26

Se produjo un retraso imprevisto al principio del nuevo día de marcha a causa de una disputa entre un cochero y un mahout por disparidad de criterios sobre la distribución del equipaje. Un asunto trivial, pero la gente estaba de mal humor y ambos contrincantes atrajeron a partidarios que vociferaban, hasta que al final la mitad de los cocheros y todos los mahouts se enzarzaron en una lucha a brazo partido.

Cuando se logró separar a los contendientes y restablecer la calma, se habían perdido dos horas y resultaba evidente que sólo llegarían al próximo lugar de acampada después de mediodía… una perspectiva poco agradable con la elevada temperatura reinante.

Shushila lloró y se quejó hasta que Jhoti, que compartía el ruth con su hermana, perdió la paciencia y le propinó una bofetada.

—¡Cualquiera creería que eres la única que tiene calor y se siente incómoda! —gritó el niño—. ¡Bien, pues no es así! Y si crees que viajaré ni un instante más en este cajón con una llorona que forma más escándalo que una cabra enferma, te equivocas.

Tras estas palabras, saltó a tierra, ignorando los ruegos para que volviera, mandó que le trajeran su caballo e insistió en cabalgar durante el resto del camino.

La bofetada y la repentina marcha de Jhoti sirvieron como un revulsivo en Shushila, quien reaccionaba favorablemente ante cualquier despliegue de violencia masculina. El incidente también resultó inesperadamente útil para Ash, que había hecho todo lo posible por evitar encontrarse con Biju-Ram durante las últimas semanas, y ahora se preguntaba cómo lograría lo contrario sin que no pareciese fingido.

La súbita aparición de Jhoti a caballo resolvió el problema, porque su séquito que también viajaba en carruaje cubierto, debió abandonarlo para cabalgar junto a su joven amo; cuando Jhoti trató de despedirlos, diciendo que no los necesitaba, ya que cabalgaría con el sahib y Mulraj, Ash intervino con la sugerencia de que sería útil que se quedaran con él, puesto que más tarde tendrían que adelantarse para ir en busca de la comida. Como no había posibilidades de acampar para la comida del mediodía, no les quedaba más remedio que comer junto al camino.

En esta ocasión, Jhoti no discutió, y continuaron adelante en grupo, de manera que, por primera vez desde que comenzaron el viaje, Ash pasó varias horas en compañía de Biju-Ram y hasta logró hablar con él como si mantuvieran excelentes relaciones. La conversación no prosperó porque la temperatura reinante no favorecía el diálogo, pero, desde el punto de vista de Ash, la situación no podía ser mejor, ya que se había presentado de manera natural y sin la apariencia de haber sido forzada; más tarde, le resultó sencillo quedarse atrás, con la excusa de que sería mejor llegar los últimos cuando hubiesen montado ya las tiendas y se hubiera asentado el polvo. Pero, aunque esto significaba marchar al paso, nadie, ni siquiera los caballos, se sentía con muchas energías, así que agradecieron avanzar con lentitud, manteniéndose alejados de la nube de polvo levantada por los que marchaban en cabeza.

El sol estaba casi en el cenit cuando encontraron un lugar adecuado donde detenerse a comer. Mohan y Biju-Ram continuaron adelante para mandar que les trajeran la comida. A su regreso informaron que el lugar para acampar se hallaba a menos de un kilómetro de allí, y como la mayor parte de la gente ya había llegado, gran número de tiendas estaban montadas y el resto lo estaría dentro de una hora como máximo.

Ash esperaba que hiciese aire, pero aquel día el louh no sopló; a la larga, esto sería favorable, pero Ash debería tener especial cuidado de que su acción pareciera completamente natural. El éxito de su plan dependía de que diera la impresión de ser casual, como asimismo de que Biju-Ram observara lo que sucedía; también era fundamental que el lugar elegido fuese fácil de reconocer y no quedase muy lejos del campamento… ni demasiado cerca tampoco.

Esperó hasta que terminaron de comer y se pusieran nuevamente en marcha, porque vio bastante cerca de allí una palmera solitaria que se elevaba en el árido suelo polvoriento, rodeada de algunas ralas matas de hierba y algún que otro matorral, proporcionando al mismo tiempo la señal para que pudiera ser identificado. Debía hacerlo ahora o nunca…

Ash aspiró profundamente y se volvió hacia Kaka-ji con una pregunta sobre Karidkote que sin duda conduciría a una conversación general, que aseguraría que Biju-Ram prestase atención. Cuando llegaron a la palmera, se quitó el casco y, a la que hacía un comentario sobre el excesivo calor, sacó un pañuelo del bolsillo y empezó a enjugarse el sudor del cuello y de la frente. Sólo que no se trataba de un pañuelo. Era un pedazo de tela arrugada que pertenecía a un elegante achkan gris que mostraba manchas de color marrón oscuro. Ash llamó la atención sobre este hecho deteniéndose en mitad de una frase para mirar el trapo con sorpresa. Su expresión sugería que nunca lo había visto antes y que no comprendía cómo llegó a su bolsillo. Se quedó mirándolo con el ceño fruncido, lo olió haciendo un gesto de asco y, sin preocuparse más del asunto, hizo una bola con él y lo arrojó entre los matorrales.

Ni siquiera miró a Biju-Ram hasta haber terminado la frase que interrumpiera. Acto seguido, buscó en otro bolsillo un pañuelo, con el que procedió a secarse el sudor. Luego se lo colocó en la parte posterior del casco para evitar que el sol le diera en la nuca, continuando la conversación como si nada hubiese sucedido, aunque procuró, en todo momento, que Biju-Ram interviniera en ella, para evitar que pudiera regresar a buscar el trozo de tela antes de que llegaran al campamento. Una vez allí, sería fácil evitar de que fuera a buscarlo demasiado pronto, porque había indicado a Gul Baz que colocara su tienda en este lado del perímetro del campamento, con la entrada de cara a este mismo lado, de manera que si Biju-Ram decidía ir a buscar el trozo de tela a plena luz del día tendría que hacerlo delante de Ash, pues pensaba sentarse bajo un toldo para observar la llanura con unos prismáticos, con el pretexto de localizar algunos gamos. En esta situación, sería difícil que el hombre se atreviera a ir allí. Al menos podría estar seguro de una cosa: siempre que hubiera reconocido el trozo de tela (y Ash le había dado las mejores oportunidades para ello), iría allí a buscarlo.

Llegaron a las afueras del campamento al cabo de unos quince minutos. El resto del día transcurrió sin novedad. El calor desanimaba a emprender cualquier tipo de actividad, y hombres y animales buscaron la sombra que pudieron encontrar y dormitaron durante las lentas horas del día hasta que el sol declinó; la palmera solitaria apenas parecía un palillo de dientes contra el cielo oscurecido, pero, a excepción de la reverberación del paisaje en medio de las olas de calor, allí no se movía ningún ser vivo. Y cuando al fin el campamento despertó y se iniciaron las tareas nocturnas, los cortadores de hierba no fueron en aquella dirección, sino que evitaron la ruta por la que habían venido por la mañana y se dirigieron a derecha e izquierda del camino donde la hierba estaba menos cubierta de polvo.

Como de costumbre, Ash comió aquella noche al aire libre, aunque no se quedó fuera hasta tarde, sino que entró en su tienda en cuanto comenzaron a salir las estrellas. Después de despedir a Gul Baz, esperó hasta que oscureció totalmente y luego apagó la lámpara para que cualquiera que pudiese estar vigilando, supusiera que se había acostado. Tenía mucho tiempo, porque la luna estaba en cuarto menguante y no saldría hasta pasada una hora o más, pero no deseaba correr ningún riesgo.

Prefería llegar al lugar elegido demasiado pronto antes que exponerse a no sorprender al que acudiría a buscar el trozo de tela. El cristal de la lámpara no se había enfriado aún cuando se deslizó por debajo de la tienda y, reptando sobre el vientre, se arrastró por el campo hacia la protección de los matorrales con un silencio y una rapidez que hasta Malik-Shah, que le había enseñado a hacerlo, le hubiese aplaudido. A sus espaldas, el resplandor de las lámparas, antorchas y fuegos del campamento iluminaban el cielo y convertían la noche en día, pero la llanura que tenía ante sus ojos era un mar de sombras con susurrantes islotes de hierba y hasta los kikares más cercanos apenas se veían a la luz escasa de las estrellas.

Casi antes de darse cuenta, divisó la columna oscura de la palmera contra el cielo tachonado de estrellas.

Abandonó el sendero por donde caminaba para dirigirse hacia la palmera, y una vez allí, se sentó con las piernas cruzadas al estilo de los nativos para esperar, la luna saldría media hora después, y como no era probable que Biju-Ram abandonara el campamento antes de que hubiera suficiente luz para ver (y tardaría por lo menos cuarenta y cinco minutos en cubrir la distancia), la espera sería larga.

Ash había aprendido a tener paciencia (con sufrimientos), pero nunca le sería fácil ponerla en práctica y aquella noche no fue una excepción. Porque, aunque no había tenido el cuidado de memorizar el lugar donde había arrojado el trozo de tela, los islotes de hierba parecían haber adoptado formas diferentes a la luz de las estrellas, de manera que ahora no estaba tan seguro. Y no había forma de decir si la tela seguía estando allí o si un halcón o algún chacal se la había llevado, y no tenía sentido buscarla en la oscuridad. Pero, de continuar allí, Biju-Ram la encontraría pronto, y si no estaba, carecía de importancia, pues sería suficiente con que hubiese ido a buscarla. Cuando al fin salió la luna, Ash distinguió el trozo de tela cerca de un matorral, a unos diez pasos a su izquierda.

La luna delataba ahora su presencia, porque la palmera ya no le servía de protección; así que decidió trasladarse a donde crecían unas matas altas, entre las cuales abrió un hueco para esconderse, pues desde ellas podía observar bien sin ser descubierto, y se dispuso nuevamente a esperar.

El escondrijo resultaba incómodo, pues el menor movimiento que hiciera movería las matas y delataría su presencia, aparte de que la noche era tan silenciosa que cualquier ruido resultaría perfectamente audible. Sin embargo, el silencio representaba una ventaja para él, porque podría advertir la presencia de Biju-Ram mucho antes de que pudiera verle. Sin embargo, a medida que pasaban las horas sin que apareciese nadie, comenzó a preguntarse si no se habría equivocado respecto a la identidad del propietario de la chaqueta gris al que pertenecía el trozo de tela, aunque estaba convencido plenamente de que era una de las de Biju-Ram, pero temía no haberse mostrado convincente en la manera de arrojar el trozo de tela. ¿Lo habría hecho demasiado rápidamente, sin darle tiempo a que lo reconociera? ¿O tal vez de forma tan casual que ni siquiera habría despertado una mirada de curiosidad? ¿O habría exagerado la acción hasta el extremo de que diera la impresión de ser completamente falsa?

Biju-Ram no era tonto y creía que, si le tendían una trampa, no correría riesgo alguno, por muy atractivo que fuese el cebo. Por otra parte, si Ash había conseguido engañarle aquella mañana, nada lo detendría, ni encargaría a nadie que fuera a recoger la tela. Acudiría solo o no lo haría. No obstante, hacía dos horas que había salido la luna y no se observaban signos ni sonido alguno que delatara la presencia de un ser humano. Si no aparecía, esto podía significar que había recelado que le tendían una trampa, por lo que Ash debía tener en cuenta la posibilidad de caer en una emboscada en su camino de regreso al campamento.

Ash se removió inquieto en su escondite y tuvo intención de abandonar la vigilancia y regresar a su tienda dando un rodeo. Ya debía de ser cerca de la una de la madrugada y dentro de unas tres horas se levantaría el campamento para ponerse en marcha. Además, él no necesitaba ninguna otra prueba de que era Biju-Ram quien intentó asesinarle y que un trozo de su chaqueta se le había quedado entre las manos al escapar en la oscuridad. Ni tampoco que era Biju-Ram, enviado por la nautch, quien había planeado la desaparición de Hira-Lal y la muerte de Lalji, y que ahora, a las órdenes de un nuevo amo, intentaba eliminar también al pequeño Jhoti. Sin duda no tenía necesidad de más pruebas, pero su condición innata de la justicia, le inducía a obtener una prueba concreta e irrefutable antes de tomar medidas y no basarse sólo en sospechas, ¿qué haría con tal prueba, sino confirmar lo que ya sabía? ¿Y qué tenía que ver la justicia con Biju-Ram?

Nada, decidió Ash con furia. Nada…

Sin embargo, debería permanecer allí hasta que apareciera Biju-Ram, o no lo hiciera. La convicción parecía fuera de lugar, pero Ash no podía librarse de ella. El pasado actuaba sobre él con demasiada fuerza. Hilary y Akbar Khan habían sembrado mejor de lo que pensaban cuando convencieron a un niño pequeño de que la injusticia era un pecado imperdonable y de que debía ser justo a toda costa. Y las propias leyes inglesas mantenían el principio de que todo acusado de un delito es inocente, mientras no se pruebe su culpabilidad.

«Ad vitam aut culpam», pensó Ash con ironía, recordando una de las frases favoritas del coronel Anderson, que este solía traducir como «hasta que se prueba algún delito», mientras que el comandante de los Guías, refiriéndose a la administración de justicia, acostumbraba citar la opinión del juez de Dickens de que «lo que decía el soldado no constituía una prueba». Sin embargo, el caso contra Biju-Ram se apoyaba en comentarios y suposiciones, fuertemente influidas por una antipatía que se remontaba a los días de la infancia de Ashok, y este no podía condenar a un hombre a muerte sólo por sospechas.

A muerte… Estas palabras le produjeron una extraña conmoción de sorpresa, porque, curiosamente, era la primera vez que tenía el convencimiento de que quería matar a Biju-Ram. No obstante, aquí las influencias del Hawa Mahal y de las tribus de la frontera adquirieron preponderancia y Ash dejó de pensar como un inglés…

Enfrentados con una situación similar, noventa y nueve de cada cien oficiales británicos hubiesen arrestado a Biju-Ram y lo hubieran entregado a las autoridades competentes para ser juzgado, mientras que el uno restante hubiera dejado que Mulraj y los miembros más importantes de la comitiva se encargaran del asunto. Ninguno de ellos habría ni siquiera soñado en tomarse la justicia por sus propias manos, aunque Ash no veía nada malo en hacerlo.

Si Biju-Ram era culpable de asesinato y de intento de asesinato, lo único que cabía hacer era acabar con el problema aquí y ahora… si aparecía.

Pero ¿y si no se presentaba? «Lo hará —pensó Ash—. Debe venir, no podrá resistir a la tentación de recuperar la perla».

Las sombras habían disminuido conforme la luna avanzaba en el cielo, y ahora la luz era tan brillante que permitía ver los objetos a bastante distancia. Una luna en época calurosa sobre las llanuras de la India se parece muy poco al fresco globo de plata que flota sobre las tierras frías, y hasta se podía ver el más pequeño insecto polvoriento revoloteando entre las matas. El trozo de tela que Ash usaba como cebo aparecía ahora como una mancha negra en el polvo blanco, y el silencio nocturno no era interrumpido por nada.

Ash bostezó cansadamente y cerró los ojos; casi seguro que se adormiló unos instantes, porque cuando volvió a abrirlos soplaba una ligera brisa que agitaba las hierbas con un susurro como el de las olas lejanas sobre una playa arenosa y Biju-Ram estaba parado en una zona iluminada por la luna, a unos doce metros de donde él se encontraba…

Por un momento, Ash creyó que había descubierto su escondite, pues el hombre parecía estar mirando en su dirección, pero pronto la mirada de Biju-Ram pasó a otros lugares. Miraba a su alrededor, desde la palmera hasta el campamento a más de un kilómetro de allí, y evidentemente calculaba el camino que habían seguido cuando se aproximaban a él. Era evidente que no recelaba en absoluto que le habían tendido una trampa, ni de que nadie le estaba observando, porque permaneció de pie en campo abierto, sin intentar ocultarse en absoluto, con la chaqueta semiabrochada para que la brisa le refrescase el pecho.

En seguida comenzó a avanzar entre las escasas matas de hierba y los islotes de matorrales buscando a su alrededor. Una o dos veces se inclinó a recoger algo pero pronto lo dejó caer con un gesto de asco. También hurgaba entre las mata; con el bastón con mango de plata que empuñaba. Se hallaba casi a un metro del lugar donde se escondía Ash, cuando vio lo que buscaba y su exclamación ahogada de satisfacción fue audible incluso sobre el susurro de las hierbas. Durante bastante tiempo, permaneció con los ojos muy abiertos y completamente rígido, mirando el trozo de tela; luego dejó caer el bastón, y corrió a recoger la tela, que estrujó entre sus manos con ansiedad.

Los diamantes brillaron sobre el trozo de tela con un resplandor helado y la perla negra parecía una gota de oscuridad centelleante sobre el polvo blanco. Un objeto lleno de belleza y esplendor que parecía reunir y reflejar la luz de la luna. Al mirarlo, Biju-Ram volvió a reír… esa risita familiar que casi siempre era una expresión de malicia satisfecha más bien que de honesta diversión y que ahora contenía una inconfundible nota de triunfo.

Estaba demasiado obsesionado con su búsqueda de la joya perdida para notar la presencia cercana de otro ser humano, y ahora, al detenerse a recogerla, no se dio cuenta de que la brisa había cesado tan repentinamente como había surgido y que las hierbas seguían susurrando, por lo que cuando vio la sombra era demasiado tarde.

Una mano como una trampa de acero se cerró alrededor de su muñeca y la retorció tan salvajemente que gritó de dolor y soltó la perla, que volvió a caer en el polvo.

Ash la recogió y se la guardó en el bolsillo. Ahora soltó la mano de su contrincante y retrocedió.

Biju-Ram era rápido y astuto, y se había mostrado capaz de pensar con mucha rapidez y de traducir pensamiento en acción con igual velocidad. Pero esta vez fue atrapado sin defensas. Se había creído seguro y la sorpresa de la aparición repentina de Ash lo llevó a pronunciar palabras incautas.

¡Sahib! ¿Qué? ¿Qué hace usted aquí? Yo no sabía… Salí a… a buscar esta chuchería que… perdí esta mañana. Devuélvamela, sahib. Es mía.

—¿Es suya? —preguntó Ash con acritud—. Entonces la chaqueta en que estaba escondida también debe ser suya. Lo cual significa que usted, por lo que sé, ha tratado dos veces de matarme.

—¿De matarlo? —Biju-Ram se estaba recobrando y su rostro y su voz expresaban el más absoluto desconcierto—. No comprendo, sahib. ¿Qué chaqueta? .

—Esta —replicó Ash tocándola con el pie—. Esto es lo que usted dejó en mis manos cuando escapó… después de no haber logrado matarme. Y más tarde invadió mi tienda para buscarla, porque usted sabía, y yo no, lo que contenía, pero anoche yo también lo descubrí, y por eso lo arrojé aquí para que usted lo encontrara, sabiendo que vendría a buscarlo. Lo he observado mientras lo buscaba y he visto cómo sacaba la perla, de manera que no vale la pena que pierda fuerzas fingiendo que no sabe de qué hablo, o asegurando que la chaqueta no era suya.

Una mezcla de emociones compuestas de rabia, miedo, indecisión y desconfianza apareció fugazmente en el rostro de Biju-Ram, seguida de una expresión casi cómica mientras sonreía y extendía las manos en un gesto de resignación.

—Ahora veo que tendré que contárselo todo declaro con ironía.

—Bien —replicó Ash, sorprendido ante esa rápida capitulación.

—Habría hablado hace mucho tiempo, sahib, si hubiera imaginado que usted sospechaba de mí. Pero no se me ocurrió semejante cosa, de manera que cuando el sirviente Karam me lo confesó todo y se puso en mis manos, me enteré de que no había cometido gran daño y no se habían presentado quejas, y como un tonto accedí en no traicionarlo… aunque no debe usted creer que no le castigué. Le aseguro que lo hice, y muy severamente. Pero él me dijo, y le creo, que nunca intentó robar el arma; sólo que la tomó prestada para tratar de cazar kalahirren (gamos negros) que salen a pastar por la noche, porque en nuestro campamento hay quienes comen carne y pagan buen dinero por ella. Pensaba devolver el arma a su lugar antes de que nadie la echara de menos, pero en la oscuridad confundió al sahib con un gamo, e hizo fuego. Al descubrir su error, le invadió el pánico, porque dijo que hasta que usted saltó sobre él creía que le había matado; cuando por fin escapó, después de abandonar el arma y dejar un trozo de su ropa en sus manos, no dijo nada de todo esto, sino que comentó que se había herido al caerse. Yo nunca me hubiese enterado de nada si el día anterior no le hubiera dado una vieja chaqueta mía, olvidando que había dejado un aro en uno de sus bolsillos. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, se la pedí, y entonces me lo confesó todo. Sahib… puede usted imaginar mi horror…

Hizo una pausa, como si esperara algún comentario, y como Ash permaneció en silencio, suspiró profundamente y sacudió la cabeza al recordar ese momento.

—Debería haberlo llevado ante usted en ese mismo instante… lo sé —confesó Biju-Ram en tono condescendiente—. Pero me imploró entre lágrimas que tuviera compasión de él, y como usted, sahib, no había denunciado el asunto y por fortuna no estaba malherido, accedí a su petición y no tuve valor para denunciarlo. Además, prometió que encontraría y me devolvería mi aro, pero si yo hubiera sabido que para eso invadiría su tienda o que usted había reconocido la chaqueta como mía y sospechaba que yo era el culpable, hubiese ido a verlo de inmediato y le habría contado la verdad. Usted me hubiera devuelto mi aro y todo habría terminado sin problemas. La culpa fue mía… lo admito, fui demasiado blando con el pillo de mi criado, por lo cual le pido disculpas. Pero de haber estado usted en mi lugar y el atacante hubiera sido uno de sus hombres, ¿no habría hecho lo mismo? Estoy seguro de que sí. Y ahora, sahib, que se lo he contado todo, le ruego que me permita volver al campamento. Mañana el budmarsh que tengo como criado se presentará ante usted para hacer una confesión completa de su delito y recibir el castigo que usted considere adecuado. Se lo prometo.

—Sí, claro que me lo promete —respondió Ash con ironía—. También estoy seguro de que él repetirá lo que usted me ha dicho, palabra por palabra, porque no se atreverá a hacer lo contrario. Además, me imagino que usted se encargará de recompensarlo bien por actuar como chivo expiatorio.

—El sahib comete una injusticia conmigo —protestó Biju-Ram, ofendido—. Solo he dicho la verdad. Además, hay muchos testigos que pueden confirmar de que no salí de mi tienda esa noche, y…

—Y de que a la mañana siguiente su cara no mostraba signos de cortes ni arañazos —finalizó Ash—. Por supuesto. Aunque creo que me han dicho otra cosa. Pero no importa… aunque eso pudiera probarse, estoy seguro de que usted y sus amigos tendrían alguna historia plausible para explicarlo. Muy bien, entonces puesto que parece que usted puede presentar tantos testigos que juren que dicen la verdad, supongamos que no fue usted, sino uno de sus sirvientes quien robó mi arma y trató de disparar contra mí, mientras llevaba, por casualidad, una prenda gastada que usted generosamente le había regalado el día anterior. Pero ¿y el aro? ¿Sus testigos pueden probar que es realmente suyo?

A la luz de la luna, Ash captó la mirada desconcertada de Biju-Ram, y supo que había tenido razón en pensar que nadie más podía saber el origen de aquella perla y que era imposible llevar a la vista. Admitir que la poseía sería favorecer la extorsión, o incluso el asesinato. Porque, aun después de todos los años transcurridos, habría hombres que la reconocerían, y recordarían que la desaparición de su dueño nunca había sido satisfactoriamente explicada. Biju-Ram podía sobornar o amenazar a cualquier número de personas para que presentaran una falsa evidencia, pero no podía arriesgarse a mostrar la perla negra en público ni intentar sobornar a nadie… ni al más venal de sus secuaces, para que atestiguara que él era dueño de aquella joya.

Hubo un largo intervalo antes de que Biju-Ram replicara a la pregunta, y dándose cuenta de esto ensayó una sonrisa y dijo:

—El sahib quiere bromear. ¿Para qué se necesitan testigos? Esa chuchería es mía, y sin duda el hecho de que vine a buscarla es prueba suficiente de ello, porque, si yo no la hubiera colocado en un bolsillo interior de la chaqueta para que no se perdiera, ¿cómo podría saber que estaba allí? ¿O qué buscar? Además, dudo de que mis criados la reconocerían, ya que nunca la he usado. Perteneció a mi padre, que me la dio en su lecho de muerte, de manera que me entristece mirarla, pero la he llevado conmigo desde entonces en su memoria. Y representa un recuerdo de un hombre noble y bueno, y es un amuleto que me protege del mal.

—¡Qué tiernos sentimientos filiales! —comentó Ash—. Y muy interesantes también. Yo diría que el dueño de esa joya no tenía edad suficiente para ser su padre, ya que sólo debía llevarle cinco años en todo caso. Pero quizá fuera un niño particularmente precoz.

La sonrisa de Biju-Ram se tornó un poco estereotipada, pero su voz siguió siendo suave y una vez más tendió las manos en un gesto de desamparo:

—Lo que usted dice es muy enigmático, sahib, y no lo entiendo. ¿Qué puede usted saber de mi padre?

—Nada —respondió Ash—. Pero conocí al hombre que era dueño de ese aro y que siempre lo llevaba puesto. Su nombre era Hira Lal.

El jadeo de Biju-Ram fue audible en el silencio. Biju-Ram se puso rígido, y una vez más sus ojos estaban muy abiertos y reveladores. Pero esta vez reflejaban conmoción y el comienzo de algo que participaba de la furia y el terror. Se paso la lengua por los labios como si de pronto se le hubieran secado, y cuando por fin habló dejó escapar un susurro que parecía escaparse forzadamente contra su voluntad.

—No —susurró Biju-Ram—. No… no es cierto. No es posible que usted… No es posible… —lo agitó un estremecimiento, y pareció luchar contra una pesadilla. Luego prosiguió bruscamente—: Algún enemigo le ha contado mentiras sobre mi, sahib. No las crea. Nada de eso es cierto, nada. Ese hombre de quien usted habla, ese mera… no, Hira Lal, ¿así se llamaba? Debe de haber muchos con ese nombre en Karidkote. Es un nombre común y es posible que uno de ellos tenga un aro similar a este. Pero ¿es esa una razón para acusarme de robo y falsedad? Sahib, usted ha sido confundido por alguien que desea mi ruina, y si es usted un hombre justo… y sabemos que todos los sahibs son justos… me dirá el nombre de ese perjuro para que pueda carearme con él y hacerle admitir que miente. ¿Quién es el que me acusa? —preguntó Biju-Ram con voz entrecortada—. ¿Y de qué me acusan? Si sabe su nombre, dígalo. Exijo justicia.

—La tendrá —prometió Ash con acritud—. Su nombre es Ashok. Una vez estuvo al servicio del fallecido Yuveraj de Gulkote y usted especialmente debe recordarlo muy bien.

—Pero… está muerto —jadeó Biju-Ram—. No es posible… esto es una treta. Una treta torpe. Ha sido usted engañado por un impostor. Ese muchacho murió hace muchos años.

—¿Los hombres que usted envió a matarlo le dijeron eso? Si es así, le mintieron. Sin duda porque temían volver a admitir que habían fracasado. No, Bichchhuji… —Biju-Ram se estremeció como un caballo espantado el escuchar el viejo sobrenombre—. Sus hombres le perdieron de vista, y, aunque su madre murió, él salvó la vida; y ahora ha vuelto para acusarle del asesinato de su amigo Hira-Lal, cuya perla usted robó, y del intento de asesinato del pequeño Jhoti y de mí mismo, a quien usted quería matar. También está el asunto de la muerte de Lalji, porque, aunque no puedo saber si fue su mano la que lo arrojó desde lo alto del muro, estoy seguro de que ordenó hacerlo. Usted y la madrastra de Lalji, quienes entre ambos apresuraron la muerte de mi madre, Sita, persiguiéndonos por todo el Punjab hasta que ella murió de agotamiento.

—¿Ustedes? ¿Su madre?

—Mi madre, Bichchhu. ¿No me reconoce? Míreme bien. ¿He cambiado tanto? Usted no. Lo reconocí en el mismo momento en que le vi… Aquella primera noche en la tienda de Jhoti, así como reconocí la perla en el instante en que cayó del bolsillo oculto donde usted la guardaba en el trozo de chaqueta que quedó en mis manos.

—Pero… pero usted es un sahib —susurró Biju-Ram a través de sus labios secos— un sahib.

—Que alguna vez fue Ashok —respondió Ash con suavidad.

Biju-Ram no apartaba los ojos de él, que parecían salírsele de las órbitas, y grandes gotas de sudor que nada tenían que ver con el calor de la noche rodaban por su frente y brillaban a la luz de la luna.

—No, no es cierto… —Las palabras eran apenas un suspiro—. No puede ser… No es posible… No lo creo… —Pero las negativas murmuradas se contradecían por la expresión de reconocimiento en su rostro, hasta que de pronto dijo en voz alta—: Si es cierto, debe tener una cicatriz, una marca de fuego…

—Aún está aquí —respondió Ash y se abrió su camisa para mostrar la marca plateada de un semicírculo, aun visible en su piel morena, bronceada por el sol. Una marca hecha largo tiempo atrás.

Ash oyó el ¡wah! involuntario de Biju-Ram y bajó la cabeza para mirar la cicatriz, lo cual no fue sensato. No debió haber apartado la mirada de un hombre a quien por algo llamaban «el escorpión», ni haberse aventurado a salir desarmado. El pesado bastón con mango de plata estaba fuera del alcance de Biju-Ram pero llevaba un cuchillo particularmente mortal en el bolsillo de su achkan, y cuando Ash bajó la mirada, lo sacó rápidamente y lo blandió con la rapidez del rayo.

El golpe no dio en el blanco porque Ash también se movió con rapidez, y aunque de momento había bajado la mirada tuvo conciencia del rápido movimiento y se agachó instintivamente haciéndose a un lado, de manera que la hoja del cuchillo pasó por encima de su hombro izquierdo sin herirle. La inercia del movimiento hizo que Biju-Ram saliera disparado hacia delante, y Ash sólo tuvo que ponerle una zancadilla para que cayera al suelo cuan largo era.

Mientras yacía allí, retorcido y jadeante, Ash se volvió a recoger el cuchillo caído, y tuvo la tentación de hundirlo en el cuerpo de su enemigo y terminar con el asunto y si realmente hubiera tenido la sangre de Zarin, lo habría hecho, porque los hijos del viejo Koda Dad no tenían escrúpulos cuando se trataba de atacar a un enemigo. Pero ahora, de repente, los antepasados de Ash y esos tediosos años pasados en el colegio británico le traicionaron, porque no pudo dar el golpe: no porque el hacerlo habría sido un asesinato, sino por una razón más trivial, porque él y sus educadores pensaban que «no era decente» apuñalar a un hombre por la espalda ni golpear al caído, ni atacar a un hombre desarmado. Fue la presencia invisible del tío Matthew y una serie de pastores y maestros lo que detuvo su mano e hizo que retrocediera e instara a Biju-Ram a levantarse y pelear.

Pero parecía que Biju-Ram no tenía valor para luchar, porque, cuando recuperó el aliento y comenzó a ponerse de rodillas, la visión de Ash parado allí con, el cuchillo en la mano le hizo retroceder con un grito, y volvió a caer con la cara contra el polvo y balbucear súplicas de piedad.

El espectáculo no era edificante, y aunque Ash siempre había sabido que Biju-Ram era una criatura vil no se le había ocurrido que el ogro sádico de su infancia pudiera ser en el fondo, un cobarde. Fue una conmoción descubrir que el placer de Bichchhu en infligir sufrimiento sólo era igualado por su aversión a soportarlo él mismo, y que podía desmoronarse tan por completo como cuando se enfrentaba con su propia medicina. Privado de quien le ayudara y de un arma, el ogro de pronto se convertía en un ratón.

Ash le humilló, movió la figura temblorosa con su pie y recurrió a todos los insultos que podía recordar. Pero sin ningún efecto. Biju-Ram se negó a levantarse, porque el instinto le decía que, una vez que se pusiera de pie el sahib le atacaría; y el sahib no sólo tenía el cuchillo, sino que además, por alguna brujería aterradora, era Ashok… Ashok que resurgía de entre los muertos. ¿Qué eran unos pocos insultos comparados con esto? Una combinación de temor supersticioso y miedo a la muerte mantenía a Biju-Ram con la cara pegada al suelo y sordo a todos los insultos, hasta que por fin Ash se apartó con disgusto y le dijo groseramente que se levantara y volviera al campamento.

—Y mañana —prosiguió Ash— usted y sus amigos darán alguna excusa para separarse de nosotros. No me importa qué pretexto empleen siempre que se marchen, ni adónde van mientras que no sea a Bhithor ni de regreso a Karidkote. Pero, si alguna vez oigo que los han visto en alguno de estos Estados, me dirigiré a las autoridades y les contaré todo lo que sé, y los mandarán ahorcar o expulsar. Y si no lo hacen, yo me ocuparé del asunto y lo mataré con mis propias manos. ¡Lo juro! Ahora váyase… y pronto, antes de que cambie de idea y le rompa la cabeza aquí y ahora, repugnante asesino ladrón. ¡Arriba, y corra, cerdo! ¡Vamos, fuera!

Su voz se elevó de tono y sonaba entrecortada a causa de una rabia dirigida tanto a sí mismo como al ser abatido que estaba a sus pies y que había tratado de matar, pues sabía que no era ocasión de tener piedad; sin embargo, parecía que aún no se había emancipado de la tradición de aquellos odiados días de colegio que seguía vagando por el limbo, sin pertenecer totalmente a Oriente ni a Occidente y aún era incapaz de reaccionar ante cualquier situación en forma íntegra.

Biju-Ram se puso de pie con dificultad y con los ojos fijos en el cuchillo que Ash tenía en la mano, comenzó a retroceder con suma cautela, paso a paso. Evidentemente, encontraba difícil creer que se le permitiera marcharse, y no se atrevía a dar la espalda por temor a que el cuchillo se le clavara entre sus omoplatos.

Apenas había dado tres pasos cuando tropezó con el bastón y casi volvió a caer. Ash dijo con sorna:

—Levántelo, Bichchhu. Se sentirá más valiente con un bastón en la mano.

Biju-Ram obedeció, tomando el bastón a tientas con la mano izquierda mientras sus ojos seguían fijos en el cuchillo. Aparentemente, Ash tenía razón porque cuando se incorporó había recuperado gran parte de su confianza. Comenzó a hablar con una voz que era nuevamente suave y obsequiosa, llamando Huzoor a Ash y agradeciéndole su clemencia, asegurándole que sus órdenes serían obedecidas punto por punto. Al día siguiente, al amanecer, se iría del campamento… aunque el Huzoor le juzgaba mal, porque él en ningún momento había intentado dañar a nadie. Todo era un terrible error… Un malentendido… Y si él hubiera sabido…

Sin dejar de hablar, continuó retrocediendo y pasó junto a una mata que había a unos diez pasos de distancia de Ash, hizo una pausa y dijo encogiéndose de hombros:

—Pero ¿de qué sirven las palabras? Yo soy el sirviente del Huzoor, y obedeceré sus órdenes y me marcharé. Adiós, sahib… —Hizo una profunda reverencia, uniendo las manos en el gesto tradicional.

El gesto era tan familiar que el hecho de que aún tuviera el bastón en las manos no parecía importante, y por segunda vez aquella noche Ash se dejó atrapar con la guardia baja. Porque el bastón no era lo que parecía: era el trabajo de un armero especializado en fabricar juguetes mortales para los ricos, y que había sido adquirido por el fallecido gobernante de Karidkote, cuya viuda, poco antes de su muerte, se lo regaló a Biju-Ram como recompensa por servicios no especificados. Pero, como Ash lo ignoraba, no estaba preparado para lo que siguió.

Biju-Ram tenía el bastón en la mano izquierda y al unir las dos manos, la izquierda se dobló sobre la empuñadura de plata, y cuando la enderezó, empuñaba en ella una pistola de delgado cañón.

La explosión resonó en el silencio acompañada de un brillante resplandor naranja, pero, aunque el blanco estaba a no más de seis o siete metros, los acontecimientos del último cuarto de hora habían agitado de tal manera a Biju-Ram que no sólo sus manos aparecían vacilantes, sino que en la agitación del momento había olvidado que el arma tendía a desviarse hacia la izquierda y olvidó tan importante detalle.

Como resultado la bala destinada al corazón de Ash sólo chamuscó la manga de su camisa y le hizo un pequeño rasponazo en el brazo al pasar y perderse en la llanura.

—¡Puerco! —exclamó Ash con ira y en inglés. Le arrojó el cuchillo.

La rabia no es favorable para la buena puntería y Ash no acertó mejor que Biju-Ram… la punta del cuchillo pasó junto a la garganta de Biju-Ram y junto al hueso tan bien protegido por la grasa que la hoja no llegó a tocarlo. Pero, mientras el cuchillo caía al suelo y manaban unas gotas de sangre de la herida, Biju-Ram dejó caer la pistola y comenzó a gritar agudamente, aterrorizado.

Había algo inhumano en aquel grito, mientras que el espectáculo de un hombre acometido por un acceso de pánico ante la vista de su propia sangre que manaba de un corte que apenas habría molestado a un niño, era tan repugnante que la furia de Ash se convirtió en desprecio, y, en lugar de saltar sobre Biju-Ram para hacerle caer y deshacerlo a golpes con su propio bastón, se quedó donde estaba y se echó a reír…, no por lo absurdo de la situación, sino porque le parecía increíble que aquella miserable carroña fuera capaz de aterrorizar a nadie. Al verlo ahora, era difícil creer que semejante piltrafa hubiera asesinado a Hira-Lal, y la risa de Ash, en cierto modo, era un sonido tan desagradable como aquellos gritos femeninos.

La sangre marcaba una línea oscura en el pálido pecho de Biju-Ram, quien dejó de gritar, e inclinó la cabeza en un ridículo intento de succionar la herida. Pero el corte estaba demasiado alto para que su boca llegara a él, y cuando Biju-Ram se dio cuenta de esto, volvió a gritar y comenzó a correr de aquí para allá como una gallina a quien le han cortado la cabeza, tropezando entre las matas de hierba y las piedras en una actitud verdaderamente demencial, hasta que por fin tropezó y cayó, quedando una vez más retorciéndose en el suelo.

—¡Me muero! —sollozó Biju-Ram—. Me muero…

—Se lo merece —respondió Ash con dureza—. Pero me temo que ese pequeño rasguño sólo le provocará un pequeño dolor en el hombro durante un par de días y como sigue disgustándome la idea de matar a nadie tan viscoso como usted a sangre fría, puede dejar de actuar y levantarse y emprender el regreso hacia el campamento. Se hace tarde. Levántese, Bichchhu-Baba. Nadie le hará daño.

Volvió a reír, pero Biju-Ram no confiaba en él o bien la agitación del segundo fracaso le había dejado inerme, porque seguía retorciéndose y gimiendo.

—¡Ayúdeme! —gemía Biju-Ram—. Marf-Karo (tenga piedad), Marf-Karo

Su voz se apagó en un curioso lamento jadeante. Ash se acercó a él, siempre riéndose, pero moviéndose con cautela en previsión de que Biju-Ram tratara de tenderle una trampa y usara otra arma insospechada. Pero, al mirar el rostro gris, contorsionado y cubierto de sudor de Biju-Ram, su risa se detuvo. Allí había algo que no entendía. Había oído decir que la gente que no puede soportar la vista de su propia sangre queda literalmente abrumada por ella, pero el hombre tendido en el suelo, e invadido por el temor, sufría también una verdadera agonía física. Su cuerpo se arqueaba y se retorcía convulsivamente por lo que Ash se inclinó y le preguntó rudamente:

—¿Qué le pasa, Bichchhu?

Zar… (veneno) —susurró Biju-Ram—. El cuchillo… —Ash se enderezó de un salto y dio un rápido paso hacia atrás, comprendiendo de pronto lo que pasaba.

Así que por esto el hombre se retorcía y temblaba. Había juzgado mal a Biju-Ram: no era miedo al dolor lo que le hacía permanecer tendido en el suelo, sino el temor a la muerte… a una muerte rápida y horrible. Tampoco tenía miedo de Ash. Su temor era del cuchillo que Ash tenía en la mano… su propio cuchillo con veneno en la hoja para asegurar que cualquier herida causada con él fuera fatal. No era de extrañar que lo mirara con terror hipnótico ni que chillara de pánico al ver el pequeño reguero de sangre. La herida era realmente pequeña, «apenas un rasguño». Pero suficiente.

Biju-Ram había sido alcanzado por su propia arma, y Ash no podía hacer nada. Ya era demasiado tarde para tratar de succionar el veneno de la herida, y no tenía antídoto ni ningún conocimiento de la clase de veneno usado. El campamento estaba a más de kilómetro y medio de distancia, y aunque hubiera estado a la mitad de esa distancia, no habría podido llegar a él ni volver a tiempo para ofrecer ayuda… si era posible ofrecerla, cosa que dudaba, porque parecía evidente que el veneno era mortal.

Biju-Ram merecía pagar con su vida por las vidas que había quitado, o ayudado a cercenar, y los daños irreparables que causara. Pero aun aquellos que tenían más motivos para odiarlo le habrían tenido lástima en ese momento. Sin embargo Ash, al verlo morir, recordó el rostro joven y asustado de Lalji, y sus ojos angustiados… y una piedra que se mueve y cae mientras un niño con una chaqueta de raso azul cabalga bajo la Puerta de Charbagh en el mercado de Gulkote. Había también otros recuerdos. Varias carpas que flotaban panza arriba entre las hojas de los lirios en el estanque de un palacio; una cobra que de alguna manera había logrado entrar en el dormitorio del Yuveraj; Sita, muriendo de agotamiento bajo las rocas junto al río Jhelum; Hira Lal, que había perecido en la jungla, y Jhoti… Jhoti, si no hubiera sido por la Providencia divina habría muerto semanas atrás, víctima inocente de otro «accidente» preparado por Biju-Ram.

Recordando todo el mal que aquel hombre había causado, era difícil sentir algo, excepto que se había merecido su destino. Él lo había atraído sobre sí mismo, porque Ash había hablado honestamente al decirle que era libre de marcharse siempre que abandonara el campamento y no fuera a Bhithor ni a Karidkote. Si se hubiese marchado, habría vivido para hacer más daño y planear otros asesinatos durante muchos años en el futuro; pero, en cambio, había elegido disparar sobre Ash, y ese fue el último acto de traición que le causó la muerte. Había vivido como un perro enloquecido y era justo que muriera de la misma manera, pensó Ash. Pero deseó que fuera pronto, porque no era agradable observarlo, y si hubiera tenido una segunda bala en aquella ingeniosa pistola, la habría usado sin vacilar para acabar con los sufrimientos de Biju-Ram. Como no podía hacerlo, permaneció donde estaba, resistiendo el impulso de volverse y marcharse, porque le aterraba pensar que alguien pudiera morir de esa manera, tan solo… Al menos era un ser humano; y quizás el hecho de que era, o había sido, un enemigo ya no importaba.

Se quedó allí hasta que todo terminó. En realidad, no le llevó mucho tiempo. Después se inclinó y le cerró los ojos sin vida al cadáver. Luego tomó el cuchillo y lo limpió cuidadosamente en la tierra para eliminar todo rastro de veneno. La pistola había caído en un matorral y tuvo cierta dificultad en encontrarla, pero, una vez que la halló, volvió a colocarla en su lugar y dejó el bastón cerca de la mano del cadáver.

Sólo se advertiría la ausencia de Biju-Ram unas horas después, y mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de que encontraran su cuerpo, el viento de la madrugada habría borrado las huellas. Por tanto, no tenía sentido dejar pruebas que pudieran sugerir una pelea y condujeran a una investigación, y como era evidente que la causa de la muerte era el veneno, sería mejor, desde cualquier punto de vista que fuese atribuido a una mordedura de serpiente.

Recogió el cuchillo, lo manchó con la sangre que se secaba rápidamente, lo dejó caer otra vez y fue en busca de una de las ramas con largas espinas que crecen en los kikares. Volvió con la rama, y la hundió en la carne del muerto justamente debajo de la herida. Los dos pequeños pinchazos eran casi exactamente como las marcas que deja una serpiente al morder, y el corte sobre esas marcas sería un intento fallido de la víctima de detener el veneno antes de que se extendiera hacia arriba. El único misterio sería por qué Biju-Ram había dejado el campamento solo y por la noche, para ir tan lejos. Pero seguramente se lo atribuirían al calor. Decidirían que Biju-Ram no podía dormir y que había salido a caminar a la luz de la luna, y que, al sentirse cansado, seguramente se habría sentado a descansar y fue mordido por una serpiente, lo cual, recordando la muerte de Hira Lal había sido planeada de tal manera que pareciera la obra de un tigre, era particularmente adecuado.

«Después de todo, los dioses son justos —pensó Ash—, porque si me lo hubieran dejado a mi cargo, yo habría sido lo suficientemente tonto como para dejarlo marchar».

Sólo quedaba el aro de Hira Lal.

Ash lo sacó de su bolsillo y lo miró. Vio cómo la perla negra recogía y reflejaba la luz de la luna como en aquella remota noche en el balcón de la Reina. Y mientras la miraba, las palabras que Hira Lal le había dicho volvieron a él; fue como si el hombre mismo estuviera hablándole nuevamente, en voz muy baja desde muy lejos:

«Apresúrate, muchacho. Se hace tarde y no tienes tiempo que perder. Vete ahora… y que los dioses te ayuden. Namaste».

Bien, él… o quizá la perla negra… habían vengado a Hira Lal. Pero la perla conservaba demasiados recuerdos, y evocando cómo la había obtenido Biju-Ram le pareció a Ash un objeto que traería mala suerte. Su posesión debió de haber dado poca satisfacción al ladrón, puesto que poseerla era una prueba de asesinato de manera que tuvo que conservarla escondida, siempre con riesgo de que la descubrieran, mientras quedara alguien que recordara a Hira Lal; finalmente, sólo había provocado la muerte. La perla había hecho su obra y ahora Ash deseaba desprenderse de ella de inmediato. Había una madriguera de ratas cerca de los matorrales donde Ash había esperado a Biju-Ram, y a juzgar por la falta de huellas, hacía tiempo que no tenía ocupantes. Ash volvió a ella, dejó caer allí el aro, lo tapó con tierra y piedrecitas que aplastó con los pies; después de echar un puñado de polvo sobre el lugar, ya no quedaban señales del agujero, ni indicación alguna de que había existido.

Se quedó unos momentos mirando el lugar y pensando que quizás, algún día, alguien que aún no había nacido desenterraría el aro y se preguntaría de dónde procedería. Pero nunca lo sabría, y de cualquier manera, para entonces el objeto casi no tendría valor, porque las perlas también pueden morir.

El viento de la madrugada había comenzado a agitar las hierbas cuando Ash dio media vuelta y emprendió el regreso al campamento. Pero el sol ya había salido cuando uno de los criados de Biju-Ram (el propio Karam a quien se había asignado el papel de chivo expiatorio) informó que su amo había desaparecido.

Karam explicó que había avisado mucho antes, pero que imaginaba que su amo había salido temprano sin avisar, y que pronto volvería. No le correspondía a él vigilar las idas y venidas de su patrón, pero se puso cada vez más ansioso cuando examinó una tienda tras otra y observó que Biju-Ram no había vuelto a tomar el desayuno ni a dar ninguna orden para ese día. Se hicieron averiguaciones entre los sirvientes y los miembros de la comitiva del joven príncipe sin resultado, y finalmente Karam informó el asunto a un oficial de la guardia, quien dio la voz de alarma.

La búsqueda del hombre desaparecido se complicó por la enorme extensión del campamento y por el hecho de que en ese momento se disponían a levantarlo para ponerse en marcha y lo más probable es que nunca se hubiera encontrado el cuerpo de Biju-Ram de no haber sido por los buitres. Pero el sol aún no había salido cuando el primer depredador alado bajó del cielo, seguido de otro y otro, y en seguida uno de los que buscaban los vio y se dirigió hacia el lugar donde volaban para investigar. El descubrimiento se hizo a tiempo, porque media hora más tarde no habría quedado nada que demostrara cómo había muerto Biju-Ram, y seguramente se habrían hecho manejos tortuosos e inevitablemente investigaciones exhaustivas. Pero de esta manera, a pesar de que los picos y las garras habían hecho su obra, era posible ver que su muerte había sido causada por el veneno y que su cuerpo llevaba la marca de los colmillos de la serpiente… dos pequeñas picaduras cerca del hueso del cuello. Cómo o por qué había llegado Biju-Ram a aquel lugar no era fácil de explicar, pero como Ash suponía, se atribuyó a una combinación de calor e insomnio, y esta solución pareció satisfacer a todos.

Mulraj había informado que el campamento no se detendría hasta recibir nuevas órdenes. Más tarde, aquel día los restos de Biju-Ram fueron quemados con la debida ceremonia en una pira de kikar y pasto seco, recogidos rápidamente y empapados con ghee. A la mañana siguiente, cuando el viento de la noche había dispersado las cenizas y la tierra chamuscada se había enfriado, los restos que quedaban fueron cuidadosamente recogidos para llevarlos al Ganges y arrojarlos al río sagrado.

—Y como aquí no se encuentra ninguno de sus familiares, lo correcto es que sus amigos asuman esta obligación piadosa —declaró Mulraj, con el rostro rígido—. Por tanto, he decidido que Pran, Mohan y Sen Gupta, con sus sirvientes y los de Biju-Ram, salgan de inmediato para Benarés. Porque, excepto Allahabad, no hay otro lugar sagrado en el que las cenizas de un hombre puedan ser enviadas a las aguas de la Madre Gunga.

Ash recibió este anuncio maquiavélico con un respeto que rozaba la admiración, porque, al morir Biju-Ram, quedaba el problema de cómo alejar del campamento a todos aquellos que habían sido sus secuaces, y Ash no veía manera de hacerlo sin provocar discusiones y especulaciones peligrosas. La solución de Mulraj era admirablemente simple, aunque quizá tuviera una falla…

—¿Qué dirá Jhoti de esto? —preguntó Ash—. Estos hombres son de su comitiva… o, al menos, eso cree él… y tal vez no esté de acuerdo en dejarlos ir.

—Ya lo ha aceptado —respondió Mulraj blandamente—. El príncipe comprende que no sería correcto que las cenizas de un hombre de su comitiva, de alguien que sirvió fielmente a su madre durante tantos años, sean arrojadas a cualquier río y en cualquier lugar. Por tanto, les permite marcharse.

—¿Pero lo harán?

—Sin duda alguna. ¿Cómo podrían negarse?

—Ah, shabash, sahib Bahdur —murmuró Ash en voz baja—. Muy bien hecho, realmente. Te felicito.

Mulraj se permitió una leve sonrisa, y, devolviendo el saludo, dijo también en voz baja:

—También lo felicito yo a usted, sahib.

Ash lo miró con expresión interrogativa y Mulraj extendió la mano. En la palma había un pequeño botón de camisa de madreperla… un objeto bastante común, sólo que era de manufactura europea y tenía un adorno de metal.

—Encontré esto por casualidad a diez pasos del cuerpo —explicó Mulraj en voz baja—, lo toqué con el pie en el lugar en que estaba escondido en el polvo. Más tarde se lo mostré a su asistente, diciendo que lo había encontrado en mi tienda; él dijo que era suyo, y que ayer se había dado cuenta de que faltaba uno en la camisa que usted había usado la noche anterior. Le dije que se lo devolvería yo mismo… tomándomelo a broma.

Ash guardó silencio durante unos momentos, comprendiendo que seguro había arrancado el botón al abrir bruscamente su camisa para mostrar la cicatriz en su pecho, y pensando que era una suerte que Mulraj y no uno de los secuaces de Biju-Ram lo hubiera encontrado… Excepto que a ningún otro le habría interesado lo más mínimo. Extendió la mano y dijo sin darle importancia:

—Debo haberlo perdido mientras cabalgábamos de regreso al campamento.

—Quizá —respondió Mulraj encogiéndose de hombros—. Aunque, si me hubieran preguntado, yo hubiese dicho que usted llevaba una camisa caqui con botones de hueso esta mañana. Pero no tiene importancia… Es mejor que yo no sepa nada. No volveremos a hablar de esto.

Y no volvieron a hacerlo. Ni entonces ni más tarde hizo Mulraj ninguna pregunta, ni Ash le facilitó ninguna información. Pran, Mohan y Sen Gupta, con sus sirvientes, salieron antes del amanecer del día siguiente hacia Benarés, y el campamento continuó la marcha. Pero, aunque era demasiado esperar que ahora estuvieran libres de espías y enemigos, los que quedaban probablemente no causarían ningún daño importante, en primer lugar porque ahora no tenían jefe, pero además, en parte, porque no podían estar seguros de que la muerte de su líder y la repentina partida de sus colegas más próximos fuera una mera coincidencia, y si no lo era, cuánto se sabía de sus andanzas. Al no estar seguros, no intentarían nada lo cual significaba, al menos por el momento, que Jhoti estaba a salvo. O lo más a salvo que podía estar, decidió Ash.

Anjuli no hacía acto de presencia, y Ash sabía que había pocas oportunidades de que volviera a verla excepto como una figura envuelta en un sari en la ceremonia de su boda, porque sólo quedaban unos pocos días para llegar al territorio del Rana y ahora habían vuelto a imponerse las reglas estrictas que se habían debilitado durante tanto tiempo. Ash ni siquiera podía enviarle un mensaje, porque las novias estaban literalmente recluidas. Había más guardias que de costumbre alrededor de su ruth durante la marcha y vigilaban sus tiendas en los lugares donde se detenían, y lo único que Ash podía hacer era llevar el amuleto abiertamente en la boda con la esperanza de que Anjuli lo viera, y al saber que lo había encontrado, se percatara también de que él comprendía por qué se lo había devuelto.

La mitad de ese pececito de madreperla no era sólo un símbolo de que Anjuli le perdonaba, sino un recuerdo de que la otra mitad seguía en sus manos; y quizás algún día… algún día… pudieran unirse nuevamente.

Ash se consolaba como podía con este pensamiento. No era mucho; sin embargo, tenía que ser suficiente, porque no había otra cosa. Pero, en general, trataba de no pensar en Juli; ni en el futuro, porque un futuro sin ella sólo representaba años vacíos y estériles, que se abrían frente a él como un camino interminable que no conducía a ninguna parte, y la idea le asustaba.