—Sólo puedo creer que ha perdido usted la razón —contestó secamente el coronel Pomfret—. No, por supuesto que no puedo enviar a ninguno de mis hombres a Bhithor. Semejante actitud sería muy anormal; y tampoco lo haría si no lo fuera. Es preferible dejar esta clase de asuntos en manos de las autoridades civiles o a la Policía, y no al Ejército; aunque yo le aconsejaría no acudir a nadie de esta manera poco habitual por algún rumor que tal vez nadie tomará en serio. De todas maneras, no puedo comprender qué hace usted aquí. Pensé que estaba con permiso, cazando en alguna parte.
En las mejillas hundidas de Ash aparecieron dos manchas blancas, pero logró controlar su voz y respondió brevemente:
—Eso hacía, señor.
—Entonces será mejor que vuelva allá. No tiene sentido permanecer en los acantonamientos sin hacer nada. ¿Aún no ha podido obtener las reservas en los trenes?
—Sí, señor. Pero son para el jueves que viene. Pero…
—Ajá. No le habría dado permiso si hubiera sabido que se quedaría sin hacer nada todo este tiempo. Bien, si eso es todo lo que tenía que decirme, le agradeceré se retire. Tengo que trabajar. Buenos días.
Ash se retiró, y sin atender al consejo del coronel se dirigió al Comisario; pero este compartía las opiniones del coronel Pomfret… en especial cuando los oficiales jóvenes pedían verlo al mediodía, y al decirles que la hora era inadecuada, le obligaban a recibirle para contarle alguna historia y exigir que él, como Comisario, adoptara alguna acción inmediata.
—¡Tonterías! —gruñó el Comisario—. No creo una palabra de todo esto, y si usted conociera a esta gente tan bien como yo, tampoco lo creería. No tiene sentido creer más que una fracción de lo que le dicen, porque la mayoría de ellos prefieren contar una mentira a decir la verdad, y tratar de descubrir qué sucedió realmente es como buscar esa proverbial aguja en un pajar. Ese amigo suyo… Guptar o Gobind o como quiera que se llame… le está gastando una broma, o él es demasiado inocente. Puedo asegurarle que actualmente nadie se atrevería a participar en lo que usted sugiere, y es fácil ver que su crédulo amigo ha sido víctima de una broma. ¡Y supongo que usted también! Bien, permítame recordarle que estamos en el año 1878 y que hace cuarenta años que existe una ley contra el suttee.
—No creo que allí haya entrado el Raj británico, o, si ha entrado, que tenga nada que ver con ellos —dijo Ash.
—Vamos… —replicó el Comisario, molesto. Almorzaba al mediodía y ya eran más de las doce y media—. Exagera usted. Es obvio que…
—Pero usted no ha estado allí —interrumpió Ash.
—¿Y eso qué tiene que ver? Bhithor no está en mi provincia ni pertenece a mi jurisdicción, de manera que aunque me incline a creer esta ridícula historia, y realmente no la creo, de todos modos no haría nada por ayudarle. Será mejor que su informante se dirija al Oficial Político responsable de ese sector de Rajputana… es decir, si realmente cree en esa historia, y lo dudo.
—Pero señor, le he dicho que no puede recibir ningún mensaje de Bitor —persistió Ash con desesperación—. No hay telégrafo ni oficina de Correos, y aunque permitan a su sirviente venir aquí a comprar medicinas y drogas, jamás le permitirían ir a ninguna otra parte. Si al menos usted enviara un telegrama al Oficial Político…
—No haré nada semejante —respondió tercamente el Comisario, y se puso de pie para indicar que la entrevista había terminado—. Nunca en mi Departamento hemos usado la política de interferir en la administración de otras provincias o dar instrucciones a quienes están a cargo de ellas, que según creo están más capacitados que nadie para resolver sus propios asuntos.
Ash respondió con lentitud:
—Entonces… ¿usted no hará nada?
—No es cuestión de que «no haré», sino de que «no puedo». Y ahora, excúseme usted…
Ash ignoró la sugerencia y permaneció donde estaba, argumentando, rogando y explicando durante cinco minutos más. Pero sin resultado porque el Comisario se había puesto de mal humor, y le informó, lisa y llanamente, que estaba mezclándose en asuntos que no le importaban (y que, en todo caso, nada tenían que ver con él) y que finalmente le ordenaba que se retirara o lo haría expulsar por el centinela.
Ash se fue, dándose cuenta de que había perdido casi dos horas y que si hubiera estado más tranquilo habría enviado un telegrama antes de intentar hablar con nadie.
La oficina de Telégrafos estaba cerrada al público a mediodía y durante la hora de la siesta, pero Ash consiguió que un empleado enviara cuatro telegramas urgentes. Uno a Kaka-ji, otro a Jhoti, el tercero al mismo Oficial Político que había sido tan poco útil cuando el Rana trataba de extorsionar por los contratos de matrimonio, y finalmente, por si el obstinado funcionario resultaba ser tan inútil ahora como en aquella oportunidad, un cuarto telegrama al honorable agente del Gobernador General, Rajputana… conocido familiarmente como A. G. G., en Ajmer: una idea que resultaría desastrosa, aunque en aquel momento le parecía excelente. Pero entonces Ash no tenía idea de a quién dirigirse, y no se preocupó demasiado por aclararlo.
No fue fácil convencer al empleado de Telégrafos de que transmitiera estos telegramas. El contenido de los cuatro le alarmaba, y protestó enérgicamente contra la idea de hablar de «asuntos tan delicados» sin usar un código. Pensaba que los mensajes de este tipo debían cursarse por código o no enviarse.
—Le digo, señor, que los telegramas no son cosas secretas. De ninguna manera. Pasan de un tar-khana (Oficina de Telégrafos) a otro, y en muchas de ellas hay tipos sin escrúpulos que los leen… y luego hablan del contenido entre ellos.
—Bien —replicó brevemente Ash—. Me alegro de saberlo. Cuanto más se hable de esto, mejor.
—Pero, señor… —gimió el empleado—, se harán muchos comentarios y estallará un escándalo. ¿Y si al fin y al cabo este sahib Rana no se muere, y usted se encuentra con un montón de problemas por esto? Y yo también, que soy quien envía las acusaciones… Pueden culparme de esto y me veré en dificultades, ¿y si pierdo mi empleo…?
Se necesitaron quince minutos y cincuenta rupias para superar los escrúpulos del empleado, y los telegramas fueron cursados. A continuación Ash fue al bungalow del señor Pettigrew, Comisario de Policía del Distrito, con la esperanza (ahora muy leve) de que la Policía colaborara más que los militares o los civiles.
En realidad, el señor Pettigrew fue menos escéptico que el coronel Pomfret o el Comisario, pero también él señaló que ese asunto debían resolverlo las autoridades de Rajputana. Y agregó que probablemente ellos sabían mucho más sobre lo que sucedía que lo que pensaba el teniente Pelham-Martyn. Sin embargo, al menos prometió enviar un telegrama personal a un colega en Ajmer, un tal Carnaby, que era amigo suyo.
—Nada oficial, ¿comprende? —dijo Pettigrew—. No hay que meter la nariz ni dar la sensación de que uno se entromete. Y a decir verdad, no me tomo muy en serio este mensaje traído por la paloma. Probablemente, no hay nada cierto en él. Por otra parte, es posible que sí haya algo, de manera que no está mal que transmitamos una advertencia a Tim Carnaby… para quedar más tranquilos. No es el tipo de persona que deja las cosas como están, de manera que realmente se ocupará del asunto. Le enviaré un cable de inmediato, y puede estar seguro de que, si es necesario hacer algo, él lo hará.
Ash le agradeció fervorosamente su buena disposición y se alejó del lugar bastante más tranquilo. Después de la desalentadora frustración de la mañana, era un consuelo encontrar a alguien que no pasaba por alto la advertencia de Gobind como si fuera una tontería, y que estaba preparado a hacer algo al respecto… aunque sólo fuera una advertencia no oficial a un amigo personal.
Pero luego los hechos le demostraron que podía haberse ahorrado la visita, porque los esfuerzos del Comisario no dieron buen resultado. El amigo se había ausentado con permiso tres días antes de que se enviara el telegrama, y debido a la ansiedad de Pettigrew de evitar toda sugerencia de interferir en el trabajo de otra persona, la información que contenía se le presentó en términos tan superficiales que no comunicaba ninguna sensación de urgencia. El oficial que sustituía a Tim Carnaby en su ausencia, por lo tanto, no pensó que valía la pena enviárselo y lo guardó en el cajón junto con otras cartas que el titular leería a su regreso.
Los telegramas enviados por el propio Ash tuvieron la misma suerte. Jhoti, con la aprobación de Kaka-ji, había enviado uno al A. G. G. de Rajputana, y al recibirlo el A. G. G., a su vez, envió un cable al Residente británico en Karidkote, cuya respuesta no le comprometía en absoluto. Todos sabían, decía, que la salud del Rana no era muy buena, pero era la primera vez que alguien en Karidkote oía que podía morirse, y había razones para creer que la fuente de esta información no era totalmente segura. Todo lo que llegara de ese sector debía ser tratado con reserva, ya que el oficial en cuestión no sólo parecía ejercer demasiada influencia sobre el joven maharajá, sino que tenía reputación de excéntrico e indisciplinado.
Lamentablemente, estas observaciones llegaron a Ajmer sólo unas horas después de una carta del Oficial Político, y al leerlas una después de la otra, las dos destruían la menor posibilidad de creer a Ash… y de que sus advertencias se tomaran en serio. Pero, por un desgraciado capricho del destino, el Agente del Gobernador General recién designado quien se había hecho cargo de sus funciones sólo unas semanas antes, resultó ser aquel Ambrose Podmore-Smyth… ahora Sir Ambrose, quien seis años antes se había casado con Belinda Harlowe. Y Belinda y su padre y las habladurías del Club de Peshawar le habían inspirado una animadversión hacia el antiguo novio de su esposa, que no había disminuido con el paso del tiempo.
Sir Ambrose desaprobaba a los ingleses que «se volvían nativos», y se había escandalizado de la historia que le contara su esposa sobre los primeros años de la vida de Ash, aunque, por suerte, ella no recordaba el nombre del Estado en que el muchacho había vivido. Para Sir Ambrose constituyó una desagradable sorpresa encontrar un telegrama de Ahmadabad, donde constaba un informe claro y sorprendente, firmado por Pelham-Martyn. No podía creer que fuera el mismo Pelham-Martyn, pero el nombre no era común y sería bueno verificarlo. Indicó a su ayudante personal que lo hiciera de inmediato, así como también que enviara una copia del telegrama al Oficial Político cuya demarcación incluía Bhithor, pidiéndole una respuesta. Después de esto, consciente de haber hecho todo lo que se esperaba de él, fue a la sala de su esposa a tomar una copa antes del tiffin (almuerzo), y allí mencionó la extraña coincidencia de ese nombre del pasado.
—¿Te refieres a Ashton? —gritó Belinda, una Belinda a quien Ash difícilmente habría reconocido—. ¡Entonces finalmente salvó la vida! Bien, debo decir que nunca creí que se salvaría. Ni yo ni nadie. Papá dijo que se habían quitado de encima a un inservible. Pero yo no creo que Ashton fuera malo, sólo un poco salvaje. Imagínate que aparezca otra vez.
—No ha «aparecido» —respondió sir Ambrose en tono cortante—. No hay razón para creer que se trata de la misma persona. Podría ser un pariente, aunque lo dudo. Probablemente no tiene ninguna relación con él. Ya veremos…
—¡Claro que es Ashton…! Esto es típico de él. Siempre mezclándose en cosas que no le conciernen; y con nativos, además. —Se interrumpió, y, recostándose en el respaldo de su sillón, observó a su esposo con mirada insatisfecha.
El tiempo y el clima de la India no habían sido muy bondadosos con Sir Ambrose. Habían convertido a un hombre apuesto, satisfecho de sí mismo, en otro obeso, calvo e insufriblemente vanidoso. Ahora Belinda era Lady Podmore-Smyth, esposa de un hombre medianamente rico e importante, y madre de dos niñas saludables. Sin embargo, no era feliz.
Su marido le resultaba aburrido y también la vida en un estado nativo.
—Me pregunto —dijo Belinda pensando en voz alta—, qué aspecto tendrá ahora… Era muy apuesto… y estaba tan locamente enamorado de mí.
Belinda no se daba cuenta de que los años habían sido aún menos bondadosos con ella que con su marido, y que ya no era la muchacha esbelta y admirada por todos en Peshawar, sino una robusta matrona, con los cabellos rubios desteñidos, una lengua viperina y expresión descontenta.
—Por supuesto que siempre supe por qué lo hizo… por qué se escapó de su Regimiento. Siempre supe que fue por mí y que iba en busca de la muerte, o del olvido. Pobre Ashton… siempre he pensado que si yo hubiese sido un poco más bondadosa…
—Tonterías —replicó Sir Ambrose con enojo—. Me extraña mucho que hayas pensado una sola vez en él desde aquellos días. Y si estaba locamente enamorado de ti… vamos, vamos, Belinda, no es necesario hacer una escena por lo que te dije. No debería habértelo mencionado… ¡No estoy gritando!
Salió de la habitación hecho una furia, dando un portazo tras él, y no se sintió mejor cuando su ayudante le comunicó que el autor del impertinente telegrama era realmente el mismo Ashton Pelham-Martyn que alguna vez había aspirado a la mano de su esposa y que luego provocó tantas habladurías por comportarse de una manera que sólo podía describirse como desequilibrada. Y luego, para empeorar las cosas, llegó la respuesta del Oficial Político a su petición de que dijera algo sobre el contenido del telegrama.
Spiller escribía que ya tenía experiencia con el capitán, ahora teniente Pelham-Martyn, y que consideraba que se trataba de alguien con tendencia a crear escándalos y causar disensiones. Pocos años antes, el tipo había hecho lo posible por empeorar las relaciones entre el Gobierno de la India y el Estado de Bhithor, que hasta entonces habían sido muy cordiales, y si no hubiera sido por la firmeza de Spiller, lo habría logrado. Ahora, otra vez, por razones que sólo él debía conocer, trataba de crear problemas. Sin embargo, como no había motivos para creer nada de lo que dijese, el mayor Spiller, por su parte, pensaba tratar estos informes con el desprecio que merecían: en particular, en vista de que aquellos a quienes correspondía enterarse de lo que sucedía en Bhithor le habían asegurado que la enfermedad del Rana era sólo un leve ataque de paludismo que le afectaba de vez en cuando en los últimos años, y que no había el menor peligro de que sucumbiera a ello. Todo el asunto era una exageración de Ash, y lo mejor sería dar una buena reprimenda al teniente Pelham-Martyn para que no continuara entrometiéndose en asuntos que no le importaban, y era inexcusable que…
Sir Ambrose no se molestó en seguir leyendo, ya que la opinión del que escribía no hacía más que confirmar la suya. Sir Ambrose arrojó toda la correspondencia en la papelera, dictó una respuesta tranquilizadora a Su Alteza el maharajá de Karidkote, asegurándole que no había motivo para angustiarse, envió una carta al Cuartel General del Ejército quejándose de las «actividades subversivas» del teniente Pelham-Martyn y sugirió que sería conveniente que tanto su situación actual como sus antecedentes personales fuesen investigados a fin de deportarlo como Súbdito Británico Indeseable.
En aquellos momentos, Ash recibía a un fatigado viajero cubierto de polvo que había llegado por la mañana de Bhithor.
Manilal había partido hacia Ahmadabad menos de veinte minutos después de que Gobind soltara a la segunda paloma. Pero la paloma cubrió la distancia en pocas horas, y a Manilal le costó casi un semana, porque su caballo sufría una lesión muscular y, por tanto, debía avanzar con lentitud, y los caminos estaban llenos de carruajes y muy polvorientos.
—¿Qué noticias traes? —preguntó Ash, que bajó corriendo la escalera mientras el fatigado viajero se apeaba a la sombra de un porche. Ash había salido tres días seguidos con la esperanza de encontrar a Manilal, y estaba cada vez más ansioso al no ver señales de él, ni recibir respuesta del amigo del Comisario de Policía del Distrito en Ajmer (no era tan optimista como para imaginar que sus propios telegramas recibirían respuesta). Para tentar al destino, aquella mañana se quedó en la casa, y hacia el mediodía el destino le recompensó enviando al sirviente de Gobind al bungalow.
—Muy poco —respondió Manilal con la garganta seca por el polvo—. Excepto que seguía vivo cuando yo salí de Bhithor. Pero ¿quién sabe lo que puede haber sucedido desde entonces? ¿El sahib ha advertido al Gobierno de Karidkote lo que puede suceder?
—Por supuesto, dentro de pocas horas esa paloma llegará a su destino. Hice lo que pude.
—Muy bien —respondió Manilal con voz ronca—. ¿Me da permiso, sahib, para comer y beber y quizá descansar un poco antes de seguir hablando? No he dormido desde que el caballo se lastimó, aterrorizado por un tigre que se le cruzó en el camino.
Durmió durante el resto del día y apareció después del atardecer, aún muy cansado, para contar a Ash todo lo que Gobind no había podido comunicar a través de la paloma mensajera. Al parecer, los médicos de palacio aún decían que el Rana se recuperaría, e insistían en que sólo padecía un ataque bastante agudo de paludismo, que lo aquejaba desde hacía muchos años. Pero, en la opinión de Gobind, esto no era una simple fiebre, sino una enfermedad orgánica que no tenía cura, y lo mejor que podía hacerse era administrarle drogas para aliviar el dolor… y esperar que se demorara el final hasta que el Gobierno enviara a alguna autoridad para evitar que se produjeran tres muertes en vez de una.
Aparentemente, Gobind logró enviar mensajes a la Rani segunda a la Zenana, pero recibió respuestas breves y poco explícitas que le hicieron pensar que las Ranis estaban muy vigiladas.
Luego Shushila dio a luz, y a la mañana siguiente Gobind recibió una carta de Kairi-Bai que no respondía a ninguna de las suyas. Era una desesperada petición de ayuda, no para ella, sino para la Rani Shushila, que estaba muy grave y debía recibir atención inmediatamente, si era posible, de una enfermera europea del hospital angrezi más cercano. Era un asunto de la mayor urgencia, y Gobind debía mandar a buscar una enfermera en seguida y en secreto, antes de que fuera demasiado tarde.
En el sobre había una flor de dakh marchita, que es un símbolo de peligro; al verlo, Gobind tuvo la terrible sospecha de que la Rani principal, al no haber engendrado un heredero, quizás estaba siendo envenenada… como había sucedido con su antecesora…
—Pero ¿qué podía hacer sahib hakim? —preguntó Manilal encogiéndose de hombros—. No podía hacer lo que deseaba Kairi-Bai. Y aunque hubiera podido enviar semejante mensaje, el Rana jamás habría permitido que una extranjera, con título o sin él, entrara en la Zenana para examinar a su esposa. Esto sólo sería posible si esa persona venía con una fuerte escolta de soldados, armas y sahibs policías, o que se pudiera persuadir al Rana para que la llamara él mismo.
Gobind intentó valientemente este último camino, pero el Rana no quiso saber nada de ello, y se enfureció ante la sugerencia. Despreciaba a todos los extranjeros, a quienes consideraba bárbaros, y si por él hubiera sido, se habría negado a permitir que ninguno de ellos pusiera el pie en su Estado, y menos que tuviera algún contacto personal con él. ¿Acaso él, sólo él entre todos los príncipes vecinos, no se había negado a aparecer en los durbars organizados por el Raj para anunciar que la reina de Inglaterra había sido declarada Kaiser-I-Hind (emperatriz de la India), con la excusa de que estaba enfermo y lamentablemente no podía viajar?
La dai que asistiera a Shushila durante el parto aseguró que no había ningún tipo de complicaciones, y que la Rani gozaba de buena salud. La desilusión por el sexo del recién nacido la había afectado, pero era comprensible que hubiera deseado mucho tener un hijo varón, y los astrólogos y adivinos, sin mencionar a sus propias mujeres, habían asegurado tontamente que tendría un hijo varón. Sin embargo, pronto superaría eso, y si los dioses la favorecían la vez siguiente tendría un varón. Había mucho tiempo porque era joven… y mucho más fuerte que lo que sugería su frágil aspecto.
Gobind llegó a la conclusión de que tal vez Kairi-Bai había oído comentarios desagradables sobre la muerte de la anterior esposa del Rana, y que por eso temía que a su hermana pudiera pasarle lo mismo por haber tenido una niña en lugar de un varón. Pero esto era muy improbable, aunque sólo fuera porque Shushila-bai era una mujer excepcionalmente hermosa y amada por el Rana, mientras que su predecesora, por lo que se decía, era fea, gorda y estúpida, y sin ningún atractivo.
Gobind envió una nota para tranquilizar a la Rani segunda, pero no recibió respuesta; una semana después la niña murió.
También corrió el rumor en palacio de que la dai había muerto, aunque algunos decían que simplemente la habían despedido después de una discusión con la medio hermana de la Rani, quien la acuso de no cuidar bien a la Criatura. Además se decía que el Rana, furioso por la interferencia de la Rani segunda, había dado órdenes de que se la confinara en sus habitaciones y que no viera a su hermana ni hablara con ella hasta que se lo indicaran: una orden que Gobind temía causaría aún más desesperación a la Rani principal que a la segunda… si era cierta.
Pero en el palacio corrían muchos rumores falsos. Sin embargo, todo lo que Gobind llegó a saber es que no podía acusarse a nadie de la muerte de la recién nacida. Era una criatura pequeña y enfermiza con pocas esperanzas de vida desde que vino al mundo, y la Rani principal quedó postrada por el dolor de la pérdida, ya que se había encariñado mucho con ella desde que se recuperó de su desilusión porque fue una hija en lugar de un varón.
En cuanto a la Rani segunda y la dai no hubo más información, y Gobind sólo podía esperar que si era cierto que Kairi-Bai había sido nuevamente separada de su hermana, el Rana anulara la orden por el bien de la madre atribulada… a menos que hubiera perdido interés en ella y usara este método para castigar a las dos mujeres: a una por entrometerse y a la otra por no haberle dado un hijo varón. Esto era muy posible.
—Pero ¿sin duda la doncella que llevó los mensajes, o su familia, podrían haberle dado a usted o a su amo alguna noticia de la Rani segunda? ¿Y también de la dai? —preguntó Ash.
Manilal hizo un gesto negativo y replicó que aunque esa mujer, Nimi, había actuado como intermediaria para llevar y traer mensajes, en ningún momento fue posible hablar con ella, y que el único contacto del sahib hakim con ella había sido a través de sus padres que por dinero llevaban sus cartas y a través de los cuales recibía alguna respuesta. Pero tal vez ellos no sabían nada de lo que sucedía en la Zenana, o consideraban que era menos peligroso fingir que lo ignoraban.
—Dicen que no saben nada —explicó Manilal—, y no nos han dicho nada, aparte de que su hija Nimi siente gran afecto por su ama, la Rani segunda, pero que es realmente muy ambiciosa, porque pide cada vez más dinero por cada carta que lleva al sector de las mujeres o que trae de allí.
—Si ustedes sólo se comunican con los padres, es posible que la muchacha haga lo que hace por cariño y no sepa nada del dinero que ellos consiguen en su nombre —replicó Ash.
—Esperemos que así sea —contestó Manilal—, porque por cariño se corren muchos riesgos con alegría. Pero los que sólo los corren por dinero pueden convertirse en traidores si hay otro dispuesto a pagar más, y si se llega a saber que el Sahib hakim mantiene correspondencia en secreto con la Rani segunda, creo que todas nuestras vidas estarían en peligro; no solamente la del hakim, sino la de ella también… y la mía, y la de los familiares de la mujer. En cuanto a esa mujer, su vida valdría muy poco.
Manilal se estremeció involuntariamente y le castañetearon los dientes. Dijo a Ash que, una vez que el Rana cayó enfermo, no se habían enterado de nada más, y que pronto resultó evidente que la enfermedad podía ser mortal.
—Sólo entonces nos enteramos por un rumor que corrió en el palacio… y que luego se difundió por la ciudad y en los mercados… de que si muere, sus esposas arderán con él; porque excepto su padre, el viejo Rana, que murió de cólera ningún gobernante de Bhithor ha ido solo a la pira funeraria… y en ese caso fue porque no había esposas que hicieran suttee, ya que también ellas, y su concubina favorita, se habían contagiado la enfermedad y murieron de ella. Pero, al parecer cuando murió su predecesor, en el año en que Mahadaji Sindia volvió a tomar Delhi, catorce mujeres, entre esposas y concubinas, le siguieron a las llamas, y antes de eso nunca menos de tres o cuatro y a veces más de veinte. Ahora dicen que esta vez serán sólo dos, ya que no hay concubinas, sino solamente amistades homosexuales. Pero lo importante es que todos están seguros de que las Ranis harán suttee, como todas las viudas en Bhithor.
—Bien, no morirán —replicó Ash—. ¿Cuándo regresas?
—En cuanto consiga más palomas y otros seis frascos de medicinas inútiles del dewai-dukan. Y además otro caballo, porque el mío no soportará cabalgar durante algunos días y no me atrevo a aplazar mi regreso. Ya he perdido demasiado tiempo. ¿El sahib podrá ayudarme con el caballo?
—Por supuesto. Déjalo de mi cuenta. Lo de las palomas y las medicinas también. Lo que necesitas es descansar y será mejor que lo hagas mientras puedas. Dame los frascos vacíos. Gul Baz traerá lo que necesitas tan pronto como abra el comercio mañana temprano.
Manilal se los entregó, se retiró a su charpoi (cama, generalmente de soga) y pocos minutos después se quedó dormido. Se despertó cuando ya había salido el sol. Pero en ese momento hacía dos horas que Ash se había marchado, dejándole un recado de que preparara lo que necesitara y que le vería en casa de Sarji.
El recado fue entregado por Gul Baz, con tono de desaprobación, junto con media docena de frascos de medicina de «Jobbling & Sons», farmacéuticos. Manilal se encaminó al mercado, donde compró un gran cesto de mimbre, comida y fruta fresca, y tres gallinas. El cesto, como el que había llevado anteriormente a Bhithor, tenía un falso fondo. Pero esta vez no lo usó, porque Ash tenía otros planes, que no incluían palomas mensajeras.
A diferencia de Manilal, Ash pasó casi toda la noche despierto. Tenía muchas cosas en qué pensar, pero su mente descartaba los problemas mayores para concentrarse en uno relativamente trivial: el curioso uso que hacía Manilal de un antiguo y poco amable sobrenombre: Kairi. ¿Quién podría haber sido lo suficientemente grosero como para que alguien como Manilal, al mezclarse con otros sirvientes en el Rung Mahal y escuchar los chismorreos, así como las habladurías de los mercados, pudiera usarlo automáticamente al hablar de ella? Era un pequeño detalle. Pero así como una paja vuela en la dirección en que sopla el viento, era una clara indicación del desprecio con que se consideraba a Juli entre la gente de su marido y, lo que era más desconcertante, que sólo alguien de Karidkote pudiera haber sido el responsable de repetir ese cruel sobrenombre y alentar su uso en la Zenana, desde donde debía haberse extendido al resto del palacio.
Unas seis mujeres de las que antes servían a Juli y a Shu-shu habían permanecido con ellas, y Ash sólo podía esperar que la responsable estuviera entre las tres que habían muerto (aunque no creía que se tratara de Geeta) porque, si no, había una traidora entre las que estaban más cerca de las Ranis: duplicado femenino del espía de Nandu, Biju-Ram, que no despertaba sospechas en sus jóvenes amas porque procedía de Karidkote, y recibía favores del Rana denigrando a la esposa que él despreciaba. Era una idea desagradable, y, además, amenazadora porque significaba que aunque el Rana viviera o el Raj enviara tropas para hacer cumplir la ley contra la práctica de que las viudas se quemaran vivas, Juli y su hermana quedarían expuestas de todas maneras a más peligros que los que sospechaba Gobind.
Ash no dudaba de que el Gobierno de la India procuraría que si el Rana moría no hubiera suttee. Pero si el Rana vivía tal vez no pudieran proteger a Juli del castigo (ni a Gobind o a Manilal tampoco, si se descubría lo del contrabando de cartas) porque se trataría de un asunto puramente doméstico. Aunque los tres murieran o simplemente desaparecieran, era dudoso que las autoridades se enteraran nunca de ello. Y si se enteraban, y hacían preguntas, no las harían con la rapidez suficiente, porque en un país de vastas distancias y malas comunicaciones estas cosas llevaban tiempo, y una vez que el asunto se enfriaba, cualquier explicación, tal como una repentina fiebre, o la simple afirmación de que el hakim y su sirviente se habían marchado del Estado y que seguramente se hallaban de regreso a Karidkote, sería aceptada sin más discusiones, porque no habría pruebas de lo contrario. Ni forma alguna de probar nada…
Ash se estremeció involuntariamente, como Manilal, y pensó, presa de pánico: «Debo ir yo mismo. No puedo quedarme aquí sin hacer nada mientras Juli… Manilal tenía razón: el Rung Mahal es el reino del mal, allí puede suceder cualquier cosa. Además, si Gobind puede hacerle llegar cartas, yo también… No desde aquí, pero desde allí sí… podría advertirle para que se prevenga contra las mujeres de Karidkote que puedan ser desleales, y pregunte sobre la dai y se entere de qué sucede realmente. No quiso escaparse conmigo antes, pero ahora puede sentir las cosas de otra manera, y si es así encontraré el medio de sacarla de allí… y si no, al menos me aseguraré de que la Policía y el Departamento Político tomen medidas para que si ese animal muere, nadie trate de forzar a sus viudas a arder en la pira».
«Con Shu-shu tendrían que usar la fuerza. Se verían obligados a arrastrarla a la pira o atarla y llevarla, y Ash se imaginaba que probablemente moriría de miedo mucho antes de llegar allí. Una vez, Juli le había dicho que Shu-shu siempre se aterrorizaba ante la sola idea del suttee, y que esta era la razón de que no quisiera casarse, porque su madre… —Ash pensó con amargura—: espero que haya un infierno especial para gente como Janoo-Rani».
Cuando Gul Baz trajo el té al amanecer, encontró al sahib levantado y vestido. Estaba ocupado en llenar una bistra, un pequeño bolso de tela que llevaba con él en sus servicios nocturnos atado a la parte posterior de la montura. Pero una sola mirada le bastó para ver que su amo no pensaba estar fuera sólo una noche y un día. Ash se lo confirmó diciéndole que saldría de viaje, y que tal vez no regresaría en un mes, aunque era muy posible que volviera en ocho o diez días… No tenía planes muy claros.
En esto no había nada raro, excepto que antes Gul Baz se encargaba de preparar lo que fuere, y en general había algo más que un pequeño envoltorio de tela: varias mudas de ropa, para empezar. Pero esta vez Gul Baz observó que el sahib pensaba viajar con carga ligera, pues sólo llevaba una pastilla de jabón, una navaja y una manta campesina además de su revólver de reglamento y cincuenta cartuchos. Y cuatro cajas pequeñas y anormalmente pesadas, cada una de las cuales contenía cincuenta balas de rifle.
Al observar esto, Gul Baz se permitió pensar que el sahib sólo haría otro viaje al bosque de Gir… aunque no comprendía para qué llevaba el revólver y tal cantidad de municiones.
Su esperanza murió al ver que Ash se dirigía hacia la cómoda, abría un cajón que estaba cerrado con llave, sacaba de allí y se guardaba en el bolsillo una pequeña pistola y un puñado de balas (que no tenían ninguna utilización en una expedición de caza) y una caja fuerte metálica que vació en la mesa, comentando que era una suerte que el sahib Haddon hubiera decidido pagarle en efectivo el precio de los dos caballos de polo, porque de esta manera le ahorraría un viaje al Banco. Comenzó a clasificar el dinero en pilas de monedas de oro, monedas de plata y billetes, contándolo en voz inaudible, y no levantó la mirada cuando Gul Baz dijo pesadamente, y no en forma de pregunta:
—Entonces el sahib va a Bhithor.
—Sí —respondió Ash—, aunque eso sólo lo sabemos nosotros… trescientos cincuenta, cuatrocientos, cuatrocientos cincuenta y nueve, quinientos… seiscientos…
—Lo sabía —exclamó con amargura Gul Baz—. Eso es lo que temía Mahdoo-ji, y el día que vi a ese hakim de Karidkote en este bungalow supe que el viejo tenía razón. No vaya usted, sahib, se lo ruego. Nada bueno puede salir de inmiscuirse en los asuntos de ese maldito lugar.
Ash se encogió de hombros y siguió contando; en seguida Gul Baz agregó:
—Si es necesario que vaya, al menos permítame acompañarle. Y también a Kulu-Ram.
Ash levantó la mirada para sonreír y sacudió la cabeza.
—Lo haría si pudiera. Pero sería peligroso… Podrían reconocerte.
—¿Y a usted no? —replicó con ira Gul Baz—. ¿Cree que lo habrán olvidado tan pronto, cuando les dio usted tantos motivos para que lo recuerden?
—Ah, pero esta vez no iré a Bhithor como un sahib. Iré disfrazado de boxwallah (comerciante europeo); o de viajero que va en peregrinaje a los templos del monte Abu. O quizá seré un hakim de Bombay… creo que lo mejor será que sea un hakim, ya que eso me dará una excusa para encontrarme con un colega, Gobind Dass. Y puedes estar seguro de que nadie me reconocerá… aunque algunos podrían reconocerte a ti, y más aún a Kulu-Ram, que a menudo iba conmigo a la ciudad. Además, no iré solo. Manilal estará conmigo.
—¡Ese gordo tonto! —exclamó Gul Baz con desprecio.
Ash rio y replicó:
—Será gordo, pero no es tonto. Eso puedo asegurártelo. Si deja que la gente piense que lo es, es por alguna buena razón, y créeme, en sus manos estaré seguro. Bien, veamos, ¿qué estaba haciendo? Setecientos… setecientos ochenta… ochocientos… novecientos… mil sesenta y dos…
Terminó de contar el dinero, guardó una gran parte en los bolsillos de su chaqueta de montar, volvió a poner el resto en la caja fuerte y se la entregó a Gul Baz, quien la recibió en silencio.
—Bien, aquí tienes, Gul Baz. Con eso te alcanzará de sobra para cubrir los sueldos y los gastos de la casa hasta que yo vuelva.
—¿Y si no vuelve? —preguntó tercamente Gul Baz.
—He dejado dos cartas que encontrarás en el cajoncito más alto de mi escritorio. Si dentro de seis semanas no he regresado y tú no has recibido ningún mensaje mío, entrégaselas al sahib Pettigrew de la Policía. Él actuará según las indicaciones de las cartas y se ocupará de que tú y los demás no sufráis ningún inconveniente. Pero no te preocupes: volveré. Ahora bien, en cuanto al sirviente del hakim, cuando se despierte dile que, cuando esté listo para partir, vaya a la casa del Sirdar Sarjevan Desai, cerca del pueblo de Janapat, donde me encontraré con él. Y, además, que se lleve la yegua baya en lugar de su caballo que está tullido. Dile a Kulu-Ram que se encargue de eso… No, mejor se lo diré yo mismo.
—No le gustará —dijo Gul Baz.
—Quizá no. Pero es necesario. No regañemos, Gul Baz. Esto es algo que debo hacer. Me corresponde.
Gul Baz suspiró y dijo como hablando consigo mismo:
—Lo que está escrito, escrito está. —Y no discutió más.
Fue a decirle a Kulu-Ram que el sahib necesitaba alforjas para la silla y que trajera a Dagobaz al porche dentro de un cuarto de hora; y luego sirvió té recién hecho… ya que el que había traído antes estaba frío. Pero cuando quiso traer el rifle Ash sacudió la cabeza y dijo que no lo necesitaba:
—Porque no creo que un hakim use semejante arma.
—¿Entonces para qué lleva las balas?
—Porque las necesitaré. Son del mismo calibre que las que usan los pultons (regimientos de Infantería); y durante muchos años han conseguido rifles del Gobierno, de manera que puedo llevar el otro sin riesgo. —Había tomado la carabina de caballería, y luego su escopeta de caza y cincuenta cartuchos.
Gul Baz desarmó la escopeta y la guardó en la bistra y cuando todo estuvo listo, llevó el pesado envoltorio de ella al pórtico. Mientras contemplaba a Ash que montaba a Dagobaz y se alejaba a la luz cristalina del amanecer, se preguntó qué hubiera hecho Mahdoo de haber estado allí.
¿Quizá Mahdoo habría logrado convencer al sahib de que abandonara el intento? Gul Baz pensaba que eso no era probable. Sin embargo, por primera vez se alegró de que el viejo ya no estuviera vivo, de manera que él, Gul Baz, no se veía obligado a explicarle cómo había permitido que el sahib Pelham se encaminara hacia una muerte segura ante sus propios ojos, y sin que él pudiera evitarlo.