

—Entonces iré contigo —respondió Ash.

—¿Cómo Ash? ¿O como Syed Akbar?

—Como Syed Akbar, porque, como debo regresar a Kabul, sería demasiado peligroso hacer otra cosa.

—Es cierto —dijo Zarin—. Veré qué se puede hacer.

Entre los Guías era tradicional que si un oficial moría mientras servía en el Cuerpo, se lo enterraba, y si era posible, en Mardan. De manera que cuando sus hombres pidieron que no se dejara atrás el cadáver de Battye, se acordó exhumar su ataúd. Pero a causa de las dificultades de llevarlo con ellos en el calor de junio se decidió tratar de enviarlo por balsa, por el río Kabul, al norte del Khyber, y por esa terra incognita del país Mallagori, a Nowshera.

El risaldar Zarin Khan y tres sowares fueron designados para escoltar el ataúd y en último momento, Zarin pidió permiso para llevar a un quinto hombre: un afridi que había llegado a Jalalabad la noche anterior y que dijo Zarin era un pariente lejano suyo y que sería muy útil en la escolta, ya que había hecho aquel viaje antes y conocía todos los recodos y los peligros del río.

Se concedió el permiso, y poco antes del amanecer, la balsa que llevaría los restos de Wigram a su último lugar de descanso en Mardan partió en su largo y azaroso viaje hacia las llanuras.