14

Deenajung estaba situada al pie de las montañas, a un día de marcha del Estado independiente de Karidkote y a unos treinta kilómetros de la guarnición británica más cercana.

Era apenas una aldea que en nada se distinguía de otras cien aldeas en la mitad norte del territorio irrigado por los ríos Chenab, Ravi y Beas, con una población que rara vez pasaba de los dos mil habitantes. En aquellos momentos, sin embargo, la cifra se había elevado de manera desastrosa, porque el secretario del gobernador subestimó la calificación al decir que el campamento de las novias era «grande». En realidad era «enorme».

El grupo enviado por el maharajá de Karidkote para escoltar a sus hermanas superaba al de habitantes de Deenajung en una proporción de casi cuatro a uno. Ash, al llegar, encontró que la población local era más bien un anexo del campamento; en el mercado se habían vendido todas las existencias de alimentos para personas y animales y pronto se quedarían sin agua; las autoridades de la ciudad estaban próximas a la histeria y el oficial del distrito, nominalmente director del campamento, enfermo de malaria.

Era una situación que habría atemorizado a muchos hombres de más edad y con más experiencia que Ash. Pero, al fin y al cabo, las autoridades militares no habían elegido tan mal al designar al teniente Pelham-Martyn, ascendido temporalmente al grado de capitán en virtud de su cargo, para esta misión particular. El tumulto y la confusión que, desde el punto de vista de un extranjero, hubiesen sido equivalentes a una revuelta, no desesperaron a alguien criado en los mercados de una ciudad india, y acostumbrado desde edad temprana al despilfarro, el desorden y las intrigas de la vida en el palacio de un príncipe indio.

El tamaño y la desorganización del campamento no asombraron a Ash, que no habría olvidado el casamiento de Lalji y el ejército de cortesanos que acompañaron a la novia a Gulkote y se instalaron como una plaga de langostas en la ciudad y en el Hawa Mahal. Pero la novia de Lalji sólo era la hija de un pequeño rajá de las montañas, mientras que el hermano de las princesas de Karidkote era un maharajá que gobernaba un estado nada pequeño, de manera que era de esperar que su escolta fuera proporcionalmente más grande. Lo que se necesitaba era alguien que tomara decisiones y diera las órdenes necesarias, y Ash aprovechó lo aprendido durante su servicio en los Guías y las enseñanzas de los hijos de Koda Dad. Estaba en un terreno familiar.

Envió a Gul Baz a buscar un guía que los condujera al oficial del distrito, y ahora cabalgaban a través de la barahúnda conducidos por un individuo maduro de uniforme, seguramente el de las Fuerzas del Estado de Karidkote, que le abría paso entre la agitada y ruidosa multitud de hombres y animales.

La tienda del oficial del distrito había sido montada bajo un sal, y su ocupante estaba postrado en cama, temblando sin cesar a causa de la fiebre. Tenía treinta y nueve grados de temperatura, que debía ser, más o menos, la temperatura en el interior de la tienda, y no ocultó su alegría de saber que tenía un sustituto. El señor Carter era joven y además nuevo en la región, de modo que no era raro que considerara esta primera experiencia como una especie de pesadilla. La interminable serie de peticiones, quejas y acusaciones, el caos, el calor y el ruido (especialmente el ruido), le hacían sentir que su cabeza era un yunque sobre el que los martillos golpeaban sin descanso. La aparición de Ash, que le aliviaría de sus responsabilidades era como encontrar agua en el desierto.

—Lo lamento mucho —balbuceó el oficial del distrito—. ¡Qué asunto más atroz…! Me temo que encontrará usted que las cosas están… un poco revueltas aquí. Gente sin disciplina… será mejor que los ponga en camino otra vez, lo más pronto que pueda… antes de que se produzca una batalla campal. Además, el problema del muchacho, también… Jhoti… el hermano… El presunto heredero. Llegó anoche. Debería decirle que…

Hizo lo que pudo por facilitar a Ash un informe de la situación y alguna idea de las responsabilidades y problemas consiguientes, pero era evidente que no lograba ordenar sus pensamientos ni hacer que su lengua le obedeciera. Finalmente, abandonó el esfuerzo y mandó llamar a un empleado nativo, quien presentó un inventario de la dote que transportaban en unos veinte arcones de hierro y la cantidad de dinero para el viaje; mostró listas de criados, camareras, doncellas, animales, tiendas de campaña, provisiones y cuidadores del campamento, pero admitió que las cifras eran sólo aproximadas y que probablemente el total exacto era un poco más alto. Pero aun con las cifras escritas, resultaba enorme, porque incluía una batería de artillería y dos regimientos de soldados del maharajá, además de veinticinco elefantes, quinientos camellos y, por lo menos, seis mil acompañantes.

—No era necesario enviar tantos. Ostentación, eso es todo —murmuró con voz ronca el oficial del distrito—. Pero, claro, él no es más que un chico… aún no tiene diecisiete años… me refiero al presunto heredero. El padre murió hace unos años, y esta… esta es una oportunidad de alardear ante los demás… los otros príncipes. Y ante nosotros, por supuesto. Un despilfarro de dinero, pero es inútil discutir con él. Un muchacho difícil… tramposo.

Al parecer, el joven maharajá había escoltado a sus hermanas hasta la frontera de su Estado, y luego regresó para dedicarse a cazar, dejando el enorme campamento a cargo del oficial del distrito, que tenía órdenes de acompañarle hasta Deenajung, donde lo entregaría al capitán Pelham-Martyn de la Caballería de los Guías. Pero ni Su Excelencia el gobernador del Punjab, ni las autoridades militares de Rawalpindi, se habían dado cuenta de las verdaderas dimensiones del campamento.

Tampoco sabían que, en el último momento, se agregaría alguien al grupo: Jhoti, el hermano de Su Alteza, de diez años de edad.

—No sé por qué lo mandaron. Aunque puedo suponerlo —balbuceó el oficial del distrito—. Una molestia, aunque… no supe que estaba aquí hasta anoche… Más responsabilidad. Bien, ahora esta joyita es suya. Lo siento por usted…

Aún quedaban muchas formalidades que completar, por lo que, hasta que se resolvieron, ya habían transcurrido muchas horas. Pero el enfermo insistía en retirarse, no sólo porque ansiaba tranquilidad y aire fresco para respirar, sino porque conocía las dificultades de la autoridad compartida. Ya el campamento no era «su joyita» y, por tanto, cuanto antes se marchara, mejor. Sus sirvientes lo trasladaron a un palanquín que esperaba, y se alejaron en las sombras polvorientas del anochecer mientras Ash salía a tomar el mando.

Aquella primera noche fue caótica. En cuanto el palanquín del oficial del distrito desapareció de la vista, una horda clamorosa rodeó a su sucesor para presentar exigencias de pago, acusaciones de robo, brutalidad y otras formas de zulum (opresión) y protestas a viva voz sobre una cantidad de asuntos que iban desde la instalación inadecuada hasta una discusión entre los que conducían los camellos y los mahouts de los elefantes sobre la colocación del alimento para los animales. Su comportamiento era comprensible, porque la edad y el rango del nuevo sahib que había sustituido al sahib Carter presuponía inexperiencia, y con este único elemento de juicio, los miembros del campamento, y también los jefes del pueblo, pensaban que el sirkar había enviado a un representante tan inexperto que resultaba un insulto, para que actuara como «perro ovejero, encargado de provisiones y niñera». Reaccionaron ante esta creencia en la forma previsible y descubrieron su error en menos de cinco minutos.

«Hablé con ellos —escribió Ash, describiendo la escena a Wally—, y así conseguimos aclarar el asunto». Era una buena descripción de lo sucedido, pero no trasmitía el impacto que su personalidad y sus palabras causaron en la ruidosa asamblea en el campamento de Karidkote. Ninguno de los sahibs que habían conocido manejaba su lengua en forma tan fluida y pintoresca… ni sabía combinar tanta autoridad con sentido común en media docena de frases enérgicas. Los pocos angrezi-log con quienes se habían cruzado hasta entonces eran funcionarios corteses, que se esforzaban honestamente por comprender un punto de vista ajeno a ellos, o, en ocasiones, algún sahib menos cortés que hacía un control o shikar, que perdía la paciencia y les gritaba cuando se enojaba. El sahib Pelham no hizo ninguna de estas cosas. Les habló a la manera de un sirdar (jefe) experimentado, conocedor de las costumbres de sus hombres y de las de la zona, y acostumbrado a ser obedecido. Como se verá, Ash había aprendido mucho de sus durbars del Regimiento.

El campamento escuchó y aprobó: este era alguien que les comprendía y a quien podían comprender. Cuando, a la mañana siguiente, se levantaron las tiendas y el campamento estuvo preparado para continuar el viaje, se habían pagado las cuentas a los habitantes del lugar, casi todas las disputas habían sido solucionadas, y Ash había logrado trabar conocimiento e intercambiar cortesías con la mayoría de los miembros de más edad de la comitiva de las novias, aunque no tuvo tiempo de individualizarlos, y sólo retuvo una impresión confusa de montones de rostros momentáneamente ocultos por las manos unidas en el tradicional gesto hindú de salutación. Más tarde, los conocería a todos, pero en ese momento lo principal era poner en movimiento al campamento. En ese aspecto, el consejo del oficial del distrito fue bueno: Ash decidió ponerlos en marcha lo más rápidamente posible, y tratar de no permanecer en el mismo lugar más de una o dos noches, para no repetir el error de cansar a la gente del pueblo como habían hecho en Deenajung. Casi ocho mil personas y más de la mitad de ese número de animales de carga eran peor que una plaga de langostas, y resultaba evidente que sin planificación y previsión su efecto sobre las zonas por donde pasaban podía ser igualmente devastador y desastroso.

No pudo dedicar mucha atención a los individuos en el primer día de marcha, porque recorrió de arriba abajo la larga columna, tomando nota de sus miembros y su composición y estimando sus posibilidades de velocidad, desempeñando de este modo, inconscientemente, una de las misiones que había mencionado a Wally: la de perro ovejero. Esto fue fácil, porque el avance era calmoso. La columna, de kilómetro y medio, se movía a paso lento, avanzando por la tierra con el ritmo lento de los elefantes y con frecuencia se detenía a descansar, charlar o discutir, a esperar a los rezagados o a sacar agua de los pozos al borde del camino. Por lo menos un tercio de los elefantes llevaba carga, y el resto, con excepción de los cuatro elefantes de gala, transportaba a un gran número de las fuerzas de Karidkote y una extraña variedad de armas que incluían pesadas piezas de artillería.

Los cuatro elefantes de gala llevaban magníficos howdahs de oro y plata cincelada. En ellos montarían las rajkumaris (princesas) y sus damas de honor, junto con su hermano menor y algunos miembros de más edad de la comitiva de las bodas, y también se pensaba que las novias viajarían en ellos durante el camino. Pero el paso lento y cadencioso de las grandes bestias hacía tambalearse a los howdahs, y la novia más joven, que era la más importante, por ser hermana del maharajá por padre y madre, se quejó de que se mareaba y exigió que ella y su hermana, de quien se negaba a separarse, fueran trasladadas a un ruth, un carro tirado por bueyes con techo en forma de cúpula y cortinas bordadas.

—Su Alteza está muy nerviosa —explicó el eunuco principal, disculpándose ante Ash por el retraso que causó este cambio en la organización del viaje—. Es la primera vez que sale de su Zenana, desea volver a casa y está muy asustada.

Aquel día recorrieron menos de trece kilómetros (no más de tres en línea recta, porque el camino descendía con grandes ondulaciones entre colinas cubiertas de arbustos que apenas eran repliegues del suelo). Era evidente que otros días harían aún menos, y Ash, estudiando aquella noche el mapa local a gran escala y calculando el avance semanal a un promedio de ochenta o noventa kilómetros, se dio cuenta de que a ese paso pasarían muchos meses antes de que volviera a ver Rawalpindi. La idea no le deprimió, porque aquella vida nómada al aire libre, con su constante cambio de escena, era muy de su gusto, y le encantaba estar libre de supervisión y de oficiales de más edad, él solo a cargo de varios millares de personas y sin tener que dar cuenta a nadie de lo que hacía.

A mediodía del día siguiente, recordó, un poco tarde, que había llegado el hermano del maharajá, pero, cuando preguntó si debía presentar sus respetos al joven príncipe, le respondieron que Su Alteza no se encontraba bien (resultado, según le informaron, de haber comido demasiadas golosinas), y que sería mejor esperar un día o dos. Se informaría al sahib en cuanto el niño se encontrara completamente recuperado. Entretanto, como favor especial, se le invitaba a conocer a las hermanas del príncipe.

La tienda de las novias era la más grande del campamento, y como siempre era la primera que se armaba, las otras se colocaban a su alrededor: las del círculo más próximo pertenecían a las de las damas de honor, doncellas y eunucos, y el siguiente, correspondía a los altos oficiales, los guardias del palacio, y el principito y sus sirvientes personales. Ash habría tenido derecho a que su tienda se incluyera en este último círculo, pero prefería una posición más tranquila y menos central, y había ordenado que se la montaran en el círculo exterior del campamento, que aquella noche en especial estaba muy lejos del pabellón de las novias. Fue escoltado al lugar de reunión por dos oficiales de la guardia y un caballero de edad madura que le había sido presentado la noche anterior como sahib Rao, hermano del fallecido maharajá y tío de las dos princesas.

La costumbre del purdah, el uso del velo y la reclusión de las mujeres, fue copiada por la India hindú de los conquistadores musulmanes y no tiene tradición muy antigua en el país, de modo que no es sorprendente que se haya permitido a Ash conocer a las princesas. Como sahib y extranjero, y más particularmente como representante del rajá, cuya obligación era velar por su seguridad y comodidad en el viaje merecía un tratamiento especial y, por tanto, se le concedió el honor de hablar con ellas, un privilegio que no se le habría otorgado a otro que no fuese un pariente cercano. De todas maneras, la entrevista fue breve, y de ninguna manera privada, realizada en presencia del tío de las novios y de otro pariente de edad madura, Maldeo Rai, y también de su dueña y prima distante Unpora-Bai, varias doncellas, un eunuco y media docena de niños. El recato se mantenía porque los rostros de las novias, y el de Unpora-Bai estaban parcialmente cubiertos por los saris llenos de frunces y bordados, que ellas mantenían de tal manera que sólo sus ojos y un pequeño trozo de la frente eran visibles. Pero como los saris eran de la gasa de seda más fina de Benarés, esto era más una actitud que otra cosa, y Ash obtuvo una idea bastante exacta de su aspecto.

«Tenías razón con respecto a ella —escribió a Wally en una larga postdata a la carta que describía su llegada al campamento—. Son muy bonitas. Al menos, la más joven. Aún no tiene catorce años, y es como esa miniatura de la emperatriz del Shah Jehan, la dama del Taj. Pude verla bien, porque uno de los niños trató de atraer su atención tirándole del sari, y se lo arrancó de la mano. Es la cosa más bonita que se ha visto, y me tranquiliza bastante que no la veas tú, celta susceptible, porque te enamorarías de ella de inmediato y no habría quien te contuviera. Te pasarías el día rimando "corazón" con "pasión" y "amor" con "dolor" desde aquí hasta Bhithor, y no podría soportarlo. ¡Por suerte, soy un misántropo amargado e insensible! La otra hermana permanece en la retaguardia y es mucho mayor, tiene unos dieciocho años, que en este país es casi como ser una solterona, y entiendo por qué no la casaron hace años; supongo que sólo es hija de alguna esposa secundaria, o quizá de una concubina del fallecido maharajá, y por lo que pude ver de ella, no es lo que se llama una belleza al gusto indio. Ni al mío tampoco. Demasiado alta, y con cara cuadrada. Prefiero los rostros ovalados. Pero sus ojos son maravillosos… "como los estanques de peces en Heshbon junto a la puerta de Beth-Rabbin…" No son negros como los de su hermana, sino del color del agua pantanosa, con estrías doradas. ¿No te gustaría estar en mi lugar?».

Aunque Ash se describiera a sí mismo como un amargado insensible, el hecho de que las princesas de Karidkote estuvieran lejos de ser feas agregaba sabor a la situación, aunque, como era improbable que las viera mucho, su impaciencia personal no era muy importante. De todas maneras, escoltar a dos jóvenes encantadoras a sus bodas en lugar de hacerlo con un par de «adefesios», hacía que todo el asunto le pareciera más romántico. Hasta compensaba con un poco de excitación el ruido, la suciedad y los inconvenientes del enorme campamento. Ash volvió a su tienda tarareando una antigua canción infantil que habla de una dama que iba a Banbury Cross «con anillos en las manos y ajorcas en los pies», y recordando mentalmente los nombres de bellezas legendarias cuyas historias se narran en el Rajasthan de Tod: la esposa de Humayan, Hamedu, que tenía catorce años; la adorable Padmini, «la más bella de toda la carne de la Tierra», cuya belleza fatal condujo al primero y más terrible saqueo de Chitor; Mumtaz Mahal, «Esplendor del Palacio», en memoria de la cual su acongojado marido erigió esa maravilla de mármol blanco, el Taj Mahal. Quizás, al fin y al cabo, Wally tenía razón: todas las princesas eran hermosas.

Ash estaba demasiado interesado en las novias como para reparar excesivamente en las damas de honor, varias de las cuales habrían merecido un poco más de atención. Y como el siguiente día de marcha terminaría en las afueras de una ciudad donde había una pequeña guarnición de tropas británicas, continuó su camino adelantándose al campamento para hablar con el oficial al mando de la guarnición. Así que aquel día no pudo ver a nadie del campamento, pues el comandante de la guarnición le invitó a cenar con sus hombres.

A diferencia de Wally, el comandante pensaba que un oficial británico que debía, desempeñar la tarea asignada a Ash debía ser compadecido, y eso dijo mientras bebían oporto y fumaban sendos cigarros.

—Realmente, no le envidio la tarea. ¡Gracias a Dios a mí nunca me ordenarán hacer algo así! Debe ser imposible vivir entre esa gente sin meter la pata veinte veces al día; francamente, no sé cómo se las arregla usted.

—¿Cómo me las arreglo en qué? —preguntó Ash, desconcertado.

—Con ese asunto de la casta. Con los musulmanes no hay problema; no parece importarles con quién comen o beben y les da lo mismo quién cocina o sirve la comida; no parecen tener tantos tabúes religiosos. Pero los hindúes de casta pueden presentar los problemas más espantosos: lo he aprendido a mi costa. Están tan acosados por sus complicadas reglas y costumbres y las restricciones que les impone la religión, que un extraño entre ellos tiene que caminar con mucho cuidado para evitar ofenderlos… o ponerlos incómodos. Para mí, es un serio problema.

El comandante ilustró los extremos del sistema de castas con la historia de un joven gravemente herido en la batalla a quien dieron por muerto, pero que se recuperó y vagó durante días por la jungla, hambriento, delirando y medio loco de sed, y aceptó un sorbo de leche que le ofreció una niña que cuidaba ovejas. Después de una larga estancia en un hospital, volvió a su hogar y narró cómo se había salvado. Su padre le dijo que seguramente aquella niña era una intocable y que él no tenía derecho a estar en su hogar. Después de complicadas ceremonias religiosas, se consideró que había recuperado la «pureza» y se le permitió volver con su familia.

Ash conocía el problema desde hacía muchos años. Pero se abstuvo de decirlo, y sólo comentó que pensaba que en ese aspecto únicamente los sacerdotes conservaban un respeto fanático por la ley y un terror obsesivo a la contaminación, y también la clase media. La nobleza tendía a estar menos atada a esto, y la realeza, segura de su propia superioridad sobre hombres de ascendencia más baja, generalmente se sentía libre de modificar las reglas para que se adaptaran a ellos, animados sin duda por la convicción de que si sobrepasaban los límites podrían pagar a los brahmines para que volvieran a ponerlos en buenas relaciones con los dioses.

—No es que tengan criterio más amplio —dijo Ash—, sino que creen firmemente en el derecho divino de los reyes; no es sorprendente, si se piensa que muchas familias de príncipes creen descender de un Dios… o del Sol o la Luna. Si uno cree eso, realmente no puede sentir que es igual a los demás hombres, y puede permitirse hacer cosas que están prohibidas a hombres con antepasados menos ilustres. No es que los nobles no sean religiosos; al contrario. Pueden ser muy devotos. Pero menos obcecados.

—Es posible que tenga usted razón —respondió el comandante—. Pero debo admitir que no conozco a ninguno de los príncipes gobernantes. ¿Un poco más de aporto?

La conversación pasó al tema de la caza de jabalíes y los caballos, y Ash no volvió a su tienda hasta bastante después de medianoche.

La mañana siguiente se presentó ventosa y húmeda, y Ash pudo dormir hasta más tarde, porque en esas condiciones el campamento tardaba más en ponerse en movimiento. Y debido a las condiciones climatológicas, tampoco pudo ver mucho a sus compañeros de viaje, que estaban envueltos en abrigos y mantas para protegerse de la humedad. Esto no le molestaba; ya habría tiempo de verlas más tarde, se sentía feliz de avanzar en silencio; hasta la incomodidad de pasar el día sobre una silla húmeda, con la cabeza agachada ante las ráfagas de viento, que le agitaban la capa mojada y llevaban la lluvia a sus ojos le parecía mejor que estar atado a un escritorio en Rawalpindi. La ausencia casi total de trabajo burocrático era, en su opinión, una de las principales ventajas de su misión actual; otra que la mayor parte de los problemas que surgían eran bien conocidos por él; sólo diferían en intensidad de los que solían surgir en cualquier durbar del Regimiento, y era igualmente fácil resolverlos.

Pero en esto se equivocaba, porque aquella misma noche surgiría un problema que no sólo desconocía, sino muy difícil de resolver. Y, potencialmente, muy peligroso.

El hecho de no estar preparado en absoluto para afrontarlo era en gran medida culpa suya, aunque también de una consulta insuficiente entre los cuarteles del Ejército de Rawalpindi y el comandante del Cuerpo de Guías, junto con un informe inexacto del Departamento Político y la enfermedad del oficial del distrito. Pero fue la actitud original de Ash hacia su misión (el despreciarla como un trabajo para un perro ovejero o una niñera) lo que lo llevó al viejo error de sus años de colegio: no hacer los deberes.

El único culpable era él, porque no se preocupó de averiguar nada sobre los antecedentes y la historia del Estado al que pertenecían las princesas que debía escoltar; las autoridades de Rawalpindi, por su parte, no le facilitaron información en ese sentido porque suponían que el señor Carter, el oficial del distrito, se encargaría de ello, y no podían adivinar que este sufriría un ataque de paludismo y no haría nada al respecto. Pero el resultado fue que Ash asumió el mando en un estado de total ignorancia y sin la menor conciencia de los problemas que le esperaban. Incluso la información de que en el último momento se había elegido a un joven hermano del maharajá para que viajara con el campamento no despertó mayor interés por su parte. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a acompañar un niño a sus hermanas a la ceremonia de su matrimonio? Consideró la presencia de Jhoti como un hecho sin importancia, y aparte de enviar un mensaje para interesarse por su salud, no pensó más en el asunto. Pero aquel día, al caer la noche, un sirviente vino a comunicarle que el principito se había recuperado completamente de su enfermedad y que quería verlo.

La lluvia había cesado unas horas antes y el cielo aparecía de nuevo despejado cuando Ash, con uniforme de gala en honor de la ocasión, fue conducido, una vez más, a través del ruidoso campamento iluminado con lámparas hasta una tienda próxima a la de las princesas, donde un centinela armado con un antiguo tulwar le entregó un distintivo y designó a un sirviente soñoliento para que lo condujera a presencia del principito. Una sola lámpara colgaba de un soporte de hierro en el exterior, pero, al entrar en la tienda, Ash quedó deslumbrado por las luces, porque el interior estaba iluminado por media docena de lámparas de estilo europeo, diseñadas para usar con pantallas de seda o terciopelo, pero que carecían de ellas, y estaban colocadas en mesitas bajas dispuestas en semicírculo alrededor de una pila de almohadones sobre los cuales estaba sentado un niño regordete y pálido.

Se trataba de un chico guapo, a pesar de su exceso de peso y de su piel grasa, y, de pronto, Ash recordó a Lalji tal como lo había visto por primera vez en el Hawa Mahal. Este niño debía tener la misma edad que Lalji entonces, y se parecía tanto al recuerdo del Yuveraj en la memoria de Ash que ambos podrían haber sido hermanos, aunque Lalji, pensó Ash, era un niño mucho menos atractivo que este, y sin duda no se habría puesto de pie para recibir a su visitante, como hacía Jhoti. El parecido se debía más bien a la indumentaria y la expresión, porque Lalji también llevaba ropas como estas, y también se le veía de mal humor… y muy asustado.

Ash pensó, mientras hacía una reverencia para responder al saludo del príncipe que si (como Wally sostenía) todas las princesas eran hermosas, era una pena que todos los principitos fuesen gordos, malhumorados y estuvieran presa del miedo. O, al menos, los que a él le había tocado conocer hasta el momento.

El absurdo de estos pensamientos le hizo sonreír, y aún sonreía cuando, al enderezarse, sus ojos se encontraron con un rostro que reconoció de inmediato con una sensación paralizante… el rostro del hombre que estaba detrás del principito a menos de tres pasos de este, cuyos ojos entrecerrados mostraban la misma maldad, la misma expresión fría y calculadora y tan familiar para Ash cuando su dueño era el cortesano favorito de Lalji y espía de la nautch.

Era Biju Ram.

La sonrisa se congeló en el rostro de Ash y tuvo la sensación de que su corazón se saltaba un latido. No podía ser cierto… era un error. Pero sabía que no. Y en ese mismo instante supo, sin la menor sombra de duda, por qué el pequeño Jhoti le recordaba a Lalji. Porque Jhoti era hermano o primo de Lalji.

No podía ser Nandu: Nandu debía tener más edad. Pero había por lo menos otros dos niños, y era posible que la nautch hubiese tenido más en los años posteriores. ¿O sería este un hijo de Lalji? No, era improbable. ¿Un primo, entonces? ¿El hijo o nieto de uno de los hermanos del viejo rajá de Gulkote…?

Ash notó que algunos de los presentes comenzaban a mirarle con curiosidad, y además que no había señales de reconocimiento en los ojos de Biju Ram. Su expresión astuta era habitual; la malignidad, también. En cuanto a la actitud calculadora, probablemente significaba que Biju Ram estaba evaluando el calibre de este nuevo sahib y preguntándose si sería necesario aplacarlo, porque en ninguna circunstancia le habría reconocido como el «chico de los establos» que había salvado la vida al Yuveraj de Gulkote muchos años atrás.

Ash se obligó a apartar la mirada de Biju Ram y a responder a las preguntas corteses del principito; en seguida se le normalizó el pulso y pudo echar un vistazo por la tienda y asegurarse de que no había allí ninguna otra persona que conociera. Por lo menos, había dos. Pero aun así no había peligro de que lo descubrieran porque, aparte de Koda Dad (que jamás lo había contado), no había nadie en Gulkote que pudiera haber averiguado que el hijo de Sita era un angrezi. No había nada que relacionara a aquel chico Ashok con el capitán Ashton Pelham-Martyn de los Guías, y poco parecido existía entre los dos. El único que no había cambiado era Biju Ram. Es verdad que estaba más gordo y empezaba a encanecer, y que las líneas que la vida disipada había comenzado a marcar en su rostro cuando joven aparecían ahora mucho más profundas; pero eso era todo. Aún se mostraba atildado, suave y astuto, y seguía usando el gran diamante en la oreja. Pero ¿por qué estaba aquí, y cuál era la relación entre el Yuveraj de Gulkote y este Jhoti de diez años? ¿Y de quién, o de qué, tenía miedo el chico?

Ash había visto el miedo demasiadas veces como para no reconocerlo, y allí estaban las señales: los ojos muy abiertos, demasiado brillantes, y las rápidas miradas que echaba a izquierda y derecha y por encima del hombro; los músculos tensos y la forma brusca de volver la cabeza, y el temblor incontrolable de las manos y la forma en que cerraba los puños.

Así se mostraba Lalji, y con buenas razones. Pero este niño no era heredero de un trono. Era sólo un hermano menor, de manera que resultaba inconcebible que alguien quisiera hacerle daño. La única explicación posible es que se había escapado para unirse a la caravana contra los deseos de sus mayores, y ahora temía las consecuencias de su travesura.

«Seguramente, es algún niño mimado que ha ido demasiado lejos con sus travesuras y ahora tiene miedo de recibir una paliza —pensó Ash—. Si es así, estoy seguro de que Biju Ram lo estimuló… Debo averiguar cosas sobre su familia… Sobre todos ellos. Debí haberlo hecho antes…».

El príncipe había comenzado a hacer presentaciones, y Ash se encontró saludando a Biju Ram intercambiando algunas frases formales antes de pasar al siguiente. Diez minutos después, la entrevista había terminado y Ash salió al aire libre, temblando un poco, no sólo por el choque del aire frío al salir de la tienda demasiado iluminada. Aspiró con alivio como si hubiera escapado de una trampa, y observó con vergüenza que tenía las palmas de las manos irritadas de apretar las uñas contra ellas.

Aquella noche, su tienda estaba bajo un banyan, a unos cincuenta metros del perímetro del campamento y aislada de este por el grupo de tiendas más pequeñas donde se alojaban sus servidores personales. Al pasar junto a ellas, decidió no llamar a uno de los empleados de Karidkote, porque Mahdoo estaba sentado afuera fumando su hookah. Ash pensó que probablemente el viejo ya había recogido tanta información sobre la familia real de Karidkote como cualquier habitante de ese Estado. A Mahdoo le encantaban los chismorreos y al ponerse en contacto con mucha gente que Ash no conocía, oía cosas de las que generalmente no se habla con los sahibs.

Ash se detuvo junto al viejo y dijo en voz baja:

—Ven a hablar conmigo en mi tienda, cha-cha (tío); necesito consejos. Además, hay muchas cosas que quizá puedas decirme. Dame la mano. Llevaré tu hookah.

En la tienda de Ash habían colgado una lámpara con la mecha baja, pero prefirió sentarse afuera, bajo el estrecho toldo. Mahdoo se sentó cómodamente en el suelo con las piernas cruzadas. Ash no podía hacerlo a causa de su uniforme, de modo que se sentó en una silla.

—¿Qué quieres saber, beta (hijo)? —preguntó el viejo empleando el tratamiento familiar de mucho tiempo atrás, que rara vez usaba ya.

Ash no respondió de inmediato. Guardó silencio unos momentos, escuchando el gorgoteo de la hookah y ordenando sus pensamientos. Por último, declaró con lentitud:

—En primer lugar, deseo saber qué relación hay entre el maharajá de Karidkote y un cierto rajá de Gulkote. Estoy seguro de que debe haber alguna.

—Por supuesto —replicó Mahdoo, sorprendido—. Son la misma persona. Los territorios de Su Alteza de Karidarra lindaban con los de su primo, el rajá de Gulkote. Cuando Su Alteza murió sin dejar herederos, el rajá fue a Calcuta a reclamar al sahib Lat las tierras y títulos de su primo. Como no había ningún pariente más cercano, se los concedieron, y los dos Estados se fusionaron en uno llamado Karidkote. ¿Cómo es que no lo sabías?

—¡Porque soy un ciego… y un estúpido! —La voz de Ash era apenas un murmullo, pero con una amargura concentrada que sorprendió a Mahdoo—. Estaba furioso porque los generales de Rawalpindi usaban esta oportunidad para alejarme de la frontera y entonces no me preocupé de hacer preguntas, ni de averiguar nada. ¡Nada!

—Pero ¿por qué habría de importarte quiénes son los miembros de la realeza? ¿Qué diferencia hay? —preguntó el viejo, preocupado por la vehemencia de Ash. Mahdoo no conocía la historia de Gulkote. El coronel Anderson había aconsejado a Ash no difundirla; cuantas menos personas la conocieran, mejor, ya que la vida del muchacho podía depender de que se perdiera su rastro. Era lo único que se le había prohibido mencionar a Ash, a Ala Yar o a Mahdoo, y no deseaba hablar del tema ahora. En cambio replicó:

—Uno debe saberlo todo sobre las personas que tiene a su cargo, para no ofenderlas por ignorancia. Pero esta noche me han demostrado que no sé nada. Ni siquiera… ¿Cuándo murió el viejo rajá, Mahdoo? ¿Y quién es este hombre que dicen es su hermano?

—¿El sahib Rao? Es sólo un medio hermano: el hijo mayor, y le lleva dos años, pero como es hijo de una concubina no podía heredar el gadi (trono), que fue ocupado por un hijo más joven, cuya madre era la Rani. Pero toda la familia le ha tenido siempre gran afecto y respeto. En cuanto al rajá… el maharajá… murió hace unos tres años, creo. Su hijo, el hermano de las Rajkumaries, es quien ocupa ahora el trono.

—Lalji —murmuró Ash.

—¿Cómo?

—El hijo mayor. Ese era su sobrenombre. Pero habría sido… —Ash se interrumpió bruscamente, recordando, de pronto, que el oficial del distrito había dicho que el maharajá de Karidkote era «apenas un chico, que aún no tenía diecisiete años».

—No, no. Este no es hijo de la primera esposa, sino de la segunda. El primero murió de una caída, unos años antes que su padre. Dicen que estaba jugando con un mono en los muros del palacio, y que cayó y se mató. Un accidente. —Y Mahdoo agregó con suavidad—: …al menos eso dicen.

«Un accidente», pensó Ash. La misma clase de accidente que estuvo a punto de suceder antes. ¿Habría sido Biju Ram quién le empujó hacia la muerte? O Panwa… o… ¡Pobre Lalji! Ash se estremeció, imaginando los últimos momentos de terror, y la larga e interminable caída hasta las rocas de abajo. ¡Pobre Lalji… pobre pequeño Yuveraj! De manera que finalmente lo había logrado; la nautch había ganado. Ahora su hijo, Nandu, aquel mocoso malcriado a quien habían echado por comportarse mal durante la visita del coronel Byng a Gulkote, era maharajá del nuevo Estado de Karidkote. Y Lalji estaba muerto…

—Parece que la familia sufrió muchas desgracias en los últimos años —continuó Mahdoo con tono reflexivo y volvió a chupar su pipa—. El viejo maharajá también murió de una caída. Me contaron que estaba cazando con halcón cuando él y su caballo cayeron en una nullah, y los dos se desnucaron. Suponen que el caballo fue picado por una abeja. Resultó muy triste para su nueva esposa… ¿Te he dicho que había vuelto a casarse? Sí, era la cuarta; las dos primeras habían muerto. Dicen que era joven y muy hermosa, la hija de un rico zemindar… —La hookah gorgoteó otra vez y a Ash le pareció que era una risita maliciosa y astuta—. Se dice —continuó Mahdoo con suavidad—, que la tercera Rani estaba muy enojada, y que había amenazado con suicidarse. Pero no fue necesario, porque su marido murió y la nueva esposa ardió con él en la pira.

—¿Suttee? —preguntó Ash vivamente—. Pero está prohibido. Es ilegal.

—Puede ser. Pero los príncipes aún se rigen por su propia ley, y en muchos Estados hacen lo que quieren y nadie se entera hasta que es demasiado tarde. La muchacha se convirtió en cenizas mucho antes de que nadie pudiera intervenir. Parece que la Rani mayor también lo habría hecho, pero sus damas la encerraron con llave en su habitación y enviaron un mensaje al sahib Político, quien estaba de viaje y no recibió el aviso a tiempo para evitar que la joven reina se convirtiera en una suttee.

—Muy conveniente para la Rani mayor… Supongo que pasó a ejercer el poder detrás del trono en Karidkote —observó Ash con ironía.

—Eso creo —admitió Mahdoo—. Lo cual es bastante extraño, porque dicen que en otra época fue bailarina en Cachemira. Pero, por lo menos durante dos años, fue el verdadero gobernante del Estado, y al menos murió siendo una maharani.

—¿Murió? —preguntó Ash, sobresaltado. Nunca había visto a Janoo-Rani, pero su presencia era tan poderosa en el palacio, que no podía creer que aquella mujer violenta y cruel que dominaba al anciano rajá y tramaba la muerte de Lalji… y la suya, ya no estaba viva. Era como si hubiera caído la fortaleza misma del palacio, porque aquella mujer parecía indestructible…— ¿Te contaron cómo murió, cha-cha?

Los ojos inteligentes de Mahdoo brillaron en el suave resplandor de la hookah cuando miró de reojo a Ash, y explicó en voz baja:

—Discutió con su hijo mayor, y poco después murió… por comer uvas envenenadas.

Ash respondió casi sin aliento:

—¿Quieres decir que…? No. Eso no puedo creerlo. ¡A su propia madre!

—¿Acaso he dicho que lo hizo él? Nahin, nahin —Mahdoo hizo un gesto de desaprobación—. Por supuesto, hubo una talash (investigación), y se probó que fue un accidente; ella misma había envenenado las uvas para eliminar una plaga de cuervos del jardín, y por error dejó un racimo en su plato…

La hookah produjo nuevamente un gorgoteo irónico, pero Mahdoo no había terminado.

—¿No te dije que el gobernante de Karidkote ha sufrido muchas desgracias? Primero, su hermano mayor; luego, su padre, y dos años después, su madre. Y antes hubo dos hermanitos y otra hermana que murieron cuando eran muy pequeños en un año de epidemia, cuando el cólera mató a tantos niños… y también a muchos hombres y mujeres grandes. Ahora, al maharajá sólo le queda un hermano… el principito que está aquí, en el campamento. Y sólo una hermana por padre y madre, la menor de las dos Rajkumaries que van a casarse, porque la mayor es sólo una hermana de padre, hija de la segunda esposa del rajá, de quien se dice que era extranjera.

—¡Juli! —pensó Ash, estupefacto ante el descubrimiento. Aquella mujer alta con velo, que había visto en el pabellón de las novias dos días antes era la hijita abandonada de la Feringhi-Rani, Anjuli, la niña que la nautch había comparado malignamente con un mango sin madurar, y que desde entonces fue conocida por todo el palacio como Kairi-Bai. Era Juli… y él no la había reconocido.

Se quedó allí sentado largo tiempo, mirando las estrellas y reviviendo el pasado, mientras a sus espaldas el campamento se disponía a dormir. Las voces de hombres y animales se convirtieron en un murmullo que se confundió con el de la brisa de la noche que soplaba entre las hojas del banyam, y junto a él, la hookah de Mahdoo gorgoteaba un acompañamiento rítmico a los golpes de un tam-tam lejano y el aullido de unos chacales en la llanura. Pero Ash no oía ninguno de estos sonidos, porque estaba a gran distancia en el espacio y en el tiempo, hablando a la niñita en un balcón de una torre derruida que miraba a las nieves del Dur Khaima.

—¿Cómo podía haber llegado a olvidarla tan por completo, si ella había sido una parte tan importante de sus años en el Hawa Mahal? No… no la había olvidado. No había olvidado nada. Simplemente, la había relegado al fondo de su mente y no había pensado en ella, tal vez porque estaba seguro de que…

Más tarde, aquella noche, después que se marchara Mahdoo, Ash abrió la pequeña caja metálica comprada con el primer dinero que le dieron para sus gastos en la que había guardado sus más apreciadas posesiones desde entonces: un anillito de plata que había usado Sita, la larga carta inconclusa de su padre, el reloj que le había regalado el coronel Anderson el día que llegaron a «Pelham Abbas», su primer par de gemelos y otras chucherías. Las revolvió, buscando algo, y finalmente vació el contenido de la caja sobre su catre. Sí, allí estaba. Un cuadradito de papel que comenzaba a amarillear.

Lo puso bajo la lámpara, lo desplegó, y se quedó mirando lo que contenía: un trocito de madreperla con forma de pez que era parte de un contador chino. Alguien… ¿la Feringhi-Rani, tal vez?, había hecho un orificio a través del ojo del pez para que pudiera emplearse como colgante, como lo había usado Juli. Era la posesión más querida de Juli, y se lo había dado como recuerdo para que no la olvidara, y él nunca había vuelto a pensar en ella… había tenido tantas otras cosas urgentes en qué pensar. Además, cuando Koda Dad dejó Gulkote, no quedó nadie que le enviara noticias del palacio, porque nadie más (ni siquiera Hira Lal) supo qué había sido de Ash ni dónde había ido.

Ash durmió poco aquella noche. Tendido de espaldas, con los ojos abiertos a la oscuridad, volvieron a su mente cientos de incidentes triviales que se habían perdido con los años.

Las estrellas comenzaban a palidecer cuando se quedó dormido, y al cerrar los ojos sintió volver del pasado un antiguo fragmento de conversación… algo que él había dicho alguna vez, aunque no podía recordar cuándo, ni por qué:

—En tu lugar, Juli, yo no me casaría. Es demasiado peligroso.

«¿Por qué peligroso?», pensó Ash con pereza, mientras se sumergía en el sueño.