42

Aquella habitación provisional era aún más fría de lo que se habría podido esperar.

También era muy oscura, porque todas las chiks de caña que tapaban la luz estaban forradas con una tela de color rojo ladrillo, bordada en negro y amarillo, con unos circulitos de espejo cosidos, al estilo de Rajputana. La única excepción colgaba entre los dos pilares centrales situados frente al fuego, permitiendo aquellas frágiles tablillas de la persiana el único paso de luz, proporcionando asimismo un excelente observatorio para quien quisiera mirar hacia fuera, al tiempo que impedía a los de fuera ver el interior.

El sombrío recinto era de unos cinco metros cuadrados y parecía estar lleno de gente; varios individuos estaban sentados. Pero Ash sólo vio uno. Una delgada figura, situada un poco aparte del resto, en una actitud curiosamente rígida, causándole la viva impresión de que se trataba de un animal salvaje cautivo, inmovilizado por el terror.

Juli

Hasta entonces, él no lo había creído realmente. Aun después de aquellas apresuradas explicaciones, y aunque tenía la prueba en la mano, no había estado seguro de que no se tratara de algún truco por parte de Sarji y Gobind para engañarlo y mantenerlo prisionero hasta que todo hubiese acabado y fuera demasiado tarde para que interviniese. Ella estaba de pie ante la persiana sin forrar, de modo que al principio sólo la vio como una figura oscura recortada contra la luz oblonga. Una figura sin rostro, vestida como las otras, con el atuendo de los sirvientes palaciegos. A causa de aquella ropa, un extraño que hubiese entrado en aquella habitación la habría tomado por un hombre. Sin embargo, Ash la habría conocido instantáneamente. Pensó que la habría llegado a conocer aunque hubiese estado ciego porque el vínculo entre ambos era más fuerte que la vista e iba más allá de los factores externos.

Él apartó los pliegues de muselina color naranja y rojo que habían cubierto su rostro, y se miraron a la escasa luz de aquella estancia. Pero aunque Ash se había quitado el extremo suelto de su turbante, Anjuli no siguió su ejemplo, y el rostro de ella permaneció oculto, con excepción de los ojos.

Aquellos hermosos ojos con reflejos dorados que él recordaba tan bien, eran aún bellos; nunca podrían ser de otro modo. Pero cuando su mirada se acomodó a la escasa luz de aquel lugar advirtió que en ellos no había satisfacción ni bienvenida. Aquella mirada habría sido la del niño Kay, en el cuento de Andersen; La Reina Nieve, cuyo corazón había sido atravesado por un trozo de cristal. Era una mirada vacía y gélida, que lo anonadó.

Hizo un movimiento para avanzar hacia ella, pero alguien le detuvo reteniéndole por un brazo: Gobind, a quien era difícil reconocer porque llevaba las mismas ropas que Juli, pero con el rostro descubierto.

—Ashok —dijo Gobind.

No había levantado la voz, pero tanto el tono como el contacto transmitían una advertencia con tanta fuerza que Ash se reprimió, recordando a tiempo que excepto Sarji, y la propia Juli, ninguno de los presentes sabía que había algo entre la Rani viuda y él… Y que no debían saberlo; especialmente en este momento, ya que cualquiera de ellos se habría horrorizado igual que Sarji y Kaka-ji, y la situación ya era bastante peligrosa como para empeorarla perdiendo a sus aliados.

Apartó sus ojos de Anjuli, aunque le costó un gran esfuerzo hacerlo, y en cambio, miró a Gobind, quien se permitió dejar escapar un profundo suspiro de alivio… Había temido que el sahib avergonzara a la Rani y molestara a todos con una demostración abierta de sus sentimientos. Al menos ese peligro había sido conjurado. Gobind retiró la mano y dijo:

—Agradezco a los dioses que haya venido usted; hay mucho que hacer, y los que están aquí necesitan atención. En especial, la mujer, porque gritaría si pudiera, y hay veinte guardias que podrían oírla… en el pabellón que está sobre el nuestro y también en el de abajo.

—¿Qué mujer? —preguntó Ash, que sólo había visto una.

Gobind hizo un gesto con su mano delicada y por primera vez Ash se dio cuenta de que se encontraban otras personas en la habitación cerrada. Había siete, sin contar a Manilal, y sólo una de ellas era una mujer… probablemente una doncella de Juli. El hombre grueso, de suaves mejillas y doble mentón que parecía un niño, sólo podía ser uno de los eunucos de la Zenana, y en cuanto al resto, dos, por su indumentaria, debían ser sirvientes de palacio, otros dos soldados de las fuerzas del Estado, uno miembro de la escolta del Rana. Todos ellos estaban sentados en el suelo, y todos habían sido amordazados y atados… excepto el último que estaba muerto. Tenía clavado un puñal en el ojo izquierdo.

«Obra de Gobind», pensó Ash. Nadie habría sabido dar un golpe mortal con tanta exactitud, pues era el único punto vulnerable. La sobrevesta de malla y el pesado casco de cuero habrían desafiado cualquier ataque. Sólo quedaba esa posibilidad.

—Sí —dijo Gobind respondiendo a la pregunta muda—. No pudimos quitarlo de en medio con un golpe en la cabeza como hicimos con los demás, de manera que fue necesario matarlo; además, habló a través de la cortina con el eunuco, sin saber que estaba atado y por lo que decía nos enteramos de que hay quienes desean que se castigue a Anjuli-Bai por haber escapado del fuego y, por tanto, de su deber como Rani de Bhithor. No se le permitirá volver a Karidkote ni retirarse a uno de los palacios más pequeños, sino que deberá volver al Sector de las Mujeres del Rung Mahal, donde pasará el resto de su vida. Y para que no encuentre esa vida demasiado placentera, se ha dispuesto que, en cuanto muera su hermana, la Rani principal, y ya no pueda intervenir para salvarla, le arrancarán los ojos.

Ash quedó sin aliento, y Gobind prosiguió con dureza:

—Sí, es como para quedarse mudo. Pero eso es lo que pensaban hacer. Allí está todo preparado; una vez que se encendiera la pira, lo harían: lo llevarían a cabo en este lugar el eunuco y esa carroña que yace allí con mi cuchillo en el cerebro, ayudado por la mujer y los demás. Cuando lo pienso, lamento no haberlos matado a todos.

—Eso puede remediarse —dijo Ash apretando los dientes.

Le agitaba una furia fría y asesina que le hacía desear llevar las manos a la garganta del eunuco, y también a la de la mujer, apretar hasta asfixiarlos… a ellos y a los otros cuatro, a pesar de que estaban atados e indefensos… por la tarea macabra que pensaban llevar a cabo con Juli. Pero la voz tranquila y autoritaria de Gobind detuvo la niebla asesina que oscurecía el cerebro de Ash, y le devolvió a la realidad.

—Déjelos —dijo Gobind—. No son más que herramientas. Los que dieron las órdenes o los sobornaron marcharán con el cortejo fúnebre y no podremos vengarnos de ellos. No es hacer justicia matar al esclavo que hace lo que se le ordena, mientras el amo a quien obedece queda libre. Además, no hay tiempo para venganzas. Si queremos salir de aquí vivos, necesitaremos la ropa de ese hombre, y también la de uno de los sirvientes. Manilal y yo nos encargaremos de eso, si usted y su amigo vigilan a los prisioneros.

No esperó respuesta; se volvió y comenzó a quitarle las ropas al muerto, comenzando por el casco de cuero que no estaba muy manchado de sangre, porque tuvo el cuidado de no retirar el cuchillo y la herida había sangrado muy poco.

Ash echó una breve mirada a Juli, pero ella seguía contemplando el lugar de las piras y la multitud con la espalda vuelta hacia él, y era sólo una figura oscura recortada contra la luz. Ash apartó de nuevo la mirada. Acto seguido, sacó su revólver y se dedicó a vigilar a los prisioneros mientras Sarji vigilaba la entrada y Gobind y Manilal trabajaban en forma rápida y metódica.

Ante la vista del revólver, los prisioneros dejaron de esforzarse por librarse de sus ataduras y se quedaron muy quietos, con los ojos desorbitados de terror, mirando fijamente el arma extraña en la mano de Ash.

Gobind y Manilal terminaron de desvestir el cadáver y comenzaron a ayudar a Sarji a quitarse su librea de palacio para remplazarla por la del muerto.

—Es una suerte que seas bastante alto —observó Gobind mientras le colocaba la chaqueta—, aunque tendrías que ser un poco más grueso. Bien, eso no tiene remedio, y, por suerte, los de afuera estarán demasiado interesados en las ceremonias del funeral como para advertir pequeños detalles.

—Así lo esperamos —corrigió Sarji con una breve sonrisa—. Pero ¿y si se dan cuenta?

—Si se dan cuenta, moriremos —respondió Gobind con tono tranquilo—. Pero creo que viviremos. Ahora ocupémonos de esto… —Volvió su atención a los cautivos atados y los contempló críticamente.

Tal vez los habrían matado a todos si no hubiera sido por Gobind, y por algo que Manilal encontró oculto entre las ropas de la mujer, porque ni Sarji ni Ash hubieran tenido el menor escrúpulo en terminar con todos con uno u otro método, si el hecho de que continuaran vivos amenazaba la seguridad de Anjuli, o la de ellos. Ambos estaban de acuerdo con Manilal, quien declaró sucintamente:

—Lo mejor será matarlos a todos: eso es lo que se merecen, y lo que ellos harían si estuvieran en nuestro lugar. Matémoslos ahora y así estaremos seguros de que no darán la voz de alarma.

Pero Gobind había aprendido a conservar la vida y no a eliminarla y no estuvo de acuerdo. Había matado al guardia del casco porque era la única forma de silenciarlo; fue necesario y no lo lamentaba. Pero matar a los demás a sangre fría no serviría para ningún fin útil (siempre que se aseguraran de que no podían pedir ayuda) y sólo podría considerárselo un asesinato. En este punto, Manilal, que se había agachado para ajustar las ligaduras de la mujer, descubrió que llevaba algo duro y abultado en un pliegue de su ropa en la cintura. Se lo quitó y descubrió que era un collar de oro puro adornado con piedras y esmeraldas: un objeto de tal valor que era imposible que una doncella lo hubiera adquirido en forma honesta.

Manilal se lo entregó a Gobind con el comentario de que, aparentemente, la muy bribona era una ladrona, pero la mujer sacudió la cabeza en desesperada negativa, y Gobind dijo que más bien le parecía que se trataba de un soborno.

—Mírenla… —La mujer se había encogido y los miraba como hipnotizada—. Esto es dinero pagado por el asesinato, en anticipación al sucio trabajo que ella había aceptado hacer.

Dejó caer el collar como si fuera una serpiente venenosa, y Ash se inclinó rápidamente y lo recogió. Ni Gobind ni Manilal podrían haber reconocido la fabulosa joya, pero Ash la había visto dos veces antes: una vez, cuando se revisó en su presencia una lista de los objetos más valiosos en las dotes de las novias de Karidkote, y otra vez, cuando Anjuli la usó en el momento de abandonar, ya casada, el Palacio de las Perlas. Dijo con dureza:

—Debe de haber también dos brazaletes. Fíjense si los tiene el eunuco. Rápido.

El eunuco no los tenía (los encontraron en poder de dos sirvientes del Palacio), pero tenía otra cosa que Ash reconoció sin dificultad. Una gargantilla de diamantes rodeada de perlas.

La miró sin poder creerlo: ¡de manera que los cuervos ya se dividían los despojos! El Rana sólo había muerto la noche anterior, pero los enemigos de Juli no habían perdido el tiempo en apoderarse de sus pertenencias personales, y hasta habían usado sus propias joyas para sobornar a los que serían sus torturadores. La ironía resultaría atractiva para alguien como el Diwan, quien alguna vez había esperado retener la dote de Juli y a la vez repudiar su contrato de matrimonio y hacerla volver en desgracia a Karidkote. Y porque conocía al hombre y su perversidad Ash no creyó, ni por un momento, que el Diwan estuviera dispuesto a pagar solamente soborno por algo que podía conseguir sin ninguna clase de retribución. Era mucho más probable que la elección de las joyas hubiera sido deliberada, porque una vez perpetrado el espantoso hecho, el Diwan podía negar que tenía la menor idea de él y hacer arrestar a la mujer y a sus cómplices. Luego, cuando los encontraran con las joyas, podría acusárselos de haber arrancado los ojos a la Rani para que ella no descubriera que le habían robado sus pertenencias, y luego condenados a muerte. Después de lo cual, el Diwan no tendría nada que temer, y muertos sus chivos expiatorios, podría volver a apoderarse de las joyas. «Un acto perfectamente maquiavélico», pensó Ash con cinismo.

Contempló a las criaturas amordazadas y atadas que un minuto antes quería matar, y pensó:

«No. No es justo». Y con esa antigua y conocida protesta de su infancia, murió una gran parte de su furia contra ellos. Eran viles y venales, pero Gobind tenía razón: no era justo vengarse en un simple instrumento mientras la mano y el cerebro que lo guiaba quedaba libre.

Se inclinó para tomar el turbante que había dejado Sarji, y con este y los turbantes de los prisioneros, los ató en círculo con las espaldas contra los pilares centrales.

—Bien, ahora están seguros —dijo Ash, apretando el último nudo—. Y ahora, por Dios, vamos. Ya hemos perdido demasiado tiempo y cuanto antes salgamos de aquí, mejor.

Nadie se movió. La mujer atada respiraba ruidosamente con un extraño sonido burbujeante, y una ráfaga de viento sacudió las cortinas e hizo brillar los espejitos como ojos vigilantes. Abajo, en la terraza y en el lugar de las piras, la multitud estaba bastante silenciosa, mientras escuchaba el tumulto distante del cortejo que se aproximaba.

—Bien, vamos —dijo Ash, cuya voz revelaba el grado de sus tensiones internas—. No podemos permitirnos esperar. En cualquier momento llegará la comitiva y harán ruido suficiente como para cubrir cualquier sonido que produzcan los prisioneros. Además, debemos salir del valle antes de que oscurezca; cuanto más tarde partamos, más fácil será que venga alguien aquí y descubra que la Rani se ha ido. Debemos marcharnos de inmediato.

Sin embargo, nadie se movió, y Ash pasó rápidamente la mirada de un rostro al siguiente, y quedó desconcertado ante la mezcla de exasperación, molestia e incomodidad que vio en ellos, así como el hecho de que no lo miraran a él, sino a Anjuli. Se volvió en seguida para seguir la dirección de esa mirada, y vio que Anjuli seguía dándoles la espalda y que tampoco ella se había movido. Sin duda había oído las últimas palabras de Ash, porque él no se preocupó por bajar la voz. Sin embargo, ni siquiera volvió la cabeza.

Ash preguntó bruscamente:

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa?

Su pregunta estaba dirigida a Anjuli más que a los tres hombres, pero fue Sarji quien le respondió:

—La sahiba-Rani no quiere irse —explicó Sarji exasperado—. Habíamos decidido que, si nuestro plan tenía éxito, el sahib hakim y Manilal se la llevarían tan pronto como se hubiera puesto el disfraz, y yo me quedaría para encontrarle a usted y luego seguirlos. Eso habría sido lo mejor para todos y al principio ella estuvo de acuerdo. Pero, de pronto, dijo que debía esperar para ver el suttee de su hermana, y que no se marcharía antes. Vea si puede usted hacerla cambiar de idea. Nosotros no podemos… aunque los dioses saben que hemos hecho todo lo posible.

Ash sintió que la furia le invadía, y sin tener en cuenta los ojos que lo miraban atravesó a grandes zancadas la habitación, y, tomando a Anjuli por los hombros la sacudió para obligarla a encararse con él:

—¿Es cierto?

La dureza de su voz no era más que una pequeña medida de la furia que le invadía, y, como ella no respondió, la zarandeó salvajemente:

—¡Respóndeme!

—Ella… Shushila… no comprende —susurró Anjuli con los ojos helados de horror—. No se da cuenta de… de cómo será, y cuando lo sienta…

—¡Shushila! —Ash escupió el nombre como si fuera una obscenidad—. Siempre Shushila… y egoísta hasta el fin… supongo que te obligó a prometerle esto… ¡Claro! Ah, sé que te salvó de morir quemada con ella, pero si realmente te hubiera querido por todo lo que hiciste por ella, te habría ahorrado la venganza en manos del Diwan haciéndote salir en secreto del Estado, en lugar de rogarte que vinieras aquí para verla morir.

—No comprendes —tartamudeó Anjuli.

—Sí que comprendo. En eso te equivocas. Te comprendo demasiado bien. Sigues hipnotizada por esa pequeña egoísta histérica, y estás perfectamente preparada a arriesgar tus posibilidades de escapar de Bhithor y de una forma horrible de mutilación… y, además, arriesgar todas nuestras vidas, la de Gobind, la de Sarji, la de Manilal y la mía, para cumplir con los últimos deseos de tu hermanita y observar cómo se suicida. Bien, no me importa lo que ella te hizo prometer. No cumplirás la promesa. Te irás ahora, aunque tenga que arrastrarte.

Su furia era real; sin embargo, mientras hablaba una parte de su cerebro le decía: «Esta es Juli, a quien amo más que a nada en el mundo y a quien temía no volver a ver nunca. Está aquí por fin… y lo único que se me ocurre es enfadarme con ella…». No tenía sentido. Pero tampoco lo tenía su amenaza de arrastrarla, porque eso llamaría la atención de los demás. No podía hacerlo, y Juli tendría que ir caminando y por su propia voluntad. No había otra forma. Pero ¿y si no quería…?

Ahora el cortejo fúnebre debía de estar muy cerca. La nota discordante de los cuernos y los gritos de ¡Khaman-Kher! y ¡Hari-Bol! se intensificaban minuto a minuto, y luego comenzaron a oírse voces aisladas en la multitud que lanzaba los gritos.

Anjuli volvió la cabeza para escuchar, y el movimiento fue tan lento y vago que Ash advirtió de inmediato que en ese estado de amnesia su furia no llegaría a Juli. Inspiró profundamente y se serenó. Con las manos en los hombros de Anjuli, recurrió a la ternura. Dijo con suavidad, como si hablara con una niña:

—No ves, querida, que mientras Shu-shu piense que estás aquí mirando y orando por ella estará satisfecha… Escúchame, Juli… nunca sabrá que no has estado, porque, aunque tú y yo podemos ver a través de esta cortina de caña, ninguno de los que están al otro lado pueden vernos a nosotros de manera que ni siquiera puedes hacerle una señal. Y si la llamaras en voz alta, probablemente no te oiría.

—Sí, lo sé. Pero…

—Juli, todo lo que puedes hacer es herirte cruelmente presenciando un espectáculo que puede perseguirte durante el resto de tu vida; y con eso no la ayudaras a ella.

—Sí, lo sé. Pero tú podrías. Tú podrías ayudarla.

—¿Yo? No, querida, no hay nada que yo ni los demás que estamos aquí podamos hacer por ella ahora. Lo siento, Juli, pero esa es la verdad y debes aceptarla.

—No es cierto. No es cierto.

Las manos de Anjuli aferraron las muñecas de Ash, y ahora sus ojos ya no estaban helados, sino muy abiertos e implorantes, y por fin Ash vio su rostro porque el extremo del turbante se había soltado cuando él la zarandeó, y ahora le caía hasta la garganta.

La visión de su rostro fue como un cuchillo hundido en el corazón de Ash, porque estaba terriblemente cambiado… más de lo que era posible imaginar. Estaba consumido y carente de color como si hubiera pasado dos años encerrada en una torre donde no penetrara un solo rayo de luz. Mostraba arrugas y concavidades que antes no tenía, y las sombras oscuras que rodeaban sus ojos no debían nada al uso del kohl o del antimonio, sino que hablaban de miedo y de una tensión intolerable y de lágrimas… un océano de lágrimas…

Ahora también había lágrimas en sus ojos y su voz sonaba ahogada e implorante. Ash habría dado cualquier cosa en el mundo por tomarla en sus brazos y borrar esas lágrimas con besos. Pero sabía que no debía hacerlo.

—Me habría ido —sollozó Anjuli—. Me habría marchado de inmediato con tus amigos porque no podía soportar ver lo que me habían traído a presenciar, y si ellos no hubieran venido habría cerrado mis ojos y mis oídos a ello. Luego ellos… el Sahib hakim y tu amigo… me dijeron por qué no estabas con ellos, y lo que pensabas hacer por mí para que no me quemara viva, sino que muriera rápidamente y sin dolor. Puedes hacer eso por ella.

Ash dio un rápido paso hacia atrás para retirar sus manos, pero ahora era Anjuli quien lo retenía por las muñecas y no lo dejaba.

—Por favor… ¡por favor, Ashok! No es mucho lo que te pido… Sólo que hagas por ella lo que habrías hecho por mí. Jamás pudo soportar el dolor y cuando… cuando las llamas… no puedo soportar la idea. Puedes salvarla de eso, y entonces me marcharé con alegría… con alegría.

Su voz se quebró al decir esta palabra y Ash respondió con voz ronca:

—No sabes lo que estás pidiendo. No es tan fácil. Habría sido diferente contigo, porque pensaba marcharme contigo y Sarji y Gobind y Manilal habrían salido de aquí sin peligro, porque hubieran estado a gran distancia de aquí cuando llegara el momento. Pero ahora significaría que estaríamos todos aquí y si se oyera el disparo y alguien viera de dónde procede, feneceríamos de una muerte mucho peor que la de Shushila.

—Pero no se oirá. No sobrepasará el ruido de la multitud, y ¿quién estaría mirando en esta dirección? Nadie… nadie, créeme, hazlo por mí. Te lo pido de rodillas, te lo ruego… —Soltó las muñecas de Ash, y antes de que pudiera evitarlo, Juli estaba a sus pies y su turbante naranja y escarlata tocaba el suelo. Ash se inclinó con rapidez y la incorporó. Sarji, detrás de ellos, dijo lisa y llanamente:

—Haz lo que te dice. No podemos arrastrarla; de manera que, si no quiere venir con nosotros a menos que hagas lo que te pide, no tienes otra opción.

—No, no la tengo —asintió Ash—. Muy bien, ya que debo hacerlo, lo haré. Pero sólo si vosotros os marcháis ahora. Yo os seguiré después, cuando todo haya terminado. Nos reuniremos en el valle.

—¡No!

Había verdadero pánico en la voz de Anjuli. Pasó junto a él para dirigirse a Gobind, quien bajó los ojos ante el rostro descubierto de Juli:

Sahib hakim, dígale que no debe permanecer aquí solo… es una locura. No habría nadie para vigilar que no suban otros hombres aquí, o para rechazarlos o capturarlos como hicieron ustedes con estos otros. Dígale que debemos permanecer juntos.

Gobind guardó silencio por un segundo. Luego asintió, aunque no de muy buena gana, y dijo a Ash:

—Creo que la sahiba-Rani tiene razón. Debemos permanecer juntos porque un hombre solo que mira a través del chik a plena luz y eligiendo su momento, no sabrá lo que pasa detrás de él ni oirá pasos en la escalera al mismo tiempo.

Sarji y Manilal también asintieron. Ash se encogió de hombros y capituló. Al fin y al cabo, era lo menos que podía hacer por la pobre y pequeña Shu-shu a quien había traído desde su hogar en el Norte a un rincón remoto y medieval de las montañas áridas y las arenas ardientes de Rajputana, que había entregado a un marido cuyo final, que nadie lamentaba, provocaría su propia muerte.

Y quizá lo menos que Juli podía hacer por ella, porque sólo por la histérica negativa de Shu-shu de separarse de su medio hermana había llegado a esta encrucijada, pero finalmente la pequeña Rani había hecho lo posible por reparar la situación. Si no hubiera sido por su intervención, Juli estaría en estos momentos en medio del polvo bajo el resplandor del sol, caminando tras el cortejo fúnebre de su marido hacia el momento en que una bala del revólver de su amante le brindara una muerte rápida y piadosa. Y si Ash había estado dispuesto a hacer esto por Juli, no era justo negar la misma gracia a su hermanita… Sin embargo, la sola idea de hacerlo le espantaba.

Porque amaba a Juli… porque la amaba más que a la vida y porque ella era tanto parte de él que sin ella la vida no tendría significado… hubiese podido matarla sin un estremecimiento y nunca habría sentido remordimientos por ello, pero atravesar la cabeza de Shushila con una bala era un asunto muy diferente porque la piedad, por más fuerte que fuese, no proporcionaba el incentivo terrible del amor. Además, su propia vida no estaba en peligro. La bala siguiente no sería para él y eso sólo le haría sentirse como un asesino… o, en el mejor de los casos, como un verdugo, lo cual era absurdo cuando sabía que Juli se habría enfrentado a las llamas con mucho menos terror y habría soportado el sufrimiento con más fortaleza que la pobre Shu-shu, y, sin embargo, había decidido salvarla de esa agonía… y ahora le enfermaba la idea de hacer lo mismo por Shu-shu.

Tres metros y medio más de altura; no sería fácil. Hablaba como si se tratara de un disparo desde un machán (plataforma construida en un árbol para caza mayor) en una partida de caza en el bosque de Gir, y de alguna manera disminuyó el horror de aquella angustiosa situación. Porque Sarji hablaba con la voz de la razón. Ya que había que hacerlo, convenía hacerlo bien: sobre todo en el último momento, de manera que pareciera que, al llegar a la pira, Shushila se había desvanecido. Errar sería un desastre, no sólo para Shushila, sino para todos; porque, aunque había probabilidades de que el estampido de un único disparo se perdiera en el ruido de la multitud, un segundo o tercero atraerían fatalmente la atención, o la gente descubriría el lugar desde donde fue disparado.

—¿Crees que podrás hacerlo? —preguntó Sarji, deteniéndose junto a él.

—Debo hacerlo. No puedo permitirme lo contrario. ¿Tienes un cuchillo? Para el chik

—No, pero puedo abrir una abertura con esto… —Sarji se puso a trabajar con una pequeña lanza que llevaban todos los guardaespaldas del Rana, y con ella abrió una abertura alargada en la cortina de cañas.

—Ya está. Creo que servirá. No creo que las cañas desviaran el disparo, pero podría ser; es mejor no correr riesgos.

Observó a Ash, que sacaba el revólver y calculaba la orientación. Dijo en voz baja:

—Son unos cuarenta pasos. Nunca utilicé una de esas armas. ¿Alcanzará hasta allí?

—Sí. Pero no sé con cuánta exactitud. No fue fabricado para estas distancias, y yo… —se volvió bruscamente—: No, Sarji, no me atrevo a arriesgarme desde aquí. Tendré que acercarme más. Escucha, si bajo allá otra vez, y tú y los demás…, eso es, ¿cómo no se me ocurrió antes? Saldremos todos ahora mismo, y cuando lleguemos a la terraza vosotros tres podéis adelantaras con la sahiba-Rani, mientras yo vuelvo a mi lugar cerca del parapeto y…

Sarji le interrumpió bruscamente en medio de la frase:

—No podrías llegar hasta allí. La multitud es demasiado densa. Lo más que pude hacer fue llevarte allí antes; incluso con esta librea no me dejarían pasar ahora. Además, es demasiado tarde. Escucha… ya vienen.

Volvieron a sonar los cuernos. Pero ahora el gemido discordante era ensordecedoramente fuerte, y el rugido que le siguió procedía de la multitud que cubría el sendero que llevaba al monte mismo. Unos minutos después llegaría el cortejo fúnebre, y ya no habría tiempo de ir a la terraza y tratar de abrirse paso hasta la parte delantera en medio de la multitud apretada e histérica. Era demasiado tarde para eso.

El gentío, en el espacio de abajo, se balanceaba hacia atrás y hacia delante como una marea, empujando, esforzándose por ver sobre las cabezas de los que estaban delante, o tratando de esquivar los golpes indiscriminados de los hombres armados con lathis que debían mantener el camino despejado para la lenta comitiva. Y ahora aparecía la guardia que precedía al cortejo entre las sombras de los árboles, y salía al resplandor dorado del sol de la tarde, una falange de brahmanes con las cabezas afeitadas, con collares de cuentas de tulsi sobre los pechos desnudos y la marca del tridente de Visnú en la frente.

Detrás de la vanguardia de soldados, venía un grupo variado de hombres sagrados, quizá veinte o más: santos, sadhus (hombres sagrados) y ascetas, tocando campanas y cantando; desnudos y manchados con ceniza o sobriamente vestidos con mantos flotantes color azafrán o naranja, rojo o blanco; con las cabezas afeitadas y otros cuyos cabellos y barbas que nunca habían sido cortados les llegaban hasta las rodillas. Tras ellos seguía el túmulo mortuorio, llevado en alto por encima de la multitud, que se balanceaba al paso de los que lo transportaban como un barco en un mar encrespado.

El cadáver aparecía vestido de blanco y cubierto de guirnaldas y Ash se asombró de lo pequeño que parecía. El Rana nunca había sido un hombre alto, pero siempre estaba vestido con gran lujo y rutilante de joyas, y era siempre el centro de una gran corte, lo cual tendía a hacerlo parecer mucho más grande de lo que era. Pero el pequeño cadáver con la mortaja blanca, en el ataúd no parecía más grande que el de un chico de diez años, desnutrido. Un objeto insignificante y muy solitario, porque no era el centro de la atención de la gente. No había venido aquí a ver un hombre muerto, sino a una mujer todavía viva. Y ahora, por fin, llegaba ella, caminando detrás del ataúd, pero al verla se desató un verdadero pandemónium, hasta que incluso el material sólido de los chattris pareció temblar con el impacto del rugido de las gargantas humanas.

Ash no la había visto al principio. Su mirada estaba fija en el objeto encogido que alguna vez fuera su enemigo. Pero un movimiento cerca de él le hizo volver cabeza y vio que Anjuli había venido a colocarse a su lado. Ahora miraba a través del chik con una expresión de horror infinito, como si no pudiera soportar el espectáculo y, sin embargo, no pudiera evitar hacerlo. Y siguiendo la dirección de esa mirada agónica, Ash vio a Shushila. No a la Shushila que esperaba ver… encorvada, sollozante y medio loca de terror, sino a una reina… Una Rani de Bhithor.

Si se lo hubieran preguntado, Ash habría insistido en que Shu-shu jamás sería capaz de caminar hasta la pira sin ayuda, y que si caminaba y no la traían en litera, sería porque estaba drogada, por lo que deberían llevarla casi a rastras o en volandas. Pero la pequeña figura brillante que caminaba detrás del ataúd del Rana no sólo avanzaba sola, sino que caminaba erguida y sin vacilaciones; y en cada línea de su esbelto cuerpo había orgullo y dignidad.

Llevaba la cabeza levantada y los pies descalzos, que nunca habían pisado algo más áspero que las alfombras persas y los mármoles pulidos, pisaban con lentitud y firmeza, marcando el polvo abrasador con pequeñas huellas que la multitud borraba con sus besos.

Estaba vestida como Ash la había visto el día de su casamiento, con el vestido escarlata y oro, y llevaba las mismas joyas que aquel día. Pero esta vez no llevaba sari, y sus largos cabellos le caían sueltos como para la noche de bodas. Parecía totalmente ajena a la multitud que la aplaudía, le pedía una bendición y se esforzaba por tocar el borde de su falda, o del mar de ojos que contemplaban ávidamente su rostro descubierto. Ash observó que sus labios se movían en la antigua invocación que acompaña el último viaje de los muertos: Ram, Ram… Ram, Ram… Ram, Ram

Ash dijo en voz alta, y sin poder creerlo:

—Te equivocabas. No tiene miedo.

El clamor que llegaba desde abajo ahogó sus palabras, pero Anjuli las oyó e imaginando que se dirigían a ella y a Ash mismo, dijo:

—Todavía no. Esto es todavía un juego para ella. No, no precisamente un juego… No quise decir eso. Pero algo que sólo sucede en su mente. Un papel que desempeña.

—¿Quieres decir que está drogada? No lo creo.

—No en el sentido en que lo dices, sino por la emoción… y por la desesperación y la conmoción. Y… y quizás el triunfo.

«¡Triunfo!», pensó Ash. Sí, el desfile parecía más una marcha de triunfo que un funeral. Ash recordó que la madre de Shushila, en los días anteriores a su vida con el Rajá, pertenecía a un grupo de artistas: hombres y mujeres que se ganaban la vida atrayendo la atención y el aplauso de un público como hacía su hija ahora. Shushila diosa de Bhithor, hermosa como el amanecer, brillante de oro y joyas.

Junto a él, Anjuli también murmuraba para sí misma, repitiendo la misma invocación que Shushila:

Ram, Ram, Ram… Ram, Ram… —era apenas un suspiro y apenas audible, pero distraía la atención de Ash. Aunque sabía que la plegaria no era por el muerto, sino por su hermana, le pidió que se callara.

Otra vez su mente estaba inmersa en un caos y llena de dudas. Porque, al mirar ese avance decidido de la graciosa figura vestida de escarlata y oro, le pareció que no tenía derecho a intervenir en su destino. Habría sido inexcusable si la hubieran arrastrado, llorando y aterrorizada, o atontada con drogas. Pero no si ella no demostraba la menor señal de miedo.

Ahora, Shushila debía saber lo que le esperaba, y si era así, tal vez las historias que Gobind había oído eran ciertas y Shushila se había enamorado del muerto… como lo amaba, prefería morir abrazada a su cadáver más bien que vivir sin él, o bien, se había fortalecido ante la situación, y se glorificaba con la forma de su muerte y la perspectiva de la santidad y la veneración. En cualquier caso, ¿qué derecho tenía Ash a interferir? Además, la agonía de Shushila terminaría pronto; Ash había visto formar la pira: los sacerdotes apilaban algodón entre los troncos y vertían aceite y manteca derretida, Ash pensó que, una vez que estuviera encendida, probablemente el humo sofocaría a la pobre Shu-shu antes de que la tocara una llama.

—No puedo hacerlo —decidió Ash—. Y si lo hago, no aceleraré mucho las cosas: Juli debe saberlo… Ah, Dios mío, ¿por qué no se apresuran? ¿Por qué no terminan de una vez, en lugar de dilatarlo tanto?

De pronto, todo su ser se llenó de odio por los que estaban allí: los sacerdotes, el público, los que gemían en el cortejo fúnebre e incluso el muerto y Shushila misma. Shushila más que nadie porque…

No, no era justo, pensó Ash; ella sólo podía ser ella misma. De esa manera estaba hecha y no podía evitar usar a Juli más de lo que Juli se dejaba usar por ella. La gente era como era, y no cambiaba. Sin embargo, a pesar de todo su egoísmo, finalmente Shu-shu había pensado en su hermana, y, en lugar de insistir en que la apoyara hasta el final, la había dejado marcharse… Quién sabe a qué precio para sí misma. Ash no podía volver a olvidar eso. La ira que le había cegado momentáneamente desapareció. Observó que Shushila había avanzado y que en el lugar donde ella estaba antes había otra figura pequeña y solitaria. Pero esta vez era un niño: un chico de unos cinco o seis años, que caminaba solo a unos pasos detrás de Shushila. «El heredero, supongo —pensó Ash, agradecido de tener algo en qué pensar—. No, no es el heredero… el nuevo Rana, por supuesto. Pobre chiquillo. Parece exhausto».

El chico se caía de cansancio y evidentemente estaba asustado por lo extraordinario de lo que le rodeaba y su repentina elevación de rango, un rango que se veía claramente en el hecho de que caminaba detrás de la Rani viuda y varios pasos más adelante que el centenar de hombres que le seguían… Los nobles, consejeros y jefes de Bhithor con los que terminaba el cortejo. El más notable de ellos era el Diwan, que llevaba una antorcha encendida, con la llama sagrada del templo de la ciudad.

En aquellos momentos, el ruido se había intensificado porque los que estaban más cerca de Shushila trataban de tocarla e imploraban su bendición, y otros comenzaban a gritar Hari-Bol o Khaman Kher o aullaban de dolor cuando los guardias descargaban sus látigos sobre ellos, forzándolos a retroceder.

—Al menos no se oirá el disparo —observó Sarji—. Menos mal. ¿Cuánto más piensas esperar?

Ash no contestó. En seguida, Sarji murmuró en voz baja que era el momento de marcharse… si les quedaba algo de sensatez en la cabeza. No deseaba que se oyeran sus palabras, pero el final de la oración fue notablemente audible; porque la multitud de pronto guardó silencio, y fue posible oír el jadeo de los prisioneros amordazados y el arrullo de las palomas en las cúpulas.

El cortejo había llegado a la pira y colocaron el ataúd sobre ella. Y ahora Shushila comenzó a quitarse sus joyas, una por una, y fue entregándoselas al niño, quien a su vez se las entregaba al Diwan. Se las quitó con rapidez, casi con alegría, como si no fueran más que otras tantas flores marchitas o chucherías sin valor de las que se había cansado y quería librarse. El silencio era tan completo que sólo se oía el tintineo de las joyas a medida que el nuevo Rana las recibía y el ex primer ministro las guardaba en un bolso bordado.

Hasta Ash, en el recinto cerrado llegaba el tintineo y se preguntó si el Diwan alguna vez se desprendería de las joyas. Probablemente no; aunque procedían de Karidkote, y como parte de la dote de Shushila deberían devolverse. Pero le parecía improbable que los familiares de Shu-shu o el nuevo Rana volvieran a verlas una vez que el Diwan hubiera puesto sus manos en ellas.

Una vez que le quitaron todos los adornos, excepto un collar de semillas sagradas de tulsi, Shushila extendió sus delgadas manos sin anillos, a un sacerdote que vertió agua del Ganges sobre ellas. El agua brilló al sol del atardecer cuando Shushila sacudió las gotas de sus dedos, y los sacerdotes reunidos comenzaron a entonar sus cánticos…

Al sonido de este canto, ella comenzó a caminar alrededor de la pira, dio tres vueltas como en el día de su boda y con la misma indumentaria.

El himno terminó y nuevamente el único sonido en el monte fue el arrullo de las palomas: ese sonido suave y monótono que, junto con el latido de un tam-tam y el crujido de la rueda del foso, es la voz de la India. La multitud silenciosa quedó quieta, y nadie se movió cuando la suttee subió a la pira y se sentó en la postura del loto. Arregló los amplios pliegues de su vestido escarlata, y luego levantó suavemente la cabeza del muerto para ponerla sobre su falda, con infinito cuidado, como si estuviera dormido y no quisiera despertarlo.

—Ahora —susurró Anjuli, y su voz se quebró en un sollozo—. Hazlo ahora… Rápido, antes… antes de que comience a tener miedo.

—¡No seas tonta! —La réplica sonó como un latigazo en la silenciosa habitación—. Haría tanto ruido como un cañón y todos caerían sobre nosotros. Además…

Quería decir «no voy a disparar», pero no lo dijo. No tenía sentido empeorar las cosas aún más para Juli. Pero la forma en que Shu-shu había abrazado aquella horrible cabeza hizo que Ash se decidiera finalmente, pues no tenía intención de disparar. Juli confiaba demasiado: olvidaba que su medio hermana ya no era una niña enfermiza, ni frágil ni demasiado exigida a quien hay que proteger y mimar… y que ella misma ya no era responsable de Shushila. Shushila era una mujer adulta que sabía lo que hacía.

Además, era esposa y reina… y probaba que sabía comportarse como tal. Esta vez, para bien o para mal, se le permitiría tomar su propia decisión.

Afuera, la multitud también guardaba silencio, pero ahora un sacerdote comenzó a agitar una pesada campana del templo que había traído de la ciudad, y sus duras notas reverberaron en el monte y despertaron ecos de las paredes y cúpulas de los muchos chattris. Uno de los brahmanes rociaba al muerto y a su viuda con agua traída del sagrado río Ganges, el «Madre Gunga», mientras otros vertían más ghee y aceite perfumado en los troncos de cedro y sándalo y sobre los pies del Rana.

Las sombras habían comenzado a alargarse y el día que parecía interminable pronto habría acabado… y, con él; la fuerza viva de Shushila.

Había perdido a su padre y a su madre, y al hermano, que, para sus propios fines, la había entregado en matrimonio a un hombre que vivía tan lejos que le llevó meses y no semanas llegar a su nuevo hogar. Había sido esposa y reina, había tenido dos abortos y dado a luz una niña que sólo vivió unos días; y ahora era viuda y debía morir… «Sólo tiene dieciséis años —pensó Ash—. No es justo. ¡No es justo!». Ash pensó que si disparaba nadie sabría si la bala había dado en el blanco o no. Si Juli se consolaba pensando que su hermana había sido salvada de las llamas todo lo que debía hacer era apretar el gatillo…

Pero los árboles en el extremo más distante del claro estaban llenos de hombres y muchachos colgados como monos de las ramas, y todos los chattris a la vista estaban llenos de espectadores, y hasta una bala perdida podía causar una muerte. Tendría que apuntar a la pira misma; era el único blanco seguro. Levantó el revólver y, sin volver la cabeza, dijo:

—Nos iremos en cuanto haya disparado. ¿Están listos para marcharse?

—Nosotros, los hombres, sí —respondió Gobind en voz muy baja—. Y si la sahiba-Rani…

Vaciló, y Ash terminó la frase por él:

—… Se cubre la cara, nos ahorrará tiempo. Además, ya ha visto bastante y no es necesario que siga mirando.

Habló con deliberada dureza, con la esperanza de que Juli se viera forzada a volver a atar el extremo de su turbante sobre la cara y perdiera así el último acto de la tragedia. Pero Juli no hizo ningún movimiento por cubrir su rostro ni por apartarse. Quedó como adherida al suelo: con los ojos muy abiertos, temblando e incapaz de mover un pie o una mano, y aparentemente sin haber oído las palabras de Ash.

Apenas cuarenta pasos, había dicho Sarji. No parecía tan lejos, porque ahora que no había movimiento entre los presentes el polvo se había asentado; y como el resplandor del sol ya no le cegaba, veía con toda claridad los rostros de los principales actores de la tragedia, como si estuvieran apenas a seis metros de distancia.

El pequeño Rana lloraba. Las lágrimas rodaban por su pálido rostro infantil, contraído por el miedo y el agotamiento físico, y si el brahmán que estaba junto a él no hubiera sujetado firmemente la antorcha que llevaba en las manos, la habría dejado caer. Entonces Shushila levantó los ojos y pronto su rostro cambió.

Quizá fue el brillo de la antorcha, o el crujido de las llamas en el aire quieto, que la despertó del mundo de ensueños en que se había estado moviendo. Su cabeza se alzó bruscamente y Ash vio abrirse sus ojos, en el rostro pequeño y pálido. Miró a su alrededor, ya no con calma, sino con la mirada aterrorizada de un animal perseguido, y Ash detectó el momento exacto en que la realidad rompió la ilusión y Shushila se dio cuenta, plenamente, de lo que significaba esa llama…

Las manos del chico, guiadas por las del brahmán, bajaron la antorcha hasta que tocó la pira cerca de los pies del muerto. Brillantes flores de fuego surgieron de la madera y florecieron con tintes anaranjados, verdes y violetas; una vez que el nuevo Rana hubo cumplido su deber con el viejo (su padre de adopción), el sacerdote tomó la antorcha y fue rápidamente hasta el otro extremo de la pira, para tocar los troncos detrás de la suttee. Una brillante lengua de fuego ascendió, y simultáneamente la multitud rugió su homenaje de aprobación. Pero la diosa que idolatraban arrojó la cabeza que tenía en la falda, y ahora, de pronto estaba de pie, mirando las llamas y gritando… gritando…

El sonido de esos gritos interrumpió el clamor como el de las cuerdas del violín en medio de la tempestad de tambores e instrumentos de viento y bronce. Anjuli gimió, y Ash levantó el brazo y disparó. Los gritos cesaron y la pequeña figura escarlata y dorada tendió una mano hacia delante como buscando apoyo, y luego cayó de rodillas sobre el cadáver que tenía a sus pies. Y mientras caía el brahmán arrojó la antorcha a la pira, surgieron llamas de la madera y arrojaron un velo de calor y humo entre los espectadores y la figura yacente de la muchacha que ahora llevaba un brillante vestido de fuego.

El ruido del disparo apenas se oyó en el pequeño espacio confinado. Ash arrojó el revólver entre sus ropas, se volvió y dijo salvajemente:

—Bien, ¿qué esperan? Vamos… vamos Sarji… Tú primero.

Anjuli aún parecía mareada; Ash tiró bruscamente de la tela que le cubría la nariz y la boca para asegurarse de que estaba firme, y después de ajustar la suya, tomó a Anjuli por los hombros y dijo:

—Escucha, Juli… y deja de mirarme así. Has hecho todo cuanto pudiste por Shushila. Ya no está. Ha escapado; y si nosotros queremos escapar, debemos dejar de pensar en ella para hacerlo en nosotros mismos. Ahora estamos primero. Todos nosotros. ¿Comprendes?

Anjuli asintió con un gesto.

—Bien. Entonces ve con Gobind y no mires hacia atrás. ¡Vamos!

La hizo girar sobre sí misma y la empujó hacia el pesado purdah que Manilal mantenía abierto para ellos. Anjuli siguió a Sarji por la escalera de mármol que conducía a la terraza donde estaba reunida la multitud.