En diciembre, la temperatura fue bastante moderada, pero con la llegada del Año Nuevo comenzó a descender. Un día, Ash se despertó de madrugada sintiendo el toque furtivo de unos dedos fríos en sus mejillas y en sus párpados cerrados.
Otra vez había soñado, y en su sueño yacía medio dormido junto a un torrente de aguas furiosas en un valle entre las montañas. El valle de Sita. Era primavera y los perales estaban en flor, y soplaba una brisa entre las ramas que desprendía los pétalos y los hacía caer sobre su rostro.
El contacto fresco de esos pétalos que caían y el ruido del arroyo se combinaron para despertarlo. Entonces abrió los ojos y se dio cuenta de que seguramente había dormido largo tiempo, y entretanto se había levantado viento y nevaba.
Lo había temido la noche anterior. Pero entonces no soplaba viento, y Ash encendió un fuego en el fondo de la estrecha cueva entre las rocas, donde se preparó algo; cuando cayeron las sombras, se envolvió en su manta y se durmió, abrigado y animado por el resplandor del fuego. El viento comenzó horas después y ahora soplaba entre las montañas y arrastraba enormes copos de nieve al interior de la cueva.
Ash contempló el paisaje gris en el exterior de la cueva, y se dio cuenta de que pronto sería de día. Volvió al fondo de la cueva y encendió otro fuego con lo último que le quedaba de su provisión de carbón y un poco de leña que había recogido la noche anterior. No era mucho, pero sería suficiente para calentar agua y preparar té que le calentaría el estómago y normalizaría la circulación en sus pies y sus manos ateridos; y aún le quedaban casi dos chupattis.
Ash pensó en todo lo que había sucedido durante las últimas semanas del año que había terminado y las primeras semanas del nuevo y se preguntó cuándo le permitirían volver a Mardan, y a Juli. Estos errores, sin embargo, no evitaron la caída de Ali Masjid dos días después de romperse las hostilidades, con una pérdida para los vencedores de sólo quince muertos y treinta y cuatro heridos. Pocos días después, la ocupación de Dakka y la posterior conquista de Jalalabad. El día de Año Nuevo, los británicos poseían estos tres puntos claves, y consiguieron éxitos similares en otros frentes, en especial la ocupación, por parte de las tropas de campaña de Kurran, al mando del mayor general Sir Frederick Roberts, de los fuertes afganos en el valle de Kurran.
Pero en Año Nuevo ocurrió algo más. Algo que a Ash le pareció de importancia tan enorme que decidió que debía hablar una vez más con el mayor Cavagnari, quien, habiendo acompañado al ejército victorioso con el cargo de oficial político estaba en esos momentos en Jalalabad, donde se dirigió al Dubar reunido por Sir Sam Browne, el día de Año Nuevo y trató de explicar, a los pocos jefes afganos que asistieron, las razones de la declaración de guerra del Gobierno británico y sus intenciones pacíficas hacia las tribus.
Ash no pensaba que no tendría dificultad en organizar una entrevista con Cavagnari una vez que este llegara a Jalalabad, porque ahora los habitantes locales ya se habrían dado cuenta de que no había peligro de que los asesinaran los infieles invasores, y habrían vuelto a sus hogares, con el propósito de vender mercancías a las tropas a precios muy elevados. Por lo tanto, la ciudad estaría nuevamente llena de afridis, y nadie le prestaría atención.
Pero no pensó en la nieve, y ahora se preguntaba si podría llegar a Jalalabad, porque si continuaba la tormenta todos los senderos y señales que necesitaba para guiarse desaparecerían… si es que no habían desaparecido ya. La idea era deprimente. Ash tendió sus manos hacia el fuego con un estremecimiento que no sólo se debía al frío. Pero tuvo suerte, porque había dejado de nevar cuando hubo luz suficiente para partir, y hacia el mediodía encontró a un pequeño grupo de powindahs que se encaminaba a Jalalabad, y en su compañía llegó a las afueras de la ciudad amurallada una hora antes del atardecer.
Ponerse en contacto con el mayor Cavagnari le resultó bastante fácil. Y aquella noche, ya tarde, se encontró en un lugar cerca de los muros, con una figura sombría protegida del frío de la noche por una manta de color pardo. Después de identificarse y responder algunas preguntas en voz baja, Ash siguió al hombre por la puerta de la ciudad y luego por callejuelas oscuras, hasta una puerta pequeña, donde le esperaba una segunda figura envuelta en una manta. Un minuto después, le hicieron pasar a una habitación iluminada con una lámpara donde el ex Comisario delegado de Peshawar, ahora oficial político de las fuerzas de campaña del valle de Peshawar, trabajaba con unos montones de informes que cubrían su escritorio.
Las noticias que traía Ash eran desconcertantes y trágicas, aunque su aspecto trágico no era captado por el mayor Cavagnari que nunca había mostrado simpatía por Shere Ali.
El emir, al enterarse de que su réplica al ultimátum de Lord Lytton había llegado demasiado tarde y que su país era invadido y sus fortalezas caían como frutas maduras, perdió la cabeza y decidió someterse al Zar.
La presión cada vez mayor de los acontecimientos ya le había forzado a reconocer a su hijo mayor, Yakoub Khan (a quien había mantenido bajo arresto domiciliario durante muchos años, y a quien aún odiaba), como su heredero y cogobernante ante el Consejo, lo cual fue una experiencia amarga y humillante para él y la única forma en que pudo evitar el sufrimiento de tener que compartir sus decisiones con un hijo que no quería, mientras su corazón aún sangraba por la muerte de otro muy querido. Así que decidió que lo mejor era marcharse de Kabul.
Eso hizo, explicando que pensaba viajar a San Petersburgo para presentar su caso ante el emperador Alejandro, y exigir justicia y protección de todos los poderes europeos sensatos contra los ataque de Gran Bretaña…
—Sí, sé todo eso —respondió pacientemente el mayor Cavagnari, agregando con un tinte de desagrado que Ash no debía pensar que era la única fuente de información con respecto a los asuntos de Kabul—. Estamos enterados de las intenciones del emir. En realidad, él mismo escribió para informar al Gobierno británico sobre el paso que daba y nos desafió a explicar sus intenciones a un congreso que se celebraría en San Petersburgo. Supongo que tomó la idea del congreso de Berlín, donde se discutieron y se resolvieron nuestras diferencias con Rusia. Más tarde, me informaron que salió de Kabul el 22 de diciembre con destino desconocido.
—Fue a Mazar-I-Sharif, en la provincia del Turquestán —indicó Ash—. Llegó allí el día de Año Nuevo.
—Ah, ¿sí? Bien, espero que pronto recibiré una confirmación oficial de eso.
—Con seguridad la recibirá. Pero, en estas circunstancias, pensé que debería usted saberlo lo antes posible, porque, naturalmente, esto cambia las cosas.
—En qué forma —preguntó Cavagnari, siempre con mucha paciencia—. Ya sabíamos que estaba en muy buenas relaciones con los rusos, y esto sólo prueba que teníamos razón.
Ash lo miró con los ojos muy abiertos.
—Pero, señor… ¿no ve usted que ese hombre ya no tiene ninguna importancia? Es un individuo terminado en lo que se refiere a su pueblo, y que después de esto nunca podrá volver a Kabul ni a sentarse en el trono de Afganistán. Si se hubiera quedado y hubiese permanecido firme, le habrían rodeado todos los afganos que odian a los infieles en su reino… o sea el noventa y nueve por ciento de la población… Pero, en cambio, eligió dar media vuelta y huir, dejando que Yakoub Khan se enfrente con la situación. Le aseguro, señor, que está terminado; ¡terminado! Pero no es por eso por lo que vine aquí, eso ya no tiene ninguna importancia. Vine a decirle que jamás llegará a San Petersburgo, porque se está muriendo.
—¿Se está muriendo? ¿Está usted seguro? —preguntó bruscamente Cavagnari.
—Sí, señor. Los que están cerca de él dicen que él lo sabe y que está apresurando su muerte negándose a comer y a tomar medicinas. Dicen que es un hombre destrozado. Destrozado por el dolor de la pérdida del hijo que más quería y la humillación de tener que reconocer este heredero que detestaba, y también por las intolerables presiones que ha tenido que sufrir por parte de Rusia y de nosotros. No le queda nada por que vivir, y nadie cree que alguna vez dejará el Turquestán… ni que irá muy lejos si lo intenta, ya que sin duda los rusos no le permitirán entrar. Ahora que se han dado la mano con nosotros oficialmente, les da un poco de vergüenza el asunto de Afganistán, e imagino que prefieren olvidar la existencia del lugar… hasta la próxima vez, por supuesto. También he oído de buena fuente que Shere Ali ha escrito al general Kaufman pidiéndole que interceda por él ante el Zar, y que Kaufman le contestó que no salga de su reino y que trate de llegar a un acuerdo con los británicos. De manera que ahora ya debe de saber que no puede esperar ayuda de Rusia, y que al salir de Kabul cometió un error fatal e irreparable. Sólo es posible tenerle lástima, pero al menos significa que ahora puede terminar la guerra y que nuestras tropas pueden volver a la India.
—¿Volver a la India? —Cavagnari frunció el ceño—. No entiendo.
—Pues claro, señor… ¿Acaso la proclama del virrey no decía que no luchábamos con el pueblo afgano, sino solamente con Shere Ali? Bien, Shere Ali se ha ido. Se ha marchado de Kabul y precisamente usted, que entiende a esta gente, debe saber que jamás le permitirán volver… ¡Yakoub Khan se ocupará de eso! Además, como le he dicho, ese hombre se está muriendo y cualquiera de estos días nos enteraremos que ha muerto. Pero, aunque viva, ya no cuenta. De manera que ¿contra quién estamos luchando?
Cavagnari no respondió; un momento después, Ash rompió el silencio acaloradamente:
—Mire, señor, si es cierto que no luchamos con su pueblo, me gustaría saber qué diablos estamos haciendo aquí, semanas después de su capitulación… Me gustaría saber qué excusa tenemos ahora para invadir sus hogares y anexionarnos sus territorios, y cuando resisten (lo cual no tiene por qué sorprendernos), disparar contra ellos, incendiar sus aldeas y sus campos para que sus mujeres, sus niños, sus ancianos y sus enfermos queden sin alimentos ni refugio… y, además, en mitad del invierno. Porque eso es lo que estamos haciendo, y si Lord Lytton hablaba en serio cuando dijo que nuestra lucha no era con el pueblo afgano, ahora debe interrumpir de inmediato esta guerra, porque ya no hay ninguna razón para continuarla.
—Olvida usted —replicó fríamente el mayor Cavagnari—, que como Shere Ali designó a su hijo Yakoub Khan como cogobernante ahora Yakoub estará actuando como regente. Por lo tanto, el país aún tiene gobernante.
—¡Pero no un emir! —Era casi un grito de dolor—. ¿Cómo podemos fingir que estamos en guerra con Yakoub, que estuvo preso durante años, mientras nuestros propios funcionarios solicitaban su liberación? Sin duda, ahora que es virtualmente gobernante de Afganistán, al menos debería ser posible que lleguemos a un pacto hasta que veamos cómo piensa comportarse. Eso no nos hará ningún daño, y salvará muchas vidas. Pero si hemos de continuar con esta guerra sin siquiera esperar a ver lo que hará, eliminaremos toda posibilidad de una amistad con él, y solamente conseguiremos que él también, como el padre que odiaba, se convierta en nuestro enemigo. ¿O es eso lo que queremos? ¿Es eso?
Una vez más, Cavagnari no respondió, por lo que Ash volvió a repetir la pregunta, elevando peligrosamente la voz.
—¿Es eso lo que quieren ustedes realmente? ¿Usted y el virrey y el resto de los consejeros de Su Excelencia? ¿Todo este asunto sangriento no es más que una excusa para invadir Afganistán y agregarlo al Imperio… y al diablo con su pueblo, con quienes no tenemos motivo para luchar? ¿Es así? ¿Es así? Porque entonces…
—Se olvida usted de sí mismo, teniente Pelham-Martyn —le interrumpió Cavagnari con voz helada.
—Syeb Akbar —corrigió Ash con voz fría.
Cavagnari ignoró la corrección y siguió adelante:
—Y debo pedirle que no grite. Si no puede controlarse, será mejor que se vaya antes de que lo oiga. Aquí no estamos en la India británica, sino en Jalalabad, que está lleno de espías. También debo señalar que no nos corresponde a usted ni a mí criticar las órdenes que nos dan, ni discutir asuntos de política que están fuera de los límites de nuestro conocimiento. Nuestra obligación es hacer lo que se nos ordena, y si usted es incapaz de ello, entonces ya no me es útil ni es útil al Gobierno que tengo el honor de servir, y creo que lo mejor será que cortemos nuestra relaciones.
Ash suspiró profundamente con alivio. Sintió como si le hubieran quitado un peso de los hombros: un enorme peso de responsabilidad que como el del Viejo del Mar de Simbad había crecido y se hacía cada vez más difícil de llevar. Aunque tuvo el suficiente sentido común de darse cuenta de que era en gran parte por su culpa, por la presunción de imaginar que la información que tanto le había costado conseguir sería considerada lo suficientemente importante como para afectar las decisiones del Consejo del virrey, y para pesar en la balanza del poder a favor de la paz y no de la guerra.
Su utilidad (si tenía alguna) sólo residía en el hecho de que sus mensajes servían para confirmar o contradecir la exactitud de las historias enviadas por espías nativos con tendencia a exagerar, o de quienes se sospechaba que eran demasiado crédulos. Como control de estas teorías sus propios esfuerzos probablemente fueron útiles, pero, aparte de eso, contaron muy poco, y no modificaban para nada las decisiones del virrey… ni las de ningún otro. El tema vital de la paz o de la guerra seguramente ya se había decidido antes de que él se prestara a servir como espía, y no habría sido cambiado excepto por órdenes directas desde Londres o por la completa y absoluta sumisión de Shere Ali a las demandas del virrey y del Gobierno de la India.
«No sé para qué me molesté —pensó Ash—. He creído que yo era la Esperanza Blanca de Asia, y he imaginado que millares de vidas podían depender de lo que yo encontrara y del uso que hiciera de ello, cuando en realidad sólo he sido un informante más del Raj… y ni siquiera me han pagado por ello».
De pronto, todo le pareció muy gracioso y rio por primera vez en muchas semanas; al observar el desconcierto y el desagrado en el rostro de Cavagnari, se disculpó:
—Lo siento, señor. No quería ofenderle. Sólo que… últimamente me he tomado demasiado en serio. Me he visto como una especie de deus-ex-machina con el destino de mis amigos y de las dos naciones en mis manos. Tiene usted razón en librarse de mí. No estoy hecho para esta clase de trabajo, y no sé cómo permití que me convencieran de que lo llevara a cabo.
No esperaba que el mayor entendiera lo que sentía, pero Louis Cavagnari era inglés sólo por adopción. La sangre que corría por sus venas era francesa e irlandesa, y él también era un romántico… Veía la historia no sólo como la historia de tiempos pasados, sino como algo que se forja. Algo en lo que él mismo podía desempeñar un papel… Quizás un gran papel…
Su expresión se ablandó y dijo:
—No tiene por qué hablar así. Ha sido usted muy útil. Gran parte de la información que envió resultó valiosa, de manera que no debe pensar que sus esfuerzos se desperdiciaron. O que no le estoy profundamente agradecido por todo lo que ha hecho y todo lo que ha intentado hacer. Nadie sabe mejor que yo los graves riesgos que ha corrido y los peligros que ha enfrentado con alegría, y los sacrificios que ha hecho. En realidad, una vez que termine esta campaña, no vacilaré en recomendarlo para que le concedan una condecoración por su valentía.
—¡Tonterías! —replicó Ash en forma poco cortés—. Le ruego que no haga nada semejante, señor. No quisiera desilusionarlo, pero, para alguien como yo, ha existido muy poco peligro, porque nunca me sentí diferente de las personas que encontraba y con quienes hablaba mientras estuve aquí. No tuve necesidad de… dejar caer una piel, por así decirlo, o desarrollar otra nueva. Eso me facilitó las cosas. Y, además, el hecho de que el país ha estado tan perturbado con los acontecimientos de uno a otro extremo, que un desconocido en una de las zonas tribales ya no llama tanto la atención. De manera que realmente nunca he sentido miedo por mí mismo. Creo que no todos lo entienden, pero ha significado una gran diferencia. Lo único que temía, y que pesaba en mi mente, era mi responsabilidad, tal como yo la veía, de evitar un error desastroso: otro más… Ah, bien, usted sabe todo esto, de manera que no tiene sentido hablar de ello nuevamente.
—Ninguno —asintió brevemente Cavagnari—. En este punto diferimos, pero, repito que le estoy agradecido. Sinceramente. Lamento que debamos separarnos. Por supuesto, informaré a las autoridades sobre las noticias que usted me ha traído con respecto a la llegada de Shere Ali a Mazar-I-Sharif y del estado de su salud, y también su opinión personal sobre la situación. Tal vez haya alguna diferencia; no lo sé. Pero la dirección de esta guerra no está en mis manos. Si lo estuviera… Pero para qué pensar en eso. Entonces, adiós. ¿Supongo que volverá usted a Mardan? Si le es útil de alguna manera, puedo hacer que vuelva a Peshawar en uno de nuestros vehículos.
—Gracias, señor, pero creo que será mejor que regrese por mi cuenta. Además, aún no estoy seguro de cuándo partiré. Eso dependerá de mi comandante.
Cavagnari le miró con suspicacia, pero no hizo comentarios y los dos hombres se estrecharon las manos y se separaron.
El oficial político volvió de inmediato a su escritorio y al trabajo que exigía su atención, mientras que su exagente era conducido a la calle por el sirviente confidencial que le había llevado allí y que ahora cerró con llave y atrancó la puerta una vez que salió Ash.
Después del ambiente pesado de la oficina, el aire de la noche se sentía terriblemente frío, y el hombre que por órdenes de Cavagnari había hecho entrar a Ash en la ciudad fortificada, y a quien habían indicado esperar y conducido nuevamente afuera, se había refugiado para protegerse del viento en el umbral de una casa de enfrente, de manera que, por un momento, Ash temió que se hubiera ido. Habló con ansiedad en la oscuridad ventosa:
—¿Zarin?
—Aquí estoy —respondió Zarin, avanzando—. Estuviste mucho tiempo hablando con el sahib y me muero de frío. ¿Le agradaron tus noticias?
—No especialmente. Ya conocía la mitad, y se enterará del resto dentro de un día o dos. Pero aquí no podemos hablar.
—No —asintió Zarin.
Condujo a Ash por las calles oscuras, moviéndose con la rapidez y el sigilo de un felino y pronto se detuvo junto a un edificio bajo de ladrillos junto al muro externo. Ash oyó girar una llave de hierro en una cerradura, y luego le hicieron pasar a una pequeña habitación iluminada por un solo chirag (pequeña lámpara de barro usada en las fiestas) y el resplandor rojizo de un brasero con carbón que llenaban el espacio atestado de cosas con un agradable calor.
—¿Tus aposentos? —preguntó Ash, poniéndose en cuclillas y extendiendo sus manos hacia los carbones encendidos.
—No. Me la ha prestado uno de los serenos que en estos momentos está de guardia. Sólo volverá al amanecer, de manera que estaremos seguros durante algunas horas; y hay muchas cosas que deseo oír. ¿Sabes que hace casi siete meses que no te veo? Más de medio año… y en todo este tiempo no he sabido nada. Ni una palabra: excepto que el sahib Wigram te vio y habló contigo en la cima de la colina de Sarkai a principios de noviembre, y que tú le entregaste una carta para Attock.
Zarin había llevado personalmente la carta, y contó a Ash que Anjuli gozaba de buena salud y que era muy querida por toda la gente de la casa, que había estudiado el pushtu con gran ahínco y que ya lo hablaba con fluidez. Además que ella y su tía oraban diariamente por la seguridad de Ash y por su pronto retorno… lo mismo que Gul Baz y todos los demás en la casa de la Begum.
—Bien. Ahora que te he contado lo que más deseabas saber, puedes comer más tranquilo. Aquí hay chuppattis y jal-frazi que he guardado para ti. No me das la impresión de haberte alimentado bien últimamente; en realidad no sé si has comido en absoluto… estás más flaco que un gato callejero.
—También lo estarías tú si hubieras venido a caballo y en camello, y a pie por el Lataband, desde Charikar más allá de Kabul en poco menos de cinco días —replicó Ash lanzándose sobre la comida—. No es un viaje para hacer en invierno, y yo debía llegar pronto. He comido y dormido en la montura para no perder las noches.
Tomó un jarro lleno de té fuerte, lo endulzó abundantemente con gur (caña de azúcar sin refinar) y bebió con avidez. Zarin, que le observaba, preguntó:
—¿Puedo saber cuáles son las noticias?
—¿Por qué no? Vine a decide al sahib Cavagnari algo que él ya sabía. Que el emir Shere Ali ha partido de Kabul, que pensaba viajar a Rusia para presentar su caso al zar. Y también, cosa que él no sabía, que el emir está ahora en Mazar-I-Sharif y que no vivirá para cruzar el Oxus, y mucho menos para llegar a San Petersburgo, porque se está muriendo; por lo tanto, su hijo, Yakoub Khan, ya es emir de Afganistán, aunque no le hayan dado todavía ese título.
Zarin asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí. Sabía la primera parte; la noticia de la huida de Shere-Ali llegó a Jalalabad por medio de uno de los nuestros, Nakshbanb Khan, que alguna vez fuera risaldar de la Caballería de los Guías y ahora vive en Kabul.
—Lo sé. Yo también he vivido en Kabul. Obtuve trabajo allí como escribiente… en el Bala-Hissar mismo… y fui yo quien le pidió que llevara esa noticia al sahib Cavagnari.
—¡Wah illah! Debí haberme dado cuenta. Pero si es así, ¿por qué viniste aquí con tanta prisa?
—Vine porque esperaba aclarar que la huida del emir significa que ya no pretende gobernar Afganistán, y que, para él, este es el final del camino, y que, por lo tanto, si existe alguna justicia, también es el fin de la guerra, que el Sahib virrey decía que era sólo contra el emir. Supongo que eso significaba que ahora podía cesar la lucha, pero parece que no. La guerra continuará porque el sahib Lap y el sahib Jung-I-Lat y otros hombres con su misma mentalidad desean que continúe. En cuanto a mí, soy libre nuevamente. El sahib Cavagnari me ha dicho que ya no necesita de mis servicios.
—¿De veras? ¡Esa sí que es una buena noticia!
—Quizá. No sé, porque aún falta decir algo al respecto. Zarin ¿es posible que yo hable con el sahib Hamilton sin que nadie se entere?
—No, a menos que puedas permanecer en Jalalabad hasta que él regrese, no sé cuándo volverá; él y otros de nuestro rissala han acompañado a una expedición contra el clan bazai de los mohmandos. Se fueron ayer y no volverán durante varios días.
—¿Y el sahib Battye? ¿Ha ido con ellos? Debo verlo.
—No, él está aquí. Pero no será fácil que lo veas sin que alguien se entere porque hace poco tiempo ascendió a mayor y le dieron el mando del rissala; por eso tiene mucho trabajo y rara vez está solo… a diferencia del sahib Cavagnari, que tiene tantos visitantes que vienen a verlo y a extrañas horas de la noche. Pero veré si puedo arreglarlo.
La noticia del ascenso de Wigram fue una sorpresa para Ash, que no sabía que el coronel Jenkins tenía el mando de una brigada recientemente formada con el 4.º de artillería de Montaña, la Infantería de los Guías y el l.er Regimiento de sikhs. Luego dijo:
—Cuéntame qué ha sucedido aquí. No sé casi nada de lo que han hecho nuestras tropas, porque en el lugar de donde vengo siempre se habla del otro lado, y sólo supe que las fuerzas del emir causaron grandes pérdidas a los británicos antes de retirarse de sus posiciones con muy pocas bajas por su parte. También hablan del Peiwar Kotal como si fuera una gran victoria de los afganos, pero sólo ayer me enteré, por casualidad, de que no fue así, de que fue derrotada y sostenida por nuestras tropas. Dime lo que tú sabes o has oído de primera mano.
Zarin sabía mucho, y durante la hora que siguió Ash se enteró de muchas cosas que ignoraba, aunque sospechaba algunas de ellas. Los Guías, que formaban parte de las Fuerzas de Campaña del valle de Peshawar, no habían participado en la lucha por el Peiwar Kotal, pero sí un pariente de Zarin, que había intervenido en varios ataques, y como resultó herido y pasó una o dos semanas en el hospital, lo enviaron a su casa con permiso por enfermedad.
Zarin lo encontró casualmente en Dakka y escuchó un informe de la acción. Según el herido, el general Roberts, comandante de las Fuerzas de Campaña del valle de Kurram, fue engañado por los falsos informes de los espías de Turi, que trabajaron para los afganos, y llegó a creer que el enemigo se estaba retirando en desorden y que las alturas de Peiwar Kotal podían tomarse sin lucha. Sus tropas partieron desde los fuertes de Kurram, y al final de una larga marcha, cuando todos estaban cansados, helados y hambrientos, encontraron a los afganos preparados y esperándolos, fuertemente atrincherados y en gran número.
—Luego se enteraron, según me contó mi primo —dijo Zarin—, de que las fuerzas del enemigo habían aumentado mucho, con la llegada de cuatro regimientos y seis cañones de Kabul, de manera que en total eran unos cinco mil hombres con diecisiete cañones. Además, dijo que luchaban con gran valor y furia, haciéndonos retroceder e infligiéndonos graves pérdidas, de manera que a nuestras tropas le costó casi dos días capturar Peiwar Kotal. Por lo tanto, la victoria resultó muy costosa, tanto en sangre como en material de guerra.
Ash sospechaba que no todo marchaba muy bien para las fuerzas del Raj, y la mayor parte de lo que Zarin le contaba se lo confirmaba. Aparentemente, el avance victorioso sobre Kabul se vio detenido por falta de medios de transporte, mientras que las tropas que acampaban en Jalalabad y el Kurram sufrían enfermedades provocadas por el intenso frío (los más afectados eran los Regimientos británicos y los del Sur del país, que no estaban acostumbrados a estas temperaturas tan bajas). También había escasez crónica de animales de carga, y tan poco forraje en el Khyber que, en las últimas semanas, el comisario de guerra se había quejado de que a menos que pudiera enviar sus camellos a las llanuras para que pastaran durante dos semanas, necesitaría otros en la primavera para remplazar a los miles que habrían muerto, y cuyos cadáveres en descomposición seguramente desencadenarían la peste.
Quejas similares, prosiguió Zarin, llegaban del frente de Kurram y también de Kandahar, donde parte de las fuerzas del general Steward que había ocupado Khelat-I-Ghilzai fueron obligadas a retroceder y ahora habían tenido que acampar. La otra parte, que avanzaba sobre Herat, se había detenido en el Hermand, lo mismo que el general Sam Browne en Jalalabad. Los hombres informaron a Zarin sobre una noticia llegada días atrás de que en Dabar, Jacobadad y Quetta, se estaba notando la misma falta de medios de transporte paralizante, y que el desierto y los pasos estaban llenos de camellos muertos y posiciones abandonadas…
—Si yo fuera supersticioso —continuó Zarin—, que, gracias al Todopoderoso no lo soy, diría que este es un año de mala suerte, y que lo hemos comenzado con mala estrella, no solamente aquí en Afganistán, sino también hacia el Este. Porque hay noticias de que en todo Oudh, el Punjab y las provincias del Noroeste, han vuelto a escasear las lluvias, y que miles de personas se mueren de hambre. ¿Lo sabías?
Ash sacudió la cabeza y dijo que no, pero que lo que sí sabía era que allí, en Afganistán, toda la población confiaba en la victoria, y que Shere-Ali había presentado un Firman Real donde hablaba de las derrotas y las víctimas sufridas por los invasores y las victorias obtenidas por sus propios «guerreros devoradores de leones», quienes, al luchar contra las tropas del Raj, desplegaron tal bravura que de los que murieron, ni uno de ellos fue al paraíso antes de haber matado por lo menos a tres enemigos. Ambas partes siempre hablaban así en tiempo de guerra: era de esperar. Sin embargo, a causa de la naturaleza del país y la falta de comunicación entre las tribus… y porque aún no habían sufrido una derrota importante, no había un afgano que no estuviera convencido de que sus fuerzas podían evitar fácilmente el avance sobre Kabul.
—Deben saber bien que hemos capturado Alí-Masjid y el Peiwar Kotal —opinó Zarin con gesto agrio.
—Sí. Pero los hombres que lucharon contra nosotros, dieron una visión tan unilateral de la lucha, alardeando de las pérdidas que nos infligieron y minimizando las propias, que no es sorprendente que quienes oigan su relato esperen aún otra victoria afgana, así como sus antecesores la obtuvieron cincuenta años atrás, cuando destruyeron a todo un ejército británico en pocos días. Nunca olvidaron esa historia… como tu padre mismo me advirtió… y hoy se repite en todas partes: hasta los niños más pequeños la conocen. Sin embargo, no he encontrado a nadie que recuerde e incluso haya oído la clamorosa defensa que hizo el general sahib Sale de esta ciudad de Jalalabad, ni la marcha victoriosa del sahib Pollack a través del paso del Khyber y su destrucción de la Gran Feria en Kabul. Esos son asuntos que prefieren olvidar o que nunca los han contado; y creo que en eso reside nuestro mayor peligro, porque mientras sigan confiando en que pueden derrotarnos con facilidad no llegarán a ningún acuerdo con nosotros porque piensan que nos han atrapado y que pueden destruimos cuando lo deseen.
Zarin dejó escapar una breve carcajada y respondió:
—¡Que lo intenten! Pronto descubrirán que están equivocados.
Ash no respondió porque, después de algunas cosas que Zarin le contó aquella noche, no estaba tan seguro de tener razón en esto, ya que ¿cómo podía moverse un ejército invasor sin transporte? ¿O mantener una fortaleza capturada a menos que armar y alimentar a una guarnición? Era necesario tirar de los carros y contar con animales de carga para transportar cosas tales como alimentos, municiones, tiendas de campaña y material sanitario… y también era preciso alimentar a los animales. Por otra parte, los hombres que sufrían frío, enfermedades y hambre difícilmente podían ganar batallas, y, en opinión de Ash, lo mejor que Lord Lytton podía hacer era aprovechar la oportunidad que le brindaba la huida de Shere Ali, para declarar un alto el fuego en aquel momento. Hacerlo no sólo probaría que había dicho la verdad al declarar que la guerra era solamente contra Shere Alí, y no contra el pueblo de Afganistán, pero si lo hacía de inmediato, mientras los británicos aún dominaban Ali Masjid y el Peiwar Kotal y ciudades como esta (y pudieran controlar los pasos del Khyber y Kurram) sería posible llegar a un acuerdo equitativo con Yakoub Khan cuando su padre muriese… lo cual podía suceder en cualquier momento. Esto bien podía conducir a una paz justa y duradera entre el Raj y Afganistán. Pero, si continuaba la guerra, Ash sólo veía un final para ella: otra matanza.
Zarin, que lo observaba, parecía leer sus pensamientos, porque agregó filosóficamente:
—Bien, lo que sea será. Eso no está en nuestras manos. Ahora dime qué has estado haciendo…
Ash se lo contó, y Zarin preparó más té y lo sorbió lentamente mientras escuchaba; cuando Ash terminó dijo:
—Te has ganado con creces tu liberación de servir al mayor Cavagnari. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Te incorporarás al rissala aquí? ¿O partirás hacia Attock por la mañana? Después de esto, seguramente te darán permiso.
—Eso lo decidirá el sahib comandante. Consigue que pueda tener una entrevista con él mañana: no en el campamento, porque sería arriesgado. Mejor será a la orilla del río; yo podría acercarme hasta allí por la noche. ¿Puedo pasar la noche aquí?
—Por supuesto. Se lo diré al sereno, que es amigo mío; Y en cuanto al sahib comandante, haré lo que pueda.
Zarin recogió la vajilla y se retiró. Ash se tendió a dormir, satisfecho, sintiendo la calidez no sólo del fuego, sino también la convicción de que habían terminado sus pesares, y que al día siguiente o al otro le darían permiso para volver a Attock y ver a Juli y disfrutar de unos días de bien ganado descanso, antes de regresar a Mardan como si volviera de una supuesta cacería en Poona.
Sin duda si hubiera podido ver a Wigram aquella noche, o muy temprano a la mañana siguiente, Ash habría llevado a cabo este programa. Pero el destino, adoptando la forma del mayor general Sam Browne, intervino. El general había invitado a Cavagnari a tomar el chota-hazri (desayuno frugal) con él aquella mañana para discutir algunos asuntos en privado, antes de una conversación oficial que tendría lugar por la tarde. Y en los momentos finales de esa charla informal, Cavagnari, recordando que el general había sido en otra época comandante de los Guías y, por lo tanto, podía interesarse, habló de Ashton Pelham-Martyn y su reciente actuación como espía que operaba desde el interior de Afganistán.
El general estuvo más que interesado, hizo muchas preguntas, comentó que recordaba la llegada del muchacho a Mardan, y que, por Dios, era un asunto bastante raro… curioso pensar que tantos de los hombres que habían estado allí, como Jenkins, Campbell y Battye, por ejemplo, sólo eran subtenientes en aquella época…
Guardó silencio, y el mayor Cavagnari, aprovechó la ocasión para marcharse. Tenía mucho que hacer aquella mañana y debía encontrar tiempo para escribir al mayor Campbell (que desempeñaba el cargo de comandante del Cuerpo de Guías durante la ausencia temporal del coronel Jenkins) informándole que él había prescindido de los servicios del teniente Pelham-Martyn, y que el teniente era libre de volver a sus tareas del Regimiento. Pero mientras le escribía, el sustituto del coronel Jenkins estaba leyendo otra nota: una nota escrita por Sam Browne y enviada por mensajero pocos minutos después de la partida de Cavagnari, requiriendo la presencia del mayor Campbell en la residencia del general lo más pronto posible.
Campbell acudió inmediatamente, preguntándose qué planes se estarían discutiendo, y descubrió con sorpresa que el general quería hablarle de Ash.
—Entiendo que ahora está en Jalalabad, y que Cavagnari lo ha echado y parece que se presentará de inmediato en el Regimiento. Bien, lamento desilusionarlo, pero tengo otros planes…
Las ideas del general probablemente no hubieran agradado al mayor Cavagnari si las hubiera oído, porque eran contrarias a sus propias ideas sobre la veracidad de la información del teniente Pelham-Martyn. Pero, como señalara Sam Browne, a él no le interesaba el aspecto puramente político, sino sólo el militar, y en esta esfera se consideraba que alguien como el joven Pelham-Martyn sería inapreciable.
—Cavagnari considera que se ha vuelto tan proafgano que su información es sospechosa por esa influencia, o quizá no veraz en absoluto. Bien, tengo mis dudas sobre eso. Pero el hecho es que el tipo de información que requerimos nosotros los de las Fuerzas de Campaña del valle de Peshawar, nada tiene que ver con la política, y siempre que pueda usted asegurarme que Pelham-Martyn no se ha convertido en un traidor, entonces es precisamente lo que yo buscaba… Alguien que pueda mandarnos información rápida y correcta sobre la existencia y localización de las bandas hostiles de hombres de las tribus; su número y sus movimientos y si están bien o mal armados, etcétera. En un país como este, ese tipo de información vale más que un cuerpo de Ejército extra; en resumen, le pido que se encargue de que ese hombre continúe en su misión actual: sólo que para nosotros en lugar de hacerlo para los políticos.
Chips Campbell, quien hasta ese momento no sabía nada sobre el trabajo ni el lugar donde se encontraba Ashton, y suponía que estaba en Poona, estuvo de acuerdo con la solicitud del general, aunque expresó la opinión de que para el pobre tipo era «una mala suerte».
—Pueden echarme la culpa a mí —dijo el general Sam—. Díganle que actúan por órdenes mías, lo cual es totalmente cierto. De todas maneras, hasta que Jenkins vuelva, usted es su oficial comandante, y yo el suyo; además, estamos en guerra. Ahora escuche…
Ash recibió la noticia con estoicismo. Fue un golpe duro, pero no podía hacer nada al respecto. Era un oficial en servicio y se había prestado voluntariamente a este trabajo; así que escuchó imperturbable mientras Wigram, enviado por Campbell para encontrarse con él como por casualidad en la orilla del río y en el curso de una cabalgada nocturna, le dio una serie de instrucciones detalladas sobre el tipo de información que exigía el general y otros varios asuntos relevantes…
—No sabes cuánto lo lamento —concluyó Wigram—. Traté de hablar con Chips para que se opusiera al general Sam, pero dice que sería un pérdida de tiempo y creo que tiene razón; a propósito, el general piensa que debes partir de Jalalabad lo antes posible y sugiere que continúes usando Kabul como base porque más tarde o más temprano tendremos que tomar ese lugar… a menos que los afganos griten «¡Paz!» antes de entonces, por supuesto.
Ash hizo un gesto de asentimiento. Aquella noche Zarin que había concertado la entrevista, se encontró con él en el mismo lugar junto a los muros de la ciudad donde se habían reunido la noche anterior, y después de una breve conversación, le vio desaparecer en la oscuridad con el paso ágil de un hombre de las montañas. Al día siguiente, Wally y sus sowares regresaron a Jalalabad. Pero entonces Ash ya estaba a treinta kilómetros de distancia entre las montañas más allá de Gandamak.
Eso fue en enero, antes de que comenzaran las ventiscas y los pasos quedaran bloqueados por la nieve. Hacia fin de ese mes, una carta que Ash había dado a Zarin antes de salir de Jalalabad llegó por un camino muy tortuoso a casa de Fátima Begum en Attock y tres días más tarde Anjuli partió hacia Kabul.
Aquellos días fueron terribles. Tanto la Begum como Gul Baz se horrorizaron ante la idea de que Anjuli intentara hacer semejante viaje; en particular en tal época del año… ¡Y en tiempo de guerra además! Era inconcebible. Y, por cierto, no podían permitírselo, ya que una mujer sola que viajara hacia ese país salvaje seguramente sería atacada por bubmarshes (pillos), asesinos y ladrones.
—Pero no iré sola —dijo Anjuli—. Gul Baz me protegerá.
Gul Baz declaró que no deseaba tener nada que ver con semejante locura. Por lo cual, Anjuli anunció que en ese caso iría sola.
Si hubiera gritado y llorado, se habrían sentido más capaces de manejar la situación, pero ella estaba perfectamente tranquila. Ni siquiera alzó la voz ni se mostró histérica, sino que dijo que su lugar estaba junto a su marido, y que había aceptado una separación que podía durar medio año, la perspectiva de otros seis meses… y quizá más… era algo que no podía tolerar. Además, ahora que sabía hablar pushtu y pasaba por una mujer afgana, ya no habría peligro ni obstáculos para Ash; en cuanto a los peligros a que se exponía, ¿qué podía temer en Afganistán comparado con lo que siempre había temido en la India? Nunca podía estar segura de que algún espía de Bhithor no daría con ella y la mataría; pero al menos podía estar tranquila de que ningún bhithoriano soñaría con aventurarse del otro lado de la frontera, para entrar en territorio tribal. Ya sabía que su marido había encontrado un hogar en Kabul bajo el techo de un amigo de Awal Shah, Sirdar Bahadur Nakshband, de manera que sabía dónde ir, y ellos no podrían detenerla.
Trataron de hacerlo, pero sin éxito. Begum, derramando lágrimas, la encerró en su habitación y puso de guardia a Gul Baz en el jardín de abajo por si Juli trataba de escapar por la ventana (en realidad, aunque hubiera podido descolgarse hasta el suelo, los muros circundantes eran demasiado altos para escalarlos). Anjuli se vengó negándose a comer y beber, y después de dos días así, comprendiendo que se encontraba ante una resolución más cerca que la propia, la Begum capituló.
—Perdóneme, sahiba Begum… queridísima tía… ha sido usted tan buena conmigo, tan amable, y yo le retribuyo causándole toda esta ansiedad. Pero, si no voy, me moriré de miedo, porque sé que Ash arriesga su vida, y que si lo traicionan morirá de una muerte lenta y terrible… y yo no estaré a su lado. Tal vez no sabré durante meses, quizá durante años, si está vivo o muerto… o prisionero en algún lugar terrible sufriendo frío y hambre y tormentos… como me sucedió a mí en otro tiempo. No puedo soportarlo. Ayúdenme a llegar hasta él, y no me culpen demasiado. ¿No habría hecho usted lo mismo por su marido?
—Sí —admitió la Begum—. Sí, habría hecho lo mismo. No es fácil ser mujer y amar con todo el corazón, eso no lo entienden los hombres… Ellos tienen muchos amores, y disfrutan con el peligro y con la guerra… Te ayudaré.
Privado del apoyo de la Begum, Gul Baz se vio obligado a capitular ante esta virtual extorsión, ya que no podía permitir que Anjuli viajara sola. Ni siquiera quiso esperar a conocer la opinión de Ash, lo cual sin duda habría llevado muchas semanas, porque, aunque hubiera sido posible que Zarin se arriesgara a sacar la carta de Afganistán, para nadie era tan fácil en Attock enviar una carta por ese medio, pues incluso Zarin, en Jalalabad, habría encontrado difícil ponerse en contacto con el Syed Akbar. Por tanto, salieron hacia Kabul al día siguiente, llevando poco consigo, aparte de comida, una pequeña suma de dinero y las joyas que habían constituido parte de la dote de Juli y que Ash sacó del chattri junto al lugar de la incineración, en Bhithor.
La Begum dio a Anjuli un vestido afgano, un poshteen y unas botas Gilgit para Anjuli, y encargó a Gul Baz que consiguiera dos caballos bastante decrépitos en el mercado, capaces de llevarlos, pero que no atrajeran la atención ni la envidia de ningún miembro de las tribus. Se quedó levantada para verlos partir sin hacer ruido y durante la noche, como había hecho Ash; mientras atrancaba la pequeña puerta lateral después de salir ellos suspiró, recordando su propia juventud, y al joven apuesto que la había traído a aquella casa como novio muchos años atrás, y a quien había amado tanto.
«Sí, yo también habría hecho lo mismo —meditó la Begum—. Rogaré para que llegue a Kabul sin riesgos y encuentre allí a su hombre. Pero el tiempo es malo para viajar, y temo que el camino será duro».
Fue aún más duro de lo que temía la Begum, y en el viaje perdieron a uno de los caballos. El animal resbaló mientras lo conducían por un estrecho sendero en una cornisa de roca, y cayó a un precipicio unos nueve metros más abajo. Gul Baz se arriesgó a romperse la cabeza al bajar por la pendiente traicionera y helada, en medio de un fuerte viento, para rescatar las alforjas de la silla, porque no podían permitirse perder las provisiones que contenían, y le costó mucho trabajo volver con ellas sano y salvo. Luego fueron detenidos dos veces por la nieve durante varios días, pero las plegarias de la Begum recibieron respuesta: después de más de quince días de camino, llegaron a Kabul, golpearon en la puerta de una casa de una calle tranquila a la sombra del Bala Hissar, y encontraron allí a Ash.