Ash hizo su primera visita a la casa del Comisario de Policía del Distrito, a quien encontró vestido con una bata liviana y pantuflas, tomando chota-hazri (un desayuno frugal) en la galería de su casa. Aún no había salido el sol, pero el señor Pettigrew, un alma hospitalaria, no tuvo inconvenientes en recibir un visitante a hora tan temprana. Explicó con un gesto que Ash no debía disculparse e hizo traer otra taza y más café.
—No tiene importancia, querido amigo. Por supuesto que puede quedarse unos minutos. ¿Qué prisa hay? Sírvase un trozo de papaya… o quizás un mango… No, aún no he recibido ninguna comunicación del viejo Tim. No entiendo qué le pasa. Supuse que obtendría respuesta a ese telegrama. Pero quizás está muy ocupado. Sin embargo, no se preocupe, no es la clase de persona que lo arrojará a un cajón y se olvidará de él. En realidad, probablemente fue a Bhithor para procurar que no haya ningún problema. ¿Un poco más de café?
—No, gracias —respondió Ash, poniéndose de pie—. Debo irme. Tengo que hacer un par de cosas. —Vaciló un momento y luego agregó—: Voy a cazar al campo por unos días.
—Le envidio la suerte —respondió el señor Pettigrew—. Yo desearía hacer lo mismo. Pero sólo me concederán permiso en agosto. Bien, que tenga suerte.
Ash no tuvo mejor suerte en la oficina de telégrafos. El empleado de turno dijo que no había telegramas para él, y le aseguró nuevamente que, de haberlos recibido los hubiesen enviado inmediatamente a su bungalow.
El empleado parecía estar molesto, y Ash se disculpó y se fue. No le preocupaba especialmente la ausencia de respuestas. Se daba cuenta de que no era mucho lo que se podía decir sin peligro, y que lo más que podía esperar era que se acusara recibo de sus comunicaciones. Pero había esperado encontrar algo, tal vez porque la experiencia le enseñaba que, a veces, hasta los mensajes urgentes pueden perderse por error o descuido… La historia decía que el desesperado telegrama desde Delhi que advertía el estallido del Gran Levantamiento, fue entregado durante una cena a un oficial de alta graduación, quien se lo guardó en el bolsillo sin leerlo, y se olvidó de él hasta el día siguiente; en ese momento ya era demasiado tarde para hacer nada.
En las circunstancias actuales, Ash se habría conformado con cualquier tipo de respuesta, por más escueta que fuese, para tranquilidad de su espíritu. Pero, como señaló el señor Pettigrew, el no recibirla no significaba que no se estuviera actuando, sino que, por el contrario, tal vez probaba lo contrario, y que no había tiempo de enviar mensajes innecesarios.
La finca de Sarji quedaba a unos treinta kilómetros hacia el norte de Ahmadabad, en la orilla oeste del Sabarmutti, y Ash llegó a la casa de su amigo bien avanzada la mañana. Los sirvientes, que lo conocían bien, le informaron que su amo se había levantado al amanecer para observar el alumbramiento de una yegua de raza valiosa, y que acababa de regresar. En esos momentos, el sirdar estaba desayunando, pero si el sahib era tan amable de esperar…
No se le invitó a compartir la comida de Sarji, ni lo esperaba. Porque, aunque Sarji tenía ideas abiertas, y cuando estaban de excursión o fuera de la casa abandonaba muchas reglas, aquí, en su propio hogar y bajo la mirada del sacerdote de la familia, la cuestión era diferente. Entre los suyos se esperaba una mayor observancia de las reglas, y como su casta le prohibía sentarse a comer con alguien considerado un paria, su amigo angrezi debió comer solo… y usando tazas y platos exclusivamente reservados para él.
Sarji era un amigo íntimo, pero las reglas de la casta eran estrictas y no podían romperse con cualquier pretexto, pero Ash no podía evitar sentir un dolor que en parte le sorprendía cada vez que las ponían en práctica.
Mientras bebía un sorbete helado y comía curry de verduras, kachoris y kelahalwa en la planta baja de la casa de Sarji, Ash se preguntó si el sacerdote de la familia sabía que Sarji había roto este tabú particular cuando estaban juntos. En cierto modo, lo dudaba. Cuando se llevaron los platos y quedó solo nuevamente, encendió un cigarrillo y se quedó inmóvil echando humo hacia el cielo raso, pensando.
Estaba recordando algo que Bukta, el shikari de Sarji, quien había guiado a Gobind y Manilal a Bhithor, le había dicho un día que habían salido a cazar, cuando él, Ash, habló de este viaje. Bukta mencionó la existencia de otro camino más corto para llegar al valle de Bhithor: una forma secreta de acceso que evitaba los fuertes y los puestos de la frontera y que llegaba apenas a un koss de la ciudad, y que muchos años atrás le había enseñado un amigo, un bhithoriano, quien decía haberlo descubierto y usado para sacar objetos robados del territorio del Rana.
—Principalmente caballos —aclaró Bukta con una sonrisa reminiscente—. Se podría obtener un buen precio en Gujerat o en Baroda por un caballo robado en Bhithor, ya que su propietario nunca pensaría en ir a buscado allí porque nadie más (o, al menos, eso decía mi amigo) conocía ese camino. En aquellos días yo era joven y sentía poco respeto por la ley y a menudo le ayudaba… con mucho provecho para mí. Pero él murió, y yo me volví respetable. Sin embargo, aunque hace muchos años que seguí ese sendero secreto, aún lo tengo grabado en la mente, y sé que lo encontraría con tanta facilidad como si lo hubiera usado ayer. No le hablé de él al sahib hakim, ya que no sería sensato ni adecuado que él llegara por ese camino.
Diez minutos más tarde, cuando el dueño de la casa apareció en la puerta, Ash estaba tan inmerso en sus pensamientos que ni siquiera oyó el tintineo de la cortina de cuentas.
Sarji entró disculpándose por haber hecho esperar a su invitado, pero algo en el rostro de Ash interrumpió las frases corteses que estaba diciendo, y comentó con agudeza:
—¿Kia hogia, bhai?
Ash levantó la mirada, sobresaltado, se puso de pie y respondió:
—No ha sucedido nada… todavía. Pero es necesario que vaya a Bhithor y he venido a pedirte ayuda porque no puedo ir tal como estoy. Debo ir disfrazado… Lo más rápido posible. Necesito un guía que conozca los caminos secretos a través de la jungla y de las colinas. ¿Puedo llevarme a tu shikari Bukta?
—Por supuesto —replicó prestamente Sarji—. ¿Cuándo partimos?
—¿Partimos? ¡Ah, no, Sarji! Esto no es una excursión de caza. Esto es algo serio.
—Lo sé. Lo supe por tu cara en cuanto entré. Además, si no puedes entrar en Bhithor si no vas disfrazado, eso sólo puede significar que es peligroso que vayas allí. Muy peligroso.
Ash se encogió de hombros con impaciencia y no respondió. Sarji agregó pensativamente:
—Nunca te hice preguntas sobre Bhithor, porque me parecía que no deseabas hablar de eso. Pero desde que me pediste que enviara a Bukta a guiar a un hakim que deseaba ir allí… y más tarde, con el asunto de las palomas… admito que hice conjeturas. No me digas nada si no lo deseas, pero si emprendes algo peligroso, iré contigo; dos espadas serán mejor que una. ¿O es que no confías en que sepa mantener la boca cerrada?
Ash contestó en tono irritado:
—No digas tonterías, Sarji. Sabes que no es eso. Sólo que… bien, esto me concierne a mí y a nadie más y… no deseo hablar de ello con nadie. Pero ya me has ayudado mucho; y ahora nuevamente estás dispuesto a ayudarme, y sin preguntar nada. Te estoy sumamente agradecido por eso, y es justo que te dé alguna explicación de… de lo que se avecina.
—No me digas nada si lo prefieres —contestó rápidamente Sarji—. Es lo mismo.
—¿Será lo mismo? Quizá no. Pero acaso sea mejor que sepas lo que pienso hacer antes de decidir si quieres ayudarme o no, ya que afecta a una costumbre que tu pueblo ha respetado durante muchos siglos. ¿Puede oímos alguien?
Sarji arqueó las cejas, pero contestó brevemente:
—Nadie nos podrá oír si salimos a caminar entre los árboles.
Lo condujo por un jardín donde las rosas, los jazmines y los litios se agostaban con el calor, y allí, donde no podían ser oídos por ningún sirviente holgazán, escuchó la historia de las dos princesas de Karidkote que un joven oficial británico había escoltado a sus bodas en Bhithor; de la tribulación y la traición que encontraron a su llegada y el terrible destino que las amenazaba ahora.
El relato fue incompleto y, en cierta medida, incorrecto. Ash no vio razón para mencionar su relación previa con el Estado de Karidkote, y como no tenía intención de revelar su conexión con la princesa mayor, no pudo dar su razón principal para regresar a Bhithor, sino solamente la secundaria… Su necesidad de asegurarse de que se tomaran medidas para proteger a las esposas del Rana de que se convirtieran en suttees, si el Rana moría, lo cual era algo que Sarji, como hindú podía no sentir inclinación a evitar, ya que era una costumbre apoyada en siglos de práctica y que probablemente sería considerada como un acto meritorio por sus sacerdotes y por la gran mayoría de su pueblo.
Aparte de estas omisiones, la historia que contó Ash era verídica, e incluía un relato de sus inútiles entrevistas con el coronel Pomfret, el Comisario Político y el de Policía, y los telegramas enviados y no contestados.
—Así que comprenderás por qué debo ir personalmente —concluyó Ash—. No puedo quedarme aquí y esperar que no suceda nada malo cuando sé demasiado bien con cuánta lentitud y cautela actúa a veces el Raj; y qué pocos deseos tiene de interferir en los asuntos de los príncipes. Los oficiales del Raj exigen pruebas y no se mueven sin ellas. Pero, en un caso como este, la prueba será un puñado de cenizas y de huesos calcinados, y nada de lo que puedan hacer solucionará lo que ya se ha hecho, porque ni siquiera ellos pueden devolver la vida a los muertos… Una vez que hayan encendido la pira, será demasiado tarde para hacer nada, excepto llevar a la cárcel a alguna gente y obligar al Estado a pagar una multa, y excusarse por no actuar antes, lo cual no ayudará a esas pobres muchachas… Sarji, yo las llevé a Bhithor. Tú dirás que no podía hacer otra cosa, pero eso no es motivo de que me sienta mejor, y si las queman vivas lo llevaré en mi conciencia hasta el fin de mi vida. Sin embargo, esa no es una razón para que tú te mezcles en esto, y si crees que no debes tener nada que ver con ello… es decir… como hindú…
—¡Chut! —exclamó Sarji—. No soy tan fanático como para desear el retorno de una costumbre cruel que se declaró ilegal antes de que yo naciera. Los tiempos cambian, amigo mío, y los hombres cambian con ellos… hasta los hindúes. ¿Tus cristianos de Belait siguen quemando brujas, o a los otros cristianos que no están de acuerdo en la forma en que deben idolatrar al mismo Dios? He oído contar que hubo una época en que se hacía, pero que esa costumbre ha sido desterrada.
—Por supuesto que sí. Pero…
—Pero tú piensas que en este país somos incapaces de un progreso similar… No es cierto… Aunque hay muchas cosas que no vemos de la misma manera que vosotros. Yo mismo no permitiría que ninguna viuda se quemara viva a menos que ella lo deseara por encima de todo lo demás, por haber amado tanto a su marido que no pudiera soportar la vida sin él y, por tanto, eligiera por propia voluntad seguirlo. Confieso que en ese caso no lo evitaría, ya que, a diferencia de tu gente, no considero que tengo derecho a decidir si un hombre o una mujer pueden quitarse la vida si desean hacerlo. Quizás es porque la vida es menos importante para nosotros que para vosotros, que al ser cristianos sólo tenéis una vida en este mundo, en tanto que nosotros tenemos muchas. Morimos y volvemos a nacer cien mil o un millón de veces; o quizá más. ¿Quién lo sabe? Por tanto, ¿qué importa si decidimos acortar una de esas vidas por nuestra propia voluntad?
Ash respondió:
—Pero el suicidio es un crimen.
—Para tu gente. No para la mía. Y este es aún mi país y no el tuyo. Y mi vida es también la mía. Pero quitar la muerte a otro es un asesinato, y esto no lo justifico, y como he visto y he hablado con el hakim de Karidkote, estoy dispuesto a creerle cuando dice que las Ranis de Bhithor están en peligro de ser obligadas a ir a la pira contra su voluntad, porque considero que es un hombre justo y no un mentiroso. Por tanto, haré todo lo que pueda para ayudarte y ayudarle a él y también a las Ranis. Sólo debes decirme qué es lo que necesitas.
Manilal, que llegó a mediodía, fue recibido por el shikari Bukta, y llevado a presencia del dueño de casa y de un hombre que no reconoció de inmediato, lo cual era comprensible. Sarji y Bukta se encargaron con gran cuidado del disfraz de Ash le aplicaron extracto de nueces para cambiar el color de su cara y manos, aunque no duraría demasiado tiempo. Además, Ash se afeitó el bigote y a nadie se le habría ocurrido que no era un compatriota de Sarjevar. Un indio pacífico, de clase media, con algún padre o antepasado procedente de la montaña, donde los hombres tienen piel más clara que en las zonas más calurosas del país, y cuya indumentaria lo proclamaba como un profesional en buena posición económica. Un vakil (abogado), quizás, o un hakim de algún lugar como Baroda o Bombay.
Manilal, una persona imperturbable, dejó escapar esta vez un jadeo desconcertado, y se quedó con la boca abierta, mirando a Ash como si no pudiera creer a sus ojos:
—¡Ai-yah! —jadeó Manilal, espantado—, es maravilloso. Y, sin embargo… Sin embargo, sólo se logra con ciertas ropas y una navaja. Pero ¿qué significa todo esto, sahib?
—Ashok —corrió Ash con una mueca—. Con este aspecto tengo otro nombre, y ya no soy un sahib.
—¿Qué significa Ashok? —preguntó Manilal.
Ash se lo dijo y Manilal escuchó con aire dudoso. Cuando Ash terminó, respondió con cautela que podría servir, pero que el sahib… Ashok… debía tener en cuenta que los bhithorianos eran gente desconfiada y suspicaz, que veían un espía en cualquier desconocido. Y más aún en las circunstancias actuales.
—No les gustan los desconocidos aun en los mejores momentos —explicó Manilal—, y si su Rana muere, no vacilarán en degollarnos si piensan que queremos impedirles cualquier cosa que deseen.
—Por ejemplo, un tamarsha (festival) —replicó Ash—. Pero para otros… quizá para todos… será una ocasión sagrada: que dé mérito a cualquiera de los presentes.
—Por lo tanto, en cualquier sentido —opinó Manilal—, la gente de Bitor se enfurecerá si hacemos cualquier intento para evitarlo, y sólo una fuerza poderosa de soldados bien armados o policías del Raj lograría contenerlos. Pero un hombre, o dos, o tres, no pueden hacer nada. Excepto perder sus vidas sin ningún provecho.
—Lo sé —respondió Ash con sobriedad—. Y lo he pensado cuidadosamente. Voy porque debo hacerlo. Me corresponde. Pero no hay razón para que nadie vaya conmigo, y mi amigo el sirdar lo sabe bien.
—También sabe —intervino Sarji—, que cualquiera que monte un caballo como Dagobaz no puede viajar solo sin un sirviente o un syce. Puedo representar el papel de uno u otro; o, si es necesario, de ambos.
Ash rio y dijo:
—¿Ven ustedes? El sirdar viene por su propia voluntad y yo no puedo impedírselo. Como tampoco pueden impedírmelo ustedes. En cuanto a Bukta, sólo va para mostrarme los senderos secretos que conducen a Bhithor, de manera que podamos hacer el trayecto con rapidez y no perdernos entre las montañas o ser detenidos e interrogados o quizás obligados a regresar por quienes vigilan los caminos conocidos. Una vez que veamos libre nuestro camino, no será necesario que él siga más lejos y podrá volver aquí sin peligro. Tú, Manilal, puedes regresar a Bhithor por el camino normal y sin ocultarte. No sería conveniente que lo hicieras furtivamente.
—¿Y usted? —preguntó Manilal, aún vacilante—. Cuando haya llegado a la ciudad, ¿qué hará entonces?
—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo hasta que vea cuál es la situación y haya hablado con el sahib hakim, y me haya enterado de las medidas que ha tomado el sirkar?
—Si es que han tomado medidas —murmuró con escepticismo Manilal.
—Claro. Por eso voy. Quiero descubrir si lo han hecho, y si no, dar los pasos necesarios para que lo hagan.
Manilal se encogió de hombros y capituló. Pero advirtió a Ash que fuera muy cuidadoso al aproximarse a Gobind; su amo nunca había sido persona grata en el círculo de palacio en Bhithor, y los consejeros y cortesanos del Rana le fueron hostiles desde el principio.
—El sahib hakim tiene muchos enemigos —declaró Manilal—. Algunos le odian porque es de Karidkote, y algunos porque es mejor en el arte de curar que ellos… mientras que otros le odian porque él, un desconocido, puede hablar con el Rana. Yo no les agrado, porque soy su criado… pero afortunadamente me toman por tonto, lo cual significa que, cualquier día podemos encontrarnos como desconocidos, y por casualidad, en el mercado principal de la calle de los Caldereros donde siempre hay una verdadera multitud.
Durante el siguiente cuarto de hora hicieron planes con cierto detalle antes de que partiera Manilal, montando uno de los caballos de carga de Sarji en lugar de la yegua de Ash, porque se pensaba que era un animal demasiado vistoso para que lo hubiese adquirido el sirviente de un hakim. Tardaría más en llegar a Bitor que los que pensaban llegar allí por una ruta secreta a través de las colinas, pero pensaba que la diferencia sería sólo de unos pocos días: dos o tres a lo sumo.
En efecto, fueron casi cinco. Porque nadie en todo Gujerat tenía mejor conocimiento de los senderos a través de la selva y las colinas que Bukta, el padre del cual, que había escapado a Gujerat cuando era joven (según Bukta había matado a un hombre poderoso en su propio país, en algún punto de la India Central) había enseñado a su hijo a cazar y a seguir huellas casi desde el momento en que aprendió a caminar.
Bukta les hizo esperar media hora para que Manilal se adelantara, sin embargo, logró llevarlos hasta el borde de la selva al atardecer. A pesar de las dificultades del terreno, cubrieron casi setenta y cinco kilómetros en menos de seis horas, en el curso de los cuales cruzaron el Hathmati en una barcaza, y Sarji declaró que a ese ritmo llegarían a Bhithor al día siguiente. Pero Bukta sacudió la cabeza, diciendo que hasta ahora el camino había sido fácil (Ash no lo habría descrito así). Una vez que entraran en las colinas cubiertas de matorrales se volvería cada vez más difícil, y gran parte del camino sólo podría hacerse al paso.
Acamparon cerca de un arroyo, y, como estaban cansados, durmieron profundamente, turnándose para vigilar, ya que había tigres y leopardos en aquellos parajes, y Bukta temía por los caballos. Sarji, que hizo el último turno de la noche, los despertó al amanecer, y hacia media mañana habían dejado atrás la selva y estaban en las laderas de las montañas, donde, como había anticipado Bukta, sólo podían avanzar unos kilómetros por hora, moviéndose en fila india.
Ash llevaba una brújula, pero aun con ella se daba cuenta de que si lo hubieran dejado solo en aquellas montañas se habría perdido sin remedio en cuestión de minutos. Las gargantas y los riscos formaban un laberinto sin sentido. Pero Bukta parecía ver y reconocer señales que eran invisibles para sus compañeros y seguía adelante sin vacilar, cabalgando cuando el terreno lo permitía o avanzando a pie, conduciendo a su pony por la angosta cornisa o las empinadas laderas cubiertas de hierbas resbaladizas y descoloridas por el sol.
Una vez se detuvieron durante una hora en un manantial entre un montón de rocas y más tarde, cuando la tarde avanzaba hacia la noche y los repliegues y las hondonadas se llenaban de sombras, descendieron por un precipicio aterrador y llegaron a un pequeño valle sombreado, de menos de medio kilómetro de largo, que parecía un oasis perdido entre las colinas ásperas y sin árboles. Aquí, otra fuente surgía de las rocas y enviaba una cascada de agua plateada que caía en un estanque profundo bordeado de hierbas y algas y sombreado de árboles… Un espectáculo sorprendente en aquella tierra árida, y muy bien recibido porque el día había sido muy caluroso y los caballos estaban verdaderamente sedientos.
Después de cavar entre las raíces de una vieja y retorcida higuera, Bukta desenterró unos huesos ennegrecidos, y anunció, con un gruñido de satisfacción, que era aquí donde él y sus amigos los contrabandistas solían encender fuego para preparar la comida.
—Entonces yo era un muchacho y ustedes ni siquiera habían nacido, porque esto pasó hace muchos años. Pero es evidente que sólo las criaturas salvajes pueden haber venido a este lugar durante mucho tiempo; y menos mal, porque puedo encender un fuego aquí sin peligro.
Pasaron allí la noche, manteniendo el fuego encendido como protección contra las criaturas salvajes de las que había hablado Bukta. Se pusieron en marcha nuevamente antes de que el sol dorara las crestas de las montañas. El día fue una repetición del anterior; excepto que, como hubo lugares en los que fue posible hacer galopar a los caballos, avanzaron con más rapidez, y cuando llegó la noche Ash insistió en seguir; pero fue imposible convencer a Bukta, quien señaló que todos estaban cansados, y que los hombres cansados muestran tendencia a cometer errores. Y los caballos cansados a caerse. Además, los kilómetros que faltaban eran los más difíciles, e intentar recorrerlos de noche sería como atraer el desastre, porque resultaría muy fácil equivocar el camino.
La idea de perderse en medio de aquel mar de colinas sin caminos no le gustaba a Bukta; y además, ¿no les había dicho el sirviente del hakim que en Bhithor acostumbraban cerrar las puertas de la ciudad una hora antes de oscurecer? Si era así, no se ganaría nada con apresurarse, y en su opinión sería mejor que la llegada se produjera al atardecer del día siguiente, cuando hombres, ganado y manadas de cabras estuvieran regresando de los campos que rodeaban la ciudad, con lo cual podrían pasar inadvertidas entre la multitud.
—Tiene razón, ¿sabes? —dijo Sarji—. Por la noche, cuando estén listos los fuegos para cocinar y el aire se llene de humo y de polvo, habrá menos luz… y los hombres se sienten menos inclinados a la curiosidad, cuando sus pensamientos se fijan en el descanso y la comida.
Ash asintió de mala gana. Encontraron una caverna entre las rocas en una alta colina, y después de soltar los caballos para que pastaran, tomaron una comida fría por temor a que el fuego atrajera la atención, y pasaron la noche allí, para partir de nuevo cuando el sol estaba ya alto en el cielo.
Pero Bukta avanzaba en cabeza con tanta confianza como siempre y los otros lo seguían.
Ahora no había manantiales, y estaban desfallecidos de sed cuando cruzaron una alta colina a media tarde y, al mirar hacia abajo, vieron, en una garganta rocosa un pequeño estanque de agua que brillaba a la luz del sol poniente, como una joya engarzada en bronce, y sombreado por una palmera solitaria e incongruente que de alguna manera había logrado crecer entre las rocas, y que seguramente era alimentada por un manantial, porque el agua era muy fresca. A los hombres con la garganta seca y a los caballos sedientos les pareció un verdadero néctar, y una vez que bebieron hasta hartarse, Bukta les permitió media hora de descanso antes de comenzar a ascender la ladera más lejana, y al llegar a la parte superior de otra colina, comenzaron a bajar nuevamente.
Pasaron por lugares escarpados que Ash dudaba que pudieran atravesar, pero finalmente se encontraron en espacio abierto, y frente al mismo valle donde había estado el campamento de Karidkote hacía dos largos años.
Bukta oyó la exclamación ahogada de Ash, que se volvió hacia él sonriendo:
—¿No le dije que el camino que llegaba hasta aquí estaba muy escondido? Nadie que no lo conociera soñaría que hay un camino entre esas rocas, ni pensaría en buscarlo.
Ash se volvió para estudiar con atención el lugar de manera de reconocerlo nuevamente en caso de necesidad, tomando nota de ciertas señales como una elevación de tres puntas en una cresta más alta.
Y más cerca, apenas a unos diez metros, había una piedra redonda de unos tres metros y medio de altura ensuciada por los pájaros y con un gran penacho de hierba que surgía en la parte superior. Ash volvería a reconocer esa piedra: porque, combinada con esas líneas blancas paralelas, la hierba le daba la apariencia de un yelmo con plumas, y Ash trató de recordar su posición en relación con las rocas que ocultaban la entrada del camino.
El viejo shikari que le observaba, asintió en señal de aprobación.
—El sahib hace bien en tomar buena nota de este lugar —comentó Bukta—, porque no es fácil volver a encontrarlo desde este lado. Bien, allí está el camino a la ciudad. Será mejor que me deje usted veinte balas… y además la escopeta y los cartuchos. La gente se asombrará si ustedes llevan más de un arma cada uno. Me quedaré aquí hasta que regresen.
—Podemos tardar mucho más de lo que piensa —observó Ash con acritud.
Bukta agitó una mano con negligencia.
—No importa. Hay agua y hierba aquí, y yo tengo comida y la escopeta del sahib y no olvidemos el hermoso rifle angrezi nuevo que me regaló el sahib, y también el viejo… No pasaré hambre ni temeré un ataque, de manera que podré esperar largo tiempo. Además, supongo que tendrán que regresar con cierta prisa por este mismo camino, que es el único que no está vigilado, y no creo que encuentren el camino de regreso a Gujerat sin mí.
—Esto es muy cierto —asintió Sarji con una sonrisa—. Quédate entonces y espéranos. Porque yo también creo que tendremos que salir de aquí con cierta premura.
La ciudad estaba a pocos kilómetros de distancia y el sol brillaba bastante alto sobre el horizonte. Volvieron al cañón y descansaron a la sombra hasta que la luz disminuyó y las sombras de las colinas a sus espaldas avanzaron y rodearon el valle. Sólo entonces se incorporaron, llamaron a los caballos y los condujeron por el estrecho paso entre las rocas, montaron, y después de despedirse de Bukta, partieron por el valle hacia el sendero polvoriento por el que Ash recorría tan a menudo en los días en que él, Kaka-ji y Mulraj iban una y otra vez a discutir con el Diwan y con los consejeros del Rana sobre los contratos de matrimonio de las novias de Karidkote.
El valle no había cambiado, ni los fuertes que había sobre él, ni los ominosos muros ni los tejados aplanados de Bhithor que bloqueaban su extremo más lejano ocultaban el gran lago y el amplio anfiteatro cerrado de la llanura que había detrás. «Nada ha cambiado: excepto yo mismo», pensó Ash con ironía. Al menos en apariencia, no se parecía al joven oficial británico que había recorrido el mismo camino una brillante mañana de primavera, encaminándose hacia el Rung Mahal y hacia la primera entrevista con el desagradable déspota que se convertía en el marido de Anjuli.
Entonces llevaba el ostentoso uniforme de gala de su Cuerpo, una espada que tintineaba en su cadera y espuelas en las botas, además de una escolta de veinte hombres armados tras él. Mientras que hoy avanzaba con un solo compañero, un hombre como él, un indio nada particular, de clase media, totalmente afeitado y sobriamente vestido, bien montado como correspondía a alguien que hace un viaje largo y armado como precaución contra los dakoits y otros malhechores que podía encontrar, con una carabina oxidada de segunda mano, de un tipo que sólo se usaba en el Ejército, pero que podía adquirirse a cierto precio, en cualquiera de los mercados de ladrones desde cabo Comorín hasta el Khyber.
Ash se encargó de dar al arma un aspecto de descuido, efecto que era puramente ilusorio y que de ninguna manera alteraba su rendimiento, y Dagobaz también había sufrido una transformación similar. Bukta insistió en cambiarle el pelaje con tonos de blanco y una aplicación de tintura rojiza antes de salir, porque, si alguien reconocía al caballo, aunque no al jinete, era mejor que ambos estuvieran disfrazados, de manera que si les sucedía algún accidente no fuera fácil localizarlos.
Además, el pelaje brillante del semental negro aparecía cubierto de polvo, y la costosa silla inglesa había sido sustituida por una raída, aunque fuerte, que es la que normalmente usaban los criados de Sarji, de manera que ahora su aspecto, como el de su jinete, no llamaba la atención en absoluto.
Ya estaban encendiendo la antigua lámpara de bronce que colgaba bajo el arco de la Puerta de los Elefantes, y dos de los tres guardias, que habían dejado sus armas a un lado, estaban sentados en la piedra junto al refugio del centinela jugando a las cartas y sin prestar atención al ruido y al movimiento de hombres y animales.
El tercero estaba hablando con un hombre a quien se le había salido una rueda de su carro, y nadie detuvo a los dos cansados viajeros cubiertos de polvo, mezclados con la riada de personas que regresaba a sus casas.
Pocos advirtieron su presencia, y aun estos no se interesaron en ellos lo suficiente como para mirarlos por segunda vez, porque sólo en los pueblos pequeños se conocen los nombres y rostros de todos los miembros de la comunidad, y Bhithor era una ciudad de casi treinta mil habitantes… de los cuales por lo menos una décima parte estaba vinculada con uno u otro trabajo en la Corte, y como vivían dentro de los límites del palacio real muchos de ellos no eran conocidos por un gran número de ciudadanos, en particular para aquellos que vivían en los sectores más pobres de la ciudad.
Ash tenía buenas razones para conocer todos los recodos de las callejuelas entre el Hathi Pol y el Rung Mahal, ya que había ido demasiadas veces a dicho lugar como para olvidarlo, pero sabía muy poco del resto de la ciudad y debía confiar en la información que le había facilitado Manilal. No había posada ni serai (mesón para viajeros) donde pasar la noche, ya que Bhithor estaba lejos del camino más concurrido y, al parecer, pocos viajeros visitaban el lugar, pues tampoco eran muy bien recibidos.
La facilidad con que Ash y Sarji entraron en la ciudad tuvo su contrapartida en la dificultad que tuvieron para encontrar alojamiento, y ya había caído la noche cuando lograron alquilar una habitación en la parte superior de una carbonería con permiso para guardar sus caballos en un establo que ocupaba un rincón del patio de abajo.
El carbonero era viejo y enfermo y, como casi todos los bhithorianos, desconfiaba por principio de los forasteros. Pero, además, era un hombre muy ambicioso y aunque tenía mala vista y oído, le bastaban para captar el brillo de la plata y el tintineo de las monedas. No hizo preguntas, pero, después de algún regateo, aceptó alojarlos por una suma que en aquellas circunstancias no era excesiva, y no hizo objeciones a que permanecieran allí todo el tiempo que quisieran, siempre que pagaran cada día por adelantado.
Aceptaron las condiciones y pagaron el primer día de hospedaje. El hombre no se interesó más en ellos, y, afortunadamente para los huéspedes, el resto de la familia tampoco era muy curiosa. Consistía en tres mujeres (una esposa silenciosa y humilde, una suegra igualmente silenciosa y una anciana sirvienta) y el hijo del carbonero, un joven simplón que ayudaba en el negocio, aparentemente un poco bobo, porque ni Ash ni Sarji lo oyeron hablar jamás.
El dueño de casa no se preocupó por preguntarles de dónde venían, ni qué les traía a Bhithor, y, por lo visto, no le importaba. Además, y esto era igualmente evidente y mucho más importante, ni él ni su familia solían charlar con los vecinos.
—Pero no cometas el error de pensar —recordó Ash—, que porque son viejos y poco observadores y nosotros no les interesamos, son ejemplos típicos de los habitantes de esta ciudad. No lo son; y sería bueno que lo recordaras y que estés siempre en guardia cuando sales. No podemos llamar la atención.
En los días siguientes, excepto una hora cada mañana y cada tarde que dedicaban a ejercitar los caballos, pasaban el tiempo paseando por la ciudad, observando y escuchando y tomando nota de toda información que podían obtener de las conversaciones en los mercados y tabernas. A los que hacían preguntas, les contaban la historia que habían convenido: que eran miembros de un grupo que viajaba al monte Abu, que se habían separado de sus compañeros, y que, al tratar de alcanzarlos, se habían perdido en las montañas. Ante la perspectiva de morir de sed, encontraron con gran alegría este lugar saludable y hospitalario, y pensaban quedarse aquí unos días más para recuperarse de los padecimientos y que descansaran los caballos.
Aparentemente, la historia parecía creíble, porque era aceptada sin problemas. Pero este era el único alivio para Ash, porque quienes oían la historia hacían siempre el mismo comentario: que tendrían que resignarse a quedarse más que algunos días, ya que una semana atrás se había dictado un edicto que prohibía a todos los habitantes salir del Estado hasta nuevo aviso, por orden del Diwan y el Consejo, que actuaban en nombre del Rana, quien estaba «pasajeramente indispuesto». «De manera que tal vez pasen muchos días antes de que puedan ustedes continuar su viaje al monte Abu, quizás un mes; o incluso más…»
—Pero ¿por qué? —preguntaba Ash inquieto por las noticias—. ¿Por qué razón?
Como respuesta, la gente invariablemente se encogía de hombros, o daba la clásica contestación de quienes aceptan todos los dictados del Gobierno o del destino como algo que está más allá de su comprensión:
—¿Quién sabe?
Pero un hombre, que estaba escuchando la conversación entre Ash y un vendedor de fruta, habló un poco más.
Según este ciudadano, la razón era perfectamente evidente para cualquiera. El Diwan (y todo el mundo en Bhithor) sabía que el Rana se estaba muriendo, y que no deseaba que esa noticia llegara a oídos de algún feringhi oficioso, quien podría crear problemas con las autoridades y entrometerse en asuntos de interés puramente domésticos.
Por tanto, el Diwan había hecho muy bien en «cerrar las puertas del Estado», para asegurarse de que ningún espía al servicio del Gobierno de la India, ni tampoco algún charlatán, llevara historias y habladurías a los sahib-log de Ajmer o a quien fuese.
—Porque lo que nosotros hacemos, o no hacemos, es asunto nuestro; y en Bhithor no toleramos interferencias de extranjeros.
De manera que así era: el Diwan se aseguraba de que las únicas noticias que salieran de Bhithor provinieran de sus consejeros, y que fueran llevadas por sus propios hombres y por nadie más. Ash se preguntó si le negarían la entrada a Manilal, y, en tal caso, cómo conseguiría él, Ash, ponerse en contacto con Gobind. Pero esto era una preocupación menor comparada con el hecho de que aún no había señales de ningún destacamento de Policía ni soldados de la India británica, ni la menor indicación de que el Gobierno pensaba interesarse en los asuntos de Bhithor.
La experiencia vivida había llevado a Ash a hablar con desprecio de las Agencias Políticas: «no ven nada malo, ni oyen nada malo». Esa era su actitud hacia los Estados independientes de Rajputana, y su relación con los príncipes. Pero, sabiendo que la mayoría de los Oficiales Políticos hacían un trabajo inapreciable y no eran como él los describía, nunca había creído realmente que en el caso actual no actuarían con rapidez y firmeza una vez que se enteraran de lo que sucedía. Y como tanto él como el señor Pettigrew de la Policía habían tomado medidas para procurar de que se enteraran, llegó a Bhithor esperando encontrar un fuerte destacamento de tropas o policía acuartelados en la ciudad, o, al menos, comprobar que Spiller, el Oficial Político, ocupaba una de las casas reales en el Ram-Bagh.
Lo último que esperaba era que no hubiese llegado a Bhithor ningún oficial que representara la autoridad del Raj… ni, por lo que él sabía, pensaba venir. Y ahora que las «puertas del Estado» se habían cerrado y él y Sarji, como Gobind, estaban aislados del mundo exterior, sería muy difícil, si no imposible, comunicarse con las autoridades británicas… excepto por medio del camino de Bukta, lo cual significaría hacer un recorrido lento y tortuoso para llegar a Ajmer, que podría llevar demasiado tiempo como para que fuera útil. Porque ya se había iniciado la estación calurosa, y si el Rana moría lo incinerarían en cuestión de horas… y también a Juli y a Shushila.
—No comprendo —decía Ash paseando en el cuarto como un lobo enjaulado—. Un telegrama puede haberse perdido, pero ¿cuatro…? No es posible. Kaka-ji o Jhoti deben hacer algo. Al menos ellos saben de qué son capaces estas personas… y Mulraj también. Tienen que haber advertido a Simla. En realidad, probablemente han telegrafiado al virrey, y también al A. G. G. Rajputana. Sin embargo, nadie parece haber movido un dedo. No lo comprendo. ¡No lo comprendo!
—Ten calma, amigo mío —pidió Sarji—. ¿Quién sabe si el sirkar no ha enviado ya agentes disfrazados?
—¿De qué serviría eso? —preguntó Ash con cólera—. ¿Qué crees que podrían hacer dos o tres espías, o seis o una docena, contra todo Bhithor? Lo que se necesita aquí es algún sahib importante del Departamento Político o la Policía y, por lo menos, dos compañías de soldados, o un fuerte destacamento policial, preferentemente sikhs. Pero no hay señales de que el Gobierno de la India piense actuar en ese sentido, y ahora que se ha cerrado la frontera, sus espías, si es que los han enviado, cosa que dudo, no pueden salir. Y tú y yo no podemos hacer nada. ¡Nada!
—Excepto rogar que los dioses y tu amigo el hakim prolonguen la vida del Rana hasta que los burra-sahibs de Simla y Ajmer decidan molestarse y hacer averiguaciones de lo que pasa en Bhithor —observó Sarji con desaliento.
Se marchó, dejando a Ash, y bajó a ver los caballos; luego vagó nuevamente por los mercados en busca de noticias y con la esperanza de encontrar un rostro gordo y tonto entre las multitudes allí reunidas. Pero no halló señales de Manilal, y Sarji volvió al cuartito de la carbonería desalentado, convencido de que el sirviente del hakim debía de haber tenido algún accidente o tal vez había sido detenido por los guardias de la frontera y le habían negado permiso para volver a entrar en el Estado, en cuyo caso, el sahib, Ashok, indudablemente iría a casa del hakim y pediría verlo, atrayendo así la atención de los enemigos del médico: todos aquellos colegas envidiosos a quienes había derrotado, y los muchos cortesanos, consejeros y sacerdotes que estaban muy resentidos por el favor demostrado por su Rana a ese intruso del Norte.
Despierto en la calurosa oscuridad y escuchando la tranquila respiración de Ash y los ronquidos del joven tonto en la tienda de abajo, Sarji se estremeció y deseó fervientemente estar de regreso en su casa, segura y agradable, entre las verdes praderas y los bosques de plataneros cerca de Janapat. La vida era hermosa, y no tenía deseos de morir, en particular en manos de estos bhithorianos medievales. Recordó que aún les quedaba una ruta para escapar: el camino de Bukta. Al menos, ese camino no estaba cerrado ni vigilado, y al día siguiente, si el sirviente gordo no aparecía, él, Sarji, pondría pies en polvorosa.
Hablaría francamente con Ashok y le haría comprender que en esas circunstancias era estúpido despertar sospechas permaneciendo más tiempo en Bhithor, y que lo más sensato era marcharse por el mismo camino que habían venido y dirigirse a Ajmer por el camino de Deesa y Sirohi. Es verdad que eso llevaba tiempo, ya que significaba dar un gran rodeo. Pero una vez allí, Ashok, sin disfraz, podría hablar con los representantes principales del Departamento Político y con la Policía, explicar la situación e informarles (si es que no lo sabían ya) que Bhithor estaba cerrado al mundo exterior y que en esos momentos era virtualmente una fortaleza.
Sarji no confiaba en el telégrafo y en todos los nuevos medios de comunicación, y no le sorprendía en absoluto que los cables de su amigo no hubieran obtenido respuesta. Una carta enviada con un criado de confianza era, en su opinión, mucho más segura. Y mejor todavía una conversación cara a cara, porque de esta manera no había errores posibles.
Pero sucedió que no tuvieron necesidad de ir a Ajmer, porque Manilal ya estaba en Bhithor. Llegó tarde aquella noche, cuando las puertas se estaban cerrando. Y a la mañana siguiente fue al mercado a hacer algunas pequeñas compras, donde entabló conversación con dos visitantes de la ciudad: un hombre alto de rostro delgado, de Baroda, y un gujerati delgado, quienes discutían la calidad de los mangos y las papayas con el dueño de una frutería.