Gobind tenía razón: el Rana murió aquella noche. Murió en la hora oscura antes del amanecer, y poco después el silencio fue roto por el sonido de los grandes gongs de bronce que anunciaban la muerte de todos los gobernantes de Bhithor desde que Bika-Rae, el primer Rana, fundó la ciudad.
El sonido despertó a la ciudad dormida, y arrancó a Ash de su cama poniéndole instantáneamente despierto y alerta.
La pequeña habitación continuaba estando calurosa como un horno, porque el viento de la noche había cesado. Ahora tampoco brillaba la luna, que se había escondido detrás de las colinas, dejando la habitación en una oscuridad tal que a Ash le llevó uno o dos minutos encontrar la lámpara y encenderla. Pero una vez hecho esto, el resto fue fácil, y cinco minutos más tarde estaba en el patio con Sarji, ensillando a Dagobaz.
No había necesidad de silencio o cautela. La noche estaba llena del sonido profundo de los gongs, en todas las casas se encendían lámparas y las multitudes que habían dormido al descubierto estaban despiertas y hablaban a gritos.
A Dagobaz no le importaban los gongs. Sus orejas estaban caídas y las fosas nasales muy abiertas, como los caballos del Antiguo Testamento que se hacían oír entre las trompetas, y escuchaba «la batalla a lo lejos, el atronar de los capitanes, y los gritos». Había levantado la cabeza y resopló al acercarse a Ash y por una vez se quedó quieto sin retroceder ni corcovear, ni hacer ninguna de sus travesuras habituales.
—Es la primera vez que se comporta tan bien —comentó Sarji—. Le encanta demostrar que tiene voluntad propia y que no usa la montura por timidez, ni porque le guste. Casi se diría que sabe que le espera un trabajo serio.
—Por supuesto que lo sabe. Tú lo sabes todo, ¿verdad, hijo mío?
Dagobaz bajó la cabeza para tocar el hombro de Ash a modo de afectuoso asentimiento, y Ash frotó su mejilla contra la nariz aterciopelada y dijo con la voz quebrada
—Trátalo bien, Sarji. No dejes que… —Se interrumpió bruscamente, sintiendo un nudo en la garganta, y durante los minutos que siguieron se ocupó de los arreos que faltaba ajustar. Cuando volvió a hablar su voz sonó firme y sin tonos emocionales,
—Bien, ya está. Te he dejado la carabina, Sarji. No precisaré de ella, pero tal vez la necesites tú y los otros, de manera que llévala contigo. Sabes cómo usarla, ¿verdad? No debemos vernos nuevamente. Hemos sido buenos amigos, y lamento tener que implicarte en este asunto y ponerte en peligro… y que todo termine así. Nunca debí haberte permitido venir, pero entonces esperaba que… bien, ahora eso no importa. Pero ten cuidado, Sarji… ten mucho cuidado. Porque si llega a sucederte algo…
—No me sucederá nada —replicó Sarji con rapidez—. No te preocupes. Seré cuidadoso, lo prometo. Toma mi látigo. Puede serte útil para abrirte paso entre la multitud. ¿Tienes el revólver?
—Sí, abre la puerta, ¿quieres? Adiós, Sarji… buena suerte… y gracias.
Se abrazaron como hermanos. Luego Sarji salió delante con la lámpara, quitó la tranca a la puerta y la mantuvo abierta mientras Ash conducía a Dagobaz a la calle.
—Pronto será de día —dijo Sarji, sosteniendo las riendas mientras Ash montaba—. Las estrellas ya han palidecido y no falta mucho para el amanecer. Deseo…
Se interrumpió con un suspiro. Ash se inclinó desde la silla para oprimirle el hombro, por un breve instante, luego tocó a Dagobaz con el talón, y salió adelante sin mirar atrás.
Llegar a la casa de Gobind no resultó tan fácil como él pensaba porque el clamor parecía haber atraído a la mitad de la población de Bhithor al Rung Mahal, y no sólo la plaza frente al palacio, sino todas las calles y callejuelas que conducían a ella estaban repletas hasta la sofocación. Pero de alguna manera se las ingenió para abrirse paso usando sin piedad el látigo de Sarji, y avanzando con Dagobaz mientras la multitud gritaba y maldecía y le abría camino.
La puerta de la casa de Gobind estaba cerrada. Seguramente la persona encargada de vigilarla había sido arrastrada por la multitud minutos antes, como le habría sucedido a Ash si no hubiese llegado a caballo. Pero el ir montado era una ventaja más, porque, elevándose en los estribos, pudo alcanzar una ventana del primer piso que había quedado abierta a causa del calor de la noche. En esa habitación no había luz… ni, por lo que podía ver, en ningún otro lugar de la casa. Pero golpeó en la persiana con el extremo del látigo, y apareció el rostro redondo y pálido de Manilal en la abertura.
—¿Qué sucede? ¿Quién es?
Ash le arrojó las dos cartas a manera de contestación, y, sin hablar, obligó a Dagobaz a girar y a abrirse camino por la calle contra el torrente móvil del populacho. Diez minutos más tarde, había dejado atrás a la gente y cabalgaba por las callejuelas oscuras y casi desiertas hacia la puerta mori. Aquí, también había luces: lámparas de petróleo, antorchas. Y más gente, aunque no demasiada, uno o dos guardias y serenos y pequeños grupos de campesinos de los pueblos de los alrededores que, evidentemente, habían acampado bajo la gran arcada y ahora preparaban la comida antes de ir a reunirse con la multitud que rodeaba el palacio.
El carbonero no había mentido sobre la apertura de las puertas: estaban abiertas y sin vigilancia, para que el espíritu del gobernante muerto pudiera pasar por ellas si así lo deseaba…
La leyenda decía que la puerta más favorecida en estas ocasiones era la puerta thakur, debido a su proximidad al templo de la ciudad. Pero hasta ahora, nadie, ni siquiera los sacerdotes, decía haber visto pasar a un espíritu. Aquella noche, sin embargo, todos los que tuvieron la buena suerte de estar cerca de la puerta mori declararían que realmente habían visto suceder esto: que el Rana mismo, todo vestido de oro y montado en un caballo negro como el carbón, cuyos cascos no hacían ruido, había pasado junto a ellos tan silenciosa y velozmente como una ráfaga de viento, y que se había desvanecido en el aire.
Lo del oro, por supuesto, era pura invención. Pero hay que recordar que los espectadores eran personas sencillas que sólo veían lo que esperaban ver. Para ellos, un Rana, naturalmente, debía estar espléndidamente vestido. También es posible que una combinación de las luces de las antorchas y el resplandor de los fuegos encendidos para cocinar que caía sobre las ropas de Ash (con la ayuda del humo) le hubieran dado una pasajera ilusión de esplendor. Pero, en cuanto a lo demás, el ruido de los cascos de Dagobaz fue ahogado por el sonido fúnebre de los gongs. Para evitar cualquier riesgo de que le detuvieran, Ash pasó por la puerta a todo galope, y una vez más allá del resplandor del fuego, caballo y jinete desaparecieron de la vista.
Con total inconsciencia de que había destruido una leyenda y creado otra que se contaría y volvería a contarse todo el tiempo que sobreviviera la superstición o que los hombres creyeran en fantasmas, Ash se alejó de la ciudad por el polvoriento camino del Norte.
Durante un corto período de tiempo, Ash olvidó lo que le esperaba y fue invadido por la embriaguez familiar de la velocidad y de constituir un solo ser con su caballo. Una tremenda excitación le mantenía rígido con las manos inmóviles en las riendas, los muslos apretados contra la silla. ¿Qué importaba si moría hoy o mañana? Había vivido. Estaba vivo ahora… gozosa e intensamente vivo… y si esta era la última mañana que vería, ¿qué mejor manera de pasarla?
—Eres una preciosidad —canturreó Ash—, ¡eres una maravilla! —Comenzó a cantar a voz en cuello, balanceándose en la silla con el mismo ritmo de la canción y del paso rápido y fácil del caballo:
¡Eras su roca, su fortaleza, su poder!
Eras, Señor, su capitán, en la brava batalla.
Tú, en el terror de la oscuridad, su única luz verdadera…
¡Aleluya…! ¡Aleluya…!
Lanzó una carcajada, al advertir que, sin pensarlo, había estado repitiendo uno de los himnos que oía cantar a Wally en el baño por la mañana temprano… y en muchas otras ocasiones cuando cabalgaban juntos por las llanuras alrededor de Rawalpindi. Wally solía decir que los días muy hermosos eran «días para cantar himnos». Pero se le congeló la risa en la garganta, porque, de pronto, oyó una voz muy lejana, débil, pero claramente audible por encima del ruido de los cascos, que canturreaba una respuesta:
—¡Aleluya!
Por un momento, el corazón se le detuvo y trató de controlar a Dagobaz, por que pensó que era Wally. Pero, al tirar de las riendas se dio cuenta de que sólo había oído el eco de su propia voz que le llegaba desde las lejanas colinas. El descubrimiento le tranquilizó un poco; había pueblos entre las montañas, y al darse cuenta de que si el sonido había llegado allí tan vivamente, también podrían haber llegado otros, dejó de cantar. Pero parte de la alegría que había sentido al hacerlo persistía, y en lugar de sentirse triste o asustado tenía conciencia de una curiosa excitación: la excitación fría del soldado antes de la batalla.
Cuando Dagobaz disminuyó el ritmo de su carrera, ya habían pasado el monte oscuro de Govidán, y a su alrededor se veía el gran anfiteatro de las montañas bañadas de una luz color perla que no producía sombras. El lago reflejaba un cielo ya amarillento; y a medida que la luz se acentuaba y las perdices y pavos reales se despertaban y comenzaban a cantar, los gongs de la ciudad dejaron de sonar. Ash se dirigió hacia el lugar de la incineración.
Ash cabalgaba con las riendas flojas, y Dagobaz, que había agotado su energía reprimida, se sentía contento de marchar al paso. No tenía prisa, ya que era improbable que el cadáver del Rana llegara al lugar de las piras mucho antes de mediodía. Porque, aunque el funeral tendría lugar lo antes posible a causa del calor, se necesitaría tiempo para organizar la comitiva, y sin duda habría interminables retrasos. Por otra parte, la multitud llegaría temprano para asegurarse buenos lugares, y ya había señal de actividad en el monte.
Al acercarse, Ash vio las figuras vestidas de color azafrán de unos sacerdotes, y mirando hacia la ciudad, distinguió jinetes en el camino que cabalgaban al galope a juzgar por la nube de polvo que levantaban tras ellos y que oscurecía parcialmente a los grupos de peatones que los seguían. Sin duda, era tiempo de llegar al monte, y obedeciendo a la presión de la rodilla de Ash, Dagobaz apresuró el paso.
Una vez que llegó a los árboles en la ladera oriental del monte, Ash se apeó y condujo su caballo hacia las ruinas de un antiguo chattri coronado por una triple cúpula. Había una especie de túneles en la construcción, y algunos conducían directamente al estanque central que no tenía techo, mientras que otros ascendían en aguda pendiente. En algunos debió de haber escaleras que conducían a la amplia terraza de arriba. Los escalones habían desaparecido mucho tiempo atrás, y ahora nadie visitaba el chattri derruido, pero uno de los túneles estaba aún en buenas condiciones y como establo temporal sería mucho más fresco y más cómodo que el de la carbonería.
Ash ató a Dagobaz a un trozo de mampostería y trajo agua del estanque en un balde de lona que llevaba. Además, había traído forraje y un manojo de bhoosa (paja) en una bolsa de la montura, porque sabía que tal vez Sarji sólo podría ir a buscar el caballo unas dos horas después, y que luego no podría detenerse hasta salir del valle y haber recorrido un buen trecho del camino de la montaña. Por tanto, era necesario dar de comer y beber a Dagobaz ahora.
—Estarás bien con Sarji —aseguró Ash con voz conmovida—. Te cuidará… Estarás bien con él… —Rodeó la cabeza negra con el brazo, luego apartó al caballo de él, dio media vuelta y echó a andar por la arcada en sombras para salir finalmente a la luz del sol.
Las laderas del monte aún estaban desiertas, pero cerca del centro el canto de los pájaros dio paso a las voces de los hombres. Donde terminaban los árboles detrás de los chattris frente al espacio abierto para las piras, había grupos de personas que se movían de aquí para allá: vendedores de comida y bebida que instalaban sus puestos a la sombra de los árboles, y que ya atendían a algunos clientes. Pero, por el momento, no se veían muchos espectadores, y aunque había unos veinte sacerdotes y funcionarios y algunos hombres de uniforme de la Guardia del Palacio en el claro, ninguno mostró interés en Ash, ya que todos estaban demasiado ocupados en supervisar la construcción de la pira y en hablar entre sí.
El chattri que tenía más cerca era una versión más grande y más bellamente decorada del chattri mucho más antiguo donde Ash había dejado a Dagobaz, ya que había sido construido en forma de cuadrado hueco alrededor de un gran estanque. Pero aquí las escalinatas en la pared externa estaban en excelentes condiciones, y Ash subió por una de ellas y al llegar a la amplia terraza de piedra sin ser molestado, se situó en un rincón entre el parapeto externo y el muro de un pequeño pabellón que flanqueaba a otro central mucho más grande.
De pronto, el aire de la mañana perdió toda su frescura y el día se hizo insoportablemente caluroso.
«Pronto correrá la brisa», pensó Ash. Pero aquel día no hubo brisa. La superficie cristalina del estanque reflejaba todos los detalles del chattri con tanta claridad que, si Ash se hubiera trasladado al fondo de la terraza, no habría necesitado mirar hacia arriba, hacia las cortinas del purdah que formaban una especie de habitación en el segundo piso, porque lo veía allí en el agua.
Por el momento, parecía desocupado, pues no se advertía movimiento detrás de las cortinas de caña que daban al lugar de la cremación, pero ya había mucha gente en el monte: muchos curiosos llegaron temprano desde los pueblos cercanos. Había varios sathus con el rostro manchado de ceniza y algunos funcionarios menores imbuidos de su propia importancia, que daban órdenes a los hombres que traían los troncos y cuya tarea era contener a las multitudes y mantener abierto el camino para la comitiva fúnebre.
Fue estupendo que Ash se hubiera colocado donde lo hizo, porque muy pronto la gota se convirtió en una inundación a medida que llegaban millares de personas de la ciudad, transformando el lugar en un mar de seres que se agrandaba a ambos lados del camino por el que habían llegado.
Más arriba había hombres arracimados como abejas en paredes y terrazas, escaleras, pabellones y tejados de los demás chattris, y pronto en cada rama de los árboles más cercanos había una carga de espectadores. La voz de la multitud sonaba como una sola… Un sonido profundo y ensordecedor que surgía y bajaba como el ronroneo de un gato gigante. Y aún no había brisa.
La multitud no parecía sentir las incomodidades del calor. Estaban habituados al polvo, a las altas temperaturas y a los hacinamientos, y no se les ofrecía a menudo la oportunidad de presenciar una ceremonia notable como la que allí los reunía hoy. Suponía una cierta incomodidad, pero era un precio pequeño que pagar por el privilegio de estar presente y poder hablar de ello en los años que vinieran, y describirlo a generaciones que aún no habían nacido. Porque incluso aquí, en este rincón remoto del Rajasthan, había pocos que no sintieran, con cierta incomodidad, que en la India del otro lado de la frontera las viejas costumbres cambiaban y morían, y que si el Raj se imponía, este sería tal vez el último suttee que se viera en Bhithor.
Ash, desde su ubicación en la terraza, no sentía el calor ni el polvo ni el ruido. Probablemente no se hubiera dado cuenta si de pronto hubiese comenzado a llover, a nevar, porque todas sus facultades estaban concentradas en mantenerse tranquilo y relajado. Era esencial que su visión fuera certera y su mano firme porque no dispondría de una segunda oportunidad; y recordando lo que le había dicho Kaka-ji sobre los beneficios de la meditación, fijó la mirada en una grieta en la parte superior del parapeto y contó los latidos de su corazón, respirando profunda y acompasadamente, obligándose a no pensar en nada.
La multitud se apretujaba a la izquierda, pero Ash tenía apoyada la espalda contra la pared del pabellón, y el espacio entre sus rodillas y el borde del parapeto era demasiado pequeño como para dar lugar a nadie. Hasta ahora, aquel lado de la terraza seguía en sombras, y la piedra contra la que apoyaba la espalda aún retenía algo de la frescura de la noche anterior. Ash se aflojó contra la piedra y sintió una extraña paz y cierta somnolencia, nada extraña si se consideraba lo mal que había dormido desde la llegada de Manilal a Ahmadabad, aunque en las circunstancias actuales, ante la perspectiva del «sueño eterno» dentro de una hora o un poco más, parecía ridículo.
Ridículo o no, probablemente se adormeció, porque despertó por el impacto repentino de un cuerpo sólido y un dolor agudo en el pie izquierdo; abrió los ojos y observó que el sol ya estaba en lo alto y que la multitud no le daba la espalda, sino que se había vuelto y contemplaba el chattri.
En la terraza, media docena de miembros del palacio del Rana, con cascos, trataban de abrir paso hacia la escalinata que conducía al segundo piso, y cuando la multitud volvió a presionarlos, el grueso caballero que estaba a la izquierda de Ash tuvo que ceder sitio y lo despertó al chocar contra él.
—Disculpe —jadeó el gordo, recuperando el equilibrio y luchando por permanecer derecho. Parecía estar en peligro inminente de caer hacia atrás sobre el parapeto y aterrizar sobre las cabezas de los ciudadanos seis metros más abajo. Ash tendió una mano para sostenerlo, y preguntó qué sucedía.
—Han llegado algunas mujeres de alto rango para presenciar la incineración —explicó el desconocido sin aliento, volviendo a colocarse el turbante que se le había caído con los forcejeos—. Sin duda, la familia del Diwan. ¿O quizá la del heredero? Mirarán desde arriba… desde detrás de esos chiks. Aunque el muchacho mismo irá en la comitiva para encender la pira… Dicen que su madre…
El hombre siguió hablando y hablando, especulando y comentando. Ash asentía de vez en cuando, pero, al cabo de un rato, dejó de escuchar. Tenía la boca seca y deseó haber traído su cantimplora en lugar de dejarla atada a la montura de Dagobaz. Pero una de las muchas cosas que había aprendido durante aquellos años en Afganistán, cuando andaba vestido de pathan y debía respetar el ayuno musulmán del Ramadán, era soportar la sed. Y como el Ramadán dura un mes (y durante este tiempo no puede tomarse comida ni bebida entre el amanecer y el atardecer) cuando cae en tiempo caluroso se convierte en una verdadera prueba de resistencia.
«Juli también debe de tener sed», pensó Ash. Un tormento más para agregar a lo que debía sufrir en aquella larga caminata final en medio del polvo y al sol entre la multitud curiosa. Y debía de estar tan cansada… tan, tan cansada… Era difícil creer que pronto volvería a verla realmente: la verdadera Juli, en lugar de la que viera en su imaginación en los últimos dos años. Sus dulces ojos serenos y su boca tierna; la frente tranquila y las sienes hundidas y las mejillas que Ash siempre deseaba besar. Se le apretó el corazón al pensado y sintió que valía la pena morir por verla nuevamente, aunque sólo fuera un momento…
Se preguntó qué hora sería. A juzgar por el sol, debía de ser más de mediodía, de manera que no pasaría mucho tiempo hasta que sacaran el cuerpo del Rana del Rung Mahal para que comenzara su último trayecto desde la ciudad. Y detrás de él vendría Juli… Juli y Shushila, las Ranis de Bhithor…
Irían vestidas con sus mejores galas: Juli, de amarillo y dorado, y Shu-shu, de escarlata. Pero esta vez sus saris bordados de piedras preciosas no ocultarían sus rostros, sino que estarían echados hacia atrás, para que todos pudieran verlos. Las suttees. Las sagradas…
Ash sabía que en el pasado a muchas viudas se les había administrado drogas para que no se volvieran atrás o hicieran algún intento de evitar su destino, pero no creía que Juli fuese drogada hacia su muerte, aunque seguramente ella se encargaría de que Shu-shu recibiera drogas, y Ash esperaba que fueran potentes… lo suficientemente potentes como para obnubilar los sentidos de Shushila a la realidad, sin impedirle caminar. Porque tendrían que caminar. Esa era la costumbre.
Ash cerró los ojos ante el sol cegador, pero esta vez se dio cuenta de que no podía dejar de pensar. Se le formaban imágenes tras los párpados cerrados como si viera sombras reflejadas en una pantalla: Juli, con su vestido amarillo y dorado y los cabellos negros sueltos que le caían hasta las rodillas, sosteniendo la figura vacilante, cargada de rubíes, de su hermanita… Las dos saliendo de las sombras del Palacio de la Reina para irrumpir en la tarde ardiente, y caminando hacia la puerta del suttee, y deteniéndose allí para sumergir sus manos en un recipiente de tintura roja antes de apretarlas contra los costados de piedra de la entrada, donde las huellas de sus palmas y sus dedos se unirían a las de muchas anteriores reinas de Bhithor que a su vez habían pasado aquella puerta cruel en su camino a la muerte.
Bien, al menos ya no habría más huellas, pensó Ash. Y quizás algún día en el siglo siguiente, cincuenta, sesenta o cien años después, cuando los rincones oscuros como este se hubieran civilizado y convertido en lugares respetables y respetuosos de la ley (y aburridos) grupos de trotamundos vendrían a contemplar la arcada y se les contaría la historia del último suttee. El último de Bhithor. Y de cómo un loco desconocido…
Un inesperado silencio interrumpió los sueños de Ash. Los espectadores habían visto nubes de humo blanco y resplandores brillantes desde los fuertes que dominaban la ciudad, y ahora que reinaba el silencio, oyeron el estampido de un cañón. Los fuertes disparaban una salva para saludar al Rana muerto que abandonaba definitivamente su capital.
Un hombre en medio de la multitud gritó:
—¡Atención! Allí vienen. Y Ash oyó un sonido lejano, pero nítido e indescriptiblemente fúnebre… El sonido de un cuerno tocado por los brahmanes que avanzaban a la cabeza del cortejo fúnebre. Luego llegó otro sonido, también lejano, pero inconfundible: el gran rugido de miles de voces que saludaban la aparición de las suttees con gritos de ¡Khaman Kher! ¡Khaman Kher! (¡Bien hecho!).
Ash no tenía forma de saber hasta dónde había avanzado la comitiva. Los árboles y los chattris, el polvo y el calor le impedían ver el camino, y tal vez estuvieran más cerca de lo que suponía. Sólo estaba seguro de que el cortejo avanzaría con gran lentitud, porque la multitud presionaría hacia delante para arrojar guirnaldas sobre el ataúd y rendir culto a las viudas del muerto, luchando por tocar el borde de sus saris rogando por sus plegarias e inclinándose a besar el suelo por el que habían pasado… Sí, sería un proceso lento. Y aun cuando el cortejo llegara al lugar de las piras pasaría mucho tiempo, porque Ash se había tomado el trabajo de aprender todo lo posible sobre los ritos que se realizarían.
La tradición decía que una suttee debía usar su vestido de novia y, además, ponerse sus más valiosas joyas; pero que no era necesario que llevara esos objetos valiosos a las llamas. Al fin y al cabo, había que ser práctico. Eso significaba que, en primer lugar, Juli se quitaría todos sus adornos brillantes. Los anillos, brazaletes, aros, prendedores, collares que habían formado parte de su dote… tendría que abandonarlos todos. Luego debía lavarse las manos con agua del Ganguees y caminar tres veces alrededor de la pira antes de subir a ella. No habría necesidad de apresurarse, y Ash podía elegir su momento.
Sólo media hora… quizá menos. Pero de pronto le pareció una eternidad y sintió que no podía esperar más. ¡Quería terminar con todo!
Y luego, sin ninguna advertencia previa, sucedió lo increíble: alguien le cogió un brazo, y suponiendo que era su vecino el charlatán, Ash se volvió hacia él con impaciencia, y vio que aquel caballero ya no estaba en el mismo lugar, sino que había sido remplazado por uno de los sirvientes de palacio, y que era este quien le oprimía el brazo. En el mismo momento le asaltó la idea de que habían descubierto su plan, e instintivamente trató de liberarse, pero no pudo porque estaba apoyado contra la pared y porque la presión en su brazo se había intensificado. Antes de que pudiera volver a moverse, una voz familiar le habló con urgencia desde detrás de los pliegues de muselina que cubrían la parte inferior del rostro del hombre:
—Soy yo, Ashok. Ven conmigo. De prisa.
—¡Sarji! ¿Qué haces aquí? Te dije…
—¡Cállate! —murmuró Sarji, echando una mirada aprensiva sobre su hombro. No hables. Sígueme.
—No. —Ash trató de liberarse de los dedos que lo aferraban y dijo con furia—: Si crees que puedes detenerme, pierdes el tiempo… Nada ni nadie me detendrá ahora. Todo lo que he dicho lo dije en serio, y lo llevaré a cabo, de manera que…
—Pero es que no puedes; ya está aquí. Aquí… con el hakim.
—¿Quién? Si esto es una treta para apartarme de aquí… —Se interrumpió bruscamente porque Sarji le había puesto algo en la mano. Algo pequeño y duro. Un trocito de madreperla tallado como un pez…
Ash se quedó mirándolo, trastornado y sin poder creerlo. Y Sarji aprovechó la oportunidad para arrastrarlo, ya sin resistencia, entre la apretada multitud que sólo les dejaba pasar gracias a la indumentaria de Sarji: el famoso traje escarlata y naranja de los sirvientes de palacio.
Detrás de la masa de espectadores, un gran número de soldados de las Fuerzas del Estado habían abierto un paso entre la salida lateral de la terraza y la escalinata que conducía al segundo piso cerrado del pabellón central. Pero también ellos reconocieron los colores del palacio y dejaron pasar a los dos hombres.
Sarji dobló a la derecha, y sin aflojar la presión en el brazo de Ash, se dirigió hacia una escalera que bajaba hasta perderse en las sombras y que terminaba en un nivel inferior en un túnel corto similar al que Ash había elegido para dejar atado a Dagobaz. Sólo a los espectadores privilegiados se les había permitido usar esta ruta, y no había nadie en la escalera; los guardias estaban frente a la entrada… los de abajo esperaban la llegada del cortejo y los de la terraza contenían al público. A mitad de camino, había una parte rota en la pared y una entrada baja conducía a un estrecho pasillo que probablemente salía del estanque central, y allí tampoco había nadie, por la misma razón. Sarji se introdujo en el pasillo, dejó libre a Ash, aflojó el extremo de su turbante de muselina y se apoyó en la pared, respirando agitadamente y con dificultad como si hubiera estado corriendo.
—¡Wah! —jadeó Sarji, enjugándose el sudor de la cara—. Fue más fácil de lo que espetaba. Esperemos que el resto sea igual. —Se inclinó y recogió un bulto que había en el suelo—. Toma, ponte esto rápidamente. Tú también debes ser uno de los nauker-log (sirvientes) del Rung Mahal, y no hay tiempo que perder.
Las ropas eran similares a las de Sarji, y mientras Ash se las ponía, Sarji le dio un breve resumen de lo ocurrido, hablando en un susurro desarticulado y apenas audible.
Le contó que estaba preparándose para marchar cuando llegó Manilal a la carbonería con noticias y cambiaron todos sus planes. Parecía que la Rani principal, dándose cuenta de que debía morir, había decidido usar el considerable poder e influencia que aún poseía, para salvar a su medio hermana Anjuli-Bai de compartir el mismo destino. Y lo había hecho.
La noche anterior consiguió que sacaran en secreto a su hermana del Rung Mahal y la llevaran a una casa fuera de la ciudad, pidiendo solamente que Anjuli Bai estuviera presente en las ceremonias finales; con este fin se había preparado un lugar cerrado para uso de Anjuli donde sería conducida el día del funeral por un grupo escogido de guardias y sirvientes, todos los cuales habían sido elegidos a causa de su probada lealtad a la Rani principal. Todo esto lo había notificado aquella misma mañana la sirvienta que con frecuencia había actuado como mediadora, y el hakim había enviado inmediatamente a Manilal a buscar al sahib, pero este ya se había marchado.
Así que regresamos a pie a la casa del hakim —dijo Sarji—, y fue él quien ideó todo esto. Incluso tenía la ropa preparada, porque, según él mismo dijo, hace muchas lunas que pensó que un día debería escaparse de Bhithor. ¿Y cómo mejor que con el atuendo de uno de los sirvientes del palacio, que iban a todas partes sin que nadie se fijara en ellos? De modo que pidió a Manilal que comprara ropa en el bazar y que preparara dos conjuntos para utilizarlos en caso de necesidad. Y más tarde, creyendo que podría llevarse con él a una o a ambas Ranis, dos más, y después, el quinto y el sexto, por si alguien más de Karidkote se fuera a marchar. Nos pusimos esa ropa y vinimos aquí, sin que nadie reparara en nosotros ¿comprende? Bien. Procure que el extremo del turbante no se le caiga y lo descubran. Ahora sígame, y ruegue a su Dios que no nos den el alto.
Nadie los molestó. Todo resultó absurdamente fácil, ya que lo efectivo del plan de Gobind residía en el hecho de que el Rung Mahal y los otros palacios reales de Bhithor estaban llenos de servidumbre; quizá muchos más de los necesarios y, desde luego, demasiados para que cualquiera de ellos conociera de vista a más de un tercio del resto, aun cuando no estuvieran de servicio y pudieran llevar el rostro descubierto. También en esta ocasión había mucha atención en los guardias de la terraza como para advertir que dos hombres con atuendo de sirvientes reales habían subido por las escaleras, mientras que después sólo bajó uno.
Tras la semioscuridad del pasadizo inferior, la luz resultó tan intensa, que Ash tuvo que cerrar los ojos cuando siguió a Sarji al piso inferior del pabellón principal, donde había apostados media docena de miembros de la guardia de corps personal del Rana, para evitar que entrara la gente. Pero no se fijaron en un par de sirvientes palaciegos, y Sarji pasó con ligereza entre ellos y subió por una escalera de caracol que conducía al segundo piso, donde colgaban unas cortinas de purdah entre las arcadas.
Ash, que seguía detrás de él, le oía murmurar algo, y se dio cuenta de que estaba rezando, sin duda en prueba de gratitud. Por fin, ambos llegaron arriba, y Sarji levantó una pesada cortina, al tiempo que le hizo señales para que entrase.