13

—Hay hombres allí. Más allá de la nullah, a la izquierda —anunció uno de los centinelas, observando la llanura iluminada por la luna—. Mira… Vienen hacia aquí.

Su compañero se detuvo a mirar en la dirección que indicaba el dedo, y un momento después los dos rieron y sacudieron la cabeza.

—Gacelas. Con esta sequía, las chinkara se han vuelto tan audaces que son capaces de acercarse a pocos metros. Pero, si esas nubes no nos fallan, pronto habrá pastos en abundancia.

El verano de 1874 fue particularmente difícil. El monzón llegó tarde y por poco tiempo, y las llanuras que rodeaban a Mardan mostraban un color marrón dorado sin huellas de verde. Todo el día danzaban los remolinos de polvo en los manantiales secos y entre los espinos; los ríos arrastraban su escaso caudal entre orillas de deslumbrante arena blanca.

Tampoco en las montañas había pastos, por lo que los animales de caza se retiraron a valles distantes en busca de alimento. Sólo quedaban algunos jabalíes y chinkara, que invadían los campos por las noches, y que, a veces hasta se aventuraban a entrar en el acantonamiento a comer ramitas de los arbustos del jardín de Hodson, o a mordisquear las hojas de la morera que señalaba el lugar donde el coronel Spottiswood se había quitado la vida diecisiete años antes. Los centinelas se acostumbraron tanto a verlos que ya no respondían a una sombra oscura que se movía en la oscuridad con un disparo de carabina; además, el sector en la frontera limítrofe a Mardan estaba tranquilo desde hacía tanto tiempo que los hombres se habían habituado a la paz.

Hacía más de cinco años que no se producían «incidentes en la frontera», y los Guías no tenían actividades militares que realizar. Escoltaron al nuevo enviado, que había de desempeñar una misión en Kashgar. Un año más tarde, dos miembros de la escolta llevaron el tratado firmado desde Kashgar hasta Calcuta en sesenta días. Se designó a un cipayo de la Infantería de los Guías para acompañar a un mensajero por el Oxus y desde allí, por el camino de Badakshan y Kabul hasta la India; un sowar de Caballería, que había sido enviado a Persia con un oficial británico en misión especial, fue asesinado en el camino a Teherán mientras defendía su equipo de una banda de ladrones. Todas las tropas realizaron unas maniobras de un año de duración en Hasan Abdal, desde donde volvieron a Mardan en febrero del mismo año, para dedicarse a la rutina normal del acantonamiento, y rogar durante toda esa época de calor por una lluvia que suavizara el verano implacable.

Septiembre fue tan abrasador como julio. Ahora era casi a finales de octubre el termómetro que colgaba de la galería del comedor descendía a diario. Los hombres volvieron a salir al mediodía, y el viento que soplaba desde las montañas al atardecer era más fresco. Pero, aparte de algunos chaparrones aislados, no había señales de las lluvias de otoño… hasta aquella noche, en que por primera vez en muchos meses, se veían algunas nubes en el cielo…

—Esta vez, Shukr Allah (gracias a Dios), no nos fallarán —dijo devotamente el centinela—. Traen viento y lluvia.

—Así es —asintió su compañero.

Los dos hombres olfatearon el aire apreciativamente, y mientras una ráfaga repentina levantaba el polvo y oscurecía todos los movimientos en la llanura, se volvieron al mismo tiempo y continuaron su recorrido.

Un cuarto de hora después comenzaron a caer las primeras gotas en la oscuridad, seguidas de una lluvia torrencial que en pocos segundos convirtió el polvo del largo y ardoroso verano en un mar de barro y transformó cada nullah y hondonada seca en un río caudaloso.

Amparados en la oscuridad y en la confusión de ruido y de agua, los hombres que los centinelas habían confundido con chinkara pasaron las líneas de caballería sin ser descubiertos. Pero equivocaron el camino a causa de la lluvia y el viento y fueron detenidos por el guardia a la entrada del fuerte.

No figuraba en sus planes entrevistarse con las autoridades militares aquella noche. Esperaban llegar a las líneas de caballería sin ser vistos, y permanecer allí hasta la mañana siguiente, pero el havildar a cargo de la guardia hizo llamar al oficial indio de turno; en seguida fueron a buscar al ayudante que estaba jugando al whist en el comedor, así como al segundo comandante que se había acostado temprano.

El comandante en jefe también se había retirado temprano, pero no a dormir. Estaba escribiendo sus cartas semanales a Inglaterra cuando fue interrumpido por la entrada de dos de sus oficiales, acompañados de un individuo en el estado más lastimoso que había visto en su vida. Un indígena, flaco, con barba y la cabeza vendada, envuelto en una manta raída que llevaba como una capa, al estilo de la frontera, el cual dejó una serie de regueros rojos en la preciada alfombra de Shiraz del comandante. De la venda también chorreaba sangre de una mejilla herida, sin afeitar, y la manta que colgaba sobre el esquelético cuerpo del hombre no ocultaba que entre sus pliegues llevaba algo largo y abultado. El hombre dejó caer los brazos y los rifles que llevaba cayeron con ruido metálico en el círculo de luz proyectada por la lámpara de aceite en el escritorio.

—Ahí están, señor —dijo Ash—. Lo siento… nos ha costado demasiado tiempo… no fue tan fácil como… pensábamos.

Al principio, el comandante lo miró sin decir palabra. Le resultaba difícil creer que este era el joven oficial que había entrado furioso en su oficina dos años atrás. Este era un verdadero hombre. Ya había alcanzado su estatura definitiva y parecía delgado, con la delgadez de los músculos endurecidos y la vida más dura todavía. Tenía los ojos hundidos, estaba harapiento, desgreñado, herido y exhausto. Pero se mantenía erguido y se esforzaba por hablar el inglés que no había usado durante tanto tiempo.

Debo… disculparme, señor… —dijo Ash entrecortadamente, articulando mal a causa del agotamiento— por permitir que usted nos vea… así. No pensábamos… íbamos a pasar la noche con Zarin; nos pondríamos presentables, y por la mañana… Pero la tormenta… —Le falló la voz e hizo un gesto vago y completamente oriental con una mano.

El comandante se volvió hacia el ayudante y preguntó con sequedad:

—¿Los otros están ahí afuera?

—Sí, señor. Todos, excepto Malik Shah.

—Está muerto —informó cansadamente Ash.

—¿Y Dilasah Khan?

—También. Recuperamos casi todas las municiones. No había usado muchas. Las tiene Lal Mast… —Ash contempló los rifles y dijo con repentina amargura—: Espero que haya valido la pena. Costaron tres vidas. Es un precio alto por cualquier cosa.

—¿Por el honor? —preguntó el comandante en el mismo tono seco.

—¡Ah, el honor! —exclamó Ash, y rio sin alegría—. Malik y Ala Yar… Ala Yar. —Le tembló la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. Agregó con dureza—: ¿Puedo retirarme ahora, señor? —No había terminado de decirlo, cuando se desplomó hacia delante, como lo hace un árbol, sobre los rifles robados dos años atrás y recuperados al precio de tres vidas. Una de ellas, la de Ala Yar…

—Habrá que destituido, por supuesto —dijo el segundo comandante.

Su tono era más bien interrogativo, y el comandante en jefe, que estaba haciendo complicados dibujos sobre un papel secante, levantó rápidamente la cabeza.

—Bien… es una pena —opinó el mayor defensivamente—. Al fin y al cabo, si recapacitamos un poco, ha sido una tarea estupenda. He hablado con Lal Mash y los otros, y ellos…

—Curiosamente, yo también he hablado con ellos —le interrumpió con cierta aspereza el comandante—. Y si piensa actuar como abogado del diablo, pierde usted el tiempo. No lo necesito.

Habían pasado dos días desde que Ash y sus cuatro compañeros llegaran a Mardan, pero la lluvia continuaba y el pequeño fuerte estaba lleno del ruido del agua que golpeaba sobre los tejados planos y corría en cascadas por canaletas y alcantarillas, y salpicaba el barro de dos o tres centímetros de profundidad que había remplazado a los polvorientos senderos y praderas secas de la semana anterior. La familia de Malik Shah recibiría una pensión y sus cuatro compañeros de tribu fueron felicitados y reincorporados al servicio, se les devolvieron sus uniformes y se les abonaron los haberes de los dos años transcurridos. Pero el teniente Pelham-Martyn, a quien se acusaba de haberse ausentado sin permiso durante veintitrés meses y dos días, se encontraba oficialmente arrestado e incomunicado, aunque, en realidad, estaba postrado en cama en la enfermería, con fiebre alta debido a una herida que sufría en la cabeza que se había infectado. Su destino y su futuro aún estaban en el aire.

—¿Es decir, que está usted de acuerdo conmigo? —preguntó el mayor, desconcertado.

—Claro que sí. ¿Por qué me habría molestado en ir a Peshawar ayer? Ashton es un maldito jovenzuelo insubordinado, pero es demasiado valioso para expulsarlo. Mire… ¿qué es lo más beneficioso para un comandante que planea una campaña o trata de mantener el orden en un país como este? ¡La información! La información rápida y exacta vale más que todas las armas y municiones que puedan pedirse, y por eso lucharé para conservar a ese idiota. No creo que fuera posible en otro Cuerpo, pero nosotros no somos como los demás. Siempre hemos sido muy poco ortodoxos, y si uno de nuestros oficiales puede pasar un par de años al otro lado de la frontera sin que lo descubran como inglés, o como prisionero o como espía, es demasiado útil para perderlo, y no hay nada más que decir. Aunque entiéndanme bien: lo que se merece es un Consejo de guerra, y que lo degraden.

—Pero ¿qué diablos haremos con él? —preguntó el mayor—. No podemos permitir que continúe como si nada hubiera sucedido, ¿verdad?

—No. Claro que no. Cuanto antes se marche de Mardan, mejor —replicó el comandante—. Intentaré ver si puedo trasladarlo a otra unidad durante un par de años. Preferiblemente a una británica, donde se apacigüe y se vincule con su propia gente, para variar un poco. Necesita apartarse por un tiempo de sus amigos y de la frontera. No le vendrá mal una temporada en el Sur.

—Es posible que allí se mezcle en más complicaciones todavía —observó el mayor con pesimismo—. Al fin y al cabo, lo criaron como a un hindú, ¿verdad?

—¿Y qué? El hecho es que ahora no puede quedarse aquí. Causaría mal efecto en la disciplina.

Así fue cómo Ashton Pelham-Martyn fue enviado a Rawalpindi aquel invierno.

Si hubiera sido por el comandante en jefe lo habrían mandado aún más lejos. Porque, aunque Rawalpindi mal puede llamarse tierra de frontera (en el Noroeste se dice que comienza en Hasan Abdal, en otra época lugar de descanso de los emperadores mogoles en sus viajes a Cachemira), sólo está a unos ciento cincuenta kilómetros al Sudeste de Mardan. Pero, como el principal objetivo de las autoridades militares era alejar al culpable del Regimiento lo antes posible, y como la Brigada de Pindi no podía ofrecer ninguna vacante, Ash se habría sorprendido de conocer el gran número de resortes que se movieron para conseguir este traslado tan poco ortodoxo, por el momento habría que conformarse con eso. Entretanto, el comandante de los Guías obtuvo la promesa de que, en la primera oportunidad, el joven Pelham-Martyn sería trasladado más al Sur, y que de ningún modo se le permitiría poner el pie en la provincia de la frontera noroeste, o volver por el Indo.

En el improbable caso de que alguien recordara haberlo visto cuando se detuvo en el dâk-bungalow de Pindi, en el camino de Bombay a Mardan, más de tres años antes, realmente no lo habrían reconocido a causa de lo cambiado que estaba… y no sólo externamente. En los días de su infancia en Gulkote, según las pautas europeas, se le habría considerado muy maduro para su edad; la ciudad y el Hawa Mahal hacían pocas concesiones a la juventud, y Ash conoció muy pronto las verdades de la vida, la muerte y el mal. Sin embargo, más tarde, cuando era un niño entre los de su propia sangre, curiosamente parecía pequeño, porque conservaba la manera infantil de ver los problemas en la forma más simple posible, sin darse cuenta, o quizá simplemente ignorando, el hecho de que toda cuestión suele tener más de dos aspectos.

Al llegar a Rawalpindi aquel invierno sólo tenía veintidós años. Pero por fin se había hecho hombre, aunque siempre conservaría huellas del niño, el muchacho y el joven que había sido una vez, y a pesar de las advertencias de Koda Dad seguía viendo las cosas como «justas» o «injustas». Pero había aprendido muchas cosas en las tierras del otro lado de la frontera; una de las más importantes era controlar su genio, pensar más cuidadosamente antes de hablar, dominar su impaciencia y (esto era lo más sorprendente) aprendió a reír.

Superficialmente, el cambio en Ash era más notable todavía. Porque aunque se afeitó la barba y el bigote, el aspecto juvenil había desaparecido de su cara para siempre: mostraba líneas profundas, adultas, marcadas por el hambre, el sufrimiento y la vida dura. También presentaba una larga cicatriz de aspecto fiero que corría desde el nacimiento de los cabellos hasta la sien izquierda, levantándole una ceja, lo cual le daba una expresión enigmática, que, sin embargo, resultaba atractiva. Al mirarlo, se podía decir que era un hombre sumamente apuesto… y también, en cierta forma indefinible, peligroso: alguien de quien había que tener cuidado…

Acompañado por Gul Baz y Mahdoo, que ahora estaban algo envejecidos y comenzaban a sentir el peso de los años, Ash llegó a Rawalpindi y encontró que le habían asignado parte de un pequeño bungalow deteriorado, destinado principalmente a oficinas y archivos. Las habitaciones eran oscuras y estaban abarrotadas de cosas, pero, comparadas con los lugares donde Ash había dormido en los últimos dos años, parecían principescas, y como durante meses había vivido en estrecha comunidad con sus compañeros, no tenía inconveniente en compartirlas con ellos. En el acantonamiento había una falta de comodidades crónica. Ash tuvo suerte de que no le obligaran a compartir una tienda, y más suerte aún con el compañero que le tocó, a pesar de que un joven subteniente recién llegado de Inglaterra, con aficiones poéticas, era la última persona que Ash hubiese elegido para compartir su cuarto. Sin embargo, curiosamente, resultó un éxito. Los dos sintieron mutuamente simpatía desde el principio y pronto descubrieron que tenían mucho en común.

El subteniente Walter Richard Pollock Hamilton, del Regimiento de Infantería núm. 70, tenía en aquella época sólo un año menos de la edad de Ash cuando desembarcó en Bombay. Y, como Ash, veía a la India como un país pleno de maravillas y misterio, lleno de posibilidades de placer y aventura. Era un joven agradable, de excelente carácter, animoso e intensamente romántico, y también él se enamoró con todo su ser de una rubita de dieciséis años durante el viaje. La muchacha no tuvo inconveniente en flirtear con aquel joven alto y apuesto, pero su propuesta matrimonial fue rechazada en razón de su extrema juventud, y dos días después de salir de Bombay la chica se comprometió con un caballero que le doblaba la edad.

—Por lo menos treinta —declaró Walter con disgusto—. Y, además, un civil. Algún aburrido del Departamento Político. ¿Podrás creerlo?

—Fácilmente —respondió Ash—. Te diré, Belinda …

Pero la historia, tal como la contaba ahora, estaba desprovista de amargura, excepto en lo referente a George Garforth. Porque también esto había cambiado, en los últimos dos años, y al evocar su romance malogrado, Ash no sólo lo veía como algo efímero y tonto, sino que también percibía su lado cómico. Al contárselo a Walter, la crónica de su desdicha perdió todos los ribetes de tragedia, y llegó a convertirse en algo tan gracioso que el fantasma de Belinda quedó exorcizado para siempre, barrido por un huracán de risas hacia el limbo reservado para los amores olvidados. La cabeza hueca de dieciséis años siguió a Belinda allí, y Walter celebró el hecho escribiendo un poema obsceno titulado Oda a los subalternos rechazados, que habría sorprendido y molestado a sus cariñosos familiares, acostumbrados a muestras más elevadas del talento del «querido Wally».

Wally estaba convencido de que era un poeta. Era lo único en que fallaba su sentido del humor, y las cartas que escribía a su familia solían contener deplorables poemas de aficionado que se leían en el círculo de sus parientes y otros críticos igualmente descalificados, quienes los consideraban tan buenos como los del «querido señor Tennyson». Y se lo escribían. Pero la «Oda» era de un estilo muy diferente. Y Ash la tradujo al urdu y encargó a un cantante de Cachemira que le pusiera música. Luego se hizo muy popular en el mercado de Pindi, y durante muchos años se cantaron versiones de ella (las más conocidas) en todo el Punjab.

Wally mismo era bastante buen cantante, aunque las canciones que interpretaba eran menos profanas. Fue miembro del coro del colegio durante varios años y ahora, cuando sentía necesidad de cantar (lo cual le sucedía a menudo, porque cantaba siempre que se sentía contento o entusiasmado), atacaba uno de los himnos más belicosos de su vida estudiantil: Pelead en la buena pelea, o Adelante, soldados de Cristo. Su predilección por estos marciales himnos significaba que en el bungalow el día comenzaba invariablemente con el sonido de una voz de barítono acompañada de grandes salpicaduras de agua, anunciando en forma melodiosa que «El tiempo como un río incesante se lleva a todos sus hijos».

Estas y otras características de Wally, además del uso ocasional del dialecto, eran una inagotable fuente de diversión para Ash. Aunque en cualquier otra persona le habrían resultado fastidiosas o las habría ignorado con afectación. Pero Wally era… Wally… fidus Achates.

Aparte de Zarin, que fue más bien su hermano mayor, Ash nunca había tenido realmente un amigo íntimo. Parecía carecer de aptitudes para entablar amistad con los de su propia sangre. En el colegio y en la Academia Militar, y luego en el Regimiento, siempre había sido un solitario, un observador más bien que un participante, y aun en la cúspide de sus triunfos como atleta, nadie pudo decir que le conocía bien o que era muy amigo de él, aunque a muchos les habría gustado. Pero, en realidad, no le importaba si la gente le quería o no, y aunque en general le estimaban, él lo experimentaba como una emoción superficial, en gran parte por culpa suya. Pero ahora, inesperadamente, encontraba al amigo que le había faltado en todos aquellos años.

Se sintió cómodo con Walter desde el momento de conocerlo, y por eso le contó lo que ni siquiera había referido a Zarin: el relato completo de la difícil búsqueda de Dilasah Khan, la muerte de Dilasah Khan y la de Ala Yar y Malik. La salvaje venganza de los perseguidores contra el ladrón y asesino, el largo y terrible camino de regreso por un territorio donde tribus hostiles acosaron a los perseguidores, y la emboscada que les tendieron en la frontera varios hombres del Utman Khel que habían visto y codiciado los rifles y de quienes a duras penas escaparon con vida y después de resultar heridos Ash y Lal Mast.

Era una historia que el comandante de los Guías había oído, en parte, de labios de los cuatro hombres de la tribu de Dilasah, aunque no de Ash, que al principio estaba demasiado enfermo para responder a los interrogatorios, y luego se limitó a contestar las preguntas con el menor número de palabras. El informe que dio Ash sobre esos dos años era muy vago. Pero la historia en sí era cualquier cosa menos imprecisa, y Walter, que tenía madera de héroe, la escuchó fascinado, y se convirtió, a su vez, en un adorador de héroes. ¡No había nadie como Ash! Y, naturalmente, no había regimiento como el de los Guías.

Walter siempre había querido ser soldado, y soñaba con la gloria militar. Eran sueños secretos, que nunca había pensado en confiárselos a nadie. Pero le habló de ellos a Ash, y sin avergonzarse, y aceptó las burlas de Ash con buen humor.

—Tu problema —dijo Ash—, es que naciste demasiado tarde. Tendrías que haber sido un caballero. Uno de los caballeros de Ricardo Corazón de León. Pero ya no quedan mundos por conquistar… y en la guerra moderna no hay mucho atractivo ni nobleza…

—Tal vez no en Europa —respondió Wally—. Pero por eso he venido aquí. En la India es diferente.

—No creas.

—¡Tiene que ser diferente! En un país donde las armas aún son transportadas por elefantes, y los mejores de un regimiento como el tuyo han competido por el honor de servir en él. Los sowars y cipayos de allí no son hombres que no tienen otra alternativa, ni escoria de los arrabales de las grandes ciudades, como Lahore y Peshawar. Son campesinos… caballeros amantes de la aventura que se han alistado por honor. Es magnífico.

—Eres un idealista sin remedio —opinó Ash con ironía.

—Y tú un maldito cínico —replicó Wally—. ¿Nunca deseaste conquistar una posición inexpugnable o defender una posición insostenible? Yo sí. Me gustaría dirigir una carga de caballería, o realizar una empresa peligrosa. Y desearía que mis compatriotas me recordaran como recuerdan a Philip Sidney y a Sir John Moore. Y a ese de allí: «Nikalseyne»…

Estaban cabalgando por campo abierto al oeste de Pindi, y Wally extendió un brazo para señalar una colina rocosa en el horizonte, coronada por un obelisco de granito que conmemoraba el nombre de John Nicholson, muerto mientras dirigía un ataque en la batalla por la conquista de Delhi, diecisiete años antes.

—Así me gustaría morir. Con gloria… con una espada en la mano y a la cabeza de mis hombres.

Ash hizo la desalentadora observación de que los hombres de Nicholson le abandonaron y él sufrió una agonía de por lo menos tres días después de recibir los disparos.

—¿Y qué? No lo recordarán por eso. Alejandro habló de todo esto hace más de dos mil años. —Al joven le brillaban los ojos y su rostro estaba enrojecido como el de una muchachita—: Es hermoso vivir con valentía, y morir dejando gloria imperecedera. Lo leí cuando tenía diez años, y nunca lo he olvidado. Eso es exactamente…

Se interrumpió con un repentino estremecimiento que le hizo castañetear los dientes. Ash dijo:

—Jugando al escondite con la muerte… y te la merecerías. Yo prefiero caminar por terreno seguro y gozar de una buena vejez, aunque nada distinguida.

—¡Ah, vamos! —exclamó Wally, convencido de que su amigo era un héroe—. Se está poniendo muy frío aquí. Te desafío a una carrera hasta el camino.

A Ash no le resultaba extraño que le compararan con un héroe. Ya le había sucedido con los alumnos de los primeros cursos cuando jugaba en el equipo de primera de su colegio, y luego en la Academia Militar, y una vez, mucho tiempo atrás, con una chiquilla, «una casita pequeña con cara triste, como un mango sin madurar». Nunca lo tomó en serio y más bien le resultaba incómodo o irritante, y a veces ambas cosas. Pero en el caso de Wally lo recibía de otra manera, porque era el tributo de un amigo y no la adulación por una mera proeza física o ser diestro en los deportes, sin considerar si quien las poseía tenía una personalidad admirable o despreciable, o desagradable.

En Rawalpindi llegaron a llamarlos «Los inseparables» y si veían a uno sin el otro, siempre había alguien que preguntaba: «Eh, David, ¿qué has hecho con Jonathan?», o «¡Pero si es Wally! No lo reconocía sin Pandy… Parece como si te hubieses olvidado de ponerte alguna prenda». Estas y otras bromas igualmente tontas provocaron al principio la desaprobación de varios oficiales de alto rango ninguno de los cuales habría objetado demasiado que los jóvenes tuviesen una amante de «media casta» o que visitaran el prostíbulo, pero que sentían verdadero horror hacia lo que llamaban «vicio antinatural».

Para estos hombres maduros, cualquier amistad entre dos jóvenes era sospechosa, y temían lo peor, pero unas cuidadosas pesquisas no revelaron nada que pudiera considerarse «antinatural» en los vicios de los dos jóvenes. En ese sentido al menos, ambos eran completamente «normales»… como podría haber atestiguado Lalun (la más seductora y cara cortesana de la ciudad). No es que sus visitas a estos establecimientos fuesen demasiado frecuentes; los gustos de los jóvenes tenían otras direcciones; y Lalun y las de su especie sólo representaban una experiencia: una entre muchas. Cabalgaban juntos, hacían carreras y jugaban al polo, cazaban perdices en las llanuras y chikor en las montañas, pescaban o nadaban en los ríos, y gastaban más de lo que podían en comprar caballos.

Leían vorazmente: historia militar, memorias, poesía, ensayos, novelas: De Quincey, Dickens, Thackeray y Walter Scott; Shakespeare, Eurípides y Marlowe; Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, La comedia humana, de Balzac, y El origen del hombre, de Darwin… Tácito y El Corán, y toda la literatura del país que llegaba a sus manos… sus gustos eran universales y todo era agua para su molino… Wally se preparaba para ser ascendido a teniente y Ash le ayudaba con el pushtu y el indostaní, y pasaba horas hablándole de la India y sus pueblos; no de la India británica de los acantonamientos y los clubes, o el mundo artificial de los lugares de vacaciones en la montaña y los espectáculos de equitación, sino esa otra India: esa mezcla de atracción y superficialidad, malignidad y nobleza. Una tierra llena de dioses, de oro y de hambre. Horrible como un cadáver que se pudre e increíblemente bella…

—Yo sigo pensando que este es mi país y que a él pertenezco —confesó Ash—, aunque he aprendido que sentir que uno pertenece a algo o a alguien no significa mucho si esa pertenencia no es admitida; a mí no me admiten aquí, excepto Koda Dad, y a veces algunos extraños que no conocen mi historia. Para quienes la conocen, parece que soy y seré siempre un sahib. Aunque de niño fui, o al menos creí ser, durante siete años, un hindú… toda la vida, para un niño. Por aquel entonces, jamás se me ocurrió, ni a nadie, que no lo era; sin embargo, ahora ningún hindú de casta alta querría sentarse a la mesa conmigo, y muchos deberían tirar su comida si mi sombra cayera sobre ella, y lavarse si llegara a tocarlos. Hasta los más humildes romperían una taza o un plato que yo hubiera usado, para que nada se mancillara con su contacto. Entre los mahometanos no pasan esas cosas, por supuesto, pero cuando buscábamos a Dilasah Khan y yo vivía y peleaba y pensaba igual que ellos, creo que ninguno de los hombres que sabían quién era yo lo olvidó por un solo momento. Y como parece que no puedo aprender a pensar que soy un sahib ni un inglés, supongo que en el Ministerio de Relaciones Exteriores me consideran «una persona sin país». Un ciudadano de la tierra de nadie.

—«Ese Paraíso de los tontos, que pocos desconocen» —citó Wally.

—¿Qué es eso?

—El Limbo… según Milton.

—Ah, sí. Quizá tengas razón. Aunque yo mismo no lo describiría como un paraíso.

—Puede tener sus ventajas —sugirió Wally.

—Tal vez. Pero a mí no se me ocurre ninguna —respondió Ash con ironía.

Una vez sentados en la noche cálida a la luz de la luna entre las ruinas de Taxila (la Brigada de Pindi había acampado allí), Ash habló de Sita, otro tema del que nunca había querido hablar antes con nadie. Ni siquiera con Zarin y Koda Dad, que la habían conocido.

—… de manera que ya ves, Wally. La gente dirá lo que quiera, pero ella fue mi verdadera madre. Nunca conocí a la que me trajo al mundo y, en cierto modo, no creo en ella, aunque, por supuesto, he visto su retrato. Debe de haber sido muy bonita, y no creo que Mata-ji (Sita) fuera bonita. Pero, para mí, fue siempre hermosa. Y supongo que es por ella por lo que siento que este es mi país, y no Inglaterra. De todos modos, los ingleses no hablan de sus madres. Se considera «de mal gusto» o «poco cortés»; no recuerdo.

—Ambas cosas, creo —respondió Wally, y agregó con complacencia—: A mí me está permitido. Es uno de los privilegios de ser irlandés. Se supone que somos sentimentales. Es un gran alivio. Tu madre adoptiva debe de haber sido una mujer notable.

—Lo era. Sólo comprendí hasta qué punto mucho más tarde. Cuando uno es joven acepta tantas cosas sin analizarlas. Sita era más valiente que nadie que yo haya conocido. Valiente de la mejor manera, porque siempre tenía miedo. Yo sé eso ahora, aunque lo ignoraba entonces. Y era tan pequeña. Era tan pequeña como yo…

Se interrumpió y se quedó contemplando la llanura, al recordar qué fácil había sido para un chico de once años alzarla y llevarla hasta el río…

El viento de la noche traía el olor del humo de las hogueras del campamento, con una mezcla del perfume de los pinos de las sierras cercanas, que parecían de terciopelo ajado a la luz de la luna. Quizá fue esto último lo que le hizo evocar el fantasma de Sita.

—Ella solía hablarme de un valle entre las montañas —dijo Ash con lentitud—. Supongo que sería su tierra, el lugar donde nació. Ella procedía de las montañas, ¿sabes? Algún día iríamos a vivir allí; construiríamos una casa y plantaríamos árboles frutales y tendríamos una cabra y un asno. Me gustaría saber dónde está ese valle.

—¿Nunca te lo dijo? —preguntó Wally.

—Es posible que alguna vez me lo haya dicho. En todo caso, lo he olvidado. Pero supongo que está en algún lugar en el Pir Panjal; aunque siempre pensé que debía encontrarse en las montañas bajo el Dur Khaima. No sabes lo que es el Dur Khaima, ¿verdad? Es la montaña más alta en la cadena que se ve desde Gulkote: una gran corona de picos nevados. Yo solía rezar a esa montaña. Qué tontería, ¿no?

—No es una tontería. ¿Leíste alguna vez Aurora Leigh? «La tierra está llena de cielo, y cada pequeño arbusto arde por Dios; pero sólo el que lo ve se quita los zapatos». Tú, simplemente, te quitabas los zapatos, eso es todo. Y no eres el único. En el mundo debe de haber millones de personas que ven montañas sagradas. Y luego también está David: Levavi oculos

Ash rio.

—Lo sé. Es gracioso que lo digas. Yo pensaba en el Dur Khaima cada vez que cantábamos eso en la capilla. —Ash se volvió a mirar las sierras y el contorno lejano de las montañas que se elevaban a espaldas de ellos y recitó en voz baja—: «Alzaré mis ojos a las montañas de donde me llegará la ayuda». ¿Sabes, Wally? Cuando llegué a Inglaterra y no había aprendido ninguna otra cosa, trataba de averiguar en qué dirección estaba el Himalaya para poder decir mis plegarias con el rostro vuelto hacia allí, como Koda Dad y Zarin, que siempre miraban hacia La Meca. Recuerdo que mi tía se horrorizaba. Le dijo al vicario que yo era no sólo un pagano, sino un idólatra del demonio.

—Es comprensible —respondió Wally con actitud tolerante—. Yo tuve más suerte. Durante años, mi familia no descubrió que yo pensaba que le rezaba al padrino… alguna confusión entre «padrino» y «Padrenuestro»… En particular porque el viejo tenía unos impresionantes bigotes blancos y un reloj con cadena de oro, e infundía miedo a todo el mundo. Te diré que me impresionó bastante enterarme de que él no era Dios y yo había estado enviando mis plegarias a un domicilio equivocado. Todos esos años de ardientes súplicas echados a la basura… Fue un desastre, realmente.

La carcajada de Ash despertó al ocupante de la tienda de al lado, quien, con voz airada, les gritó qué se callaran y le dejaran dormir.

Wally sonrió y bajó la voz.

—No, ahora hablo en serio; lo que más me preocupaba era el haberlas desperdiciado. Pero he llegado a la conclusión de que lo que vale es la intención. Mis plegarias eran perfectamente auténticas, como supongo que eran las tuyas, de manera que el hecho de que estuvieran mal dirigidas fue un error del que no creo que el Todopoderoso nos haga responsables.

—Espero que tengas razón. ¿Tú todavía rezas, Wally?

—Claro —respondió Wally, genuinamente sorprendido—. ¿Tú no?

—A veces, aunque no sé bien a quién van dirigidas mis plegarias. —Ash se puso de pie y sacudió el polvo y las briznas de hierba seca de sus ropas—. Vamos, Galahad, es hora de que entremos. Esas malditas maniobras comenzarán a las tres de la mañana.

En tales circunstancias no era sorprendente que Wally deseara con toda su alma ingresar en los Guías, aunque, por el momento, no podía hacer mucho al respecto, ya que primero debía aprobar los exámenes para ascender a teniente. Ash estaba casi seguro de que una recomendación suya serviría más bien para dificultar que para facilitar las posibilidades de su amigo de que le ofrecieran una plaza, de manera que usó un método oblicuo y lo presentó al teniente Wigram Battye, de los Guías, que fue dos veces a Rawalpindi enviado por el Regimiento. Y, más tarde, a Zarin.

Zarin tomó un corto permiso en la época calurosa, en julio, y vino a Pindi a traer noticias de su hermano y su padre, así como del Regimiento y de la frontera. No pudo quedarse mucho tiempo porque pronto llegaría el monzón, y, una vez que comenzara, sería imposible atravesar los barrancos y el viaje se haría muy largo; pero se quedó lo suficiente como para recibir una excelente impresión del nuevo amigo de Ashok. Ash se ocupó de que Zarin comprobara que el muchacho era un experto tirador y jinete, sabiendo que con su propia instrucción poco ortodoxa y los métodos más eruditos de un munshi, Wally ya había logrado grandes progresos en las dos lenguas principales de la frontera. Y aunque Ash no hizo elogios de él en ningún sentido, Mahdoo dijo mucho:

—Ese es un buen sahib —declaró mientras charlaba con Zarin en la galería del fondo—. A la antigua, como el sahib Anderson en su juventud. Cortés y amable, y con el porte y el valor de un rey. Nuestro muchacho está muy cambiado desde que se conocieron. Otra vez alegre, se ríe y hace chistes. Sí, los dos son buenos chicos.

Zarin había aprendido a respetar los juicios del viejo, y el carácter y la personalidad de Wally hicieron el resto. Wigram Battye también observaba, escuchaba y aprobaba; tanto él como Zarin llevaron informes favorables a Mardan, con el resultado de que los Guías, siempre en busca de buen material, tomaron nota del subteniente Walter Hamilton y del 70 Regimiento de Infantería como futuro miembro de su Cuerpo.

Aquel verano el calor fue tan horrible como el anterior, pero para Wally era el primero, por lo que sufrió todos los tormentos que pueden caer sobre alguien que por primera vez experimenta temperaturas extremas. Tuvo erupciones, forúnculos, fiebres, disentería, gripe y otras enfermedades a causa del calor; una vez sufrió una insolación seria y pasó varios días en una habitación oscura, convencido de que se moría… sin haber hecho ninguna de las cosas que deseaba. Por consejo del oficial médico, su coronel lo envió a las montañas a recuperarse, y Ash consiguió un permiso y le acompañó.

Junto con Mahdoo y Gul Baz, salieron en una tonga hacia Murree, donde les habían reservado habitaciones en un hotel, que en esa época del año estaba lleno de visitantes que huían del calor insufrible de la llanura.

Wally celebró su escapada enamorándose de tres señoritas al mismo tiempo: una muchacha bonita, que se sentaba a una mesa vecina en el comedor, y dos mellizas, hijas de un magistrado, que vivían en un chalet en terrenos del hotel. Como le resultaba imposible elegir entre ellas, ninguno de estos flirteos se convirtió en algo serio, pero se inspiró para escribir muchos poemas de amor, todos ellos deplorables, y aceptó tantas invitaciones a cenar, bailar o tomar el té que, si Ash no hubiera intervenido, prácticamente no habría tenido posibilidades de disfrutar del descanso y la tranquilidad prescritas por el médico. Pero Ash no tenía intención de desperdiciar su permiso atendiendo a «un montón de muchachas tontas y divorciadas ligeras de cascos», y lo dijo con bastante fuerza… agregando que, en su opinión, los objetos de la devoción de Wally eran tres de las más insípidas damiselas que había conocido y que los pésimos poemas de Wally eran dignos de ellas.

—Tu problema —respondió el furioso poeta, lastimado donde más le dolía—, es que no tienes alma. Y, además, si has de hacerte el misógino por el resto de tu vida porque alguna niñita estúpida destrozó tus ilusiones juveniles hace unos años, realmente estás loco. Es hora de que te olvides de Bertha o Bella o Belinda o como quiera que se llamase, y te des cuenta de que hay otras mujeres en el mundo… y muy encantadoras, además. No es que piense que debas casarte con ellas —concedió generosamente—. No creo que un soldado deba casarse antes de los treinta y cinco años, por lo menos.

—¡Daniel llama a la razón! —se burló Ash—. Bien en ese caso, es mejor alejarnos de la tentación.

Se trasladaron a Cachemira, dejando la mayor parte de su equipaje en el hotel. Alquilaron ponies para recorrer el largo camino entre Murree y Baramullah, y cerca de allí cazaron patos en el lago Wula y osos y barasingh en las montañas junto al lago.

Era la primera experiencia de Wally en la alta montaña. Contemplando la cresta blanca del Nanga Parbat, la «Montaña Desnuda», alta e imponente sobre la larga cadena de nieves que rodean el fabuloso valle de Lalla Rookh, Wally comprendió la impresión sobrecogedora que había movido a Ash, cuando niño, a orar al Dur Khaima. Toda la zona le parecía extraordinariamente hermosa. No deseaba abandonarla, y Pindi le pareció más caluroso y polvoriento y desagradable que nunca cuando la tonga llegó al camino del acantonamiento en el último día de permiso, trayéndolos de regreso al bungalow. Pero el aire de la montaña y los largos días pasados a la intemperie habían cumplido su misión. Wally volvió sano y fuerte, y no tuvo más problemas durante el resto de la temporada de calor.

El calor no molestaba a Ash, pero el trabajo de oficina le aburría hasta la desesperación, y había demasiado de él en Rawalpindi. Zarin vino desde Mardan y le dijo que los Guías proporcionarían una escolta para el hijo mayor de la Padishah (la reina) cuando aquel visitara Lahore durante un recorrido por la India en el invierno.

—Es un gran honor —explicó Zarin—, y lamento mucho que no participes en esto. ¿Cuánto tiempo más piensan tenerte aquí, atado a un escritorio? Ya llevas aquí casi un año. Pronto hará tres desde que serviste por última vez en el Cuerpo de Guías; es mucho tiempo. Ya es hora de que vuelvas con nosotros.

Pero las autoridades no estaban de acuerdo con esta opinión. Habían prometido enviar a Pelham-Martyn a mayor distancia de la frontera en cuanto se presentara una buena oportunidad, y ahora, casi once meses después, se despertaron del letargo inducido por el tiempo caluroso, y cumplieron la promesa.

Había llegado una carta del primer secretario del gobernador del Punjab que solicitaba, en nombre de Su Excelencia, la designación de un oficial británico para escoltar a las dos hermanas de Su Alteza, el maharajá de Karidkote, a Rajputana, donde debía contraer matrimonio con el Rana de Bhithor. La principal misión del oficial durante el trayecto sería vigilar que las hermanas de Su Alteza fueran recibidas con los debidos honores y honras militares por todas las guarniciones británicas que encontraran a su paso, y que su campamento estuviese adecuadamente aprovisionado. Al llegar a Bhithor, debía verificar que se pagara el precio estipulado por las novias y que los matrimonios se realizaran sin inconvenientes, para luego acompañarlas en su viaje de regreso hasta la frontera de Karidkote. Considerando todo esto, y teniendo en cuenta que el campamento probablemente sería grande, era esencial que el oficial elegido fuera no sólo un lingüista fluido, sino que conociera a fondo el carácter de los indígenas y las costumbres del lugar.

Este último párrafo los hizo pensar en el teniente Pelham-Martyn; y el asunto se decidió rápidamente porque la misión lo llevaría lejos de la frontera noroeste. A Ash no se le pidió su opinión ni se le dio oportunidad de rechazar la designación. Simplemente, lo llamaron y le dieron las órdenes.

—Lo que parece que quieren —dijo Ash disgustado, describiendo la entrevista a Wally—, es alguien que actúe como una combinación de perro ovejero, oficial encargado de pertrechos y niñera con un grupo de mujeres chillonas y parásitos de palacio: yo seré eso. Bien, adiós al polo por esta temporada. ¿A quién se le ocurre ser soldado en tiempos de paz?

—Mira, yo creo que tienes mucha, suerte —declaró Wally con envidia—. Ojalá me hubieran elegido a mí. Imagínate… paseando por la India con dos hermosas princesas.

—Es más probable que sean dos adefesios mal vestidos —replicó Ash con acritud—. Seguramente son gordas, malcriadas y caprichosas… y aún están aprendiendo a leer y escribir.

—¡Tonterías! Todas las princesas son arrebatadoramente hermosas. O, al menos, deben serlo. Ya las veo, con los dedos de las manos llenos de anillos y campanillas en los dedos de los pies, y cabellos como el de Rapunzel… No, ella era rubia, ¿verdad? Serán morenas. Adoro a las morenas. ¿No te animarías a preguntar si puedo ir contigo? Como ayudante principal: jefe de cocina y limpieza. Sin duda necesitarás a alguien así.

—¡Vete al diablo! —respondió Ash.

Quince días después se despidió de Wally, y acompañado por Gul Baz, su syce jefe Kulu Ram, un cortador de hierba y media docena de servidores de menor categoría, partió hacia Deenajung, un pueblecito de la India británica, donde la comitiva de las bodas, en ese momento a cargo de un oficial del Distrito, esperaba su llegada.