Las lluvias duraron todo el fin de semana. Asentaron el polvo e hicieron descender la temperatura; asimismo hicieron salir a la superficie a las serpientes que vivían en pozos bajo el bungalow y entre las raíces de los árboles, y que ahora se instalaron en el baño y entre las macetas de la galería… desde donde fueron desalojadas por los sirvientes con el acompañamiento de muchos gritos y ruido.
Lamentablemente, no fue posible desalojar al capitán Lionel Crimpley, quien se trasladó al bungalow el lunes en lugar de Wally, porque había dificultades de alojamiento en Rawalpindi en aquellos momentos, pero si no hubiera sido Crimpley, hubiese sido otro. Aunque Ash opinaba que cualquier otro habría sido preferible.
Lionel Crimpley tenía por lo menos diez años más que Ash, y consideraba que por ese motivo se le podían haber asignado mejores habitaciones. Estaba profundamente resentido por tener que compartir la mitad del bungalow con un oficial joven, y no lo ocultaba… Ni tampoco que todo en el lugar le disgustaba, y que consideraba inferiores a sus habitantes, con independencia de su rango o posición. Quedó auténticamente horrorizado cuando, unos días después de su llegada, oyó voces y risas procedentes de la habitación de Ash y, al entrar sin llamar antes en la puerta, descubrió que su ocupante se reía de un chiste del cocinero, quien, para empeorar las cosas, estaba fumando una hookah.
En realidad, Crimpley había supuesto que Ash estaba fuera y que sus servidores aprovechaban su ausencia para sentarse en su habitación y charlar. Se disculpó por entrar sin llamar y se marchó, con aire espantado. Aquella noche, en el club, describió el desagradable incidente a un viejo de mentalidad parecida a la suya, un tal Raikes, a quien había conocido cuando sus respectivos regimientos se encontraban en Neerut.
El mayor Raikes dijo que no se sorprendía en absoluto, pues corrían rumores muy extraños con respecto al joven Pandy Martyn.
—Creo que hay algo muy raro en ese tipo —declaró el mayor Raikes—. Habla demasiado bien la lengua nativa, por un lado. En realidad, creo que es conveniente saber hablarla bien aquí, pero eso no significa que haya que hablarla tan bien como para poder pasar por un nativo si uno se cambia de color de la piel.
—Así es —asintió Lionel Crimpley, quien, aunque como todos los oficiales del Ejército había debido aprobar varios exámenes de lenguas, nunca logró saber más que un escaso vocabulario ni superó un acento inconfundiblemente británico.
—De todas maneras —continuó el mayor Raikes, entusiasmándose con el tema—, no nos conviene intimar con estas personas. Lo que sucedió en 1857 podría volver a ocurrir si no nos preocupamos de que los nativos nos respeten como corresponde. Debe usted hablar con el joven Pandy Martyn, ¿sabe? Ya mismo para que establezca la relación que corresponde con sus nauker-log (sirvientes).
El capitán Crimpley consideró que era un buen consejo y actuó de acuerdo con él en la primera oportunidad. Y Ash, que afortunadamente nunca se había enfrentado antes con este particular punto de vista, los Crimpley y los Raikes no eran frecuentes, comenzó por divertirse, pero al descubrir, sin poder creerlo, que el oficial hablaba muy en serio, terminó por perder la paciencia. Hubo una escena lamentable, y Lionel Crimpley se puso furioso porque Ash le habló en términos injuriosos, y se trataba de un oficial de menor graduación que él, se quejó al mayor de la Brigada, exigiendo una disculpa inmediata e insistiendo en que él, Crimpley, fuera alojado en habitaciones más adecuadas, o, si esto no era posible, que se expulsara en el acto al teniente Pelham-Martyn del bungalow, ya que él se negaba a permanecer bajo el mismo techo con un individuo insolente y grosero que fumaba y charlaba con la servidumbre, y además…
Pensaba otras muchas cosas, y el mayor quedó poco complacido con el incidente. No apreciaba al capitán Crimpley, ni sus ideas, pero tampoco aprobaba al teniente Pelham-Martyn, porque sus opiniones eran moderadas y le disgustaban los extremismos. En su opinión, tanto la actitud de Crimpley como la de Pelham Martyn eran igualmente poco satisfactorias, y ninguno de los dos quedaba libre de culpa. Pero, como ningún oficial joven podía adoptar una actitud altanera con un oficial de mayor graduación, cualquiera que fuese la provocación, Ash recibió una severa reprimenda, mientras que Crimpley, por su parte, fue informado de que, por el momento, tanto él como el teniente Pelham-Martyn permanecerían donde estaban, ya que era imposible encontrar otro alojamiento para cualquiera de los dos.
«Y les vendrá bien», pensó el mayor de la Brigada, satisfecho consigo mismo por su juicio salomónico sin darse cuenta de que infligía un castigo muy severo a ambas partes.
Lo mejor que podían hacer era verse lo menos posible dentro de lo que permitía su pequeño alojamiento, pero los meses siguientes no fueron agradables, aunque el capitán sólo dormía en el bungalow y comía siempre en el cuartel o en el club.
—No podría tolerar comer o beber con un tipo de esas características —confesó el capitán a su amigo el mayor Raikes—. Y te diré que el Gobierno comete un gran error al permitir que esa clase de gente extraña entre en este país. Deberían darse cuenta de la clase a la que pertenece y eliminarlo de inmediato.
«Crimpley —escribió Ash con furia, describiéndolo en una carta a Wally—, es precisamente el tipo de vanidoso, cabeza dura, a quien no se le debería permitir poner el pie en este país, porque él y todos los de su calaña pueden arruinar el trabajo de toda una vida de miles de hombres buenos con su actitud engreída de grosería e insularidad. Gracias a Dios, hay pocos como él. Pero uno ya es demasiado, y resulta deprimente pensar que nuestros descendientes probablemente aceptarán la idea de que el querido Lionel era "un caso típico", y que todos nosotros, desde Clive en adelante, fuimos un montón de imbéciles pomposos insulares, dominantes y groseros».
Ash tenía muchos conocidos en el acantonamiento, pero ningún amigo íntimo. No lo había necesitado mientras Wally estuvo allí. Ahora que Wally se había marchado, no se preocupó por hacer otros entre los demás socios del club, en gran parte porque prefería ver a Crimpley lo menos posible, y este siempre estaba en el club de Pindi fuera de las horas de servicio. En cambio, comenzó a pasar mucho de su tiempo libre en compañía de hombres como Kasin Ali o Ranjee Narayan, hijos de hombres de clase media de buena posición económica que vivían con sus familias en grandes casas rodeadas por frondosos jardines en las afueras de la ciudad, o en casas de tejado plano en la ciudad misma. Comerciantes, banqueros, granjeros y terratenientes, contratistas o joyeros. La columna vertebral sólida y sensata de cualquier comunidad.
Ash sentía que su compañía era mucho más grata y su conversación más agradable que cualquier cosa que pudiera encontrar en las reuniones sociales dentro de los acantonamientos, porque su conversación cubría una gama mucho más amplia de temas… teología, filosofía, cultivos y comercio, los problemas del Gobierno y la administración locales, y no se reducía a hablar de caballos, escándalos del lugar y temas militares; o a la política y los incidentes de las naciones democráticas en el otro extremo del mundo. Sin embargo, tampoco con ellos se hallaba completamente cómodo, porque, aunque las personas que le invitaban eran siempre amables y trataban de que se sintiera como en su casa, Ash siempre tenía la sensación de que existía una barrera, cuidadosamente disimulada, pero que estaba allí. Ellos le tenían afecto. Se interesaban auténticamente por sus opiniones. Disfrutaban de su compañía y les agradaba que Ash hablara su lengua tan bien como ellos… pero Ash no era uno de ellos. Podía ser un huésped bienvenido, pero era también un feringhi: un extranjero y miembro del Raj extranjero. Tampoco era esa la única barrera…
Como Ash no pertenecía a su religión ni a su sangre, había ciertas cosas de las que no hablaban con él ni mencionaban en su presencia; y aunque sus hijos pequeños entraban y salían libremente y lo aceptaban sin objeciones, Ash jamás veía a sus mujeres. Cuando visitó la casa de Ranjee Narayan o las de los familiares y amigos de este, existía también la barrera de la casta, porque muchos de los que pertenecían a la generación anterior no podían (exceptuando al capitán Crimpley) «aceptar el comer o beber con un individuo de esa raza», porque sus creencias religiosas se lo prohibían.
Ash no veía nada raro en esto, porque se daba cuenta de que es imposible cambiar actitudes ancestrales en una década o dos. Pero no podía negarse que tendía a dificultar el intercambio social entre el ortodoxo y el forastero y lo convertía en un asunto delicado.
Durante la estación fría se habló de una importante reunión que se celebraría en Peshawar entre los representantes de Gran Bretaña y el emir de Afganistán sobre un tratado entre los dos países. Las implicaciones políticas de esto fueron tema de muchas discusiones en Rawalpindi… y también en todo el Punjab del Norte, pero, a pesar de lo que Koda Dad le había dicho, Ash no le prestó mucha atención, principalmente porque rara vez iba al club o al cuartel y de esta manera no se enteraba de muchas cosas.
Zarin había logrado visitar Rawalpindi una o dos veces durante el otoño, y Wally logró obtener una semana de permiso en Navidad, que él y Ash pasaron cazando patos y otras aves en el Chenab, cerca de Morala. La semana pasó muy agradablemente, pero, por contraste, los largos días que la siguieron le parecieron más aburridos, aunque Wally le escribía regularmente y Zarin a intervalos también regulares; de vez en cuando, recibía también una carta de Kaka-ji que comunicaba noticias de Karidkote y mensajes de Jhoti y Mulraj, pero sin mencionar a Anjuli… o a Bhithor. Koda Dad también le escribió, aunque solo para decirle que estaba bien y que todo se encontraba en el mismo estado que en el momento de su último encuentro. Ash lo tomó como una indicación de que aún existía la situación de la que le había hablado el verano anterior y que no había signos de que mejorara.
El capitán Crimpley, quien ocasionalmente vio una de esas cartas, la correspondencia era colocada todos los días en la mesa del vestíbulo, habló mal en el club de la gente con quien se escribía Pandy Martyn, y sugirió que fueran investigados por el Servicio de Información. Pero, aparte del mayor Raikes, nadie prestó atención a esta sugerencia. El capitán y su amigo no gozaban de simpatías entre sus compañeros, y tal vez no habrían hecho mucho daño a Ash si no hubiera sido por el asunto del señor Adrian Porson, el conocido conferenciante y trotamundos.
Pasaron enero y febrero. Los días eran cálidos y soleados, y el señor Porson era la última de esas aves de paso que aparecían en Rawalpindi, ya que los que eran como él preferían estar fuera del país antes del primero de abril. Ya había pasado varios meses recorriendo la India bajo la protección de personajes tan exaltados como gobernadores, residentes y miembros del Consejo. Por entonces se hospedaba en casa del Comisario de Rawalpindi, en camino hacia el puerto final de su recorrido, Peshawar, antes de volver a Bombay y finalmente a Inglaterra. El objeto de este viaje era adquirir material para una serie de conferencias críticas sobre «NUESTRO IMPERIO ORIENTAL», y en aquellos momentos se consideraba una autoridad en el tema, y había elegido exponer sus puntos de vista a un grupo de miembros del club de Pindi una tarde de marzo.
—El problema —dijo el señor Porson con una voz entrenada para llegar a las últimas filas de un auditorio—, tal como yo lo veo, es que los únicos indios que ustedes se preocupan por conocer son los maharajás o los campesinos. Ustedes no tendrían inconveniente en codearse con un príncipe gobernante y en declarar que es un tipo decente, pero uno se pregunta cómo es que no logran hacerse amigos de hombres y mujeres de la India de su propia clase social. Perdonen la expresión, pero es inexcusable, porque indica un grado de miopía y prejuicio, que a cualquier persona sensata le resultaría sumamente ofensivo. En particular, cuando lo comparamos con la indulgencia paternal que ejercen ustedes con sus «fieles sirvientes», de quienes ustedes hablan tan bien… los «tío Tom» que los atienden hasta el último detalle para comodidad de ustedes, los…
En este punto, Ash, que había ido al club a pagar una cuenta y se detuvo a escuchar el discurso del señor Porson, se sintió impulsado a intervenir:
—Sería interesante, señor —observó Ash en un tono particularmente cortante—, saber por qué desprecia usted la fidelidad. Yo siempre supuse que era una de las virtudes cristianas, pero obviamente me equivocaba.
Lo inesperado del ataque tomó por sorpresa al señor Porson, pero sólo un momento. Se recobró, se volvió a mirar a quien lo interrumpía, y luego respondió blandamente:
—En absoluto. Yo sólo quería ilustrar un punto: que en este país todos ustedes, los angloindios, se ve en seguida que se llevan estupendamente con sus inferiores y disfrutan de la compañía de sus superiores, pero no hacen ningún esfuerzo por hacerse amigos de sus iguales.
—¿Puedo preguntar, señor —interrogó Ash con engañosa suavidad—, cuántos años ha pasado usted en este país?
—Vamos, cállate, Pandy —murmuró un conocido de Ash, tirando ansiosamente de la manga de su chaqueta—. ¡Termina con eso!
Sin embargo, el señor Porson no se inmutó, no porque estuviera acostumbrado a que le atacaran (el tipo de público al que estaba acostumbrado era demasiado bien educado como para interrumpir al conferenciante), sino porque conocía a la clase de persona que interrumpe, y se apoyó en el respaldo de la silla, se alisó el chaleco y, uniendo sus pulgares regordetes, se preparó a enfrentarse a este angloindio tan poco cortés:
—La respuesta a su pregunta, querido señor, es «ninguno». Sólo soy un visitante en estas costas, y…
—Es su primera visita, ¿verdad? —interrumpió Ash.
El señor Porson frunció el ceño, y luego, decidiendo ser tolerante, rio:
—Así es. Llegué a Bombay en noviembre, y, lamentablemente, me marcho a fin de mes; no puedo dedicar más tiempo a esta visita, como usted comprenderá. Pero alguien como yo, que soy un simple visitante y tengo la mente abierta, tal vez está mejor calificado para ver fallas en un sistema. Creo que es verdad lo que dicen de que el juego se ve mejor desde lejos.
—No en este caso —replicó brevemente Ash—. La falla en particular que usted ha mencionado ha sido advertida por muchos viajeros y visitantes temporales, pero, por lo que yo sé, ninguno de estos críticos se ha quedado el tiempo suficiente como para practicar lo que predican. Si lo hubieran hecho, pronto habrían descubierto que en nueve de cada diez casos, el problema surge de la otra parte, porque la clase media en este país, como sus equivalentes en cualquier otro, es muy conservadora, y son ellos, más a menudo que los angloindios, quienes provocan la situación. Me temo, señor, que incurre usted en el error común a los observadores superficiales cuando acusa a compatriotas de no relacionarse con ellos. La cuestión no es tan simple, porque no es de ninguna manera unilateral.
—Si usted quiere decir lo que yo pienso —intervino el mayor Raikes con enojo—, entonces, por favor, me gustaría decir…
—Un momento, ¡por favor! —exclamó el señor Porson con tono autoritario, apoyando la interrupción con un gesto firme de su mano regordeta. Se volvió hacia Ash—. Pero, mi querido joven, por supuesto que estoy dispuesto a creer que muchos indios de esta clase podrían vacilar en invitar a sus casas a algunos de los británicos a quienes uno ha tenido oportunidad de conocer aquí. No es necesario particularizar, ¿verdad? No hay que dar nombres. Pero sin duda es obligación de cada uno de ustedes romper las barreras y establecer una relación con esas personas… Sólo haciéndolo así podrán llegar a entender los puntos de vista del otro, y ayudar a forjar esos lazos de lealtad y respeto mutuo sin los cuales nuestro Raj no puede esperar conservar su dominio en este país.
Esta vez, fue Ash quien rio y tan jovialmente que dio lugar a que el señor Porson pareciera realmente furioso.
—Según lo que usted dice, todo es muy fácil, señor, y yo no pretendo que sea imposible. Pero ¿qué le hace pensar que ellos realmente desean hacerse amigos nuestros? ¿Puede darme una buena razón, una sola, del motivo que tendrían?
—Bien, después de todo nosotros somos… —El señor Porson se interrumpió a tiempo, Y se ruborizó hasta la raíz del cabello.
—¿Sus conquistadores? —completó Ash—. Ya veo. Usted cree que, como miembros de una raza sometida, deben estar agradecidos de que les hagamos invitaciones, y que tendrían que mostrarse ansiosos de recibirnos en sus hogares…
—¡Nada de eso! —saltó el señor Porson, cuyo semblante enrojecido demostraba claramente que era eso en realidad lo que había pensado… aunque sin duda lo habría expresado con palabras muy diferentes—. Sólo quiero… Lo que quería decir era… Bien, hay que admitir que estamos en… en una posición en que podemos ofrecer mucho en el sentido de… cultura occidental. Nuestra literatura. Nuestros descubrimientos en los campos de la medicina y la ciencia y… etcétera. Usted no tiene derecho a hacerme decir cosas que no deseo decir, señor…
—Pelham-Martyn —completó Ash.
El señor Porson quedó algo sorprendido, porque conocía a varios Pelham Martyn y una vez había almorzado en «Pelham-Abbas», donde, después de monopolizar la conversación durante dos platos, recibió una de las réplicas aplastantes de Sir Matthew.
El episodio aún estaba vivo en su memoria, y si este joven elocuente estaba relacionado con esa familia…
—Perdóneme si fui injusto con usted, señor —dijo Ash—. Era una suposición natural, ya que muchísimos visitantes parecen opinar que… —Si se hubiera detenido allí, habría tenido posibilidades de volver a Mardan aquel verano, y mucho de lo que sucedió después no habría ocurrido o habría sido diferente. Pero el tema que se discutía le interesaba mucho, y, por tanto, siguió adelante—: pero usted podría modificarla —continuó Ash— si tratara de ponerse en el lugar de la otra gente, aunque fuera por un minuto.
—¿Ponerme…? —el señor Porson estaba ofendido—. ¿En qué forma, si es usted tan amable de decírmelo?
—Bien, véalo de esta manera, señor —respondió Ash vivamente—. Imagínese que las Islas Británicas son territorio conquistado, como lo fueron en la época de los romanos, pero conquistados por el Imperio indio. Una colonia imperial donde los indios ocupan todos los puestos de verdadera autoridad, con un Gobernador General y Consejos indios que proclaman y promulgan leyes completamente ajenas a su forma de vivir y de pensar, pero que lo obligan a aprender su idioma si espera usted ocupar algún puesto razonablemente bien pagado. Los indios controlan todos los servicios públicos, sus tropas ocupan todo el territorio de su país y reclutan a sus compatriotas para que sirvan en las filas de los regimientos en los que ellos mismos son oficiales, y declaran agitador peligroso a cualquiera que protesta contra su autoridad, y aplastan cualquier levantamiento con todas las fuerzas de que disponen. Y no olvide, señor, que el último de estos levantamientos sólo ha ocurrido hace unos veinte años, cuando usted ya era adulto. Usted recordaría muy bien el levantamiento, porque, aunque no hubiera participado en la lucha, habría conocido gente que estuvo en él, que murió en el… o que fue ahorcada por complicidad, o por sospecha de complicidad, o, simplemente, porque tenía la piel blanca, en las represalias que siguieron. Teniendo todo esto en cuenta, ¿se sentiría deseoso de entablar amistad con los gobernadores indios? Si es así, sólo puedo decir que es usted una persona verdaderamente cristiana, y que ha sido un honor conocerlo. Su humilde servidor, señor.
Hizo una reverencia, giró sobre sus talones y salió sin esperar a enterarse de si el señor Porson tenía algo más que decir.
Pero el señor Porson no tenía nada que decir. Jamás había considerado el problema desde ese ángulo, y, por el momento, guardaba silencio. Pero el mayor Raikes y su amigo el capitán Crimpley, que estaban entre los presentes, habían dicho mucho. A ninguno de ellos les gustaba el señor Porson, cuyas opiniones críticas sobre el tema de los angloindios consideraban ofensivas, pero las ideas de Ash (y su temeridad en expresarlas a un extraño que tenía edad suficiente para ser su padre y que había ido al club como invitado) les había afectado en lo más íntimo.
—¡Qué impertinencia y qué pésimos modales! —comentó furiosamente Lionel Crimpley—. Intervenir en una conversación privada y expresar una serie de ideas sediciosas a un hombre a quien ni siquiera le han presentado. ¡Y que además es huésped del Comisario! Esto fue una afrenta calculada a todo el club, y la comisión debe obligar a ese joven atrevido a que se disculpe o se vaya.
—Ah, eso no tiene importancia —replicó el mayor Raikes, descartando a la comisión con un gesto impaciente de la mano—. La comisión puede cuidarse sola y en cuanto a ese tonto de Porson no es más que un esnob de cabeza hueca. Pero ningún oficial tiene derecho a exponer en público la clase de cosas que ha dicho ese Pelham-Martyn, ni siquiera a pensarlas. Toda esa historia sobre suponer que las Islas Británicas están invadidas por tropas indias… imbuirles ideas en la cabeza, eso es, e ideas traidoras, además. Ya es hora de que alguien le dé un buen puntapié en el trasero, y cuanto antes mejor.
En cualquier centro militar… como en cualquier pueblo o ciudad en todas partes del mundo… se encontrará siempre un grupo de matones aburridos que se complacen en la violencia y a quienes les encanta la sola idea de «dar una lección» a cualquier individuo cuyas opiniones no compartan. Por tanto, el mayor Raikes no tuvo dificultad en reunir a media docena de estos tipos, los cuales dos noches después invadieron el dormitorio de Ash de madrugada para sacarlo de la cama y golpearlo hasta dejarlo inconsciente. O, por lo menos, esa fue la idea.
En este caso no resultó exactamente como lo habían planeado, porque no tuvieron en cuenta el hecho de que Ash tenía el sueño ligero, y que, por necesidad, hacía tiempo que había aprendido a defenderse, y que cuando se trataba de luchar no tenía respeto por las reglas del boxeo, ni ninguna falsa idea con respecto a portarse como un sportsman.
Además, lamentablemente, no tuvieron en cuenta de que el ruido despertaría a los ocupantes del sector de servicio, y también al chowkidar, y que todos ellos, suponiendo que el bungalow era atacado por ladrones, tomaron la primer arma que encontraron y actuaron valientemente para ayudar al sahib Pelham. Y la cadena del chowkidar y su lathi tenían efectos mortales; además, Gul Baz usó una barra de hierro, mientras que Kulu-Ram, Mahdoo y otro de los sirvientes emplearon palos de polo, y contundentes utensilios de cocina…
Cuando se encendieron luces y se restableció la normalidad, se observó que había víctimas por ambos lados, y, por cierto, que Ash no quedó intacto, aunque no, como se pretendía, por las atenciones del mayor Raikes y sus matones, sino como resultado de haber tropezado con una silla caída en la oscuridad y golpearse contra el ángulo de la cómoda. El mayor recibió un fuerte golpe en la nariz y, se torció un tobillo, y ninguno de los combatientes, con la única excepción del ágil Kulu-Ram, salió del incidente sin huellas.
Se abrió una investigación. Esta reveló el hecho de que los sirvientes nativos habían tomado parte en la lucha, y que habían atacado y habían sido atacados por oficiales británicos. Las autoridades estaban horrorizadas:
—No podemos permitir que esto vuelva a suceder —declaró el comandante de la Brigada, quien había servido con las fuerzas de Havelock, en Cawnpore y Lucknow, durante el Gran Levantamiento y que jamás lo había olvidado—. Pueden conducir a cualquier cosa. ¡A cualquier cosa! Tendremos que libramos de este joven revoltoso, y lo más rápido posible.
—¿Cuál? —preguntó un mayor de edad madura, razonablemente confundido—. Si se refiere usted a Pelham-Martyn, no veo por qué ha de hacérsele responsable de…
—Lo sé, lo sé —replicó con impaciencia el comandante de la Brigada—. No digo que sea culpa suya. Aunque puede aducirse que él provocó el ataque hablando inoportunamente en el club, y mostrándose grosero con ese tipo hospedado en casa del Comisario. Pero no se puede negar que intencionadamente o no, es alguien que provoca desórdenes: siempre lo ha sido… su propio Regimiento lo trasladó, y todavía no parecen desear que vuelva. Además, fueron nauker-log como él quienes atacaron a Raikes y compañía, no lo olvidemos. Puede tener todas las razones para hacerlo, y si esto se hubiera convertido realmente en un ataque por una banda de dakoits, habríamos dicho que eran sujetos leales que venían a rescatarlo. Pero, en estas circunstancias, esta no es la clase de historia que deseamos que circule por los acantonamientos o que se cuente como un chiste en la ciudad, de manera que cuanto antes nos libremos de él, mejor.
El mayor Raikes, con la nariz vendada y el tobillo enyesado, recibió una severa reprimenda por su participación en el asunto, y se le ordenó se tomara un permiso hasta que sanaran sus heridas. Sus aliados fueron confinados en sus respectivos cuarteles por un período similar, después de recibir una reprimenda verbal que recordarían por el resto de sus vidas. Pero Ash, quien como víctima y no agresor podría haber esperado escapar sin castigo, recibió la orden de preparar todas sus pertenencias en veinticuatro horas, pagar sus deudas y partir con sus sirvientes y su equipaje hacia Jhelum, donde tomaría el tren correo, hasta, Delhi y Bombay.
Iría destinado al Roper’s Horse, Regimiento de Caballería con sede en Ahmadabad, en Gujerat, a casi seiscientos kilómetros al norte de Bombay…, y a más de tres mil kilómetros por carretera y ferrocarril de Rawalpindi…
En términos generales, Ash no lamentó dejar Pindi. Echaría de menos algunas cosas: la compañía de varios amigos en la ciudad, las colinas a las que se llegaba fácilmente a caballo, la visión de las altas montañas recortadas contra el cielo, y el leve aroma del humo y de las agujas de los pinos que a veces perfumaba el ambiente cuando el viento soplaba del Norte. Pero, ahora no estaría a más de cien kilómetros de la frontera con Rajputana y a poco más de ciento cincuenta de Bhithor; estaría más cerca de Juli, y aunque no podría entrar en el territorio del Rana, eso le proporcionaba algún consuelo… como el hecho de que, por más injusta que considerara su arbitraria expulsión de Rawalpindi, no estaba dispuesto a discutir un veredicto que le salvaba de compartir un bungalow con Lionel Crimpley.
También había cierto consuelo en la idea de que, de todas maneras, no podría ver a Wally ni a Zarin por algún tiempo, ya que todos los permisos para los Guías habían sido cancelados recientemente por rumores de que se esperaban problemas con los jowaki-afridis, quienes, al parecer, se oponían a algún cambio de planes con respecto a la subvención que les pagaba el Gobierno por mantener la paz. Una carta de Mardan trajo a Ash esta noticia sólo un día después de la invasión de su bungalow y pensar que ninguno de sus amigos podría visitar Pindi hasta que se resolviera el asunto con los jowaki le ayudó mucho a paliar el resentimiento por ser tan injustamente enviado a Ahmadabad. Pero al releer la carta de Wally recordó nuevamente lo que le había dicho Koda Dad en la azotea de la casa de Fátima Begum en Attock, y le asustó la idea de que hubiera una guerra, ya que los Guías sin duda se verían implicados en ella. Enviarían todas las unidades e inevitablemente, algunos jamás volverían. Pero él, Ash, se vería al margen de la lucha. Reducido a un acantonamiento lleno de polvo en el lejano Gujerat.
Era un pensamiento deprimente, pero, pensándolo bien, Ash no creía que este asunto con los jowaki-afridis llegara a nada serio, ni que estuviera relacionado en modo alguno con los incidentes relatados por Koda Dad. La verdad era que Koda Dad estaba envejeciendo, y los viejos suelen agrandar las pequeñeces y tienen una visión pesimista del futuro. No había motivos para tomarse muy en serio aquellas historias.
El último día de Ash en Rawalpindi fue muy activo. Concertó la venta de dos de sus caballos y envió a Baj-Raj para que se pusiera al servicio de Wally en Mardan, hizo una serie de visitas de despedida a amigos en la ciudad, y escribió varias cartas apresuradas para comunicar que salía hacia Gujerat y que, probablemente, pasaría allí por lo menos dieciocho meses, si no más.
«… Y si durante ese período llegara usted a visitar a su sobrina —escribió Ash a Kaka-ji—, espero que me haga el honor de viajar un poco más, para que disfrute de la felicidad de volver a verlo. La distancia de más no es excesiva. Creo que son sólo cincuenta koss en línea recta, y aunque por el camino tal vez llegue a setenta y cinco, sólo son cuatro o cinco días de viaje, y yo recorrería dos tercios de ese trayecto para encontrarme con usted. Y más, si usted lo permite, aunque me temo que no será posible…»
Por cierto, que Kaka-ji no lo permitiría. Ni Ash tenía ninguna esperanza real de que el anciano considerara realizar otro viaje a Bhithor. Sin embargo, había alguna probabilidad de que lo hiciera, y en ese caso seguramente vería a Juli y hablaría con ella, y aunque Ash no la mencionara en la carta, seguramente Kaka-ji no se negaría a hablar de ella si se encontraba con Ash, ya que sabía que había momentos en que Ash estaría dispuesto a dar un ojo o una mano por saber que se encontraba bien y que no era demasiado desdichada. O por tener cualquier noticia de ella. Hasta las malas noticias habrían sido más fáciles de soportar que este silencio absoluto.
—Me estoy volviendo demasiado viejo para estos viajes —gruñó Mahdoo colocando su equipaje a bordo del tren correo la noche siguiente—; es hora de que reciba mi wazifa (pensión) y pase mis últimos días en paz y ocio en lugar de correr de aquí para allá por todo el Hind.
—¿Lo dices de veras, chacha-ji? —preguntó Ash, sobresaltado.
—¿Por qué no? —saltó el viejo.
—Tal vez lo dices para castigarme. Pero si lo dices en serio hay un dâk-ghari que sale por la mañana y que te llevaría a Abbottabad en tres días.
—¿Y qué será de ti si me voy? —preguntó Mahdoo, mirándolo con enojo—. ¿Le pedirás consejo a Gul Baz como me lo pides a mí? ¿O lo seguirás cuando te lo dé, como tantas veces has seguido el mío? Aunque es verdad que cuando me llegue la hora preferiría morir en el Norte, donde un hombre puede oler el viento limpio que sopla de las altas cumbres.
—Eso será como Dios lo disponga —respondió Ash con ligereza—. Tampoco iré a Gujerat para toda la vida. Es sólo por un tiempo, cha-cha, y, cuando termine con seguridad me permitirán volver a Mardan; luego tomaras tu permiso… o te retirarás, si debes hacerlo.
Aquella noche el tren iba medio vacío, y Ash se sintió aliviado de observar que era el único ocupante de un compartimiento de cuatro literas.
El tren se movía mucho, y la lámpara se balanceaba y lanzaba un abominable olor a petróleo caliente. Ash se levantó y la apagó, se tendió en la oscuridad, y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a ver el Khyber… y tuvo la incómoda ilusión de que oía una respuesta en el ruido de las ruedas… Una voz dura, burlona, que repetía con insistencia enloquecedora: «¡Nunca más! ¡Nunca más! ¡Nunca más!»
El viaje en tren a Bombay le pareció mucho más largo de lo que recordaba de la última vez en que lo había hecho, más de cinco años atrás; entonces viajaba en dirección contraria, en compañía de Belinda y su madre y del desdichado George. Cinco años… ¿Realmente sólo cinco años? Le parecían por lo menos doce… o veinte.
Se suponía que los ferrocarriles habían progresado mucho desde entonces, pero Ash veía muy poca diferencia. En realidad, una velocidad media de veintidós kilómetros por hora constituía un progreso, pero los coches continuaban tan polvorientos e incómodos como antes, las paradas igualmente frecuentes, y, como no había tren directo a Bombay, los pasajeros estaban obligados a hacer trasbordo con tanta frecuencia como antes. En cuanto a sus compañeros de viaje (porque no permaneció sin compañía durante mucho tiempo) no eran muy estimulantes. Pero en Bombay, donde el tren se detenía y Ash y sus sirvientes y su equipaje debían trasbordar a otro que iba hacia Baroda y Ahmadabad, su suerte cambió. Debió compartir un camarote de dos literas con un caballero de pequeña estatura y aspecto inofensivo, cuyos modales contrastaban con sus bigotes rojos y sus orejas salientes, que se presentó con una voz tan dulce como sus ojos, como Bert Stiggins, exmiembro de la Marina de Su Majestad y ahora capitán y propietario de un pequeño barco mercante costero, el Morala, anclado en Porbandar, en la costa oeste de Gujerat.
Realmente, no había tal suavidad en el caballero; porque cuando el tren estaba a punto de partir, llegaron dos viajeros que entraron bruscamente en el departamento, afirmando a grandes voces que lo habían reservado para ellos y que Ash y el señor Stiggins lo ocupaban ilegalmente. Los intrusos pertenecían a una firma comercial muy conocida, y era evidente que habían cenado muy bien antes de salir hacia la estación, ya que parecían no comprender que el número de vagón que habían reservado no correspondía al que intentaban ocupar. O bien intentaban provocar una pelea, y si eso era lo que deseaban, Ash estaba dispuesto a satisfacerlos. Pero le ganaron por la mano.
El señor Stiggins, que estaba tranquilamente sentado en su litera, mientras Ash y el vigilante trataban de hacerles entrar en razón, se puso de pie al ver que uno de los intrusos daba un puntapié en la pierna al vigilante, y lo empujaba hacia la plataforma exterior, mientras el otro intentaba golpear a Ash que saltó a ayudar al vigilante.
—Deja esto a mi cargo, hijito —aconsejó con tranquilidad el señor Stiggins, y apartó a un lado a Ash sin aparente esfuerzo.
Diez segundos más tarde, los dos intrusos estaban tendidos de espaldas en la plataforma, preguntándose cómo habían llegado allí, mientras el señor Stiggins arrojaba sus pertenencias fuera del coche, se disculpaba en nombre de ellos ante el vigilante, y cerraba y aseguraba la puerta del coche. Acto seguido, volvió plácidamente a su asiento.
—¡Bien! —jadeó Ash, sin poder creer lo que veía—. ¿Cómo se las arregló para hacerlo?
El señor Stiggins, que aún no había recuperado el aliento, parecía ligeramente molesto y confesó que había aprendido a luchar en la Marina, y se había «entrenado» en bares y otros lugares… en especial en Japón.
—Esos japoneses conocen todos los trucos; me han resultado muy útiles —explicó el señor Stiggins—. Además, como dice el Libro Sagrado, el vino es peligroso.
—¿Es usted abstemio, señor Stiggins? —preguntó Ash, contemplando a su pequeño compañero con cierta admiración.
—Capitán Stiggins —corrigió con suavidad el caballero—. No, me gusta tomar un trago de vez en cuando, pero no me agrada nadar en alcohol. Mi lema es moderación en todas las cosas.
El vigilante se vengó tocando el silbato, y el tren salió de la Estación Central de Bombay apenas con diez minutos de retraso, dejando atrás a los pasajeros que querían viajar en el tren, quienes se quedaron lanzando exclamaciones y gimiendo en medio de sus equipajes y las sonrisas de los coolíes.
Ash se enteró de muchas cosas sobre el pequeño capitán durante los siguientes días de viaje, y su admiración por la capacidad de pelear del hombre pronto fue igualada por su respeto por el hombre mismo. Herbert Stiggins, de sobrenombre «Red» por razones que no se reducían al color de su cabello, en toda la costa era conocido como el Lal-lerai-wallah, el «luchador rojo», había ingresado en la Marina casi medio siglo atrás, cuando aún era un adolescente, y en la actualidad se ocupaba del comercio en la costa, principalmente entre Sind y Gujerat. El Morala había resultado averiado recientemente en un choque con un dhow que navegaba con las luces apagadas, y su propietario explicó a Ash que había ido a Bombay a ver a un abogado para reclamar los daños y perjuicios, y ahora regresaba.
Su conversación era tan vivaz y vigorizante como el mar y mezclaba con frecuencia citas de la Biblia y del Libro de Oraciones, las únicas obras impresas que había leído el capitán, aparte de manuales sobre navegación, y resultó una compañía entretenida. Cuando por fin llegaron a Ahmadabad, los dos se habían hecho muy amigos.