17

Ash no volvió en sí hasta pasado bastante tiempo. Y tuvo suerte, porque, además de recibir gran número de golpes y heridas cortantes, sufrió fractura de una vértebra y luxación de varias costillas y de una muñeca. En esas circunstancias, un viaje de más de cuatro kilómetros en carreta de bueyes habría sido tan penoso como la reducción de las fracturas sin anestesia. Afortunadamente, pasó ambas torturas inconsciente.

Fue aún más afortunado que Kaka-ji Rao ofreciera los servicios de su hakim personal, porque Ash había sido puesto en manos del médico personal de las Rajkumaris, cuyos servicios fueron ofrecidos por Shushila-Bai, y este médico sólo recurría a hierbas y encantamientos. Gobind, el hakim de Kaka-ji Rao, actuó con eficacia; sabía lo que hacía y pocos de sus colegas europeos habrían procedido mejor. Ayudado por Mahdoo, Gul Baz y una de las doncellas de la Rajkumari Anjuli, Geeta, que era una dai (enfermera) notable, ayudó a su paciente a salir de dos días con sus noches de fiebre alta que siguieron al período de inconsciencia, que en sí no fue poco, porque el enfermo se retorcía y gemía y era necesario contenerlo por la fuerza para que no se lesionara más.

Ash no se dio mucha cuenta de lo que sucedió en aquellos días, pero recordó haber oído preguntar a alguien:

—¿Se morirá?

Y al abrir los ojos vio a una mujer situada entre él y la lámpara. Era una silueta oscura a contraluz. Ash miró una cara que no veía bien y murmuró:

—Perdóname, Juli. No quise ofenderte. Es que yo…

Pero se le trabó la lengua y ya no sabía qué quería decir, ni a quién. Y, de todas maneras, la mujer ya no estaba allí; Ash tenía ante sus ojos la luz desnuda que le deslumbraba y volvió a perder el conocimiento.

La fiebre desapareció y Ash durmió todo el día, cuando despertó, era nuevamente de noche y la lámpara estaba velada por algo que proyectaba rayas de sombra sobre la cama. Ash se preguntó por qué no la habría apagado, y aún meditaba sobre este hecho trivial cuando descubrió que tenía la boca seca como la arena y tenía mucha sed, pero cuando intentó moverse le acometió un dolor tan agudo que le arrancó un gemido. La franja de sombra que atravesaba la parte superior de su cama se movió al instante.

—Quieto, muchacho —dijo Mahdoo con suavidad—. Estoy aquí, quédate quieto, hijo mío.

El anciano hablaba con la voz de un adulto que tranquiliza a un niño cuando este se despierta de una pesadilla. Ash lo miró, fascinado por el tono y por la presencia de Mahdoo en su tienda a esas horas.

—Qué diablos… ¿Qué haces aquí, cha-cha-ji?

El sonido de su propia voz le sorprendió tanto como el de la de Mahdoo, porque era apenas un ronquido sordo. Pero la expresión de Mahdoo cambió sorprendentemente, alzó los brazos y gritó:

—¡Gracias a Alá! Me reconoce. Gul Baz… Gul Baz… ve a decirle al hakim que el sahib está despierto y en su sano juicio. Rápido. Gracias a Alá, el Misericordioso, el Compasivo…

Las lágrimas rodaban por las mejillas del anciano y brillaban a la luz de la lámpara. Ash dijo débilmente:

—No seas tonto, Cha-cha. Por supuesto que te reconozco. Por favor deja de decir estupideces y dame algo de beber.

Pero fue Gobind Dass, a quien despertaron bruscamente, quien le dio de beber. Seguramente la bebida contenía una droga, porque Ash volvió a dormirse, y sólo se despertó por tercera vez a últimas horas de la tarde.

La entrada de la tienda estaba abierta, y se veía el sol poniente y las largas sombras, y a lo lejos, la llanura polvorienta, ya teñida de rosa. Frente a la tienda había un hombre en cuclillas, jugando solo con unos dados. Ash se alegró de que al menos Mulraj no hubiese caído en la nullah. Por fin su cerebro se había despejado y podía recordar lo sucedido. Trató de evaluar la gravedad de sus heridas y le tranquilizó darse cuenta de que no se había roto las piernas; además, el brazo vendado era el izquierdo y no el derecho: prueba de que, al fin y al cabo, había logrado caer sobre el hombro izquierdo. Recordaba que durante la caída con Cardenal había pensado que no podía permitirse perder el brazo derecho y debía arrojarse sobre el izquierdo; era un pequeño consuelo descubrir que lo había logrado.

Mulraj lanzó un gruñido de satisfacción al ver cómo habían caído sus dados, y, al levantar la cabeza, vio que Ash tenía los ojos abiertos y estaba consciente.

—¡Ah! —exclamó mientras recogía los dados. Luego vino a detenerse junto a la cama de Ash—. De modo que por fin está despierto. ¿Cómo se siente?

—Tengo hambre —respondió Ash esbozando una sonrisa.

—Buena señal. Mandaré llamar en seguida al hakim del sahib Rao, y es posible que permita que le den un poco de caldo de cordero… o una taza de leche tibia.

Rio ante la mueca de asco de Ash, y se habría apartado para llamar a un sirviente, pero Ash extendió su brazo sano y tomó a Mulraj por la chaqueta.

—El muchacho. Jhoti. ¿Está bien? Mulraj pareció vacilar un momento, y luego respondió que el niño estaba bien y que Ash no debía preocuparse por él.

—Ahora piense en usted. Debe reponerse pronto; no podremos movernos de aquí hasta que haya recuperado las fuerzas, y ya llevamos aquí casi una semana.

—¡Una semana!

—Estuvo sin conocimiento toda una noche y un día, y durante los tres siguientes deliró como un loco. Desde entonces duerme como un recién nacido.

—¡Dios mío! —exclamó Ash estupefacto—. Con razón tengo hambre. ¿Qué paso con los caballos?

Bulbul, el caballo de Jhoti, se desnucó.

—¿Y el mío?

—Lo maté de un tiro —respondió escuetamente Mulraj.

Ash no hizo comentarios, pero Mulraj lo vio parpadear y dijo con dulzura:

—Lo siento, pero no podía hacer otra cosa. Se había roto las dos patas delanteras.

—Fue culpa mía —se acusó Ash con lentitud—. Yo debí comprender que no podría contener al caballo de Jhoti. Era demasiado tarde…

Otro hombre habría negado lo que decía Ash para darle ánimos, pero Mulraj le había tomado afecto y no quería mentirle. En cambio, asintió con la cabeza.

—Todos cometemos errores. Pero, una vez que se han cometido, no tiene sentido lamentarse por ello. Olvídese del asunto, sahib Pelham, y agradezca a los dioses que está vivo, porque hubo momentos en que realmente se temió que muriera.

Estas últimas palabras le recordaron algo a Ash, que frunció el ceño en un esfuerzo por descubrir qué era. Luego preguntó bruscamente:

—¿Una noche vino una mujer aquí?

—Claro. La dai. Es una de las damas de las Rajkumaris y viene todas las noches. Y vendrá muchas más, porque es experta en masajes y en curar ligamentos y músculos lesionados. Le debes mucho… y al hakim Gobind, mucho más…

—Ah —respondió Ash, desilusionado.

Teniendo en cuenta la gravedad de las heridas y contusiones que había sufrido, se repuso muy pronto, gracias a los cuidados de Gobind y a su robusta constitución. Los duros años pasados en las montañas le fortalecieron como ninguna otra cosa habría logrado hacerla. Se consideraba afortunado, y con razón, porque como señaló Kaka-ji, podría haberse matado, o, en todo caso, quedar inválido durante el resto de su vida.

—¡A quién se le ocurre cometer esa estupidez! ¿No era mil veces preferible dejar morir un caballo que matar dos, y salvar la propia vida por milagro? Pero todos los jóvenes son iguales: no piensan. De todas maneras, fue un acto muy arrojado, sahib; yo cambiaría con gusto toda la prudencia y la sabiduría que me han proporcionado los años por un poco de ese arrojo y ese valor.

Kaka-ji Rao no fue de ningún modo el único visitante de Ash. Hubo otros, miembros del panchayat del campamento, tales como Tarak Nath y Jabar Singh, y el viejo Maldeo Rai, que era primo tercero de Kaka-ji; demasiadas visitas, según Mahdoo y Gul Baz, que desaprobaban este desfile de personas y trataban de mantenerlos a raya. Gobind también había indicado tranquilidad, pero cambió de idea cuando vio que el paciente estaba menos inquieto cuando escuchaba historias de Karidkote o cualquier conversación que le mantuviese al día de los acontecimientos cotidianos del campamento.

El visitante más asiduo de Ash era Jhoti. El chico se quedaba horas enteras charlando, sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Él fue quien le confirmó a Ash algo que al principio sólo era una idea que le había pasado por la imaginación. Que Biju-Ram, quien durante tantos años había disfrutado de la protección de Janoo-Rani, período durante el cual amasó una fortuna considerable con sobornos, regalos y pagos por servicios no especificados, había caído en desgracia.

Aparentemente, después de la muerte de la nautch muchos que habían gozado de sus preferencias fueron relegados por su hijo Nandu a posiciones de menor importancia y privados de su influencia anterior y de sus prerrogativas de poder. Esto enfureció a Biju-Ram, que se envanecía y vivía confiado bajo la protección de la Rani. Cometió el error de demostrar su resentimiento, con el único resultado de que se le amenazara con arrestarlo y confiscarle todos sus bienes, de lo que sólo se salvó recurriendo al coronel Pyecroft, el Residente británico, que intercedió por él.

El coronel Pyecroft habló con Nandu, quien soltó una cantidad de groserías sobre el espía de su madre, pero finalmente aceptó una disculpa servil y el pago de una elevada suma por olvidar el asunto. Pero era evidente que Biju-Ram no confiaba en la promesa de Nandu. Cuando una semana después de aceptar su humillante disculpa pública negó permiso a Jhoti para acompañar a la comitiva nupcial, no vaciló en inducir al chico a que se rebelara y a planear escaparse y en su compañía…

Porque en eso tampoco se había equivocado Ash. La idea fue de Biju-Ram. Junto con otros dos favoritos de la Rani fallecida que ahora habían caído en desgracia, planeó la huida y la llevó a cabo.

Dijo que era porque yo le daba pena —explicó Jhoti—, y porque él, Mohun y Pran Kishna siempre habían sido leales a mi padre, y porque sabía que yo querría asistir a la boda de Shu-shu. Pero, por supuesto, no era por nada de eso.

—¿No? ¿Y por qué era? —preguntó Ash, que cada vez sentía más respeto por su joven visitante. Jhoti era jovencito, pero evidentemente nada fácil de dominar.

—Ah, por la pelea. A mi hermano Nandu no le gusta que nadie le lleve la contraria. Además, aunque haya fingido perdonar a Biju-Ram, en realidad no le perdonará nunca. Así que Biju-Ram pensó que era más seguro marcharse de Karidkote, y permanecer lejos el mayor tiempo posible. Supongo que cree que, con el tiempo, el disgusto de Nandu pasará, pero no lo creo. Pran y Mohun sólo vinieron conmigo porque ahora Nandu no quiere a ninguna de las personas que protegía mi madre, y, por tanto, también se sienten más seguros aquí. Han traído todo el dinero que pudieron para el caso de que no puedan volver. Ojalá yo no tuviera que regresar. Creo que me quedaré en Bhithor con Kairi y Shu-shu. O volveré a escaparme y seré jefe de una banda de ladrones, como Khale Khan.

—A Khale Khan lo capturaron y le ahorcaron —observó Ash en tono desalentador.

No pensaba estimular a Jhoti a ninguna otra forma de rebelión, y en todo caso imaginaba que Biju-Ram y sus amigos estarían encantados de que Jhoti prolongara su estancia en Bhithor todo el tiempo que el Rana lo permitiera. A menos que Nandu muriera de repente y tuviesen que regresar rápidamente al subir al trono el nuevo maharajá.

Pero Jhoti no hablaba a menudo de Karidkote. Prefería oír hablar de la vida en la frontera noroeste, o, mejor aún, en Inglaterra. Era un compañero agotador, porque su sed de conocimientos obligaba a Ash a hablar mucho, cuando el hacerlo representaba un gran esfuerzo para él. Pero, aunque a Ash le habría gustado responder a las incesantes preguntas de Jhoti, era una forma de que no se metiera en dificultades, una perturbadora conversación con Mulraj había despertado en él inquietudes con respecto al chico…

Mulraj no pensaba tocar el tema hasta que Ash se sintiera más fuerte, pero se vio forzado a hacerlo porque Ash no se dejaba distraer e insistía en hablar del accidente y especular sobre sus causas.

—Aún no me explico cómo se soltó la silla del caballo. Supongo que fue culpa de Jhoti por no ajustarla bien. A menos que lo hiciera Biju-Ram o uno de los syces. ¿Quién fue? ¿Tú lo sabes?

Mulraj no respondió de inmediato y Ash se dio cuenta de que habría querido evitar el tema. Pero estaba cansado de que lo trataran como a un inválido, de modo que puso mala cara y repitió la pregunta con cierta acritud; Mulraj se encogió de hombros y, rindiéndose ante lo inevitable, declaró:

—El chico dice que él ensilló el caballo, porque Biju-Ram se negó a ayudarle y se marchó creyendo que no podría hacerlo por sí mismo y que sería un medio de impedir que saliera solo; o bien que despertaría a uno de los syces, quien a su vez despertaría a algún sirviente, y así Jhoti no podría impedir que le siguieran.

—Pequeño imbécil. Así aprenderá —comentó Ash.

—¿Aprenderá qué? —preguntó Mulraj con ironía—. ¿A comprobar que la silla este bien ajustada? ¿O a mirar primero… y con mucho cuidado, la parte inferior de la montura?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ash, sobresaltado más por algo que vio en la cara de Mulraj que por sus palabras.

—Quiero decir que las correas estaban bien seguras, pero se rompió la cincha. Se había gastado… en cuestión de horas, además. Porque, por pura casualidad había examinado la silla unas horas antes. ¿Recuerda cuando el chico vio una paloma, de la que usted no se dio cuenta porque sus pensamientos estaban en otra parte, pero que yo vi algo raro en la montura y corrí hacia él?

—Sí, ahora que lo mencionas. Recuerdo que dijiste que había algo que no te gustaba. Bien… adelante.

—Cuando recuperamos su halcón y su paloma —continuó Mulraj—, los habíamos dejado muy atrás a ustedes y estábamos solos, de manera que yo mismo ajusté la cincha, y —le aseguro, sahib, que, aparte del hecho de que debía estar más ajustada, en ese momento estaba en orden. Pero sólo unas horas más tarde se había adelgazado tanto que el caballo la pudo romper al galopar.

—Pero eso es imposible.

—Así es —asintió Mulraj con una mueca—. Es imposible. Sin embargo, sucedió. Y sólo puede haber dos explicaciones: o bien no era la misma cincha, sino que habría sido sustituida por otra vieja y podrida, o (y creo que esto es más probable) mientras almorzábamos alguien la cortó con un cuchillo, o la raspó hasta adelgazarla, y con tanta habilidad que no se notara al ajustarla, pero debía partirse si se la forzaba mucho… por ejemplo, si se la sometía a la presión que produciría un caballo desbocado.

Ash lo miró con el ceño fruncido, y observó que si el accidente hubiera ocurrido estando el niño rodeado por varias personas, las consecuencias no habrían sido las mismas, y que nadie podía saber que saldría solo. Sólo Biju-Ram, que por una vez estaba del lado de los buenos y trató de detenerlo.

Mulraj se encogió de hombros, asintiendo, pero dijo que había muchas cosas que el sahib ignoraba: entre ellas, que a Jhoti le encantaba galopar detrás de su halcón, y que no le gustaba llevar a nadie tras sus talones mientras lo hacía. Así que, aunque le rodearan muchas personas, él se habría lanzado al galope y nadie le hubiese seguido, con lo cual todo hubiera ocurrido exactamente igual.

—Y ser lanzado desde un caballo en aquellos parajes puede ser fatal para un hombre, no sólo para un niño. Pero quienes planearon esto no tuvieron en cuenta la habilidad y el coraje del chico, y el hecho de que por su poco peso pudo aferrarse a cosas que de nada le servirían a un hombre.

Ash preguntó con impaciencia cómo podían prever «ellos», quienesquiera que fuesen, que el caballo se espantaría. Todo dependía de eso, y era imposible predecirlo.

Mulraj suspiró, se puso de pie y miró a Ash con las manos metidas en su cinturón y una expresión repentinamente amarga. Dijo con gran suavidad:

—Se equivoca usted: eso también estaba preparado. Yo no podía suponer que se iba a espantar el caballo, ya que Jhoti tiene la costumbre de elevarse en los estribos y gritar cuando el halcón levanta vuelo, así que Bulbul estaba tan acostumbrado a ello como el chico mismo. Sin embargo, en esta ocasión vimos saltar el caballo hacia delante como si le hubieran disparado un tiro. ¿Recuerda?

Ash asintió, y el dolor que le produjo ese movimiento repentino en el cuello le hizo responder con más aspereza que la que pensaba emplear.

—Sí, recuerdo. Y también recuerdo que no había nadie a la vista ni se oyó ningún ruido de disparo. Yo creo que estás…

Se detuvo bruscamente porque recordó algo: lo mismo que cuando corrió a buscar su caballo al saber que Jhoti saldría a cabalgar solo. La historia de Mahdoo, de cómo el anciano rajá había encontrado la muerte mientras cazaba con halcón, la mirada astuta, oblicua, del viejo cuando dijo:

—¿Creen que tal vez le picó una abeja?

Mulraj pareció haber seguido el hilo de sus pensamientos, porque replicó con ironía:

—Veo que le encanta la historia. Bien, hasta puede ser cierta… ¿quién lo sabe? Pero esta vez quería estar seguro, y por eso, cuando lo saqué a usted de debajo de su caballo y vi que no estaba muerto, no fui a buscar ayuda, sino que envié a Jhoti. Era un riesgo, es cierto, pero muy pequeño, porque montaba a Dulhan que, como usted sabe, es un animal de excepción y puede ser montado sin peligro por un niño… Cuando se alejó, fui a buscar la silla caída…

—Sigue —ordenó Ash, porque Mulraj se había interrumpido y volvía la cabeza como si hubiera oído acercarse a alguien—. Es Mahdoo, que no está lo bastante cerca para escuchar y toserá si se aproxima alguien.

Mulraj hizo un movimiento con la cabeza como para indicar que se tranquilizaba. Pero cuando reanudó la historia lo hizo con una voz que no podía atravesar la tela de la tienda.

—Esta vez no fue una abeja, sino la doble espina de un kikar lo que el chico clavó al sentarse bruscamente en la silla después de lanzar el halcón. Estaba hábilmente escondida en el relleno, de manera que los movimientos naturales de un jinete la harían descender poco a poco, hasta que finalmente penetrara en las carnes del caballo. Uno de estos días, cuando se levante de la cama, le mostraré cómo se hace. Es una vieja treta, y muy maligna, porque nadie puede jurar que la espina no estaba allí por casualidad. ¿Quién de nosotros no ha encontrado alguna en su manta, en sus ropas o en su montura? Pero apuesto mi yegua a cambio del asno de un dhobi a que esa espina no llegó allí por casualidad. Ni la espina… ni la cincha rota. Ninguna de las dos cosas.

Reinó un largo silencio en la tienda, sólo interrumpido por el zumbido de las moscas. Por fin sonó la voz de Ash, que ahora ya no mostraba escepticismo:

—¿Qué hiciste al saber todo esto?

—Nada —respondió brevemente Mulraj—, excepto vigilar al chico, lo cual no es tarea fácil, porque tiene a su propia gente a su alrededor y yo no soy uno de ellos. Dejé la silla donde estaba y no mencioné lo de la espina… ya que era algo que podía no haber descubierto. En cuanto a la cincha, que tú y yo vimos romperse, formé un gran escándalo al respecto, culpando a los syces del príncipe y diciendo que debían ser despedidos. Si no lo hubiera hecho, muchos se habrían preguntado por qué guardaba silencio, y eso es algo que no deseo.

—¿Es decir que no se lo has contado a nadie? —preguntó Ash con incredulidad.

—¿A quién se lo podría contar? ¿Cómo puedo saber cuántas personas están involucradas en este asunto? ¿O por qué razón lo han hecho? Sahib, usted no conoce Karidkote, no sabe nada de las intrigas que invaden el palacio como una plaga de hormigas voladoras durante el monzón. Tampoco estamos libres de ellas aquí, en el campamento. No pensaba hablar de esto con usted hasta que estuviera más fuerte, ya que no es conveniente causarle preocupaciones a un enfermo, pero ahora que lo he hecho estoy contento, porque dos cabezas piensan mejor que una y podremos idear algún medio para proteger al niño de sus enemigos.

Por aquel día no pudieron hablar más del asunto, porque la llegada de Gobind y Kaka-ji puso fin a la conversación. Gobind observó que su paciente tenía fiebre y prohibió las visitas durante el resto del día, de modo que Ash pasó esas horas profundamente preocupado por Jhoti. Al menos, así dejaba de preocuparse por Juli pero eso no mejoraba su salud ni su humor. Le resultaba intolerable estar postrado en cama en momentos como aquellos, y así fue cómo estimuló a Jhoti a visitarlo con la mayor frecuencia y durante el tiempo más largo posible. Una decisión que llevó a cabo con considerable oposición de Gobind, Mahdoo y Kaka-ji.