Ahmadabad, la noble ciudad construida en la primera mitad del siglo XV por el sultán Ahmad Shah, conservaba pocas huellas de su legendaria belleza y esplendor. Estaba rodeada por tierras llanas cerca de las orillas del río Sabarmati, y la tierra fértil era tan diferente de la zona árida de color pardo de la frontera, como los sowares de Roper’s Horse eran diferentes, tanto en aspecto como en temperamento, de los hombres de los regimientos de tropas de la frontera: los gujeratis eran, por naturaleza, gente amante de la paz, cuyo proverbio más conocido era «hazte amigo de tu enemigo».
Los oficiales de elevada graduación le parecieron a Ash sorprendentemente viejos y sosegados, y mucho más reservados que los de su propio Regimiento; en cuanto al comandante en jefe, coronel Pomfret, podría haber sido Rip van Winkle en persona, incluso con la barba blanca e ideas que estaban en boga cincuenta años atrás.
Sin embargo, el acantonamiento no era muy distinto de los muchos similares diseminados por toda la India: un antiguo fuerte, una zona de desfiles bañada por el sol, barracas y líneas de caballería, un pequeño mercado y algunos comercios europeos y una serie de bungalows de los oficiales en zonas sombreadas por los árboles, donde cotorras, palomas y cuervos hacían sus nidos entre las ramas y las ardillitas rayadas corrían entre las raíces de los árboles.
La vida en el acantonamiento seguía el modelo familiar del toque de diana, los establos, los ejercicios de tiro y el trabajo de oficina, pero en el aspecto social Ash hizo un agradable descubrimiento: la presencia de un viejo conocido de los días de Peshawar: nada menos que la señora Viccary, pues su marido había sido trasladado recientemente a Gujerat. El placer fue mutuo, y el bungalow de Edith Viccary pronto se convirtió en un segundo hogar para Ash, ya que la señora, como de costumbre, era alguien que escuchaba con interés y simpatía, y como la última vez que Ash la había visto fue antes del abandono de Belinda y de su propia desaparición al cruzar la frontera de Afganistán, tenía mucho que contarle…
Con respecto a su trabajo, Ash halló un gran inconveniente en el problema del idioma. Alguna vez, mucho tiempo atrás, había aprendido el gujerati de un miembro del campamento de su padre, pero hacía demasiado tiempo de eso como para que lo recordara, de manera que ahora debía comenzar otra vez desde el principio, y, como todo recién llegado, estudiar mucho para dominarlo. El hecho de que lo hubiera hablado de niño tal vez le ayudó a progresar más rápidamente… en realidad, sus compañeros, que no tenían ni idea de ese hecho, aunque Ash seguía llevando el sobrenombre de Pandy, se asombraban de la rapidez con que aprendía el idioma, aunque su coronel, que treinta años atrás había conocido al profesor Hilary Pelham-Martyn, había leído por lo menos un volumen de la obra monumental del profesor La lengua y dialectos del subcontinente indio, no encontraba extraño que el hijo hubiera heredado el talento lingüístico del padre. Sólo podía esperar que el joven no hubiera heredado las ideas poco ortodoxas de su progenitor.
Pero la conducta de Ash durante los primeros meses no dio motivo de alarma. Realizaba sus tareas de manera perfectamente satisfactoria, aunque sin demasiado entusiasmo y se le tildó de «aburrido», entre los oficiales más jóvenes porque demostraba aún menos interés por los juegos de cartas y las noches de camaradería en el cuartel. Aunque estaban de acuerdo en que esto podía deberse al calor, porque las temperaturas altas podían llegar a aplastar al más activo de los espíritus, y una vez que llegara la estación fría el joven podría mostrarse más afectuoso.
Sin embargo, a este respecto, la llegada del tiempo frío no estableció ninguna diferencia, excepto que las proezas de Ash en el campo de polo eran lo suficientemente notables como para que se le perdonara su falta de sociabilidad y el hecho de que continuara sin hacer ningún esfuerzo por tomar parte en las diversiones del acantonamiento, pues siempre que le era posible rechazaba invitaciones a reuniones para jugar a las cartas, excursiones y otros entretenimientos, o para actuar en teatro de aficionados.
Las solteras del acantonamiento, que se interesaron mucho en el recién llegado, terminaron por estar de acuerdo con los oficiales más jóvenes en que era un tipo muy aburrido, o bien insoportablemente vanidoso… El veredicto dependía de la edad y el temperamento… y en cualquier caso, no servía para la sociedad del lugar. Una opinión reforzada por su desvergonzada conducta de invitar a un individuo vulgar, aparentemente dueño de un barco de carga, a cenar con él en el Club inglés, Red Stiggins había hecho un breve viaje de negocios a Ahmadabad y se encontró casualmente con Ash en la ciudad.
Este episodio puso fin a cualquier otro intento de atraer o arrastrar a Ash a actividades puramente sociales, y de allí en adelante se le permitió que hiciera lo que quisiera con su tiempo libre, lo cual le satisfizo plenamente. Pasaba gran parte de su tiempo libre estudiando, y mucho del resto explorando el campo que rodeaba la ciudad, donde el terreno estaba lleno de reliquias de un gran pasado ahora recubiertas por enredaderas y casi olvidadas: viejas sepulturas y ruinas de templos y de cisternas de agua, construidas en piedra extraída de la montaña a muchos kilómetros al Norte.
La gran península de Gujerat era, en su mayor parte, llana y sin interés desde el punto de vista del paisaje, y a causa de las abundantes lluvias una tierra muy fértil, con zonas verdes, cubiertas de plátanos, mangos, naranjos y limoneros, palmeras y plantaciones de algodón. El lugar era muy distinto a la Rajputana que Ash recordaba tan bien, aunque las colinas bajas que lo bordeaban al Noreste marcaban las fronteras del País de los Reyes, y en el extremo más lejano… apenas a ciento cincuenta kilómetros estaba Bhithor. Bhithor y Juli…
Ash trataba de no pensarlo, pero era difícil, durante los lentos meses de tiempo caluroso, cuando era necesario comenzar el trabajo del día con las primeras luces del amanecer a fin de terminarlo antes de que la temperatura llegara a un punto en que cualquier actividad física o mental era casi imposible, y las horas entre media mañana y el anochecer transcurrían dentro de las casas con las persianas bajadas para evitar el calor y el resplandor, sin otra cosa que hacer que quedarse quieto… y, si era posible, dormir.
La mayoría de los ciudadanos, y todos los europeos, parecían poder hacerlo sin dificultad, pero, para Ash, esas horas calurosas y ociosas eran la peor parte del día… demasiado largas, y le permitían pensar, recordar y lamentar. Por tanto, estudiaba el gujerati en un esfuerzo por matar dos pájaros de un tiro, y dominó el idioma con una rapidez que asombraba a su munshi (maestro) y le granjeó la admiración de los sowares… Pero aun así no podía evitar pensar en cosas inútiles.
Ya debería haberse acostumbrado a ello, porque hacía más de un año que se encontraba en esta situación. Pero de algún modo era más fácil aceptar la situación como irremediable cuando le separaban cientos de kilómetros de Juli y no había nada a su alrededor que se la recordara.
Pero aquí, en Ahmadabad, ya no era así, y a veces Ash se preguntaba si el espacio, medido en kilómetros, podía tener algún efecto en los pensamientos. ¿Era porque ahora estaba tanto más cerca de ella en términos de distancia que su recuerdo se hacía de nuevo tan vívido y permanecía en forma tan constante en su mente? Sólo había tres días de viaje desde allí a Bhithor… cuatro a lo sumo… Si partiera ahora…
—¡Usted no presta atención, sahib! —le reprendía el munshi—. Vuelva a leer esa oración… y recuerde lo que le dije sobre el tiempo verbal.
En octubre, cuando ya terminaba la estación calurosa, la perspectiva se torno mucho más brillante. La estación fría era una época de intensa actividad militar, y ahora, como para compensar el inevitable ocio y letargo de los meses pasados, los campamentos, las maniobras y los ejercicios tomaron otro ritmo, y todo el tiempo libre se dedicaba a pasatiempos activos como el polo, las carreras y las gymkhanas.
Lo mejor fue que Ash adquirió dos cosas que hicieron más que todo el resto para apartar su mente de los problemas personales y compensarlo por haber sido desterrado de la frontera y de los Guías. Un amigo, Sarjevan Desai, hijo de un terrateniente local. Y un caballo llamado Dagobaz.
Sarjevan, para sus íntimos Sarji, era sobrino nieto del mayor Risaldar, un valeroso e inteligente guerrero de bigotes grises que en aquellos momentos ya era una especie de leyenda en Roper’s Horse, porque había servido en el Regimiento desde su creación unos cuarenta años atrás, cuando él era un joven de quince años, en tiempos en que el país estaba gobernado por la East India Company.
El mayor Risaldar era un buen militar y un excelente jinete, y parecía estar relacionado con la mayor parte de la aristocracia local, entre ellos el difunto padre de Sarjevan, que era el único hijo de una de sus muchas hermanas. Sarji no era militar. Había heredado muchas tierras, y la pasión de su padre por los caballos, que criaba más por placer que por conveniencia, y que se negaba a vender a nadie a quien no conociera personalmente y tuviera simpatía.
Su tío abuelo, que tenía una opinión favorable del oficial británico recién incorporado, presentó a Sarji al teniente Pelham-Martyn con instrucciones de que se encargara de proporcionar caballos al sahib que no disminuyeran el buen nombre del regimiento… ni de Gujerat. Y afortunadamente, para Ash, ambos simpatizaron de inmediato. Tenían la misma edad y el mismo interés por los caballos, y de ahí nació esa simpatía inmediata que pronto se convirtió en amistad, con el resultado de que, por una suma razonable, Ash adquirió un establo que provocaba la envidia a sus compañeros oficiales y que incluía un semental negro de ascendencia árabe llamado Dagobaz, El Travieso.
Desde los días en que era un niño que ayudaba en los establos de Duni-Chand en Gulkote, Ash había visto y montado y más tarde poseído muchos caballos. Pero nunca había visto uno igual a este en belleza, fuerza y velocidad. Hasta Baj-Raj, que ahora estaba al cuidado de Wally en Mardan, parecía insignificante comparado con él. Dagobaz tenía casi tres años cuando llegó a Ash, y al principio Sarji ni había querido venderlo, no sólo por su aspecto y sus posibilidades espectaculares, sino porque el semental no llevaba el nombre de Dagobaz por capricho. Podía tener la apariencia de la perfección, pero su carácter no estaba de acuerdo con su aspecto; mostraba un temperamento fogoso e incierto, y además no le gustaba que lo montaran y a pesar del paciente entrenamiento este punto no había sido superado.
—No diré que es malo —explicó Sarji—, ni que es imposible montarlo. Es posible. Pero, a diferencia de los otros, aún no ha superado su odio por la sensación de llevar un hombre en el lomo. Quedas cautivado por su belleza; pero si lo compras… y yo no se lo vendería a nadie más… es posible que te arrepientas toda la vida. ¡No digas que no te lo advertí!
Pero Ash sólo rio y compró el caballo negro por un precio que, teniendo en cuenta su aspecto y su genealogía era ridículo: y nunca tuvo motivos para lamentarlo. Sarji siempre había sido bueno para los caballos y era un excelente jinete, pero era el hijo de un hombre rico que no había adquirido su experiencia en forma ardua, como Ash, trabajando con los caballos de niño en el humilde oficio de mozo de establo.
Una vez establecida la relación, el resto fue comparativamente fácil; aunque Ash sufrió algunos reveses y en alguna oportunidad se encontró con que debió hacer un trayecto de siete kilómetros y medio a pie para volver al acantonamiento. Pero, finalmente, hasta Sarji tuvo que admitir que El Travieso había recibido un sobrenombre equivocado y que debería llamarse El Santo. Pero Ash retuvo el primer nombre, porque, en ciertos sentidos, aún era aplicable. Dagobaz lo había aceptado como amigo y como amo, pero demostraba con claridad que era «caballo de un solo hombre» y que sus afectos y su obediencia estaban reservados únicamente para Ash. Con Ash sobre el lomo, se comportaba como un ángel.
Dos meses después de haberlo comprado, y a pesar de su conocido mal genio Ash recibió por lo menos media docena de ofertas de comprar el caballo y todas excedían en gran medida la suma que había pagado por él… Pero todas fueron rechazadas.
Ash aseguraba que no había oro suficiente en la India para comprar a Dagobaz. En prueba de lo cual lo entrenó para saltar, le hizo participar en una carrera local y la ganó por quince cuerpos (con gran desesperación de los organizadores, quienes, sabiendo que el caballo nunca había participado antes en una carrera, apostaron mucho dinero contra él), y durante casi un mes lo montó en los desfiles en lugar de usar otro caballo más experimentado adquirido a poco de llegar allí. Dagobaz, aunque no estaba familiarizado con los ejercicios, se adaptó a ellos, y aparte de un intento de salir de la línea, se comportó como si hubiera sido entrenado desde el comienzo.
—¡No hay nada que no pueda hacer! —declaró Ash alardeando de su actuación ante Sarji—. Este caballo es humano. Y mucho más inteligente que la mayoría de los seres humanos, además. Juro que entiende todas las palabras que digo. Usa su cabeza, también. Sería un excelente pony de polo, pero yo no necesito otro, de manera que prefiero tenerlo para cabalgar y… ¿viste la forma en que tomó ese canal de riego que tiene un pozo a un lado? Voló sobre él como un pájaro. Por Dios, debería llamarse Pegaso. El coronel dice que puedo hacerle correr en Bombay cuando llegue la estación fría… si todavía estoy aquí.
—¿Crees que te marcharás antes? —preguntó Sarji.
—No es que lo crea —corrigió irónicamente Ash—. Sólo lo deseo. ¿No te dijeron que estoy cumpliendo un castigo? Estoy aquí por un tiempo; y en marzo ya hará un año. Hay alguna posibilidad de que los poderes de Rawalpindi se ablanden y me comuniquen que puedo regresar a mi propio rissala (regimiento).
—¿Qué poderes son esos? —preguntó Sarji interesado.
—Los dioses —respondió Ash con ligereza—. Dioses de lata que le dicen a uno «ve» y uno va, y a otro «ven», y uno viene. Recibí la primera orden y, por tanto, obedecí: ahora espero recibir la segunda.
—Ah, ¿sí? —Sarji estaba desconcertado, pero mantenía la cortesía—. ¿Y Dagobaz? ¿Te lo llevarás cuando te vayas?
—Por supuesto. No pensarás que me separaría de él, ¿verdad? Si no pudiera llevármelo de ninguna otra manera, iría montado en él. Pero si me dejan pudrirme otro año más, pienso llevarlo a Bombay, a las carreras, y todo el Regimiento apostará hasta el último centavo por él.
—¿De verdad?
—Sí. Apostarán hasta la última rupia que tengan.
—¡Ah! Yo también. Iré a Bombay contigo y volveré con un lakh de rupias por tu primera carrera y haré una fortuna.
—Todos la haremos. Tú y yo y tu tío abuelo, el sahib Risaldar, y todos los hombres del Regimiento. Y después Dagobaz recibirá una copa de plata grande como un balde en la que pueda beber agua.
La opinión de Ash sobre el caballo negro era compartida por muchos; aunque no por Mahdoo, quien se negaba a ver nada admirable en el animal y lamentaba abiertamente su compra.
—No está bien entregar el corazón a un animal, que no tiene alma. Deberías pasar menos tiempo hablando a una bestia, y más con los que se preocupan por tu bienestar. Por ejemplo, con el sahib Hamilton, a quien, como bien sabes, sólo has enviado una breve carta desde el día en que adquiriste a ese hijo de la perdición.
Ash se sobresaltó y logró mostrarse un poco culpable:
—¿De veras? No me había dado cuenta… Le escribiré esta noche.
—Primero lee lo que te dice. Esto llegó con el dâk de la mañana, pero parece que tenías demasiada prisa como para mirar tu correspondencia antes de ir al establo de ese animal. Esta carta voluminosa es del sahib Hamilton, creo; y, además, a Gul Baz y a mí nos gustaría saber noticias de él y de nuestros amigos de Mardan.
Le presentó una bandeja de plata con media docena de cartas, y Ash tomó la más voluminosa, abrió el sobre, y lo llevó al bungalow iluminado por la lámpara.
«La Caballería se ha aburrido mucho últimamente —escribía Wally—, pero la Infantería, maldita sea, se ha divertido mucho. No recuerdo si te dije que hay problemas con los jowaki-afridis porque el Gobierno decidió repentinamente sobornarlos, perdón, debí haber dicho "pagarles" una subvención. Wah Illah… en retribución por mantener abierto el camino en el paso de Kohat, y les ofrecieron una suma equivalente por vigilar el camino de Khushalgarh y la línea telegráfica.
»No les gustó la idea, y después de un tiempo comenzaron a manifestar su descontento invadiendo e incendiando pueblos y atacando escoltas y estaciones policiales. Luego quemaron un puente en el camino de Khushalgarh, y eso parece que no les gustó a los poderes públicos… fue demasiado. Decidieron que los chistosos jowaki debían recibir su merecido, y lamento decir que eso fue todo. Una rápida entrada en el territorio jowaki, realizada por tres columnas, una de ellas la nuestra… doscientas bayonetas con Campbell al mando, ayudado por Stuart, Hammond, Wigram y Fred… incendiaron uno o dos pueblos y regresaron. ¡Bus! (suficiente). Las columnas estuvieron en armas en medio de un calor insoportable durante veinticuatro horas, cubrieron casi cuarenta y cinco kilómetros y hasta tuvieron bajas… Nuestros compañeros tuvieron algunos heridos. Algo breve, y aparentemente una total pérdida de tiempo, porque los jowakis no se impresionaron, y siguen actuando con el mismo vigor de siempre.
»Supongo que eso significa que volverán a atacar pronto. Si es así, espero que los Importantes permitan actuar a la Caballería. Me gustaría un poco de acción, para variar. Zarin te envía sus salaams y me pide que te diga que teme que su padre tuviera razón. Dice que tú sabrás lo que quiere decir, y así lo espero, porque yo lo ignoro. Desearíamos recibir noticias tuyas. No has contestado mi última carta y hace meses que no sé nada de ti. Pero eso significa que no hay malas noticias; supongo que estás vivo y que te diviertes. Mis salaams a Mahdoo y Gul Baz…»
—Cuando le escribas, envíales nuestros saludos —dijo Mahdoo, y agregó con amargura—: Y pregúntale si necesita otro sirviente: un viejo que alguna vez fue buen cocinero.
Los otros criados se habían adaptado bien, porque disponían de comodidades suficientes en el acantonamiento de Ahmadabad. Ash tenía un bungalow para él solo con bastante espacio y lugar para la servidumbre; un lujo que raramente se brindaba a un oficial joven en un acuartelamiento. Kulu-Ram aprobó los establos, y Gul Baz, que había dejado a su esposa y su familia en Hoti-Mardan, se instaló cómodamente con una mujer de Ahmadabad en una cabaña detrás del lugar que se le había asignado… La mujer era una persona silenciosa y solitaria, que cocinaba y lavaba y atendía a las necesidades de su protector temporal.
Pero Mahdoo era demasiado viejo para estas cosas, y eludía todo lo que tenía que ver con Gujerat con la posible excepción de la Gran Mezquita de Ahmadabad donde el fundador de la ciudad, el sultán Ahmad Shah está enterrado. Por lo demás, detestaba el calor y la humedad, la exuberante vegetación del lugar, y las nubes de lluvia que durante el monzón traían un viento con olor marino, y vaciaban su contenido sobre los terrados y los caminos y los campos del acantonamiento hasta que toda el área quedaba inundada y, por momentos, los bungalows parecían islas que flotaban en un desierto de agua. No le sentaba bien la comida, desconfiaba de la gente del lugar, cuya lengua no comprendía y que tenían costumbres distintas de las suyas.
—Está demasiado viejo para cambiar —comentó Gul Baz, disculpando a Mahdoo—. Echa de menos los olores y los sonidos del Norte, y la comida, la conversación y las costumbres de su propia gente.
—Lo mismo que tú —respondió Ash y agregó en voz muy baja—: Y yo también.
—Y yo también. Es verdad, sahib. Pero si Dios es misericordioso y me quedan muchos años por vivir, y pasamos uno o dos en este lugar, ¿qué importa? Pero con Mahdoo-ji es diferente porque sabe que le quedan pocos años de vida.
—Yo no lo habría traído aquí —replicó Ash con remordimiento—. Pero ¿cómo podía evitarlo, si él se negaba a que lo dejara atrás? Lo enviaría con licencia de inmediato si supiera que se iba a quedar en su casa hasta que volvamos a ir al Norte, pero sé que no lo haría, de manera que si hemos de pasar otra estación calurosa en este lugar, será mejor para él quedarse aquí mientras está fresco, y partir hacia el Norte en la primera mitad de febrero. De esta manera se ahorrará los meses de mayor calor y lo peor del monzón; y si aún estamos aquí cuando hayan pasado, todavía podría decirle que sólo debe esperar un poco más para reunirse con nosotros en Mardan. Porque, para esa época, seguramente sabré cuál es mi destino.
En este último aspecto Ash no se equivocaba, aunque no podía prever la forma en que ocurriría.
Durante toda la estación fría, siempre que el Regimiento no estaba en el campo de maniobras, Ash se levantaba al alba para sacar a Dagobaz a dar un galope. Y la mayor parte de las noches salía a cabalgar solo o con Sarji para explorar el campo circundante, y volvía al bungalow después del anochecer.
Había mucho que ver, porque Gujerat no sólo está lleno de historia, sino que es el lugar legendario de las hazañas principales y la muerte del dios Krishna, el Apolo indio. Cada colina y cada arroyo está ligado a algún hecho mitológico, y la tierra se halla cubierta de ruinas, de tumbas y templos tan antiguos que los nombres de quienes los construyeron fueron olvidados hace mucho tiempo. Entre los monumentos a los muertos, las magníficas cúpulas con pilares de los grandes y las lápidas de los más humildes, un curioso dibujo atrajo la atención de Ash, porque se repetía una y otra vez. Era un brazo de mujer, adornado con brazaletes laboriosamente tallado.
—¿Eso? —dijo Sarji en respuesta a una pregunta—. Ah, conmemora a una suttee. Una viuda que se quemó viva en la pira funeraria de su marido. Es una costumbre muy antigua, que tu Gobierno ha prohibido… y con razón, creo. Aun que aún hay quienes no están de acuerdo. Sin embargo, yo recuerdo que mi abuelo, que era un hombre estudioso y culto, decía que muchos pensadores, entre ellos él mismo, creen que esta práctica surgió por el error de un escribiente, cuando por primera vez se dio forma escrita a las leyes, hace muchos siglos. Dicen que la ley original establece que, cuando un hombre muere, su cuerpo debe ser entregado al fuego y que luego su esposa debe «entrar en la casa»… En otras palabras vivir recluida durante el resto de su vida… pero que un escribiente que tomó nota mucho después, omitió las dos últimas palabras por error, de manera que llegó a creerse que «entrar» significaba entrar en la hoguera. Quizás es cierto; y si es así sería mejor que el Raj diera órdenes para que la práctica cese, porque morir quemado es una muerte cruel, aunque miles y miles de nuestras mujeres la han afrontado sin temor, considerándola un honor.
—Y muchas más habrán sido obligadas a soportarlo contra su voluntad, si la mitad de las historias que uno oye son ciertas —replicó Ash con dureza.
Sarji se encogió de hombros.
—Puede ser. Pero sus vidas hubiesen sido una carga para ellas si hubieran continuado viviendo, de manera que están mejor muertas, y no debes olvidar que la que hace suttee se vuelve sagrada. Su nombre es honrado, y sus cenizas mismas son veneradas… Mira allí —señaló con su látigo una viva mancha de color contra la piedra oscura, y casi cubierta por la vegetación.
Alguien había colocado una guirnalda de flores frescas sobre uno de los brazos tallados corroído por el tiempo, que era un testigo silencioso de la horrible muerte de una esposa que había «completado una vida de ininterrumpida devoción conyugal con el acto del saha-gamana», y acompañó al cadáver de su marido entre las llamas. La piedra estaba casi oculta por las hierbas y las plantas trepadoras, pero alguien, ¿otra mujer, quizá?, la había cubierto de flores y aunque la tarde era serena y muy descolorida, Ash tembló y dijo con violencia:
—Bien, aunque no hayamos hecho otra cosa, al menos esto nos hace honor… Terminar con ese horror.
Sarji volvió a encogerse de hombros; lo cual podía significar cualquier cosa, o nada, y se puso a hablar de otros temas mientras salían a campo abierto.
Los dos salían a cabalgar juntos por lo menos una o dos veces por semana, y a menudo los fines de semana o durante las vacaciones hacían viajes más largos juntos. Pero sólo cuando iba sin compañía Ash cabalgaba hacia el Norte en dirección a las distantes cadenas azules que separaban Gujerat de Rajputana.
Sarji era un compañero alegre y entretenido, pero, cuando Ash cabalgaba hacia las montañas, no quería compañía, porque en esas ocasiones se dirigía a un lugar solitario, coronado por ruinas, que daba al río más allá de Bijapur, desde donde contemplaba el perfil quebrado de aquellas antiguas montañas, y sabía que con sólo asomarse a una ventana del Rung Mahal Juli podía verlas también…
El País de los Reyes era territorio prohibido para Ash, quien como Moisés, sólo podía contemplar la tierra prometida pero no entrar en ella.
Ash se quedaba durante horas en ese lugar, absorto e inmóvil… tan quieto que a menudo los pájaros, las ardillas y hasta los lagartos se paseaban al alcance de su mano, o alguna mariposa se posaba en su cabeza. Sólo cuando Dagobaz, al que había soltado para que anduviera entre las ruinas, se impacientaba, Ash parecía despertarse de un sueño profundo, se ponía de pie con dificultad, montaba y volvía por las llanuras hasta Ahmadabad y al bungalow del acantonamiento.
En aquellos días, invariablemente encontraba a Mahdoo esperándole, sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la galería desde donde podía ver la puerta de entrada y, al mismo tiempo, vigilaba la cocina y el sector de los sirvientes por si su ayudante, el joven Kadera, abandonaba su trabajo.
Mahdoo no era feliz. Sentía el peso de los años y estaba muy preocupado por Ash. No tenía idea del lugar adónde iba Ash, ni de lo que hacía en esas ocasiones. Pero, aunque tenía pocos conocimientos de geografía, conocía muy bien a Ash y una vez que supo que la frontera de Rajputana estaba a menos de un día de marcha hacia el Norte, su intuición le dio una respuesta que lo alarmó. Bitor no estaba mucho más allá de esa frontera.
La proximidad con el reino del Rana preocupaba mucho a Mahdoo, porque aunque jamás había oído nada referente a Anjuli-Bai, hacía tiempo que se había dado cuenta de que allí había ocurrido algo mucho más serio que los intentos de extorsión y traición del Rana. Algo profundamente personal del sahib Ash, que había destruido su felicidad y su paz espiritual.
Mahdoo no era tonto. Al contrario, era un viejo astuto, que conocía y amaba a Ash desde hacía muchos años, y esa combinación de astucia, conocimiento y afecto le permitió adivinar la causa de las tribulaciones de su niño, aunque esperaba equivocarse, porque, si no se equivocaba, la situación no era sólo trágica, sino muy perturbadora. A pesar de sus muchos años al servicio de los sahib-log y su larga estancia en el país de estos, Mahdoo seguía sosteniendo que todas las mujeres decentes, en particular, las jóvenes y bonitas, debían observar un purdah estricto… exceptuando, por supuesto, a las europeas, cuyas costumbres eran diferentes y no podía acusárselas de andar sin velo cuando sus hombres eran lo bastante tontos como para permitirles una conducta tan poco recatada.
Pero sí culpaba a los que habían permitido que las Rajkumaris y sus mujeres se encontraran y hablaran con tanta libertad y frecuencia con el sahib Ash quien, naturalmente (o así lo suponía Mahdoo), había terminado por enamorarse de una de ellas, y era terrible que eso hubiese sucedido. Pero al menos todo había terminado, y pronto el sahib olvidaría a aquella mujer, así como había olvidado a la otra… esa sahib-miss de cabellos amarillos de Peshawar. Seguramente la olvidaría, pensaba Mahdoo, considerando la gran distancia que separaba Rawalpindi de Bhithor y lo improbable de que alguna vez el sahib tuviera oportunidad de volver a entrar en Rajputana.
Sin embargo, poco más de un año después, por alguna extraña casualidad, fue enviado nuevamente al Sur… y justamente a Ahmadabad, de manera que allí estaban, otra vez cerca de ese pequeño Estado medieval y siniestro, del cual Mahdoo, por su parte, había estado tan agradecido de escapar. Y, lo que era peor, el muchacho era desgraciado y solía experimentar extraños estados de ánimo, mientras el propio Mahdoo albergaba malos augurios. Seguramente, el sahib Ash no sería tan tonto como para dirigirse hacia Rajputana y pretender entrar nuevamente en Bhithor… ¿O si…? Los jóvenes enamorados eran capaces de cualquier tontería; sin embargo, si Ash se aventuraba una vez más en el territorio del Rana, y esta vez solo, sin el respaldo de hombres armados y de la autoridad (y sin permiso) del Gobierno, era posible que no saliera vivo de allí.
Mahdoo opinaba que el Rana no era hombre que perdonara a alguien que le había derrotado, y mucho menos a alguien que le había amenazado en presencia de sus consejeros y cortesanos, y nada le agradaría más que enterarse de que su adversario había regresado secretamente (y quizá disfrazado) sin conocimiento o consentimiento de las autoridades; porque si el sahib simplemente desaparecía y nunca volvía a saberse de él, ¿cómo podrían hacerse acusaciones al Estado? Se limitarían a decir que se había perdido entre las montañas y había muerto de sed o sufrido un accidente, y ¿quién podría probar que había entrado en Bhithor, o que había intentado hacerlo?
Mahdoo pasó muchas noches sin dormir preocupado por estas posibilidades, y aunque en su vida sólo había servido a hombres solteros y siempre había tenido una pobre opinión de las memsahibs y sus costumbres, ahora comenzaba a desear que su muchacho conociera a alguna hermosa joven sahib-miss de la comunidad británica de Ahmadabad, quien le haría olvidar a la muchacha desconocida de Karidkote que le había causado tanto sufrimiento.
Pero Ash seguía saliendo solo a cabalgar en dirección a las montañas por lo menos una vez cada siete días, y parecía preferir la compañía de Sarji, o la del matrimonio Viccary a la de cualquier sahib-miss del acantonamiento. Por eso, Mahdoo continuaba preocupándose por las posibles consecuencias de esas cabalgadas solitarias y temía lo peor, y cuando hacia finales de enero, Ash le dijo que podía tomarse un permiso más largo para ir a su pueblo durante la estación calurosa, el viejo se indignó.
—¿Qué? ¿Y dejarte aquí al cuidado del joven Kadera, quién sin mi supervisión podría darte comida que te hiciera daño? ¡Nunca! Además, si yo no estuviera aquí, no habría nadie que se ocupara de que no cometieras tonterías. No, no, hijo mío. Me quedaré.
—Por la forma en que hablas, cha-cha-ji —replicó Ash entre divertido e irritado—, cualquiera pensaría que soy un niño tonto.
—Y no se equivocarían del todo, mera-beta (hijo mío) —replicó rápidamente Mahdoo—, porque hay momentos en que te comportas como un niño tonto.
—¿De veras? Sin embargo, no es la primera vez que te marchas y me dejas para que me arregle solo, y nunca hiciste un gurrh-burrh (escándalo) por ese motivo antes.
—Quizá no. Pero entonces estabas en el Punjab, y entre los tuyos, no aquí en Gujerat, que no es tu país ni el mío. Además, yo sé ciertas cosas, y no confío en que no te metas en dificultades en cuanto yo vuelva la espalda.
Pero Ash sólo rio y dijo:
—Tío, si te prometo solemnemente que me comportaré con toda sobriedad y circunspección, como una abuela virtuosa hasta que vuelvas, ¿te irás? Sólo será por algunos meses, y si antes de eso mi suerte cambia y vuelven a llamarme a Mardan, podremos encontramos allí. Sabes muy bien que necesitas un descanso y será mucho mejor si durante un par de meses gozas del buen aire de las montañas, con tu familia que guise para ti y te cuide en todo lo que necesites. Te hace falta la buena comida punjabí, y vigorizarte con los vientos limpios de las montañas, después de haber soportado este aire caliente y pesado. Hai-Mai, desearía poder acompañarte.
—Yo también —replicó Mahdoo con fervor.
Pero no presentó más objeciones porque también él esperaba que el período de exilio de Ash terminaría pronto, y que en cualquier momento volverían a llamarlo a su regimiento. Con el sahib Hamilton y el sahib Battye para abogar por su causa y presionar para que volviera, seguramente ese día él estaría muy lejos, y en tal caso, él, Mahdoo, tal vez nunca volvería a este lugar pestilente.
Se marchó el 10 de febrero, acompañado por uno de los syces que vivía cerca de Rawalpindi. Ash lo despidió en la estación de ferrocarril y se quedó en el andén lleno de gente viendo cómo el tren partía lentamente, y sintiéndose presa de emociones contradictorias. Lamentaba ver partir al anciano, echaría de menos sus consejos. Las charlas nocturnas salpicadas de habladurías y mezcladas con el ruido familiar de la hookah. Por otra parte, no podía negarse que, en cierta forma era un alivio liberarse de su ansiosa vigilancia durante un tiempo. Obviamente Mahdoo sabía o sospechaba demasiado, y comenzaba a demostrarlo con demasiada claridad, cosa que incomodaba a Ash. Una separación temporal sería buena para ambos, y sin duda la salud y buen humor del viejo se habían alterado con el traslado a Gujerat y su disgusto por el lugar y su gente. De todas maneras… Ash vio desaparecer el tren a lo lejos, y mucho después que el último rastro de humo desapareció continuó con la mirada fija tras él, recordando la primera vez que había visto a Mahdoo. A Mahdoo, Ala Yar y al coronel Anderson, quienes le protegieron y fueron buenos con él cuando Ash era un chico asustado que hablaba, sentía y pensaba de sí mismo como Ashok y que no podía creer que, en realidad era un angrezi, con un nombre que ni siquiera podía pronunciar; o que le embarcaban hacia una tierra desconocida para ser convertido en un sahib por desconocidos que, según le dijeron, pertenecían a la familia de su padre.
Recordando ese día, los rostros y las formas de aquellos tres hombres aparecieron claramente en su mente como si fueran de carne y hueso y estuvieran parados junto a él en la plataforma llena de gente: el coronel Anderson y Ala Yar, ahora ambos muertos, y Mahdoo, que aún estaba muy vivo y que acababa de despedirse de él desde el tren que lo llevaba a Bombay y Baroda. Pero había un error en la imagen que tenía de sus rostros… pronto se dio cuenta por qué. No veía a Mahdoo como era ahora… con los cabellos grises, arrugado y encogido… sino como había sido, cuando el coronel Anderson y Ala Yar vivían y los tres hombres eran altos, fuertes y corpulentos. Era como si de alguna manera Mahdoo los uniera y se convirtiera en parte del pasado… lo cual, por supuesto, era absurdo.
Gul Baz, que les había acompañado a la estación de tren, tosió discretamente para indicar que el tiempo pasaba. Ash despertó de su ensoñación, dio media vuelta y echó a andar con rapidez por el andén para salir luego al patio donde les esperaba una tonga que lo llevaría de regreso al bungalow.