Aquel otoño muchos hombres compartían la convicción de que se agotaba el tiempo. En especial el que en otra época fuera comandante del Cuerpo de Guías, Sam Browne, el mismo que había hablado del futuro del niño Ashton con el hermano mayor de Zarin, Awal-Shah, muchos años antes, y había decidido enviar al sobrino de William Ashton a Inglaterra al cuidado del coronel Anderson.
Sam Browne, ahora teniente general «Sam» y recientemente designado para mandar la Primera División de las Fuerzas de Campaña del valle de Peshawar, no estaba entre los que aprobaron el proyecto sensacional de Cavagnari para la captura de Ali Masjid. Pero se daba cuenta de que si se declaraba la guerra habría que tomar la fortaleza: no como un gesto destinado a impresionar a las tribus, sino por pura y simple necesidad militar. Además, habría que atacarlo en cuestión de horas y no días después de la declaración, porque Ali Masjid era la clave para el paso del Khyber y hasta que fuera conquistado el camino a Kabul permanecería inaccesible a los británicos.
En estas circunstancias, el general se aterró al descubrir qué poco se sabía del país por el que tal vez tendrían que avanzar sus tropas, y esto a pesar del hecho de que un ejército británico ya había pasado por allí antes y al retirarse, había sufrido uno de los más terribles desastres que podían sucederle a un ejército invasor desde que la Grande Armée de Napoleón se disolvió en la agónica retirada desde Moscú.
—Esto es ridículo. Necesito un mapa —dijo el general Sam—. No podemos entrar en esas montañas sin saber nada sobre ellas. ¿De manera que no hay mapas? ¿Ningún mapa?
—Al parecer, no, señor; sólo algunos croquis y creo que ninguno es muy exacto —respondió su ayudante, y agregó—: Las tribus no son muy amables con los extranjeros que vagan por sus territorios con brújulas y teodolitos, de manera que ya ve usted…
—No veo nada —saltó el general manco—. Pero el mayor Cavagnari me dice que ya ha llegado a un acuerdo con dos de las tribus, para que nos permitan pasar por su territorio. Si es así, debe ser posible enviar a algunos hombres a examinar el terreno. Por favor, ocúpese de eso.
El ayudante del general se encargó del asunto. Aquella misma noche, dos hombres, el capitán Stewart de los Guías y un tal señor Scott, del Departamento de Cartografía, salieron de Peshawar para reconocer la zona de la frontera y recoger toda la información que pudieran sobre el volumen y la disposición de las fuerzas de Faiz Mohammed Khan. Estuvieron ausentes durante casi dos semanas, y pocos días después de su regreso, Louis Cavagnari sugirió que sería buena idea que les acompañara en un segundo reconocimiento para confirmar sus resultados:
—Y creo, señor, que sería conveniente que nos acompañaran uno o dos de los oficiales que estuvieron conmigo durante mi entrevista con el gobernador de Ali Masjid. Ya conocen algo de la zona, y una segunda visita les ayudaría a fijar muchos detalles importantes en la mente; creo que un buen conocimiento del terreno pronto será de incalculable valor para todos nosotros.
—En eso tiene razón —asintió con acritud el general—. Cuanto más sepamos sobre el lugar, mejor. Llévese a quien quiera.
Lo cual explica por qué pocos días más tarde, de madrugada, el coronel Jenkins y Wigram Battye se encontraban trepando por un sendero de cabras empinado y casi invisible del otro lado de la frontera, siguiendo al capitán Stewart, al señor Scott, al Comisario delegado de Peshawar…
Los cinco hombres habían salido de Jamrud en la oscuridad helada que precede al amanecer y en el mayor secreto posible. Sus caballos y dos sowares de los Guías les esperaban frente a la entrada principal del fuerte, y el pequeño grupo montó y cabalgó en silencio en la oscuridad. Una vez que llegaron a campo abierto, se apearon, dejaron sus caballos a cargo de los sowares, y siguieron adelante a pie.
Fue difícil ascender por el sendero, y la oscuridad no les ayudaba. Pero, cuando el cielo comenzó a clarear, llegaron a la cumbre de una colina de ciento cincuenta metros, donde Scott, que iba delante, se detuvo por fin, sin aliento. Cuando pudo hablar, lo hizo en susurros, como si tuviera miedo de que aun en aquella cumbre remota y silenciosa hubiera alguien que escuchara:
—Creo, señor —dijo dirigiéndose al mayor Cavagnari—, que este es el lugar al que usted se refería.
Cavagnari asintió y respondió en voz igualmente baja:
—Sí, esperaremos aquí. —Y sus cuatro compañeros que estaban acalorados y cansados y cubiertos de sudor, se dejaron caer en el suelo, agradecidos, y miraron a su alrededor.
Estaban en territorio tribal: las tierras secretas y celosamente custodiadas de hombres que no reconocían otra ley que la de sus propios deseos, y cuyos antepasados habían asolado aquellas montañas como manadas de lobos para robar y destruir las aldeas en las llanuras cada vez que se les ocurría: miembros de las tribus que, aunque eran súbditos nominales del emir, siempre exigían un precio por conservar la paz y vigilar los pasos contra los enemigos de Afganistán… o que, alternativamente, recibían sobornos para dejar pasar a esos enemigos.
Aun con ayuda de los prismáticos, la luz todavía no era lo suficientemente intensa como para permitir que los cinco hombres en la cumbre de las montañas detectaran muchos detalles en el laberinto de elevaciones y hondonadas que tenían a sus pies, o que reconocieran Ali Masjid entre las sierras que les rodeaban. Pero las partes más altas ya comenzaban a iluminarse con la luz del amanecer y se veían claramente contra el cielo pálido.
Las cimas más altas estaban nevadas y detrás de ellas, muy lejos, Wigram veía el resplandor de la nieve y el alto pico de Sikaram, rey del Safed Koh. Pronto llegaría el invierno, pensó; las noches serían terriblemente frías, y una vez que comenzara a caer la nieve, los pasos del Norte quedarían bloqueados. Pensó que él no habría dicho que era un buen momento para iniciar una guerra en un país como Afganistán…
Miró a sus compañeros y advirtió por primera vez que, aunque Scott Stewart y el coronel Jenkins estaban tendidos entre las rocas, con los codos apoyados en la tierra para observar el terreno con sus prismáticos, Cavagnari permanecía de pie, y, a diferencia de los otros, no demostraba interés por la escena que tenía ante sus ojos. Su alta figura, recortada contra el cielo, transmitía una curiosa impresión de tensión, y su cabeza aparecía un poco inclinada hacia un lado como si estuviera escuchando algo; e instintivamente, Wigram también comenzó a escuchar, forzando sus oídos a recoger cualquier sonido inesperado en el silencio del amanecer.
Al principio, no oyó nada, excepto el susurro del viento otoñal entre las rocas y los matorrales amarillentos; pero de pronto oyó otro ruido: un ligero golpeteo de metal sobre la piedra, seguido por el ruido inconfundible de una piedra que rodaba por la ladera. Aparentemente, Cavagnari también lo había oído, y Wigram se dio cuenta de que esto era lo que esperaba el mayor, porque, aunque no hizo movimiento alguno, su tensión pareció aliviarse.
Alguien se acercaba a ellos desde el lado opuesto de la colina, y ahora los otros lo escucharon también. El coronel Jenkins había dejado sus gemelos y tenía un revólver en la mano, mientras que Scott y Stewart se ponían de rodillas y buscaban sus propias armas, pero Cavagnari los detuvo con un gesto imperativo, y los cinco esperaron, sin hacer ningún sonido y conteniendo el aliento para escuchar; mientras amanecía sobre las llanuras, las nieves lejanas se teñían de rosa con el primer resplandor del nuevo día.
El que subía la colina era obviamente un hombre experimentado, porque, considerando las dificultades del terreno, ascendía con rapidez, y como para probar que la altura y el esfuerzo físico le hacían poco efecto, comenzó a entonar el Zakmidil, una vieja canción conocida por todos los pathanes. No en voz muy alta, sino chiflándola entre dientes… porque los asiáticos no silban.
La melodía era apenas un hilo de sonidos, pero en la quietud de la mañana resultaba claramente audible; al oírla, Cavagnari dejó escapar un intenso suspiro de alivio, y haciendo una señal a sus compañeros de que permanecieran donde estaban, bajó rápidamente la ladera. La melodía se interrumpió y un momento después oyeron saludar al pathan: Stare-mah-sheh y recibir la réplica convencional. Entonces se pusieron de pie, miraron hacia abajo y lo vieron conversando con un miembro de la tribu, un hombre armado con un antiguo mosquete.
No era posible escuchar lo que decían, porque, después del primer saludo, sus voces bajaron hasta convertirse en un murmullo, pero era evidente que Cavagnari hacía preguntas y el pathan las contestaba; en seguida, al aumentar la luz, el hombre señaló en dirección a Ali Masjid, acompañando el gesto con un movimiento hacia arriba de la cabeza. Cavagnari asintió, se volvió y regresó a la colina, mientras el desconocido lo seguía.
—Uno de mis hombres —explicó brevemente Cavagnari—, dice que debemos tratar de que no nos vean, ya que Ali Masjid está vigilado. Además, hay un piquete a no más de tres kilómetros de distancia, y pronto, cuando salga el sol, los podremos ver nosotros.
El pathan inclinó la cabeza para saludar a los sahib-log y, obedeciendo a una palabra de Cavagnari, se retiró al otro lado de la colina donde se sentó a esperar, mientras más arriba los cinco hombres se tendían entre las piedras y volvían a tomar sus prismáticos.
—Sí —dijo el coronel Jenkins—. Sí. Allí está Ali Masjid; como dice su amigo, el pathan, parece estar muy vigilada.
El fuerte, que de pronto resultó visible, coronaba una colina cónica donde se veían trincheras bien defendidas. Al pie de la colina había un campamento de Caballería, y en seguida surgió un pequeño grupo de jinetes de entre las tiendas que se encaminó por la meseta de Shagai, hacia una pequeña torre cerca del camino de Matkeson: probablemente, el piquete del que había hablado el pathan.
—Creo que es hora de que nos vayamos —decidió el mayor Cavagnari, dejando sus gemelos—. Esos tipos tienen ojos de halcón, y es preferible que no nos vean. Vamos.
Encontraron al pathan todavía sentado con las piernas cruzadas, a la manera de la frontera, entre las rocas, con el jezail sobre las rodillas. Cavagnari hizo una seña a los demás de que siguieran adelante y fue a cambiar unas últimas palabras con él. Pero pocos minutos después se reunió con ellos que bajaban por la ladera hacia la seguridad de las llanuras y su propio lado de la frontera. De pronto se detuvo y llamó a Wigram, quien a su vez dejó de andar y se volvió:
—¿Sí, señor?
—Lo siento, pero me olvidaba de algo… —Cavagnari sacó de su bolsillo un puñado de monedas y un paquete de cigarrillos del país y se los arrojó a Wigram—. Hágame el favor, lléveselos a ese hombre. Suelo darle unas rupias y unos cigarrillos, y no me gustaría que fuera a Jamrud a pedirlos y lo reconocieran. No le esperaremos… —dio media vuelta y siguió bajando mientras Wigram comenzaba a ascender la empinada ladera.
Había pasado el fresco de la mañana y ahora el sol quemaba en los hombros de Wigram y había mariposas en la ladera: mariposas comunes, de aspecto inglés. También había pájaros, que aleteaban entre los matorrales.
Ahora que el sol había ascendido, volver a subir la cuesta era más difícil que a la luz de las estrellas antes del amanecer, y mientras avanzaba, Wigram volvió a oír la melodía… Zakmi dil, esa canción de amor tradicional de una tierra donde la homosexualidad siempre ha sido una parte aceptada de la vida: Hay un muchacho del otro lado del río con un trasero como un melocotón, pero qué pena, no sé nadar… La melodía familiar era a medias tarareada y a medias cantada, pero, a medida que Wigram se acercaba, se convirtió en algo más familiar, y en aquellas circunstancias, totalmente inesperada:
—No se ve a John Peel con su levita tan brillante…
Wigram se detuvo bruscamente, contemplando la figura barbuda del hombre sentado a la sombra de las rocas.
—¡Pero, caramba…! —echó a correr y llegó jadeando—. Ashton… eres un demonio. No te he reconocido… No tenía idea… ¿Por qué diablos no dijiste algo? ¿Por qué…?
Ash se puso de pie para estrecharle la mano.
—Porque tu amigo Cavagnari no quería que los otros se enteraran. Tampoco iba a decírtelo a ti, pero yo insistí. Dije que debía hablar contigo, de manera que aceptó enviarte de vuelta. Siéntate y no hables tan alto. Es asombroso qué lejos puede llegar un sonido en estas montañas.
Wigram se dejó caer en el suelo con los pies destrozados y Ash dijo:
—Ahora cuéntame las noticias. ¿Has sabido algo de mi esposa? ¿Está bien? No me atreví a comunicarme con ella por si… ¿Y cómo están Wally y Zarin? Y el Cuerpo, y… bien, todo. ¡Me muero por saber noticias!
Wigram le tranquilizó con respecto a Anjuli, ya que uno de los sirvientes de la Begum había ido a Jamrud sólo tres días antes, llevando un mensaje a Zarin de su tía Fátima en el que decía que todos los que vivían bajo su techo estaban bien y con buen ánimo y que esperaba oír lo mismo de él. Y también de sus amigos. Como esto era una pregunta disimulada sobre si había noticias de Ash, Zarin envió una respuesta diciendo que nadie debía sentir preocupación en ese sentido, porque él y sus amigos gozaban de excelente salud.
—Porque yo le dije que enviabas mensajes a Cavagnari, de manera que obviamente estabas vivo y, como es de suponer, seguro y bien —explicó Wigram, y pasó a hablar de Wally y de lo que estaban haciendo los Guías y a describir preparativos bélicos que creaban el caos en todos los territorios del Noroeste.
—Parece algo tomado del Infierno de Dante —dijo Wigram—, y las únicas personas que realmente disfrutan de esto son los budmarshes (pillos) de todos los pueblos en muchos kilómetros a la redonda, que se dedican al saqueo. Y, lo que es peor, la mayoría de los soldados del Sur han sido enviados con ropas para clima tropical, de manera que a menos que pueda hacerse algo pronto, la mitad morirán de pulmonía.
Wigram contempló a Ash y dijo:
—Supongo que es la barba lo que te cambia tanto. No tenía la menor idea de que eras tú. De todas maneras, pensaba que estabas en Kabul.
—Estaba en Kabul. Pero quería ver a Cavagnari en lugar de escribirle o enviarle un mensaje verbal por los conductos habituales. Pensé que, si podía hablar con él, quizá lo persuadiera de que viera las cosas de otra forma, pero me equivocaba. En realidad, todo lo que he logrado es hacerle pensar que estoy cada vez más a favor del emir, y en grave peligro de convertirme en alguien «no confiable». Supongo que eso quiere decir traidor.
—¿Otra vez te has enfadado, Ashton? —preguntó Wigram con una débil sonrisa—. Porque estás diciendo tonterías, ¿sabes? Por supuesto que no piensa nada por el estilo. O si lo piensa, significa que tú te has esforzado por darle esa impresión. ¿Qué le has contado para alterarlo?
—La verdad —respondió sombríamente Ash—. Y podría haberme ahorrado el trabajo y haberme quedado en Kabul, porque no quiere creerlo. Estoy comenzando a pensar que ninguno de ellos quiere creerlo… Me refiero a la gente de Simla.
—¿Qué es lo que no quieren creer?
—Que no hay ningún peligro en que el emir permita a los rusos construir caminos e instalar bases militares en su país, y que aunque estuviera lo suficientemente loco como para permitirlo, su pueblo no lo consentirá y eso es lo que cuenta. Le he dicho a Cavagnari, una y otra vez, que los afganos no desean apoyar a ninguno de nosotros: ni a Rusia ni al Raj… Sí, sí, sé lo que vas a decirme: él también lo dijo… «pero el emir recibió a la misión rusa en Kabul». Bien, ¿y qué? ¿Qué otra cosa podía hacer, considerando que había un ejército ruso al otro lado del Oxus, que avanzaba hacia sus fronteras y la mitad de sus territorios se habían alzado, y que las noticias de las victorias rusas en Turquía se difundía por Asia como un incendio? Hizo cuanto pudo por librarse de Stolietoff y su gente, y luego trató de retrasar su visita; pero, cuando resultó evidente que de todas maneras llegarían, hizo lo único que podía hacer, aparte de disparar contra ellos y sufrir las consecuencias: les presentó buena cara y les ofreció una bienvenida pública. Eso fue todo. No deseaba su visita más de lo que desea la nuestra, cosa que el virrey sabe… o si no lo sabe, ¡su servicio de información debe de ser el peor del mundo!
—Debes admitir que desde nuestro punto de vista no estaba muy bien lo que hizo —observó Wigram—. Después de todo, el emir se negó a recibir a una misión británica.
—¿Y por qué no? Siempre hablamos de nuestros «derechos» en Afganistán y de nuestros «derechos» a tener una misión en Kabul, pero ¿quién diablos nos da esos «derechos»? No es nuestro país y nunca ha sido una amenaza para nosotros. Excepto como posible aliado de Rusia y como base para un ataque ruso a la India y todos saben ahora que cualquier peligro en este sentido, si alguna vez existió terminó con la reciente firma del Tratado de Berlín. De manera que es una completa tontería pretender que tenemos algo que temer de Afganistán. Sin duda todo puede arreglarse en forma pacífica; no es demasiado tarde para ello. Aún es tiempo. Pero al parecer, preferimos consideramos seriamente amenazados y pretender que hemos tratado de negociar pacíficamente con el emir, pero que ahora nuestra paciencia se ha agotado. Dios mío, Wigram, ¿realmente nuestros capitostes quieren una segunda guerra afgana?
Wigram se encogió de hombros y respondió:
—¿Por qué me lo preguntas a mí? No soy más que un pobre oficial de Caballería que hace lo que le dicen y va donde le mandan. Los mandamases no me confían lo que hacen, de manera que mi opinión no vale mucho; por lo que oigo, la respuesta es «Si»… quieren una guerra.
—Eso pensaba. El imperialismo se les ha subido a la cabeza y ahora quieren ver más y más en el mapa pintado de rosa, y entrar en los libros de Historia como grandes hombres; como modernos Alejandros. Me enferma…
—No debes culpar a Cavagnari —replicó Wigram—. Le oí decir a Faiz Mohammed, en Ali Masjid, que él sólo era un servidor del Gobierno, que hacía lo que se le indicaba. Y es la verdad, como lo es con respecto a mí.
—Quizá. Pero los hombres como él, hombres que realmente saben algo sobre las tribus del Khyber y pueden hablar con su gente en sus propios dialectos, deberían aconsejar al virrey y a sus compañeros que detengan sus caballos, en lugar de obligarlos a seguir adelante. Que es lo que él parece hacer. Bien, actué lo mejor que pude, pero fue un error pensar que alguien podría hacerle creer algo que no desea creer.
—Valía la pena intentarlo —respondió Wigram a la defensiva.
—Supongo que sí —concedió Ash con un suspiro—. No quería volcarte toda mi amargura, ¿sabes? Sólo quería preguntar por mi esposa, y por Wally y Zarin y los demás, y pedirte que te encargues de que Zarin comunique a mi esposa que me has visto y que has hablado conmigo y que estoy bien… etcétera. No quería hablar de estas tonterías, pero supongo que me preocupan mucho.
—No me sorprende —respondió Wigram con sentimiento—. A mí también me preocupan. ¡Y además, me preocupas tú! Me he encontrado despierto por la noche preguntándome si hice bien en entrometerme y en mezclarte en esto, y si no habría sido mucho mejor callarme la boca y no cargar con tu muerte en mi conciencia.
—No sabía que tenías conciencia —se burló Ash, sonriendo—. No debes preocuparte, Wigram: puedo cuidarme solo. Pero admito que estaré muy contento cuando esto termine.
—¡Yo también! —asintió Wigram con fervor—. En realidad, hablaré con el comandante, y veré si puedo pedirle que te hagan regresar.
La sonrisa de Ash se desvaneció y dijo con cierto pudor:
—No, Wigram, no me tientes. Yo entré en esto con los ojos abiertos y tú sabes tan bien como yo que debo continuarlo mientras haya la menor posibilidad de que en último momento prevalezca el sentido común, porque Afganistán no es un país para hacerle la guerra… Y es imposible conservarlo, aunque se gane. Y de todas maneras, me opongo, por principio, a la injusticia.
—«No es justo» realmente —murmuró Wigram en tono provocativo.
Ash rio, pero no se volvió atrás.
—Tienes razón. No es justo. Y si se declara la guerra, será una guerra injusta e injustificable, y no creo que Dios estará de nuestro lado. Bien, me alegro de haberte visto, Wigram. Trata de que esto llegue a mi esposa… —Le entregó un papel plegado y sellado—. Y saluda a Wally y a Zarin y diles que el tío Akbar se preocupa seriamente de ellos. Y si tienes alguna influencia con Cavagnari, intenta persuadirlo de que no soy un mentiroso ni un renegado, y que hasta donde sé todo lo que le he dicho es estrictamente cierto.
—Lo intentaré —replicó Wigram—. Adiós… y buena suerte.
Se puso de pie y comenzó a bajar la pendiente, llegó a la llanura sin problemas, montó en su caballo y regresó rápidamente a Jamrud bajo la luz brillante de la mañana.
Aquel mismo día habló con el mayor Cavagnari sobre Ash. Pero la conversación fue breve y no se llegó a ninguna conclusión. A Wigram le quedó la impresión de que habría sido mejor callarse.
En ese momento, ninguno de los dos hombres sabía que las opiniones de Ash eran compartidas nada menos que por el Primer Ministro de Su Majestad, Lord Beacolsfield… el amado «Dizzy» de Victoria… quien durante un discurso pronunciado en el banquete del alcalde en el Ayuntamiento de Londres las expuso con todo detalle, aunque tuvo el cuidado de evitar mencionar nombres…
—Por lo que oímos, es de suponer —dijo Dizzy— que nuestro Imperio indio está a punto de ser invadido, y que estamos a punto de entrar en lucha con algún enemigo poderoso y desconocido. En primer lugar, señor alcalde, el Gobierno de Su Majestad no teme ninguna invasión de la India por nuestra frontera noroeste. La base de operaciones militares de cualquier posible enemigo es tan remota, las comunicaciones son tan difíciles y el terreno es tan escabroso, que no creemos que en estas circunstancias sea practicable ninguna invasión de nuestra frontera noroeste.
Pero, aunque la invención del telégrafo permitía transmitir noticias de uno a otro extremo de la India a velocidad milagrosa, la comunicación con Inglaterra seguía siendo penosamente lenta, de manera que, en la India, nadie tenía conocimiento de esta manera de sentir. De todas maneras, los que planeaban la acción en Simla o los atareados generales de Peshawar, Quetta y Kohat no les habrían prestado demasiada atención de haber tenido conocimiento de ellas, porque, aunque el plan de Cavagnari de capturar a Ali Masjid había sido abandonado, sus efectos ulteriores resultaron catastróficos. El formidable número de refuerzos que Faiz Mohammed reunió rápidamente para su defensa alarmó seriamente a los consejeros militares del virrey, quienes decidieron que una fuerza tan grande visible desde la frontera representaba un peligro para la India y que debía ser contrarrestada por una movilización similar de tropas del lado británico de la frontera.
Una vez más, los mensajeros de la India llevaron cartas a Kabul. Cartas que acusaban al emir de estar «impelido por motivos hostiles al Gobierno británico» al recibir a la misión rusa y exigían una «disculpa completa y adecuada» por la acción hostil del gobernador de Ali Masjid al negar el paso a una misión británica. Y una vez más se insistía en que las relaciones amistosas entre los dos países dependían de que el emir aceptara una misión británica permanente en su capital:
«A menos que ustedes acepten estas condiciones en forma completa y clara —escribió Lord Lytton—, y yo reciba esa aceptación no más tarde del 20 de noviembre, me veré obligado a considerar que sus intenciones son hostiles, y a tratarlos como a un enemigo declarado del Gobierno británico».
Pero el infortunado Shere Ali, que una vez se reconociera a sí mismo como «una ollita de barro entre dos recipientes de hierro» (y que en esos momentos había llegado a detestar a los británicos y a desconfiar de sus motivos), no podía decidir cómo resolver el asunto. Lo único que hacía era vacilar, desconcertado, retorciéndose las manos y quejándose del destino, y pensando que, si no adoptaba alguna decisión, la crisis de alguna manera se disolvería, como había sucedido en casos anteriores. Porque, al fin y al cabo, los rusos se habían marchado de Kabul y ahora Stolietoff le escribía para recomendarle que hiciera las paces con los británicos… Stolietoff, cuya insistencia por entrar en Afganistán, sin invitación, había causado todos estos problemas. Era ¡demasiado!
En Simla, el secretario privado del virrey, coronel Colley, que estaba tan deseoso de ir a la guerra como su amo y señor, escribía: «Ahora nuestra principal ansiedad no es tanto que el emir envíe una disculpa ni que el Gobierno inglés interfiera».
El coronel Colley no tenía por qué sentirse inquieto. El 20 de noviembre llegó y pasó, y no se recibió ningún mensaje del emir. Y el día 21, declarando que no tenía nada contra el pueblo afgano sino sólo contra su gobernante, Lord Lytton ordenó a sus generales que avanzaran. Un Ejército británico entró en Afganistán, y comenzó la segunda guerra afgana.