En el verano de 1878, el hambre que había asolado el Sur se propagó hacia el Norte para entrar en el Punjab. Porque una vez más, y era el tercer año consecutivo, había fallado el monzón; y cuando por fin llegaron las lluvias no fueran abundantes como las necesitaba la tierra sedienta, sino ráfagas caprichosas que apenas llegaban a convertir en barro el polvo de la superficie, y dejaban la tierra dura como el hierro.
Hubo otras cosas, aparte de la pérdida de las cosechas y el temor de la guerra, que lo convirtieron en un año terrible, porque se extendían las revueltas y la enfermedad.
En Hardwar, donde el sagrado río Ganges entra en las llanuras y gran número de peregrinos de todas partes de la India se reúnen a bañarse en sus aguas santas, hubo una epidemia de cólera durante el festival anual y murieron millares de personas en cuestión de horas. La noticia de que Rusia había atacado a Turquía, y de sus victorias en el campo de batalla, alentó a un gran número de periodistas indios (siempre impresionados por el éxito del poder militar) a llenar columnas en la Prensa vernácula con inflamadas palabras de elogio a los vencedores, y como el Gobierno no les prestó atención cobraron audacia y comenzaron a llamar a la India a unir sus fuerzas con Rusia para derrocar al Raj y a instar a sus compatriotas a que asesinaran a los oficiales británicos. En este punto, el Gobierno decidió que ese material hacía peligrar «la seguridad del Estado» y dictó la ley de Prensa vernácula, para silenciar los artículos periodísticos que no estaban publicados en inglés. Pero la ley produjo tanto malestar como los artículos que incitaban a las multitudes al asesinato; y los rumores ocuparon el lugar de la palabra impresa.
Circularon muchos aquel año y muy pocos alentadores, excepto tal vez los que apoyaban una guerra con Afganistán. Algunos decían que los Ejércitos rusos avanzaban por el río Oxus en número creciente a medida que la historia pasaba de boca en boca. Un ejército de cincuenta mil… sesenta mil. No, ochenta mil…
—Tengo informaciones fidedignas —escribió el mayor Cavagnari en una carta a Simla— de que las fuerzas rusas que avanzan en estos momentos por el Oxus consisten en total en mil seiscientos hombres, divididas en tres columnas: dos de setecientos hombres y una de doscientos. También que una misión rusa, formada por el general Stolietoff y otros seis oficiales con una escolta de veintidós cosacos, salió de Tashkent a fines de mayo antes que las tropas. Se cree que la familia del emir y sus amigos, que temen que el conflicto ruso-turco pueda conducir a hostilidades entre Rusia y Gran Bretaña, ha presionado al emir para que elija entre estos dos poderes rivales, pero que Su Alteza no puede decidirse y aún no lo ha hecho. Debo agregar que, en opinión de mi informante (cuyas opiniones, debo aclarar, son estrictamente personales), el emir preferiría no tener que elegir, en un sentido o en otro, ya que está convencido de que su país debe tratar de mantenerse independiente de ambos bandos. He entregado al representante del Gobierno en Peshawar una carta confidencial que le será enviada. La recibí de la misma persona, y dice ser copia exacta de los términos expuestos por un enviado nativo ruso que visitó Kabul a fines del año pasado. Por supuesto, no puedo garantizar su exactitud ni sería aconsejable que yo revelara la fuente de mi información. Pero puedo asegurarles que tengo todas las razones para creer que es de fiar.
El documento fue debidamente enviado a Simla, y resultó tener gran interés. Las cláusulas establecían, entre otras cosas, que el emir debía permitir se situaran agentes rusos en Kabul y en otros lugares dentro de su territorio; que las tropas rusas debían ser acuarteladas en «cuatro lugares adecuados» en las fronteras de Afganistán, y que debía permitirse al Gobierno ruso construir caminos e instalar líneas telegráficas que unieran Samarkanda con Kabul y esta con Herat y Kandahar. También que el Gobierno afgano debía establecer agentes en las capitales de Rusia y Tashkent, y permitir el paso de tropas rusas a través de sus territorios, «si llegara a ser necesario que el Gobierno ruso envíe una expedición para hacer la guerra en la India».
Como contrapartida, se prometía al emir que Rusia consideraría a sus enemigos como enemigos propios, no interferiría en modo alguno en la administración y en los asuntos internos de su país, y «Afganistán seguiría dirigido por los representantes, sucesores y herederos del emir a perpetuidad».
El mayor Cavagnari admitía, aunque no de muy buena gana, que la persona anónima que había obtenido esa copia y la había sacado subrepticiamente de Afganistán, destacaba que, según creía él, el documento original era auténtico y que realmente se habían acordado esas condiciones, pero que no había evidencia que sugiriera que el emir las había visto o que había pensado en aceptarlas; mientras que, por otra parte, había la certeza de que Su Alteza estaba muy alarmado por el avance de las tropas rusas hacia sus fronteras, y furioso ante la noticia de que una misión rusa se dirigía a Kabul sin ser invitada.
—Hay momentos —observó el mayor Cavagnari al capitán Battye, quien estaba en Peshawar y había pedido noticias de Ash—, en que comienzo a preguntarme de qué lado está su amigo. ¿Del nuestro o del emir?
—Yo no diría que es esa la cuestión, señor. Más bien creo que no puede evitar ver ambos lados del asunto, mientras que la mayoría de nosotros sólo ve uno… el propio. Además, siempre ha tenido la obsesión de ser justo. Si piensa que puede decirse algo a favor del emir, simplemente no se le ocurrirá ocultarlo.
—Lo sé, lo sé. Pero desearía que no lo dijera tan a menudo —replicó el Comisario delegado—. Está muy bien lo de la justicia, pero no hay que olvidar que lo que dice en defensa del emir sólo puede basarse en habladurías, y lo que yo exijo es información y no teorías personales. En todo caso, sus opiniones no coinciden con los hechos, ya que sabemos que la misión del general Stolietoff está camino de Kabul, y no creo, ni por un momento, que vaya allí sin invitación. El Gobierno ruso jamás le habría permitido partir a menos que tuviera buenas razones para creer que será bien recibida en Kabul, porque no se arriesgarían a un rechazo; y, en mi opinión, es evidente que Shere Ali está aliado con ellos.
—Entonces usted no cree —aventuró Wigram— que Ashton…
—Akbar —corrigió rápidamente el mayor Cavagnari—. Considero esencial que no se le mencione con ningún otro nombre, incluso en el curso de una conversación privada. Es más seguro.
—Por supuesto, señor… que Akbar tiene razón en pensar que el emir no está contento con la noticia de que la misión está en camino…
—Eso es algo que… Akbar no puede saber con seguridad. Y, francamente, algunos de sus informes están comenzando a resultarme perturbadores. Muestran una tendencia cada vez mayor a apoyar el punto de vista del emir más bien que el nuestro, y hay momentos en que no estoy totalmente seguro de que su posición es la correcta.
Wigram replicó poniéndose rígido:
—Le aseguro que no hay el menor peligro de que se convierta en un traidor, si es eso lo que usted quiere decir, señor.
—¡No, no! —exclamó el mayor Cavagnari—. No quise decir semejante cosa. No se apresure. Pero debo confesar que, a pesar de su advertencia, suponía que, como inglés, podría reconocer el doble juego del emir, en lugar de disculpar al hombre… que es lo que está haciendo. Me envía información, alguna de considerable interés, y luego lo confunde todo con su defensa del emir, cuyos problemas parecen inspirarle mucha simpatía. Pero hay una solución sencilla para esos problemas: que Shere Ali se alíe con Gran Bretaña y deje de coquetear con Rusia. Es su resistencia a lo primero y su insistencia en lo segundo lo que provoca la tensión actual, y no puedo estar de acuerdo con la opinión expuesta por… por Akbar, de que perdería el apoyo de sus súbditos si cediera a nuestras demandas y que incluso podría ser depuesto. Una vez que se haya declarado abiertamente en favor de una alianza con nosotros, ya no habría peligro de una agresión rusa, como debe saber, ya que cualquier movimiento contra Afganistán significaría la guerra con Gran Bretaña. Y eliminado ese peligro, sus tropas volverían a su lugar de origen y la situación se normalizaría.
—Excepto —comentó reflexivamente Wigram—, que habría una misión británica y oficiales británicos en Kabul, en lugar de oficiales rusos.
El Comisario delegado frunció el ceño, contempló largamente al capitán Battye con una mirada suspicaz, luego preguntó bruscamente si había recibido noticias directas de su amigo.
—¿De Ash… Akbar? No —respondió Wigram—. No son palabras de él. Hasta ahora no he tenido noticias suyas, y no sabía si usted las había tenido. En realidad, ni siquiera estaba seguro de que estuviese vivo. Por eso vine a preguntarle si tenía noticias de él, y me alivia saber que las tiene. Pero lamento que no resulte tan útil como usted había esperado.
—Es útil. En cierto sentido, muy útil. Pero lo sería más si se ajustara a lo que realmente está sucediendo en Kabul, en lugar de hacer sus propias interpretaciones. Lo más importante es dónde se encuentra esa misión rusa. ¿Ha llegado a las fronteras de Afganistán ya, y se le negará la entrada en el país? ¿O el emir dejará de fingir, y se mostrará con su verdadera cara recibiéndola en Kabul y declarándose así nuestro enemigo? El tiempo lo dirá. Pero sabemos por varias fuentes que Stolietoff y su misión deben de estar acercándose al final de su viaje, y si su amigo nos comunica que han sido bien recibidos, sabremos en qué terreno nos movemos, y él también, espero. Al menos, le abrirá los ojos y le mostrará que es una tontería tratar de encontrar excusas para la conducta de Shere Ali.
El tiempo lo demostró aún más rápidamente de lo que esperaba el mayor Cavagnari, porque aquella misma noche recibió un breve mensaje que decía que la misión rusa había entrado en Afganistán y que se había acordado tributarle una recepción pública en Kabul.
Eso era todo. Pero la suerte estaba echada, y a partir de ese momento la segunda guerra afgana fue inevitable.
Luego se recibieron más detalles. Aparentemente, la misión fue recibida con todos los honores por el emir. Pero la confiada afirmación de Louis Cavagnari de que su espía ya no podría encontrar más excusas para Shere Ali resultó incorrecta.
«Akbar» encontró varias. Incluso sugirió que en estas circunstancias era elogioso que Shere Ali hubiera resistido durante tanto tiempo la presión rusa, y en cuanto al desfile militar con que fue recibida, en su opinión se había hecho para dar una demostración visual de la fuerza militar que Afganistán podría oponer a cualquier posible agresor…
«En Kabul se cree —escribía Akbar— que el emir no sólo no ha llegado a ningún arreglo con el enviado ruso, sino que, por el momento, sólo trata de ganar tiempo para ver qué acción adoptará el Gobierno británico para contrarrestar este movimiento. Seguramente sabrán que ha hablado con gran amargura de la forma en que fue tratado por el Gobierno de Su Majestad, pero no he sabido que tenga ninguna intención de brindar a un nuevo amigo lo que ha negado a un viejo aliado, y debo insistir nuevamente en que todo lo que he visto y oído, tanto en Kabul como en otros lugares de Afganistán, confirma mi creencia de que Shere Ali no es prorruso ni probritánico, sino sólo un afgano que lucha por conservar la independencia de su país ante serios peligros… Por mencionar sólo dos, una revuelta de los herati-ghilzais y el hecho de que se cree que su sobrino Abdul Rahman, que ahora vive exiliado bajo protección rusa, está dispuesto a ceder a las condiciones que impongan los rusos a cambio del trono de su tío».
Pero nada podía calmar la conmoción y la cólera del virrey y sus consejeros al enterarse de que un enviado ruso había sido recibido por el emir, y con todos los honores, después de haber negado a Gran Bretaña el permiso para enviar una misión similar a Kabul. Era una afrenta que ningún inglés patriota podía tolerar y se despacharon cartas urgentes a Londres, pidiendo permiso para exigir que el pérfido Shere Ali accediera a recibir una misión británica en Kabul sin ninguna demora.
Ante el hecho irrefutable de que un enviado ruso había sido recibido por el emir, el Secretario del Foreign Office dio su consentimiento, y el virrey se puso inmediatamente a la tarea de elegir miembros para la misión. El comandante en jefe del Ejército de Madrás, general Sir Neville Chamberlain, designado para ponerse al frente de la misma, junto con dos oficiales: uno de ellos el mayor Louis Cavagnari, nombrado para acompañarle en sus «tareas políticas». El grupo incluiría un secretario militar y dos ayudantes además del teniente coronel Jenkins que iría al mando de la escolta, proveniente de su propio Regimiento, y formada por el mayor Stewart, el capitán Battye, cien soldados de Caballería y cincuenta de Infantería del Cuerpo de Guías de la Reina:
La misión debía partir hacia Kabul en septiembre, pero entretanto un emisario nativo partiría inmediatamente con una carta del virrey al emir, en la que se le anunciaba la llegada del emisario británico y se pedía que se hiciera lo necesario para que la misión entrara sin problemas en el territorio de Su Alteza.
Para expresar el disgusto del Gobierno, el emisario elegido para esta delicada tarea fue un caballero que hacía unos catorce años, antes de la época de los virreyes, había sido designado por el entonces gobernador general, Lord Lawrence, como comisionado nativo a Kabul, y luego sumariamente apartado de su cargo por abusar de este intrigando contra el propio Shere Ali.
Como era de esperar, la elección del mensajero no ayudó a mejorar la disposición del emir hacia los británicos, y, para empeorar las cosas, Shere Ali estaba mal de salud y postrado por el dolor de la súbita muerte de su hijo favorito, el amado Mir Jan, a quien había elegido para que le sucediera en el trono. El emisario no consiguió nada, y a mediados de septiembre escribió para advertir al Gobierno que el emir estaba de muy mal talante, pero que sus ministros aún tenían la esperanza de llegar a una solución satisfactoria, y que él estaba convencido de que sería posible seguir discutiendo el asunto… siempre que la misión británica retrasara su partida.
No era necesario que él destacara esto, porque el viaje era lento y Sir Neville Chamberlain, el jefe de la misión, aún no había llegado a Peshawar. Cuando por fin llegó, se enteró de que, aunque el emir aún no había llegado a ninguna decisión, el mayor Cavagnari, anticipando una posible negativa, ya había comenzado a negociar con los maliks (jefes) de las tribus del Khyber para conseguir la entrada de la misión en los diversos territorios. Sus conversaciones, a diferencia de las de Kabul, marchaban bien, y casi se había llegado a un acuerdo cuando el gobernador del Khyber, en la fortaleza de Ali Masjid, un tal Faiz Mohammed, se enteró de ellas y envió órdenes perentorias a los maliks de que regresaran de inmediato a sus pueblos.
Como las tribus del Khyber eran súbditos nominales del emir y sus territorios (las tierras entre Peshawar y Ali Masjid) formaban parte de Afganistán, sólo había una forma de evitar que obedecieran esta orden: pagarles el subsidio anual que hasta ese momento recibían del emir y que sería suspendido si desafiaban la orden de Faiz Mohammed.
Pero nadie sabía mejor que el mayor Cavagnari que cualquier acción por parte del Gobierno sería considerada como un intento indefendible de separar a las tribus de su alianza con el emir; y que semejante conducta hostil sólo servirá para convencer a Shere Ali de que la misión británica, lejos de ser «amistosa y pacífica», era en realidad la punta de lanza de un ejército invasor. Por tanto, abandonó sus conversaciones y transfirió el asunto al virrey, quien estuvo de acuerdo en que hasta que el emir se decidiera en favor o en contra de la misión, cualquier negociación privada con las tribus le proporcionaría argumentos legítimos para quejarse, pero sugirió llevar las cosas a una crisis enviando una carta al gobernador Faiz Mohammed, informándole que la misión pensaba salir de inmediato hacia Kabul, y preguntándole si estaba dispuesto a garantizar que atravesaría sin riesgos el paso del Khyber. Si la respuesta no era favorable, Sir Neville Chamberlain debía llegar a un acuerdo con las tribus del Khyber y avanzar sobre Ali Masjid…
Se remitió la carta, y Faiz Mohammed envió una respuesta cortés, señalando que no había necesidad de pedir ese permiso, ya que, como el emir había dado su consentimiento de que la misión prosiguiera hacia Kabul, podían hacerlo sin riesgos. Por otra parte, si Su Alteza no daba su consentimiento y avanzaban sin él, la guarnición de Ali Masjid se vería obligada a oponerse a su avance; por tanto, sugería que la misión retrasara su partida y permaneciera en Peshawar hasta que se conociera la decisión del emir.
Pero el enviado, como el virrey, se impacientó por las continuas dilaciones y llegó a creer que los británicos tenían razón para enviar una misión a Afganistán y que el emir no tenía derecho a negárselo. Envió un telegrama a Simla anunciando que la misión partía de Peshawar hacia Jamrud, en los límites del territorio dominado por los británicos, y que desde allí el mayor Cavagnari, con el coronel Jenkins y los Guías y uno o dos hombres más, seguirían adelante hacia Ali Masjid, para tantear la reacción afgana. Si Faiz Mohammed se negaba a permitirles el paso, esto se consideraría como un acto hostil y equivalente a que se disparara sobre ellos, y entonces la misión podría retornar a Peshawar sin la humillación de que la expulsaran.
Cavagnari y su grupo, que además del coronel Jenkins incluía a Wigram Battye, a media docena de hombres de los Guías y a algunos de los maliks del Khyber, salió hacia Ali Masjid, donde el gobernador, cumpliendo con su promesa, les obligó a regresar, tras informar al mayor Cavagnari que, considerando que había llegado sin permiso, después de tratar de que ciertos súbditos del emir los dejaran pasar por los territorios de Su Alteza (creando de esta manera una disensión entre los propios afridis) podía considerar como una cortesía, en recuerdo de la vieja amistad, que él, Faiz Mohammed, no hubiera abierto fuego contra él por lo que había hecho su Gobierno.
—Después de lo cual —dijo Wigram, describiendo el incidente a Wally—, nos estrechó la mano y volvimos a montar nuestros caballos y regresamos a Jamrud con el rabo entre las piernas.
Wally lanzó un expresivo silbido. Wigram asintió y dijo:
—No, no es una experiencia que me gustaría repetir. Porque admitamos que el tipo tenía razón. Eso era lo más desagradable. Nuestro Gobierno no ha salido muy bien de este asunto y no puedo evitar pensar que, si yo hubiera sido un afridi, habría sentido exactamente lo mismo que Faiz Mohammed… y no sé si me habría comportado tan bien… Sin embargo, a pesar de que cumplió con su palabra y se negó a permitir el paso de la misión, excepto con el permiso del emir ahora dirán que Afganistán ha hecho una afrenta intolerable al Gobierno de Su Majestad y que ha insultado a la Corona británica, de manera que no tenemos otro recurso que declarar la guerra.
—¿Realmente piensas eso? —preguntó Wally algo agitado. Se puso de pie como si le hubieran soltado un resorte y comenzó a pasear por la habitación.
—En cierto modo, no me parece posible, Bien, uno se ha acostumbrado a los disturbios menores, pero la guerra… una verdadera guerra… y una guerra injusta. Es inconcebible; no podemos permitir que suceda. Sin duda Ash… ¿Has tenido noticias de él?
—Sólo que sigue en contacto con Cavagnari, lo cual significa que hasta el momento está bien.
Wally suspiró y dijo con tono inquieto:
—Me advirtió que no podría comunicarnos cómo estaba, porque sería demasiado arriesgado, y que su esposa y Zarin estaban de acuerdo en esto. Dijo que nosotros tres seríamos los únicos que sabríamos… aparte de ti y de Cavagnari y del comandante, por supuesto… y que incluso un tipo que actúa como enlace entre él y Cavagnari, que es uno de los propios hombres de Cavagnari, no debía conocer su identidad… Es decir que no es un afgano. Pero que Cavagnari probablemente te comunicaría que está en contacto con él, porque todo esto fue idea tuya.
—Bien, me lo ha comunicado, y está en contacto. De manera que no te preocupes más por Ashton.
—¿Puedo decírselo a su esposa?
—¿La verás? —Wigram parecía sorprendido y no muy complacido.
—No. Prometí a Ash que me ocuparía de ella, pero decidimos que sería mejor que no fuera a la casa. La vieja Begum no lo aprueba; piensa que puede dar mucho que hablar, y probablemente tiene razón. Pero puedo enviarle un mensaje a través de Zarin, ya que nadie se extrañaría de que visite a su tía cuando hace años que lo hace. Querría que ella supiera que Ash está bien. Debe ser muy duro para ella… no saber.
—Muy duro —asintió Wigram—. Sí, por supuesto que puedes decírselo. No sabía que ella aún estaba en Attock.
—Ash no pudo llevarla con él, de manera que la dejó con la Begum. Ella conocía a Zarin Khan y a su padre desde que era niña, de manera que supongo que se siente segura con la tía de Zarin. Sé que está aprendiendo a manejar armas de fuego y a hablar pushtu para el caso de que Ash pudiera llamarla. Desearía…
Se interrumpió bruscamente, dejando la frase sin terminar; después de unos momentos, Wigram preguntó con curiosidad:
—¿Qué es lo que desearías, Walter?
Los ojos de Wally volvieron a ponerse alerta, sacudió rápidamente la cabeza como con un estremecimiento, y respondió en tono ligero:
—Que dejaras de moverte entre los grandes y volvieras al seno de tu Regimiento. Mardan no parece el mismo, ahora que tú, Stewart y el comandante estáis en Khyber ocupándose de esa misión de la que tanto se habla. Sin embargo, después del fracaso en Ali Masjid, supongo que todos abandonaréis el asunto.
Wally suponía bien. Se envió un informe de lo sucedido en Ali Masjid al virrey, quien replicó disolviendo la misión.
Lord Lytton había obtenido lo que deseaba: una prueba. Una prueba de que «la amenaza rusa» no era cuento, sino una dura realidad con un enviado ya establecido en Kabul y un ejército que avanzaba hacia el Hindu Kush. Una prueba de que Shere Ali era un intrigante traidor, que había rechazado la amistad que le ofrecía Gran Bretaña y aceptaba la de Moscú, y que en esos mismos momentos tal vez estuviera firmando un tratado que permitiría el establecimiento de guarniciones militares rusas en las fronteras mismas de la India, y que las tropas rusas avanzaran por los pasos. Con el general Stolietoff y su séquito instalados en el palacio Bala Hissar, era posible cualquier cosa. Y si se necesitaba más para confirmar la necesidad de una acción inmediata, estaba el insulto público al enviado de Su Majestad, Sir Neville Chamberlain y a una misión británica pacífica a quienes no sólo se les había negado permiso para entrar en el territorio del emir, sino que se les había amenazado con la fuerza si intentaban hacerlo. No podía tolerarse semejante tratamiento, y Lord Lytton no pensaba consentirlo.
Como respuesta inmediata al rechazo en Ali Masjid, el Cuerpo de Guías de Mardan fue enviado a Jamrud, una antigua fortaleza sikh que marcaba los límites del territorio dominado por los británicos; dos días después de ser disuelta la misión, se enviaron órdenes de que se reuniera una gran fuerza en Multan con el propósito de cruzar la frontera afgana y amenazar a Kandahar y de que otros regimientos se concentraran en Thal, donde el río Kurran separaba el distrito de Kohat del territorio afgano. Un regimiento de sikh y una batería de montaña fueron traídos de Kohat para reforzar la guarnición de Peshawar, y el mayor Cavagnari (que no veía grandes perspectivas en un intento de reanudar las negociaciones con los maliks de las tribus del Khyber) propuso un plan nuevo y revolucionario para atraerlos del lado de los británicos sin perder tiempo en conversaciones laboriosas e interminables negociaciones…
Se sabía que a los asiáticos les impresionaba profundamente el éxito, y que despreciaban a los perdedores, y como no podía negarse que el poder británico no se había mostrado muy brillante en el reciente enfrentamiento en Ali Masjid, era necesario hacer algo para borrar esa impresión y conquistar la admiración de los Jefes de las tribus. ¿Y qué mejor, sugería Louis Cavagnari, que asaltar y capturar en un ataque sorpresa, la misma fortaleza cuyo gobernador y guarnición se habían atrevido a negar el paso por el Khyber a una misión británica? No sólo serviría para dar una lección a los afganos, sino para mostrarles lo que podía hacer el Raj si se decidía.
Al virrey le encantó el plan, e ignorando las advertencias de su comandante en Jefe y de Sir Neville Chamberlain, quienes dijeron que había muchos más riesgos que ventajas en semejante acción, aprobó el proyecto. Al general Ross, al mando de Peshawar, que también protestó, se le informó brevemente que Ali Masjid debía ser, tomado y que lo sería. El plan de acción significaba una marcha rápida por la noche, similar a la que había efectuado Cavagnari con tanto éxito contra los miembros de las tribus del Utman Khel, seguida de un ataque por sorpresa al amanecer realizado por una fuerza que consistía en los Guías y el 1.er Regimiento de sikhs al mando del coronel Jenkins, apoyada por mil soldados nativos y británicos y la guarnición de Peshawar que llevaban tres cañones.
Como el éxito de la operación dependía de la celeridad y el secreto, había que tener gran cuidado de que no se supiera nada del inminente ataque; y una vez tomada la fortaleza, las tropas debían retirarse, porque el Gobierno de la India no tenía intención de retener Ali Masjid y dejar allí una guarnición. Su objetivo no era la conquista, sino solamente demostrar con un hecho de armas rápido y brillante, que no se podía insultar impunemente al Raj, y de qué eran capaces sus tropas.
—¡No lo creo! —exclamó el comandante del 1.er Regimiento de sikhs cuando el coronel Jenkins le informó sobre esto en el bungalow del coronel—. ¿Quieres decirme que debemos llevar a nuestros hombres a Afganistán para atacar y capturar un fuerte como Ali Masjid, y si lo conseguimos, no estoy seguro de ello, regresaremos tranquilamente a Peshawar, dejando que los afganos despedacen a nuestros muertos y vuelvan a ocupar, el fuerte en cuanto les demos la espalda? ¡Pero, están locos! No es posible que todos se hayan vuelto locos en Simla.
—Lo sé, lo sé —suspiró cansadamente el coronel Jenkins—. Pero locos o no, tendremos que hacer lo que nos ordenan. «No nos corresponde razonar, sino hacerlo y morir».
—Pero… pero mi asistente siempre sabe dónde irá destacado el Regimiento mucho antes que yo, y en un lugar como Peshawar, con la ciudad llena de pathanes, no me sorprendería que ya estén enterados de esto y envíen un mensaje a Faiz Mohammed y a sus secuaces para que nos preparen una cálida bienvenida. ¿De qué «sorpresa» me hablas? Estarán preparados y esperándolo, y sólo por un milagro saldremos de esto sin pérdidas graves. ¿El general se habrá vuelto loco?
—No es idea suya —respondió el coronel Jenkins—. Esta es una de las brillantes ideas de Cavagnari. Piensa que es un método más rápido y mejor de influir sobre las tribus del Khyber en favor nuestro que tratar de comprarlas una por una… Llenarlas de admiración por nuestra bravura, y encandilarlas con una victoria aplastante. Ha convencido al virrey, de manera que quizás el plan impresiona mejor por escrito.
—¡Entonces sólo puedo decir que es una lástima que la batalla no pueda librarse por escrito! —observó salvajemente el comandante de los sikhs.
El coronel Jenkins no respondió a esto, porque estaba demasiado aterrado por el plan y sólo podía esperar que alguien, cualquiera, lograra devolver el sentido común al virrey y al Comisario delegado de Peshawar antes, de que fuese demasiado tarde.
Afortunadamente, su esperanza estaba justificada. El miembro militar del Consejo del virrey, al enterarse de esto después de haber sido dada la orden, declaró abiertamente que, en su opinión, la decisión absurda de abandonar Ali Masjid después de capturarlo sólo era igualado por la locura de conquistado: una protesta que podría haber sido ignorada si no hubiera sido por la oportuna llegada a Simla de un telegrama que informaba que Ali Masjid había sido reforzada con tropas y artillería afganas.
Ante esta información, el virrey no tenía otra alternativa que cancelar el proyecto, y Louis Cavagnari, que ya no podía llevar a cabo su preciado plan de asombrar a las tribus del Khyber con un brillante golpe de mano que les hiciera decidirse por los británicos, recurrió una vez más, con incansable paciencia, a la tarea lenta y a menudo exasperante de tratar de lograr el mismo fin con palabras en lugar de hechos: negociando con sus maliks uno por uno.
Pocos hombres podrían haberlo hecho mejor, pero la seducción, la discusión y el soborno llevaban tiempo. Demasiado tiempo. Y Cavagnari tenía clara conciencia de que tal vez quedara muy poco.