No había luna la noche que Dilasah desapareció de Mardan, llevándose su propio rifle de Caballería y otro más perteneciente al Ejército. Nadie le vio irse, porque él como Malik, sabía moverse como una sombra cuando lo deseaba.
Había estado de guardia en el último turno, antes del amanecer, junto con otro hombre y probablemente no acuchilló a su compañero porque no quería verse envuelto más en hechos de sangre, y no tanto por respeto a la vida humana. Pero el hombre sufrió una conmoción grave y pasó bastante tiempo antes de que pudiese contar la historia. Naturalmente, no se esperaba el ataque y no recordaba de dónde le había venido, pero parecía evidente que Dilasah le había golpeado con la culata de su carabina antes de amordazado y atarlo con su propio turbante, y arrastrado a las sombras donde no pudiesen oírlo desde el dormido campamento. Luego, el agresor huyó, y seguramente pasó una hora hasta que los gemidos del hombre amordazado despertaran a alguien que fue a investigar, porque, aunque salieron patrullas a caballo a buscarlo por el campo circundante, no lograron hallarlo.
Al caer la noche, aún no había rastros de él, y a la mañana siguiente el comandante quiso saber cuántos otros miembros de su clan servían en el Regimiento. Los llamó a su oficina y ordenó que se quitaran todas las prendas del uniforme y dejaran todas las piezas del equipamiento que eran propiedad del Regimiento. Ellos obedecieron en silencio, colocando las cosas en el montón formado en el piso cubierto de esteras, y luego volvieron a su lugar y se quedaron en posición de firmes.
—Ahora váyanse —ordenó el comandante—, y que no les vuelva a ver las caras hasta que hayan traído los dos rifles.
Los hombres salieron sin pronunciar palabra, y nadie discutió la actitud del comandante en jefe, excepto Ash, a quien le llegó la noticia como culminación de una semana muy difícil.
—Pero no puede hacer eso —protestó Ash al comandante de su escuadrón, pálido de furia—. ¿Qué tiene que ver con ellos? No es culpa suya. ¡Si… si ni siquiera le tenían simpatía! Nunca lo han querido.
—Pertenecen al mismo clan —explicó pacientemente el comandante del escuadrón—. Y el comandante en jefe es un tipo muy astuto que sabe lo que hace. Quiere que devuelvan los rifles para que no usen esas armas en los desfiladeros… y porque tampoco puede permitir que esos hombres se las lleven. Otros muchos podrían pensar que… No, ha hecho lo único que podía hacer. Es una cuestión de izzat. Dilasah ha traicionado a su clan y sus compañeros usarán esas armas para sus propios fines. Ya verá. Probablemente saben muy bien adónde se dirige, y en cuarenta y ocho horas estarán de vuelta con los rifles.
—¿Y qué? Les han quitado sus uniformes y los han echado… castigados y públicamente degradados por algo que nada tenía que ver con ellos. Si hubiera justicia soy yo quien debió ser castigado… ¡O usted! Yo sabía que ese hombre no estaba mezclado en nada bueno, y usted también. Se lo dije, y usted le prestó tanta atención como si fuera un cuento de hadas. Pero yo pude haber hecho algo para evitarlo, y Malik y los otros no. ¡No es justo!
—¡Por Dios, trate de crecer un poco, Pandy! —saltó el comandante del escuadrón, perdiendo la paciencia—. Se comporta como un chico de dos años. ¿Qué le pasa? Hace varios días que está intratable. ¿No se siente bien?
—Estoy perfectamente, gracias —respondió Ash enfadado—. Pero no me gusta la injusticia e iré yo mismo a ver al comandante en jefe.
—Bien, será mejor que vaya usted. En estos momentos no está del mejor humor; así que cuando oiga lo que le contestará, se dará cuenta de que debía haberlo pensado mejor.
Pero era inútil tratar de razonar con Ash, no sólo por la deserción de Dilasah y el despido de sus compañeros de clan, sino porque ese había sido el último, y no el peor, de una serie de incidentes en una semana que, al recordarla en el fututo le parecería el período más negro de su vida. En lo sucesivo nada llegaría a ser tan malo, porque él ya no volvería a ser la misma clase de persona que había sido hasta entonces…
Todo comenzó con una carta que recibió en el correo de la mañana. Abrió el sobre distraídamente, sin siquiera reconocer la escritura de quien lo enviaba, y suponiendo que se trataba de una invitación a una cena o un baile. La bien intencionada carta de la señora Harlowe, quien le informaba que su hija estaba comprometida para casarse, fue tan inesperada como la primera sacudida de un terremoto.
Belinda estaba tan, tan contenta, escribía la señora Harlowe, que ella esperaba de todo corazón que Ash no hiciera nada para estropear esa dicha, porque ya debía darse cuenta de que Belinda y él no eran el uno para el otro, y en todo caso él era demasiado joven para pensar en casarse. Ambrose era, en todo sentido, una elección mucho más sensata para Belinda, y la señora Harlowe estaba segura de que Ash era lo bastante generoso como para alegrarse de esa felicidad y desear a Belinda la mejor suerte para el futuro. Belinda había pedido a la señora Harlowe que comunicara la noticia a Ashton, a causa de todas las tontas habladurías que había sobre los dos.
Ash se quedó mirando la carta durante tanto tiempo que, finalmente, uno de sus compañeros le preguntó si se sentía bien, y tuvo que repetir tres veces la pregunta antes de recibir una respuesta.
—No… es decir, sí —respondió confusamente Ash—. No es nada.
—¿Malas noticias? —preguntó Wigram Battye amablemente.
—No. Me duele la cabeza… supongo que estuve mucho al sol. Creo que iré a acostarme un rato —dijo Ash. Y agregó de repente—: ¡No puedo creerlo!
—¿Creer qué? Oye, Ash, ¿no sería conveniente que visitaras al médico? Se te ve muy mal —observó cándidamente Wigram—. Si es una insolación…
—Bah, no seas tonto —respondió bruscamente Ash. Fue a su cuarto, se sentó en el borde de la cama y releyó la carta de la señora Harlowe.
Cada vez le resultaba más difícil creerla. Si Belinda se hubiera enamorado de otro, él tendría que haberse dado cuenta cuando la vio, sólo tres semanas atrás… Pero sus últimas palabras no indicaban que hubiesen cambiado sus sentimientos, y Ash no podía entender que, después de todo lo sucedido entre los dos, pudiera pedir a su madre que escribiera aquella carta. Si fuera verdad, la habría escrito ella misma; siempre había sido honesta con él. Ambrose… ¿Quién diablos era Ambrose? Era una maquinación de los padres de Belinda. Algo tramado para separarlos.
O bien la estaban forzando a casarse con alguien que no quería, contra su voluntad.
La carta de la señora Harlowe llegó un viernes, y aún faltaban ocho días para que Ash pudiera ver a Belinda con permiso oficial. Pero al día siguiente desafió las órdenes y fue a caballo a Peshawar.
Otra vez como en su primera visita, el bungalow estaba vacío y un sirviente informó que el sahib y las memsahibs habían salido a almorzar y no regresarían hasta media tarde. Como la otra vez, Ash se fue al club, y allí también se repitió la historia. Esta vez, el club no estaba vacío, sino lleno de una alegre multitud de sábado por la mañana, pero la primera persona en acercársele fue George Garforth.
—¡Ash! —gritó, tomándolo de un brazo—. Debo hablar contigo. No te vayas. Vamos a tomar una copa…
Ash no tenía ningún deseo de hablar con George, y se habría alejado, pero dos cosas le detuvieron. Primero, que George estaba un poco borracho, y segundo, que la única persona que podía decirle si había algo de cierto en aquella historia del compromiso. Aunque el solo hecho de que George estuviera borracho… a tal hora de la mañana, le llenó el corazón de negros presentimientos.
—Tú eres la… la persona con quien quería hablar —balbuceó George—. Pero no aquí. Esto está lleno de asquerosos fatuos. Ven a tomar el tiffin a casa.
En tales circunstancias parecía lo mejor, ya que Ash no deseaba oír lo que le diría George (si, como parecía, tenía que ver con Belinda) ante la mitad de los socios del club de Peshawar. Además, sería mejor que el señor Garforth se fuera cuanto antes de aquel lugar público, porque su conducta estaba atrayendo demasiada atención y podía acarrearle problemas. Ash mandó traer una tonga y llevó a George a su bungalow, que resultó ser una construcción grande y cuadrada, en parte dedicada a oficinas, que pertenecían a la empresa.
La parte que ocupaba George en la casa era modesta: un dormitorio al fondo y una parte de una galería, separada del resto por un chik (cortina de cañas), que servía de sala y comedor. El lugar tenía un aspecto depresivo que recordaba el de un dâk-bungalow, pero el sirviente que apareció al oír la campanilla de la tonga se las arregló para servir un almuerzo de tres platos acompañado por dos botellas de cerveza ligera «Brown & MacDonald», de manera que, a pesar de sus tristes sospechas, Ash comió medianamente bien. George rechazó todos los platos con expresión de asco, y permaneció derrumbado en su asiento murmurando cosas agresivas y regañando al khidmatgar. Sólo cuando este levantó la mesa y se retiró, George abandonó su actitud truculenta de forma desconcertante.
No bien se cerró el chik de la galería después de retirarse el khidmatgar, George se inclinó hacia delante, apoyó los brazos cruzados en la mesa, dejó caer la cabeza sobre ellos y rompió a llorar.
Ante este espectáculo, la irritación de Ash se diluyó en simpatía, y, resignándose al papel de confidente y paño de lágrimas, se levantó, sirvió café y dijo con cierto esfuerzo:
—Será mejor que me cuentes. ¿Se trata de ese compromiso?
—¿Qué compromiso? —preguntó George en tono inexpresivo.
El corazón de Ash dio un brinco en su pecho y le aumentaron violentamente las pulsaciones hasta el punto que derramó el café. Así que tenía razón. La señora Harlowe le había mentido, no era verdad.
—El compromiso de Belinda. Creí que era por eso que… Es decir… —El alivio lo volvía incoherente—. Me habían dicho que estaba comprometida para casarse.
—Ah, eso —respondió George, como quitándole importancia.
—¿Es que no es cierto? Su madre dijo…
No fue realmente ella… —continuó George entrecortadamente—. Ella, la señora Harlowe, trató de arreglar las cosas, creo. Realmente, me tenía simpatía, ¿sabes? Pero Belinda… Yo… yo nunca pensé que nadie… No, no es cierto, seguramente lo creí, y por eso traté de que no se supiera. Pero debí imaginar que alguien se enteraría algún día.
—¿Se enteraría de qué? ¿Qué diablos estás balbuceando? ¿Está comprometida o no?
—¿Quién? Ah, Belinda. Sí. Se comprometieron después del baile de los solteros, creo. Escucha, Ash, quiero hablarte de algo. Mira, no sé qué hacer. Si revelarlo todo, o renunciar y marcharme, o… no puedo seguir aquí. No lo haré. Prefiero pegarme un tiro. Se lo contará a todos… Ya ha comenzado. ¿No viste cómo me miraban y murmuraban sobre mí en el club esta mañana? Tienes que haberte dado cuenta. Y la cosa se pondrá peor. Mucho peor. No creo que pueda…
Pero Ash no escuchaba. Dejó la taza sobre la mesa con pulso poco firme y se sentó algo bruscamente. No quería oír nada ni hablar con nadie. Al menos, no con George… Y, sin embargo… De pronto dijo:
—Pero no puede ser cierto. El baile de los solteros fue a principios de mes. Hace casi seis semanas, y yo la he visto después. Tomé el té con ella, y si fuera cierto me lo habría dicho entonces. Ella o su madre. O alguien.
—No querían anunciarlo demasiado pronto. Lo mantuvieron en secreto hasta que le llegó el nombramiento. Supongo que para que resultara más importante. Casarse con un residente, te das cuenta…
—¿Residente? Pero… —estalló Ash y miró con desprecio a George, quien debía estar más borracho de lo que pensaba, porque la Residencia era un título para hombres mayores, un «premio» en la Administración Pública de la India. Sólo los hombres que habían estado mucho tiempo en ese departamento eran enviados por el Gobierno a algún estado nativo independiente con el título de «residente».
—Bholapore… uno de los estados del Sur… —comentó George con indiferencia—. Salió en los periódicos la semana pasada.
—¿Bholapore? —repitió estúpidamente Ash—. Pero… debe de ser un error. Estás borracho. Eso es. ¿Cómo podría Belinda conocer a alguien así, y mucho menos casarse con él?
—Bien, así es —replicó secamente George, como si no importara mucho—. Un amigo de su padre. Debes de haberlo visto: un tipo corpulento de cara colorada y bigote gris. Estaba tomando el té con ellos la última vez que tú fuiste, y Belinda le atendía mucho.
—¡Podmore-Smyth! —exclamó Ash, horrorizado.
—Ese es el hombre. Un tipo aburrido y vanidoso, pero que no pierde oportunidad de ascender. Pronto recibirá un título nobiliario, y terminará como subgobernador. Su esposa murió el año pasado, y sus hijas son mayores que Belinda, pero a ella no parece importarle. Tiene mucho dinero, por supuesto… su padre fue uno de esos ricachones de Calcuta, así que te imaginas… Y supongo que a Belinda le gusta la idea de ser Lady Podmore-Smyth. O Su Excelencia la Gobernadora. O quizá la baronesa Podmore de Poop, algún día. —George lanzó una carcajada hueca y se sirvió más café.
—No creo nada de esto —replicó Ash con violencia—. Es un invento tuyo. Belinda no haría eso. Tú no la conoces como yo. Es una muchacha dulce y honesta, y…
—Es honesta, sin duda —asintió George con amargura. Le temblaron los labios y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ash no le prestó atención.
—Si se ha comprometido con él es porque la han obligado. Sus padres están detrás de esto…
—Te equivocas. A sus padres no les gustaba mucho la idea, pero Belinda los convenció. Es una seductora, como tú bien sabes. Pero, en realidad, no la conoces como yo tampoco la conocía. Creía que sí, aunque nunca hubiera pensado… ¡Ah, Dios mío, qué puedo hacer!
El desvergonzado sufrimiento de George exasperaba a Ash. ¿Qué derecho tenía a comportarse así? Se lo dijo con bastante dureza, y eso le brindó una especie de consuelo perverso. Pero sus palabras no molestaron a George.
—No es eso —dijo George con lentitud—. Tú no entiendes. Claro que yo sabía que nunca se casaría conmigo, no soy tonto. Yo era demasiado joven y sin expectativas. ¡No tenía… nada! Supongo que por eso inventé toda la historia. Pero nunca pensé que… la descubriría.
—¿Qué descubrió? —preguntó Ash justificadamente desconcertado.
—Todo sobre mí.
Una tal señora Gidney, íntima de la madre de Belinda, mencionó casualmente el nombre de George en una carta escrita a una querida amiga de Rangún, que por una lamentable coincidencia conocía a un tal señor Frisby que trabajaba en el negocio de las maderas. Y así fue como se supo todo…
La abuela de George, lejos de ser una condesa griega, había sido una mujer india de origen humilde, que tuvo una unión de carácter estrictamente temporal con un sargento de color de un regimiento británico con sede en Agra, y de esa unión nació una hija que eventualmente fue internada en un orfanato para niños de ascendencia mixta. A los quince años, la muchacha consiguió trabajo como niñera en casa de un militar, y se casó luego con un joven cabo del Regimiento de su patrón, llamado Alfred Garforth. Su hijo George, nacido en Bareilly, fue el único de la familia que sobrevivió al Levantamiento de 1857. Sus padres, un hermanito de pocos meses y sus tres hermanas fueron asesinados en quince minutos de frenesí caótico.
George estaba pasando ese día con la familia de un comerciante amigo que escapó de la matanza, quien durante los años que siguieron, antes de que el Regimiento regresara a Inglaterra, le brindó un hogar, porque, como el padre del chico también era huérfano no tenía parientes que se hicieran cargo de él. Fue en esa época cuando George aprendió de sus compañeros de juego que un «mestizo» era objeto de escarnio. Había algunos entre los niños de los cuarteles, y George, como ellos, era despreciado por los niños blancos, y también por los que descendían de indios por ambas ramas. Sin embargo, George; por una ironía del destino, era más rubio que muchos de sus atormentadores, y si hubiera poseído un carácter más fuerte, o hubiese sido menos guapo, podría haber superado a su abuela desconocida. Pero no sólo era un niño muy hermoso, sino sumamente tímido, una combinación que atraía a los adultos, pero que hacía que sus propios compañeros le trataran mal.
George adquirió una seria tartamudez y un odio profundo por sus compañeros de escuela, por los cuarteles y por todo lo que tuviera que ver con la vida militar. Así que cuando el Regimiento partió hacia Inglaterra, llevándolos con ellos, sólo la bondad del comerciante y su esposa, Fred y Annie Mullens, le salvó de que lo enviaran a un orfanato del Ejército, porque ellos se encargaron de que fuese educado en un pequeño internado cerca de Bristol, al que sólo asistían niños cuyos padres estaban fuera del país. Muchos de ellos habían nacido en el extranjero, para desgracia de George, porque también hablaban con desprecio de los «mestizos». El que tenía la desdicha de ser moreno y de ojos oscuros era objeto de crueles burlas por ese motivo… y George, para vergüenza suya, estaba entre los escarnecedores. Porque con la posible excepción del director, en la escuela nadie sabía nada sobre él, y, por lo tanto, podía inventarse el árbol genealógico que quisiera.
Al principio, inventó uno modesto. Pero, a medida que avanzaba en edad lo agrandó, le agregó abuelos y bisabuelos míticos y una variedad de antepasados pintorescos. Y como siempre temía que sus ojos oscurecieran y su piel también delatando su origen, como sucedió con sus rizos que eran rubios en sus primeros años, inventó un abuelo irlandés, los irlandeses solían tener cabello oscuro, y agregó una abuela griega para equilibrar las cosas. Más tarde, descubrió que la mayoría de los camareros y pequeños comerciantes del Soho eran griegos, y como ya no podía cambiar la nacionalidad de esa mujer mítica, decidió hacerla condesa.
Hacia el final de sus días de colegio, su benefactor, el señor Mullens, que tenía un amigo en «Brown & MacDonald», hizo entrar a su protegido como empleado de la empresa, imaginando que proporcionaba a George una excelente oportunidad al iniciarlo en lo que algún día podría ser una provechosa carrera en el negocio de los vinos. Lamentablemente, George no se alegró por la noticia, ya que jamás habría vuelto a la India por su propia voluntad, pero no tenía el valor ni los medios para rechazar la propuesta. Cuando terminó el período de aprendizaje y recibió la orden de ir a Peshawar, lo único que iluminaba su horizonte era que Peshawar quedaba a no menos de seiscientos kilómetros de Bareilly, y que, en todo caso, no se vería obligado a visitar a los Mullens, porque, apenas un mes antes de su partida, se enteró de que el señor Mullens había muerto de fiebre tifoidea. Su desconsolada viuda vendió el negocio y partió hacia Rangún, donde su yerno era un floreciente comerciante en maderas.
El señor Mullens, caritativo hasta el fin, dejó a George cincuenta libras y un reloj de oro, y George gastó el dinero en ropa y dijo a la dueña de la pensión donde vivía que el reloj había sido de su abuelo. De su abuelo irlandés… el O’Garforth del castillo de Garforth…
—Jamás pensé que lo descubrirían —confesó George, destrozado—. Pero la señora Gidney tiene una amiga, cuyo marido trabaja en maderas y conoce al yerno del viejo Mullens. Al parecer, un día la amiga se encontró con la señora Mullens y se pusieron a hablar del Levantamiento y todo eso. La señora Mullens le habló de mí y de cómo su marido pagó mi educación y me consiguió trabajo, y lo bien que me iba, y… Bueno, se lo contó todo. Hasta tenía una fotografía mía. Yo les escribía, ¿sabes? Y luego esta señora le escribió a la señora Gidney…
Aparentemente, la señora Gidney consideró que era su deber «advertir» a su querida amiga, la señora Harlowe, quien naturalmente se lo contó a su hija. Las dos señoras quedaron conmocionadas, pero Belinda se puso furiosa, no tanto porque le habían mentido, sino porque la habían hecho pasar por una tonta. Este, este era el hombre que ella, Belinda, había ayudado a entrar en la sociedad de Peshawar. Ahora todas las demás muchachas se reirían de ella, y no podría soportarlo. Nunca.
—Estaba tan furiosa —murmuró George—. Dijo cosas tan terribles… que todos los «mestizos» decían mentiras, y que no quería volver a verme nunca, y… y que si me atrevía a dirigirle la palabra me dejaría plantado. N… no sabía que se podía ser tan c… cruel. Ya no me parecía bonita… estaba fea. Y su voz… Su madre repetía: «No lo dices en serio, querida. No lo dices en serio». Pero lo decía en serio. Y ahora ha empezado a contárselo a todo el mundo. Lo sé, porque me miran como si fuera un bicho, y… ¿Qué puedo hacer, Ash? Me m… mataría si pudiera, pero no tengo c… coraje. Ni siquiera cuando estoy borracho. Pero no puedo seguir aquí. ¡No puedo! ¿Crees que si hablara de esto francamente con mi jefe me enviaría a otra parte? ¿Si se lo rogara?
Ash no respondió. Se sentía mareado y enfermo, y a pesar de todo no podía creer lo que había oído. No podía creer eso de Belinda. De George, sí. La historia implicaba muchas cosas de George: su exagerada susceptibilidad y falta de confianza; esa brusca transformación de un ser tímido en otro arrojado y truculento cuando Belinda le sedujo y la señora Harlowe comenzó a tratarlo con consideración y amabilidad, y por fin comenzó a creer en sí mismo, y sobre todo su absoluto colapso moral y físico ahora que todas sus fantásticas historias se revelaban como apócrifas. Pero Belinda no podía haberse comportado en la forma expuesta por él. George inventaba nuevamente, y ponía en boca de Belinda sentimientos que él ya experimentaba por sí mismo. Porque esas eran las cosas que él temía que contara y se castigaba imaginando que realmente las había dicho… también con la idea de que estaba comprometida con Podmore-Smyth, algo que Ash no creería hasta que lo oyera de los propios labios de Belinda. Luego, si sus padres realmente la obligaban a casarse con algún viejo inmundo por conveniencia, él los denunciaría.
Se puso de pie, apartó bruscamente el chik, y llamó a gritos al criado para que le pidiera una tonga.
—¡Te vas! —gimió George, aterrorizado—. No te vayas, por favor, no te vayas. Si te vas, volveré a emborracharme y…
—¡Por Dios, George, deja de compadecerte tanto! Si imaginas por un segundo que Belinda contará historias sobre ti, estás loco. ¿Sabes lo que pasa, George? Has exagerado monstruosamente todo el asunto, y estás tan ocupado en sentir lástima de ti mismo, que no puedes pensar con cordura.
—Tú no oíste lo que Belinda m… me dijo —balbuceó George—. Si la hubieras oído…
—Supongo que estaba furiosa porque le contaste un montón de mentiras absurdas y sólo deseaba castigarte por eso. Usa tu cabeza por un instante y deja de comportarte como un histérico. Si Belinda es la persona que yo creo que es, se callará la boca para no perjudicarte; si es como tú piensas, se callará para no perjudicarse a sí misma. A las señoras Gidney y Harlowe tampoco les conviene aparecer como dos viejas chismosas.
—No lo había pensado —replicó George, animándose un poco—. Pero esta mañana, en el club, nadie me dirigió la palabra, excepto la señora Viccary. Los demás me miraron con desprecio, y…
—¡Ah, cállate, George! Te presentas en el club un sábado por la mañana, borracho como una cuba, y te sorprende que la gente lo advierta. ¡Por amor de Dios, deja de dramatizar y vuelve a la realidad!
Ash tomó su sombrero cuando oyó el trote de los caballos y la campanilla que anunciaba la llegada de la tonga.
George dijo con ansiedad:
—Esperaba que te quedaras un rato más, y me aconsejaras. Fue horrible estar solo, pensando; si al menos pudiera hablar de esto…
—Hace una hora que hablas de esto —observó secamente Ash—. Te aconsejo que te olvides del asunto y dejes de hablar sobre tus abuelas o tus tías abuelas o lo que sean, y sigas comportándote como si nada hubiera sucedido, en lugar de hacer una exhibición pública que incite los comentarios. Nadie más oirá hablar del asunto si conservas la calma y cierras la boca.
—¿De… de verdad lo crees? —tartamudeó George—. Quizá tengas razón. Quizá no trascienda. Creo que no p… podría soportarlo… Ash, honestamente, ¿tú qué harías, en mi lugar?
—Me pegaría un tiro —respondió Ash con dureza—. Adiós, George.
Bajó en dos saltos los escalones de la galería y volvió al club, donde tornó su caballo y se dirigió al bungalow de los Harlowe. Por una vez le acompañó la suerte, porque los padres de Belinda aún no habían regresado, pero ella sí y estaba descansando. El sirviente, a quien Ash despertó de la siesta, no quería molestar a Belinda, pero, cuando Ash amenazó con entrar él mismo, fue a tocar en su puerta y le dijo que un sahib preguntaba por ella y no se iría hasta que lo atendiera. Cuando, cinco minutos después, Belinda entró en la sala, dio la penosa impresión de que esperaba ver a otra persona. Entró en la habitación corriendo alegremente y se detuvo en seco; la sonrisa se borró en su hermoso rostro y se le agrandaron los ojos de recelo y cólera.
—¡Ashton! ¿Qué haces aquí?
Algo en su expresión y en su voz intimidaron a Ash, quien dijo con inseguridad, tartamudeando un poco:
—Te… tenía que verte, querida. Tu m… madre me escribió. Dice que… que estás comprometida para casarte. Supongo que no es verdad…
Belinda no respondió a la pregunta. En cambio, dijo:
—No deberías haber venido aquí, y lo sabes. Por favor, vete, Ashton. Papá se enfadará si vuelve y te encuentra aquí. Abdul no debió haberte dejado entrar. Ahora, vete.
—¿Es verdad? —insistió Ash, ignorando la súplica de la joven.
Belinda dio un golpe en el piso con el pie.
—Te he pedido que te vayas, Ashton. No tienes derecho a entrar aquí por la fuerza e interrogarme cuando sabes que estoy sola y… —Retrocedió cuando Ash avanzó hacia ella, pero él pasó junto a ella sin tocarla, cerró la puerta con llave, se la guardó en el bolsillo y se plantó entre ella y la puerta-ventana, bloqueándole la salida.
Belinda abrió la boca para llamar al criado, pero volvió a cerrarla, temiendo implicar a uno de los sirvientes en una situación violenta. Una entrevista con Ashton parecía ser el menor de dos males, y puesto que, tarde o temprano, tendría que enfrentarse con él, sería mejor terminar lo antes posible. Entonces sonrió y pidió en actitud seductora:
—Por favor, no hagamos una escena, Ashton. Supongo que esto te hace sentir muy mal. Por eso le pedí a mamá que te escribiera… porque no quería ser yo quien te lastimara. Pero tienes que admitir que cuando nos conocimos éramos demasiado jóvenes para saber lo que queríamos, y que lo superaríamos, como dijo papá.
—¿Te casarás con ese Podmore? —preguntó Ash sin inmutarse.
—¿Te refieres al señor Podmore-Smyth? Sí, me casaré con él. Y no tienes por qué usar ese tono de voz, ya que…
—Pero, querida, no debes permitir que te empujen a esto. ¿Crees que no sé que todo es obra de tu padre? Tú estabas enamorada de mí… y ahora él te obliga a esto. ¿Por qué no defiendes tus derechos? Ay, Belinda, ¿es que no entiendes?
—Sí, entiendo —respondió Belinda con ira—. Entiendo que no sabes nada de esto, porque, ya que quieres enterarte, papá se opuso a ello. Y mamá también. Pero yo ya no tengo diecisiete años. Este año cumpliré diecinueve y soy lo bastante mayor como para hacer lo que quiero, de manera que ellos no pudieron hacer nada, hasta que finalmente tuvieron que aceptarlo, porque Ambrose…
—¿Vas a hacerme creer que estás enamorada de él? —interrumpió rudamente Ash.
—Por supuesto que estoy enamorada de él. ¿No pensarás que me casaría con él si no lo estuviera?
—No es posible. No es cierto. Ese viejo gordo, charlatán y vanidoso que debe tener la edad de tu padre…
Belinda se puso roja de furia y de pronto Ash recordó lo que había dicho George sobre los momentos en que Belinda dejaba de ser bella y se volvía fea. Ahora le sucedía eso y su voz sonaba estridente y furiosa.
—¡No tiene la edad de mi padre! No es así. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? Tienes celos de él porque es un hombre de mundo… porque es maduro e interesante, y tiene éxito. Porque es alguien en quien puedo apoyarme y confiar, no un muchacho tonto e inexperto que… —Se interrumpió y se mordió el labio; controlándose con esfuerzo, dijo en un tono más razonable—: Perdona, Ashton, pero me enfurezco cuando la gente dice cosas así. Al fin y al cabo, tú te enfadaste de la misma manera cuando papá te dijo que eras muy joven. Respondiste que la edad no tiene nada que ver, ¿recuerdas? Y es cierto. Ambrose me comprende, y es bueno y generoso e inteligente y todos dicen que llegará a ser gobernador. Hasta puede ser virrey algún día.
—Y según he oído también es rico.
Belinda pasó por alto el sarcasmo y, aceptando el comentario en sus estrictos términos, replicó:
—Sí, lo es. Me ha hecho regalos magníficos, mira.
Extendió la mano izquierda con ingenuo placer, y Ash observó, con una punzada de dolor, que estaba adornada con un anillo de diamantes enormes, de doble tamaño que el de cualquiera de los del bonito anillo, pero nada pretencioso, que él le había comprado en Delhi año y medio antes. Tenía la sensación de que habían pasado no menos de cinco años. Demasiado tiempo para Belinda, que iba a casarse con un hombre que podía ser su padre.
Por lo visto, no quedaba nada que decir. Al ver aquellos diamantes en el dedo de Belinda, Ash sintió que ningún argumento ni ruego valdría de nada; sólo le quedaba desearle que fuera feliz y marcharse. Era extraño pensar que había planeado pasar toda su vida con ella y ahora quizá la veía por última vez. Exteriormente, Belinda era tan blanca, rosada y bonita como siempre, pero era evidente que él nunca había sabido qué pasaba dentro de aquella cabeza rubia y que se había enamorado de alguien que, en gran medida, sólo existía en su imaginación.
Ash dijo con lentitud:
—Supongo que yo también lo hice. Inventar historias que me complacieran y me hicieran sentir más cómodo, como George.
Belinda se puso tensa, y otra vez su rostro adquirió un desagradable tono escarlata a causa de la furia y su voz sonó aguda y maligna:
—No me hables de George. Es un hipócrita mentiroso de baja calaña. Todas esas historias sobre su abuela griega…
Algo en el rostro de Ash la contuvo y lanzó una carcajada tan malsonante como su voz.
—Ah, olvidaba que tú no sabías eso. Bien, te lo contaré. Su abuela no era más griega que yo. Era una mujer del mercado, y si George piensa que me callaré, esta equivocado.
Ash respondió entrecortadamente, con los labios apretados:
—No. No hablas en serio. Tú no podrías…
Belinda volvió a reír, con los ojos brillantes de ira y maldad.
—Claro que puedo. Y ya lo hice. ¿Crees que me quedaré esperando que lo cuenten otros, y se rían de mí y de mamá, o nos tengan lástima por dejarnos embaucar? ¡Antes me moriría! Se lo contaré yo misma; les diré que siempre lo sospeché y que le tendí una trampa para que lo admitiera, y…
Le temblaba la voz de resentimiento y vanidad herida. Ash se quedó mirándola, espantado, mientras aquella boquita rosada seguía fabricando malignidades y vertiendo veneno como si no pudiera detenerse. Si Ash hubiera sido mayor y más experimentado, y no se hubiera sentido tan herido él mismo, habría reconocido la escena como lo que era: una rabieta de niña mimada que ha sido cortejada halagada y consentida hasta el punto en que el buen sentido y la alegría de la juventud se vuelven vanidad y engreimiento, y cualquier oposición, o cualquier ofensa fantaseada, se amplían hasta convertirse en un daño imperdonable. El patetismo de las mentiras y fingimientos de George, la tragedia personal que había tras ellos y la humillación que debía estar sufriendo ahora eran aspectos del asunto en los que Belinda ni siquiera había pensado, porque, con la conmoción del descubrimiento, sólo pensó en cómo podían afectar a la señorita Belinda Harlowe.
Ash no habló ni hizo nada por interrumpirla, pero su rechazo debió de aparecer con mucha claridad en su cara, porque la voz de Belinda se elevó repentinamente y su mano voló con la rapidez de la zarpa de un gato a abofetear la mejilla de Ash con una violencia que le echó hacia atrás la cabeza y que le dolió en la palma a Belinda.
La acción les sorprendió a los dos. Por un momento, se miraron con horror, demasiado desconcertados para hablar. Luego Ash dijo con gran compostura:
—Gracias.
Y Belinda rompió a llorar y se lanzó hacia la puerta que, por supuesto, estaba cerrada con llave.
En esta circunstancia se oyó el crujido de ruedas sobre las piedrecillas del sendero que anunciaban el inoportuno regreso del mayor y su esposa. Los diez minutos siguientes fueron, por decir algo, confusos. Cuando Ash logró sacar la llave de su bolsillo y abrir la puerta, Belinda era presa del histerismo y recibió a sus padres con sollozos y chillidos, salió corriendo de la sala y se metió en su dormitorio, dando un portazo que repercutió en todo el bungalow.
El mayor Harlowe fue el primero en recuperarse, y no sería agradable repetir lo que dijo sobre los modales y la actitud general de Ash. La señora Harlowe no contribuyó en nada a la entrevista, porque fue a consolar a su afligida hija, y el cortante resumen de su marido sobre la personalidad de Ash tuvo un fondo de gemidos y ansiosas preguntas maternales sobre qué le había hecho a Belinda ese «odioso muchacho».
—Hablaré de esto con su comandante —concluyó el mayor Harlowe—. Y le advierto que, apenas intente hablar con mi hija otra vez, le daré con mucho placer la paliza que se merece. Ahora, retírese.
No dio a Ash oportunidad de hablar, y aunque lo hubiese hecho, había poco que decir que no hubiera exacerbado aún más la situación, aparte de una disculpa abyecta, que habría sido aceptada, si bien no habría cambiado nada. Pero Ash no tenía intención de disculparse. Consideró que era mejor dejar las cosas así, y confirmó la opinión que el mayor tenía de él, tomando una actitud de caballero ofendido que no le habría salido mejor al tío Matthew, marchándose sin una palabra de explicación ni de pesar.
—Un chiquilín insufrible —exclamó el mayor, justificadamente furioso, y se retiró a su despacho a redactar una carta para el comandante del Cuerpo de Guías, mientras Ash regresaba a Mardan con un torbellino de cólera y amargura en su mente.
No era el compromiso de Belinda lo que le incomodaba. Para eso habría encontrado excusas: la era victoriana aprobaba el matrimonio de muchachas muy jóvenes con hombres mucho mayores, y no era raro que una joven de dieciséis o diecisiete años se casara con un hombre de cuarenta. El señor Podmore-Smyth, a pesar de ser mucho más viejo, era rico, respetado y afortunado, Belinda se había sentido halagada por sus atenciones y terminó por confundirlas con algo más cálido y se convenció de que era amor. Al fin y al cabo, era joven e impresionable, y siempre había sido impulsiva. Ash podría haber perdonado su actitud, pero no podía perdonar ni justificar su conducta con George.
George quedaría arruinado socialmente, porque la sociedad angloindia era muy cerrada y la historia le seguiría por todo el país. Todos se volverían contra George como una jauría de lobos. El desagrado y la injusticia de la situación ahogaban de furia a Ash, y lo hacían sentirse enfermo de asco.
Volvió a Mardan henchido de ira y desilusión. Y pocos días después Dilasah desapareció con los rifles, y cinco sowars de su clan, incluidos Malik Shah y Lal Mast, fueron despojados de sus uniformes y expulsados del Regimiento con órdenes de traer los rifles robados o no volver a aparecer por Mardan…
Ash pensaba pedir una entrevista con el comandante para protestar contra la acción adoptada. Pero llegó una carta retrasada del mayor Harlowe y, en cambio, le ordenaron que se presentara a dar explicaciones. La reprimenda que recibió del mayor no fue nada al lado de la del comandante, pero le prestó poca atención porque estaba obsesionado por otro problema de injusticia. No era justo que cinco hombres de la tribu de Dilasah, con hojas de servicios impecables, hombres que ni siquiera querían a Dilasah… ¡qué ni pensarían en ayudarle!, fueran expulsados de los Guías como criminales.
—Si hay algún responsable, soy yo —declaró Ash—. Soy yo quien debería ser echado o enviado a buscar a Dilasah, porque yo sabía que algo iba mal, y tendría que haberme encargado de que él no tuviera la oportunidad de hacer esto. Pero Malik y los demás nada tienen que ver en el asunto, y es injusto que sufran este oprobio. No es culpa suya que él pertenezca a su tribu, y es totalmente injusto que…
No siguió adelante. El comandante le dijo en una sola frase punzante lo que otros ya le habían dicho en forma más extensa, aunque con menos claridad, y le ordenó retirarse de su presencia. Ash llevó su problema a Zarin, pero tampoco recibió apoyo de este, porque Zarin consideraba que el comandante había actuado bien. Lo mismo Risaldar Awal Shah.
—¿Si no cómo haría para recuperar los rifles? —preguntó Awal Shah—. Todo el Cuerpo de Guías ha recorrido los campos sin encontrar huellas de Dilasah. Pero es posible que los suyos sepan qué se proponía y puedan seguirle el rastro, y en dos o tres días vuelvan con los rifles. Así salvarán su honor y el nuestro.
Zarin gruñó en señal de asentimiento, y Koda Dad, que estaba haciendo una de sus espaciadas visitas a sus hijos, no sólo pensaba como ellos, sino que se ocupó especialmente de sermonear a Ash.
—Hablas como un sahib —le dijo coléricamente—. Hablar de injusticia en este asunto es una estupidez. El sahib comandante es más inteligente: no habla como un angrezi, sino como un pathan, mientras que tú… tú, que una vez fuiste Ashok… ves el asunto como si jamás hubieras sido otra cosa que el sahib Pelham. ¡Chut! ¿Cuántas veces te he dicho que sólo los niños dicen «¡No es justo!»? Los niños y los sahib-log… Ahora, finalmente —agregó con acritud Koda Dad—, veo que eres realmente un sahib.
Ash volvió a sus habitaciones abatido e incómodo, y tan furioso como antes. Pero aún entonces podría haberse salvado de una tontería, si no hubiese sido por George… por George y Belinda…
Al entrar en el comedor aquella noche, Ash se encontró con uno de sus compañeros que acababa de regresar de una visita a los cuarteles de Peshawar.
—¿Te enteraste de la noticia sobre ese tipo Garforth? —preguntó Cooke-Collis.
—No, y no quiero enterarme. Gracias de todos modos —respondió groseramente Ash. No esperaba que la historia se difundiera tan pronto, y la perspectiva de oírla de segunda o tercera mano le daba náuseas.
—¿Por qué? ¿No le tenías simpatía?
Ash ignoró la pregunta, dio la espalda al joven, llamó a un khidmatgar y le pidió un brandy doble. Pero Cooke-Collis no pensaba callarse.
—Creo que yo también tomaré uno. Hamare waste bhi (para mí también), Iman Din. Por Dios, lo necesito. Es un asunto feo en cualquier caso, pero, cuando se trata de alguien que conoces, te impresiona, aunque no lo conozcas mucho, como en mi caso; nos encontramos en algunas cenas y bailes, porque a él lo invitaban a todas partes. Muy popular con las chicas, aunque sólo era un boxwallah principiante. No es que yo tenga nada contra los boxwallahs, ¿sabes? Al contrario, me resultan simpáticos. Pero Garforth era el único a quien uno encontraba en todas partes, y te aseguro que me impresionó mucho enterarme de que…
—De que era un «mestizo» —terminó Ash con impaciencia—. Sí, lo sé. Y no creo que eso te interese a ti ni a ningún otro, de manera que no continúes con el tema.
—¿Era un «mestizo»? No lo sabía. ¿Estás seguro? No lo parecía.
—¿Entonces de qué diablos estás hablando? —preguntó Ash, furioso consigo mismo por haber traicionado el secreto de George ante alguien que evidentemente lo ignoraba y que ahora lo difundiría.
—De Garforth, por supuesto. Se pegó un tiro esta tarde.
—¿Qué? —exclamó Ash, y siguió con voz entrecortada—: No lo creo.
—Me temo que es la pura verdad. No sé en qué andaba, pero parece que algunos socios se negaron a hablar con él anoche, en el club. Luego, esta mañana, recibió un par de cartas cancelando invitaciones que ya había aceptado. A la hora del almuerzo, se llevó dos botellas de brandy, se las bebió y luego se pegó un tiro, ¡pobre diablo! Me lo contó Billy Carddock, que acababa de ver salir al médico del bungalow de la empresa. Dijo que no tenían idea de los motivos.
—Yo sí —murmuró Ash, con la cara gris y sobrecogido por la conmoción—. Me preguntó qué haría yo en su lugar, y yo le contesté… le contesté… —Se estremeció, y apartando el pensamiento intolerable agregó en voz alta—: Belinda estaba detrás de esto. Belinda y todos esos fatuos burgueses, de mentalidad estrecha, que le adulaban cuando creían que su abuela era una condesa y le retiraron el saludo cuando supieron que era una mujer del mercado de Agra. ¡Los muy…! —El final de esta frase fue dicho en lengua vernácula y, afortunadamente, resultó incomprensible para el joven Cooke-Collis, pero su virulenta obscenidad sobresaltó al khidmatgar, que dejó caer una caja de cigarros, y a un mayor de edad madura que llegó a oír a Ash.
—Por favor —observó el mayor—. No se puede hablar así en el comedor, Ashton. Si tiene que vomitar groserías, vaya a hacerlo a otra parte, ¿quiere?
—No se preocupe —respondió Ash en tono engañosamente suave—. Ya me voy.
Levantó su copa como si hiciera un brindis, la vació y la arrojó sobre su hombro a la manera de épocas anteriores, cuando era costumbre en algunos regimientos beber a la salud de una joven reina y romper la copa.
—¡Qué jovencito imbécil! —manifestó sin mucho interés el mayor—. Tendré que sermonearle mañana por la mañana.
Pero Ash no estaba allí a la mañana siguiente.
Su cuarto estaba vacío y la cama intacta. El centinela que tomó la guardia a medianoche informó que el sahib Pelham había salido del fuerte poco después de esa hora diciendo que no podía dormir y que daría un paseo. Llevaba puesto un blusón y un par de pantalones pathanes, pero el centinela no recordaba que llevara nada más. Sus caballos estaban en los establos, y Ala Yar, interrogado por el ayudante, declaró que aparte del blusón, un par de chupplis y algún dinero, lo único que faltaba en su habitación, era un conjunto de ropas de pathan y un cuchillo afgano que su sahib siempre guardaba en una caja con llave sobre el almirah (armario). La caja no estaba en su lugar acostumbrado cuando Ala Yar entró aquella mañana con el chota hazri (pequeño desayuno), sino que se hallaba en el suelo, abierta y vacía. En cuanto al dinero, sólo faltaban algunas rupias, y estaba seguro de que no se las había llevado un ladrón, porque los gemelos de oro y los cepillos con mango de plata de su sahib estaban sobre el tocador, donde nadie podría haber dejado de verlos. Ala Yar opinaba que su sahib estaba muy perturbado, y que había ido a ver al padre de Risaldar Awal Shah y el jemadar Zarin Khan, que había venido a visitar a sus hijos y se había marchado a última hora de la tarde del día anterior para volver a su pueblo.
—Koda Dad Khan es como un padre para mi sahib; le tiene mucho afecto —explicó Ala Yar—. Pero ayer hubo una pequeña desavenencia entre los dos, y es posible que mi sahib quisiera hacer las paces con el viejo; luego volverá. No le sucederá nada al otro lado de la frontera.
—Todo está muy bien, pero no tiene por qué pasar al otro lado de la frontera —respondió el ayudante, olvidando por un momento a quién se dirigía—. Espera a que tenga en mis manos a ese…
Recobró el control y despidió a Ala Yar, quien volvió al cuarto de Ash a retirar la bandeja con el chota hazri que había colocado en la mesilla de noche al amanecer, y que se había olvidado de llevarse. Sólo entonces vio la carta bajo la bandeja, porque, con la poca luz de la mañana, no había advertido el sobre en la carpeta blanca que todos los días cambiaba para su sahib.
Ala Yar había aprendido a leer un poco de inglés mientras estuvo en Belait. Diez minutos más tarde, después de descifrar a quién iba dirigida, estaba en el despacho del comandante.
Realmente, Ash había cruzado la frontera. Pero no para visitar a Koda Dad. Había ido a reunirse con Malik Shah y Lal Mast y los otros miembros de su clan, quienes debían buscar a Dilasah y traerlo de vuelta junto con los rifles robados. Enviaron grupos a buscarlo, pero no encontraron huellas de él. Desapareció tan misteriosamente como Dilasah, y no volvió a saberse de él durante casi dos años.
Aquella tarde, Zarin fue a ver al comandante y pidió un permiso especial para ir a buscar al sahib Pelham. Pero se lo negaron; unas horas más tarde, después de una larga conversación con Mahdoo y una más breve y algo agria con Zarin, fue Ala Yar en lugar de este.
—Yo soy el sirviente del sahib, y aún no me ha despedido —dijo Ala Yar y además le prometí a sahib Anderson que al muchacho no le sucedería nada malo; como vosotros no podéis ir a buscarlo, debo ir yo. Eso es todo.
—Yo iría si pudiera —gruñó Zarin—. Pero también soy un sirviente. Sirvo al Sirkar y no puedo hacer lo que se me antoja.
—Lo sé. Por eso iré en tu lugar.
—Eres un viejo tonto —replicó Zarin enfadado.
—Quizá —dijo Ala Yar sin rencor.
Salió de Mardan una hora antes del anochecer. Mahdoo le acompañó durante más de un kilómetro por el camino que conduce a Afganistán y le vio hacerse cada vez más pequeño en la llanura vasta y desolada y luego entre las montañas de la frontera, hasta que por fin se puso el sol y desapareció en el polvoriento crepúsculo color púrpura.