Gobind no se alegró de ver al sahib.
El medico de Karidkote había deseado, a pesar de que no lo creía posible, que cuando Manilal volviera trajera noticias de que llegaba ayuda, y durante la semana anterior había esperado ver al Oficial Político o a algún sahib importante de la policía, pasando por la Puerta de los Elefantes con un gran contingente de hombres armados tras él. En cambio, se enteró de que el sahib Pelham, después de haber enviado varios telegramas urgentes que no recibieron contestación, insistió contra todo lo aconsejable en venir a Bhithor él mismo, y que probablemente en ese momento estaba en algún lugar de la ciudad, disfrazado, y acompañado de un amigo gujerati que pasaba por sirviente suyo.
La desesperación de Gobind ante la inercia oficial sólo era igualada por su alarma ante esta revelación, y aunque rara vez perdía el control, ahora le sucedió… Pero era disculpable ya que se encontraba bajo una considerable tensión y la presencia de Ash sólo servía para aumentarla. Gobind no pensaba que sirviera de nada que el sahib viniera a Bhithor en estas circunstancias a menos que hubiera podido hacerlo abiertamente, con pleno respaldo del Gobierno. Era una tontería suicida, porque, aparte del hecho de que no serviría de nada, si le reconocían sin duda lo matarían; y ni uno de los suyos se enteraría jamás de lo que le había sucedido, ya que, según Manilal, se había marchado sin comunicar a nadie sus intenciones.
En opinión de Gobind, toda la aventura era una tontería rayana en la locura, y sólo podía agregar un peligro más a una situación que ya era extremadamente peligrosa de por sí. Gobind no podía comprenderlo. Hasta ahora sólo había considerado que el sahib Pelham era un hombre con sentido común, y esperaba que fuera directamente a Ajmer para descubrir por sí mismo por qué no había recibido respuesta a sus advertencias por telegrama, y qué se había hecho o decidido. No que se disfrazara de hindú y viniera a representar una comedia en Bhithor, como si fuera posible que un hombre apartara de sus propósitos a varios millares.
—Debe marcharse de inmediato —declaró Gobind, volviéndose hacia Manilal—. Su presencia aquí nos pone en peligro a todos: a ti y a mí y a las pocas mujeres de Karidkote que quedan así como a las Ranis, cuyo peligro ya es bastante grande sin esta locura. Si él y su amigo son desenmascarados, todos creerán que nosotros le hemos mandado llamar, y se ocuparán de que no salga vivo de Bhithor. Aquí no puede hacer nada, y, en cambio, puede causar mucho daño. Debiste habérselo dicho, y haber hecho todo lo posible para que renunciara a esta locura.
—Hice lo que pude —protestó Manilal—, pero estaba decidido y no quiso escucharme.
—Me escuchará a mí —replicó Gobind con acritud—. Lo traerás aquí mañana. Pero con mucho cuidado, porque, como sabes, nos vigilan mucho y no podemos llamar la atención ni atraer sospechas.
Manilal fue muy cuidadoso. A la mañana siguiente, una hora después de su encuentro con Ash y Sarji en una frutería, la mitad del mercado sabía que él y el hombre de Baroda habían estudiado medicina ayurveda en la ciudad sagrada de Kashi (Benarés) y que esperaba llegar a practicar esa antigua ciencia. Así que a nadie le pareció raro que esa persona deseara conocer y hablar con un hakim de una escuela diferente, ya que se sabía que los profesionales de tendencias diferentes se deleitaban en los debates y las discusiones. Se encargó especialmente de que cualquiera de los sospechosos que espiaban a su amo oyera la historia, y para evitar cualquier insinuación de secreto, dispuso que el visitante fuera a ver abiertamente al sahib hakim… a plena luz del día.
Esto no fue fácil, ya que poco antes de la hora decidida para la visita, Gobind fue llamado al palacio, desde donde sólo volvió en últimas horas de la tarde, cansado y desanimado, y sin deseos de recibir visitantes, en particular este en quien había puesto tantas esperanzas, y que sólo lo había desilusionado.
Recibió a Ash sin sonrisas, aceptó sin comentarios su explicación de por qué había pensado necesario ir a Bhithor, y cuando Ash terminó, dijo en tono inexpresivo:
—Esperaba que pudiera usted conseguir ayuda, y como no llegó ninguna temí que algún halcón hubiera matado a la última paloma antes de que llegara a su destino, y que mi sirviente hubiera sido detenido en la frontera y retenido con alguna acusación, o que hubiese sufrido un accidente que le impidiera llegar hasta usted. Pero jamás se me ocurrió que podría haber despachado advertencias a los sahibs-log en Ajmer y a Su Alteza de Karidkote y a mi amo, el sahib Rao, y que no hubiera recibido ayuda de nadie. Es algo que no entiendo.
—Yo tampoco —confesó Ash con amargura.
—Lo que pienso —intervino Sarji que había acompañado a Ash a la entrevista— es que el empleado que aceptó esos telegramas era un bribón, y que debe haberse guardado el dinero en lugar de enviar los mensajes. No sería la primera vez que sucede una cosa así, y…
—Bien, ¿qué importa lo que pasó con ellos? —interrumpió Ash con impaciencia—. Algo sucedió, y eso es lo que interesa. El hecho es: ¿qué hacemos ahora?
—Salir de inmediato para Ajmer —respondió Sarji prestamente, repitiendo la solución a la que había llegado durante sus noches de vigilia—. Y cuando lleguemos allí, pedir audiencia al sahib Agente General de inmediato, y a los sahibs policías también, y decirles…
Esta vez fue Gobind quien le interrumpió bruscamente:
—Es demasiado tarde para eso —replicó.
—¿Porque las fronteras están cerradas? Hay otro camino para salir de Bhithor. El camino por el que llegamos. Sigue abierto porque aquí nadie lo conoce.
—Así me lo ha contado mi sirviente Manilal. Pero aunque pudieran marcharse por el camino que eligieron, de todas maneras sería demasiado tarde. Porque el Rana morirá esta noche.
Ash lanzó una exclamación ahogada apenas audible. Al volverse para mirarlo, Gobind vio que había palidecido y se dio cuenta sin poder creer lo de que el sahib tenía miedo, mucho miedo. E inmediatamente, y con tanta certeza como si se lo hubieran gritado, supo por qué…
De manera que esa era la razón de la presencia del sahib en Bhithor. No había venido por tontería ni desafío, ni por la soberbia seguridad de que un «negro» no se atrevería a poner las manos sobre un miembro de la raza conquistadora, y que un angrezi debía poder asustar al Diwan y al Consejo e infundir el miedo al Raj en los habitantes locales. No… el sahib había venido porque no podía evitarlo. Porque tenía que hacerlo. Manilal sólo había dicho la verdad al declarar que «estaba decidido».
Era una complicación con la que Gobind jamás habría soñado, y el descubrimiento le aterró como había espantado a Kaka-ji y a Mahdoo y por las mismas razones. «Un hombre sin casta… un extranjero… un cristiano», pensó Gobind, sacudido hasta las profundidades de su alma ortodoxa. Esto es lo que sucedía por infringir las reglas del purdah y permitir a las jóvenes que se encontraran y hablaran libremente con un extraño, ya fuera sahib o no. Y si el hombre era joven y apuesto y las muchachas hermosas, ¿qué otra cosa podía esperarse? Jamás deberían haberlo permitido; y Gobind culpaba al sahib Rao, a Mulraj y al joven Jhoti, y a todos aquellos cuyo deber era encargarse de la seguridad y el bienestar de las futuras Ranis. Más que a nadie a Unpora-Bai.
Pero sabía que estos pensamientos eran inútiles. Lo hecho, hecho estaba; y en cualquier caso, no había motivos para suponer que los sentimientos del sahib eran correspondidos, ya que muy probablemente aquella a quien había entregado su corazón no tenía la menor idea de ello. Al menos eso esperaba Gobind. Pero este repentino conocimiento de los motivos del sahib no hizo nada por mejorar su propia inquietud. Sólo aumentaba su ansiedad, ya que ¿quién podía decir qué tontería sería capaz de cometer un hombre enamorado?
Por unos momentos, reinó el silencio en la habitación, y ni Sarji parecía querer romperlo. Gobind vio volver lentamente la sangre a la cara del sahib y supo lo que diría antes de oírlo…
—Debo ver al Diwan mismo —articuló Ash por fin—. Es nuestra única posibilidad.
—No servirá de nada —respondió brevemente Gobind—. Eso es todo lo que puedo decirle ahora. Si usted piensa de otra manera, no le conoce, ni tiene idea del temperamento y el humor de sus consejeros y de la gente de esta ciudad.
—Quizá. Pero al menos puedo advertirle que si permite que las Ranis se quemen vivas, él y los otros consejeros serán responsables, y el Raj enviará un sahib Político y un regimiento de Ajmer para arrestarlo y tomar el mando del Estado y convertirlo en parte de la India británica.
—No le creerá —respondió Gobind en tono tranquilo—. Y tendrá razón: porque hasta este pequeño y remoto lugar han llegado rumores de inquietud en el Norte y de que los pultons (Regimiento de Infantería) se preparan para la guerra. Usted debe haberlo oído ya que seguramente su propio pulton estará entre ellos y también sabrá usted que el Raj no emprenderá acción alguna en este asunto una vez que se haya consumado y que no se pueda volver atrás. No desearán moverse por una minucia en Rajasthan en un momento en que tienen problemas tan graves como Afganistán con que enfrentarse. Y piense, sahib: las noticias del suttee pueden no llegar a oídos de las autoridades durante muchos días… incluso semanas… y cuando lleguen, será demasiado tarde para hacer otra cosa que enviar al sahib Spiller a hablar con el Diwan y el Consejo y quizás imponer una multa. Pero no se rompen cabezas con palabras duras, y un impuesto puede pagarse con fondos del tesoro o con impuestos al pueblo. Ni el Diwan ni sus fondos sufrirán por eso.
—Hay otra cosa —intervino Sarji, dirigiéndose a Ash—. A menos que seas tonto sabrás muy bien que no has venido aquí como portavoz acreditado de su Raj, porque en tal caso no habrías entrado en Bhithor en secreto. Como un ladrón y disfrazado.
—Así es —confirmó Gobind—. Y como el Diwan no es idiota, usted no conseguirá apartarlo de su propósito y salvar a las Ranis del fuego. Sólo inmolará su propia vida sin ningún objeto… Y la nuestra también porque usted y su amigo han llegado abiertamente a esta casa, que está vigilada, y una vez que se conozca su identidad, todas nuestras cabezas caerán para asegurar que nadie pueda contar historias sobre su destino. Ni los que le dieron alojamiento se salvarán, pues podrían haber averiguado más de lo debido durante los últimos días, y sentir la tentación de hablar de ello.
Ash podría haber discutido algunos de los argumentos de Gobind, pero se vio forzado a reconocer la verdad de lo expuesto, y guardó silencio. Si sólo se hubiera tratado de arriesgar su propia vida en el intento de salvar la de Juli, lo habría hecho con alegría y sin pensarlo dos veces, pero no tenía derecho a sacrificar las vidas de otras ocho personas (porque el carbonero y su mujer no serían los únicos a quienes les cortarían la cabeza; los cinco morirían por el crimen de haberle alquilado una habitación).
Se quedó mirando ciegamente por la ventana donde el sol poniente pintaba de rosa los muros externos del Rung Mahal, con la mente desesperadamente concentrada en planes enloquecidos para rescatar a Juli, uno más arriesgado e impracticable que el otro…
Si sólo pudiera encontrar alguna forma de entrar en el palacio, mataría a tiros al guardia de la Zenana, atrancaría la puerta tras él, se apoderaría de Juli y la haría bajar por los muros atada a una cuerda para que le siguiera mientras el enemigo golpeaba la puerta; y luego… no… eso era completamente imposible… significaría que veinte mujeres se pondrían a chillar y, si las dejaban en libertad, abrirían la puerta en el mismo instante en que Ash volviera la espalda. Necesitaría ayuda…
Entre los dos, él y Sarji, podían usar cinco armas, mientras que Gobind y Manilal seguramente conseguirían uno o dos rifles. Luego, si Gobind no se equivocaba con respecto al Rana, sería posible, en medio de la confusión que reinaría en el palacio esa noche, que cinco hombres decididos entraran por la fuerza en el sector de la Zenana y liberaran a las dos mujeres, ya que todos estarían en la habitación del moribundo o cerca de ella, y pocos prestarían atención a las mujeres. Sin duda habría menos vigilancia, y hasta sería posible entrar en palacio detrás de Gobind, quien sería admitido sin ninguna pregunta…
Pero ¡por supuesto! ¡Así era como debían hacerlo! Gobind debía presentar a Ash como a otro médico, un conocido científico de la medicina ayurveda, cuya opinión sería valiosa en esta crisis. Sarji pasaría por ayudante suyo, mientras que Manilal, el sirviente del hakim, llevaría drogas, por lo que era improbable que le interrogaran. Una vez dentro del palacio, lo peor habría pasado, ya que allí probablemente podrían pasar sin ser vistos por la puerta de la Zenana, y una vez dentro el resto sería relativamente sencillo. Si el Rana había muerto o se estaba muriendo, los gritos y las lamentaciones del sector de las mujeres no resultarían extraños. Además, dispondrían de gran cantidad de sábanas y saris que podrían usar para amordazar y atar a las mujeres más violentas y para hacer sogas con que las Ranis y sus salvadores pudieran descender hasta el pozo seco al pie de la pared exterior, desde donde podrían escapar mientras la ciudad dormía. Era un plan de locos, pero podía dar resultado, y cualquier cosa, por más desesperada que fuera, era mejor que dejar a Juli entregada a su destino. Pero si fallaba…
«Debí haber ido directamente a Ajmer —pensó Ash—. Podría haber conseguido que me escucharan. Debí haberme dado cuenta de que sucedería esto… de que los telegramas podían perderse o alguien podía leerlos o que podían haber sido transmitidos por algún imbécil que no se diera cuenta… nunca debí… Juli, Dios mío… !Juli!, mi amor… Esto no puede suceder. Tiene que haber alguna forma, algo que yo pueda hacer. No puedo quedarme aislado y dejarla morir…»
No se dio cuenta de que había pronunciado las últimas palabras en voz alta hasta que Sarji preguntó:
—¿Dejarla? ¿Piensa usted que el plan es que una sola siga al cadáver de su marido a la pira, y que a la otra se le permitirá vivir?
Los ojos de Ash volvieron a brillar, y aparecieron dos manchas de color en sus mejillas. Repuso un tanto confuso:
—No, no quise decir… supongo que morirán las dos. Pero no podemos permitir que se llegue a eso. He estado pensando…
Expuso su plan y los dos hombres lo escucharon: Gobind, impasible, y Sarji, más voluble, con algunos signos de asentimiento y otros de rechazo. Cuando terminó fue Sarji quien habló primero:
—Es posible que tuviera éxito. Pero salir libremente del palacio no sería suficiente porque las puertas de la ciudad están cerradas y atrancadas desde el anochecer, podríamos quedar atrapados, pues, aunque atemos a todas las mujeres de la Zenana, para que sólo se dé la voz de alarma al amanecer, no podríamos salir de la ciudad sin ser vistos.
Ash replicó:
—Tendríamos que dejar los caballos frente a los muros; en cuanto a salir de la ciudad, podríamos hacerlo de la misma forma en que entramos en el palacio… descendiendo por el muro con cuerdas, y, si todo sale bien, nos reuniríamos con Bukta y saldríamos del valle antes de que el cielo comience a iluminarse. Sé que será difícil y peligroso. Sé que correremos muchos riesgos y que muchas cosas irán mal. Pero es una posibilidad.
—No podemos permitirnos hacer eso —respondió secamente Gobind.
—Pero…
—No, sahib. Déjeme hablar. Quizá debí haberle dicho antes que ya no podré volver al Rung Mahal. Cuando salí hoy de allí, fue por última vez.
Según Gobind, los consejeros del Rana le apremiaban para que adoptara a un heredero, ya que se sabía que la Rani principal había tenido una niña, y cuando cayó enfermo renovaron sus ruegos, pero sin resultado. El Rana no creía que su enfermedad era mortal: se recuperaría y engendraría otros hijos, hijos varones que luego serían hombres fuertes… ya verían. Entretanto, como no tenía familiares cercanos aparte de un par de hijas enfermizas (que no le habían dado nietos y a cuyos maridos él despreciaba) se negaba a amenazar el futuro de su descendencia adoptando al hijo de otro hombre. Su decisión estaba tomada.
Nada de lo que le dijeron había logrado cambiarlo… hasta aquella mañana. En algún momento del amanecer, por fin se percató que se moría, y, aterrorizado por la perspectiva de descender a ese infierno llamado Pât, donde van los hombres que no tienen hijos varones para encender su pira, accedió en adoptar un heredero… Aunque no como se temía un hijo de la familia del Diwan, ni algún otro de los favoritos corrientes.
En cambio, su elección recayó en el nieto más joven de un familiar lejano por parte de su madre… el mismo pariente que había sido enviado a saludar a las novias de Karidkote a su llegada a Bhithor. El muchacho fue llamado de inmediato y las ceremonias necesarias se realizaron con rapidez, porque, aunque la elección podía representar una desilusión para muchos, aun aquellos que alimentaban esperanzas con respecto a sus propios hijos varones, preferían que el elegido fuese un niño de seis años, más bien que el hijo de algún rival. En realidad, el Rana fue astuto hasta el final; pero el esfuerzo que esto le costó acabó con las fuerzas que le quedaban, y una vez concluido el asunto cayó en estado de coma.
—Ya no me reconoce —dijo Gobind—. Ni a nadie. Por lo cual sus sacerdotes y sus propios médicos, que siempre estuvieron tan resentidos conmigo, han aprovechado la situación para expulsarme de su habitación. Además, han convencido al Diwan, quien no siente ningún cariño por Karidkote, para que me prohíba volver a poner el pie en palacio. Créame, se encargarán de que ya no vuelva de manera que usted no puede usarme para cubrir ningún intento de entrada en el Rung Mahal. Si piensa entrar a tiros, le diré que está loco; a los reyes no se les permite morir solos y en paz, y esta noche habrá más guardias y mucha más gente que antes vigilando en el palacio, ya que ahora todos saben que el Rana se está muriendo. Todos los pasillos y los patios estarán atestados de hombres que esperan oír que ha lanzado su último suspiro, y como hay muchas cosas de valor en el palacio, el Diwan ha ordenado vigilancia extra en la puerta de cada habitación… temiendo que, según dicen, algunas pequeñeces, tales como jarrones de jade y ornamentos de oro y de marfil, desaparezcan antes de que él haya tenido tiempo de dejar de verlas.
Ash no dijo nada, pero su rostro hablaba por él, y Gobind agregó con suavidad:
—Sahib, no estoy tan ligado a la vida como para vacilar en arriesgada si supiera que existe la menor posibilidad de que su plan tenga éxito. Sólo porque sé que no la tiene, deseo persuadirle. Y también porque si falla, como sin duda sucederá, los mismos que usted espera salvar pueden convertirse en sospechosos de complicidad y condenados a una muerte peor que la del fuego. En cambio, si espera y no hace nada apresurado, es posible que en el último momento el sirkar pueda hacer algo por evitar la inmolación… ¡Sí, sí, sahib! Sé que no parece probable. Pero ¿cómo sabemos que ellos no han preparado también sus planes? No podemos estar seguros, y si desperdiciamos inútilmente nuestras vidas… matando a muchos en esa pelea, como haremos, y además poniendo en peligro a las Ranis… podría resultar, como suele decirse, «que hemos perdido a Delhi por un pez».
—Tiene razón —afirmó bruscamente Sarji—. Si ya no puede entrar en palacio, no hay esperanzas de que nos admitan a nosotros, e intentar forzar la entrada sería una locura. Seré estúpido, pero no estoy loco… Y espero que tú tampoco lo estés.
La boca de Ash se torció en un simulacro de sonrisa y dijo:
—Todavía no, pero… pero no acepto la idea de que no se puede hacer nada, y que debo resignarme a ver…
Se interrumpió con un estremecimiento y guardó silencio. Gobind, observándolo con mirada profesional, decidió que no estaba muy lejos de volverse loco. Era evidente que el sahib había soportado mucho durante las últimas dos semanas, y que los efectos acumulados de la tensión, la ansiedad y una terca negativa a la desesperación, combinados con una gradual desaparición de las esperanzas… le habían destrozado los nervios. En su actitud actual representaba un peligro para todos, y lo primero que sugeriría sería sin duda algún plan demencial para raptar a las Ranis mientras caminaban a través de las multitudes hacia las piras, actuando por sorpresa, y con la esperanza de escapar entre el tumulto y la confusión que un acto semejante crearía en medio de una enorme masa de espectadores.
En realidad, Gobind ya había pensado en esa particular línea de acción; pero, al considerarla con detenimiento, se había visto obligado a rechazarla, dándose cuenta de que la multitud misma malograría semejante empresa, porque la gente de Bhithor estaría poseída de un alto grado de excitación, y la amenaza de que les privaran del espectáculo que pensaban ver los convertiría en un instante en una turba enloquecida. Harían pedazos a los intrusos impíos, y no habría esperanzas de escapar de ellos. Gobind lo sabía, aunque el sahib no, y sólo podía esperar convencerlo de que semejante intento sería peor que inútil. Pero no fue necesario, aunque tenía razón en suponer que Ash debía pensar indefectiblemente en ello.
Ash lo había pensado; pero llegó a la misma conclusión que Gobind. También él se daba cuenta de que una multitud excitada puede ser más peligrosa que un leopardo herido o un elefante salvaje… y que la multitud tiene cabeza de hidra. Si había alguna forma de salvar a Juli, no era esa. Se puso de pie rígidamente, como si le costara esfuerzo moverse, y declaró con voz átona y grave:
—Creo que no hay nada más que decir. Si usted o Manilal pueden pensar en algún plan con posibilidades de éxito, les agradeceré que me lo comuniquen. Yo haré lo mismo. Aún tendremos algunas horas de luz y toda la noche para pensarlo. Y si el Rana tiene más apego a la vida que lo que ustedes suponen aún contaremos con un día y una noche; ¿quién sabe?
—Sólo los dioses —respondió en tono sombrío Gobind—. Oremos para que mañana el sirkar nos envíe un regimiento, o, al menos, un sahib Político de Ajmer. Si sigue usted mi consejo, sahib, tratará de dormir esta noche. Un hombre cansado comete errores de juicio y necesitaremos de toda su inteligencia y su fuerza. Tenga la seguridad de que le enviaré a Manilal si hay alguna noticia, o si veo alguna forma de salir de este atolladero.
Hizo una grave reverencia sobre sus manos alzadas, con las palmas juntas, y Manilal les acompañó y atrancó la puerta al salir ellos.
—¿Adónde vas? —preguntó Sarji con suspicacia, mientras Ash doblaba a la izquierda para entrar en una callejuela que llevaba en dirección opuesta al sector de la ciudad donde tenían su alojamiento.
—A la puerta del suttee. Quiero ver el camino por donde vendrán, y el que seguirán. Ya lo habría hecho si no hubiera estado tan seguro de que el sirkar entraría antes de que fuera demasiado tarde.
La callejuela bordeaba un costado del Rung Mahal donde estaba el sector de la Zenana, y en seguida llegaron a una estrecha entrada abierta en el muro del palacio. Era una entrada poco visible, apenas lo suficientemente grande como para que pasaran por ella dos personas a la vez, decorada con un curioso dibujo que, al inspeccionarlo más de cerca, resultó ser el de las huellas de innumerables manos delicadas, manos de reinas y concubinas que a través de los siglos habían pasado por aquella puerta en su camino al fuego y a la santidad.
Ash lo había visto y lo advirtió en su visita anterior a Bhithor, y ahora sólo le echó una mirada al pasar. Su interés no se centraba en la puerta, sino en la ruta que seguiría la comitiva desde allí hasta la pira. El lugar de la incineración estaba a cierta distancia de la ciudad, y como las puertas se cerrarían una hora después de la puesta del sol, no había tiempo que perder. Ash empujó a Sarji hacia delante, observando todos los recovecos y curvas entre la puerta del suttee del Rung Mahal y la puerta mori que era la más próxima a las de la ciudad.
Al cabo de unos diez minutos más estaban en campo abierto, caminando por un sendero polvoriento que llevaba directamente hacia las montañas. Allí no había casas, ni refugio alguno, pero sí mucho movimiento en el camino, la mayoría de peatones, y todos marchaban hacia la ciudad.
En seguida Ash dijo:
—Debe de haber algún camino que lleve a la derecha. Yo solía cabalgar por esta zona, pero nunca visité los chattris y el campo donde se encienden las piras. Entonces ni siquiera pensaba que… —dejó la frase sin terminar para detener a un pastor que conducía su rebaño de regreso a la ciudad, y preguntarle por dónde se iba a la zona de las piras.
—¿A Govidán, dice usted? ¿Son ustedes forasteros que no saben dónde se encienden las piras de los Ranas? —preguntó el muchacho, mirándolos fijamente—. Es allí… donde están los chattris. Pueden verlos por encima de los árboles. El camino está muy cerca. ¿Son ustedes religiosos, o van a realizar la incineración del Rana? Ah, será una gran tamarsha (festival). Pero aún no ha muerto, porque cuando muera sonarán los gongs, y mi padre dice que se oyen hasta el Ram Bagh… de manera que todos…
Ash arrojó un anna en la mano del chico y se apartó de él; pocos minutos después llegaron al lugar de donde partía un sendero lateral a la derecha del camino principal para dirigirse hacia el lago. El sendero, como el camino, estaba cubierto de polvo, pero no había huellas de carros y pocas de ganado o cabras. Pero era obvio que algunos jinetes habían pasado por allí y regresado luego hacía poco tiempo, porque el menor soplo de viento habría borrado las huellas.
—Vinieron a elegir un lugar para la pira funeraria —dijo Sarji.
Ash asintió en silencio, con la mirada fija en una zona verde que había más adelante.
Si Ash venía hasta aquí tendría que dejar a Dagobaz atado en algún lugar más allá de la multitud, porque, aparte del gentío que acudiría al lugar a presenciar la ceremonia, miles de personas más acompañarían al coche fúnebre y su escolta, y serían una masa humana irresistible y aterrorizante. Al vislumbrar la escena, Ash se dio cuenta de que lo mejor sería permanecer en el anonimato. Nadie le prestaría la menor atención si se incorporaba a esa multitud. Sería uno más de ellos, un curioso más, nada notable e inadvertido por todos… Siempre que viniera a pie. Un hombre a caballo llamaría mucho más la atención, y en cualquier caso Dagobaz no estaba acostumbrado a semejantes multitudes y era impredecible cómo reaccionaría.
—No sería posible —murmuró Sarji, cuya mente sin duda trabajaba por caminos similares—. Si este lugar estuviera del otro lado de la ciudad, habría alguna probabilidad. Pero jamás podríamos salir de aquí, aunque nos abriéramos paso entre la multitud, ya que estamos rodeados de colinas por un lado y por el otro está el lago, mientras que más allá —señaló hacia el Este con el mentón— no hay salida, de manera que tendríamos que volver a la ciudad y allí nos apresarían.
—Sí, ya me he dado cuenta.
—¿Entonces para qué estamos aquí? —Había algo más que incomodidad en la voz de Sarji.
—Porque quería ver el lugar por mí mismo antes de decidir. Pensé que quizá habría alguna característica del lugar que pudiera resultar ventajosa, o que podría sugerirme algo. Tal vez lo haya. En todo caso, no habremos perdido nada.
Las huellas de cascos se detenían en el borde de un denso bosque, y resultaba evidente que los jinetes habían desmontado y dejado allí sus caballos antes de entrar en el bosque a pie. Ash y Sarji, siguiendo el mismo sendero entre hileras de troncos de árboles y luego nuevamente al descubierto, se encontraron en un gran claro en el centro de lo que parecía ser una ciudad abandonada: una ciudad de palacios o templos, levantados entre los árboles.
Se veían construcciones por todas partes: chattris fúnebres. Vastas tumbas vacías, levantadas con la piedra caliza, característica de la región y adornadas con intrincados dibujos; algunas eran tan altas que sobresalían por encima de las copas de los árboles.
Cada chattri recordaba a un Rana de Bhithor, y había sido levantado en el lugar donde ardiera su cuerpo. Y cada uno de ellos, a la manera de un templo, había sido construido frente o junto a un amplio estanque, de manera que quienes venían a orar podían realizar las abluciones correspondientes. Al parecer, venía poca gente, porque el agua del estanque estaba verde y llena de algas y peces; y muchos de los chattris semiderruidos. Palomas, loros y lechuzas habían construido sus nidos en las grietas entre las piedras, pero, aparte de los pájaros y algunos monos y un sacerdote solitario que recitaba sus plegarias sumergido hasta la cintura en el estanque, el lugar parecía abandonado, y Ash lo contempló con la mirada de un general que planea una batalla.
Un espacio abierto que se veía desde allí era el lugar adecuado para instalar una nueva pira, y, a juzgar por las muchas huellas que se veían en el polvo de aquel punto, había sido inspeccionado el día anterior por muchas personas que dieron vueltas alrededor de él, permanecieron allí hablando durante un tiempo considerable, y luego se fueron sin visitar ninguna otra parte del monte. Esas marcas eran una prueba de que allí sería incinerado el Rana y luego se levantaría su chattri. Además, había suficiente espacio para varios millares de espectadores así como para los protagonistas… y el lugar era un blanco excelente para cualquiera que estuviera situado a un nivel más alto que la multitud, por ejemplo, en la terraza de un chattri cercano…
Sarji tocó el brazo de su amigo y habló en un susurro, impuesto por la atmósfera tétrica del lugar:
—Mira, han colgado varios chiks (cortinas de cañas). ¿Para qué serán?
La mirada de Ash siguió la dirección que señalaba el dedo de Sarji, y vio que uno de los pisos del chattri más cercano estaba cerrado por cortinas de caña que colgaban entre cada par de pilares, convirtiendo así al penúltimo piso del pabellón más cercano en una pequeña habitación.
—Probablemente, para alguna de las mujeres purdah que vienen a ver el espectáculo. La mujer y las hijas del Diwan… Esa gente. Verán muy bien desde aquí —respondió Ash, y se apartó rápidamente, asqueado por la idea de que no sólo las mujeres ignorantes de origen humilde, sino también las aristócratas mimadas estarían ansiosas por ver a dos miembros de su propio sexo quemarse vivas… y se sentirían encantadas de estar presentes.
Dio una vuelta al monte, caminando entre los chattris y el estanque de agua silenciosa que reflejaba muros, terrazas y cúpulas construidos antes de los días de Clive Warren Hastings; cuando volvió al claro central, este ya estaba en sombras.
—Vámonos de aquí —pidió Sarji con un estremecimiento—. Ni por todo el tesoro del Rana me gustaría que me atraparan en este lugar cuando caiga la noche. ¿Ya has visto todo lo que querías ver?
—Sí —respondió Ash—. Todo y mucho más. Podemos marcharnos ahora. No volvió a hablar durante todo el camino de regreso a la puerta mori, y por una vez Sarji también demostró que no deseaba hablar.
La visión de aquella silenciosa ciudad de tumbas rodeada de árboles le había agotado más de lo que deseaba admitir, y una vez más se encontró pensando que le habría gustado no verse mezclado en aquel asunto. Si bien Ashok había reconocido que tenían que descartar el rescate de las víctimas en el último momento, Sarji sentía la incómoda convicción de que Ashok tenía otras ideas, ideas que pensaba llevar a cabo solo, sin pedir consejo ni ayuda a nadie. Bien, si quería hacerlo, que lo hiciera. Sarji no podía hacer mucho por evitarlo. Pero todo terminaría en un desastre, y como había señalado el hakim, el fracaso sería inevitable y conduciría a todos a la muerte. ¿Cuánto tiempo, se preguntaba Sarji, tardaría Bukta en darse cuenta de que su amo y el sahib no volverían nunca…?
Aquella noche había más gente de lo habitual en la ciudad, porque ahora las noticias de que el Rana se moría habían llegado a todos los pueblos y aldeas del Estado; los súbditos afluían a la capital para presenciar las exequias y los suttees por la dignidad que representaba estar presentes en su santificación. En la calle se hablaba de esta ceremonia, todos los templos estaban llenos, y hacia la noche la plaza frente al palacio aparecía atestada de gente de ciudad y campesinos que contemplaban la puerta principal del Rung Mahal mientras esperaban las noticias.
Hasta el carbonero y su silenciosa esposa parecían haberse contagiado algo de la excitación, porque recibieron el regreso de sus huéspedes con inesperada locuacidad y una lluvia de preguntas. ¿Dónde habían estado y qué habían visto y oído? ¿Era verdad que habían visitado al médico extranjero del Rana, un hakim de Karidkote? Si así era, ¿les había dado alguna noticia?
¿Sabían que cuando moría un Rana en Bhithor, se hacían sonar los grandes gongs de bronce que colgaban de una torre sobre los muros del Rung Mahal para que todos se enteraran de su muerte? Si los gongs sonaban de noche en los fuertes gemelos que guardaban la ciudad se encenderían hogueras al oírlo, para dar la noticia a todas las aldeas y pueblos de Bhithor, mientras que en la ciudad las puertas externas se abrirían de inmediato para que el espíritu del gobernante pudiera pasar por ellas… eligiendo hacia dónde se dirigiría: Este, Oeste, Norte o Sur.
—Y, además, para que cualquiera que lo desee se sitúe en el camino por el que pasará el entierro —explicó el carbonero. Agregó que era una precaución necesaria, ya que de otro modo la gente que deseaba estar en primera fila se amontonaría cerca de las puertas antes del amanecer, causando gran confusión y probablemente heridos y muertos entre las mujeres, niños y ancianos, en su esfuerzo por estar los primeros cuando se abrieran las puertas.
—Yo pienso ir a la puerta del suttee y quedarme en la zanja junto a la pared. Desde allí se ve bien y les aconsejaría que hicieran lo mismo. Ya que así mirarán hacia arriba en lugar de esforzarse por ver sobre las cabezas de hombres más altos. Ah, valdrá la pena presenciarlo. No sucede a menudo que uno pueda ver a una Rani sin velo, y esta dicen que es muy bella. Aunque la otra, su hermana, a quien llaman Kairi-Bai, es torpe y nada bonita. Así me lo han dicho.
—Sí, así es —respondió Ash mecánicamente, pero su mente parecía estar tan ajena a lo que le decían, que Sarji lo miró con preocupación, y el carbonero, ofendido, le dio la espalda y comenzó a gritar con furia al muchacho idiota. El ruido sirvió para arrancar a Ash de su abstracción, y preguntó bruscamente si alguien había dejado un mensaje para él. Pero no había mensaje alguno de Gobind; ni ninguna señal de que el Gobierno de la India pensara ejercer su autoridad y hacer cumplir las leyes.
—Todavía hay tiempo —le consoló Sarji al salir del patio después de cuidar de los caballos, mientras precedía a Ash en la estrecha escalera, llevando una lámpara encendida y la llave—. El Rana aún no ha muerto, y por lo que sabemos, puede llegar a un pulton esta misma noche. Y si ese viejo estúpido dice la verdad y han sonado los gongs, abrirán las puertas.
—Sí —respondió Ash pensativamente—. Eso facilitará mucho las cosas.
Sarji lo miró con una sonrisa, pensando que se trataba de un comentario sarcástico, pero el rostro de Ash estaba serio y atento como si se estuviera concentrando profundamente, y en sus ojos había una mirada que a Sarji no le gustó… una mirada extraña y fija que no presagiaba nada bueno. ¿Qué había decidido hacer?, se preguntó Sarji con repentino terror. ¿No creería todavía que el sirkar enviaría un regimiento a Bhithor? ¿Qué tenían que ver las puertas con eso? ¿Qué seria más fácil? ¿Y para quién? Sarji tropezó en el último escalón y empleó un tiempo excesivo en introducir la llave en la tosca cerradura de hierro porque le temblaban las manos.
En el cuarto hacía un calor asfixiante y durante el día lo habían invadido el polvo de carbón y el olor de la comida. Ash abrió la única ventana para dejar entrar el aire de la noche, se apoyó en el alféizar, y sintió el olor familiar de los caballos. Abajo, el patio estaba en sombras y no veía las formas oscuras de Dagobaz, pero el pelaje gris de Moti Raj se destacaba como una mancha pálida, y Ash oía resoplar a Dagobaz, molesto por alguna rata o por los mosquitos, y furioso por no haber hecho sus ejercicios nocturnos.
—Esos dos estarán tan contentos como yo de salir de este lugar —observó Sarji, buscando fósforos a tientas en una alforja de la silla—. ¡Caramba! Este lugar es un horno y apesta a ghee malo y a repollo podrido… y a cosas peores.
Ash se apartó de la ventana y respondió:
—Arriba ese ánimo. Si el sahib hakim tiene razón, esta será la última noche que pasaremos aquí, y mañana a esta hora estarás a veinte koss de distancia y durmiendo bajo las estrellas, mientras el viejo Bukta vigila.
—¿Y tú? —dijo Sarji. Había encontrado los fósforos. Encendió una segunda lámpara de petróleo y la levantó para iluminar el rostro de Ash—. ¿Dónde estarás tú?
—¿Yo? Ah, también estaré durmiendo. ¿Qué más? —dijo Ash y rio. Hacía muchos días que no se reía así, ni de ninguna otra manera, y Sarji se sorprendió, porque la risa parecía totalmente natural. Un sonido alegre, relajado y estimulante.
—Me alegro de que aún puedas reír —observó Sarji—. Aunque no sé de qué te ríes. Los dioses saben que hay poco de qué reírse.
—Si realmente quieres saberlo —dijo Ash—, me río porque he capitulado. He «tirado la toalla», como dicen mis compatriotas. Reconozco que me han derrotado y es un alivio saber dónde estoy y ver el futuro con claridad. Dicen que ahogarse es muy agradable una vez que uno deja de luchar, y eso es lo que he hecho. Pero, cambiemos de tema. ¿Hay algo de comer? Estoy hambriento.
—Yo también —rio Sarji, dirigiendo en el acto su atención a la comida, ya que no habían comido desde la mañana, y sólo un poco; la ansiedad estimula el apetito y los hombres habían pasado una noche inquieta—. Debe de haber un par de chuppattis o algunas pekoras. Es decir, siempre que no se los hayan comido las ratas.
Las ratas no se los habían comido, pero las hormigas habían estado más activas. Lo que quedaba tuvieron que tirarlo por la ventana, y como Ash se negaba a ir a cualquiera de las casas de comida de la ciudad porque podían estar muy llenas de gente y no se sentía con disposición para esperar durante horas la posibilidad de obtener un lugar vacío, Sarji salió a comprar lo que necesitaban en un tenderete, muy aliviado de que por fin su amigo hubiera entrado en razón y viera la inutilidad de tratar de luchar contra lo imposible. Ahora ni siquiera necesitaban esperar hasta que muriera el Rana, porque como no podrían impedir lo que vendría después, no tenía sentido que permanecieran en Bhithor un momento más de lo necesario.
Se irían al amanecer, en cuanto se abrieran las puertas, y Ashok no tendría razones para culparse de nada. Había hecho todo lo que podía y no estaba en sus manos lograr lo imposible. Si a alguien podía culparse era al Gobierno que había sido advertido y se negaba a asumir acción alguna, y al Diwan y sus consejeros junto con los sacerdotes y el pueblo de Bhithor, que pretendían volver atrás en el pasado y practicar las viejas costumbres de una era ya superada.
A esa hora del día siguiente, él, Ashok y Bukta y quizá también el hakim y su sirviente estarían seguros entre las montañas. Y si se movían con rapidez y por la noche (porque habría luna para ayudarlos) en dos días más cruzarían la frontera y estarían de regreso en Gujerat.
—Haré una ofrenda en mi templo en agradecimiento por haber regresado sanos y salvos: el peso, en plata, del mejor caballo de mi establo —prometió Sarji— y una vez que esté libre de este maldito lugar jamás volveré a poner el pie en él… ni en el Rajasthan tampoco, si puedo evitarlo.
Trajo comida caliente: arroz humeante y curry de verduras, dal, pekoras, y media docena de chuppattis recién hechos. Y halwa-shrin, preparado al estilo persa con miel y nueces, y un anna, de jellabis crujientes y pegajosos. Le llevó bastante tiempo, porque, como Ash predijo, los mercados estaban llenos de gente.
Subió cantando la estrecha escalera y abrió la puerta del cuarto alquilado. Pero al ver a Ash se detuvo bruscamente y arqueó las cejas, sorprendido.
Ash estaba sentado con las piernas cruzadas frente a una especie de escritorio hecho con la montura de Dagobaz, y escribía una carta… parecía la última de una serie, porque en el piso junto a él había por lo menos cinco hojas de papel perfectamente dobladas. Usaba tinta y una pluma de junco que le habían prestado en la tienda de abajo, y escribía en páginas arrancadas a un bloc de notas; en eso no había nada sorprendente, excepto que escribía en inglés.
—¿Para quién es eso? —preguntó Sarji, espiando sobre el hombro de Ash—. Si es para algún sahib de Ajmer, no encontrarás mensajero que lo lleve. En particular a esta hora, ni mañana o los días siguientes. ¿Has olvidado que nadie puede salir del Estado?
—No —respondió Ash, y continuó escribiendo. Cuando terminó la carta, la releyó, hizo un par de correcciones, firmó al pie del papel y entregó la pluma a Sarji—. ¿Quieres escribir tu nombre, debajo del mío? Tu nombre completo. Sólo para probar que eres testigo de que yo mismo escribí esta carta, y de que esta es mi firma.
Sarji lo miró por un momento con el ceño fruncido, luego se puso en cuclillas y agregó su nombre al papel, en el prolijo y estilizado alfabeto que contrastaba enormemente con el descuidado garabateo occidental sobre él. Sopló sobre la tinta fresca para secarla, y devolvió la carta diciendo:
—¿Me dirás ahora de qué se trata todo esto?
—Más tarde. Primero comamos y hablemos. ¿Por qué has tardado tanto? Creo que hace horas que saliste de aquí, y tengo el estómago vacío.
Comieron en amigable silencio. Cuando hubieron terminado, Ash arrojó los restos de la comida por la ventana para que los cuervos y los gorriones los consumieran por la mañana, pero, cuando Sarji quiso hacer lo mismo, lo impidió con rapidez.
—No, no lo hagas. No debemos desperdiciar comida buena. Envuélvela y ponla en las alforjas de la silla. Tal vez la necesites, porque si las multitudes son tan densas mañana como lo eran esta noche, tal vez te sea difícil comprar algo más antes de marcharte, y en estos momentos Bukta no tendrá nada que darte.
Sarji estaba rígido, con la mano aún extendida y preguntando con la mirada lo que su lengua no se atrevía a pronunciar. Pero Ash le respondió como si hubiera hablado en voz alta:
—No, no iré contigo. Debo hacer algo aquí.
—Pero… pero tú dijiste…
—Que había capitulado. Y es cierto. Debo abandonar toda esperanza de rescatarla. Es imposible. Ahora lo veo. Pero al menos puedo salvarla de ser quemada viva.
—¿A ella? —repitió Sarji como sucediera aquella mañana en casa de Gobind cuando Ash usó inconscientemente el singular en lugar del plural. Pero ahora no era lo mismo: lo había usado deliberadamente, porque ya no tenía sentido disimular nada. Ya no tenía sentido… así como no tenía sentido guardar silencio.
—A ella —dijo Ash con suavidad—. A Anjuli-Bai, la Rani segunda.
—No —susurró Sarji, y la sílaba apenas audible transmitió el mismo horror que si la hubiera gritado. Ash lo entendió perfectamente y su sonrisa fue triste y un poco amarga.
—Esto te conmociona, ¿verdad? Pero en Belait dicen que «un gato puede mirar a un rey», y hasta un angrezi sin casta puede perder la cabeza y el corazón por una princesa del Hind, y para siempre. Lo siento, Sarji. Si hubiera sabido que esto terminaría así, te lo habría dicho antes. Pero nunca soñé que podría terminar así, y, por tanto, te conté sólo parte de la verdad. Lo que no te dije, ni a ti ni a nadie, fue que llegué a amar a una de las novias a quienes me encargaba de traer a Bhithor… a amarla más allá de la razón. Ella no tiene la culpa, porque no pudo evitarlo. Vi cómo se casaba con el Rana… y me alejé, dejando atrás mi corazón. De esto hace más de dos años, pero aún me pertenece… y siempre me pertenecerá. Ahora ya sabes por qué tenía que venir aquí, y, además, por qué no puedo marcharme.
Sarji dejó escapar un largo suspiro y puso su mano sobre un brazo de Ash, oprimiéndolo.
—Perdóname, amigo mío. No quería insultarte. Ni a ella. Sé bien que los corazones no son como sirvientes contratados a quienes se les puede ordenar que hagan esto o aquello. Se quedan o se van según su voluntad, y no podemos retenerlos ni evitarlo. Los dioses saben que he perdido y recuperado el mío muchas veces. Por lo cual tengo motivos para estar agradecido, ya que mi padre sólo lo perdió una vez: con mi madre. Después de la muerte de ella, mi padre quedó vacío. Habría sentido lo mismo que tú. Pero no pudo evitar la muerte de mi madre, así como tú no puedes evitar la de la Rani.
—Lo sé. Pero puedo salvarla y la salvaré de la muerte en el fuego —replicó Ash apretando los dientes.
—¿Cómo? —Los dedos de Sarji apretaron el brazo de Ash y lo sacudieron con furia—. No es posible, y lo sabes. Si quieres irrumpir en el palacio…
—No lo pienso. Mi idea es llegar al lugar de la pira antes que la multitud y situarme en la terraza de ese chattri: el que está frente al lugar donde encenderán la pira. Desde allí podré ver por encima de la cabeza de la multitud, y si cuando las mujeres llegan al claro no ha habido intervención del sirkar, y sé que se acerca el final, haré lo único que puedo hacer por ella… le dispararé un tiro en el corazón. Mi puntería es lo suficientemente buena como para que sea imposible errar a esa distancia, y será una muerte rápida y mucho más piadosa que la del fuego. Ni siquiera se dará cuenta de que ha recibido una bala.
—¡Estás loco! —susurró Sarji con el rostro gris por la conmoción—. Loco. —Apartó la mano y elevó la voz—. ¿Crees que los que estén cerca no se enterarán de quién ha disparado? Te harán pedazos.
—A mi cadáver, quizá. Pero ¿qué importa eso? Hay seis balas en un revólver, de las cuales sólo necesitaré dos: la segunda será para mí. Una vez que haya disparado, no sabré ni me importará lo que hace la turba, y si, como dices, me hacen pedazos, tal vez será lo mejor que pueda suceder, porque entonces nadie podrá decir quién era yo o de dónde venia… ni siquiera si era un hombre. De manera que debemos esperar que así lo hagan. De todas maneras, lo mejor que puedes hacer es irte lo antes posible: tú y el sahib hakim y Manilal. He escrito al hakim diciéndole que te encontrarás con él en el lugar en que el camino se cruza con el arroyo y hay dos palmeras y un santuario a un lado del camino. Manilal lo conocerá bien. Debéis salir de la ciudad por la puerta mori, para que parezca que os proponéis asistir a la ceremonia de la incineración. Una vez que estéis en campo abierto os separaréis de la multitud sin ser observados, y os dirigiréis al valle. Despacharé esta carta antes de irme. Habrá demasiada gente en la plaza como para que los que vigilan controlen a todos los que pasan por la puerta del sahib hakim.
—¿Y las otras cartas? —preguntó lentamente Sarji, mirando la pila en el suelo.
—Estas espero que las lleves contigo y las envíes en el dâk khana en Ahmadabad. —Ash las recogió y se las fue entregando una por una—. Esta es la que tú has firmado: es mi testamento y está dirigida a mi abogado en Belait. Y esta, que también está escrita en angrezi, es para un sahib capitán de mi Regimiento de Mardan. Estas dos son para un anciano, en Pathan, que fue como un padre para mí, y para su hijo, que ha sido mi amigo durante muchos años. Y esta… no, esta también la entregaré yo al sahib hakim para que la lleve a Karidkote, ya que es para el tío de las Ranis. Esta última es para mi sirviente, Gul Baz. ¿Te encargarás de que la reciba? ¿Y de que él y los otros sirvientes vuelvan sin inconvenientes a sus casas?
Sarji asintió sin decir palabra, y, después de examinar cuidadosamente las cartas, las guardó bajo su camisa sin hacer ningún otro esfuerzo por discutir o rogar.
Ash prosiguió:
—Hay algo que puedes hacer por mí… como un gran favor. Me gustaría no tener que pedírtelo, porque significará retrasar tu marcha, y la demora podría ser peligrosa. Pero no veo otra forma, porque, a menos que arriesgue caer en medio de las multitudes y no poder llegar al lugar desde donde la veré, debo adelantarme a los demás, lo cual significa que no puedo ir a pie. Pero si es verdad que las puertas de la ciudad se abrirán cuando suenen los gongs para anunciar la muerte del Rana, entonces sólo deberé ensillar a Dagobaz y cabalgar hasta la puerta más cercana, y desde allí seguir en el momento apropiado hasta los chattris. Cuanto antes me vaya, menos probabilidades habrá de que sea detenido por la multitud, pero lo mejor sería que tú vinieras después y con menos prisa, y… Si yo salgo una hora antes, dejaré a Dagobaz en la entrada del monte, en el lado más alejado de la ciudad y detrás del chattri derruido y la triple cúpula… Las multitudes no llegarán tan lejos, y lo encontrarás fácilmente. ¿Lo llevarás contigo, Sarji? No te lo pediría si no fuese porque no soporto la idea de abandonarlo en un lugar como este. ¿Harás eso por mí?
—No hace falta que lo preguntes —respondió Sarji bruscamente.
—Gracias. Eres un verdadero amigo. Y ahora, como tal vez haya mucho que hacer mañana, sigamos el consejo del sahib hakim, y durmamos.
—¿Podrás dormir? —preguntó Sarji con curiosidad.
—¿Por qué no? Hace muchas noches que no duermo porque no tenía paz. Pero ahora que todos los problemas están resueltos y el camino a seguir es claro, no hay nada que me mantenga despierto. Además, si Gobind no se equivoca con respecto al Rana, mañana necesitaré estar descansado y firme.
Ash se puso de pie, bostezó y se estiró, y fue hacia la ventana para mirar el cielo de la noche y se preguntó qué haría Juli, y si estaría pensando en él. Probablemente no, ya que en aquellos momentos Shushila debía de estar medio loca de terror, Y Juli debería dedicarse completamente a ella. No podría pensar en su amante ni en su viejo tío, ni en las montañas ni en los bosques de deodares de Gulkote. Menos que nada en sí misma, aunque se enfrentaba al mismo destino que Shu-shu. Siempre había sido así y así sería hasta el final. Querida Juli… querida, afectuosa, fiel Kairi-Bai. A Ash le resultaba difícil darse cuenta de que al día siguiente volvería a verla realmente. Aunque sólo fuera por breves momentos, y luego…
¿El estampido del revólver los llevaría a la oscuridad y a la nada?
¿O después volverían a encontrarse y estarían juntos para siempre?
¿Habría una vida después de la muerte? Ash nunca había estado seguro, aunque todos sus amigos íntimos parecían saber con certeza. La fe de ellos era firme, y los envidiaba. Wally, Zarin, Mahdoo, Koda Dad, Kaka-ji y Sarjevar podían diferir en la forma en que lo pensaban, pero ninguno de ellos dudaba de que había una vida después de la muerte. Bien, pronto sabría si tenían razón…
Wally era creyente. Creía en Dios y en la inmortalidad del alma, «en la resurrección del cuerpo, y en la vida en el otro mundo». También en deidades anticuadas, tales como el deber y la valentía, la lealtad, el patriotismo, y el «Regimiento»; por esta razón, aparte del hecho de que no tenía tiempo de escribir una carta larga, le había sido imposible decide la verdad.
En realidad, quizás era un error haberle escrito, pensó Ash. A la larga habría sido más bondadoso desaparecer de la vida de Wally sin una palabra o una señal, y dejar que pensara lo que quisiese. Pero la idea de Wally esperando y preguntándose qué le habría pasado, alimentando la esperanza de que algún día su amigo, su héroe, volvería, era insoportable; y además, debía considerar otra cosa: el hecho de que Wally (y sólo Wally) haría todo lo que estuviera en sus manos por investigar la desaparición de su amigo, lo cual aseguraría que la incineración de las viudas del Rana no se mantendría en secreto, como deseaba Bhithor…
Es verdad que Gobind sabría lo que había sucedido; y también Kaka-ji y Jhoti y algunos otros. Pero Ash no creía que Karidkote asumiera oficialmente el asunto una vez ocurrido. La familia de las Ranis era, al fin y al cabo, de hindúes devotos, y no había por qué esperar que consideraran un suttee de la misma manera que los extranjeros. Sin duda habrían hecho lo posible por evitarlo, pero, al no lograrlo, no verían ningún beneficio en provocar un escándalo, en particular cuando en el fondo de su corazón ellos y la mayoría de sus correligionarios aún debían considerar que se trataba de una cuestión meritoria.
En cuanto a Koda Dad y Zarin, también ellos guardarían silencio, con la idea de que lo que Ashok decidía hacer era asunto suyo. Y aunque los Guías y las autoridades militares de Peshawar y Rawalpindi, por supuesto, harían investigaciones, su historia pasada estaría contra ellos, ya que podría aducirse que había hecho esto antes: desaparecer durante casi dos años en que se le creía muerto, de manera que, al no volver a presentarse en su regimiento, nuevamente le declararían como «ausente sin permiso», y pasado cierto tiempo su nombre sería borrado de los registros y se le consideraría como «desaparecido, presuntamente muerto».
Pero podía confiarse en que Wally siguiera esperando e interrogando a oficiales importantes del Ejército, importunando a funcionarios del Gobierno y escribiendo cartas a The Times of India y The Pioneer, hasta que, finalmente, alguien prestara atención al asunto. Y aunque era improbable que alguna vez se descubriera la verdad sobre la desaparición del teniente Pelham-Martyn, al menos no habría más suttees en Bhithor.
Ash contempló la luz de la luna que trepaba por la fachada de una casa a los fondos del patio, y recordó una noche entre las ruinas de Taxila, cuando habló durante horas, contándole a Wally la increíble historia de su infancia, como jamás había podido contársela a nadie excepto a la señora Viccary. Era extraño pensar que, de todos sus amigos, Wally era el único a quien no podía confesar la verdad ahora. Con los otros era distinto: por un lado, no tenían prejuicios contra el hecho de que un hombre se quitara la vida. No lo consideraban un pecado, como los cristianos. Ni sostenían que un hombre era el dueño de su destino.
Pero, para Wally, un cristiano práctico; y un soldado devoto de su Regimiento, el suicidio parecería imperdonable: un pecado no sólo contra Dios, sino contra los Guías, porque en este momento particular, cuando «guerras y rumores de guerras» eran el tema de conversación en la frontera noroeste, se le consideraría como una forma de cobardía comparable con la «deserción frente al enemigo». Porque si estallaban las hostilidades en escala similar a la del primer conflicto con Afganistán, los Guías necesitarían los servicios de todos los oficiales y de todos los hombres, y como la cobardía y el «abandono» eran los dos pecados cardinales en el léxico de Wally, indudablemente pensaría que las necesidades de la reina y del país debían tener preferencia sobre cualquier conflicto personal, por más profundo que este fuera, y que si Ash estaba decidido a morir, entonces la forma adecuada y honorable sería que se apresurara a volver a Mardan y reasumiera sus obligaciones, y esperara morir en la batalla al mando de sus hombres.
Pero Wally jamás había conocido a Anjuli-Bai, princesa de Karidkote y Rani de Bhithor, de manera que la carta dirigida a él era muy breve y le permitiría suponer (si se enteraba de que Ash había muerto) que lo había matado el populacho, luego de un intento infructuoso de evitar la cremación de una viuda. De esa manera podría seguir pensando que su amigo era un héroe… y conservar sus ilusiones.
«Algún día las perderá —pensó Ash—. Y nadie más hablará. Por cierto, que los bhithorianos no. Los bhithorianos mentirán, darán evasivas y adulterarán la verdad hasta que aun aquellos que estaban allí y vieron todo no estarán muy seguros de lo que sucedió… si es que sucedió algo. Finalmente, terminarán por decir que las Ranis murieron de fiebre tifoidea, e incluso las autoridades fingirán creerlo para ahorrarse problemas y para no tener que actuar».
«En cuanto a él, sólo unos pocos amigos se enterarían o se preocuparían por lo que le había sucedido… mañana, a estas horas, todo habrá terminado», pensó Ash; y se sorprendió de advertir que se enfrentaba con la perspectiva con tan poca emoción. Siempre había imaginado que la frase sobre «el condenado a muerte que toma un buen desayuno» era un chiste malo, pero ahora se daba cuenta de que probablemente era verdad, porque, una vez que uno abandonaba toda esperanza, le invadía una curiosa paz. Se acepta lo inevitable y se deja de luchar. Hacía días que estaba destrozado por el miedo y la esperanza y la necesidad de hacer planes que invariablemente resultaban imposibles de llevar a cabo, y ahora que todo había terminado, sólo tenía una sensación de agotamiento y alivio como si lo hubieran liberado de un peso demasiado grande.