27

Cuando desde el campamento se divisaba la cadena de montañas bajas que formaban la frontera norte de Bhithor, llegó una embajada del Rana al campamento.

Los emisarios traían regalos, guirnaldas, mensajes de bienvenida y venían acompañados, lo cual era desconcertante, por lo que a primera vista parecía una horda de bandidos enmascarados, aunque estos resultaron ser algo nada alarmante: criados leales, quienes de acuerdo con una costumbre local llevaban los extremos de sus turbantes anudados alrededor de la nariz, la boca y el mentón a la manera de los tuaregs del Sáhara… un efecto notable, que sugería violencia, pero que en realidad, o al menos eso informaron, era una señal de respeto en Bhithor… «velar simbólicamente los rasgos humildes ante la gloria refulgente de los rostros de los de elevado nacimiento». De todas maneras, la visión de aquella horda sin rostros resultaba inquietante, y Ash no fue el único que se preguntó a qué clase de país se dirigían. Sin embargo, ya era tarde para preocuparse por eso ahora.

Sólo quedaba continuar adelante; tres días después, la gran comitiva que había salido de Karidkote hacía tantas semanas, entró en el territorio del Rana adonde fueron recibidos por una escolta de la Caballería del Estado y una serie de dignatarios, encabezados por el Diwan (el primer ministro) quien ofreció muchas guirnaldas e hizo discursos largos y floridos. Pero si Ash había imaginado, por un momento, que sus preocupaciones habían terminado sufrió una desilusión. Por el contrario, volverían a comenzar en seguida.

Una vez que se retiró el Diwan, Ash y Mulraj y varios de los miembros más importantes del campamento salieron a cabalgar con los hombres del Rana para que les mostraran el lugar donde levantarían sus tiendas durante su estancia y donde todos, excepto algunos, vivirían hasta que llegara el momento de volver a Karidkote. El lugar, que había sido elegido personalmente por el Rana, resultó ser un valle árido y llano, a unos cuatro kilómetros y medio de la antigua ciudad amurallada de Bhithor que tomaba su nombre del Estado. A primera vista parecía ser una elección admirable: era suficientemente grande como para instalar el campamento con bastante comodidad y además estaba cruzado por un arroyo que proporcionaría toda el agua que necesitaran. Mulraj y los demás expresaron su aprobación, pero Ash guardó silencio.

Como oficial de los Guías entrenado en las escaramuzas de la frontera, le pareció que el lugar presentaba ciertos inconvenientes que superaban sus ventajas. Por ejemplo, había por lo menos tres fortalezas en el valle. Dos eran claramente visibles en el extremo más alejado, en lo alto de las colinas que bloqueaban la ciudad y que no sólo defendían los accesos a la capital, sino que dominaban una gran extensión del terreno llano. La tercera dominaba la hondonada profunda y estrecha por la que habían cabalgado para llegar al valle, y hasta un observador casual, y Ash no lo era, podía ver que los antiguos muros estaban aún en excelente estado y con los bastiones armados con un número elevado de pesados cañones.

Estos, como Bhithor mismo, eran reliquias de una época anterior y más bárbara. Grandes artefactos de color verde bronce fabricados durante el reinado de Akbar, el más grande de los mogoles y nieto de Barbur el Tigre, pero capaces aún de lanzar una bala de cañón de hierro de efecto mortal contra cualquiera que intentara forzar el paso a través del foso.

Considerando todo esto, el valle mostraba la apariencia de una trampa. Ash observó el terreno con mirada preocupada y no le gustó la perspectiva de entrar en él, porque, si bien no tenía razones para desconfiar del Rana, sabía muy bien que era un hecho corriente que se suscitaran disputas de último momento sobre asuntos tales como el pago o el impago del precio acordado por las novias, y transacciones monetarias similares relacionadas con una boda. Como testigo del drama que había precedido el casamiento de Lalji, recordaba cuando los parientes de la novia reclamaron de repente el doble de la suma que se había acordado originalmente.

Tenía órdenes expresas de proteger los intereses de las hermanas del maharajá y encargarse de que se hicieran los pagos convenidos, por tanto, no le pareció sensato permitir que ellas y su comitiva acamparan en un lugar tan vulnerable, pues una vez que estuvieran bajo las armas del Rana, las negociaciones serían difíciles o hasta imposibles, y a menos que deseara arriesgarse a que se produjera derramamiento de sangre, era muy probable que se viera forzado a aceptar cualquier arreglo que el futuro novio pretendiera. Era una posibilidad que no le gustaba, y a pesar del evidente disgusto de los dignatarios de Bhithor, no sólo se negó a trasladar el campamento de las novias al valle, sino que se retiró a un lugar que quedaba a unos tres kilómetros de distancia de la hondonada que daba acceso a él. Acto seguido, despachó un mensajero especial con una carta al Oficial Político responsable de aquella parte de Rajputana, informándole sobre lo que había hecho y por qué.

La decisión no fue bien recibida por nadie, excepto por Mulraj y algunos de los jefes más cautelosos y sensatos, porque todo el campamento esperaba la oportunidad de recorrer los mercados de Bhithor y conocer la ciudad. De todas maneras, podían hacerlo, pero sólo atravesando más de veinte kilómetros desde el campamento, y los días eran muy calurosos. Por tanto, gruñeron y protestaron, y el Rana envió a dos de sus familiares más allegados con otra delegación de funcionarios de alto rango para averiguar por qué el sahib no permitía a las novias y a su comitiva instalar sus tiendas cerca de la ciudad y en el excelente lugar que él había elegido especialmente para ellas.

Los miembros de la delegación estaban ofendidos, y la respuesta de Ash de que el campamento estaba muy bien donde se encontraba no hizo nada para calmarlos. Se obstinaron tanto que Kaka-ji se asustó y sugirió que sería mejor acceder a los deseos del Rana porque si le ofendían, era posible que rescindiera totalmente el contrato de matrimonio. Ash pensaba que esto era totalmente improbable… considerando que la mitad del precio que ya había pagado por las novias y el de los preparativos para la boda debían costar muy caros al estado. Pero Unpora Bai y varios de los jefes se contagiaron los temores de Kaka-ji, y pidieron a Ash que reconsiderara su decisión.

Hasta Mulraj comenzó a titubear, sobre todo cuando, eventualmente, llegó una respuesta del Oficial Político. Fue una fría nota que declaraba que el capitán Pelham-Martyn era demasiado puntilloso y le aconsejaba que aceptara el lugar propuesto sin más demora.

Según el Oficial Político, semejante despliegue de precauciones sólo podía ofender al Rana, quien de ninguna manera traicionaría sus obligaciones ni intentaría dictar términos inaceptables, y, por tanto, cuanto antes se trasladara el campamento a ese lugar, mejor. La nota, y el tono en que estaba escrita, impedían que Ash ignorara la orden, de manera que, inclinándose ante lo inevitable, dio la orden de marcha.

Dos días más tarde, el final de la larga columna pasó por la hondonada bajo los cañones del fuerte, para instalar sus tiendas en el valle. Y pasaron pocas horas antes de que los temores de Ash se materializaron totalmente y la confianza del Oficial Político resultó no tener fundamento.

El Rana envió a un ministro joven a anunciar que los términos de los contratos de matrimonio acordados el año anterior con Su Alteza el maharajá de Karidkote eran, en realidad, insatisfactorios, y que el Consejo había decidido que debían negociarse de nuevo en una escala más realista. Si el sahib y los jefes que decidieran acompañarle querían presentarse en el palacio de la ciudad, el Rana tendría sumo placer en recibirlos y discutir el asunto con más detalle, después de lo cual sin duda verían lo justo de sus reclamaciones y el asunto se solucionaría rápidamente para satisfacción de todos.

El ministro suavizaba el mensaje con algunos cumplidos, e ignorando hábilmente la declaración del sahib de que no había nada que discutir, fijó la hora de la reunión para la mañana siguiente y se retiró con cierta prisa.

—¿Qué les dije? —protestó Ash.

La pregunta no estaba exenta de cierta sombría satisfacción, porque no le gustaba la acusación de pusilanimidad apenas velada que se le hacía en el mensaje del Oficial Político por «precauciones indebidas e innecesarias». Ni las airadas protestas en el campamento y los reiterados temores de aquellos que habían coincidido con Kaka-ji en que el Rana no debía ser molestado.

—Pero no puede hacernos esto —explotó un funcionario joven, cuando logró articular palabra—. Los términos estaban acordados. Todo estaba solucionado. Por una cuestión de honor no puede volverse atrás ahora.

—¿No puede? —replicó Ash con escepticismo—. Bien, todo lo que nos queda por hacer es esperar y ver qué dice antes de decidir lo que podemos hacer al respecto. Si tenemos suerte, tal vez las cosas no resulten tan malas como pensamos.

A la mañana siguiente, Kaka-ji y Mulraj, seguidos por una pequeña escolta de caballería, cabalgaron a la ciudad a encontrarse con el Rana.

La cabalgada no fue agradable. El camino sin sombra era apenas una huella para carros, muy polvorienta y llena de hondonadas y pozos, y el sol calentaba mucho. El valle debía de tener unos tres kilómetros de anchura en el punto en que se había instalado el campamento, pero más, cerca de la ciudad se estrechaba hasta que sus lados estaban a menos de la mitad de esa distancia, y el hueco entre ellos formaba un sendero natural que conducía a una amplia llanura circundada por colinas que contenía la fuente vital de Bhithor: el gran Rani Talad, el «lago de la Reina». En el centro de este espacio, a mitad de camino entre dos alturas coronadas por fortalezas que las flanqueaban, el primer Rana habla construido su capital en el reino de Krishna-Deva Raya.

La ciudad había cambiado poco desde entonces. Tan poco, que si quienes la construyeron hubieran podido volver se habrían encontrado en un escenario familiar sintiéndose como en su casa, porque aquí las viejas costumbres prevalecían y las vidas de los habitantes se habían alterado tan poco como la piedra sólida en que estaba construida la ciudad o el contorno escarpado de las colinas bajas que circundaban el valle.

La conducta de los guardias que esperaban a la entrada del palacio dio una indicación de que la entrevista no sería agradable. No se preocuparon por saludar a los que llegaron, y la única persona que les esperaba para conducirlos a palacio era un funcionario de inferior categoría. Esto en sí era una descortesía que rayaba en el insulto, y Mulraj dijo entre dientes:

—Volvamos al campamento, sahib. Esperaremos allí hasta que estas personas (yeh-log, una expresión de desprecio) hayan aprendido buenos modales.

—No —replicó Ash con suavidad—. Esperaremos aquí. —Levantó una mano, y cuando la escolta se detuvo elevó la voz, dirigiéndose al solitario mensajero—: Me temo que en nuestra prisa por saludar al Rana, hemos llegado demasiado temprano y no lo hemos encontrado preparado. Quizá se quedó dormido, o sus criados se han demorado en atenderlo. Estas cosas suceden, ninguna Corte es perfecta. Pero no tenemos prisa. Puedes decirle a tu amo que esperaremos aquí a la sombra hasta que sepamos que está preparado para recibimos.

—Pero… —comenzó el hombre con vacilación.

Ash le interrumpió bruscamente:

—No, no. No te disculpes, el descanso nos vendrá bien. Yjazat Hai.

Ash se volvió y comenzó a hablar con Kaka-ji. El hombre, incómodo, se aclaró la garganta como si fuera a hablar otra vez, pero Mulraj dijo con tono cortante:

—Ya oíste lo que dijo el sahib… Tienes permiso para marcharte.

El hombre se marchó y durante los siguientes veinte minutos la delegación de Karidkote permaneció cómodamente sentada en sus sillas a la sombra del gran portón, mientras la escolta atraía a una multitud creciente de ciudadanos curiosos. Mulraj dirigió un largo monólogo a Kaka-ji, en voz baja, pero claramente audible para la mayoría de los que lo rodeaban, deplorando el desorden y la desorganización, y la increíble falta de disciplina y total ignorancia de los procedimientos diplomáticos que se observaban en muchos Estados pequeños y atrasados.

Los hombres de la escolta sonreían y asentían. Kaka-ji agregó la injuria al insulto regañando a Mulraj por ser tan duro con hombres que no tenían sus ventajas y que, por tanto, no sabían actuar mejor. No era culpa de ellos, dijo Kaka-ji, que por ignorar las costumbres del gran mundo se comportaran de esa manera, y era cruel censurarlos por actuar de manera que parecía grosera a hombres de cultura superior.

El único que permaneció callado fue Ash, que no se hacía ilusiones con respecto a su posición. Era posible que ganaran un punto obligando al Rana a hacer una demostración externa de cortesía, pero la victoria sería trivial. La verdadera lucha no había comenzado, se produciría cuando se discutieran los acuerdos sobre el matrimonio; y allí el Rana contaría con todos los ases. Sólo quedaba ver si se atrevía a jugarlos… y hasta qué punto sería posible vencerlo.

El ruido de los cascos de los caballos anunció la llegada de la guardia personal del Rana con dos ministros importantes y un pariente real anciano, quienes se disculparon profusamente por haber confundido la hora de la llegada de los invitados y por tanto, no haber estado allí a tiempo para recibirlos. Todo se debía a un desgraciado error, al parecer, un secretario oficioso le había informado mal, y les aseguraba que el responsable sería severamente castigado, ya que nadie en Bhithor deseaba causar molestia alguna a huéspedes tan distinguidos.

Los distinguidos huéspedes aceptaron las disculpas y permitieron que se les escoltara a través de un laberinto de callejuelas hacia el palacio de la ciudad, donde el Rana les esperaba.

Ash no había olvidado el Gulkote de su infancia y en una u otra oportunidad había visto muchas ciudades indias. Pero ninguna de ellas era como esta. Las calles y los mercados de Gulkote eran ruidosas y coloridas, y tan llenas de gente y de vida como la conejera que era Peshawar, o las viejas ciudades amuralladas de Delhi y Lahore, con sus tiendas y sus vendedores ambulantes y sus ciudadanos ágiles y charlatanes. Pero Bhithor era como algo de otra época. Una época más antigua y más peligrosa, llena de amenaza y misterio. Sus pálidas paredes de piedra mostraban un extraño aspecto desteñido como si los soles ardientes de siglos les hubieran quitado todo color, y las sombras eran grises más bien que azules o negras. El laberinto desordenado de las calles, y las fachadas lisas y prácticamente sin ventanas de las casas dieron a Ash una sensación incómoda de claustrofobia. Parecía imposible que el sol pudiera penetrar jamás en aquellas estrechas callejuelas, ni que los vientos soplaran a través de ellas, ni que la gente común pudiera vivir detrás de aquellas puertas atrancadas y ventanas con las persianas bajas. Sin embargo, Ash tuvo conciencia de los ojos que les espiaban a través de las persianas… seguramente ojos de mujer, porque en toda la India los pisos altos de las casas son territorio de las mujeres.

Había un número sorprendentemente escaso de mujeres en las calles sombrías, y las que andaban por ellas llevaban el rostro cubierto, sosteniendo los pañuelos que les cubrían las cabezas de manera que sólo pudieran verse sus ojos: ojos desconfiados y suspicaces. Y aunque llevaban la ropa tradicional de Rajputana, faldas amplias y con estampados en negro, parecían preferir colores como el terracota, el ocre y el naranja oscuro, y Ash no vio ninguno de los azules y verdes vivos que resplandecían alegremente en las calles de los Estados vecinos. En cuanto a los hombres, muchos de ellos daban la impresión de estar velados, ya que, aun aquí en las calles de la ciudad, había muchos que llevaban enrollados los bordes de sus turbantes alrededor de la parte inferior de sus rostros; y juzgando por su mirada oblicua, un europeo era una novedad en Bhithor… y nada agradable.

Los ciudadanos miraban a Ash como si fuera un ser extraño, y las expresiones de los que tenían la cara descubierta mostraban más hostilidad que interés.

Ash pensaba que era como si un perro caminara por una callejuela llena de gatos, y sentía cierta incomodidad en la nuca como una respuesta animal a esa antipatía silenciosa… la enemistad de esas mentes cerradas hacia todo lo que era extraño o nuevo.

—Se diría que hemos venido aquí con algún propósito malvado en lugar de hacerlo para una boda —murmuró Mulraj en voz muy baja—. Este es un lugar desagradable, y no hace falta que me digan que adoran a la Bebedora de Sangre. ¡Caramba! Mire allí…

Movió la cabeza en dirección a un santuario de Kali, que es también Stala, la diosa de la viruela, en el cruce de dos calles; y al pasar junto a él, Ash vio a la terrorífica diosa en honor de la cual los thugs habían estrangulado a millares de víctimas, y cuyos templos se habían beneficiado con una parte de sus saqueos. La deidad de pesadilla, con su multiplicidad de brazos, sus brillantes globos oculares su lengua colgante y su largo collar de cráneos humanos, es idolatrada en toda la India como esposa de Shiva, el destructor. «Una patrona singularmente apropiada —pensó Ash—, para esta ciudad siniestra».

Un fuerte hedor de corrupción y una zumbadora nube de moscas mostraban que sus devotos no le escatimaban ofrendas para satisfacer su sed de sangre. Ash llegó a pensar si sólo serían cabras las que se sacrificarían para calmar su sed. Descartó el pensamiento con impaciencia, pero, de todas maneras, le causó un gran alivio cuando finalmente dejaron las calles atrás, y desmontaron en el patio de entrada del palacio de la ciudad, el Rung Mahal y les condujeron a través de un laberinto de habitaciones polvorientas y oscuros pasillos de piedra a presencia del Rana. Aunque también aquí se respiraba la misma atmósfera claustrofóbica que se notaba en las calles; la misma quietud e idéntico calor sofocante, la misma sensación de un pasado no olvidado… de viejos tiempos y de un antiguo mal, los fantasmas inquietos de los reyes muertos y las reinas asesinadas.

Comparado con el Palacio de los Vientos, el Rung Mahal… el «Palacio Pintado», era una construcción modesta que comprendía media docena de patios, un jardín o dos y no más de sesenta o setenta habitaciones (nadie las había contado en el Palacio de los Vientos, aunque en la región se comentaba que eran seiscientas). Probablemente, por esta razón (entre otras) su dueño había comenzado por tratar a sus huéspedes de una forma calculada como para desanimar cualquier pretensión que tuvieran, y ahora continuaba deslumbrándolos con su magnificencia helándoles la sangre con un despliegue de fuerza militar tan bárbaro como Ash jamás había visto o imaginado.

No constituyó ninguna sorpresa encontrar que los patios exteriores estaban llenos de hombres armados, pero el espectáculo de los guardaespaldas personales del Rana, que vigilaban los patios interiores y formaban filas en los largos corredores oscuros, desconcertó bastante a Ash, no a causa de su número, si bien debían de ser varios centenares, sino por su extraña indumentaria y porque también llevaban los rostros enmascarados.

Los oficiales usaban yelmos de una forma que los sarracenos debían de haber usado en los días de las Cruzadas. Antiguos yelmos de hierro con largas prolongaciones para la nariz, y aplicaciones de oro y plata y con cotas de malla que protegían la barbilla y el cuello y ocultaban parcialmente sus mejillas, dejando visibles sólo los ojos. Los yelmos de los soldados rasos, aunque de estilo similar, eran de cuero, y el efecto a la media luz era extrañamente inhumano, como si las macabras figuras que se alineaban en los corredores fueran verdugos enmascarados o cuerpos momificados de guerreros muertos. Sus sobrevestes también eran de malla metálica, y en lugar de espadas llevaban lanzas cortas. «Como lictores», pensó Ash con un estremecimiento.

Lamentó no haber traído su revólver, porque al ver aquellas figuras con armadura, recordó claramente que este era un lugar sin ley… en el sentido en que se entiende la ley en Occidente. Bhithor pertenecía a otra era y a otro mundo: estaba fuera del tiempo presente, y sus únicas leyes eran las propias.

En una antecámara final, por lo menos cincuenta criados, vestidos con los colores del Rana: escarlata, amarillo y naranja, se dividieron para permitir pasar a los visitantes, y presididos por el familiar del Rana con los funcionarios de alto rango, fueron conducidos al Diwan-I-Am, el «Recinto de Audiencias Públicas» donde el Rana y su primer ministro el Diwan, junto con los consejeros y cortesanos, esperaban para recibirlos.

El Diwan-I-Am era un hermoso edificio, aunque en aquella estación del año no era adecuado para una audiencia por la mañana, ya que consistía en un pabellón abierto a ambos costados formado por una triple hilera de columnas, y cerrado sólo en cada extremo. El sol caía sobre él y no soplaba la menor brisa, de manera que el calor bajo las arcadas con pilares era enorme, pero su belleza compensaba las deficiencias en el sentido de la comodidad y, por cierto, la temperatura no parecía preocupar a las filas de cortesanos y nobles sentados con las piernas cruzadas sobre el suelo sin alfombra, tan cerca unos de otros como sardinas en una lata, y vestidos con sus mejores ropas.

En el extremo más alejado del recinto, una escalera conducía a una plataforma más alta donde había un escaño central que servía de trono al gobernante cuando concedía audiencia, recibía a visitantes distinguidos o administraba justicia; detrás de ella se extendía una sólida pared de mármol negro de superficie pulida que reflejaba la asamblea como un espejo. Los lados de la plataforma estaban cerrados por pantallas de mármol con orificios a través de los cuales las mujeres de la Zenana podían observar las sesiones, pero en otros lugares la piedra estaba cubierta de chunam pulido y decorado en bajorrelieve con diseños de figuras de animales, pájaros y flores que alguna vez tuvieron colores brillantes, pero que se habían desteñido en el curso de los lentos siglos hasta convertirse en pálidos fantasmas de su pasada gloria. Sin embargo, al Diwan-I-Am no le faltaba color, ya que los cortesanos del Rana, a diferencia de sus súbditos más humildes, estaban ataviados con colores brillantes hasta el punto de que un extranjero que entrara en el recinto podía haber pensado, por un momento, que había entrado en un jardín… o en un país de hadas.

Turbantes de color escarlata y cereza, amarillo azufre, rosado y púrpura, contrastaban con achkanes de todos los tonos de azul y violeta, turquesa, bermellón, verde hierba y naranja; y para aumentar la masa de color, el pasillo central aparecía decorado por una doble fila de sirvientes con turbantes de color carmesí y uniformes de muselina amarilla con lazos de color naranja, que llevaban enormes penachos de crin teñida de un vivo tono rojo.

Había más cortesanos en la plataforma elevada, dos de ellos situados detrás del escaño, moviendo abanicos de plumas de pavo real, y el resto armados con tulwares desnudos… las largas espadas curvas de Rajputana. Y sobre el escaño mismo, sentado con las piernas cruzadas en una alfombra bordada con perlas, centelleante de joyas y vestido de oro de pies a cabeza, estaba el punto central de todo este esplendor: el Rana de Bhithor. Las razas guerreras de Rajputana eran famosas por su apostura, y era dudoso que cualquier reunión similar de occidentales pudiera haber igualado a esta en materia de belleza física, distinción y lujo. Hasta los más ancianos entre ellos mostraban huellas de la belleza de los rostros de halcón que habían poseído en su juventud, y se mantenían tan erguidos como si estuvieran sentados en la silla en lugar de encontrarse con las piernas cruzadas en el suelo. Diseminados aquí y allá bajo el cielorraso arqueado del Diwan-I-Am, había hombres obesos y ajados y poco atractivos, y el más notable de ellos era el gobernante mismo.

La indumentaria, las joyas y la espada con empuñadura de diamantes del Rana eran magníficas. Pero su persona no les hacía honor, y, al mirarlo desde el peldaño más bajo de la escalinata, Ash sufrió una violenta conmoción.

Esto… esta babosa mal hecha… era el novio que Nandu había elegido para Juli. Para Juli y Shushila… No. No podía ser… Debía de haber algún error: el hombre sentado en el escaño no podía tener menos de cuarenta años. Era viejo. Contaba por lo menos sesenta, o quizá setenta años. O, en todo caso, los representaba, y Ash sólo podía suponer que su modo de vida había sido singularmente nocivo para darle ese aspecto de vejez antes de los cuarenta años.

Independientemente de cualquier prejuicio, el Rana ofrecía un espectáculo desagradable y Ash no podía ser la primera persona que observara su parecido con un mandril. Cualquiera que hubiera visitado un zoológico o hubiese estado en África lo advertiría sin ninguna duda, pero, probablemente, ningún ciudadano de Bhithor había visitado tales lugares y, por lo tanto, no se daban cuenta del notable parecido de la estructura facial de su gobernante con la de un mandril, con los ojos muy juntos, la nariz anormalmente larga y ancha, y las fosas nasales muy abiertas… como un mandril viejo, astuto y maligno, y de mal genio. Y por si esto no fuera suficiente, el rostro delgado, que parecía tallado a hachazos y casi sin mentón, estaba profundamente marcado por las arrugas del libertinaje y la corrupción y los ojos hundidos eran vigilantes y fijos como los de una cobra… su quietud, en marcado contraste con el movimiento incesante de la larga boca de labios caídos, porque el Rana masticaba pan. Tenía los labios manchados, y también los dientes, y zonas enrojecidas en los ángulos de la boca, de manera que parecía estar bebiendo sangre, como Kali.

En conjunto, mostraba una figura singularmente desagradable y la magnificencia de su atavío parecía destacar los defectos físicos más bien que disimularlos.

Ash estaba preparado para muchas cosas, pero no para esta. La conmoción lo dejó momentáneamente sin palabras, y como el Rana permaneció en silencio, Kaka-ji debió llenar el vacío con un agradable discurso, al cual el Rana replicó con mucha menos gracia.

No era un buen comienzo, y el resto de la mañana no hizo nada por modificarlo. Los cumplidos adecuados para la ocasión fueron intercambiados debidamente… y en forma bastante prolongada… y cuando por fin terminaron el Rana se incorporó y despidió a los cortesanos allí reunidos y se retiró al «Recinto de Audiencias Privadas», Diwan-I-Khas acompañado por su Diwan, sus consejeros principales y los representantes de Karidkote.

El Diwan-I-Khas, a diferencia del Diwan-I-Am, estaba agradablemente fresco. Consistía en un pequeño pabellón de mármol levantado en medio de un verdadero jardín y rodeado por canales de agua con surtidores… Un lugar que no sólo agradaba a la vista y reducía la temperatura a límites confortables, sino que aseguraba la intimidad, ya que no había ningún arbusto lo suficientemente grande como para ocultar a un espía, y si por algún milagro algún intruso lograba entrar en el jardín sin ser visto, el ruido de las fuentes le habría impedido escuchar lo que se hablaba dentro del pabellón.

A Ash se le ofreció una silla, pero el Rana ocupó un escaño con almohadones y alfombra similar al del Diwan-I-Am, mientras el resto de los reunidos se acomodaban en el fresco suelo de mármol. Criados uniformados trajeron vasos con refrescos fríos, y durante un rato la atmósfera pareció agradablemente amigable e informal, pero esto no duró. Tan pronto como se retiraron los criados, el Diwan, actuando como portavoz del Rana, procedió a justificar los peores temores de Ash.

Abordó el tema en forma oblicua, enmascarándolo con una nube de cumplidos y frases corteses. Pero, dejando a un lado la verborrea inconsecuente, el asunto era simple: el Rana no tenía intención de pagar la totalidad del precio acordado por la Rajkumari Shushila, ni de casarse con su hermana Anjuli-Bai, a menos que la suma ofrecida por hacerlo se incrementara tres veces con respecto a la que se había prometido en principio (y ya había sido entregada) porque, después de todo, el origen de la muchacha apenas la calificaba para ser la esposa de un personaje tan sublime como el gobernante de Bhithor, cuya ascendencia era de las más antiguas y más honorables de toda Rajputana, y el Rana ya había hecho una gran concesión con sólo considerar la posibilidad de casarse con ella.

Para hacer justicia al Rana, la suma que Nandu exigía como precio de boda por Shushila era enorme. Pero en vista del rango de la novia, por su notable belleza y su impresionante dote, era un artículo valioso en el mercado del matrimonio y otros habrían pagado lo mismo, si no más, por una esposa así: algunos de ellos príncipes más importantes que el gobernante de Bhithor. Nandu, por sus maquiavélicas razones particulares, se había decidido en favor de este último, y los embajadores del Rana no habían discutido el precio ni se habían retrasado en pagar la mitad por adelantado… ni en ofrecer una promesa escrita de pagar el resto tan pronto como la novia llegara a Bhithor, porque, a pesar de que la suma era grande, había sido drásticamente reducida por el soborno exigido como precio del consentimiento del Rana de desposar a Anjuli-Bai, además de la adorable Shushila; y como se había descartado cualquier posibilidad de pagar algo por la segunda novia, en realidad el Rana lo había obtenido todo por una bagatela.

Pero parecía que no estaba contento con eso; y quería más. Mucho más. La suma adicional que ahora exigía por casarse con la hija de la Feringhi-Rani era superior a la mitad del precio de bodas de Shushila, y si se pagaba (y no se satisfacía la mitad que él debía) significaría que no sólo había adquirido dos novias, junto con las dotes de estas por nada, sino que, en realidad, obtendría grandes beneficios de la transacción.

La demanda era tan insultante que hasta Ash, que estaba preparado para algo así, al principio no podía creer lo que había oído… o si así era que el Diwan no se había excedido en sus instrucciones. El hombre no podía pedir en serio lo que decía.

Pero, después de media hora de discusiones, quedó muy claro que el Diwan sólo había expresado la voluntad de su amo, y que todos los consejeros estaban de acuerdo con él. Ahora era evidente que las novias y sus dotes habían caído virtualmente en una trampa, con sus fuerzas a merced de las armas y las fortalezas de Bhithor, y su campamento confinado en un valle desde donde no podían salir y Bhithor no veía razones para ceñirse a los términos del contrato. El Consejo no sólo aprobó la exigencia de otro soborno por extorsión, sino que consideró claramente que su gobernante había demostrado ser un chbuk-sawi, un hombre inteligente, que había engañado con éxito a un formidable oponente.

Ash no creía acertado prolongar una discusión que sólo conduciría a alterar los ánimos y a actitudes desagradables en uno u otro bando… porque rara vez se había sentido tan furioso. Ya era bastante malo saber perfectamente que había perdido a Juli, sin tener que descubrir, además, que su futuro marido era no sólo repulsivo en el aspecto físico y envejecido prematuramente por el libertinaje, sino también capaz de romper su palabra y recurrir a la extorsión; y que no dudaba en insultarla ante toda una concurrencia.

El hecho de que semejante ser se atreviera a exigir que se le pagara por el privilegio de casarse con Juli era insoportable. Ash se daba cuenta de que muy pronto iba a perder el precario control que tenía sobre su ánimo, y hablaría en términos que serían a la vez poco diplomáticos e imperdonables.

Por tanto, cerró bruscamente el diálogo anunciando que, lamentablemente, las condiciones expuestas por el Diwan eran por completo inaceptables y no las admitirían. Para evitar discusiones, se puso de pie, hizo una breve reverencia al Rana y se retiró con dignidad, seguido por los furiosos representantes de Karidkote.