El capitán Battye miraba a la luz de la luna sin verla y las negras sombras, y pensaba en su hermano menor, Fred… En Fred, en Wally y en Ashton Pelham Martyn, Hammond y Hughes y Campbell, el coronel Jenkins, el comandante, los risaldares Prem, Singh y Mahmud Khan, el mayor Wordi Duni Chand y en el sowar Dowlat Ram y cientos de otros… Oficiales, suboficiales y hombres de los Guías; sus rostros pasaban ante él como en un desfile. Si había otra guerra afgana, ¿cuántos de ellos estarían vivos al terminar esa guerra?
La primera guerra afgana se había librado mucho antes de que Fred y Wally hubieran nacido, y aunque los afganos no la habían olvidado, los británicos rara vez la mencionaban… Los que la recordaban preferían fingir que la habían olvidado; y no era sorprendente, ya que era una historia humillante.
En los primeros años del siglo, cuando la «John Company» gobernaba la mitad de la India, un joven mediocre llamado Shah Shuja heredó el trono de Afganistán. Lo perdió después de un breve reinado aun considerando las pautas de duración de los Gobiernos en el país, huyó a la India donde el Gobierno le concedió asilo y llevó una existencia pacífica como ciudadano privado, mientras que, después de su partida, sus súbditos de otro tiempo se entregaron a un período de revueltas y anarquía que terminó bruscamente cuando un hombre fuerte y capaz, un tal Dost Mohammed, del clan Barakzi, puso orden en el caos y eventualmente se proclamó emir.
Por desgracia, el Gobierno de la India desconfiaba de los hombres capaces. Sospechaba que Dost sería difícil de manejar, y que si no tenían cuidado, incluso podía llegar a aliarse con Rusia; hablando de esta posibilidad en la atmósfera enrarecida de Simla, el gobernador general, Lord Auckland, así como sus consejeros favoritos, llegó a la conclusión de que sería buena idea eliminar a Dost (que no les había hecho ningún daño y sí mucho bien a su país) y sustituirlo por el ahora anciano ex emir Shah-Shuja; su argumento era que este anciano sin importancia, al estar ligado a los campeones británicos por lazos de gratitud y por su propio interés, sería una herramienta fácil de manejar que firmaría sin resistencia cualquier tratado que ellos quisieran dictar.
Pero, aunque la guerra forzada sobre Afganistán por Lord Auckland terminó en un desastre total para los británicos, la mayoría de los que ayudaron a lanzarla obtuvieron muchas ventajas, ya que la victoria inicial les proporcionó medallas, títulos y honores… que ya no perderían. Pero los muertos que se pudrían en los pasos de las montañas no recibieron condecoraciones; y dos años después, Dost Mohammed Khan era nuevamente emir de Afganistán.
«Qué ruina —pensó Wigram—, qué injusticia y estupidez y qué devastación cruel e insensata». Y todo para nada, porque ahora otra vez, después de un lapso de casi cuarenta años, parecía que un grupo de hombres de Simla planeaban obligar a otro emir (el hijo menor del mismo Dost Mohammed) a aceptar una misión británica permanente en Kabul. Y, lo que era peor, realmente en cierta época el emir habría estado muy dispuesto a transigir. Cinco años atrás, desesperado por las amenazas de rebelión y del creciente poder de Rusia, Shere-Ali pidió protección a Lord Northbrook contra cualquier agresor; pero su petición fue denegada. Resentido por este rechazo, decidió volverse hacia Rusia (que mostraba una gran disposición a discutir tratados de amistad y alianza con él); pero ahora estos mismos angrezis, que lo rechazaron cuando pidió ayuda, exigían, como por derecho propio, que recibiera a un enviado británico en su capital, y dejara de «tramar intrigas» con el Zar.
«Si yo estuviera en su lugar, los mandaría a paseo», pensó Wigram, pero se dio cuenta de que no tenía sentido pensar así. Esta era la forma en que comenzaban las guerras.
Por aquel entonces, Lord Auckland y sus amigos enviaron miles de hombres a la muerte por la mera sospecha de que el padre de Shere-Ali podía considerar una alianza con Rusia. ¿Y ahora Lord Lytton estaba dispuesto a hacer lo mismo, y sin más pruebas que antes, basando sus decisiones en sospechas, habladurías y rumores, y en los informes de espías pagados?
En el curso de los últimos años, Wigram había visto con frecuencia al pariente de Wally, el Comisario delegado de Peshawar, mayor Louis Cavagnari; y hasta hacía poco tiempo su opinión sobre él era tan elevada como la de Wally. Pierre Louis Napoleón Cavagnari era una persona curiosa para ocupar semejante cargo porque, como Wally había contado, su padre era un conde francés que había servido con el gran Napoleón, luego fue secretario militar de Jerónimo Bonaparte, rey de Westfalia. Contrajo matrimonio con una dama irlandesa, Elizabeth, hija del deán Stewart Blacker de Carrickdlacker, aunque, a pesar de sus nombres gálicos, el Comisario delegado, criado en Irlanda, siempre se había considerado británico, y prefería que sus amigos lo llamaran «Louis» porque le parecía el menos extranjero de los tres nombres que tenía.
Durante veinte años sirvió indistintamente en las tierras de la frontera de la India, en no menos de siete campañas, y adquirió la reputación envidiable de saber manejar a las tribus turbulentas, algunos de cuyos dialectos hablaba con gran fluidez. Y en cuanto a su aspecto, con su figura alta y con barba, bien podía ser tomado por un profesor más bien que por un hombre de acción. Los que lo conocían declaraban que era un hombre de gran valentía. Nadie le había acusado jamás de falta de espíritu, y combinaba una personalidad dinámica con muchas y excelentes cualidades, aunque, como la mayoría de sus compañeros, estas cualidades quedaban ensombrecidas por otras menos admirables: en su caso, el egoísmo y la ambición personal, un carácter impulsivo y una tendencia final a ver las cosas tal como las deseaba en lugar de cómo eran en realidad.
Sólo recientemente Wigram Battye había llegado a percibir estas fallas. Pero entonces también tuvo oportunidad de ver a Cavagnari en acción. El éxito del asunto de Sipri, con su rápida marcha durante la noche y el ataque por sorpresa se debió totalmente a los planes imaginativos del Comisario delegado y a su atención a los detalles, y eso, junto con otros incidentes similares, infundió en Wigram el mayor respeto posible por las cualidades del hombre. Últimamente, sin embargo le admiraba menos y le hacía más críticas, incluso debía admitir que sentía algo de aprensión, porque el Comisario delegado «apoyaba la política expansionista» cuyos defensores consideraban que la única forma de proteger al Imperio británico de la «amenaza rusa» era convertir a Afganistán en un protectorado británico e instalar la Unión Jack en el extremo más distante, en el Hindu-Kush.
Como este era también el punto de vista del virrey (y se sabía que Lord Lytton sentía un gran respeto por el mayor Cavagnari y que seguía sus consejos en asuntos de la frontera, más que los de otros hombres más viejos y más cautelosos) no era sorprendente que Wigram Battye se sintiera incómodo al oír declarar al Comisario delegado (como sucedió en una cena en Peshawar): «si Rusia entra en Afganistán dominará este país como lo ha hecho con los antiguos y orgullosos reinos de Asia Central; y una vez que lo haya hecho, el camino hacia el Khyber estará abierto y nada podrá evitar que los Ejércitos rusos ataquen y tomen Peshawar y el Punjab, como Barbur el Tigre lo hizo trescientos años atrás».
«No tengo nada contra los afganos: mi lucha es únicamente con el emir, quien, al intrigar con el Zar, atrae un peligro que, si no podemos evitarlo, destruirá a su propio país, y desde allí avanzará hacia el Sur hasta haber consumido a toda la India…»
El uso que hacía Cavagnari de la primera persona del singular era característico en él, y en un contexto diferente Wigram no le habría prestado atención, pero ahora le preocupaba profundamente. Su interés personal en la disputa entre el Gobierno de la India y el emir era totalmente apolítico, su preocupación se centraba en las consecuencias militares de una posible guerra con Afganistán y la parte que su propio Cuerpo pudiera tener que desempeñar en ella. Al fin y al cabo, era un soldado profesional. Pero también poseía una conciencia, y su temor era que la política expansionista tratara de atraer al Raj a una segunda guerra afgana sin ninguna justificación real para hacerla… Y sin comprender verdaderamente las enormes dificultades que se le presentarían a un ejército invasor.
Siempre había sostenido que la guerra afgana de 1839 era indefendible moralmente y por completo innecesaria, y le horrorizaba descubrir que una vez más la historia parecía volver a repetirse, y en su opinión era deber de todos los hombres honorables tratar de evitarla. La necesidad más imperiosa, en opinión de Wigram, estribaba en obtener información exacta e inédita sobre las verdaderas intenciones del emir Shere-Ali y su gente.
Si podía probarse que Shere-Ali intrigaba con el Zar y que estaba a punto de firmar un tratado que permitiría a los rusos instalar guarniciones militares en su país entonces los hombres de la política expansionista tenían razón y cuanto antes interviniera Gran Bretaña para evitarlo, mejor. La perspectiva de un Afganistán controlado por Rusia, con Ejércitos rusos instalados en la frontera noroeste de la India, era impensable. Pero ¿sería cierto? Wigram tenía la incómoda sensación de que hombres como Cavagnari y Lord Lytton y otros defensores de la política expansionista eran engañados por informaciones facilitadas por espías afganos, quienes, sabiendo muy bien qué deseaban oír estos sahibs en particular, sólo repetían lo que podía agradarles, y suprimían lo demás… tal vez por cortesía y por deseo de complacer, más bien que por un intento deliberado de confundir.
Cavagnari no podía dejar de saberlo y (al menos eso deseaba Wigram) considerarlo. Pero ¿el virrey y sus consejeros se darían cuenta de que los informes de esos espías, enviados a Simla por el Comisario delegado de Peshawar, tal vez no fueran objetivos y no presentaran el cuadro real? ¿Y que los espías, al fin y al cabo, eran pagados, y que tal vez pensaran que se ganaban su dinero contando sólo las noticias que los otros deseaban oír? Este pensamiento perseguía a Wigram últimamente, y la historia de Wally sobre Ashton le dio una idea…
Ashton había pasado casi dos años en Afganistán, y probablemente había hecho muchos amigos allí, sin duda en el pueblo de su padre adoptivo Koda Dad Khan, y era notorio en Mardan que el risaldar Zarin Khan no era el único pathan de los Guías, que lo consideraba casi como un hermano de sangre. Ahora bien, suponiendo que Ashton pudiera persuadir a sus amigos de que organizaran alguna forma de servicio de espionaje dirigido a recoger información confiable que ellos le transmitirían, y que, a su vez, él pudiera transmitir al comandante o a Wigram mismo, para brindársela a Cavagnari… quien, cualesquiera que fuesen sus opiniones personales, la comunicaría a Simla. Con seguridad, los amigos de Ashton contarían la verdad a «Pelham-Dulkhan» (porque sabían que no pensaban de la misma manera que los sahib-log) y Ashton repetiría palabra por palabra lo que le dijeran sin modificarlo para que no se adaptara a sus propias teorías ni a las de ningún otro. Al menos, era una idea, y podía dar resultado, pues, en las actuales circunstancias, pensó Wigram, valía la pena probar cualquier cosa.
Impulsado por su sensación de gran urgencia y de que el tiempo apremiaba, lo probó en la primera oportunidad. Fue a Attock con Wally el fin de semana, y, para mantener las cosas en secreto llegó después del oscurecer y se alojó en el dâk-bungalow con el pretexto de que pensaban salir a cazar al día siguiente. Pero sucedió que la idea de Wigram produjo un resultado que por cierto no esperaba.
El syce de Wally había sido enviado a la casa de la Begum con una nota para Ash, y les entregaron la respuesta cuando se sentaron a cenar. Una hora después, los dos salieron del dâk-bungalow y caminaron a la luz de las estrellas por el camino de Pindi, para tomar en seguida un polvoriento sendero lateral. Llegaron a un alto muro donde encontraron a un afridi que les esperaba con una antorcha; Wigram, que nunca había visto a Ash vestido de esa manera, no se dio cuenta en seguida de quién era.
El capitán Battye había pensado mucho en los argumentos que usaría y en los puntos que deseaba aclarar, y creía que de esa manera lo había previsto todo. Pero no había tenido en cuenta a Juli Pelham-Martyn, Anjuli-Bai, princesa de Gulkote, porque el matrimonio le parecía mal y no deseaba conocer a la exviuda. Pero Ash llevó a sus huéspedes por el jardín en sombras hasta un pequeño pabellón de dos pisos, un darra-durri, en un claro entre los árboles frutales, les hizo subir una corta escalera hasta la habitación superior, y dijo:
—Juli, este es otro amigo mío del Regimiento. Mi esposa, Wigram…
Y este debió estrechar la mano a la manera inglesa a una muchacha vestida de blanco, pensando, como había hecho Wally (aunque sin la emoción de este) que era la joven más hermosa que había visto jamás.
La vio cambiar una mirada con Ash, y aunque nunca había sido muy imaginativo, le pareció, como alguna vez le había parecido a Kaka-ji, que existía una corriente invisible entre los dos, que les unía de manera que no necesitaban tocarse o hablar, ni siquiera sonreír para probar que dos personas, en cierto momento verdaderamente pueden ser una sola. También advirtió lo que había querido decir Wally con eso de que Juli era «apacible». Pero no esperaba que fuera tan joven… ni que pareciera tan vulnerable. Aquel ser delicado vestido con la shulwa blanca le pareció poco más que una criatura, y pensó confusamente que el calificativo «viuda» le había desorientado: ninguna viuda podía ser tan joven como esta y sintió como si de pronto se abriera el suelo bajo sus pies, pero no habría podido explicar por qué le sucedía eso. Pero el hecho es que al verla desaparecieron muchas de sus ideas preconcebidas, y de pronto, como resultado, no se sintió seguro de la sugerencia que había venido a hacer.
Tal vez era muy ingenuo al esperar que Cavagnari, o cualquier otra persona abandonara su política y sus opiniones basándose sólo en informaciones de fuentes no oficiales, suponiendo que la información que se le ofreciera no estuviese de acuerdo con la propia. ¿Quizás él, Wigram, arriesgaba demasiado al imaginar que hombres como Cavagnari y el virrey, sin mencionar a otras personas importantes de Simla, no sabían en qué estaban y necesitaban ayuda y consejo de intrusos aficionados que no sabían nada de nada? Sin embargo… advirtió que Ash le había hecho una pregunta, y al dar una respuesta al azar, vio un gesto de sorpresa en su rostro que demostraba su falta de atención.
Wigram se sonrojó, y se disculpó con cierta confusión, y volviéndose hacia Juli dijo:
—Perdón, señora Pelham, creo que no estaba prestando atención. Es una grosería, y espero que me perdone mis malos modales. Es que… he venido a… a proponer algo a su marido, y estaba pensando en lugar de escuchar.
Anjuli lo estudió con gravedad, y luego asintió con un pequeño gesto y dijo con cortesía:
—Comprendo. Usted deseará hablar a solas con mi esposo.
—Si usted lo permite.
Ella le brindó una breve sonrisa encantadora, se puso de pie, juntó las palmas, y luego, recordando que Ash le había dicho que los angrezis no solían hacer eso, rio, tendió la mano y dijo en su cuidadoso inglés:
—Buenas noches, capitán Battye.
Wigram le tomó la mano e inesperadamente hizo una reverencia en un gesto que le era tan ajeno como a ella el estrechar la mano, y que le sorprendió casi más de lo que sorprendió a Ash y a Wally. Pero fue un tributo instintivo… Y también de alguna manera una disculpa muda por las cosas que había pensado de ella. Wigram se enderezó; miró a Juli a los ojos, y pensó que Wally tenía razón al decir que tenían estrías doradas… A menos que sólo fueran los reflejos de la lámpara de bronce que colgaba del techo y que llenaba de estrellitas el pequeño pabellón. Pero no tuvo tiempo de comprobarlo, porque Anjuli retiró la mano y la ofreció a Wally antes de dar media vuelta y salir de la habitación. Al verla perderse entre las sombras, Wigram tuvo la extraña fantasía de que se llevaba la luz con ella.
De todas maneras, se sintió aliviado al verla marcharse, porque en su presencia no habría podido hablar, y no tenía tiempo ni inclinación de someterse a las sensibilidades femeninas. Cuando sus pasos se perdieron en la escalera, oyó suspirar a Wally y en seguida Ash dijo:
—¿Bien?
—Es muy hermosa —dijo Wigram con lentitud—. Y muy… joven.
—Tiene veintiún años —informó lacónicamente Ash—. Pero yo no pensaba pedirte que me dijeras lo que piensas de ella. Me refería a la proposición que mencionaste.
—Sí, vamos —pidió Wally—. Me muero de curiosidad. ¿Qué es lo que te traes entre manos?
Wigram sonrió, pero dijo en tono defensivo que ahora había llegado a un punto en que ya no estaba seguro de que quería decir algo.
—Temo que os riais.
Pero Ash no se rio. Sabía mucho sobre la última guerra afgana, y cuando estaba en Gujerat había releído el libro de Sir John Kaye sobre el tema y se sintió enfurecido por la futilidad, la injusticia y la tragedia de ese confuso intento de extender el poder de la «East India Company», como le había sucedido a su padre, Hilary, más de treinta años antes.
Que algo así pudiera volver a suceder parecía tan imposible que aun después que Koda Dad se lo advirtió no podía creer que cualquiera que tuviera el más mínimo sentido común pudiera considerarlo, en gran parte porque, como la mayoría de los soldados de las tropas de la frontera, no se engañaba con respecto a las aptitudes para la guerra de los hombres de las tribus de la frontera ni sobre la topografía del país en que vivían; y conocía muy bien los terribles problemas de provisiones y transporte (aparte de la lucha en sí) que debería enfrentar cualquier ejército moderno que intentara avanzar a través de una tierra hostil, donde todas las colinas y las gargantas, las rocas, las piedras y los repliegues del terreno podían ocultar a un tirador enemigo. Una tierra que, además, era tan improductiva que, en la mejor de las épocas, apenas producía alimento para los habitantes locales, y donde, por tanto, no había esperanzas de alimentar a gran número de tropas invasoras ni de conseguir forraje para los caballos, mulas y otros animales de transporte que debían acompañarles. Además, seguramente los generales, si no los civiles de Simla, debían haber aprendido la lección de la guerra afgana anterior.
«Pero si es verdad que Shere-Ali piensa dejar entrar a los rusos —pensó Ash, como había pensado Wigram—, Inglaterra tendrá que actuar, porque, una vez que los rusos ponen las manos sobre algo, no lo abandonan, y lo siguiente será la India».
La idea de que el Zar anexionara la India a sus territorios cada vez más extensos… sus pueblos y sus aldeas bajo el control de los Ispravnikas y los Starostas, con gobernantes rusos en todas las provincias y regimientos rusos acuartelados en todos los acantonamientos desde Peshawar hasta el cabo Comorin, le hizo estremecerse. Pero conocía Afganistán aún mejor que hombres como Cavagnari, y ese conocimiento le inclinaba a sentirse escéptico con respecto a los temores expresados por el Comisario delegado y los demás que querían la guerra.
—Recuerdo haber leído en alguna parte —observó Ash con aire pensativo—, que Enrique I de Francia dijo de España que si un gran ejército la invadía, ese ejército moriría de hambre, mientras que si la invadía un ejército pequeño, ese ejército resultaría vencido por un pueblo hostil. Bien, lo mismo puede decirse de Afganistán. Es un país terrible para invadir, y a menos que los rusos piensen que pueden entrar en él sin resistencias, con el consentimiento de la población y del emir, no creo que lo intenten… como tampoco creo que Cavagnari sepa mucho sobre los afganos si piensa por un solo momento que los llamados «súbditos» del emir se someterán dócilmente a las fuerzas rusas acuarteladas en todo su país. Tal vez sean un montón de asesinos con una nada envidiable reputación de traición y crueldad, pero nadie negará que son muy valientes; y que no es fácil lograr que hagan lo que no desean. ¡Y no les gusta ser mandados y gobernados por extranjeros… por ningún extranjero! Y por eso, en mi opinión, todo este miedo a los rusos sirve para ocultar otras cosas.
—Exactamente —asintió Wigram—. Eso es precisamente lo que me temo. Pero, aunque espero equivocarme, no puedo dejar de pensar que los fanáticos de la política expansionista están muy empeñados en convertir a Afganistán en un Estado tapón para proteger a la India y que usan en este asunto a los rusos para encubrir su objetivo real. Aunque, por supuesto, si es cierto que el emir realmente piensa en firmar un tratado con el Zar… —La frase quedó sin terminar, porque en este punto Wigram fue interrumpido por Wally, que se negaba a creer que su héroe del momento podía equivocarse en un asunto de importancia tan vital, o en nada que tuviera que ver con los territorios tribales de Afganistán. Cavagnari, insistía Wally, sabía más sobre ese país y sus pueblos que ninguna otra persona en la India… ningún europeo, en todo caso. ¡Todos lo sabían!
Wigram comentó con ironía que seguramente muchos habían dicho lo mismo de Macnaghten en 1838, y que eso no había evitado que los afganos lo asesinaran tres años después, y que hubiera sido responsable en gran parte por intentar llevar a Shah Shuja, al trono, y que fuera también casi totalmente responsable de la matanza de gran número de mujeres, niños y sirvientes británicos que se unieron a las fuerzas de ocupación en Kabul y murieron en los pasos del Kurd-Kabul junto con tropas que se retiraban. Wally, que también había estudiado esa desastrosa campaña, se quedó callado unos momentos, y se redujo a escuchar a Ash y a Wigram, que discutían la posibilidad de descubrir qué sucedía realmente en Kabul y si la amenaza rusa era real o sólo una pantalla usada por el bloque de la política expansionista para asustar al electorado y lograr que apoyara otra guerra de agresión.
—Pero ¿y si logramos la información? —preguntó Ash unos diez minutos después—. No tendríamos garantía alguna de que fuera aceptada si contradice lo que ellos quieren creer.
—Ninguna —confirmó Wigram—, excepto de que si cuando hablas de «ellos» te refieres a Cavagnari, él no la suprimiría. De eso estoy seguro. Por supuesto, tiene sus propios espías, como siempre los hemos tenido nosotros… Pero me juego la cabeza a que cualquier cosa de naturaleza política que se le envía (cualquier cosa que tenga que ver con las relaciones de Shere-Ali con Rusia, por ejemplo) será transmitida de inmediato a Simla, lo mismo que cualquier cosa que nosotros les informemos en ese sentido, independientemente de que contradiga sus propias teorías o no. En todo caso, hay que intentarlo. No podemos quedamos con los brazos cruzados, mientras vemos cómo envían a un montón de gente hacia un precipicio sin tratar de advertírselo.
—No —asintió Ash con lentitud—. Hay que hacer algo… aunque lo más probable es que resulte inútil.
—Sí, así es. Eso es lo que yo siento —suspiró Wigram, enormemente aliviado. Se recostó en su silla, sonrió a Ash y agregó—: Te recuerdo que cuando entraste en el Cuerpo solíamos reírnos de ti por tu hábito de decir que tal o cual cosa era «injusta». Personalmente, no tengo nada contra una guerra: es mi oficio. Pero preferiría pensar que estamos librando una guerra justa, o, al menos, una guerra que no puede evitarse. Y creo que esta puede evitarse. No es demasiado tarde.
Ash guardó silencio y Wigram vio que su mirada parecía fijarse en la abertura de la puerta por donde había salido su esposa. Sus ojos tenían la mirada vaga de aquel cuyos pensamientos han viajado muchos kilómetros, o quizá muchos años y en realidad, Ash recordaba el pasado y oía una vez más, como en la sala de recepción de Lalji, en Gulkote, y en el chattri, en Bhithor, una voz desaparecida mucho tiempo atrás que exhortaba a un niño de cuatro años a no olvidar que la injusticia era el peor pecado del mundo y que había que luchar contra ella donde se la encontrara… «aunque sepas que no puedes ganar».
Wigram, que no conocía tan bien a Ash como Wally, sólo notó que estaba abstraído. Pero Wally vio algo en el rostro inmóvil que le asustó: una sugerencia de desolación y el aspecto sombrío de un hombre a quien obligan a tomar una decisión contra su voluntad. Pero, al mirarle, tuvo una premonición poderosa de desastre tan fuerte que instintivamente extendió una mano como para evitarla… y en ese mismo momento Ash dijo con calma:
—Tendré que ir personalmente.
Wigram discutió con él: los dos discutieron con él. Pero finalmente se pusieron de acuerdo en que tenía razón. Era más probable que creyeran a un oficial de los Guías que a cualquier afgano, ya que un afgano recibía dinero por los servicios prestados, y bien podía tener una antipatía personal o tribal con el Gobierno central de Kabul, y, por tanto, sentir la tentación de deformar o seleccionar la información recogida al otro lado de la frontera. Además, ahora no se trataba de si alguna tribu o un mullah local planeaba invadir la India o incitar a los fieles a asesinar a algunos infieles, sino si un emir de Afganistán tramaba una conspiración con los rusos, y si era así, hasta dónde se había comprometido… ¿Realmente se disponía a recibir a una misión rusa en Kabul y firmar un tratado de alianza con el Zar? ¿Y su pueblo le apoyaría en esto?
Obtener información confidencial sobre estos puntos sería de enorme valor para los negociadores de Simla y Peshawar y para los ministros de Su Majestad en Londres, porque ese conocimiento podía significar la diferencia entre la paz y la guerra… osea entre la vida y la muerte para miles de seres humanos. Y como señaló Ash, en el reglamento de los Guías no había nada que impidiera a un oficial «recoger datos fidedignos de nuestro lado de la frontera y también del otro».
—De todas maneras, he vivido en el país y sé orientarme en él, de manera que no habrá ningún peligro real —aseguró Ash.
—¡Tonterías! —replicó Wally encolerizado—. No hables como si fuéramos un par de imbéciles. La vez anterior no estabas solo, pero esta vez lo estarás, lo que significa que si te agotas o te hieren, o tienes un accidente, no habrá nadie que te ayude. Serás un desconocido solitario, y, como tal, objeto de sospechas. Caramba, me ponéis enfermo… pero Dios sabe que desearía ir contigo. ¿Cuándo piensas partir?
—En cuanto Wigram lo arregle con el comandante. No puedo ir sin su permiso, y es posible que él no quiera concedérmelo.
—Lo hará —dijo Wigram—. Está tan preocupado por todo este asunto como yo… y como la mitad de la fuerza de la frontera, en todo caso. Somos los que tendrán que participar en la batalla si los de Simla se equivocan, y provocan gran agitación con todo esto. Tal vez cueste un poco de trabajo persuadirlo, pero creo que le parecerá una buena idea y una posible salvación. Y a Cavagnari le encantará. Estas cosas le agradan muchísimo.
Wigram no se equivocó.
Fue fácil convencer al comandante, y el Comisario delegado mostró bastante entusiasmo por la idea. Le gustaban los hechos dramáticos, y la historia de Ash tal como se la relató el capitán Battye le apasionó:
—Pero si ha de trabajar para mí, debo verlo antes de que se marche, ya que será mejor que se comunique directamente conmigo a través del único agente a quien permito entrar en Peshawar, más bien que a través de uno de sus hombres que seguramente llevará primero cualquier mensaje a usted o a su comandante para que uno de ustedes me lo transmita. Eso no servirá; cuantas menos personas estén implicadas en esto, mejor… especialmente para la seguridad del propio Pelham-Martyn, como espero que usted le explicará y también a su comandante. Cuando la autoridad se divide, siempre hay confusiones, y como el tipo de información que se requiere no tendrá utilidad a nivel del Regimiento, prefiero que ese joven trabaje exclusivamente para mí. Y si, como creo, aún está con permiso, sugeriría que no se le permita regresar a Mardan. Sería extraño que se reincorporara al servicio durante unos días para después salir nuevamente con permiso.
—Sí, señor. Ya hemos pensado en eso. Partirá para Attock: él mismo lo decidió.
—Una idea muy buena —aprobó Cavagnari—. Deseo verlo antes de que se vaya.
Wigram pensó que no tenía sentido decide que cuando Ash se había ofrecido a ir a Afganistán como espía lo había hecho con dos condiciones, una de las cuales podría haber constituido un obstáculo para que se decidiera. Insistió en que debía permitírsele hablar de todo el proyecto con Koda Dad y que si el anciano no lo aprobaba, tendrían que abandonarlo. La otra condición fue que los Guías debían prometer que se ocuparían de Anjuli y de que gozara de los derechos de una esposa legal si él no regresaba.
Esta última condición fue aceptada, pero cuando Wigram expresó dudas sobre si debían enterar a cualquier otra persona sobre las actividades de Ash, este replicó que, en todo caso, Zarin sería informado, y que confiaba en el padre de Zarin como en sí mismo.
—Lo conozco desde que tenía seis años, y valoro su opinión más que la de cualquier otra persona. Si él cree que puede servir de algo iré, pero debéis recordar que es un pathan y, como tal, ciudadano de Afganistán, de manera que tal vez no piense bien de los espías… aun de aquellos cuyas intenciones sean evitar una guerra: no lo sé. Pero debo hablar con él antes de decidirme.
Wigram se encogió de hombros y respondió:
—Haz lo que te parezca. Se trata de tu propia vida. ¿Cuál crees que será su veredicto?
—Bien, creo que probablemente estará de acuerdo y Zarin también. Admito que no tengo demasiadas esperanzas de que piense de otra manera. En realidad, probablemente estoy perdiendo mi tiempo y también el tuyo, pero debo estar seguro.
—Y recibir su bendición —murmuró Wigram en tono bajo. Había pensado en voz alta sin darse cuenta y las palabras apenas fueron audibles, pero Ash las captó y replicó rápidamente con tono de sorpresa:
—Sí, ¿cómo lo sabes?
Wigram pareció alterarse y repuso un poco incómodo:
—Podrá ser absurdo en esta época, pero mi padre me dio su bendición antes de partir yo hacia la India, y a menudo me consuela recordarlo. Supongo que esto se remonta al Antiguo Testamento, cuando la bendición de un patriarca realmente significaba algo.
—«y Esaú dijo… dame tu bendición, también a mí, oh, Padre mío» —citó Wally, hablando por primera vez en largo rato—. Espero que te la dé, Ash: por todos nosotros —y agregó—: Si el comandante está de acuerdo, ¿cuándo crees que podrás partir?
—Eso depende de Koda Dad, y de Cavagnari. ¿Regresáis a Mardan esta noche?
—No pensábamos hacerlo, pero es posible.
—Cuando lleguéis, mandadle un recado de mi parte a Zarin. Decidle que debo ver a su padre lo antes posible y que me comunique si el anciano está lo suficientemente bien como para recibirme… Sé que ha estado enfermo en los últimos meses. Si es así, cuándo y dónde puede verme; pero prefiero que no me vea en su pueblo si puede evitarlo. No es necesario que envíe un mensaje aquí. Decidle que estaré junto a una higuera en las afueras de Nowshera, mañana al atardecer, y que esperaré hasta que llegue. Quizás esté de guardia, pero supongo que conseguiréis que pueda salir.
Pero nadie supo jamás qué hubiera aconsejado Koda Dad, porque había muerto. Murió aproximadamente a la misma hora en que Wally y Wigram Battye, en camino a Attock, partieron de Mardan; y como en esa época del año el tiempo era siempre terriblemente caluroso fue necesario enterrarlo antes de anochecer, de manera que cuando Ash llegó a la higuera en el camino de Nowshera, donde Zarin le esperaba con las noticias, hacía veinticuatro horas que Koda Dad Khan, que una vez fuera caballerizo mayor en el pequeño principado de Gulkote, estaba enterrado.
Dos días después, el Comisario delegado de Peshawar y el capitán Battye, de la Caballería de los Guías, partieron juntos con el supuesto propósito de buscar lugares donde acampar en campo abierto en el sudeste de Peshawar.
Iban sin escolta, y a una hora del día en que todas las personas sensatas están durmiendo la siesta y la tierra aparecía desierta. Sin embargo, en el camino se encontraron con otro jinete y conversaron con él: un afridi solitario a quien hallaron descansando a la sombra de unas rocas, y que casi parecía haber estado esperándolos.
En primer lugar, Cavagnari fue quien más habló, mientras que Ash se limitó a insistir en que sólo aceptaría recoger y enviar información si quedaba claramente entendido que informaría la verdad tal como la encontrara, aunque resultara ser un aspecto de la cuestión que los oficiales de Simla no deseaban oír.
—Si no puedo hacer eso, no tiene sentido que vaya —declaró Ash.
Cavagnari replicó en tono un poco agrio que naturalmente esperaban que tuviera un criterio amplio, y que no hacía falta decirlo; y agregó que el comandante, con permiso de las autoridades competentes había designado al teniente Pelham Martyn para actuar como su oficial personal de información (de Cavagnari) por un período de seis meses, independientemente de que durante ese tiempo se declarara la guerra o no, y dando a Cavagnari el derecho a cancelar la operación en cualquier momento si lo consideraba conveniente.
—En cuyo caso, por supuesto, usted volvería inmediatamente a sus tareas del Regimiento. Con un ascenso si lo desea; sin duda se lo habrá ganado «y el trabajador merece un pago».
Ash hizo un gesto de rechazo y replicó con dureza que no se prestaba a este trabajo con la esperanza de obtener una recompensa, y que había pensado que lo más importante era contar con un espía que no recibiera pago. Sus servicios no se contrataban, y lo que hacía podía considerarse como una devolución… Por beneficios recibidos, ya que los Guías habían sido muy bondadosos con él y él no había hecho mucho por retribuirles esa bondad.
—Pronto tendrá oportunidad de hacerlo —observó Cavagnari en un gesto de aprobación, y pasó a discutir otros asuntos.
Había muchos… incluido el problema de conseguir fondos, no sólo para Ash en Afganistán, sino para Juli en Attock, además de los diversos detalles que habría que tener en cuenta para que la historia de que el teniente Pelham-Martyn había sido enviado a hacer una excursión por el Sur antes de volver a Mardan fuera creíble. La reunión duró bastante tiempo, y sólo al caer la tarde los dos ingleses volvieron a Peshawar, mientras el afridi partía hacia el Este con su pony, hacia Attock.
Ash había cruzado el Rubicón y ahora sólo le quedaba contárselo a Anjuli, cosa que había postergado todo lo posible, para el caso de que no fuera necesario… ya que siempre existía la posibilidad de que Cavagnari, o quizás el comandante, cambiaran de idea en el último momento y cancelaran la aventura por considerarla demasiado peligrosa o impracticable, aunque también había existido la posibilidad de que Koda Dad la desaprobara.
Contárselo fue lo más difícil de todo. Aún más difícil de lo que pensaba Ash, porque Juli le suplicó que la llevara con él, insistiendo en que su lugar estaba a su lado ahora… máxime si él iba a estar en peligro, porque además de poder guisar para él y cuidarlo, su presencia serviría para eliminar sospechas, ya que «¿quién esperaría que un espía fuera acompañado por su esposa?». La idea misma era absurda y, por tanto, serviría para protegerlo.
—Y yo aprendería a tirar —suplicó Anjuli—. Sólo debes enseñarme.
—Pero no sabes hablar bien el pushtu, querida mía.
—Aprenderé… ¡Aprenderé! Te prometo que aprenderé.
—No hay tiempo, amor mío, porque debo partir de inmediato; y si te llevara conmigo y no pudieras hablar libremente con las mujeres del lugar, comenzarían a hacer preguntas, y eso podría ser muy peligroso… tanto para nuestra seguridad como para el trabajo que debo hacer. Sabes que te llevaría conmigo si pudiera, pero no puedo, Larla; y sólo serán seis meses. Dejaré aquí a Gul Baz y estarás bien protegida al cuidado de la Begum; y… yo estaré mucho más seguro solo.
Este último argumento fue el que la persuadió, porque en el fondo de su corazón sabía que era cierto, y como estaba convencida de ello no volvió a rogar a Ash que la llevara, sino que sólo agregó:
—Entonces mi corazón irá contigo… Tráelo pronto de vuelta y a salvo.
Ash le aseguró que no debía temer por él. Pero, aunque trataba de no transmitir temor en sus palabras, su cuerpo le traicionaba. Aquella noche, cuando hicieron el amor, fue diferente de otras noches. Ash transmitía una sensación perturbadora de desesperación… casi como si tratara de aprovechar al máximo cada momento porque no habría un mañana.
La noche siguiente, cuando todos en la casa dormían y aún no había aparecido la luna, Ash salió sigilosamente por la puerta trasera del jardín de Fátima Begum y se dirigió hacia las colinas. Menos de doce horas más tarde había cruzado la frontera y desaparecido en Afganistán, tan por completo como una piedrecilla que cae en un profundo estanque.