Ya estaba próximo el amanecer cuando Ash finalmente se puso de pie, se sacudió la arena de la ropa y, volviendo a tomar el lathi, dio media vuelta para volver al campamento.
No pensaba quedarse afuera tanto tiempo, y sólo cuando un viento fresco comenzó a soplar junto a la orilla seca del río, removiendo la arena entre las piedrecillas y haciéndola volar hasta sus ojos, se dio cuenta de lo tarde que debía ser; porque ese era el viento que sopla en Rajputana en la hora oscura antes del amanecer y que cesa antes de que salga el sol.
Detenido una vez más en la cresta del risco que lo había protegido de ser visto desde el campamento, Ash observó que el millar de fogatas y lámparas que antes proyectaban un resplandor rojizo en el cielo se habían apagado o extinguido hacía mucho. Ahora sólo había algunos puntos de luz para mostrarle dónde se encontraba el campamento. Los necesitaría, ya que ahora estaba mucho más oscuro que al partir; las estrellas ya habían comenzado a palidecer, y aunque había un trozo de luna en el cielo, era pálida y de color limón al final de la noche, y daba muy poca luz.
La oscuridad le obligó a caminar con lentitud para no tropezar en las rocas o en los agujeros, pero esto no evitaba que su cerebro siguiera torturándose con el problema que le había impulsado a salir algunas horas antes, y que ahora llevaba de vuelta con él, sin solucionar. Al partir no le había parecido tan complicado… sólo cuestión de aclararse la mente y decidir un curso de acción. Sólo cuando comprendió que no podía renunciar a Juli, y comenzó a planear formas y medios de escaparse con ella, surgieron las enormes dificultades con que tendría que enfrentarse, y ahora volvía al campamento, y los problemas se multiplicaban con cada paso…
Si intentaban escapar juntos, seguramente les perseguirían. Y esto no era Gran Bretaña, sino Rajputana, «el País del Rey», una amalgama de estados soberanos gobernados por príncipes independientes donde la autoridad del Raj significaba poco. Los gobernantes nativos decían estar al servicio de la reina, pero, en realidad, hacían su voluntad, y su rango les protegía de cualquier persecución de la justicia. Un gobierno paternalista les proporcionaba «asesores» llamados Residentes, Comisarios y Oficiales Políticos, que decidían en cuestiones tales como con cuántas salvas se saludaría en las ceremonias oficiales. Pero en otros aspectos no intervenían en absoluto, a menos que se vieran obligados a ello, y una princesa que huía con su amante no dispondría de protección alguna.
Una vez que se propagara la noticia de su fuga, todos se volverían contra ellos y ningún Estado en toda Rajputana les concedería asilo, Así que, por el momento, lo único que podían hacer era esperar la marcha de los acontecimientos y confiar en la inspiración del momento, esperando que sucediera algo… especialmente un milagro, porque Ash comenzaba a pensar que era lo único que podría salvarlos.
«Pero ¿qué he hecho yo para merecer que suceda un milagro?», pensó Ash.
No tenía respuesta para esto; cuando media hora más tarde realmente sucedió algo, no fue el milagro que esperaba, sino una confirmación plena de todos sus temores y una prueba (si es que la necesitaba) de que los peligros que había sospechado estaban lejos de ser imaginarios.
Como todavía había poca luz, Ash debía caminar con cuidado, mirando al suelo, pues no se le había ocurrido pensar que sus movimientos interesarían a alguien, salvo a Mahdoo y a sus sirvientes, ni que podría ser atacado.
El disparo le cogió por sorpresa y, por un momento, no se dio cuenta de que él era el blanco. La bala chocó contra el lathi y se lo arrancó de la mano en el mismo instante en que escuchó el ruido; por instinto, se arrojó entre las piedras, aunque lo único que llegó a pensar es que se había interpuesto en la línea de fuego de algún cazador local que perseguía una pieza para su comida. Por eso, levantó la cabeza y gritó furiosamente en la oscuridad.
La respuesta fue un segundo disparo que pasó a menos de dos centímetros de su cabeza. Sintió silbar la bala, pero esta vez no se escuchó ruido alguno, porque, aunque el primer disparo podía haber sido accidental, el segundo ya no lo fue. Había visto el fogonazo y se dio cuenta de que el agresor se hallaba a poco más de cincuenta metros de distancia y que no podía haber dejado de oír su grito ni confundido con el de un animal herido. Y en el instante siguiente, como para confirmarlo, oyó claramente en el silencio reinante el clic metálico de un cerrojo al ser accionado.
Aquel sonido resultaba tan aterrador, que aceleró los latidos de su corazón. Pero, al mismo tiempo, le aclaró la mente y le hizo pensar con mucha más rapidez y serenidad que en los últimos días. La vacilación de las horas pasadas desapareció, y Ash se encontró evaluando la situación con tanta frialdad como si estuviera de maniobras en la llanura más allá de Mardan.
El atacante no era un budmarsh (pillo) que disparaba a un desconocido por deporte o por maldad; las balas de rifle eran demasiado valiosas para malgastadas sin tener la seguridad de contar con una recompensa, y Ash no llevaba nada que valiera la pena robar. Su atacante también sabía positivamente que su víctima no tenía armas, porque, a pesar de haber disparado confiadamente de pie, oculto, pero en modo alguno protegido por las altas hierbas, en el lugar por donde había esperado que pasara su víctima.
De pronto, Ash tuvo la certeza de esto, porque era el único lugar donde la pendiente del terreno señalaba el camino, y quien deseara tender una trampa sabía que su víctima tenía forzosamente que pasar por allí y que sólo debería esperar. Alguien estaba enterado de ello y le esperaba; incluso en la oscuridad, el disparo debía de haber sido fácil, ya que a distancia tan corta las posibilidades de fallar eran mínimas. Además, Ash se acercaba andando muy despacio y sin preocuparse de no hacer ruido, y de no haber sido por el lathi habría muerto o recibido graves heridas.
Pero el que acechaba con el arma quizás ignoraba que llevaba el lathi, y, al verlo caer, lo más probable es que supusiera que la bala había dado en el blanco y que su víctima estaba muerta o agonizando… Lo más probable esto último, así que fue un error el haber gritado. Por otra parte, muchos hombres lo hacían en el momento de ser heridos y, como no emitió ningún otro sonido, podía esperar que su agresor, al creerle muerto, se abstuviera de desperdiciar una nueva bala en un cadáver. Era la única posibilidad que tenía Ash de salvarse y debería emplearla lo mejor posible.
Su atacante no hizo el menor movimiento durante casi cinco minutos, permaneciendo completamente inmóvil, protegido por las hierbas y los matorrales. Luego, finalmente, comenzó a arrastrarse hacia delante, deslizándose con la lentitud y cautela de un felino y deteniéndose después de dar cada paso para escuchar.
Era apenas una silueta oscura contra el fondo sombrío de hierbas y matorrales, pero el cielo comenzaba ya a clarear y los objetos comenzaban a tomar forma y a revelarse como rocas y arbustos. Ash veía el cañón del rifle aún dirigido hacia él por el ángulo en que lo sostenían, supo que todavía el dedo del agresor estaba apoyado en el gatillo y que, si quería conservar la vida, no debía moverse ni siquiera respirar.
El aire había cesado al aproximarse el amanecer. Todo estaba tan tranquilo que se podía escuchar el crujido suave de la tierra seca y de las piedrecillas al ser pisadas por unos zapatos de cuero, y enseguida el ruido de la respiración del presunto asesino, rápida y entrecortada. Ahora, el agresor se encontraba a menos de un metro de distancia, la cual aún resultaba excesiva para contraatacar, pues el rifle continuaba apuntando ominosamente al cuerpo de Ash y dispuesto a hacer fuego, en esta ocasión sin posibilidad de error. El hombre continuaba inmóvil, escuchando, y hasta parecía imposible que no percibiera los latidos del corazón de su víctima, que resonaban en los oídos de Ash como los martillazos sobre un yunque. Pero, aparentemente, no los escuchaba, ya que unos momentos después se acercó y tocó con el pie al supuesto cadáver. Como este no se movió, le propinó un puntapié, esta vez con cierta violencia. Su pie estaba aún en el aire cuando una mano se cerró como un cepo alrededor de su tobillo y tiró de él salvajemente. El asesino perdió el equilibrio y cayó sobre el rifle.
El arma se disparó con un ruido ensordecedor; la bala chocó contra una roca, arrancando multitud de esquirlas, una de las cuales golpeó a Ash en la frente, y le abrió una ceja de la que manó sangre copiosamente.
De no haber sido por esto, casi con seguridad hubiese matado a su atacante, porque el puntapié le había enfurecido como nunca le sucediera en su vida y hasta borró de su mente todo lo que había aprendido sobre las reglas del boxeo. Sólo deseaba matar… o que lo mataran, aunque había muchas posibilidades de que sucediera esto último. Su agresor podía ser peligroso con un arma en la mano, pero, privado de ella, resultó muy inferior a Ash, pues no sólo era más bajo y un tanto grueso, sino que, a juzgar por sus entrecortados jadeos y la flojedad de sus músculos, su condición física era lamentable.
Sin embargo, luchó desesperadamente, con uñas y dientes, con la desesperación de una fiera acorralada, mientras los dos rodaban sobre las piedras, hasta que, haciendo un último y desesperado esfuerzo, logró zafarse y escapar. Ash intentó detenerlo, pero la sangre le cegaba y comprendió que sería imposible detenerlo.
Cuando Ash consiguió limpiarse la sangre que le impedía la visión, el asesino había desaparecido. Y aunque ahora ya se veía con claridad, resultaba difícil seguir al fugitivo a través de aquel laberinto de matorrales, arbustos y altas hierbas. Además, tampoco podía perseguirle guiándose por el ruido que haría el fugitivo al desplazarse, ya que el que él produciría ahogaría cualquier otro sonido. Por tanto, ahora sólo quedaba regresar al campamento lo más pronto posible y efectuar allí algunas averiguaciones.
Ash se vendó la herida como pudo, para contener la sangre, y luego recogió el lathi, o lo que quedaba de él, así como el arma que había abandonado el asesino. El destrozado lathi no tenía más utilidad que el constituir una prueba evidente de lo sucedido. El arma era un rifle deportivo, un arma poco corriente, del mismo modelo que el que él poseía. Por tanto, no sería difícil localizar a su dueño. En el campamento no podía haber muchas personas que poseyeran armas de esta clase, tampoco creía que su dueño fuese tan estúpido como para emplearla en un acto e este tipo, ni confiarla a un sirviente o a alguien en quien no tuviera absoluta confianza.
Ash no dudaba de que el dueño del arma había venido del campamento, y el rifle debía probarlo. Pero le preocupaba descubrir que tenía un enemigo que no sólo estaba dispuesto a matarle, sino que con ese propósito le había estado vigilando tan de cerca que, cuando decidió salir a dar un paseo nocturno aquella noche, encontró la oportunidad de poner en práctica un plan que probablemente había decidido mucho tiempo antes: la muerte del capitán Ashton Pelham-Martyn.
Curiosamente, hasta ahora no se le había ocurrido preguntarse quién sería el individuo que trataba de matarle. Pero todo el desagradable incidente, desde el primer disparo hasta el momento en que su atacante logró zafarse y escapar, apenas duró de diez a quince minutos y durante ese tiempo Ash tuvo cosas más urgentes en qué pensar que en la identidad de su agresor. Pero este hecho resultaba de importancia vital. Al recordar sus propios actos durante los últimos dos meses, Ash se preguntó por qué no se le había ocurrido antes que podía tener un enemigo en el campamento, cuando la persona o personas que habían intentado asesinar a Jhoti aún debían de estar allí, y, muy probablemente, le odiarían por haber intentado evitar la muerte del pequeño príncipe y por los esfuerzos que había realizado posteriormente para vigilar al chico. Luego, además, estaba Juli…
No era improbable que otras personas, además de la anciana dai, Geeta, se hubiesen enterado de las visitas de Juli a su tienda, y en tal caso podía considerarse una cuestión de honor matarlo, puesto que se supondría que la había seducido. Además, siempre existía la posibilidad de que alguien, quizá Biju-Ram… hubiese logrado encontrar una relación a través de los guías, con Zarin y Koda-Dad, y, a partir de ellos, con el Hawa-Mahal, y hubiese reconocido al que en otro tiempo fuera sirviente del fallecido yuveraj de Gulkote: el pequeño Ashok.
Ash consideró esta hipótesis y la descartó por inverosímil. Ya nadie se acordaba de eso, y como Lalji y Janoo-Rani habían muerto, no quedaba nadie en el Estado que llevaba el nuevo nombre de Karidkote, que pudiese obtener algún beneficio con su muerte, o que siquiera lo recordara. Sin embargo, después de descartar eso, resultaba evidente que había varias razones que explicaran que pudiese tener un enemigo en el campamento; al darse cuenta de que quizás habría más de uno, Ash se preocupó especialmente durante el resto del camino de regreso de mantenerse alejado de las rocas, arbustos o repliegues del terreno que pudieran ocultar a un hombre, y se juró que jamás volvería a salir del campamento sin llevar armas.
La luz del amanecer bañaba la llanura cuando llegó a su tienda, donde encontró a Mahdoo roncando tranquilamente, pero no se movió cuando Ash pasó sobre él. La lámpara que colgaba del palo principal de la tienda se había apagado, pero ahora ya no era necesaria, pues había luz suficiente. Así que Ash dejó el rifle y el lathi roto bajo su cama, se quitó los zapatos y la chaqueta y se tendió en el catre, donde se quedó dormido de inmediato.
Le pareció que no era necesario despertar a Mahdoo, aunque tampoco se le ocurrió pensar que le hubiese dado el mayor susto de su vida, porque todavía no se había visto la cara en un espejo y no tenía idea del aspecto que ofrecía. Mahdoo se despertó media hora más tarde y entró en la tienda para ver si el sahib había regresado; durante un momento de verdadera pesadilla, pensó que estaba mirando un cadáver y faltó muy poco para que sufriera un ataque cardíaco.
Tranquilizado por la respiración acompasada de Ash, salió a buscar a Gul Baz, quien acudió a la carrera. Tras un breve examen, declaró que no había motivo para alarmarse demasiado, que el sahib no estaba malherido.
—Creo que no ha sido más que una pelea —observó Gul Baz en tono tranquilizador—. Esas señales que tiene en las mejillas son arañazos o rasguños producidos por las piedras. Además, no hay mucha sangre en la tela con que se vendó la frente, y duerme tranquilamente. Será mejor no despertarlo; más tarde le pondremos un trozo de carne fresca sobre el ojo para reducir la hinchazón.
Las heridas que sufría Ash fueron curadas con remedios caseros, pues eran superficiales. Así que unos días más tarde, no quedaban más huellas de lo sucedido que un tinte amoratado alrededor del ojo y una pequeña cicatriz en la frente que cualquiera hubiese confundido con una arruga prematura. Pero, por muy pronto que desaparecieran, las señales estaban allí para recordárselo, y el hombre que había luchado con él debía presentar otras similares, lo cual permitiría fácilmente su identificación.
Sin embargo, no resultó tan sencillo, porque Ash había olvidado un hecho primordial: que en un campamento tan grande como aquel, muchos hombres sufrían heridas diariamente: unas a causa de accidentes fortuitos y otras debidas a peleas entre ellos, fruto de simples discusiones que degeneraban en verdaderas riñas.
—Si sólo hubiera cien hombres en el campamento, la tarea sería sencilla —comentó Mulraj—. Pero hay varios miles. Y aun en el caso de que encontráramos al culpable, tendría cien testigos que declararían que la historia que nos contara era la pura verdad, y hasta estarían dispuestos a jurar que se las produjo fortuitamente. ¿Y cómo íbamos a probar que mentían?
Lo único que pudo demostrarse sin dificultad fue quién era el dueño del rifle, porque se trata de un modelo deportivo, un «Westley Richards», capaz de proporcionar una gran precisión a una distancia de trescientos cincuenta metros. Ash estaba firmemente convencido de que en el campamento había pocas armas como aquella, en lo cual tenía razón: sólo había una, la suya.
Descubrir que casi le habían asesinado con su propio rifle, le trastornó aún más que el intento en sí. La impertinencia colosal del hecho unía el insulto al delito, por lo que Ash se prometió que, cuando localizara al autor, le propinaría la mayor paliza de su vida. Pero el que el arma hubiese sido arrebatada de su tienda, sin que Mahdoo se hubiera dado cuenta, ponía de relieve un aspecto peligroso de la cuestión: que Ash disponía de poca o ninguna protección contra un asesino en potencia y probaba, además, lo que ya sospechaba: que una persona, o varias, habían estado vigilándole de cerca desde hacía tiempo.
Evidentemente, su agresor le había visto salir solo la noche anterior, sin armas, si se descontaba el lathi, y había escuchado que pensaba pasar varias horas fuera, siendo tan sagaz como para darse cuenta de la excelente oportunidad que se le ofrecía para asesinarlo. Lógicamente, había visto retirarse a los sirvientes y cómo el anciano Mahdoo se situaba en la puerta de la tienda para vigilar, por lo que, una vez que el anciano se quedó dormido, le fue fácil deslizarse por debajo de la tela de la tienda e introducirse dentro. Lo más seguro es que la lámpara estuviera encendida, pero con la llama baja, con lo cual dispondría de luz suficiente para moverse sin formar ruido y apoderarse del rifle. Una vez en posesión del arma, sólo tuvo que escapar de la misma manera que había entrado. Después seria sencillo seguir los pasos de Ash y esperarlo entre los matorrales, en un lugar donde tenía la plena seguridad de que su víctima pasaría más pronto o más tarde.
De nuevo se le ocurrió preguntarse cuántas personas habrían visto a Juli visitar su tienda. Esta idea le hizo sentir un escalofrío de temor e ira al mismo tiempo y una aprensión insoportable. Si el intento de asesinarle estaba relacionado con las visitas de Juli, había cometido un enorme error al mencionarlo y, más aún, a comentarlo con Mahdoo, Gul Baz y Mulraj, así como hacer especulaciones con ellos sobre las posibles causas o motivos del hecho. Debió haber silenciado el asunto y haber contado alguna historia creíble, como una caída en la oscuridad o algo parecido.
Pero en aquellos momentos cruciales no estaba en condiciones de pensar en todo esto, ni siquiera considerar la posibilidad de engañar a sus amigos. Máxime cuando, al despertar tras varias horas de profunda modorra, encontró a Mulraj mirándole con aspecto preocupado, mientras Mahdoo y Gul Baz se removían inquietos detrás de aquel. Simplemente, les contó lo sucedido, sin pensar en otra cosa luego, cuando se vio la cara en un espejo, sólo se le ocurrió decirles que averiguaran quién presentaba marcas similares entre los hombres del campamento. Un individuo de mediana estatura y que fuese un buen tirador…
Cuando Ash se volvía hacia la cama con la intención de tomar el rifle, Gul Baz sugirió que buscaría entre las dhobis, por si alguna recordaba haber lavado ropa muy destrozada y manchada de sangre. Ash consideró acertada la idea, pero esto le recordó que él también necesitaba un buen baño. Aparte de esto, como ya era media tarde y no había comido nada desde la noche anterior, les pidió algunos alimentos.
Los dos sirvientes se apresuraron a traerle comida. En aquel momento, un bheesti comenzó a verter agua en la bañera, lo que motivó que, cuando Ash sacó el rifle de debajo de la cama, ni siquiera tuviera tiempo de echarle un vistazo. Así que se lo entregó a Mulraj sin más comentarios. Continuó hablando con sus amigos desde el otro lado de la cortina de separación de la tienda, mientras se bañaba y afeitaba.
Mulraj manifestó que efectivamente podía haber armas como aquella en el campamento y que no sería difícil localizar a su dueño.
—Porque es del mismo tipo que el que empleas para cazar gamos. Un rifle angrezi —explicó Mulraj, y volvió a dejar el arma debajo de la cama.
Quedó mucho más impresionado al inspeccionar el lathi. Tras su breve examen, declaró que realmente el sahib tenía muy buena suerte porque la bala había golpeado contra uno de los estrechos aros de hierro que reforzaban la caña de bambú, con tal fuerza que, a pesar de que la bala salió rebotada, el aro de hierro quedó casi aplastado y el bambú reducido a pulpa.
—Sin duda los dioses estuvieron anoche de tu lado —comentó Mulraj pensativamente.
Acto seguido, se marchó, tras prometer que haría algunas averiguaciones por su cuenta. Sólo una hora después, una vez que Ash se hubo vestido y dado cuenta de una abundante comida, efectuaron una revisión cuidadosa del rifle, que reveló a quién pertenecía, pero entonces ya era demasiado tarde para rectificar.
No podía decir a Mulraj, ni siquiera a Mahdoo que había cambiado de idea y que ya no deseaba que le ayudaran a buscar al hombre que había intentado asesinarle, pues ellos desearían saber por qué; no podía confesarles la verdad, ya que en tal caso temía que ellos descubrieran al verdadero motivo… un motivo para asesinarlo que no tenía nada que ver con Jhoti (ni siquiera con el hecho de que él, el Sahib Pelham, había sido en otro tiempo un chico llamado Ashok), sino que sólo se refería a la Rajkumari Anjuli-Bai y al honor de las Casas Reales de Karidkote y Bhithor. Representó un verdadero alivio oír decir a Mahdoo y Mulraj que era imposible encontrar a un hombre con arañazos y hematomas en un campamento donde había cerca de ocho mil personas y que la tarea era como buscar una aguja en un pajar. Luego, más tarde, regresó Gul Baz con la noticia de que las dhobis recibían tantas ropas destrozadas y manchadas durante el día que resultaba imposible recordar nada sobre una ropa determinada.
Todas las investigaciones, por muy cuidadosamente que se llevaran a cabo sin duda alguna despertarían curiosidad, por lo que Ash se sentía contento de no haber entregado a Gul Baz una prueba que sin duda las dhobi habrían reconocido de inmediato. Realmente, él no se había dado cuenta, o no lo hizo hasta mucho después, de que el trozo de tela que había utilizado como venda no era suya sino que pertenecía a su nocturno agresor: se trataba de un trozo de la pechera de la camisa, que el hombre dejó en sus manos cuando se libró de él y escapó.
Seguramente, se lo ató alrededor de la frente de un modo mecánico y no volvió a verlo hasta que encontró la tela al lado del rifle; en aquellos momentos se sintió satisfecho de que nadie más se hubiera interesado por aquel trozo de tela, una mezcla de algodón y seda, tejida a mano, de dos tonos de gris, y que representaba una prueba muy valiosa y una pista excelente para localizar a su enemigo. Así que lo más conveniente era que pocas personas se enteraran de su existencia.
A partir de ahora, no hablaría de nuevas pistas; con suerte, la investigación que había puesto en marcha quedaría reducida a simples especulaciones y el asunto sería olvidado. Claro que él no lo olvidaría, como tampoco dejaría de intentar averiguar la identidad del hombre que trató de asesinarle. Pero lo haría sin ayuda de nadie.
Había algo que el incidente contribuyó a materializar: tenía que decidirse con respecto a Juli, pues su vida y la de ella estaban en inminente peligro.
Ash no ignoraba los riesgos que creaba su posición en el campamento, pues, a diferencia de muchos de sus compatriotas de ambos sexos, quienes ya habían olvidado las lecciones del famoso Levantamiento, él sabía que la India sentía poco afecto por el Raj. La India siempre había respetado la fuerza y aceptaba las realidades del poder e incluso estaba dispuesta a tolerar y disfrutar de una situación que, por el momento, le convenía.
Como único representante de la autoridad del Raj y en su condición de único europeo en el campamento, la posición de Ash era necesariamente un tanto precaria, por lo cual había tomado ciertas precauciones para protegerse de un ataque. La situación de la tienda, por ejemplo, así como la posición de esta con respecto a la de sus sirvientes y los caballos; el hecho de que dormía con un revólver debajo de la almohada y un cuchillo afgano sobre la mesa que había junto a su cama. Una vez que la tienda quedaba instalada, siempre estaba de guardia alguno de sus sirvientes, a menos que él se encontrara en ella.
Sin embargo, a pesar de todas estas precauciones, alguien había entrado en la tienda y se había llevado el rifle. Asimismo, le habían sometido a vigilancia y tendido una emboscada con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un niño o un anciano. Pensaba que debía ser mucho más cuidadoso en el futuro, aunque comprendía que su enemigo siempre estaría en ventaja, ya que podía elegir el mejor momento, mientras que él, la víctima, aunque estuviese advertido, no podía estar continuamente en guardia y sospechando de cuantos le rodeaban. Más pronto o más tarde, llegaría un momento en que se confiaría y entonces…
Ash no sólo tenía ante sí la imagen de su propio cuerpo yacente y malherido en el suelo, sino también la del cuerpo de Juli. Y sabía que no podía llevarla a la muerte. No debía hacer nada para evitar que se casara con el Rana, y quizá, después de todo, ella encontraría alguna clase de felicidad… en la maternidad, aunque no en otra cosa, por más que este pensamiento clavaba un nuevo puñal en el corazón de Ash. Pero imaginar a Juli muerta era infinitamente peor; y al menos en Bhithor estaría con Shushila, y como Rani, aun como Rani segunda, poseería una cierta influencia y considerable prestigio y viviría cómodamente rodeada de doncellas y sirvientas. Su vida podía ser soportable, y aunque al principio echaría de menos las montañas, el recuerdo de estas desaparecería y hasta llegaría a olvidar la torre del Pavo Real y el balcón de la Reina. Y a Ashok.
Juli aceptaría su destino y lo soportaría sin quejarse. Y en el peor de los casos, sería mejor que la muerte, porque en tanto se está vivo, hay esperanza, aunque sólo fuera lo que Wally llamaría «una esperanza de luchar», una esperanza de poder torcer el destino para obtener sus propios fines, de extraer algo de lo imposible, una posibilidad de que la vida adquiriera de repente un aspecto inesperado, y el desastre se convirtiera en victoria. Pero morir y ser enterrada, o quemada… Eso era para los ancianos, no para alguien joven, fuerte y hermosa, como Juli. Pero si ella huía con Ash ahora, la muerte les alcanzaría muy pronto.
Deberían haber huido antes, mientras estaban aún en la India Británica… Pero ahora era demasiado tarde para pensarlo, y aunque lo hubieran hecho, sólo habría significado postergar lo inevitable un poco más. Ash no había olvidado que los asesinos a sueldo de la nautch le habían perseguido una vez por todo el Punjab, donde había tropas británicas en una docena de acantonamientos y un cuartel de policía en cada pueblo, y sabía que sin duda lo habrían atrapado finalmente si los Guías y el coronel Anderson no lo hubiesen transformado en un sahib y lo hubieran sacado del país.
Habría sido mucho más fácil encontrar a Juli que al pequeño sirviente que él había sido, y ¿qué posibilidades tendría de escapar sin peligro del país si él ya estaba arrestado? Habría interminables demoras, y mientras los funcionarios discutían y enredaban Nandu actuaría… Al menos de eso estaba seguro, ya que en las historias que Ash oía sobre el nuevo gobernante de Karidkote no había nada que sugiriera que permitiría a su medio hermana caer en desgracia de esta manera sin actuar de inmediato para limpiar la mancha. Y si Nandu tardaba en ejercer su venganza, el Rana se encargaría de hacerla de inmediato.
Con la India británica o sin ella, perseguirían a Juli tan implacablemente como una manada de lobos, y mucho antes de que Ash pudiera conseguir que saliera del país, la habrían atrapado para matarla.
¿La muerte, o el Rana? Nunca sabría qué habría preferido Juli. O si le amaba lo suficiente como para preferir la muerte, o seguía considerándolo su hermano favorito. Pero, en cualquiera de los dos casos, él la habría perdido.
Ash apoyó la cabeza en los brazos y permaneció sentado, inmóvil durante largo tiempo, mirando hacia un futuro negro y carente de todo significado. Aquella noche no se unió al grupo para dar el acostumbrado paseo a caballo, sino que se excusó por motivos de trabajo.
Cuando por segunda vez no se unió al grupo para la cabalgada nocturna, los paseos fueron suspendidos, Shushila lo mandó buscar varias veces, invitándolo a la tienda durbar, pero Ash contestó que le dolía la cabeza y no fue. Sabía que no podía apartarse completamente del círculo de las princesas, pero era preferible fingir enfermedad y estar agobiado de trabajo o aun arriesgarse a ofenderles con su hostilidad, más que ver demasiado a Juli.
Cuanto menos se vieran, mejor para ambos, en especial para ella, si el intento de asesinar a Ash había sido a causa de Juli. Pero ahora él ya no esperaba con ansiedad a los paseos nocturnos y los días le parecían interminables y el trabajo en el campamento una carga intolerable; cada vez se le hacía más difícil mantener la calma y escuchar con paciencia las innumerables quejas que le llegaban diariamente y que debía resolver. Porque, aunque Mulraj y sus oficiales y jefes más ancianos, como Kaka-ji Rao, administraban justicia en el campamento, Ash había llegado a ser considerado como magistrado supremo de apelación, por lo que le llegaban demasiados casos para que los juzgara.
Los hombres reñían y se agredían, robaban, mentían y hacían trampas. Contraían deudas que no pagaban, o se acusaban unos a otros de una serie de crímenes que iban desde el asesinato hasta robar en el peso en los tenderetes de venta de alimentos. Ash pasaba muchas horas mirando con rostro atento al acusador y al acusado, que presentaban testigos y hablaban interminablemente. Y con frecuencia se daba cuenta de que no había oído una palabra de lo que le decían y no tenía idea de por qué era la discusión. Entonces volvían a repetírselo, o, más frecuentemente, dejaba el caso «para decidir después» y pasaba al siguiente… y a menudo de este tampoco oía mucho.
El esfuerzo por no pensar en sus asuntos personales parecía afectar su capacidad de pensar sobre cualquier cosa, aunque tal vez la fatiga tuvo mucho que ver con ello. Dormía mal y siempre estaba cansado, y el clima no le ayudaba, porque cada día era más caluroso, y ya había comenzado a soplar el louh, el viento abrasador que azota a Rajputana cuando termina el tiempo frío y absorbe la humedad de los estanques y las plantas y de los cuerpos de los hombres. Más tarde, cuando los ríos disminuyeron su caudal y la tierra estaba reseca por el calor, estallaban trombas terrestres: nubes densas, marrones, asfixiantes, que ocultaban el sol y que convertían al mediodía en noche; y aunque la estación para estas tormentas en realidad no había llegado, la perspectiva daba a Ash otra razón para pedir que se apresuraran. Sin embargo, en tales circunstancias, cualquier intento para apresurar la marcha era una pérdida de energías, ya que la caravana no podía viajar durante todo el día, sino que se movía solamente en las primeras horas de la mañana. A pesar de ello, por más lentamente que avanzaran, cada día de marcha les llevaba inexorablemente más cerca de la frontera con Bhithor, y pronto habrían llegado al final del viaje.
Para Ash nunca sería demasiado pronto, a pesar de que una vez había deseado que no terminara nunca; pero ahora deseaba llegar rápidamente a su meta. Las incomodidades físicas de la marcha eran suficientes como para poner a cualquiera de mal humor, pero, combinadas con el agudo sufrimiento mental y los problemas cada vez mayores del campamento, llegaban al límite de lo intolerable.
Aparte de todo esto, ahora sufría una desagradable sensación de inseguridad, porque sólo tres días después del ataque que sufriera, otra vez penetraron en su tienda, esta vez a plena luz del día, la primera vez que el campamento se puso en marcha antes del amanecer para protegerse del calor, y se detuvo cuando el sol estaba en el cenit.
Como de costumbre, la tienda de Ash fue montada bajo un árbol en la periferia del campamento, y las de sus sirvientes, en un semicírculo un poco más atrás. La hierba de mediana altura fue cortada o aplastada en veinte metros a la redonda para asegurarse de que nadie pudiera acercarse sin ser visto; sin embargo, en algún momento durante las horas más calurosas del día alguien entró en la tienda.
En esos momentos, por lo menos dos de los hombres de Ash estaban de vigilancia, sentados a la sombra de un neem al borde de un claro desde donde podían observar la tienda. Pero no era sorprendente que nadie hubiera sospechado nada: los hombres estaban levantados desde las cuatro de la mañana, y después de comer estaban abotagados y se amodorraron a causa del calor y el viento abrasador. Los dos se adormecían a veces, seguros de que su mera presencia alejaría a cualquier intruso, y no pudieron oír ningún ruido extraño, porque todo quedaba ahogado por los secos crujidos de las hojas de los árboles y las ramas de los arbustos.
Ash estaba ocupado en otro lugar y al volver encontró sus cosas en completo desorden: las cerraduras de los cajones forzadas y el contenido esparcido por el suelo. Hasta habían quitado las ropas de la cama y toda la tienda mostraba señales de haber sido registrada con gran prisa, pero tan concienzudamente que Ash se inquietó. Todos los muebles habían sido movidos de su lugar y la alfombra enrollada para ver si había algo enterrado en el suelo debajo de ella. El colchón había sido rasgado con un cuchillo, y habían quitado las fundas de las almohadas. Pero la búsqueda resultó infructuosa, ya que, aparte de algunas monedas de poco valor, no había dinero ni armas de fuego en la tienda, porque Ash había tomado la costumbre de llevar siempre consigo un revólver, y había entregado las dos cajas con dinero, el rifle, la escopeta y sus municiones a Mahdoo, quien las había escondido en un fardo que agregó a su propio equipaje.
La única circunstancia tranquilizadora (si podía llamársela así) era el hecho de que la meticulosidad de la búsqueda parecía indicar que el ladrón buscaba dinero, y que, por tanto no era el mismo que anteriormente le había robado el rifle. Era mejor que preguntarse si, una vez más, una de sus propias armas iba a ser usada contra él y por qué. ¿Para hacer que un asesinato pareciera un suicidio? ¿…O porque la sospecha recaería naturalmente en uno de sus sirvientes si lo encontraban muerto con su propia arma?
Esto último parecía la explicación más plausible, ya que en todo el campamento se sabía que la tienda del sahib se montaba aparte y que no era fácil aproximarse a ella sin ser visto. El único interrogante era saber cuál de los sirvientes del sahib sería el asesino.
A Ash le habría gustado hablar de esto con Mulraj, y, si hubiera estado seguro de que el ladrón sólo buscaba dinero, lo habría hecho, con lo cual se hubiese tranquilizado un tanto. Pero no estaba seguro, y, por tanto, se calló. Dijo a Mahdoo y a Gul Baz que no deseaba hablar del asunto. Gul Baz ordenó la tienda sin ayuda de nadie, y más tarde confió a Mahdoo que cuanto antes terminaran con aquel asunto y pudieran volver a Rawalpindi, mejor.
—Ya he tenido bastante de Rajputana —declaró Gul Baz—. Sobre todo de este campamento. Aquí hay algo que no entiendo: algo malo que amenaza al sahib y quizás a otros también. Roguemos por que podamos separamos de esta gente de Karidkote y volver nuestros rostros hacia el Norte antes de que nos suceda una desgracia.
En la mente de Ash reinaban pensamientos similares, pero con una diferencia, porque se hacía pocas ilusiones sobre sí mismo y sabía que debía rogar por que no perdiera la paciencia y el control de sí mismo.
Antes del amanecer, hombres y animales se despertaban de mala gana. Ash montaba cansadamente y salía a disponer lo necesario para que el campamento se pusiera en marcha.
Ya no faltaba mucho para llegar a Bhithor. Ahora atravesaban un territorio menos llano; la región estaba cubierta de colinas, desprovista de vegetación, con laderas resbaladizas y promontorios rocosos. Era posible avanzar a pie sin gran dificultad, con lo cual se ahorrarían muchos kilómetros, pero resultaba imposible hacerlo en carruaje. El campamento debía evitar estas zonas y seguir un camino serpenteante por los amplios valles que había entre las colinas. Era una forma fatigosa de avanzar, por lo que cuando por fin llegaron a un lugar comparativamente abierto, nadie se sorprendió de que la novia más joven exigiera un descanso de por lo menos tres días, anunciando que, si no se le concedía, se negaría a dar un paso más. Dijo que se daba cuenta de que pronto llegarían a las fronteras de Bhithor, pero no tenía intención de entrar en su nuevo país enferma de agotamiento, y a menos que se le permitieran algunas noches de sueño ininterrumpido, realmente enfermaría.
El lugar en que debieron acampar era inmejorable. Ash no encontró a nadie que le apoyara cuando expresó su deseo de seguir adelante.
—¿Qué importan unos pocos días? —preguntó Kaka-ji abanicándose—. No hay necesidad de apresurarse y todos nos beneficiaremos con un breve descanso. ¡Sí, hasta usted, sahib! Porque me temo que usted no está muy bien estos días. Lo veo mucho más delgado, apagado, ya no se ríe ni conversa ni sale a cabalgar con nosotros como antes. No, no… —Levantó una mano para acallar las disculpas de Ash—. Es el calor. El calor y este viento abrasador. Todos los sufrimos. Usted y Mulraj que son fuertes, y yo, que soy viejo, y Jhoti, que es joven… y que quiere hacerme creer que es el calor y no el exceso de golosinas lo que le ha provocado ese dolor de estómago. También Shushila, que siempre ha sido de naturaleza enfermiza, aunque creo que ahora sufre por el miedo. Shu-shu tiene miedo del futuro, y ahora que estamos tan cerca de Bhithor le gustaría retrasar la llegada, aunque sólo fuera por un día o dos.
—Es todo culpa suya, sahib —comentó Mulraj encogiéndose de hombros. En su voz había un tono poco habitual y no demostraba simpatía—. Usted conoce a Shushila-Bai; si hubiera tenido diversión y ocupaciones habría pensado menos en el futuro… y hubiese soportado mejor el calor.
—He estado muy atareado —comenzó Ash—. Tuve tantas cosas que… —Se interrumpió bruscamente y frunció el ceño—: ¿Qué sucede con Jhoti? ¿Por qué no vino más?
—En primer lugar, supongo que porque usted tampoco fue más a verlo. Y desde que se puso enfermo no ha podido venir.
—¿Está enfermo? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo dijeron?
Mulraj arqueó las cejas y, por un momento, se quedó mirándolo con asombro; luego entrecerró los ojos y respondió lentamente:
—Ya veo, usted ni siquiera escuchaba. Debí haberme dado cuenta cuando no me preguntó por él ni trató de verlo.
Su voz había cambiado y ya no sonaba desagradable:
—Se lo dije hace cuatro días, y hablé otra vez de ello a la mañana siguiente. Como usted no replicó, sino que sólo asintió con la cabeza, pensé que ya no deseaba que le molestaran con esas cosas. Debí haberme dado cuenta. ¿Qué le sucede, sahib?, últimamente no parece el mismo. Desde que le atacaron. No es agradable saber que alguien vigila y espera la oportunidad de meterle a uno una bala en la cabeza o un cuchillo en la espalda; lo sé muy bien. ¿Es eso, sahib? ¿O es otra cosa lo que le preocupa? Dígame si puedo ayudarle.
Ash se sonrojó y declaró apresuradamente:
—Lo sé. Pero no es nada, sólo la temperatura, y eso no puede cambiarse. Ahora háblame de Jhoti. Kaka-ji Rao dice que no soporta el calor.
—No es el calor —respondió Mulraj con tono irónico—. Datura… O eso creo. Aunque no se puede estar seguro.
La datura es una planta silvestre que crece en muchas regiones de la India aunque muy especialmente en el Sur. Es blanca, con flores como las del lirio, de dulce perfume y muy hermosas. Pero su semilla, que es redonda y verde, se conoce como la «manzana de la muerte», porque es sumamente venenosa, y, como es muy fácil de obtener, ha sido usada durante siglos como método rápido para liberarse de maridos, esposas o parientes ancianos poco deseados. Es uno de los venenos más comunes, que puede convertirse en polvo y mezclarse con cualquier comida (aunque el pan es la habitualmente elegida) y la muerte sobreviene de forma rápida o lenta según la dosis que se ha tomado. Según Mulraj, Jhoti debía de haber ingerido gran cantidad, porque vomitó la mayor parte, y por eso se salvó. Fue trasladado a la tienda de sus hermanas, donde se reponía rápidamente con los cuidados de la dai, Geeta…
—Pero ¿dónde estaba? —preguntó Ash—. ¿Dónde lo habían puesto? ¿Han interrogado al khansamah y al resto de sus sirvientes? Sin duda toda su gente come la misma comida, ¿verdad? No puede ser el único que haya enfermado.
Pero, al parecer, así era. El veneno, explicó Mulraj, seguramente estaba en unos jellabis, unos dulces fritos que a Jhoti le gustaban mucho y que encontró en su tienda. Afortunadamente, se los comió todos: más que suficientes para producir una indigestión a cualquier chico sin necesidad de que contuvieran ingredientes siniestros. También fue una suerte que uno de sus sirvientes, alarmado al verlo vomitar tanto, corriera de inmediato a buscar a Gobind en lugar de perder la cabeza como los demás.
—¿Gobind dijo que era datura? —preguntó Ash.
Mulraj hizo un gesto negativo.
—No. Sólo que podía serlo. Sus servidores dijeron que lo que le provocó los vómitos fue la excesiva cantidad de golosinas que comió.
Aparentemente, Gobind no estaba seguro de eso. Aunque de momento no manifestó sus sospechas, trató al chico como si estuviera envenenado e investigó entre los sirvientes de dónde habían venido las golosinas. Pero, como dijo más tarde Mulraj, aunque los jellabis no hubieran contenido nada malo y sólo hubiesen sido dejados allí por alguien que quería al niño y sólo deseaba darle una pequeña sorpresa para complacerlo, el solo hecho de que le hubiesen perjudicado haría que nadie confesara que sabía algo de ellas. Por tanto, no se sorprendió cuando se confirmaron sus sospechas.
—Pero alguien debe de haber visto al chico mientras las comía. ¿Gobind preguntó sobre eso?
—Por supuesto. Pero los que lo vieron pensaron (o al menos eso dijeron) que el Rajkumar había traído los jellabis él mismo. Y a mí sólo me dijo que, en su opinión, el chico había sido envenenado probablemente con datura y que, de no haber sido tan glotón quizás habría muerto. Que el exceso de grasa que contenían los dulces, pudo haber formado una capa protectora en el estómago y evitado que el veneno se absorbiera demasiado pronto, y que la mezcla de grasa y azúcar fue lo que le provocó los vómitos, con lo cual expulsó el veneno, si lo había: eso es lo que piensa Gobind, aunque dice que sería difícil probarlo. Después de hablar con él, indiqué que Jhoti fuese atendido por sus hermanas. La mayor es una mujer sensata, y esto da a Shushila-Bai algo en qué ocuparse aparte del calor y sus propios problemas.
Ash replicó:
—Pero hay un vigilante en la tienda del chico. ¿Cómo pudo alguien…? —y se interrumpió recordando que también lo había en su propia tienda, y, sin embargo, dos veces un desconocido había entrado en ella sin ser visto. Se pasó una mano por los cabellos, preocupado y furioso, y dijo:
—Te dije que debíamos haber denunciado el primer intento de matar al chico, para que el responsable se enterara de que lo sabíamos y tuviera miedo de intentarlo otra vez. Pero no quisiste, y ahora mira lo que ha sucedido. Lo han intentado nuevamente. Esta vez deberías habérselo contado a todo el mundo.
—Se lo conté a usted, sahib —observó secamente Mulraj—. Pero, al parecer usted estaba pensando en otra cosa y no me oyó.
Ash no respondió, porque sabía que últimamente en muchas ocasiones, abrumado por el cansancio, sólo fingía escuchar sin retener una sola palabra de lo que se le decía. Esto no le preocupaba demasiado, pues estaba seguro de que si le mencionaban algo verdaderamente importante sin duda lo recordaría. Y de no recordarlo, significaría que el tema carecía de interés; sin embargo, Mulraj le había hablado de Jhoti y él no se enteró de una palabra. ¿Cuántas cosas más habría pasado por alto…? ¿Cuántas otras personas le habrían contado cosas sin que llegara a enterarse de ellas, mientras cumplía con sus obligaciones como en medio de una niebla, tratando de no pensar en sus propios problemas, no pensando en nada, e imaginando que estaba haciendo un trabajo útil?
Mulraj, al observarlo, advirtió por primera vez que Ash estaba mucho más delgado, no sólo más delgado, sino que parecía más viejo… Algo que Kaka-ji había advertido ya antes, y comentado. Pero Mulraj, como Ash, tenía otras cosas en qué pensar.
—Perdóneme —dijo Mulraj en tono de arrepentimiento—. No debí decir eso.
—¡Lo merezco! —admitió Ash, apenado—. Soy yo quien debe disculparse. Me he estado comportando como… como George.
—¿George? —Mulraj parecía desconcertado—. ¿Quién es George?
—Ah… alguien que conocí. Dramatizaba mucho. Es una mala costumbre. Bien, ¿qué haremos con Jhoti?