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Ash cabalgaba por una llanura pedregosa entre colinas bajas y áridas y llevaba una muchacha en la grupa detrás de él, que lo abrazaba y pedía que fuera más rápido… Más rápido. Una muchacha con cabellos largos sueltos que ondeaban al viento como una bandera de seda negra, de manera que, cuando miraba hacia atrás, no veía a los jinetes que le perseguían, sino que sólo oía el estruendo de los cascos, cada vez más intenso y más cerca…

y advirtió que el ruido de caballos que galopaban no era más que el latido de su propio corazón.

La pesadilla era familiar. Pero no el despertar, porque esta vez no estaba en su propia cama, sino tendido en el suelo duro en una zona de sombra junto a una piedra.

Por un momento, no pudo recordar cómo había llegado allí, ni por qué. Luego volvieron los recuerdos como una riada, y Ash se sentó y miró las sombras. Sí. Anjuli estaba aún allí; una forma pálida, acurrucada, en el hueco que Bukta había preparado para ella entre dos piedras y forrado con su propia manta. Al menos estaba segura, y cuando Bukta volviera… Si volvía…

Ash dejó de pensar, deteniéndose bruscamente como un caballo que de pronto reconoce los peligros de una valla y se niega a saltarla, porque la posición de la luna le dijo que era mucho más de medianoche, y Bukta debería haber vuelto hacía ya dos horas.

Se puso de pie en silencio, moviéndose con extremo cuidado para evitar hacer cualquier ruido que perturbara a Anjuli, y miró sobre la piedra, pero nada se movía en la ladera desnuda de la colina y el único sonido que oyó fue el del viento de la noche que susurraba entre las hierbas secas y las rocas caídas. No podía creer que había dormido tan profundamente como para no oír el ruido de los que volvían, pero si hubiera sido así, estarían los caballos…

Pero no había caballos en la vasta extensión de la ladera, ni señal alguna de Bukta ni de ningún otro; aunque a lo lejos, en el cielo sobre el valle, un resplandor rojo indicaba que había hogueras encendidas y, por lo tanto, un gran grupo de soldados pasaría allí la noche y esperaría el amanecer para continuar su camino.

Ash apoyó los brazos en la piedra, y calculó sus posibilidades de supervivencia y las de Juli en una región casi sin agua, donde no había senderos ni marcas reconocibles; o que él pudiera reconocer, aunque hacía apenas una semana que había pasado por aquel mismo camino. Pero si Bukta no volvía, tendría que encontrar el camino de vuelta a través de aquel laberinto de colinas, y pasando por los pocos lugares donde hubiera manantiales en el desierto seco… Y luego a través de las muchas colinas cubiertas de bosques en las fronteras del norte de Gujerat.

El camino no había sido fácil entonces, pero ahora…

Habían salido del chattri, con Sarji a la cabeza, y bajado la estrecha escalera a la terraza donde la multitud, espectadores y centinelas, se esforzaba por ver los últimos momentos de la suttee, e invadidos por la emoción, oraba, gritaba o lloraba mientras las llamas ascendían y la pira se convertía en una ardiente pirámide de fuego. Ninguno de los presentes prestó atención al pequeño grupo de cuatro sirvientes del palacio conducidos por un miembro de la guardia personal del Rana. Salieron del chattri sin que los vieran ni les prestaran atención, y minutos después habían llegado al refugio de las construcciones viejas y más deterioradas.

Dagobaz estaba listo, atento; y, a pesar del rugido del fuego y de los gritos de la multitud debió de oír los pasos de Ash y los reconoció, porque resopló a manera de saludo en cuanto lo vio. Había otros cuatro caballos atados a un árbol cercano, uno de los cuales era Moti-Raj de Sarji y otro el que él había prestado a Manilal para el viaje de regreso a Bhithor. El tercero pertenecía a Gobind y también el cuarto, que había adquirido junto con otro unas semanas antes, con la esperanza de poder rescatar a ambas Ranis.

—Compré uno para cada una de ellas —explicó Gobind en un aparte a Ash mientras apretaba las cinchas— pero este es el mejor de los dos, de manera que he dejado el otro, lo cual no significa una pérdida… No podemos cargar con caballos de más. Si la sahiba-Rani quisiera montar…

Salieron del monte y describieron un círculo por la llanura polvorienta hacia la entrada del valle, donde la pared amurallada se levantaba como un vasto bloque en el centro de la entrada del valle. El sol aún no se había puesto detrás de las montañas, y como aquí su ruta iba hacia el Oeste avanzaron en esa dirección.

Aunque hubiera recordado no le habría sido muy útil, excepto que estaría advertido. En esas circunstancias, cabalgando de cara al sol y medio cegado por el resplandor, Ash no vio la pequeña chispa en un tejado alto de la ciudad, ni otra en los muros del fuerte de la mano derecha, que podían traducirse como «mensaje comprendido». Y Sarji, que sí las vio, supuso que eran el reflejo de la luz del sol en el vidrio de una ventana o de un cañón.

Ninguno de ellos supo nunca cómo se descubrió tan pronto su huida, aunque la explicación era muy simple, y probaba que el consejo de Manilal con respecto a matar a los prisioneros había sido correcto. Pero una mordaza, por más eficiente que sea, no impide a un hombre, o a una mujer, hacer ciertos ruidos, y cuando seis personas gritan a coro, el ruido que producen es bastante considerable. Los cautivos no podían moverse, pero podían gritar y lo hicieron tan bien que pronto uno de los guardias de abajo, que se dirigía a la parte más alta del chattri donde esperaba ver mejor, se detuvo a escuchar al pasar junto a la entrada cerrada por una cortina, y, suponiendo que el sonido procedía de la Rani segunda, no pudo resistir el correrla ligeramente hacia un lado y mirar por la abertura.

Minutos después, los seis prisioneros estaban libres y contando una historia terrible de asesinato, asalto y secuestro. Y poco después, unos veinte soldados salieron en persecución de los fugitivos, guiados por la larga nube de polvo que Ash y sus compañeros levantaban al cabalgar, y que parecía una cinta blanca a través de la llanura. Las posibilidades de alcanzar a los fugitivos eran pocas porque habían salido bastante antes y estaban ya lejos. Pero uno de los vigías poseía un escudo para hacer señales y su tarea consistía en mantenerse en contacto con la ciudad y los fuertes para informar sobre la llegada del cortejo funerario. Ahora usó el escudo para transmitir una advertencia a ambos que decía: Enemigo. Cinco. A caballo. Interceptar.

La señal fue vista y reconocida. Aunque los fuertes en las montañas podían hacer poco, en la ciudad se actuó de inmediato. Sólo había unas pocas tropas allí aquel día, porque casi todas fueron enviadas a mantener expedito el paso al cortejo fúnebre y a contener al gentío en el lugar de la incineración. Pero los pocos soldados que habían quedado de guardia en el palacio fueron reunidos rápidamente y enviados a todo galope al Hathi-Pol, la Puerta de los Elefantes, con instrucciones de detener a un grupo de cinco jinetes que supuestamente se dirigían a la frontera.

Si no hubiera sido por un celoso tirador apostado en el fuerte del lado derecho, lo habrían logrado, ya que ahora los fugitivos cabalgaban por el espacio entre la ladera de la colina y la pared norte de la ciudad, y casi al mismo nivel de la puerta mori. No vieron las señales, ni advirtieron que habían descubierto su huida, y, por lo tanto, no exigieron demasiado a sus caballos.

La repentina aparición de un grupo de jinetes vociferantes, que, como habían salido por la Puerta de los Elefantes, no sólo se les habían adelantado, sino que cabalgaban con la doble intención de cortarles el paso antes de que pudieran llegar al valle, representó un duro golpe; lo mismo que la serie de disparos que llegaron de algún lugar a la derecha. Pero aun entonces, por un breve momento todos pensaron que debía ser un error y que no era posible que los hombres que gritaban pudieran tener ningún interés en ellos ni que los disparos estuviesen dirigidos a ellos, porque no hubo tiempo… Pero el momento pasó y de repente sin la menor sombra de duda que ellos eran el objeto de la persecución.

Era demasiado tarde para volver, y no tenía sentido hacerlo, ya que ahora debía de haber otros hombres siguiéndoles que tratarían de alcanzarlos. Lo único que quedaba era seguir adelante; reaccionando como una sola persona, clavaron las espuelas y se dirigieron al estrecho paso donde trataban de llegar los hombres de la ciudad.

Era dudoso que lo hubieran alcanzado a tiempo. Pero este fue el momento en que el destino, en la forma de un tirador del fuerte, intervino a favor de ellos.

La guarnición del fuerte había visto las señales solares y observaba con excitación cómo se acercaban los cinco fugitivos y el progreso de la persecución. Su posición en lo alto de las montañas les proporcionaba una ventaja que los fugitivos no poseían, pero desde allí no podían verlos, sino a los perseguidores que galopaban mucho más atrás, y también el grupo de hombres armados que de pronto salió del Hathi-Pol y que ahora intentaban adelantarse.

Estos últimos fueron visibles para la guarnición desde el momento en que dejaron la ciudad. Pero, aunque el fuerte proporcionaba una excelente posición para ver el drama, los jezails anticuados con que la guarnición abrió fuego sobre los fugitivos eran casi inútiles a tal distancia, y además el polvo y el intenso calor no ayudaban a los tiradores. Sus disparos no dieron en el blanco; mirando desde las alturas parecía que los fugitivos estaban en trance de ganar la carrera y entrar en el valle.

Los grandes cañones de bronce ya habían disparado salvas aquel día, pero como por tradición dispararían nuevamente para recibir al nuevo Rana cuando volviera a la ciudad, estaban colocados en posición y preparados. Un hombre ansioso trepó para cargar uno de los cañones y otros más ayudaron a dirigir al monstruo hacia su objetivo. El rugido de la explosión fue tan impresionante como siempre. Pero, con la excitación del momento, los hombres calcularon mal la velocidad de los jinetes, y la bala de cañón cayó en el sendero por donde venían los soldados de la ciudad.

Nadie resultó gravemente herido, pero el repentino y totalmente inesperado surtidor de polvo, suciedad y escombros saltó apenas dos metros más adelante, arrojando piedras y tierras sobre ellos, asustó a los caballos ya excitados, que de inmediato retrocedieron y se encabritaron. Algunos jinetes fueron arrojados al suelo, y mientras los otros trataban de sujetar a sus monturas los fugitivos escaparan por el paso y siguieron a todo galope por la larga cinta del valle.

Fue una cabalgada increíble, aterradora, y al mismo tiempo tan llena de alegría, que, si no hubiera sido por Juli, realmente la habría disfrutado. Sarji, por cierto, disfrutó: reía y cantaba y estimulaba a Moti-Raj con gritos y palabras cariñosas para que se esforzara aún más. Dagobaz también estaba en su elemento, y si le hubieran dado libertad, habría dejado atrás a sus compañeros. Pero había que pensar en Juli, y Ash sujetaba firmemente las riendas, mirando a cada momento por encima del hombro para ver si ella seguía bien.

El viento le había apartado los pliegues de muselina de la cara y Ash la vio firme y decidida, una máscara pálida en la que sólo los ojos estaban vivos. Conducía su caballo de una manera que hacía honor a su abuelo cosaco, y Ash sintió una súbita gratitud hacia el viejo aventurero… Y hacia el padre de Anjuli, el anciano Rajá, quien, a pesar de la oposición de Janoo-Rani, insistió en que su hija Kairi-Bai debía aprender a cabalgar: «Que Dios lo bendiga, donde quiera que esté», pensó Ash con fervor.

Gobind también era buen jinete. Pero Manilal sólo cabalgaba a duras penas y no toleraba muy bien aquella velocidad; sin embargo, se aferraba al caballo y dejaba que este llevara la iniciativa. En cuanto a los perseguidores, por lo poco que podían ver en medio del polvo, aún estaban desorganizados y demasiado lejos como para representar una amenaza seria.

Evitaban cabalgar por el centro del camino, lleno de pozos y de huellas de carros, y se mantenían en un lado, el izquierdo, ya que en esta parte se hallaba la entrada al camino de Bukta, y habían cubierto más de dos tercios de la distancia, cuando el caballo de Anjuli pisó un agujero y cayó pesadamente lanzándola por encima de la cabeza.

La caída la dejó sin aire, y quedó allí tendida, tratando de respirar, mientras el caballo se ponía de pie y esperaba con la cabeza agachada y los flancos palpitantes. Manilal, que venía detrás, tiró bruscamente de las riendas, para no atropellarla, y la esquivó por escasos centímetros, y siguió sin poder evitarlo hacia delante, completamente sin control y reducido a aferrarse a la montura. Pero los otros tres jinetes se detuvieron.

Ash saltó de Dagobaz y tomó a Juli en sus brazos; por un segundo terrible pensó que estaba muerta, porque no se movía. Pero con una mirada se tranquilizó, dio media vuelta con la muchacha en los brazos y observó que los perseguidores se acercaban peligrosamente.

Gobind también miraba hacia atrás. No se había apeado, pero sostenía las riendas de Dagobaz junto con las de Moti-Raj mientras que Sarji examinaba al caballo herido, y no hablaba… no era necesario ya que todos tenían conciencia del peligro. Sarji dijo sin aliento:

—La pata delantera está muy dañada. Dagobaz tendrá que llevar a dos. Dame a la Rani y vuelve a montar.

Ash obedeció, y aunque Juli aún estaba mareada por la caída volvía a respirar y no había perdido el conocimiento. Cuando Sarji la colocó en la grupa, rodeó la cintura de Ash con sus brazos y se aferró a él. Partieron otra vez a todo galope, detrás de Manilal que ahora se había alejado bastante. Gobind y Sarji siguieron un poco detrás, a izquierda y derecha, y a cierta distancia para no ahogarse con el polvo.

El peso adicional no establecía ninguna diferencia para Dagobaz que corría con la velocidad de un halcón. Pero el retraso fue fatal, porque no sólo redujo la distancia que los separaba de sus perseguidores en varios cientos de metros, sino que, además, sirvió para quebrar el ímpetu de los otros dos caballos, de manera que ahora Gobind debía usar el látigo y las espuelas, mientras que Sarji cabalgaba encorvado como un jockey sobre el cuello de Moti-Raj y había dejado de cantar.

Ash oyó el ruido de un disparo y se dio cuenta de que uno de los perseguidores había hecho fuego contra ellos y que debía haber previsto esto al poner a Juli detrás de él. Debería haberla colocado delante, para protegerla con su cuerpo de los disparos, pero era demasiado tarde para hacer nada ahora, pues no podía detenerse, y en cualquier caso, el riesgo de que acertaran era mínimo, porque un jezail es un mal arma cuando se dispara sobre un caballo al galope… y era imposible recargarlo en esas condiciones.

Era improbable que volvieran a disparar; pero el que habían hecho, aunque no dio en el blanco, demostró que los perseguidores ganaban terreno; además, le recordó a Ash que llevaba un revólver. Sabiendo que Dagobaz respondería a la menor presión de su pierna, buscó entre sus ropas, y, guiando a Dagobaz con las rodillas, se inclinó para evitar la nube de polvo que se levantaba detrás de él. Tras indicar a Anjuli que se acercara más, se volvió en la silla y disparó a un hombre que le seguía. No acertó por pura casualidad. Koda Dad Khan había sido un buen maestro, y Ash no se detuvo a observar el efecto de su disparo. Volvió a mirar al frente, oyendo la caída y los gritos furiosos detrás de él, y el grito de alegría de Sarji al ver pasar un caballo gris sin jinete junto a ellos.

Al frente tenían la elevación de tres puntas que indicaban la posición de una roca con un gran penacho de hierba cerca de la cual… ¡Por favor, Dios mío!, Bukta el shikari aún estaría esperándolos. Bukta, con una escopeta y dos cajas de cartuchos, además de cincuenta balas de rifle.

Si sólo pudieran conseguir un poco más de ventaja y llegar al paso entre las rocas, aunque sólo fuera con un minuto de delantera, podrían esquivar a cualquier número de perseguidores, ya que cuando cayera la noche era poco probable que los supervivientes les siguieran entre las montañas. Pero los gritos y el ruido de los cascos se acercaban y se hacían cada vez más intensos… Hasta que con una violenta conmoción y una sensación de incredulidad Ash se dio cuenta de que así era el sueño…

Todo había sucedido antes. Muchas veces. Sólo que en esta ocasión no era un sueño. Esta vez, él estaba despierto y todo era real: la llanura pedregosa, las sierras bajas el sonido de los cascos sobre el suelo duro y la muchacha en la grupa que tal vez fuera Belinda… excepto que esta vez sus cabellos eran negros.

Por fin la pesadilla era real, y, como para probarlo, Juli comenzó a pedirle que cabalgara más rápido… más rápido. Pero cuando Ash se volvió, con el revólver en la mano, descubrió que no podía disparar, porque Anjuli había perdido el turbante al caer, y ahora sus cabellos sueltos ondeaban tras ella como una bandera negra en el viento y no podía ver a los hombres que galopaban detrás.

Esto era mucho peor que en cualquiera de los sueños que había tenido, porque sabía que no podía despertar bañado en sudor a causa del miedo, pero a salvo y no tenía idea de cómo terminaría. Sólo podía pedir a Dagobaz que fuera a mayor velocidad cada vez y orar para que llegara a tiempo a las rocas.

El sol desapareció con la brusquedad de una vela que se apaga mientras avanzaban a la sombra de las altas colinas; y ahora se acercaban a su meta. Poco más de medio kilómetro… un cuarto… ciento cincuenta metros… Se veía claramente la ladera púrpura de la colina. Había alguien parado junto a la roca con un penacho de hierba. Un hombre con un rifle, Bukta, con sus ropas de shikari casi invisibles entre las sombras. De manera que no se había ido. Les había esperado; y ahora estaba allí y los miraba por el visor de su amado «Lee-Enfield».

Ash había visto a Bukta disparar a una rata a cincuenta pasos de distancia y acertar a un leopardo en plena carrera, a dos veces esa distancia entre las hierbas. Ahora, con la luz a su favor y los perseguidores que ignoraban su presencia, debía poder alcanzar al menos a uno antes de que advirtieran el peligro, y de esa manera sembrar suficiente confusión entre el resto como para permitir que los fugitivos encontraran refugio.

Ahora faltaban pocos metros para llegar y Ash se echó a reír salvajemente mientras esperaba el resplandor: pero no lo hubo… y de pronto se dio cuenta de que no lo habría, porque él y Sarji y Gobind estaban en la línea de fuego, y juntos protegían tan eficazmente al enemigo que el viejo shikari no se atrevería a arriesgar un disparo.

Habían olvidado a Manilal. El hombre había pasado más allá de las rocas donde esperaba Bukta, pero su caballo se estaba cansando y logró hacerlo volver hacia donde estaban los demás. Galopando desde esa dirección, Manilal vio lo que sucedía y pudo captar la situación mucho más claramente que cualquiera de los otros actores del drama.

En lugar de dirigirse a las rocas, Manilal galopó hacia el grupo de soldados.

Ash lo vio pasar y oyó el ruido y la confusión mientras Manilal pasaba entre los perseguidores. Pero no tuvo tiempo de volverse para ver lo que sucedía. Sólo para detenerse y saltar al suelo, recibir a Anjuli cuando esta saltó, tomarla por la muñeca, obligar a Dagobaz a seguirlos mientras Sarji y Gobind se arrojaban de sus caballos y también los seguían, y Bukta disparaba, recargaba su arma y volvía a disparar…

La hondonada en sombras detrás del muro de roca parecía un lugar apacible después del calor, el polvo y el frenesí de la enloquecida cabalgata. Allí había acampado Bukta durante la semana anterior, y sus pocas pertenencias junto con la escopeta, los cartuchos y las dos cajas de municiones, estaban colocadas ordenadamente sobre una piedra, y a mano. Su caballo pastaba tranquilamente, y el lugar parecía curiosamente hogareño. Un rincón de paz y seguridad rodeado de acantilados, y al que sólo se llegaba por un paso tan angosto que desde allí un hombre solo, con buena espada, y mucho más con un revólver, podría haber resistido a un ejercito…

O, al menos, eso había pensado Ash alguna vez. Pero ahora, enfrentado Con la realidad, no era tan optimista porque había un límite para el tiempo que pudieran resistir allí. Un límite impuesto por su provisión de municiones y agua. Podía haber suficientes municiones, pero el agua no duraría mucho con aquel calor seco y tórrido… especialmente si se pensaba en los caballos. No podía acercarse al arroyo del valle, y sólo contaban con el contenido de sus cantimploras, que podrían bastarles durante algún tiempo, pero que significaban poco para los caballos, y hacía varias horas que Dagobaz no bebía, y Ash todavía más.

De pronto, Ash tuvo conciencia de su propia sed, que hasta ahora no le molestaba mucho comparada con las emociones mentales del día. Pero no se atrevió a beber por temor a vaciar hasta la última gota de su cantimplora que luego podría necesitar más que ahora. Por la noche, caería rocío y con eso mejorarían las cosas. Pero era evidente que no podían quedarse allí, porque sin agua el lugar ya no sería un refugio; sino una trampa; y cuanto más pronto se marcharan, mejor, porque una vez que cayeran las sombras incluso a Bukta le sería imposible seguir las huellas apenas visibles entre las montañas, que se hundían, trepaban y cruzaban por pendientes aparentemente infranqueables.

Ash miró a Anjuli. Su rostro estaba tan consumido por el agotamiento que alguien que no la conociera podía pensar que era una vieja. No parecía posible que sólo tuviera veintiún años.

Ash habría querido dejarla descansar un poco más. Parecía necesitarlo… igual que todos los demás, caballos y jinetes… y aunque el aire en el paso era casi irrespirable por el calor del día, al menos la sombra daba una ilusión de frescura, y los cansados caballos comenzaban a pastar. Pero no podía evitarse: tendrían que seguir adelante, porque a pesar de las empinadas laderas a ambos lados y de la pared de roca que había entre ellos y el valle, aún oían los estampidos del rifle de Bukta y los disparos que le respondían y que le informaban que los perseguidores se habían detenido y devolvían el fuego.

La carabina de Ash seguía atada a la silla de Sarji. La tomó y volvió a cargarla, tomó las cajas de municiones, las colocó en una de las alforjas de la montura y dijo sucintamente:

—Sarji, tú y Gobind debéis ir delante con la Rani, mientras yo reemplazo a Bukta para contener a esta turba. Él tendrá que acompañaros porque es el único que conoce el camino; y… —se interrumpió y miró a su alrededor—. ¿Dónde está Manilal? ¿Qué le sucedió?

Pero ni Sarji ni Gobind podían decírselo. No habían tenido tiempo de mirar atrás, ni de hacer otra cosa que acicatear a los caballos que flaqueaban; y una vez que estuvieron entre las rocas ya no vieron lo que sucedía en el valle.

—Pero Bukta se habrá encargado de que no le suceda nada —dijo Sarji con confianza—. Jamás yerra, y pronto habrá muchos muertos allá. Dispara con tanta rapidez como carga. Si volvemos los tres y le ayudamos podremos matar a todos.

Ash respondió vivamente:

—No, Sarji. Deja esto a mi cargo. Hemos venido aquí para salvar a la Rani, y su seguridad es lo primero. No podemos permitirnos correr riesgos con su vida, y aunque sólo haya un puñado de hombres allí ahora, pronto vendrán más desde el lugar de la cremación. Además, una vez que sea de noche, ninguno de nosotros podrá moverse, de manera que haz lo que te digo y no discutas… No tenemos tiempo. Gobind, encárguese de que la Rani esté lista para partir tan pronto lleguen Bukta y Manilal. Tendrá que cabalgar detrás de uno de ustedes, de modo que si hay alguna duda de que los otros caballos puedan llevar doble carga, Sarji deberá montar a Dagobaz y llevar a uno de los otros. Alcánzame esa escopeta; puedo llevarla también, y los cartuchos. Gracias, Sarji. Volveré en cuanto sea prudente hacerlo. No os detengáis a menos que sea indispensable. No estaréis seguros hasta que hayáis pasado la frontera.

Tomó las dos escopetas y la alforja con las municiones, y sin mirar a Anjuli se alejó.

El estrecho sendero entre las rocas estaba en sombras, porque ya la luz se retiraba del pequeño fragmento de cielo que se veía, y Ash pensó que mucho antes de que se ocultara el sol en ese lugar estaría oscuro: no se veía nada, lo cual sería una ventaja para él, ya que cualquiera que no conociera el lugar probablemente se detendría en la primera curva, imaginando que era un callejón sin salida, mientras que él podía buscar a tientas el camino de regreso sin mucha dificultad… es decir, si volvía.

Pero tendría que volver. No le quedaba otra alternativa, porque si los demás regresaban a Gujerat sin él podrían encontrarse en, enormes dificultades, ya que no creerían muy fácilmente su historia (o, en todo caso, lo tomarían como el relato de una viuda histérica, el hakim de su tío y su sirviente, y un tratante de caballos, ninguno de los cuales sabía una palabra de inglés). Ash sabía que no era muy fácil convencer a los oficiales y si de algo podía estar seguro era de que todos en Bhithor, desde el Diwan hasta el más insignificante criado del palacio, mentirían con gran soltura para ocultar la verdad. Hasta era posible que sospecharan que sus amigos lo habían asesinado para robarle la escopeta y el rifle, si él no volvía.

Por un momento, Ash estuvo tentado de volver. Pero no lo hizo. Sarji tenía muchos amigos en Gujerat y su familia poseía cierta influencia en la provincia, mientras que Juli era una princesa por derecho propio, y tanto ella como Gobind contarían con el apoyo de su hermano Jhoti, que era maharajá de Karidkote. Era el colmo del absurdo imaginar que no se arreglarían sin él.

Encontró a Bukta estratégicamente escondido entre dos grandes piedras, con el frente protegido por una roca donde había apoyado el cañón de su rifle. Había huecos en su cinturón de municiones y cartuchos gastados en el suelo junto a él. En el valle se veía una serie de caballos asustados galopando de aquí para allá con las monturas vacías y las riendas colgando. Se veían jinetes muertos entre las piedras y el polvo, como prueba de la declaración de Sarji de que Bukta jamás fallaba. Pero, aunque la oposición se había reducido drásticamente, aún no estaba eliminada, y los supervivientes se habían refugiado y respondían a los disparos de Bukta.

Sus armas antiguas no podían compararse en cuanto a su alcance y exactitud con el «Lee-Enfield», pero tenían la ventaja del número. Podían efectuar cuatro o cinco disparos por cada uno de los de Bukta, y para este resultaba peligroso aventurarse a salir al descubierto. Podía retroceder para salir de la zona de peligro, pero eso era todo; y aunque el enemigo no estaba en mejor situación, el tiempo estaba de su parte, ya que pronto recibirían refuerzos.

Bukta echó una rápida mirada a Ash y dijo:

—Vuelva atrás, sahib. Aquí no puede hacer nada. Usted y los otros deben marchar rápidamente hacia las montañas. Es su única posibilidad. No pueden luchar contra un ejército, y vienen muchos… Mire allí.

Pero Ash ya los había visto. En efecto, era un verdadero ejército el que se acercaba hacia ellos por el valle. Parecía que habían enviado a la mitad de las Fuerzas del Estado para capturar a la Rani viuda y a sus salvadores. Aún estaban a gran distancia, pero pronto llegarían.

Una bala chocó contra la roca a escasos centímetros de la cabeza de Ash, quien se agachó para evitar la lluvia de esquirlas, y dijo brevemente:

—No podemos seguir sin guía. Tú lo sabes, Bukta. Me quedaré en tu lugar mientras tú conduces a los otros. Vamos, rápido.

Bukta no perdió el tiempo en discutir. Retrocedió, se incorporó junto a una piedra, se sacudió el polvo de la ropa, y replicó:

—No deje acercarse a nadie, sahib. Manténgalos a distancia y dispare lo más a menudo que pueda para que no sepan cuántos de nosotros hay entre las rocas. Cuando oscurezca, salga de aquí y, si puedo, volveré a encontrarme con usted.

—Tendrás que traer uno de los caballos; porque si Manilal está herido…

—Está muerto —respondió Bukta—, y si no fuera por él, todos ustedes lo estarían, porque esos perros estaban tan cerca que no podían haberse apeado sin que los capturaran; y yo no podía disparar. Pero el sirviente del hakim se lanzó entre ellos e hizo caer a uno de los jinetes principales, y cayó él también. En seguida, uno de los que venían detrás le separó la cabeza del cuerpo. Que vuelva a nacer como príncipe y guerrero. Regresaré por usted después que salga la luna: Si no… —se encogió de hombros y se alejó. Ash se tendió detrás de una piedra y observó el campo de batalla, con el rifle y la escopeta preparados.

Los refuerzos, que se habían acercado mucho, aún estaban fuera del alcance de Ash. Pero uno del grupo primitivo, al haber pasado dos minutos sin que el tirador oculto entre las rocas disparara, pensó que debía de estar muerto o que se había quedado sin municiones y tuvo el descuido de mostrarse. Ash disparó con su carabina y el hombre se desplomó. Después de esto, sus compañeros tuvieron cuidado de mantener bien bajas las cabezas mientras seguían disparando salvajemente en dirección a la roca, lo cual permitió a Ash poner toda su atención en los jinetes que se aproximaban.

La carabina era eficaz hasta unos trescientos metros de distancia… más lejos, sus efectos eran cuestión de suerte y habilidad. Pero, recordando el consejo de Bukta, Ash comenzó a disparar a distancia, y con efecto mortal, porque cuando el blanco está formado por cincuenta hombres que cabalgan en hileras de diez o quince, y en forma de falange sólida, es casi imposible fallar.

Aun a esa distancia, el primer disparo causó gran confusión. Ash la aumentó con otros disparos, y estaba recargando por sexta vez cuando sintió que una mano tocaba su hombro y se volvió bruscamente, con el corazón en la boca.

—¡Sarji! ¡Ah, Dios mío, me has asustado! ¿Qué estás haciendo? ¿No te dije…?

Se detuvo en la mitad de la frase porque detrás de Sarji estaba Gobind.

Sonaron otros disparos sobre sus cabezas, pero Ash no les prestó atención.

—¿Qué sucede?

—Nada —dijo Sarji tendiendo la mano para tomar la carabina—. Sólo que hemos decidido que eres tú quien debe seguir adelante con la sahiba-Rani, porque si algo anda mal, tú, que eres un sahib, podrás hablar mejor para defenderla y defendernos a nosotros ante tus compatriotas, y conseguir justicia del Gobierno. Somos tres contra uno, Ashok, porque Bukta también está de acuerdo en que eso es lo más sensato. Irá contigo y se encargará de que regreséis sin peligro. Ahora vete; te están esperando y no partirán hasta que llegues.

—Pero Gobind no sabe usar un rifle —comenzó Ash—. El…

—Yo los cargaré —dijo Gobind—, y con dos rifles su amigo podrá disparar con más celeridad, de manera que quizá lleguen a creer que somos más de los que pensaban. No pierda el tiempo, sahib; vuelva en seguida y ponga fuera de peligro a la sahiba-Rani. No tema por nosotros, pronto oscurecerá, y hasta podremos resistir contra todo Bhithor. Lleve esto con usted… —puso un pequeño envoltorio en la mano de Ash y ahora váyase.

Ash miró de uno al otro rostro, y lo que vio en ellos le hizo sentir la inutilidad de toda discusión. Además, tenía razón, porque eso era lo que él mismo había pensado. Probablemente, él podía hacer más que ellos por Juli.

—Tengan cuidado —dijo.

—Sí —respondió, Sarji.

Se estrecharon la mano y se sonrieron con la misma sonrisa de labios apretados. Gobind lo saludó con la cabeza y Ash dio la vuelta obedientemente y se marchó.

Hubo otros disparos del enemigo invisible y Ash oyó el ruido del rifle que les contestaba, y partió a la carrera…

Esta vez le resultó más fácil atravesar la abertura entre las rocas, ya que no iba cargado con armas de fuego y municiones, y en el otro extremo lo, esperaban Bukta y Anjuli. Sólo tuvo que montar a Dagobaz y hacer montar a Juli detrás de él y seguir al paso por la abertura en sombras detrás del pequeño pony de Bukta.

El sonido de los disparos disminuyó y pronto sólo oyeron los cascos de sus caballos en los pastos secos de la ladera. Únicamente al comenzar a subir recordó el paquete que le había dado Gobind, lo abrió y vio que contenía las cartas que había escrito la noche anterior. Todas. Y se dio cuenta de lo que eso significaba. Pero ya era demasiado tarde para volver, aunque hubiera podido hacerlo.

Continuaron el ascenso hasta que el valle quedó muy atrás oculto por un mar de hierbas y colinas. Ahora, el aire ya no estaba enrarecido por el polvo y el viento soplaba más fresco. Pero Bukta no daba señales de detenerse y seguía avanzando con rapidez, conduciéndolos hacia delante y hacia arriba, por senderos que para los ojos de Ash resultaban casi invisibles, y grandes zonas de pizarra donde debían apearse y conducir a los caballos de las riendas, que resbalaban entre las piedras sueltas.

Bukta los condujo sin vacilar al único lugar en aquellas montañas desérticas donde pudieron aplacar su sed y reponer energías para seguir adelante. Pero para uno de ellos sería el final del camino…

Dagobaz no pudo haber visto el agua, porque Ash lo conducía. Pero seguramente la olió, y estaba desesperado de sed… y muy cansado. El pobre caballo de Bukta, que conocía el lugar y al que no le había faltado descanso ni agua ese día, bajó la pendiente empinada y pedregosa con la agilidad de un gato. Pero Dagobaz no andaba con tanta seguridad. Salió rápidamente hacia delante, pillando desprevenido a su fatigado dueño, y antes de que Ash pudiera hacer nada por contenerlo, resbaló hacia delante, tratando de mantener el equilibrio en medio de la tierra seca y las piedras sueltas, arrastrando a Ash con él y cayendo finalmente entre las rocas al borde del agua.

Anjuli logró saltar a un lugar seguro y Ash sólo sufrió algunos cortes y golpes pequeños, pero Dagobaz no podía incorporarse: se había fracturado la pata delantera derecha y era imposible hacer nada por él.

Si esto hubiera sucedido en la llanura, tal vez habría sido posible llevarlo a la granja de Sarji donde algún veterinario experimentado lo hubiese tratado, y aunque habría quedado cojo y jamás hubiera podido volver a cabalgar, al menos hubiese pasado el resto de su vida en un honorable retiro a la sombra de los árboles. Pero no había esperanzas para él.

Al principio, Ash no podía creerlo. Y cuando por fin se convenció, le pareció que todo lo que había sucedido aquel día… las largas horas de espera en la terraza del chattri, la muerte de Shushila, la huida por el valle y la muerte de Manilal… caía sobre él en aquellos instantes, hasta que el peso acumulado le llegó a resultar intolerable. Cayó de rodillas junto al caballo, y al tomarle la cabeza polvorienta y sudorosa entre los brazos y ocultar su rostro en ella, lloró como sólo había llorado una vez en su vida… la mañana de la muerte de Sita.

Quién sabe cuánto tiempo permaneció allí, porque había perdido toda noción del tiempo. Pero, finalmente, una mano le tomó por el hombro y la voz de Bukta dijo con severidad:

—¡Ya basta, sahib! Está oscureciendo y debemos salir de este lugar mientras podemos hacerlo, porque estamos en una hondonada, y si nos atrapan aquí no tendremos escapatoria. No podemos detenemos hasta que lleguemos a una zona más alta, donde podamos estar más seguros.

Ash se puso de pie con vacilación, y permaneció un momento con los ojos cerrados, tratando de controlarse. Luego le quitó a Dagobaz el bocado y los arreos para dejarlo más cómodo. Sacó la cantimplora, vació el agua tibia que contenía y volvió a llenarla con agua fresca. Había olvidado sus propias necesidades, pero sabía que Dagobaz había sido arrastrado al desastre por la sed, y quería calmársela. El caballo negro estaba mareado, dolorido y muy cansado, pero bebió el agua con agradecimiento, y cuando el recipiente estuvo vacío, Ash lo entregó a Bukta para que volviera a llenarlo sin darse cuenta de que no era Bukta, sino Anjuli quien estaba junto a él y lo hacía.

Bukta observaba con ansiedad que estaba oscureciendo. Cuando vio que Dagobaz ya no podía beber más, se adelantó y dijo:

—Deje esto de mi cuenta, sahib. No sentirá nada, se lo prometo. Ayude a la sahiba-Rani a montar mi pony y aléjese un poco.

Ash volvió la cabeza y respondió bruscamente:

—No es necesario. Si pude matar de un tiro a una muchacha que, conocía bien, sin duda puedo hacer lo mismo con mi caballo.

Tomó su revólver, pero Bukta tendió la mano y dijo gravemente:

—No, sahib, es mejor que lo haga yo.

Cuando Bukta disparó, el caballo se estremeció una sola vez. Y eso fue todo.

—Vamos, —dijo Bukta—. ¿Nos llevamos la silla y las riendas?

—No, déjalas.

Ash se puso de pie pesadamente como si fuera un anciano, y, acercándose a la charca, hundió su rostro en el agua y bebió a grandes sorbos como un animal sediento. Anjuli ya estaba sentada en el pony y Bukta se volvió sin decir palabra y emprendió la marcha.

Ash recogió la cantimplora y volvió a llenarla, y siguió a los otros sin volver a mirar el lugar donde Dagobaz dormía su último sueño entre las sombras.

Cuando llegaron a la colina, ya habían salido las estrellas, pero Bukta les pidió que se apresuraran y sólo se detuvo cuando Anjuli se quedó dormida en la silla y se habría caído si no hubieran estado en una zona llana. Aun entonces insistió en que acamparan en medio de unas piedras grandes que formaban una especie de círculo en el centro de una gran zona de pizarra, aunque no era un lugar especialmente cómodo ni era fácil llegar a él.

—Pero allí podrá dormir sin peligro —dijo Bukta—, y sin necesidad de vigilar, porque ni una serpiente se aproximaría sin hacer caer piedras y despertarlo con el ruido.

Bukta preparó un lugar para que durmiera Anjuli, y una vez hecho esto, ofreció comida a todos: chuppattis, que él mismo había guisado aquella mañana, y pekoras, arroz frío y huldoo, que Sarji había comprado en la ciudad y trasladado rápidamente a las alforjas de silla de Bukta cuando decidió que él y Gobind se quedaran detrás.

Ni Ash ni Anjuli habían comido nada durante todo el día, pero ambos estaban tan agotados física y mentalmente que no deseaban comer. Pero Bukta les obligó a hacerlo, diciendo que necesitarían de todas sus fuerzas para poder avanzar bastante al día siguiente, y que si estaban débiles sólo conseguirían ayudar a sus enemigos.

—Además, dormirán mejor si comen algo, y se despertarán descansados.

Así que comieron lo que pudieron; luego, Juli se acurrucó en la manta de la silla que Bukta había extendido para ella, y se durmió casi de inmediato. El viejo shikari expresó su aprobación con un gruñido, e instó al sahib a seguir el ejemplo de Juli, y se dispuso a marcharse.

—¿Vuelves a buscarlos? —preguntó Ash en voz baja.

—¡Claro! Hemos convenido que me esperarán cerca del borde de la nullah que yo saldría tan pronto hubiera traído a la sahiba-Rani y a usted a este lugar, que es tan seguro como cualquier otro en estas montañas.

—¿Vas a pie? —preguntó Ash, recordando que el pony estaba atado en el otro extremo de la zona de pizarra.

Bukta asintió.

—Avanzaré más rápido a pie. Si fuera a caballo, tendría que esperar a que saliera la luna, ya que ahora está demasiado oscuro para cabalgar. La luna tardará una hora más en salir, y en ese tiempo ya estaré cerca de la nullah. Además, es imposible llevar dos caballos por estas montañas, y quizás el sahib Sirdar o el hakim han resultado herido o está demasiado fatigado; en tal caso, puedo guiarlos mientras ellos me siguen a caballo. Si todo va bien, regresaremos antes de medianoche, y estaremos nuevamente en marcha cuando amanezca. De manera que duerma mientras pueda hacerla, sahib.

Se puso el rifle al hombro y partió.

Ash nunca había sentido menos ganas de dormir, pero sabía que Bukta tenía razón y que era sensato que descansara todo cuanto pudiera, de manera que se tendió entre las grandes piedras, cerró los ojos y trató de relajar sus músculos tensos, y de no pensar en nada, ya que había tantas cosas que le resultaba insoportable pensar: Shushila y Manilal… Y ahora Dagobaz… Pero seguramente estaba más cansado de lo que creía, porque el sueño le invadió antes de que se diera cuenta; cuando llegó la pesadilla familiar, se despertó sudando de terror, la luna estaba alta en el cielo y las montañas bañadas por una luz de plata.

Juli seguía durmiendo. Al cabo de un rato Ash dejó de contemplar la ladera desierta, y se volvió a mirarla; no experimentó ninguna de las emociones que había esperado sentir ante la visión y la proximidad de Juli.

Allí estaba ella junto a él, liberada por fin de sus lazos con un marido odiado y una hermana adorada, y lo lógico hubiera sido que Ash estuviera lleno de alegría y de triunfo. En cambio, se sentía vacío de emociones, y sólo podía mirarla desapasionadamente y pensar «pobre Juli»… y sentir pena por todo lo que ella había sufrido. Pero también sentía pena de sí mismo. Por haber tenido que matar a la pequeña Shushila, y por la parte que le tocaba de las muertes de Manilal y Dagobaz, cuyos restos mortales pronto serían destruidos por los chacales y los buitres.

¡Si al menos hubiera podido enterrarlos! O quemarlos, como se había quemado Shushila, para que cuerpos como el de ella se convirtieran en cenizas limpias en lugar de carne destrozada y huesos enrojecidos.

Era absurda, pero esa era la idea que más le hacía sufrir.

¿Y Bukta? ¿Qué hacia? La luna aún no había salido cuando se marchó, pero ahora ya se ocultaba, y comenzaba a soplar la brisa que anuncia el amanecer. Ya debería haber regresado. A menos que… Un pensamiento frío y desagradable se deslizó en la mente de Ash y le erizó la piel.

¿Y si Bukta había tenido un accidente entre las piedras en su camino al paso?

¿Si había tropezado y se había caído… como le sucedió a Dagobaz? En aquellos momentos, tal vez estaría al pie de alguna pendiente, o tratando penosamente de ponerse de pie con un tobillo fracturado. Podía haberle sucedido cualquier cosa en aquellas montañas traicioneras, y como los otros no se atreverían a partir sin él, aún deberían estar en el estrecho sendero entre las piedras, esperándolo. Pero ¿cuánto tiempo esperaría? «Debo ir a buscarlo», pensó Ash. Pero se volvió para mirar a Anjuli, y supo que no debía ir. No podía dejarla sola, porque si le sucedía algo… si él tropezaba o se perdía entre las montañas, y Bukta jamás regresaba… ¿qué sería de ella? ¿Cuánto tiempo continuaría viva si la dejaba sola en medio de aquellas montañas desoladas?

Juli ni siquiera sabía en qué dirección estaba Gujerat, y no era imposible que volviera al valle, donde la capturarían y, casi con seguridad, la matarían. Ash no podía correr el riesgo de abandonarla. Tendría que quedarse y reprimir su impaciencia, y rogar por que Bukta y los demás aparecieran antes de que fuese de día. Las horas que siguieron le parecieron interminables. Las sombras se alargaban a medida que la luna avanzaba por el cielo, y cuando se calmó la brisa, la noche quedó tan tranquila que se oía la suave respiración de Juli y muy a lo lejos el aullido de unos chacales; pero, por más que se esforzaba, Ash no oía ningún otro sonido.

Cuando la luna palideció y desaparecieron las estrellas, llegó un resplandor amarillento desde el horizonte… y con él apareció una pequeña figura en la cresta de la colina, que pronto se recortó contra el cielo color azafrán antes de seguir avanzando, lenta y cansadamente.

Ash corrió a encontrarse con él, tropezando en las piedras y gritando, lleno de alivio y sin importarle ahora cuánto ruido hacia; pero, al llegar a la mitad de la ladera cubierta de hierba, se detuvo, y sintió que una garra fría se cerraba sobre su corazón. Porque se dio cuenta de que sólo había una figura. Bukta venía solo, y al acercarse, Ash vio que sus ropas ya no tenían el color del polvo, sino que aparecían cubiertas de manchas oscuras.

—Los dos estaban muertos. —La voz de Bukta revelaba agotamiento y el hombre se dejó caer sobre la hierba. Pero la sangre seca de la chaqueta no era suya, porque, según dijo, llegó cuando todo había terminado.

—Era evidente que algunos de esos malditos habían subido por las montañas, y que los cogieron por sorpresa. Se entabló una lucha en la nullah y sus caballos también estaban muertos… Creo que igualmente deben de haber muerto muchos de sus enemigos, porque el camino entre las rocas y la nullah estaba enrojecido de sangre, y había muchos cartuchos usados… tantos que dudo que hayan quedado muchos sin disparar. Pero cuando yo llegué, los bhithorianos se habían llevado ya a sus propios muertos y heridos. Deben de haber necesitado muchos hombres para llevarlos de vuelta a la ciudad, ya que sólo quedaron cuatro para vigilar la entrada a la nullah

Por el rostro moreno de Bukta pasó la sombra de una sonrisa y prosiguió con amargura:

—A esos cuatro los acuchillé yo. Uno detrás de otro, y sin ruido; porque los imbéciles dormían, creyéndose seguros… ¿Y por qué no? Habían matado a tres de nosotros y deben de haber pensado que los otros dos, uno de los cuales era una mujer habrían escapado ya entre las montañas. Sé que entonces debería haber regresado. Pero ¿cómo podía dejar los cadáveres de mi amo, el sahib Sirdar, y del hakim y su sirviente sin quemar y a merced de esas bestias salvajes? No podía hacer eso; por lo tanto, los llevé uno por uno hasta una especie de cuadra vacía que hay cerca de la orilla del arroyo. Hice cuatro viajes porque no podía llevar el cuerpo y la cabeza de Manilal a la vez… Finalmente apilé un montón de madera vieja seca, coloqué los cadáveres sobre ella, los rocié con polvo de mis cartuchos; luego traje agua del arroyo y dije las plegarias, les prendí fuego y los dejé arder…

Su voz murió en un susurro y Ash pensó con dificultad: «Sí. Lo vi. Pensé que eran los fuegos del campamento. Pero no sabía…». Le espantó pensar que había visto el resplandor y que no sabía que era Sarji que ardía… Sarji y Gobind y Manilal…

Bukta dijo con voz llena de cansancio:

—Ardieron rápidamente, porque la madera era vieja y seca. Y espero que cuando haya ardido del todo, el viento transporte las cenizas del sahib Sirdar y las de los otros al arroyo que está cerca, y que los dioses los lleven al mar.

Miró el rostro contraído de Ash y agregó con suavidad:

—No se altere, sahib. Para nosotros, que adoramos a los dioses, la muerte es muy poca cosa: sólo un breve alto en un viaje en el que el nacimiento y la muerte van seguidos de un nuevo nacimiento, y luego de otra muerte; y así sucesivamente, hasta que por fin llegamos al Nirvana. Entonces, ¿para qué apenarse porque ellos hayan completado otra etapa de ese viaje, y tal vez ahora estén embarcándose en la siguiente?

Ash no habló y el viejo volvió a suspirar; quería mucho a Sarjevar. Además estaba muy cansado; el trabajo de la noche agotaría hasta a un hombre más joven, y le habría gustado quedarse donde estaba a descansar un poco, pero no era posible.

Si todo hubiera salido bien él y sus compañeros estarían ahora a muchos kilómetros de distancia sin temer ya ser perseguidos. Pero las cosas habían ido mal, y, para empeorarlas, había matado a los centinelas dormidos y se había llevado los cadáveres de Sarjevar y de los otros dos, de manera que pronto volvería a empezar la persecución… aunque quizás esta vez no antes del amanecer.

Las llamas de la pira que había encendido se verían claramente desde la ciudad, pero no creía que enviaran a nadie a investigar, ya que pensarían que los hombres que habían quedado de guardia habrían prendido fuego a la cuadra abandonada, por mero entretenimiento o para espantar a los chacales y otros animales que pudieran haber sido atraídos por el olor de la sangre.

Pero, al amanecer, sin duda acudirían muchos hombres, esta vez perseguidores más experimentados, para poder seguir las huellas de la Rani y de los supervivientes en las montañas encontrarían muertos a los cuatro que habían quedado de guardia, y observarían que los cadáveres de los forasteros habían desaparecido, por lo que comprenderían que su presa no estaba lejos.

Bukta se puso de pie y dijo con voz ronca:

—Vamos, sahib, estamos perdiendo el tiempo. Debemos ir lejos y necesitamos apresurarnos; de ahora en adelante, usted y yo deberemos ir a pie porque sólo tenemos un pony.

Ash aún no había hablado. Ahora se volvió sin decir palabra y comenzó a bajar la ladera a la luz del amanecer.