55

El cielo sobre el pueblo desierto de Fatehabad resplandecía con el amanecer mientras los dos oficiales consumían un rápido desayuno. Mientras comían, Wigram explicó, entre bocado y bocado, que el general deseaba enviar a dos miembros de su personal hacia Khujah, el pueblo principal de los khugianis, para tantear las reacciones de la tribu, y que el teniente Hamilton y siete jinetes de la Caballería de los Guías habían sido destacados para acompañarles y procurar que llegaran allí… y que volvieran.

Un segundo grupo, con una escolta similar del 10.º de Húsares, reconocería el camino que conducía a Gandamak para informar sobre su estado, y se esperaba que ambos grupos evitaran intervenir en un prematuro inicio de las hostilidades, y volvieran a presentarse ante el general Gough lo más pronto posible.

—En otras palabras —dijo Wigram, traduciendo—, no traten de apresurarse con las armas ni comenzar batallas privadas por su cuenta. Y si los ciudadanos locales disparan contra ustedes, «no esperen, órdenes de retirarse», sino que corran cuanto les permitan las piernas. Lo que el general necesita en este momento es información, y no un montón de héroes muertos. De manera que mantengan los ojos abiertos. Supongo que todo irá bien… siempre que no caigan en una emboscada.

—No te preocupes, eso no sucederá —respondió alegremente Wally—. Zarin dice que Ash se encargará de que no suceda.

Wigram se sirvió un chuppatti y dijo con una sonrisa:

—Por supuesto. Había olvidado que él estará allí. Bien, me quita un peso de encima. Mira… aquí vienen los oficiales. Es tiempo de que partamos, Walter.

Eran las siete y media y el sol ya secaba el rocío de la ladera cercana cuando Wally montó en su caballo y se alejó con dos oficiales. Los treinta hombres de la escolta les seguían a paso lento. Una hora después, desde terreno alto, vio de pronto un gran lashkar de hombres de las tribus, apenas a un kilómetro y medio entre las montañas. No era un grupo pacífico, porque Wally veía el aletear de las banderas y el brillo del metal a la luz de la mañana, y estudiando el numeroso grupo con sus prismáticos, llegó a la conclusión de que al menos debía haber allí tres mil khugianis y posiblemente muchos más que estaban escondidos en los repliegues del terreno.

Un solo disparo, que no venía desde muy lejos, chocó contra una roca pocos metros más adelante, y mientras Wally apartaba rápidamente sus prismáticos y tomaba las riendas, la quietud de la mañana se rompió, una vez más, con otros disparos de mosquete. El enemigo no sólo los había visto, sino que obviamente había tomado la precaución de colocar centinelas y uno de estos, hábilmente oculto detrás de unas rocas a menos de quinientos metros de distancia, había abierto fuego contra los intrusos. Obedeciendo sus instrucciones, Wally no perdió el tiempo. Su pequeña fuerza dio media vuelta y galopó hasta perderse de vista; a las diez, todos habían vuelto al campamento.

El general, después de escuchar el informe de sus oficiales, ordenó que tomaran de inmediato la cima de una colina, desde donde los movimientos del enemigo podían verse y transmitirse por señales al campamento. Wally, que iba delante con su grupo y permaneció con ellos durante un rato, supuestamente para estudiar los movimientos de los khugianis, pensaba en realidad en la posibilidad de localizar a Ash, quien, sospechaba, había efectuado aquel primer disparo a modo de advertencia, ya que, por cierto, no había llegado de un mosquete de los insurgentes.

Pero aun con la ayuda de sus prismáticos no le fue posible distinguir rostros individuales entre la masa de hombres reunidos en una franja de terreno elevado a más de un kilómetro y medio de distancia mientras que una cuidadosa inspección de las laderas y elevaciones no mostró señales de vida, aunque Wally no dudaba de que había por lo menos media docena de grupos ocultos entre las rocas en la zona entre la colina donde él se encontraba y la ocupada por el enemigo.

Se guardó los prismáticos con un suspiro y volvió al campamento a contar a Wigram que Ash tenía razón en lo que decía sobre los khugianis. Era evidente que pensaban luchar.

—Debe de haber miles allí, cuatro o cinco mil por lo menos, y tienen un gran estandarte rojo y varios blancos y, a juzgar por la forma en que dispararon esta mañana, yo diría que también disponen de carabinas. ¿Qué diablos crees que esperan? ¿Por qué no comenzamos, en lugar de estar aquí sin hacer nada como si hubiéramos venido a ver el paisaje y a disfrutar de una excursión?

—Mi querido Walter, dicen que la paciencia es una gran virtud. Debes cultivarla —replicó Wigram—. Nosotros, o más bien el general, esperamos enterarnos de lo que nos dirán los que salieron esta mañana a reconocer el camino del Gandamak, y en cuanto tengamos su informe, supongo que recibiremos órdenes de actuar. Pero aún no han regresado.

—¿No han regresado? —exclamó Wally, desconcertado—. Pero son las doce y media. Pensé que sólo recorrerían siete kilómetros por el valle… ¿No habrán caído en una emboscada, verdad?

—No, no lo creo. De ser así, se hubiesen escuchado disparos, y al menos algunos de ellos habrían podido volver a buscar ayuda. Además, Ashton lo habría sabido y hubiera hecho algo al respecto. No, solamente harán lo que se les ordenó: estudiar el terreno. Indudablemente llegarán a tiempo para su tiffin (almuerzo), para que nosotros también podamos comer con la conciencia tranquila.

Ya estaban sirviendo la comida del mediodía, pero Wally estaba impaciente por actuar y demasiado tenso como para sentir hambre. Tragó un par de bocados sin sentarse, y salió a ver si sus hombres habían comido y si todo estaba listo para la orden de marcha. Wigram, ahora tan familiarizado como Ash con el hábito de Wally de cantar himnos cuando estaba de muy buen humor, advirtió, divertido, que tarareaba Adelante, soldados de Cristo, y pensó que en tales circunstancias era una elección bastante rara como canción de batalla, considerando que la mayoría de los sowares eran musulmanes o sikhs y algunos hindúes, y que todos ellos, a los ojos de la religión del cantante, eran «paganos que adoraban ídolos».

Los Guías no esperaron mucho tiempo. Cuando a la una los hombres que faltaban aún no habían vuelto, el general Gough ordenó que se levantara el campamento y envió al mayor Battye con tres escuadrones de Caballería de los Guías a buscarlos. Él mismo los siguió con setecientos soldados de Infantería sikh punjabi y británica, cuatro cañones de la Artillería Real de montaña y tres escuadrones del 10.º de Húsares.

—¡Bien! —dijo Wally con alegría, balanceándose en la montura.

Zarin, a quien había dirigido la exclamación, captó la importancia de lo que decía Wally a pesar de que no entendía su idioma, y sonrió mientras los escuadrones formaban de a cuatro en fondo y avanzaban en medio del calor sofocante del valle pedregoso.

Se encontraron con los oficiales que faltaban y su escolta en un punto en que el camino cruzaba la ladera por debajo de una meseta donde se habían reunido los khugianis. Los dos grupos volvieron juntos a reunirse con el general, quien, al oír lo que le informaban, detuvo a su infantería en un lugar donde no podía ser vista por el enemigo, y cabalgó hacia delante para valorar personalmente la posición. Le bastó con un breve recorrido, porque, como había dicho Wigram, Gough no necesitaba que nadie le enseñara lo que debía hacer ni le aconsejara cómo manejar la situación.

Los khugianis habían elegido una posición defensiva perfecta. Sus líneas se extendían por el borde de la meseta, y las montañas que tenían a sus pies caían en forma empinada hasta unirse con una ladera más suave que llegaba al camino de Gandamak y al nivel comparativamente llano en el lado más lejano. Ambos flancos de sus líneas estaban protegidos por acantilados, mientras que el frente había sido reforzado con trincheras de piedra. Si hubieran podido usar cañones, su posición hubiera sido virtualmente inexpugnable; de todas maneras, atacada de frente sería suicida, mientras que destacar tropas para ello significaría debilitar seriamente los pequeños efectivos británicos, que ya superaban en una proporción de cinco a uno. La última esperanza, como había dicho Ash y el general veía ahora, era atraer a los khugianis a campo abierto.

—Tendremos que arrancar una página del libro de Guillermo —observó pensativamente el general—. No hay otra forma…

—¿Guillermo, señor? —preguntó sin entender un asistente desconcertado.

—El Conquistador… véase batalla de Hastings, 1066. Harold y sus sajones debieron haber salido victoriosos, y así habría sido, si Guillermo no hubiera sucumbido a la tentación de abandonar su posición en el terreno más elevado para perseguir a los soldados que supuestamente escapaban. Debemos hacer lo mismo y tratar de atraer a esos tipos a que vengan aquí abajo. No creo que sepan nada de esa batalla, y aunque no conocen el miedo, tampoco conocen la disciplina, y creo que podemos apoyamos en eso.

En consecuencia, envió a los Guías, al 10.º de Húsares y a la artillería hacia delante con órdenes de avanzar hasta menos de dos kilómetros del enemigo, donde la Caballería se detendría mientras los demás seguían adelante unos quinientos metros, hacían los primeros disparos, y a la primera señal de un avance retrocederían una corta distancia antes de detenerse a disparar otra vez.

En opinión del general, ningún hombre de las tribus resistiría la visión de las tropas británicas en aparente retirada, así como la milicia de Harold no pudo resistir la visión de la Infantería normanda que escapaba en fingida desbandada… Y esperaba que los khugianis abandonaran la protección de sus trincheras y corrieran a capturar las armas de la artillería en retirada. Luego, si se repetía la misma maniobra sería posible atraer al enemigo lo bastante abajo como para permitir una carga de la Caballería: entonces los atraparían en campo abierto, con pocas probabilidades de que pudieran volver a sus trincheras. Entretanto, mientras su atención se concentraba en las acciones pusilánimes de la artillería, la infantería avanzaría rápidamente por una nullah, desde donde, con suerte, saldrían sin ser vistos ni esperados, por el flanco derecho del enemigo.

—Te dije que no necesitaría consejos —sonrió Wigram mientras los Guías se ponían en movimiento—. El general piensa rápido. —Se enjugó el sudor de los ojos con la mano y dijo—: ¡Caramba! ¡Qué calor hace! ¿No estás agradecido de no militar en la Infantería?

—¡Dios mío, sí! —asintió Wally con entusiasmo—. Ha de ser terrible pasar por esa nullah con el sol sobre la espalda y todas las piedras al rojo. Tenemos suerte. Se sintió aún mejor al colocarse a la cabeza de su tropa, cantando, y olvidando totalmente el hecho de que el sol brillaba con tanta fuerza sobre la ladera debajo de la meseta como en la nullah empinada y rocosa donde se encontraba la infantería, y que la tela de su uniforme ya estaba mojada por el sudor. Sólo tenía conciencia de un agradable estremecimiento de excitación y tensa anticipación, mientras los hombres montados formaban y salían al galope para enfrentarse al enemigo.

Sonó una trompeta, y, obedeciendo la señal, la Caballería se detuvo en medio de una nube de polvo. Luego hubo momentos de completo silencio, en los que Wally tuvo conciencia de muchos pequeños detalles. La forma en que brillaba el sol sobre los cañones de las armas: las pequeñas sombras proyectadas por cada piedra, y la forma en que la tierra árida parecía reflejar la luz como si fuese nieve; el olor de los caballos, del cuero y de los arneses, del polvo, el sudor y la tierra calcinada; las figuras diminutas de los miles de hombres de las tribus, arracimados a lo largo del borde de la meseta más arriba, y mucho más arriba un solo aguilucho que bajaba en lentas espirales… Una solitaria mancha oscura en el enorme arco azul del cielo sin nubes.

Los uniformes de los soldados de Artillería a la derecha proporcionaban una fuerte nota de color en la desolación bañada por el sol de aquel paisaje árido, y más allá, casi escondidos por los grupos armados, veía los cascos color caqui del 10.º de Húsares, quienes, si era posible atraer a los khugianis a que bajaran desde sus alturas fortificadas, atacarían el flanco izquierdo mientras los Guías lo hacían por el centro.

«Doscientos jawanes (hombres jóvenes) —pensó Wally—, y subiremos por la pendiente para encontrar diez veces ese número de hombres fanáticos de la tribu que nos odian y están ansiosos por saltar sobre nosotros».

La situación era tan crítica que debería asustarlo; pero, en cambio, tenía conciencia de una sensación de irrealidad, y ningún temor real, ni animosidad alguna hacia las figuritas que veía allá arriba, que poco después lucharían cara a cara con él y harían lo posible por matarlo… Como haría él también con ellos. Por un momento, le pareció un poco tonto y tuvo un fugaz deseo de echarse atrás, pero casi de inmediato le volvió la euforia y notó que la sangre se agolpaba en sus oídos. Se sentía ligero y alegre, y ya no tenía impaciencia.

El tiempo parecía haberse detenido… como una vez se detuvo el sol para Josué. No había prisa…

Una ráfaga de viento sopló por el valle y dispersó el polvo, y el breve silencio fue roto por una seca orden del mayor Stewart de la Artillería de montaña. Al oír esa palabra, sus hombres cobraron vida, usaron los látigos y las espuelas, partieron al galope, mientras las ruedas de los cañones golpeaban contra el suelo pedregoso y se levantaba polvo tras ellos.

Avanzaron a la carrera unos quinientos metros, luego se detuvieron, instalaron los cañones y abrieron fuego sobre las masas compactas del enemigo en las alturas.

El brillo del sol de la tarde se oscureció con las explosiones, pero el humo formó una pared blanca y sólida como de algodón, y las laderas desnudas devolvieron el sonido que reverberó en todo el valle hasta que el aire mismo pareció estremecerse. El caballo de Wally, Mushki, echó hacia atrás la cabeza y retrocedió un poco, relinchando. Pero los hombres de las tribus en las alturas lanzaron gritos de burla al ver que los disparos no les alcanzaban, y dispararon con sus mosquetes a su vez, mientras algunos, a la derecha, avanzaban audazmente protegidos por una colina, llevando con ellos el estandarte rojo.

Al verlos moverse, los artilleros de inmediato dieron media vuelta y volvieron a su posición original, y toda la línea, Caballería y Artillería juntas, retrocedió a unos centenares de metros por la ladera. Fue suficiente. Como sospechaba el general, la visión de las tropas británicas en aparente retirada fue demasiado tentadora para los indisciplinados hombres de la tribu.

Convencidos de que al ser su número infinitamente superior los tontos de los kafires se habían aterrorizado, y al observar que tanto la Infantería como la Caballería huían, abandonaron toda precaución: gritando de alegría, salieron de sus trincheras para correr en una enorme horda aulladora, agitando las banderas, los mosquetes y los tulwares.

Más abajo, un segundo toque de trompeta sonó sobre el atronar de los cascos y los gritos triunfantes de los millares de guerreros que se acercaban, y al oírlo la caballería se detuvo y dio media vuelta para atacar al enemigo, mientras los cañones volvían a rugir y cubrían de metralla a las huestes enemigas.

Un momento después, un lejano ruido de disparos en el sector más distante a la izquierda indicó que la infantería había llegado a su objetivo sin ser vista y que atacaba al enemigo por el flanco. Pero los khugianis no dejaban de gritar y no les oían; tampoco aminoraron su marcha, aunque ahora ya podían ser alcanzados por los cañones. Enloquecidos por el placer de la batalla… o la perspectiva del paraíso, que se asegura a todos aquellos que matan a un infiel, no prestaban atención a los disparos de cañón o de carabina, sino que seguían avanzando como si cada uno de ellos compitiera en una carrera con su vecino por el honor de llegar primero al enemigo.

—¡Vamos, muchacho! —exhortó suavemente Wally, conteniendo a su caballo y jadeando mientras trataba de ver a través del polvo y el humo, con los ojos entrecerrados por el resplandor, aquel torrente desbordado de hombres que se abalanzaban hacia ellos blandiendo sus armas. Se dio cuenta de que mentalmente contaba la distancia: seiscientos metros… quinientos, cuatrocientos…

El sol ardía en sus hombros y sentía resbalar el sudor por su cara debajo del casco, pero un estremecimiento helado le recorría la columna vertebral, y la alegría de un luchador nato ardía en sus ojos cuando comenzó a cantar con alegría en voz baja: ¡A la batalla, allá van nuestras banderas!

Apartó sus ojos de la multitud que se acercaba y vio al oficial al mando de la artillería que se volvía y gritaba a la caballería:

—Es la última vez que disparo —chilló el mayor Stewart—, luego les toca a ustedes.

Wigram Battye, que estaba sentado inmóvil en su caballo, al frente de su grupo, pasó las riendas a la mano izquierda y colocó la derecha en la empuñadura de su sable. Lo hizo sin prisa, y sus Guías siguieron el ejemplo de su comandante con una tensa sonrisa, y se dispusieron a esperar.

Los cañones volvieron a disparar. Esta vez, el efecto fue mortal porque la metralla abrió grandes brechas entre las masas apretadas del enemigo. Y mientras desaparecía el estruendo, el brazo derecho de Wigram se alzó hacia arriba, y en las filas detrás de él se produjo el sonido y el resplandor del acero, mientras sus doscientos jinetes levantaban los sables. Wigram gritó una orden, y, con un alarido ensordecedor, la caballería avanzó…

Se lanzaron contra el enemigo con el ímpetu de un galope de cuatrocientos metros. Muy cerca unos de otros, con el sol brillando sobre sus sables. Y ahora por fin los khugianis triunfantes miraron por encima del hombro hacia las trincheras que habían dejado atrás y más arriba, comprendiendo demasiado tarde que había sido un error fatal abandonar sus defensas y permitir que les atraparan en campo abierto, ya que al ir a pie no tenían esperanzas de recuperar la seguridad de sus trincheras antes de que los alcanzara la caballería. Lo único que les quedaba por hacer era permanecer allí y luchar. Y lo hicieron: resistiendo y disparando una y otra vez contra los escuadrones de hombres a caballo.

En toda batalla sucede que los que están más cerca sólo ven una pequeña parte del conjunto, y Wally no fue una excepción.

Sabía que más adelante, fuera de su visión, la infantería debía de estar luchando, porque les había oído disparar, y también que el 10.º de Húsares debía de haber atacado en el mismo momento que los Guías. Pero los húsares estaban a la derecha de la línea, más allá de la artillería de montaña, y como no tenía tiempo ni podía prestar atención a nada que no fuera su propio escuadrón y al enemigo que tenía delante, para él la batalla, desde el principio hasta el final, estuvo confinada a lo que él mismo veía… lo que a su vez estaba restringido por el polvo y la confusión de los hombres que aullaban y peleaban.

La carga había llevado a los Guías a unos ciento cincuenta metros del enemigo, cuando Wally oyó el estampido de los mosquetes y sintió el silbido de las balas que pasaban junto a él como un enjambre de abejas furiosas, y vio que el caballo de su comandante, lanzado al galope, se desplomaba con un balazo en el corazón. Wigram saltó sobre la cabeza del caballo, y estuvo de pie en un instante. Pero trastabilló y volvió a caer cuando una segunda bala le hirió en el muslo.

Instintivamente, al ver caer a su jefe, los sikhs lanzaron el grito ululante de su raza y se detuvieron, y Wally también se detuvo impetuosamente con el rostro blanco.

—¿Por qué diablos se detienen? —gritó Wigram con furia, luchando por levantarse—. Yo estoy bien. Iré de inmediato. ¡Toma mi lugar, Walter! ¡No te preocupes por mí! ¡Vamos, muchacho!

Wally no se detuvo a discutir. Giró el cuerpo en la silla, gritando al escuadrón que le siguiera, y levantó el sable por encima de su cabeza y, con un salvaje grito irlandés, clavó las espuelas para subir la ladera hacia el enemigo que esperaba; los Guías atronaban detrás de él y gritaban al avanzar. Unos minutos después, las dos fuerzas se mezclaron en un pandemónium de polvo y ruido, y Wally se encontró en lo más fuerte de la lucha, dando sablazos a izquierda y derecha, mientras a su alrededor los hombres lanzaban gritos de guerra y maldiciones y levantaban grandes espadas curvas.

Wally hizo caer a uno después de cortarle la mitad de la cara, y mientras el caballo tropezaba sobre el cuerpo caído, oyó cómo el cráneo del hombre se partía como una nuez; obligando a Mushki a enderezarse, le apremió a seguir adelante, cantando con todas sus fuerzas y siempre dando sablazos como un cazador que azota a los perros. A su alrededor, los hombres gritaban y maldecían en medio de una nube de polvo y humo que olía a sulfuro, a sudor, a pólvora y a sangre fresca. Los cuchillos y los sables centelleaban y caían y los hombres caían con ellos mientras los caballos heridos trataban de incorporarse, relinchando de rabia y terror o salían disparados en medio de la confusión pisoteando a todos los que se cruzaban en su camino.

La masa sólida del enemigo había sido convertida en pedazos por el impacto de la carga de caballería, y ahora los khugianis luchaban en pequeños grupos aferrándose tenazmente a la ladera cubierta de hierba y de piedras y defendiendo el terreno con verdadero fanatismo. Wally vio fugazmente a Zarin, con los dientes apretados en una sonrisa feroz, mientras hundía su sable en la garganta de un gahzi (fanático religioso), y al risaldar Mahmud Khan, cuyo brazo colgaba, inutilizado, y que ya no tenía el sable, empuñar su carabina con la mano izquierda y usarla como un machete.

Aquí y allá, se habían formado pequeños remolinos alrededor de algún sowar sin caballo, que se defendía con toda la ferocidad de un jabalí herido, contra los hombres de la tribu que le rodeaban, esperando la oportunidad de acuchillarlo. Uno de ellos, el sowar Dowlat Ram, había quedado inmovilizado por su caballo caído, y los tres khugianis que habían hecho caer al animal se abalanzaron a matar al jinete que trataba de liberarse. Pero Wally le había visto caer y acudió en su ayuda, agitando su sable manchado de sangre y gritando:

—¡Daro mut, Dowlat Ram! ¡Tagra ho jao, jawan! ¡Sabash! (bravo).

Los tres khugianis se volvieron como si fueran un solo hombre para enfrentar a la amenaza que se cernía sobre ellos. Pero Wally tenía la ventaja de estar montado, y era el mejor espadachín. Su sable hirió a un hombre en los ojos e inmovilizó el brazo derecho del segundo, al mismo tiempo que el primero caía hacia atrás, ciego y aullando. Dowlat Ram, aún atrapado por un pie, levantó la mano y le aferró por la garganta, mientras Wally esquivaba un salvaje golpe del tercero, y con un movimiento rápido cortaba el cuello del hombre, hasta casi separarlo del cuerpo.

—¡Sabash, sahib! —aplaudió Dowlat Ram, liberándose con un último esfuerzo frenético y logrando ponerse de pie—. Bien hecho. De no haber sido por usted, estaría muerto.

Levantó la mano para saludarle y Wally respondió sin aliento:

—Lo estarás, si no tienes cuidado. Vuelve a la retaguardia.

Los khugianis aún dominaban su terreno y luchaban fieramente, pero ahora se escuchaban pocos disparos; después de la primera descarga, pocos tuvieron tiempo de recargar, y en el frenesí y la confusión de la batalla, las armas de fuego resultaban difíciles de usar, ya que no era posible asegurar que una bala dirigida a un enemigo no alcanzara a un amigo. Muchos usaban sus mosquetes como palos, pero un hombre al menos, un jefe khugiani, había tenido tiempo de recargar. Wally vio el mosquete dirigido a él y se echó a un lado; mientras la bala pasaba junto a él, clavó las espuelas a Mushki y se acercó al hombre con el sable goteando. Pero esta vez había encontrado a alguien tan bravo como él. El jefe khugiani era un experto guerrero y más rápido que los tres hombres que habían hecho caer a Dowlat Ram. Como no podía recargar, permaneció donde estaba deteniendo los golpes de sable de rodillas, y cuando el caballo pasó junto a él, le propinó un golpe con un largo cuchillo afgano.

La afilada hoja cortó la bota de montar de Wally, pero apenas arañó la piel. Wally echó hacia atrás a su montura y se lanzó nuevamente al ataque; en su joven rostro se veía la misma fiera alegría de la batalla que en la cara ansiosa y con barba del endurecido luchador que le esperaba. Una vez más, el jefe se agachó para esquivar el golpe, y luego saltó como un resorte, con el cuchillo en una mano y un tulwar en la otra.

Wally hizo girar al caballo a tiempo para esquivar el ataque, pero el jefe saltó hacia atrás y esperó, con las rodillas un poco inclinadas y su cuerpo ágil y vibrando como el de una cobra antes de atacar, y con las armas bajas para que cuando su adversario se acercara pudiera golpear en el blanco más fácil de las patas o el vientre del animal y derribar a la vez al caballo y al jinete.

Ahora el duelo había atraído a un círculo de hombres de la tribu que, olvidando momentáneamente la lucha, permanecían observando, con los cuchillos en la mano para ver cómo su campeón derribaba al feringhi. Pero el jefe cometió el error de volver a repetir una maniobra que antes tuvo éxito, por lo que esta vez, cuando Wally atacó, la tuvo en cuenta: él también atacó más abajo, el cuerpo en lugar de la cabeza. Y en el momento en que el jefe cayó de rodillas para esquivar el golpe, el filo del pesado sable de caballería le alcanzó en la sien izquierda y cayó de lado, con el rostro cubierto de sangre. Su tulwar arañó el flanco del caballo al caer, y cuando Mushki retrocedió, relinchando, los hombres de la tribu que se habían acercado al verlo caer se dispersaron y dejaron pasar al caballo y al jinete.

Minutos más tarde, sin advertencia previa, hubo un cambio de dirección en la batalla.

Las filas del enemigo se rompieron y montones de khugianis echaron a correr desesperadamente hacia sus trincheras en la meseta. Y a medida que la caballería se lanzaba hacia delante, se transformaron en centenares, y la batalla en una enorme confusión.

—¡Se van! —gritó Wally, sin sombrero y triunfante—: ¡Sabash, jawanes! ¡Maro! ¡A matar! ¡Khalsa-ji-ki jai! —Ahora reunió inmediatamente a los escuadrones dispersos, se alzó en los estribos y dio la orden—: ¡Al galope! ¡Hamla Karo!

Los Guías obedecieron, avanzando por el terreno irregular, hasta que de pronto Wally vio por primera vez algo que le había ocultado una elevación del terreno. Y al verlo su corazón pareció detenerse.

Entre la base del terreno más empinado que caía desde el borde de la meseta y el lugar donde la ladera comenzaba a nivelarse, había un obstáculo natural que representaba un peligro mucho peor que las trincheras de roca construidas por el hombre: una profunda garganta en la ladera, paralela al borde, cortada por algún torrente de la montaña que se había secado y había dejado un reguero de piedras en el fondo de una caída a pico de unos dos metros y medio. Al otro lado, la ladera se elevaba bruscamente, y a lo largo de la cresta había trincheras… que ahora volvían a llenarse con los hombres de las tribus, quienes aullaban su desafío y disparaban contra la caballería que les perseguía.

Era un espectáculo calculado como para asustar a soldados mejores y más experimentados que el joven teniente Hamilton. Pero Wally estaba embriagado con el frenesí de la lucha y no vaciló. Usó sus espuelas con Mushki, quien saltó la garganta y cayó sobre las piedras. Una vez abajo, los hombres se esparcían a izquierda y derecha buscando la forma de subir y seguir adelante, y, cuando la encontraban, se reunían y se lanzaban al ataque: Wally fue el primero en llegar a la cima donde la larga hilera de trincheras cortaba el camino hacia la tierra llana de la meseta. Aquí, los muchos hombres de las tribus que habían logrado volver a las defensas dispararon sus mosquetes lo más rápido que pudieron cargarlos. Pero el obstáculo no arredró a Mushki. El caballo lo saltó con la facilidad y la gracia de un cazador práctico y, por milagro y por la habilidad de su jinete, pasó a las laderas del otro lado con apenas un rasguño.

No hubo coordinación en la lucha, ni tiempo para esperar a que la infantería atacara por el flanco, ni a que los cañones se colocaran en posición. Los Guías habían atacado por grupos separados y con una ferocidad que sacó a los indisciplinados hombres de las tribus de sus trincheras y les obligo a volver a la zona abierta de la meseta. Porque aunque los khugianis peleaban fieramente, la mayoría de sus jefes y todos sus portaestandartes estaban muertos. Y, sin jefes que los dirigieran, no lograban reagruparse.

Sus trincheras fueron asaltadas en cuestión de minutos, y una vez más se dispersaron y corrieron por la meseta como hojas barridas por el viento de otoño y huyeron sin aliento y con los músculos destrozados a buscar el incierto refugio de los fuertes y los pueblos en los valles cercanos.

Pero no podían huir libremente. Los cañones recibieron la orden de hacer fuego sobre cualquier concentración de hombres de las tribus y la caballería, la de perseguirlos y los Guías y los húsares, juntos, cortaron la retirada al enemigo, y sólo se detuvieron cuando casi habían llegado a los muros de la fortaleza khugiani de Koja-Khel.

La batalla de Fatehabad había terminado con la victoria de los británicos. Los cansados vencedores volvieron a cruzar la meseta ensangrentada, pasando junto a los trágicos restos de la guerra: los cadáveres mutilados de los muertos y los agonizantes, las armas abandonadas, los estandartes rotos, los chupplis (pesadas sandalias de cuero con clavos en las suelas), los turbantes y las cartucheras vacías…

La columna del general Gough había salido de Jalalabad con órdenes de «dispersar a los khugianis», y eso habían hecho. Pero fue una matanza terrible, porque los khugianis eran hombres valientes, y como había advertido Ash, pelearon como fieras. Aun cuando se dispersaron y corrieron, grupos de hombres se volvieron a disparar contra sus perseguidores, o a atacarlos, sable en mano. Más de trescientos de ellos habían resultado muertos, y más de tres veces ese número heridos; pero fue difícil librarse de ellos. La pequeña fuerza de Gough perdió nueve hombres y tuvo cuarenta heridos, uno de los cuales murió más tarde de sus heridas, veintisiete eran Guías: también siete de los muertos… Entre ellos, Wigram Battye y el risaldar Mahmud Khan.

Wally, que había visto caer a Wigram, supuso que le habían llevado a la retaguardia y que estaba fuera de peligro. Pero el destino esperaba a Wigram ese día y no pudo escapar de él. Había ordenado a Wally, el único oficial británico aparte de él, que llevara adelante a los escuadrones, y el joven obedeció… Cargó en lo más duro de la batalla y salió de ella sano y salvo, sin ninguna huella, excepto un ligero arañazo y un corte en su bota de montar. Pero Wigram, que lo seguía lentamente y con mucho esfuerzo a pie con ayuda de uno de sus sowares fue alcanzado de nuevo en la cadera. Al caer por tercera vez, un grupo de hombres de las tribus se abalanzaron sobre él, pero fueron repelidos por el sowar que llevaba una carabina, además de un sable de caballería, y Wigram tenía su revólver. Cinco de los atacantes cayeron y el resto retrocedió, pero Wigram perdía sangre rápidamente. Volvió a cargar su revólver y, con enorme fuerza de voluntad, volvió a incorporarse sobre una rodilla. Pero, al hacerlo, una bala perdida, disparada por alguien en medio de la confusión, le alcanzó en el pecho; cayó hacia delante y murió sin pronunciar una palabra.

Los atacantes supervivientes lanzaron un grito de alegría, y se abalanzaron a destrozar el cadáver, porque, para un afgano, el cadáver de un enemigo muerto merece la mutilación… Y especialmente cuando ese enemigo es un feringhi y un infiel. Pero no tuvieron en cuenta a Jiwan Singh, el sowar.

Jiwan Singh levantó el revólver y colocándose junto al cadáver de su comandante, luchó contra ellos con el revólver y el sable. Permaneció allí más de una hora protegiendo el cuerpo de Wigram contra todos los que llegaban. Cuando terminó la batalla y los Guías supervivientes volvieron desde la meseta a contar sus muertos y heridos, lo encontraron aún haciendo guardia. A su alrededor, había un círculo de cadáveres de no menos de once khugianis muertos.

Más tarde, cuando llegaron los informes oficiales, con los elogios y críticas correspondientes y las condecoraciones concedidas, y cuando los críticos que no habían estado presentes ya habían señalado los errores de juicio y explicado cuánto mejor habrían manejado ellos el asunto, al sowar Jiwan Singh se le concedió la Orden del Mérito. Pero a Wigram Battye le correspondió un honor mucho mayor…

Cuando los heridos fueron trasladados en las camillas, y se dispusieron a colocar el cadáver del mayor en unas angarillas para llevado a Jalalabad (ya que cualquier tumba cerca del campo de batalla sería abierta y profanada en cuanto se hubiera retirado la columna) sus sowares se negaron a permitir que los hombres de la ambulancia le tocaran.

—Un hombre como el sahib Battye no debe ser llevado por extraños —dijo uno de sus sikh—. Nosotros mismos lo llevaremos.

Y eso hicieron.

La mayoría de ellos habían cabalgado desde el amanecer, y todos, en lo más caluroso del día, habían participado en dos cargas y habían librado una lucha desesperada de una hora en una situación tremenda. Estaban al borde del agotamiento y Jalalabad quedaba a más de treinta kilómetros de distancia por un camino que era apenas una senda pedregosa. Pero durante toda aquella cálida noche de abril, distintos grupos de hombres avanzaron con el cadáver de Wigram sobre los hombros. No sobre una camilla de hospital, sino a hombros.

Zarin hizo su turno en la triste tarea, y durante un kilómetro o dos también Wally. Y en una oportunidad, un hombre que no era sowar pero que por su indumentaria podría ser un shinwari salió de la oscuridad y ocupó el lugar de uno de los que lo llevaban. Curiosamente, nadie hizo el menor movimiento para evitarlo ni le preguntó qué derecho tenía a estar allí, y parecía que le conocían y le esperaban, aunque sólo habló una vez, muy brevemente en voz baja con Zarin, cuya respuesta fue asimismo breve e inaudible. Wally, que avanzaba con dificultad entre los últimos, con la mente obnubilada por la fatiga y la pena, fue el único que no advirtió la presencia de un desconocido en el cortejo. Y la vez siguiente que se detuvieron, el hombre desapareció con tanta rapidez y discreción como había aparecido.