—¡Ashti! ¡Ashti! Khabadar, Premkulli. Shabash, mera moti… ab ek or. ¡Bas, bas! ¿Kya kurta, ooloo?… ¡Arré! ¡Arré! ¡Hai!…
La comitiva nupcial vadeaba un río con el habitual acompañamiento de gritos, chillidos y confusión, y, como inevitablemente sucedía, se había atascado un carro en mitad del cauce y trataban de sacarlo con uno de los elefantes.
Mulraj, que iba al mando del contingente de las Fuerzas del Estado de Karidkote, había cruzado primero con Ash, para medir la profundidad del río, y ahora los dos estaban cómodamente sentados en la orilla opuesta, en la posición estratégica de un montículo, y observaban la desordenada multitud que trataba de cruzar.
—Si no se dan prisa —observó Mulraj—, oscurecerá antes de que terminen de hacerlo. Hai mai, ¡cómo complican las cosas!
Ash asintió con aire ausente, con la mirada aún puesta en los hombres que chapoteaban en las orillas o se metían en el agua hasta las rodillas en medio del río. Habían pasado tres días desde que se encontrara cara a cara con Biju Ram y se enterara de que el principado de Karidkote era el mismo Gulkote de su niñez; desde entonces observó con más atención a los hombres que le rodeaban e identificó a algunos. Sólo entre los mahouts conocía a más de media docena; hombres que trabajaban con los elefantes en el Hawa Mahal. Y había también otros: funcionarios de palacio, syces, miembros de las Fuerzas del Estado y unos cuantos sirvientes Y cortesanos que cuatro días antes no habrían llamado su atención, pero con lo que sabía ahora le resultaban familiares. Hasta el elefante, Premkulli, a quien el mahout exhortaba a ser cuidadoso, era un viejo amigo que él alimentaba con caña de azúcar… Los últimos rayos de sol cayeron en el río, y brillaban en el agua con un resplandor dorado que deslumbraba a Ash hasta impedirle ver las caras de los que cruzaban. Se volvió a discutir asuntos administrativos con Mulraj.
Los sirvientes y los vivanderos, con los animales de carga, fueron los primeros en cruzar, porque había que armar las tiendas, encender el fuego y preparar la comida. Pero las novias y su comitiva preferían seguirlos a paso más lento y retrasar su llegada hasta que todo estuviera preparado para ellas. Aquel día habían almorzado en un monte a menos de un kilómetro del río, y como sabían que sus tiendas serían levantadas en el primer lugar adecuado que se encontrara en la otra orilla, pasaron allí la tarde, esperando la indicación de seguir adelante. Pero cuando al fin llegó un mensajero para avisarles de que podían continuar, el sol se había ocultado detrás del horizonte. Acompañadas por una escolta de unos treinta hombres de las Fuerzas del Estado, se pusieron por fin en marcha despacio, de manera que llegaron al río al anochecer.
Un carro cerrado lleno de doncellas seguía habitualmente al adornado ruth en que viajaban las novias, pero aquella noche se había quedado atrás, y cuando el ruth entró en el agua fue escoltado por varios soldados y sirvientes, y por el tío de las novias, quien había anunciado su intención de ir a pie durante el último kilómetro, pero que descubrió con preocupación que el río era más profundo de lo que suponía.
En la otra orilla, Ash ya había llamado a su caballo, lo había montado y avanzaba hacia el borde de la corriente, cuando oyó un nueva explosión de chillidos y maldiciones que llegaba desde el río que la oscuridad cubría rápidamente. Se puso en pie en los estribos y vio que el primer buey del ruth se había caído en mitad de la corriente, rompiendo su atalaje y arrojando al agua a uno de los cocheros. Firmemente sujeto por los tirantes, el animal forcejeaba y pateaba en un desesperado intento de no ahogarse, y el ruth se inclinaba ya sobre un costado.
Detrás de las cortinas cerradas, se oían agudos chillidos de una de sus ocupantes, mientras una docena de hombres que vociferaban se afanaban a su alrededor en la oscuridad, empujando y tirando, porque el buey arrastraba el carruaje hacía la parte profunda.
Ya era casi de noche y a los que estaban en el río les resultaba difícil ver lo que había sucedido, pero, desde su posición más alta, Ash tenía una imagen clara de la escena. Se lanzó al río con su caballo, dispersando a los hombres que rodeaban el ruth, quienes se hicieron a un lado para dejarle paso. Ash se agachó para romper las cortinas del ruth.
Una mujer empapada, que no cesaba de gritar, alzada por manos firmes, pareció saltar hacia él en la oscuridad. Ash la retuvo mientras la rueda se rompía y el ruth caía de costado y comenzaba a llenarse de agua.
—¡Rápido, Juli! ¡Vamos, sal de ahí!
Ash no se dio cuenta de que había llamado por su nombre a la otra ocupante del ruth, pero sus palabras se perdieron en el ruido, porque la jovencita que tenía en sus brazos se aferraba a él con frenesí y aún aullaba con todas sus fuerzas. Ash se desprendió de sus manos y la puso en brazos del hombre más próximo, que por suerte era el tío de las muchachas, aunque podría haber sido un sowar o uno de los que llevaban el buey. Un segundo después, Ash bajó de su caballo y se metió en el río, con el agua hasta la cintura.
—¡Sal de ahí muchacha!
Se oyó un ruido en la oscuridad, como de alguien que traga agua, y apareció una mano entre las cortinas. Ash la aferró y arrastró a su dueña hacia afuera, la ayudó a incorporarse y la condujo a la orilla.
Esta no era una criatura frágil y ligera como su hermana, a quien ella misma había arrojado a los brazos de Ash; tampoco gritaba ni se aferró a él como la más pequeña. Pero, aunque no emitía ningún sonido, Ash sentía cómo su pecho subía y bajaba contra el suyo; y el peso de su cuerpo cálido y húmedo, y cada una de sus suaves curvas hablaban elocuentemente de una mujer y no de una niña.
Cuando llegó a tierra firme, Ash también respiraba con cierta dificultad, aunque sus razones eran más físicas que emocionales. El trayecto hasta la orilla le pareció largo, y cuando llegó allí, no encontró a nadie a quien entregar su carga. Pidió a gritos que trajeran antorchas, y que vinieran las doncellas de las Rajkumaris, estrechando el cuerpo empapado de Anjuli mientras su syce iba a recoger su caballo, y un número excesivo de hombres ayudaba a desenganchar los bueyes y sacar del camino el ruth accidentado, de modo que el carruaje de las princesas pudiera cruzar sin peligro.
Pronto empezó a soplar un fuerte viento desde el río, por lo que la joven que tenía en los brazos se puso a temblar de frío y Ash pidió una manta para abrigarla. Con un extremo de la manta le cubrió la cabeza, para defenderla de las miradas de la multitud ahora que empezaban a encenderse las antorchas en la oscuridad y por fin se veía el carruaje de las mujeres.
A juzgar por el ruido, la novia más joven ya estaba en el carruaje. Sus chillidos habían dado paso a un llanto histérico. Pero Ash no se detuvo a preguntar por ella. Comenzaban a dolerle los músculos cuando envolvió a Anjuli en la manta sin ceremonias, y retrocedió para dejar pasar el carruaje hacia el campamento, notando por primera vez que tenía la ropa mojada y que el aire de la noche era bastante frío.
—Mubarik ho (bien hecho) sahib —aprobó Mulraj, apareciendo entre las sombras—. Creo que te debo la vida. Yo y otros muchos, porque, si no hubieras estado aquí, probablemente las Rajkumaris se habrían ahogado, y entonces, ¿quién sabe qué venganza habrían tomado contra nosotros Su Alteza y sus servidores?
—Be-wafuki (tonterías) —replicó Ash con impaciencia—. Nunca estuvieron en peligro de ahogarse. Sólo de mojarse. El río no tiene demasiada profundidad allí.
—El conductor del ruth se ahogó —respondió sucintamente Mulraj—. La corriente se lo llevó a aguas profundas y parece que no sabía nadar. Las Rajkumaris habrían quedado atrapadas por las cortinas cerradas y también se habrían ahogado, pero, por suerte, tú estabas a caballo y vigilando… y lo más importante es que eres un sahib, porque ningún otro hombre, excepto su propio tío, que es viejo y torpe, se habría atrevido a poner las manos sobre las hijas del maharajá. Cuando vi lo que sucedía y monté a caballo, todo había terminado. Deberían llenarte las manos de oro por tu actuación de esta noche.
—En este momento desearía darme un baño caliente y ponerme ropa seca —rio Ash—. Y si alguien merece elogios es Anjuli-Bai, por no perder la cabeza y hacer salir a su hermana, en lugar de ponerse a gritar y tratar de salir ella misma, sabiendo que el ruth estaba llenándose de agua. ¿Dónde diablos está mi syce? ¡Ohé, Kulu Ram!
—Aquí, sahib —respondió una voz a su lado. Los cascos de los caballos no habían hecho ruido sobre el terreno arenoso. Ash tomó las riendas y montó en el caballo, y, después de saludar a Mulraj, se alejó entre las hierbas y los espinosos kikares hacia el campamento cuyas luces proyectaban un resplandor anaranjado en el cielo de la noche.
Se acostó temprano. Al día siguiente partió a caballo de madrugada, con Jhoti, Mulraj y Tarak Nath, miembro del panchayat del campamento, y una escolta armada de seis sowars, a examinar el siguiente vado. El niño se había incorporado a la expedición sin previo aviso; aparentemente usó alguna triquiñuela para convencer a Mulraj de que lo llevara. Pero como resultó ser un excelente jinete, y obviamente estaba ansioso de llevarse bien con los demás, no representaba un problema para nadie. Y a Ash se le ocurrió que no le vendría mal apartarse de sus sirvientes y salir al aire libre, a caballo, con la máxima frecuencia posible, porque un día fuera de su tienda le había hecho mucho bien. No parecía ya el mismo niño pálido y ansioso que viera Ash cuando se conocieron.
El vado que fueron a inspeccionar resultó impracticable, y como era necesario comprobar personalmente dos alternativas para el cruce y decidir cuál sería la más segura y la que requeriría menos tiempo, el sol ya se ponía cuando regresaron al campamento. Ash pensaba partir temprano la mañana siguiente, pero no fue posible porque Shushila-Bai, la princesa más joven, envió un recado para comunicar que se sentía mal a causa del accidente y la conmoción, y que no deseaba moverse del lugar durante por lo menos dos o tres días… o quizá más.
Su decisión no creó tantos problemas como si hubiera sido tomada dos días atrás, porque contaban con abundante provisión de comida y el río ofrecía una cantidad ilimitada de agua. A Ash mismo no le disgustaba permanecer varios días en el lugar, porque había gamos y chinkara en la llanura, y también había visto ciertas aves en su jheel cercano, y gran número de perdices entre los matorrales. Pensó que sería agradable salir a cazar con Mulraj en lugar de seguir conduciendo el rebaño por el campo.
Después de recibir la noticia de que la Rajkumari Shushila estaba enferma, le sorprendió recibir un segundo recado con la amable invitación de que hiciera el honor de visitar a las hermanas del maharajá. Y como en esta ocasión el mensajero fue nada menos que el tío de las novias, cariñosamente llamado «Kaka-ji Rao» (tío paterno), Ash no pudo negarse, a pesar de que le habría gustado mucho más irse a la cama que asistir a una reunión social. Pero, como no le quedaba otro remedio, se puso el uniforme de gala y, casi como si acabara de ocurrírsele, deslizó en su bolsillo el trocito de pez de madreperla antes de acompañar al sahib Rao a través del campamento iluminado por las lámparas.
La tienda durbar donde las princesas recibían a los invitados era amplia y cómoda y estaba forrada con tela de vivos colores adornada con espejitos que destellaban cuando el viento movía la tienda. En el suelo había alfombras persas y almohadones de brocado que servían de asientos. Pero excepto Kaka-ji Rao y la dueña, Unpora-Bai, y dos doncellas sentadas en las sombras, más allá del círculo de luz, sólo estaban allí las novias y su hermano menor, Jhoti.
Las Rajkumaris estaban vestidas de forma muy similar a la vez anterior, pero con una diferencia notable. Esta noche, ninguna de las dos llevaba velo.
—Es porque te deben la vida —dijo el principito, adelantándose para saludar a Ash en nombre de sus hermanas—. Si no hubiera sido por ti, las dos se habrían ahogado. Hoy mismo hubiesen ardido sus piras y el río hubiera recibido sus cenizas, y mañana los demás habríamos vuelto casa con los rostros ennegrecidos. Tenemos mucho que agradecerte, y de ahora en adelante eres como nuestro hermano.
Hizo un gesto para interrumpir las protestas de Ash de que en realidad nunca había existido tal peligro, y las hermanas se pusieron de pie para saludar, mientras Unpora-Bai hacía ruidos de aprobación desde detrás de su velo. Kaka-ji observó que la modestia era una virtud más apreciada que el valor, y que era evidente que el sahib Pelham poseía ambas virtudes en sumo grado. Luego, una de las doncellas se acercó con una bandeja de plata en la que portaba dos guirnaldas de ceremonia de cinta brillante, adornadas con medallones bordados en hilo de oro. Primero Shushila y luego Anjuli procedieron solemnemente a colgar cada una la correspondiente guirnalda en el cuello de Ash, donde destacaban de manera incongruente sobre el apagado color caqui del uniforme, dándole el aspecto de un general con exceso de condecoraciones. Después de esto, le invitaron a sentarse y le ofrecieron un refrigerio, y, como favor singular (para los de clase alta es contaminante comer con un hombre sin casta) todos comieron con él, aunque no de las mismas fuentes.
Cuando lograron que Shushila-Bai venciera su timidez, el grupo se sintió más cómodo y pasaron una hora muy agradable, comiendo halwa, bebiendo refrescos y charlando. Hasta la prima Unpora-Bai, a pesar de permanecer todo el tiempo con el velo puesto, intervino en la conversación. No fue fácil conseguir que la princesa más joven hablara, pero Ash, cuando se lo proponía, tenía sus recursos; hizo que la niña nerviosa se sintiera tranquila, y finalmente recibió la recompensa de una tímida sonrisa y luego de una carcajada; en seguida la princesa se puso a reír y parlotear como si lo hubiera conocido de toda la vida y como si Ash fuera realmente su hermano mayor. Sólo entonces Ash se atrevió a volver su atención a su medio hermana, Anjuli-Bai, y le asombró lo que vio.
Anjuli estaba sentada un poco detrás de su hermana; por eso, cuando Ash entró en la tienda, quedó un tanto oculta en el cono de sombra proyectado por la lámpara colgante, y aun cuando se levantó para saludarlo y colocarle la guirnalda, Ash realmente no pudo observarla, porque tenía la cabeza inclinada, y el extremo del sari colgando sobre la frente, de manera que el borde de encaje ocultaba lo poco que se podía ver de su rostro. Más tarde, cuando todos estaban ya sentados, Ash se concentró en conseguir que la princesa más joven participara en la conversación que él sostenía con su hermano y su tío, y no pudo dedicar demasiada atención a la hermana mayor. Ya habría tiempo para ello. A pesar de que hasta ese momento Anjuli apenas había hablado, su silencio no sugería la timidez nerviosa que parecía afectar a su joven hermana, ni daba la impresión de que no le interesaba lo que se decía. Permaneció en silencio, observando y escuchando, con alguna señal de asentimiento de vez en cuando, o un gesto de que no estaba de acuerdo. Ash recordó que Kairi-Bai siempre había sabido escuchar.
Por fin la miró de frente, y lo primero que pensó fue que se había equivocado. Esta no era Kairi. No era posible que aquella criaturita delgada, fea, desaliñada que siempre daba la impresión de estar desnutrida y que, como él mismo solía decir, le seguía como un gatito hambriento, se hubiera convertido en una mujer como esta. Mahdoo se había equivocado. Esta no era la hija de la segunda mujer del viejo rajá, la Feringhi-Rani, sino de alguna otra.
Sin embargo, como ya no inclinaba la cabeza, y tenía el sari un poco echado hacia atrás se veían claramente las señales de su sangre mixta. Aparecían en el color de su piel y la estructura de sus huesos, en las largas y graciosas líneas de su cuerpo, en la amplitud de los hombros y las caderas y en el pequeño rostro de mandíbula cuadrada con sus altos pómulos y su frente despejada. En sus ojos separados, del color del agua estancada, la nariz respingona, y la bella boca generosa, excesivamente grande para las normas de belleza convencionales que tan admirablemente se materializaban en su medio hermana.
Por contraste, Shushila-Bai era pequeña y exquisita como una figurilla de Tanagra o la miniatura de alguna legendaria belleza india, de piel dorada y ojos negros, el rostro perfectamente ovalado y la boca como un pétalo de rosa. Su cuerpo delgado hacía pensar que estaba hecha de una arcilla diferente a la de su hermana, sentada un poco detrás de ella, y que no era tan alta como le había parecido a Ash al principio. Al ponerse de pie, él le llevaba media cabeza. Pero Ash era un hombre alto, y la otra novia, Shushila, medía menos de un metro cincuenta con sus chinelas sin tacones. La princesa mayor carecía de la delicadeza de Oriente, pero eso no probaba que fuera la hija de la Feringhi-Rani.
La mirada de Ash se posó en un brazo desnudo del color del marfil. Por encima de los brazaletes se veía una pequeña cicatriz en forma de luna en cuarto creciente: la mordedura de un mono, muchos años atrás… Es Juli, pensó Ash. Juli, que ha crecido y se ha convertido en una hermosa mujer.
Mucho tiempo atrás, durante su primer año en el colegio inglés, Ash había leído un verso de una obra de Marlowe que cautivó su imaginación y se fijó en su memoria para siempre: las palabras de Fausto al ver a Helena de Troya: «¡Oh, eres más bella que el aire de la noche, envuelta en la belleza de un millar de estrellas!». Entonces Ash pensó, y seguía pensando que aquella era una descripción perfecta de la belleza, y más tarde se la dedicó a Lily Briggs, quien se rio y respondió: «No es ni la mitad». Luego a Belinda, quien reaccionó de forma similar, aunque expresó su comentario de manera un poco diferente. Sin embargo, ninguna de ellas tenía el menor parecido con la medio hermana del maharajá de Karidkote, para quien esos versos, pensó Ash estupefacto, podrían haberse escrito expresamente.
Al mirar a Juli, le pareció que por primera vez en su vida veía la belleza, y que también por vez primera sabía lo que significaba. Lily era burdamente atractiva, y Belinda, sin duda muy bonita, más que cualquiera de sus anteriores enamoradas, pero el ideal de la belleza femenina de Ash se había formado durante su niñez en la India, e inconscientemente estaba influido por la moda de la Inglaterra victoriana, tal como aparece en incontables cuadros, tarjetas postales e, ilustraciones de los libros de la época. Admiraba los ojos grandes y las boquitas de rosa en rostros perfectamente ovalados, y además los hombros redondeados y las cinturas de cuarenta y ocho centímetros. Anjuli se percató de la atención de Ash y se sintió incómoda; se apartó de él, y volvió a bajar el extremo del sari hasta dejar su rostro en sombras. Ash se dio cuenta repentinamente de que la había estado mirando con fijeza, y también de que Jhoti acababa de hacerle una pregunta que él no había escuchado. Se volvió rápidamente hacia el muchacho, y durante los diez minutos siguientes se enfrascó en una discusión sobre la caza con halcón. Sólo cuando Jhoti y Shushila comenzaron a insistir en que su tío les permitiera salir a cazar en la zona más alejada del río, pudo volverse otra vez hacia Anjuli. Las dos doncellas comenzaron a bostezar y a demostrar cansancio. Se estaba haciendo tarde. Ash sabía que debía despedirse, pero quería hacer algo antes de marcharse. Introdujo una mano en su bolsillo, y un momento después se inclinó, fingiendo recoger algo de la alfombra.
—A Su Alteza se le ha caído algo —dijo Ash, presentando el objeto a Anjuli—. Esto es suyo, ¿verdad?
Ash esperaba que Anjuli se sorprendiera o se desconcertara; probablemente más bien esto último, porque no creía que, después de tantos años, ella recordara el amuleto o al niño que se lo había dado. Pero Anjuli no se sorprendió ni se desconcertó. Volvió la cabeza, y al ver el trocito de madreperla en la palma de Ash lo tomó con una sonrisa y un breve murmullo de agradecimiento.
—Shukr-guzari. Sí, es mío. No sé cómo puede haberse…
Se interrumpió con un gesto dé sorpresa, porque acababa de llevarse una mano al pecho, y en ese momento Ash supo que se había equivocado. Juli no sólo recordaba, sino que seguía usando su mitad del amuleto, como siempre lo llevaba: colgado de un hilo de seda del cuello. Y acababa de darse cuenta de que seguía estando allí.
De pronto, Ash percibió una mezcla turbadora de emociones. Se volvió hacia Shushila-Bai, le pidió disculpas por haberse quedado tanto tiempo y solicitó permiso para retirarse.
—Sí, sí —aprobó Kaka-ji con presteza. Agregó que ya era hora de que todos se fueran a la cama, porque si bien la gente joven no necesitaba dormir, él sí.
—Ha sido una velada muy agradable. Debemos repetirla —dijo Kaka-ji Rao.
Anjuli no dijo nada. Se quedó inmóvil, con la mitad del amuleto apretada en la mano, y los ojos desconcertados clavados en Ash. Ash ya estaba arrepentido del impulso que le había llevado a darle el amuleto, por lo que, al despedirse, evitó mirarla.
Al salir de la tienda volvió a atravesar el campamento, furioso consigo mismo, deseando haberse desprendido antes de aquel trozo de madreperla o haber tenido el buen sentido de no utilizarlo. Le invadía la incómoda sensación de que había desencadenado algo cuyas consecuencias no podía prever, como aquel que hace rodar descuidadamente una piedrecilla desde el borde nevado de una pendiente, iniciando así una avalancha, que puede llegar a sepultar a un pueblo en un valle.
¿Y si Juli hablaba del extraño retorno de la otra mitad de su amuleto? Ash no tenía forma de saber en quiénes confiaba Anjuli, ni cuánto había cambiado, ni a quiénes era leal. Aquella Kairi-Bai de los días de Gulkote no parecía tener nada en común con esta princesa de Karidkote, a quien llevaban a casarse con tanta pompa y esplendor, y era obvio que sus circunstancias habían cambiado de manera sorprendente.
En cuanto a Ash, no deseaba identificarse en modo alguno con aquel chiquillo que había sido el criado del hermano de Anjuli. Janoo-Rani podía estar muerta, pero Biju-Ram seguía vivo; y, con toda seguridad, no era menos peligroso que antes. Él, al menos, no habría olvidado a Ashok, y si se enteraba de la historia de Amuleto de Juli, tal vez se asustara y decidiera eliminar a este sahib, como él y Janoo-Rani habían planeado hacer tantos años atrás con Ashok. Y por la misma razón, por temor de lo que pudiera saber o adivinar. Y ahora que Lalji había muerto, de los fantasmas que pudiera revivir…
Al pensar en esto, Ash notó una incómoda sensación de vacío en el estómago y sintió la tentación de mirar por encima del hombro al cruzar el campamento. Había sido un tonto y otra vez había actuado siguiendo un impulso, sin pensar en las consecuencias de lo que hacía, a pesar de haberse prometido no volver a caer en el mismo error.
Aquella noche durmió con la entrada de la tienda herméticamente cerrada, un revólver debajo de la almohada. Pensó que debía estudiar mejor la posición de su tienda, a la que podía llegarse sin dificultades y sin llamar la atención de Gul Baz ni de Mahdoo, ni a ninguno de sus sirvientes personales. De ahora en adelante las tiendas de sus servidores se colocarían en forma de media luna detrás de la suya, con las cuerdas entrelazadas, y los caballos atados a izquierda y derecha y no agrupados detrás.
—Me ocuparé de eso por la mañana —decidió Ash.
Pero aún faltaban varias horas para el amanecer cuando le despertó una mano que trataba de abrir la entrada de su tienda.
Ash tenía el sueño ligero y el ruido furtivo le despertó al instante. Escuchó atentamente: el sonido se repitió. Alguien trataba de entrar en la tienda, y no era uno de sus hombres, quienes habría tosido o hablado para llamarle la atención. Tampoco era un perro vagabundo o un chacal, porque el ruido no llegaba del suelo, sino de más arriba. Ash metió la mano debajo de la almohada y estaba a punto de sacar el revólver, cuando alguien arañó suavemente la tela de la tienda y dijo en voz baja, pero en tono imperativo:
—Sahib, sahib…
—¿Kaun hai? (¿Quién es?). ¿Qué quiere?
—Nada malo, sahib. Realmente, nada malo. Sólo hablar unas palabras… —Los dientes del que hablaba castañeteaban de frío, o tal vez de, miedo o nerviosismo.
Ash respondió brevemente:
—Hable, entonces. Le escucho.
—La Rajkumari, señor… mi ama… dice…
—Espere.
Ash buscó la cuerda para abrir la entrada de la tienda y descubrió que su visitante era una mujer, una mujer con velo y envuelta en chales; seguramente una doncella de la princesa. Ash llevaba puesta poca ropa; sólo unos pantalones de algodón. La mujer retrocedió ante el sahib medio desnudo que tenía delante, con un revólver en la mano.
—Bien, ¿qué sucede?, —preguntó Ash con impaciencia. No le gustaba que le despertaran a tales horas y se avergonzaba del miedo que había sentido al despertar—. ¿Qué quiere saber tu señora?
—Desea… le ruega que le diga quién le dio ese trocito de madreperla, y pregunta si puede darle noticias de esa persona… y también de su madre, y si sabe dónde puede encontrárselos. Eso es todo.
«Y no es poco —pensó Ash con dureza—. ¿Sería realmente Juli quién deseaba la información, o el retorno del trozo de madreperla ya era conocido por otros en el campamento y era Biju Ram quién enviaba a esta mujer a interrogarlo?».
Respondió bruscamente:
—No puedo ayudar a la Rajkumari. Dile que lo siento, pero no sé nada.
—Hizo ademán de cerrar la puerta de la tienda, pero la mujer le tomó un brazo y dijo casi sin aliento:
—Eso no es cierto. Usted debe saber quién se lo dio, y si es así… ¡Sahib, se lo ruego! Por caridad, dígame si están vivos y gozan de buena salud.
Ash miró la mano apoyada en su brazo. La luna estaba en cuarto menguante, pero su luz era lo bastante intensa como para revelar la forma de aquella mano; la tomó por la muñeca y, sosteniéndola firmemente, apartó con brusquedad el chuddah que ocultaba la cara de la mujer. Ella hizo un intento desesperado de liberarse y, al ver que no podía, se quedó inmóvil, con los ojos clavados en Ash y respirando entrecortadamente.
Ash rio e hizo una profunda reverencia.
—Es un gran honor, Alteza. Pero ¿está bien lo que usted hace? Como ve no estoy vestido para recibir visitas, y si la encontraran aquí a estas horas, resultaría muy desagradable para los dos. Además, no debió atravesar el campamento sola. Es demasiado peligroso. Habría hecho mejor en enviarme a una de sus criadas. Permítame aconsejarle que vuelva en seguida, antes de que noten su ausencia y despierten a los guardias.
—Tiene miedo de usted mismo —respondió Anjuli con dulzura—. Yo duermo sola y nadie notará mi ausencia. Y si temiera por mi persona, no estaría aquí.
Su voz era aún poco más que un susurro, pero había en ella un tono de burla que enfureció a Ash, quien apretó un poco más la muñeca de la joven.
—¡Vamos, hija de puta! —masculló Ash en inglés y en voz baja. Se rio le soltó el brazo, retrocedió y dijo—: Sí, tengo miedo. Y si a Su Alteza no le sucede lo mismo, sólo me cabe advertirle que debería tenerlo. Por mi parte, no creo que su tío o sus hermanos tomarían en broma esta escapada, ni su novio. Considerarían que, en cierto modo, afecta su honor, y como confieso que no me gustaría sentir un cuchillo entre mis costillas una de estas noches, le encarezco nuevamente, y con todo respeto, que se marche lo antes posible.
—No me iré antes de que me diga lo que quiero saber —replicó Anjuli con terquedad—. Me quedaré aquí hasta que lo haga, aunque, como usted bien sabe lo pasaría mal si me descubrieran. Ni mi peor enemigo podría desearme tanto mal y usted me ha salvado la vida. Sólo le pido que responda a mi pregunta, y no lo molestaré más. Lo juro.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Porque lo que usted me ha dado esta noche es la mitad de un amuleto que una vez, hace mucho tiempo, yo misma entregué a un amigo, y cuando lo vi… —Un ruido la hizo volverse bruscamente, golpecitos y crujidos en la oscuridad—. ¡Hay alguien allá…!
—Es sólo una lakhar bagha (hiena) —respondió Ash.
La figura grotesca y sombría que cruzaba el campamento se deslizó junto a ellos y siguió su carrera por la llanura. La muchacha respiró con alivio.
—Pensé que… que me habían seguido.
—De manera que tiene miedo… —comentó Ash con dureza—. Bien, si quiere hablar será mejor que entre. No será más peligroso que permanecer ahí fuera y que la vean.
Ash se apartó para dejada entrar; tras un instante de vacilación, Anjuli le siguió. Ash cerró la entrada de la tienda e indicó:
—No se mueva. Encenderé una lámpara.
Ella le oyó buscar los fósforos a tientas, y, una vez encendida la lámpara, Ash le acercó una silla, y sin mirar si ella se sentaba o no, se apartó para ponerse la bata y unas zapatillas.
—Si nos sorprenden hablando a esta hora de la noche —observó Ash—, será mejor que yo tenga alguna ropa puesta. ¿Por qué no se sienta? ¿No? Entonces no le molestará si yo lo hago. —Se sentó en un extremo del catre y levantó el rostro hacia ella, esperando.
El reloj que había sobre la mesa dejaba oír su tic-tac, y una mariposa nocturna revoloteaba alrededor de la lámpara proyectando sombras en la tienda.
—Yo… —comenzó Anjuli, y se mordió el labio de una manera que le resulto familiar a Ash. Era un hábito que tenía de niña, y su madre le regañaba por eso, pensando que le deformaría la boca.
—Bien… —dijo Ash con pocas ganas de ayudarla.
—Pero ya se lo he dicho. Yo entregué la mitad de ese amuleto a un amigo hace muchos años, y desearía saber qué ha sido de él y de su madre, y dónde están ahora. ¿Es tan difícil de entender?
—No, pero no es suficiente. Debe de haber algo más que eso, o usted no se habría atrevido a venir aquí esta noche. Quiero saberlo todo. Además, antes de contestar sus preguntas, deseo saber si le contará esto a alguien.
—¿A quién se lo iba a contar? No comprendo.
—¿No? Piense… ¿No hay otros, además de usted, a quienes les gustaría saber dónde está ese amigo suyo?
Anjuli sacudió la cabeza.
—Ahora no. Antes sí, porque vivía una mujer malvada que le odiaba y habría querido matarlo. Pero ahora está muerta y ya no puede hacerle daño; además, creo que hace mucho tiempo que se había olvidado de él. En cuanto a sus amigos, excepto yo, todos se marcharon de Gulkote, y no sé dónde están, ni si ellos saben dónde está él o qué fue de él. Es posible que también ellos hayan muerto. O que se hayan olvidado de él como todos los demás.
—Excepto usted —replicó Ash con lentitud.
—Excepto yo… pero es que… ¿sabe usted? Él fue un hermano para mí… un verdadero hermano, como no lo fueron los verdaderos… y no recuerdo a mi madre. Cayó en desgracia antes de morir, y mi madrastra se encargó de apartarme de mi padre, de modo que se convirtió en un extraño para mí. Hasta los sirvientes sabían que no debían tratarme bien, y sólo dos me demostraban cariño: una de mis servidoras y su hijo Ashok, un chico que era unos años mayor que yo y que estaba al servicio de mi hermano, el Yuveraj. Si no hubiera sido por Ashok y su madre, yo no hubiese tenido un solo amigo, y no sabe usted lo que eso significaba para una niña como yo…
La voz de Anjuli tembló y Ash apartó la mirada de ella, porque había lágrimas en los ojos de la joven. Una vez más, Ash sintió vergüenza de haberse permitido olvidar a una niña que había amado a Sita y que le consideraba a él un amigo y un héroe, y a quien había abandonado, sola y sin amigos en Gulkote, y nunca había vuelto a ver…
—¿Comprende? —prosiguió Anjuli—. Yo no tenía a nadie más a quien querer, y cuando se fueron, pensé que me moriría de tristeza y soledad. Ellos no tenían más remedio que marcharse… Pero no le contaré la historia, porque creó que usted la conoce. De otro modo, ¿cómo sabría quién tenía la otra mitad del amuleto? Lo único que le diré es que, cuando Ashok se fue, partió el amuleto en dos y me dio una de ellas para que la guardara como recuerdo, asegurándome que las dos partes se unirían cuando volviéramos a encontrarnos. Pero nunca he sabido qué fue de él ni de su madre, y muchas veces pensé que habrían muerto, porque no podía creer que si vivían no me enviaran un mensaje, o que Ashok no regresaría. Porque… lo prometió. Y esta noche… cuando usted me dio la mitad del amuleto y vi que no era la mía, supe que estaba vivo, y que debe haberle pedido que me la entregara. Entonces esperé que todos durmieran en el campamento y vine a pedirle noticias de él.
La mariposa había caído dentro del tubo de la lámpara, avivando la llama, y el insecto atontado golpeaba contra el vidrio produciendo un sonido monótono que se oía muy claramente ahora que Anjuli se había callado. Ash se levantó bruscamente y fue a arreglar la llama, concentrando aparentemente toda su atención en la tarea y dando la espalda a Juli. No había hecho ningún comentario, y como el silencio se prolongaba, Anjuli preguntó con la voz angustiada:
—Entonces, ¿están muertos?
Ash habló sin darse vuelta.
—Su madre murió hace mucho tiempo. Poco después de salir ellos de Gulkote.
—¿Y Ashok? —Anjuli tuvo que repetir la pregunta.
—Está aquí —respondió Ash finalmente, y se volvió hacia ella. La luz que tenía a sus espaldas daba de lleno en el rostro de Anjuli y dejaba el suyo en sombras.
—Quiere decir… ¿aquí, en el campamento? —La voz de Anjuli era un susurro agitado—. Entonces por qué… ¿Dónde está? ¿Qué está haciendo? Dígale…
Ash dijo:
—¿No me reconoces, Juli?
—¿Reconocerlo? Ah, no se burle de mí, sahib. Es cruel…
Se retorció las manos en un gesto de desesperación y Ash replicó:
—No me burlo de ti. Mírame, Juli. —Tomó la lámpara e iluminó su cara—. Mírame bien. ¿He cambiado tanto? ¿De verdad no me reconoces?
Anjuli se apartó de él, con los ojos fijos en su rostro.
—¡Ay, no, no, no! —murmuró con voz casi inaudible.
—Sí, me reconoces. No puedo haber cambiado tanto. Entonces tenía once años; tú sólo seis. ¿O siete? Yo nunca te habría reconocido si no hubiese sabido que eras tú. Pero aún tienes la cicatriz de la mordedura del mono. ¿Recuerdas que mi madre te lavó y te vendó la herida, y te contó la historia de Rama y Suta y cómo les ayudaron Hanuman y sus monos? ¿Y que luego te llevé al templo de Hanuman cerca de las filas de elefantes? ¿Has olvidado el día en que se escapó el tití de Lalji y lo seguimos hasta el Mor Minar, y descubrimos el balcón de la Reina?
—No —jadeó Anjuli—. No. No puede ser cierto. Es una trampa. No lo creo.
—¿Por qué trataría de engañarte? Pregúntame cualquier cosa; algo que sólo Ashok podría saber. Y si no puedo responderte…
—Él podría habérselo dicho —interrumpió Anjuli sin aliento—. Usted podría estar repitiendo cosas que él le contó. ¡Sí, eso es!
—Pero ¿para qué? ¿Qué ganaría con eso? ¿Para qué me molestaría en decirte esto si no fuese cierto?
—Pero… usted es un sahib. Un sahib angrezi. ¿Cómo puede ser Ashok? Yo conocí a su madre. Ashok era el hijo de mi niñera, de Sita.
Ash volvió a poner la lámpara sobre la mesa y se sentó en el catre. Habló lentamente:
—Eso creía él también. Pero no era cierto. Al morir, Sita le reveló que era hijo de una angrezi, esposa de un angrezi, que murió al nacer él, y ella, Sita, cuyo marido era el syce jefe del padre de Ash, fue su madre adoptiva. Era algo que él, que yo, habría preferido no saber, porque Sita fue, en todas las formas menos en una, su verdadera madre. Y aun sabiéndolo, esto no era menos cierto, porque la verdad es la verdad. Yo era, y soy, Ashok. Si no me crees, puedes escribirle a Koda Dad Khan, que ahora vive en su propio pueblo, en el país de los yusafzais, a quien seguramente recuerdas. O a su hijo Zarin, que es jemadar de los Guías, en Mardan. Ellos te confirmarán que lo que te digo es cierto.
—¡Ay, no! —susurró Anjuli.
Apoyó la cabeza en una de las estacas de la tienda y lloró como si se le destrozara el corazón.
Tal vez esa era la única reacción para la que Ash no estaba preparado, y no sólo le desconcertó, sino que le fastidió, pues no sabía qué hacer, y estaba indignado ¿Por qué diablos tenía que llorar? «¡Ah, las mujeres!», pensó Ash (y no era la primera vez que lo pensaba) y deseó haberse callado. Había tenido la intención de hacerlo, aunque sólo después de pensar que otros, además de Anjuli-Bai, podían estar interesados en el destino de aquel niño olvidado tanto tiempo atrás. Pero el hecho de que Juli recordara a su madre con tanto afecto después de haber pasado tantos años, le ablandó y de pronto le pareció cruel no confesarle la verdad y permitir que creyera, si le servía de consuelo, que él guardaba una promesa que en realidad hacía mucho tiempo que había olvidado. Supuso que le gustaría. O que, al menos, la entusiasmaría. Pero no que se aterrara y llorara.
¿Qué esperaba ella?, pensó Ash con resentimiento. ¿Qué otra cosa podría haber hecho él? ¿Quitársela de encima con alguna historia sobre un extraño que le había dado el trocito de madreperla? O negarse a decirle nada y mandarla a paseo como se merecía por comportarse de manera tan desagradable. Ash miró con el ceño fruncido la nube de insectos que ahora revoloteaban alrededor de la luz y trató de cerrar sus oídos a los sollozos ahogados.
El reloj dio las tres, y las breves campanadas le produjeron un profundo sobresalto, no sólo porque le recordaban qué tarde era, sino porque tenía los nervios de punta. Hasta ese momento no había notado la intensidad del temblor que le agitaba, pero ese hecho le recordaba los peligros de la situación actual y el enorme riesgo que había corrido Juli al ir a verlo. Ella no le había concedido mucha importancia, pero no por eso era menos real. Si notaban su ausencia y la encontraban allí, las consecuencias para ambos serían inimaginables.
Por segunda vez aquella noche, Ash se encontró pensando con cuánta facilidad podían asesinarlo (y a Juli también, en todo caso) sin que nadie se enterara, y su desesperación aumentó. ¡Qué típico de una mujer llevarlos a los dos a esa situación peligrosa y ridícula, y luego empeorar las cosas sumiéndose en un mar de lágrimas! Tenía ganas de golpearla. ¿No se daba cuenta…?
Se volvió para mirarla, siempre con el ceño fruncido, pero su expresión cambió porque ahora el llanto de Juli era diferente; le recordó la última vez que la había visto llorar. También entonces lloraba por él, porque estaba en peligro y debía escaparse, y no por su propia tristeza y soledad. Y ahora, otra vez, él la había hecho llorar. ¡Pobre Juli…! ¡Pobre Kairi-Bai! Ash se puso en pie y se acercó a ella; un momento después, dijo con timidez:
—No llores, Juli. No tienes por qué llorar.
Ella no contestó, pero sacudió la cabeza en una actitud desvalida que tanto podía ser de asentimiento como de disgusto, y por algún motivo ese pequeño gesto le atenazó el corazón y la rodeó con sus brazos. La apretó contra él, murmurando palabras torpes de consuelo y repitiendo una y otra vez:
—No llores, Juli. Por favor, no llores. Ahora todo está bien. Estoy aquí. He vuelto. No tienes por qué llorar…
Durante un minuto, el cuerpo esbelto y tembloroso no ofreció resistencia. Apoyó la cabeza en el hombro de Ash y sus lágrimas empaparon la fina seda de su bata. Luego, de pronto, se puso rígida y se liberó del abrazo. Su rostro ya no parecía hermoso; la luz de la lámpara lo mostraba hinchado y distorsionado por el dolor. Sus bellos ojos se veían enrojecidos por el llanto. No habló; sólo le miró. Fue una mirada fría y despreciativa, hiriente como un latigazo. Se aparto de él, abrió bruscamente la entrada de la tienda y se perdió corriendo en la noche.
Carecía de sentido seguirla, por lo que Ash no lo intentó. Escuchó unos segundos, y al no oír voces ni ningún otro ruido procedente del campamento, volvió a entrar en su tienda y se sentó, trastornado y respirando agitadamente.
—No —susurró Ash, discutiendo consigo mismo en silencio—. No puede suceder así, de un momento para el otro. Es ridículo… No es posible…
Pero sabía que era posible. Porque acababa de sucederle.