9

El daffadar Zarin Khan, de los Guías, pidió tres semanas de permiso para «urgentes asuntos privados» y viajó a Bombay por su cuenta para recibir al S. S. Canterbury Castle, llevando con él un asistente para Ash: Gul Baz, un pathan, recientemente elegido para el cargo por Awal Shah.

Los años no habían dejado muchas huellas en Zarin, y en una primera mirada no se advertían grandes cambios entre el hombre que esperaba que llegara el barco y el joven sowar que había despedido a un muchacho desconsolado casi siete años antes. Estaba más alto y más corpulento y con bigote más espeso. También mostraba arrugas junto a su boca y sus ojos que antes no estaban allí; además, en lugar del uniforme color arena y las polainas que usaba la última vez que lo vio Ash, llevaba el grisáceo de paseo de un pathan: pantalones amplios, chaleco floreado y una camisa blanca con bordados.

El sol bañaba el muelle gris con su multitud bulliciosa de coolíes, funcionarios del puerto, hombres que ofrecían hoteles y amigos y familiares que esperaban el barco. Mientras los remolcadores maniobraban a un costado y bajaban las planchas los ojos de Zarin examinaban las hileras de rostros que se asomaban a las barandillas de las cubiertas, y por primera vez se le ocurrió que si Ashok no tenía dificultad en reconocerlo, tal vez a él tampoco le costaría identificar a un muchacho que ahora sería un hombre. Pero, casi en el mismo momento, su mirada se clavó en un rostro y lanzó un suspiro de alivio. Sí, sin duda aquel era Ashok. No había manera de confundirlo.

No era tan alto como esperaba Zarin; medía algo menos de un metro ochenta; pero era una estatura respetable, delgado y elegante como un hombre del Norte o un pathan. Sus ropas proclamaban que era un sahib, pero su piel, que siempre había sido morena, ahora era oscura como la de un asiático, después de tantos días soleados y ociosos a bordo; y su cabello era negro. Con las ropas apropiadas, aún pasaría por un pathan o un montañés, decidió Zarin con una sonrisa irónica… siempre que los años no le hubiesen cambiado de muchas otras maneras.

Eso sólo el tiempo lo diría, porque aunque había escrito con gran frecuencia y sus cartas, excepto las primeras, estaban escritas en caracteres urdu (que le había enseñado el coronel Anderson), Zarin tenía que hacérselas traducir por un munshi, y había perdido mucho en el proceso. Pero al menos probaban que el muchacho no había olvidado a sus amigos. Quedaba por ver si podrían entablar una nueva amistad. Zarin observó que Ash no esperaba que le recibiese nadie, porque, a diferencia de la mayoría de los otros pasajeros, no examinaba las caras de la multitud en busca de rasgos familiares, sino que miraba por encima de los techos y de los lujuriosos jardines verdes, la bella y pujante ciudad. A pesar de la distancia, Zarin veía su expresión, y le resultó satisfactoria. Era realmente Ashok y no un extraño el que había regresado a su tierra.

—Allí estaba Pelham-sahib —dijo Zarin, señalándolo a Gul Baz.

Levantó una mano para saludar a su amigo, pero luego la bajó sin hacerlo, porque una mujer había venido a detenerse junto a Ashok, una mujer muy joven, que le tomó del brazo y se aferró a él como si le perteneciera, riendo y exigiendo su atención. Ashok se volvió de inmediato y cambió su expresión; al advertirlo, Zarin frunció el ceño. Una memsahib… una joven memsahib. Una complicación que no había previsto.

Desde el principio fueron las memsahibs las que crearon desconfianza y levantaron barreras sociales entre los hombres blancos y los morenos en los territorios del Raj. En los viejos tiempos, los tiempos de la «John Company» que vieran nacer al Ejército de Bengala, había pocas memsahibs en la India, porque el clima no se consideraba adecuado para ellas, y la duración y las incomodidades de los viajes en barco desalentaban a muchas y las mantenían a distancia. Privados de su sociedad, los sahibs se casaron y tomaron como amantes a las mujeres de la población indígena, y, en consecuencia, llegaron a amar y comprender al país y a su propia gente… y a hablar sus idiomas con gran fluidez. En aquellos días había amistad y hermandad entre los hombres blancos y los morenos, y una gran medida de respeto mutuo. Pero cuando la máquina de vapor hizo más rápidos y más cómodos los viajes por mar, las memsahibs llegaron a montones a la India… trayendo con ellas un bagaje de esnobismo, insularidad e intolerancia.

Los indios, que hasta ese momento eran tratados como iguales, se convirtieron en «nativos», y esta misma palabra perdió su significado original y adquirió un carácter de afrenta, pues ahora significaba «miembros de una clase inferior… y de color». Las memsahibs preferían no tener ningún contacto personal con los nativos, aunque no despreciaban la generosa hospitalidad de los príncipes indios, y se enorgullecían de ser pacientes con su numerosa servidumbre. Pero rara vez invitaban a los indios a sus casas, ni se esforzaban por entablar amistad con ellos, y pocas mostraban algún interés en la historia y la cultura de un país que casi todas ellas consideraban pagano y bárbaro. Sus hombres ya no se casaban con mujeres indias ni las tenían como amantes, y las memsahibs miraban con el mayor desprecio a los numerosos mestizos, hijos de sus propios compatriotas de épocas más felices, y les daban la despectiva denominación de «eurasianos», o «blanquinegros», y hacían el vacío a cualquiera de quien sospecharan que tenía un «tinte de alquitrán». Por supuesto, había muchas excepciones, pero quedaban ahogadas por la mayoría, y a medida que disminuía el contacto social entre las razas, se esfumaban la simpatía y la comprensión, y se perdía gran parte de la camaradería de otros tiempos, para ser remplazada por la desconfianza, la suspicacia y el resentimiento.

Zarin Khan, parado al sol en el muelle de Bombay y viendo cómo su amigo de otra época ayudaba solícitamente a una muchacha de cabellos rubios a bajar por la pasarela, sintió que algo extraño le atenazaba el corazón. No sabía lo que le habían hecho a Ashok los años en Belait, pero no esperaba complicaciones de este tipo, y lo mejor que podía desear era que se tratase de un asunto pasajero que terminara en unas semanas. Pero no le gustó la expresión complaciente y posesiva en el rostro de la memsahib bajita y rolliza, que seguramente era la madre de la muchacha, y a quien reconocía como la esposa de Harlowe sahib, segundo comandante de un Regimiento ahora con base en Peshawar. La perspectiva no era buena; Peshawar estaba a menos de cuatro horas de camino de Mardan, y la muchacha haría que Ashok se dedicara a ella cuando debía consagrarse a asuntos más importantes. Zarin frunció el ceño y de pronto no se sintió seguro de querer dar la bienvenida a Ashok.

El mayor Harlowe no pudo esperar a su familia en Bombay, porque los Regimientos de la Frontera se preparaban para las maniobras de otoño y había demasiado trabajo como para concederle permiso en estas circunstancias. Pero envió a su asistente y al ayah de su mujer para que se encargaran de atenderlas en el largo viaje al Norte, y estaba seguro de que encontrarían a algunos conocidos en el tren y no se aburrirían.

—Claro que no nos aburriremos —gritó Belinda, mirando a su alrededor con ojos brillantes—. Ash viajará con nosotras. Además, hay tanto para ver. Junglas, tigres y elefantes… Ah, mira ese chiquillo adorable. Sólo lleva puesto un brazalete. ¡Imagínate si alguien llevara a Inglaterra un pequeñuelo que sólo tuviese puesto un brazalete! ¿Por qué tiene todas esas guirnaldas alrededor del cuello el señor Tilbery? Qué cómico está, ahogado en flores y lentejuelas. La señora Chiverton también las tiene: me gustaría… Ash, allí hay un nativo que no nos quita los ojos de encima. Ese hombre alto con bordes dorados en el turbante. Creo que te conoce.

Ash se volvió a mirar, luego quedó inmóvil. Zarin

Los años retrocedieron, y de pronto fue un chico otra vez, escuchando a Zarin que le decía que debía ir a Inglaterra y que un día regresaría: «Los años pasarán rápidamente, Ashok». No lo hicieron rápidamente, pero pasaron. Había vuelto a casa, y aquí, esperándolo como había prometido, estaba Zarin. Trató de llamarlo pero se le había formado un nudo en la garganta y sólo pudo sonreír tontamente.

—¿Qué te pasa, Ash? —preguntó Belinda, tirándole de la manga—. ¿Por qué miras así? ¿Quién es ese hombre?

Ash logró hablar.

—Zarin. Es Zarin…

Se desprendió de la mano de Belinda y salió corriendo. Belinda se quedó mirándolo, desconcertada y bastante estupefacta al ver a su prometido abrazando a un nativo desconocido con un entusiasmo que habría considerado excesivo, aunque hubiesen sido franceses. ¡Pero si se estrechaban en un abrazo! Belinda se volvió bruscamente, con las mejillas rojas de vergüenza, y encontró la mirada maliciosa de Amy Chiverton, que también había sido testigo del encuentro.

—Mamá siempre dijo que había algo que no le gustaba en el señor Pelham-Martyn —comentó malignamente la señorita Chiverton—. ¿Crees que ese hombre será su hermanastro, o un primo, o algo así? Realmente, se parecen mucho. Ah, me olvidaba que es tu prometido. Soy una bestia. Lo siento tanto. Pero, en realidad, bromeaba. Supongo que no es más que uno de sus viejos sirvientes que ha venido a recibirle. Los nuestros también han venido. Supongo que los de ustedes también.

«¿Pero acaso uno abrazaba a sus antiguos criados?», pensó Belinda. Y, de todas maneras, aquel hombre no era viejo. Se volvió a mirarlos nuevamente y, con intenso disgusto, admitió que al menos en una cosa Amy Chiverton tenía razón. Los dos hombres mostraban cierto parecido; si Ashton se dejara el bigote, casi podrían pasar por hermanos…

—Por Dios, querida Belinda —regañó la señora Harlowe, que acababa de despedirse del coronel Philpot y su esposa que ocupaban el camarote contiguo— ¿cuántas veces tengo que decirte que no debes estar al sol sin sombrilla? Te estropearás el cutis. ¿Dónde está Ashton?

—Tuvo que… ocuparse de su equipaje —mintió Belinda, tomando del Brazo a su madre y conduciéndola hacia la Aduana—. Volverá en seguida. Vamos a la sombra.

De pronto le resultaba intolerable que su madre viera a Ashton abrazándose con un nativo, porque aunque ella jamás soñaría en decir, ni siquiera en pensar, la clase de cosas que acababa de decir Amy Chiverton, sin duda lo desaprobaría, y en ese momento Belinda notaba que no soportaría oír nada más sobre el tema. Probablemente, Ashton tendría una explicación muy razonable, pero no debería haberla abandonado así. No tenía derecho a salir corriendo y dejarla sola en medio de una multitud de coolíes que se empujaban unos a otros, como si ella no tuviera ninguna importancia. Si era así como pensaba tratarla…

Los ojos de Belinda se llenaron de lágrimas furiosas, y de pronto toda la colorida escena a su alrededor perdió encanto y sólo sintió el calor y la incomodidad, y la traspiración que empapaba la tela de su vestido de muselina floreada y la pegaba a sus omóplatos. Ash se había comportado de forma incalificable y la India era horrible.

Al menos por el momento, Ash se había olvidado totalmente de ella. Y también había olvidado, mientras reía y lanzaba exclamaciones y abrazaba a su amigo, que ahora era sahib y oficial.

—Zarin… Zarin, ¿por qué nadie me dijo que estarías aquí?

—No lo sabían. Solicité permiso y vine, pero no le dije a nadie adónde iba.

—¿Ni siquiera a Awal Shah? ¿Cómo está? ¿Me reconociste en seguida, o no estabas seguro? ¿He cambiado mucho? Tú no, Zarin. No has cambiado nada. Bueno, un poco tal vez. Pero muy poco. ¿Y tu padre? ¿Está bien? ¿Lo veré en Mardan?

—No lo creo. Está bien, pero su pueblo queda a dos koss (tres kilómetros) más allá de la frontera, y rara vez sale de allí, porque está viejo.

—Entonces deberemos pedir permiso para ir a visitarlo. Ah, Zarin, qué alegría volver a verte.

—Yo también me alegro. A veces temía que te alejaras de nosotros y no tuvieras ganas de volver, pero ya veo que eres el mismo Ashok con quien yo lanzaba cometas y robaba melones en el Hawa Mahal. ¿Te han parecido muy largos los años pasados en Belait?

—Sí —respondió brevemente Ash—. Pero, gracias a Dios, han terminado. Háblame de ti y del Regimiento.

El tema pasó a ser los Guías y los rumores de una campaña de invierno contra ciertas tribus de la frontera que habían invadido pueblos y robado mujeres y ganado. Zarin presentó a Gul Baz, y Ash, a su vez, presentó a Ala Yar y Mahdoo. Uno o dos pasajeros del barco se detuvieron un instante, sorprendidos de ver al joven Pelham-Martyn charlando y riendo tan animadamente con un grupo de «nativos», porque a bordo había sido poco conversador y se lo catalogaba de «aburrido», aunque su romance con la señorita Harlowe sugería que había algo más en él de lo que se veía a simple vista. En ese momento no había rastros de reserva en sus modales, y los pasajeros, que por un momento habían prestado atención al extraño grupo, arqueaban las cejas con desaprobación y seguían rápidamente su camino, sintiéndose vagamente insultados.

La multitud en el muelle y las montañas de equipaje comenzaron a disminuir. Belinda y su madre seguían esperando el regreso de Ash. Sus compañeros de los dos últimos meses se alejaron en carruajes en dirección a la ciudad. El sol daba de plano sobre el tejado de planchas de hierro de la Aduana; la temperatura subía. Pero Ash había perdido la noción del tiempo. Tenía tanto que hablar y que decir; cuando, finalmente, Zarin envió a Gul Baz a buscar su equipaje y contratar coolíes; para que lo sacaran del puerto, Ala Yar anunció inesperadamente que él y Mahdoo acompañarían a Ash a Mardan.

—No necesitarás al nuevo asistente —explicó Ala Yar—, porque prometí a sahib Anderson antes de su muerte que me encargaría de tu bienestar. Mahdoo también desea estar a tu servicio. Hemos hablado del asunto entre los dos, y aunque somos viejos, no deseamos retiramos a una vida ociosa. Tampoco deseamos buscar empleo con algún sahib cuyas costumbres nos resulten extrañas. Por tanto, seré tu asistente y Mahdoo tu cocinero, y no te preocupes por el sueldo, porque sahib Anderson ha pensado generosamente en nosotros y nuestras necesidades son pequeñas. Con unas pocas rupias nos arreglamos.

No hubo argumento que les hiciera cambiar de decisión, y cuando Zarin explicó que un oficial de baja graduación no necesitaría cocinero, Mahdoo respondió tranquilamente que entonces sería su khidmatgar (mayordomo). ¿Qué importancia tenía? Pero él y Ala Yar habían trabajado juntos durante muchos años y estaban acostumbrados uno al otro, y también al sahib Ash, así que preferían seguir juntos.

La idea era estupenda para Ash, porque la perspectiva de separarse de ellos era lo único que entristecía su regreso a la India, y estaba encantado de aceptar su propuesta, así como la sugerencia de conservar a Gul Baz como «segundo asistente».

—Lo mandaré a la estación a sacar los billetes y a reservar un departamento para nosotros lo más cerca posible del tuyo —dijo Zarin—. No, no podemos viajar contigo… Ni tú irás con nosotros. No sería conveniente. Tú eres un sahib, y si no te comportas como tal, nos causarás problemas a todos, porque hay muchos que no lo entienden.

—Tiene razón —asintió Ala Yar—. Además, hay que pensar en las memsahibs.

—Bah, al diablo con… —comenzó Ash y se interrumpió con una exclamación ahogada—. ¡Belinda! Ah, Dios mío, me olvidaba de ella. Mira… te veré en la estación, Zarin. Dile a Gul Baz que traiga mi equipaje. Ala Yar, tú tienes las llaves, ¿verdad?, conoces mis maletas… debo irme.

Corrió al lugar donde había dejado a Belinda, pero la joven se había ido. El S. S. Canterbury Castle aparecía silencioso y desierto bajo el calor del mediodía. Un oficial de la Aduana explicó que dos señoras habían esperado allí casi una hora y luego se habían marchado. No, no sabía adónde, probablemente a un hotel en Malabar Hill, o al «Yacht Club», o al «Byculla». O tal vez alguno de los ghariwallahs (cocheros de carruajes) que esperaban afuera podría decírselo. Las dos señoras, agregó el funcionario con poca amabilidad, parecían muy alteradas.

Ash alquiló una tonga, pero como el pony parecía un animal famélico, incapaz de andar con rapidez, no logró alcanzarlas. Después de pasar una tarde ansiosa y agotadora haciendo averiguaciones en una serie de hoteles y clubes, a Ash no le quedaba otra alternativa que ir a la estación y esperarlas allí.

El tren correo saldría a última hora de la tarde, de manera que Ash pasó las horas que faltaban vagando con aire desdichado por el vestíbulo de entrada y culpándose de ser un estúpido egoísta e irreflexivo, totalmente indigno de una criatura tan adorable como Belinda. ¿Qué pensaría ella y adónde habría ido?

Belinda y su madre fueron a casa de unos amigos cerca del puerto, donde pasaron el día que era demasiado caluroso para dedicarse a pasear, en opinión de la señora Harlowe. Y, por supuesto, no había ni que pensar en que Belinda pudiese salir sola. Se marcharon a la estación después de cenar temprano, y encontraron a Ash en la plataforma, pero, para desgracia del joven, no estaba solo. Aquel día no le acompañaba la suerte, porque, si hubieran llegado cinco minutos antes, lo habrían encontrado paseando con aspecto preocupado frente a la taquilla. Pero Ala Yar tenía amigos en la ciudad y había llevado a Zarin y Mahdoo a visitarlos, dejando que Gul Baz realizase todos los trámites necesarios en la estación. Los tres hombres habían llegado en una tonga apenas cinco minutos antes que Belinda y su madre. Belinda, al ver a su prometido en animada conversación con los nativos, supuso que había pasado el día con ellos, sin haber hecho el menor esfuerzo por encontrarla.

La ira y las lágrimas contenidas le formaban un nudo en la garganta, y a pesar de su educación y de que la plataforma estaba llena de pasajeros, coolíes y vendedores de bebida y comida, si hubiera tenido un anillo de compromiso se lo habría arrancado y se lo hubiese arrojado en la cara a Ash. Como no contaba con ese recurso para expresar sus emociones, estaba a punto de pasar al lado de Ash sin mirarlo, cuando el maligno destino le proporcionó un arma que pocas mujeres, en sus circunstancias, se hubieran resistido a usar.

Con el paso del tiempo se convertiría en uno de esos incidentes triviales que pueden cambiar el carácter y el curso de los acontecimientos en las vidas de varias personas aparte de las directamente implicadas, aunque nadie, y Belinda menos que nadie, podía saberlo. Belinda sólo vio la oportunidad de devolver a Ash la afrenta que creía le había hecho, y la aprovechó. El joven George Garforth, el del perfil griego y los rizos byronianos, que avanzaba rápidamente por la plataforma en busca de su equipaje, se sorprendió agradablemente ante el cálido saludo que le prodigó la muchacha a quien había entregado su corazón. Desconcertado ante esta recepción, perdió la cabeza.

Una combinación de amor, timidez y una aguda sensación de inferioridad le habían impedido expresar su veneración hasta ese momento, y aunque Belinda admiraba su aspecto, lo consideraba terriblemente aburrido y estaba completamente de acuerdo con la definición de la maliciosa Amy Chiverton de que «el pobre señor Garforth serviría perfectamente de maniquí a un sastre». Ese físico debió de haber inspirado confianza y hasta orgullo a su dueño. Pero era obvio que a George Garforth le faltaban por completo estas cualidades, y que no sólo tenía una penosa inseguridad de sí mismo, sino que a veces se consideraba increíblemente torpe, con un comportamiento demasiado audaz en momentos erróneos, que luego le llevaba a un estado de confusión aún más violento. Ash, que le tenía cierta simpatía, comentaba:

—El problema con George es que parece que no tuviera piel, de manera que todo lo toca en carne viva.

Y aquí llegaba Belinda, avanzando hacia George con la mano tendida y una expresión tan dulce que el pobre George miró a su alrededor pensando que se dirigía a algún otro que estaba cerca de él.

—Señor Garforth, qué agradable sorpresa. ¿Viaja en este tren? El viaje será mucho más agradable si lo hacemos con amigos.

George la miró sin poder creerlo, y luego, dejando caer el paquete de cartas que llevaba, estrechó la mano de Belinda como un ahogado que se aferra a la cuerda salvadora. Se puso pálido y no pudo pronunciar una palabra, pero su incapacidad de hablar no pareció molestar a su diosa, quien se liberó de la mano de George y se cogió de su brazo, pidiéndole que la llevara a su coche.

—Si hubiera sabido que usted viajaba en este tren, no me habría preocupado —declaró alegremente Belinda—. Pero me ofendió un poco que ni siquiera se despidiese de mí esta mañana. Lo busqué por todas partes, pero en el puerto hacía tanto calor y había tanta gente.

—De… ¿de verdad? —tartamudeó George—. ¿Realmente me… me buscó?

Estaban acercándose a Ash y a sus amigos de clase baja, y Belinda rio mirando a la cara a su tímido acompañante.

—Claro, de verdad.

A George le volvieron los colores y aspiró aire, que pareció llenar no sólo sus pulmones, sino todo su cuerpo con una sensación de dicha que ningún licor le había proporcionado jamás.

De pronto, se sintió más alto y más corpulento y, por primera vez en su vida, lleno de confianza.

—¡Pero qué bien! —exclamó George. Se echó a reír.

Ash se volvió en ese instante y lo vio del brazo con Belinda; los dos reían como si no sintieran la menor preocupación por nada. Ash dio un paso hacia ellos y Belinda dijo:

—Ah, hola, Ashton —y pasó a su lado con una distraída inclinación de cabeza, infinitamente más hiriente que un ataque directo.

Ash los siguió hasta el coche de los Harlowe, donde debió presentar sus disculpas y dar explicaciones a la señora Harlowe, ya que Belinda parecía demasiado ocupada con George como para prestar atención a lo que decía Ash… aparte de advertirle que no debía disculparse: lo sucedido carecía de importancia. Con esto, Ash quedó totalmente abatido y se sintió muy estúpido.

En los días que siguieron se sentiría aún peor, porque Belinda continuó tratándole con cortesía enfurecedora cada vez que entraba en su compartimiento en las frecuentes paradas del tren en las estaciones del camino, y jamás lo invitó a sentarse con ellas, ni a caminar por el pasillo del coche durante las paradas nocturnas. Esta conducta afligía a Ash y alarmaba a la pobre señora Harlowe, pero su efecto en George era electrizante. Nadie que hubiese viajado con él en el S. S. Canterbury Castle habría creído que el joven retraído, callado e hipersensible del viaje, podía convertirse tan rápidamente en este caballero conversador y seguro de sí mismo, que erguía los hombros y sacaba el pecho mientras paseaba en el atardecer con Belinda del brazo, o monopolizaba la charla en el compartimiento.

Ash se sentía demasiado abrumado y culpable como para ofenderse por la conducta de su amada, ni advertir los crecientes celos y la malignidad de George, porque se acusaba de los peores crímenes que podía cometer un hombre con una mujer, y sentía que no había castigo bastante severo… excepto el inimaginable castigo de perderla. En cuanto a Zarin, al ver que no podía hacer nada por aliviar el malestar de Ashok, abandonó el intento y se concentró en la compañía más amable de sus compatriotas hasta que su amigo se recuperara.

Los barrancos cubiertos de árboles y helechos y la lujuriosa vegetación del Sur dieron paso a la aridez de las rocas y la arena del Norte, a la jungla y los campos sembrados, aldeas perdidas y ruinas de ciudades muertas y anchos ríos ondulantes con cocodrilos y tortugas al sol y garzas blancas que pescaban en sus orillas. Al atardecer, los matorrales y las altas hierbas brillaban de luciérnagas, y al amanecer chillaban los pavos reales y el cielo amarillo se reflejaba en estanques y arroyos llenos de lirios. Pero Ash, tendido de espaldas, miraba el techo y ensayaba discursos para ablandar el corazón de Belinda, o alguna vez replicaba a los esfuerzos por conversar de sus compañeros de viaje.

Como era de esperarse, la señora Harlowe tampoco disfrutaba del viaje. Sabía por experiencia que los viajes por la India eran calurosos, llenos de polvo e incomodidades; pero en esta oportunidad no la molestaban esos problemas sino la conducta de Ashton y Belinda, que finalmente demostraban no ser más que unos niños. Muchas chicas se casaban a los diecisiete años; ella misma lo había hecho, pero con hombres maduros, que sabían hacerse cargo de ellas, y no con adolescentes atolondrados como Ashton, que había abandonado a su prometida en un puerto atestado de gente para hablar con unos nativos.

La excusa que presentó sólo sirvió para empeorar las cosas. Explicar que uno de ellos (apenas un daffadar, ni siquiera un oficial de la India) era un viejo amigo que había viajado de Khyber a Bombay para recibirlo, y que se había alegrado tanto de verlo que perdió toda noción del tiempo, hablaba en favor de su sinceridad, pero revelaba que carecía de madurez y tacto, y la señora Harlowe estaba de acuerdo con su hija en rechazar una disculpa tan torpemente expresada. En realidad, Ashton no sabía comportarse. Debía saber que no podía mantener relaciones tan amistosas con cipayos y sirvientes. Era algo inadmisible, que además probaba que ella sabía muy poco de él. En realidad, lo había elegido por su cuna y su fortuna, ansiosa de ver a su hija bien situada, pero no tuvo suficiente cautela y buen sentido. Y ahora Belinda flirteaba con todo descaro con otro joven que no era elegible en absoluto, y la señora Harlowe estaba sumamente preocupada.

Considerándose culpable, se refugió en las lágrimas y en un acceso de melancolía. Después de tres días con esta atmósfera, Belinda comenzó a descubrir que, por más insultada que se sintiera, no podría soportar el aburrimiento de interminables horas encerrada en un vagón de ferrocarril caluroso y polvoriento sin otra cosa que hacer que escuchar los llorosos comentarios de su madre. Ashton se había comportado de forma abominable, es cierto, pero ya estaba suficientemente castigado. Además, Belinda comenzaba a cansarse de George Garforth, cada vez más presumido y con aire de posesión y pensaba que ya era hora de ponerlo en su lugar.

Cuando el tren se detuvo en la estación siguiente, Ash golpeó humildemente en la puerta del compartimiento y fue admitido, mientras que el desdichado George se encontró repentinamente desplazado y obligado a pasear solo por los pasillos o a conversar con la madre de su diosa. Pero, para Ash y Belinda, el resto del viaje fue muy agradable, excepto una pequeña discusión en Delhi, donde el tren terminaba su recorrido y todos los que deseaban seguir hacia el Norte debían recurrir a medios de transporte más anticuados: el dâk-ghafi (transporte de correo), el palanquín, la carreta de bueyes o a pie. Los viajeros se alojaron en el dâk-bungalow de Delhi. Ash, después de dedicar dos tardes a visitar la ciudad, se ausentó durante todo un día.

En realidad, estuvo ausente durante veinticuatro horas completas, pero la señora y la señorita Harlowe no se dieron cuenta, porque Ash había aprendido a comportarse y esta vez justificó su ausencia presentando un hermoso anillo de perlas y diamantes, y explicando que había tenido que visitar por lo menos veinte o treinta tiendas en la parte vieja de la ciudad y en Chandi Chowk, la famosa «calle de la plata» de Delhi, antes de encontrar algo suficientemente bueno para Belinda. Las dos damas quedaron encantadas con el anillo, aunque Belinda no podía usarlo antes de que su padre diera su consentimiento. Y como George Garforth aprovechó la oportunidad para llevarlas de excursión al Kutab Minar, pasaron el día muy agradablemente. Ash fue perdonado y nadie pensó en hacerle más preguntas a pesar de que en realidad sólo dedicó una hora a buscar el anillo y el resto del tiempo a otra cosa.

Mahdoo tenía amigos en Delhi, y la noche anterior Ash se había puesto un traje de pathan (que Gul Baz le prestó para la ocasión), y vagó por la ciudad hasta el amanecer, comiendo, bebiendo y divirtiéndose con los parientes de Mahdoo. Más tarde disfrutó de la vida nocturna de los atestados mercados con Zarin. Estaba poseído de una regocijante sensación de libertad, como si acabara de escapar de la cárcel. El disfraz occidental penosamente adquirido en los fríos años de colegio y en «Pelham Abbas» se le cayó tan fácilmente como si hubiera sido un abrigo de invierno que se descarta con el primer aire cálido de la primavera, y volvió con toda facilidad a la lengua y las costumbres de su infancia. La comida sustanciosa y muy condimentada era como ambrosía después de la dieta de carne hervida con zanahorias, repollo aguado y budines insípidos, y el calor y el olor de la ciudad le embriagaban de placer. Se olvidó de Inglaterra, de que era un sahib de los Guías, de Belinda, y fue una vez más Ashok, hijo de Sita, que había vuelto a su tierra y había heredado un reino.

No tenía idea de cuál era el templo donde lo llevaba Sita (y aunque la hubiese tenido no habría podido entrar con esa indumentaria), pero dio limosnas a varios sadhus manchados de ceniza y a unos cuantos mendigos hindúes en nombre de ella, y a la mañana siguiente, acompañado por Zarin, Ala Yar, Mahdoo y Gul Baz, se unió a una nutrida congregación en el gran patio del Juma Masjid y murmuró una plegaria por Sita y por el tío Akbar (la primera era una plegaria hindú ortodoxa y la segunda una devota oración musulmana) confiando en que el único Dios, para quien todos los credos son uno, la escuchara y no se sintiera ofendido.

En la galería sobre la gran entrada había un grupo de turistas, hombres y mujeres europeos que observaban a la multitud en su servicio religioso allá abajo, y reían y hablaban como si presenciaran las travesuras de unos animales en el zoológico. Sus voces estridentes se mezclaban con las plegarias murmuradas, y Ash se preguntó con furia qué pensarían si un grupo de indios se comportara de la misma manera durante un oficio religioso en Westminster Abbey, cuando percibió, desconcertado, que una de esas voces pertenecía a la señora Harlowe y otra a su prometida. Las disculpó diciéndose a sí mismo:

No es más que ignorancia… No quieren hacer daño; no entienden.

La ciudad rodeada de murallas rojas era tan apasionante de día como de noche, pero al atardecer su conciencia le recordó, por fin, la enormidad que estaba cometiendo y sus probables consecuencias. Así que pasó la siguiente media hora en una joyería en el Chandi Chowk antes de presentarse en el dâk-bungalow.

Sólo algunos pasajeros que habían viajado en el tren correo desde Bombay continuaron hacia el Norte, al Punjab; el resto del viaje se hizo en dâk-gharis, desvencijados vehículos arrastrados por un caballo que parecían cajones cerrados sobre ruedas. Esta vez, Ash sólo compartía su vehículo con otra persona, pero como se trataba de George Garforth, hubiera preferido viajar solo o con un montón de pasajeros.

George no tenía intención de renunciar a las esperanzas que Belinda había alentado en los tres primeros días de viaje desde Bombay. El hecho de que ella se considerara comprometida con Pelham-Martyn no cambiaba los sentimientos de George (y, además, agregaba celos y desesperación a las restantes emociones que ya experimentaba por ella), y como George no se privaba de hablar de los sufrimientos de su corazón herido por Belinda, Ash apenas lograba contener su irritación.

Ash no sabía cómo hacer callar a George sin ser grosero, de manera que resolvió el asunto pasando la mayor parte del día en compañía de Zarin, Ala Yar y Mahdoo no sólo porque prefería infinitamente su compañía a la de George, sino porque ya no tenía acceso a Belinda: la madre de esta había invitado a una antigua conocida una tal señora Viccary, a compartir su dâk-ghari.

La presencia de esta señora terminaba con toda esperanza de que Ash fuese invitado a viajar un rato en el carruaje de las Harlowe, tampoco podía pasar mucho tiempo con ellas en las distintas paradas donde podían conseguirse habitaciones para descansar y comida, y se cambiaban los caballos. A pesar de ello, a Ash no le disgustaba la intrusa, que resultó ser una persona encantadora, tolerante y comprensiva, con gran capacidad para hacer amigos y que mostraba un genuino interés por los demás.

Edith Viccary estaba acostumbrada a escuchar confidencias (y jamás las traicionaba tal vez por eso mismo recibía tantas). Además, en este caso en especial, después de escuchar un relato superficial de la futura suegra del joven Pelham-Martyn sobre las perspectivas, antecedentes y familiares del joven, le hizo hablar a él y no sólo comprendía sino que compartía su pasión por su país de nacimiento, porque también ella había nacido en la India. Allí había pasado la mayor parte de su vida. Fue enviada a Inglaterra a los ocho años y regresó a la India a los dieciséis para reunirse con sus padres, que entonces vivían en Delhi. Allí, en la capital de los mogoles, conoció un año después al joven ingeniero con quien se casó, Charles Viccary.

Eso ocurrió en el invierno de 1849, y desde entonces el trabajo de su marido la llevó a casi todas partes en el vasto territorio en que habían servido tres generaciones sucesivas de ambas familias, los Carroll y los Viccary…, primero en la East India Company y luego con la Corona. Y cuanto más lo conocía, más respetaba a este país y a sus pueblos, entre quienes tenía muchos amigos, porque, a diferencia de la señora Harlowe, aprendió a hablar con fluidez por lo menos cuatro de los principales idiomas de la India. Cuando el cólera se llevó a su único hijo, y el gran levantamiento de los cipayos de 1857 acabó con la vida de sus padres, y de su hermana Sarah y los tres hijos de esta que murieron en el terrible Bibi-gurh de Cawnpore, no se entregó a la desesperación ni perdió su sentido de la proporción y de justicia; a pesar de los terribles resultados del levantamiento, no se permitió odiar.

En esto, como en todo lo demás, la señora Viccary no constituía una excepción. Pero como era la primera persona de su clase que conocía Ash, le ayudó a borrar la sospecha que comenzaba a tener últimamente: que la señora Harlowe y los demás turistas que se habían comportado tan groseramente durante el oficio religioso en el Juma-Masjid eran un ejemplo típico de todas las memsahibs nacidas en la India. Por esto solo, le habría perdonado todo, incluso el hecho de ser, sin saberlo, la causa de que él no pudiera estar con Belinda todo el tiempo que esperaba en el viaje al Norte.

Aparte de esa privación, los días pasaban agradablemente. Era bueno volver a ver a Zarin y escuchar las conversaciones familiares, mientras las escenas recordadas se desplegaban ante la ventanilla, comer los alimentos que compraba Gul Baz a los vendedores de los pueblos, curry, dal, arroz, chuppatis y golosinas pegajosas, a menudo servidos sobre hojas verdes, y acompañados de leche de búfalo o agua de los pozos que había en cada aldea. Los nombres de los pueblos y los ríos le resultaban familiares, porque estas eran las tierras por las que vagaban él y Sita en los meses que siguieron a su huida de Gulkote.

Karnal, Ambala, Ludhiana, Jullundar, Amristar y Lahore, los ríos Sutlej y Ravi. Los conocía a todos… Desde media mañana y la mayor parte de la tarde la temperatura era calurosamente elevada, y el sol resquebrajaba la pintura de los techos y los costados de los gharis. Pero a medida que los ponies famélicos les conducían a las ricas tierras del Punjab, el aire se volvió sumamente fresco, y llegó el día en que Ash, al bajar en la madrugada a estirar las piernas a un lado del camino, vio sobre el horizonte, hacia el Norte, una hilera dentada de color rosa pálido que brillaba contra el verde claro del cielo: los Himalaya.

Le dio un brinco el corazón al verlos, y se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo ganas de reír y llorar y rezar al mismo tiempo, como hacían Zarin y Ala Ya; y un grupo de compatriotas. Sólo que no miraría hacia La Meca, sino hacia las montañas. Sus propias montañas, a cuya sombra había nacido… el Dur Khaima al que oraba cuando niño. Allá, en alguna parte, estaban los Pabellones Lejanos; y Tarakalas (la Torre de la Estrella), que recibía los primeros rayos de luz del amanecer, y también el valle al que Sita tanto deseaba alcanzar antes de morir, y al que él llegaría algún día.

La noche anterior se habían detenido en las afueras de un pueblecito, y Ash compró en un tenderete un puñado de arroz cocido, y, recordando las ofrendas que hacía al Dur Khaima desde el balcón de la reina en Gulkote, lo esparció en el suelo mojado de rocío. Un cuervo de la llanura y un perro vagabundo se dieron un festín y el aspecto del animal famélico trajo a Ash un vívido recuerdo del pasado. Olvidó a Gulkote y al Dur Khaima, y fue Ashton Pelham-Martyn quien compró media docena de chuppattis para alimentar a un perro hambriento; fue el hijo de Isobel, no el de Sita, quien volvió a subir al ghari con las manos en los bolsillos silbando John Peel mientras el sol ascendía en el horizonte y bañaba la llanura con su luz brillante.

—¡Ah! Vuelvo a sentir el olor de mi país —exclamó Ala Yar, oliendo el viento como un caballo viejo huele su establo—. Ahora no me importa si estos gharis se hacen pedazos, porque si es necesario podemos hacer el resto del camino a pie. (Ala Yar desconfiaba de los vehículos alquilados y estaba convencido de que las frecuentes paradas se debían a que no eran bien conducidos).

Los gharis no se rompieron, pero un albañal y casi un kilómetro de camino arrastrado por una inundación causaron un retraso de dos días, y los viajeros debieron alojarse en un dâk-bungalow cercano hasta que repararan el camino.

Si no hubiese estado George Garforth, Ash no habría resistido la tentación de escaparse con Zarin y Ala Yar. Pero no había olvidado la amabilidad de Belinda hacia George, de manera que, con gran disgusto de Zarin, pasó la mayor parte de esos dos días en compañía de su prometida.

De todas maneras, el señor Garforth fue muy asiduo, pero tuvo que dedicar casi todo su tiempo a hacer compañía a la señora Harlowe, cuya voluntad se ganó contándole la historia de su vida mientras sostenía la madeja de lana de tejer para que ella hiciera un ovillo. Pero las facciones byronianas, los rizos y los ojos castaños del señor Garforth no compensaban su falta de medios económicos, de modo que seguía siendo un candidato poco elegible.

Como socio nuevo y joven de una empresa de vinos, cerveza y licores, su sueldo era modesto y su posición social aún más; porque, excepto en los grandes puertos como Calcuta, Bombay y Madrás, donde el comercio era la reina de las actividades, la sociedad anglo-india colocaba a los boxwallah (un término despectivo aplicado a todos los que se dedicaban al comercio) muy por debajo de las dos castas dominantes: el Ejército y la Administración pública, y en una fortaleza militar como Peshawar, un boxwallah joven tendría, muy poca importancia, y era una lástima pensaba la señora Harlowe, porque un yerno como el joven Garforth la haría más feliz que Ashton Pelham-Martyn que era tan… tan… Era difícil explicar qué sentía la señora Harlowe con respecto a Ashton. En el barco parecía un muchacho tan tranquilo y digno de confianza, y además rico, y con ese tío que tenía un solo hijo, de modo que Ashton era candidato a heredar un título nobiliario; pero desde ese día espantoso en Bombay habían surgido muchas dudas en su mente…

Si George hubiera sido un candidato tan apetecible como Ashton, suspiraba la señora Harlowe, cuánto más feliz se habría sentido ella con respecto al futuro de su hija. A pesar de ser tan apuesto, George era normal y sin complicaciones, y sus padres parecían gozar de buena posición económica; la forma en que describía su hogar revelaba que vivían con más elegancia que la que jamás había conocido la señora Harlowe. Dos carruajes, nada menos… ¿no sería George mejor candidato de lo que parecía? George contó que su padre era de ascendencia irlandesa, y su madre una dama griega de cuna noble (eso explicaba su romántico perfil), George deseaba seguir la carrera militar, pero su madre se oponía a ello, de tal manera que, por complacerla, George se dedicó al comercio. El atractivo de Oriente para el espíritu aventurero de George lo llevó a aceptar el puesto en la empresa «Brow & MacDonald», en lugar de un empleo bien remunerado, conseguido con la influencia de su familia en Inglaterra, porque, aunque George quería mucho a sus padres, deseaba ser independiente y empezar por su cuenta desde el escalón más bajo: este sentimiento le granjeó la simpatía de la señora Harlowe.

¡Qué muchacho tan agradable! En cambio, Ashton nunca mencionaba a sus padres, y lo poco que contó de su infancia era tan extraño que la señora Harlowe se vio obligada a sugerirle que no continuara, porque esa historia podía ser… en fin, mal interpretada. ¡Una madre adoptiva hindú, esposa de un syce común, y él solía llamarla «mi madre», como si hubiera sido la verdadera! La señora Harlowe se estremecía al pensar qué diría la gente si lo supiera, y deseaba no haberse precipitado tanto en aceptarlo como prometido de Belinda. Jamás lo hubiese hecho si no fuera por sus hijitos Harry y Teddy, a quienes tanto anhelaba volver a ver. Sólo deseaba que Belinda «se casara bien», y esperaba que Archie no se enfadara. Al fin y al cabo, ella había actuado lo mejor que podía.

Hacia el atardecer del segundo día, el camino quedó reparado, los pasajeros se reunieron y volvieron a subir a los carruajes, y poco después de salir la luna, los gharis emprendieron el último tramo del camino hasta Jhelum, donde había un acantonamiento militar británico bastante numeroso.

El río Jhelum corría rápidamente, con su caudal aumentado por las fuertes lluvias de otoño en la lejana Cachemira; en esa corriente turbulenta no había nada que recordara a Ash el río tranquilo que se llevara a Sita muchos años atrás. La ciudad, junto con los acantonamientos, estaba en el lado más distante, pero, como aquel día se celebraba un ejercicio militar, muchos oficiales británicos paseaban por la orilla del río esperando las embarcaciones que los llevarían de regreso. Belinda contempló con interés a los más jóvenes, y pensó qué diferentes (y cuánto más atractivos) eran estos oficiales, alegres y tostados por el sol, que los hombres vestidos discretamente de Nelbury, quienes, vistos retrospectivamente, parecían pertenecer a otra raza. Estos se parecían más a los pieles rojas o a los cow-boys de Texas.

Al verlos, Belinda recuperó el buen humor, que había perdido en los dos últimos días. Ninguna muchacha bonita podía aburrirse ni sentirse abandonada con tantos hombres para llevarla a excursiones y bailes, y casi era una lástima que se hubiese comprometido con Ashton. Claro que estaba enamorada de Ashton y quería casarse con él, aunque quizá no demasiado pronto. No sería mala idea continuar libre unos años más y disfrutar de las atenciones de media docena de hombres en lugar de uno solo; además, Ash no permanecería siempre en el mismo lugar. Estaría a kilómetros de distancia de Mardan y quizá no podría ir a verla más de una vez por semana, pero una muchacha comprometida no podía aceptar invitaciones de otros; si lo hacía pensarían muy mal de ella.

Belinda suspiró, admirando las chaquetas rojas y los espesos bigotes de los oficiales jóvenes, y no dedicó una sola mirada a los mayores, ya que no esperaba ver a su padre. Aun así no lo habría reconocido. Cuando ella tenía siete años, su padre le parecía un gigante, mientras que el anciano caballero de pequeña estatura que apareció en la puerta del ghari no le causó ninguna impresión, y quedó desconcertada cuando oyó a su madre lanzar el grito de «¡Archie!» y abrazar efusivamente al desconocido. ¿Sería realmente aquel el alarmante autócrata de quién su madre y su tía Lizzie tan a menudo decían: «Tu padre jamás lo permitiría»?

Pero si Belinda quedó desilusionada con su padre, él no quedó en absoluto desilusionado con su hija. Era, le dijo, «la viva imagen de su madre» a esa edad, y era una pena que la Brigada saliera tan pronto de maniobras, porque Peshawar resultaría un poco aburrido con todos los jóvenes ausentes. Pero, para Navidad, todas las unidades estarían de regreso, y entonces Belinda no tendría de qué quejarse, porque Peshawar era un lugar muy alegre.

El mayor Harlowe pellizcó a su hija en el mentón y agregó que pronto verían hacer cola a los jóvenes para invitar a su hija a pasear a caballo y a bailar… un comentario que hizo sonrojarse con incomodidad a Belinda. Su madre deseó que la señora Viccary no revelara nada indiscreto, y que Ashton no apareciera antes de que ella pudiera explicar las cosas a Archie. Realmente, era muy molesto que a Archie se le hubiese ocurrido ir a buscarlas a Jhelum, porque la señora Harlowe contaba con poder elegir el momento de hablar del tema con Archie en la intimidad de su casa, antes de que tuviera oportunidad de conocer a Pelham-Martyn, que se separaría de ellas en Nowshera.

El siguiente cuarto de hora fue muy difícil, pero la señora Viccary no dijo nada inconveniente, y, cuando Ash apareció, el joven Garforth lo seguía tan de cerca que no hubo dificultad de presentarlos a los dos como compañeros del viaje en barco, y quitárselos de encima con la excusa de que ella y su marido y la querida Bella tenían mucho que hablar después de una separación tan larga… Estaba segura de que ellos comprenderían.

Por cierto, Ash comprendió que no era el momento ni el lugar de presentarse al mayor Harlowe en calidad de futuro yerno. Se retiró al comedor del dâk-bungalow a dar cuenta de una abundante comida, mientras Zarin hacía los trámites necesarios para el resto del viaje, y George se paseaba por la galería con la esperanza de obtener una mirada de los ojos azules de Belinda.

—No te comprendo —dijo George con amargura, sentándose a la mesa de Ash después de la partida de los Harlowe—. Si tuviera la suerte que tienes tú, estaría con ellos ahora, abordando al viejo y defendiendo mis derechos ante todo el mundo. No mereces a ese ángel, y si otro te la quita, te estará bien empleado. Estoy seguro de que hay montones que envidian tu puesto en Peshawar.

—Había no menos de doce en el barco —respondió Ash amablemente—, y si crees que este es el lugar para hacer cola ante un desconocido y pedirle la mano de su hija, el que está loco eres tú. Caramba, no la ve desde que era una niñita. No puedo embarcarme en ese tema cinco minutos después del reencuentro, y menos en un dâk-bungalow lleno de gente. Deja de decir tonterías.

—Creo que estoy loco —replicó George, golpeándose la frente al estilo de Henry Irving—. Pero no puedo evitar amarla. Sé que no tengo esperanzas, pero eso no cambia las cosas. La amo, y si tú la abandonas…

—¡Bueno, basta, George! Acabas de decir que ella puede dejarme por otros. ¿En qué quedamos? Pide a un khidmatgar que te traiga algo de comer y déjame seguir con mi cena.

Ash comprendía al pretendiente rechazado, y, como candidato aceptado, sentía que era una cuestión de honor tratarle bien, pero el estilo dramático de George empezaba a cansarle, y lamentaba que se estableciera en Peshawar, donde, si Ash pensaba frecuentar la casa de los Harlowe, fatalmente se encontraría con él. Ash no albergaba el menor temor de que Belinda cambiara de idea. Ella le había asegurado que le amaba, y dudar de ese amor era como un insulto para ambos. Lo cual demuestra que aún era lo bastante joven como para dar un carácter solemne a las emociones.

Además, como no era presuntuoso, no se sorprendió de que Belinda ni su madre dieran el menor paso para demostrarle atención o hacer que su futuro suegro reparara en él cuando se detenían en diversos dâk-bungalows para comer, descansar, o cambiar de caballos en el camino de Jhelum a Nowshera. George podía decir lo que quisiese (y realmente decía bastante, ya que, lamentablemente, seguían compartiendo el dâk-ghari), pero a Ash le parecía razonable que una hija que había estado tanto tiempo separada de su padre no se apresurara a estropear el encuentro informándole que pensaba dejarlo poco tiempo después. Una vez que los Harlowe estuvieran instalados en su casa y se hubiesen recuperado de las fatigas del viaje, Belinda le escribiría para decirle cuándo podía visitarle; entonces él iría a Peshawar y hablaría con su padre… y, ¿quién sabe? Tal vez podrían casarse en la primavera siguiente.

En realidad, nunca se le había ocurrido esa idea, porque pensaba que el padre de Belinda insistiría en que esperaran a que él fuese mayor de edad, y no tenía intención de discutir ese punto. Pero su encuentro con el mayor Harlowe hizo que comenzara a revisar sus planes. También Ash había imaginado que el padre de Belinda era alguien más imponente que el delgado anciano a quien fuera presentado en Jhelum, pero, ahora que lo había visto, no le sorprendía que la señora Harlowe hubiese consentido al compromiso por su cuenta en lugar de responder a Ash (como este esperaba), que tendría que consultar con su esposo, porque, a juzgar por su aspecto, el mayor Archibald Harlowe era de la clase de hombres que se dejan manejar por las decisiones de las mujeres de su familia; en ese caso sería fácil persuadirle de que aprobara un matrimonio a temprana edad de los novios.

El mayor Harlowe, por su parte, sólo percibió que su bella hija había traído a dos pretendientes. Olvidó los nombres de Ash y de Garforth no bien su esposa hizo las presentaciones, pero siempre que se encontraba con los jóvenes les saludaba con una inclinación de cabeza, y bromeaba con su hija por haber conseguido ya dos admiradores.

Los viajeros descendieron en el fuerte Attock, pagaron a los cocheros, cruzaron el río en barcaza y siguieron su camino en nuevos dâk-gharis por un camino paralelo al río Kabul.

Ahora, las montañas se veían más cerca, y el horizonte estaba limitado por promontorios y acantilados de rocas que cambiaban de color a cada hora del día: en cierto momento parecían estar a más de setenta kilómetros de distancia y eran azules y transparentes como el cristal; en otros, la distancia parecía mucho menor, presentaban color marrón rojizo y mostraban las sombras negras de innumerables hondonadas. Más allá de las rocas se alzaban las montañas de Malakand, en cadenas escarpadas que recortaban el borde de la llanura, guardianes de una tierra agreste habitada por unas veinte tribus turbulentas que no reconocían otra ley que la de la fuerza, vivían en pueblos amurallados y mantenían constantes luchas sanguinarias entre sí o contra los británicos. Esa era la frontera noroeste: la entrada a la India por donde pasaron Alejandro Magno y sus legiones conquistadoras cuando el mundo era joven. Más allá de los pasos inhospitalarios estaba el reino de Sher Ali, emir de Afganistán. Y aún más allá, el vasto y amenazador territorio de los zares.

Para Belinda, el campo era tristemente árido y vacío, pero, al menos, no faltaba tránsito en el camino de Peshawar, y mirando por la ventana del dâk-ghari veía de vez en cuando un inglés a caballo o arrastrando un carrito, y también coches de campesinos o gente que andaba a pie; y una vez pasó una columna de soldados británicos seguidos por una fila de elefantes cargados; el polvo daba un tono grisáceo a sus chaquetas rojas.

También veía camellos, que Belinda recordaba de su infancia; largas filas con bultos que se balanceaban sobre sus lomos, y las inevitables cabras y ganado que los nativos llevaban de un pueblo a otro. Al llegar a las afueras de Nowshera, el tránsito se hacía más denso y los cocheros de los diferentes carruajes azuzaban a sus animales para llegar primero, haciendo saltar a los peatones como gallinas asustadas y levantando una nube de polvo que ahogaba a los pasajeros. Era un pueblo pequeño con un dâk-bungalow igual que tantos que habían encontrado en el camino, y sólo cuando Ash fue a despedirse de Belinda se dio cuenta de que allí debían separarse.

Ash se quedó parado con el sombrero en la mano, incapaz de decir nada de lo que tenía preparado, porque los padres de Belinda estaban escuchando y porque la expresión ansiosa de la señora Harlowe y el aire indiferente de su marido le dijeron que hasta ese momento no se había tratado el tema que le interesaba. Sólo le quedaba estrechar la mano de Belinda y asegurar que iría a Peshawar en la primera oportunidad para tener el gusto de visitarla. La señora Harlowe respondió que tendría mucho gusto en recibirlo, pero no antes de una semana o algo así, porque tenían tanto que desempaquetar y ordenar… ¿el mes siguiente, tal vez?

—Claro, claro… —asintió vagamente su marido.

Después, agregó que, para Navidad, los jóvenes obtenían unos días de permiso y que el señor… eh… seguramente también los conseguiría y les daría un gran placer si les visitaba. Belinda se ruborizó y balbuceó algo que podía significar que esperaba que el joven Ashton fuera a Peshawar mucho antes de Navidad, y en ese momento el cochero de los Harlowe, que había estado vigilando un cambio de caballos, anunció que estaba listo para partir.

El mayor Harlowe subió al carruaje con su familia, la puerta se cerró de un golpe y partieron en medio de una nube de polvo, dejando al joven Ash en el camino, deprimido e incómodo y deseando haber tenido valor suficiente para besar a Belinda en público y de esa manera revelar la situación. La sugerencia de la señora Harlowe de «verlo el mes siguiente» no le resultaba alentadora, pero el comentario de su marido sobre «unos días en Navidad» le afectó desagradablemente, porque pensaba ir a Peshawar uno o dos días después de su llegada, y hasta ese momento no se le había ocurrido que no darían permiso para ello a un nuevo subalterno, sin una razón muy poderosa que lo justificara, y no podía hablar con sus superiores de su compromiso con Belinda antes de haber hablado con el padre de la muchacha. Sólo podía esperar que una vez que la señora Harlowe hubiese hablado del asunto con su marido, el mayor Harlowe lo mandase llamar a Peshawar o que fuera él mismo a Mardan. Pero eso dependería, en gran medida, de cómo recibiera la noticia; de pronto, Ash tuvo mucho menos confianza de que lo aprobaría.

—El Regimiento ha enviado una tonga —dijo Zarin, que apareció bruscamente a su lado—. No nos llevará a todos; ya ordené a Gul Baz que alquilara otra para él y para Mahdoo. Viajarán delante con el equipaje. Se hace tarde y hay que recorrer más de diez koss para llegar a Mardan. Vamos.