Ash volvió a la India a fines del verano de 1871.
Fue un año interesante para muchos millones de personas. Francia presenció la capitulación de París, vio proclamar Emperador de Alemania en Versalles al príncipe Guillermo de Prusia, y, una vez más, se declaró República. En Inglaterra, el Parlamento, finalmente legalizó los sindicatos y puso fin al sistema inicuo y que venía de antiguo de vender los nombramientos en el Ejército de la India al mejor postor sin tener en cuenta los méritos. Pero ninguno de estos acontecimientos tenía el menor interés para Ashton Hilary Akbar, comparado con el hecho de que por fin volvía al lugar donde había nacido, después de siete largos años de exilio.
Estaba nuevamente en su tierra. Tenía dieciocho años y estaba comprometido para casarse…
Hasta hacía poco, Ash no había tenido mucha relación con muchachas de su clase, porque, después de Lily Briggs, las hermanas y las primas de sus compañeros de buenas familias y bien educadas, le resultaron penosamente afectadas y macilentas, e hizo todo lo posible por evitarlas. Lily tuvo sucesoras, pero no le produjeron impresiones duraderas y ya sus nombres y sus rostros comenzaban a borrarse de su memoria, porque nunca le llegaron al corazón. En su época de cadete, se ganó una reputación de misógino negándose a asistir a tés, excursiones y bailes, y anunciando con pedantería que «no disponía de tiempo para mujeres». Pero tuvo mucho tiempo, horas, días, semanas, en el largo viaje por mar de Londres a Bombay. Y la señorita Belinda Harlowe no sólo era una señorita, sino la muchacha más bonita de a bordo.
Belinda no tenía nada de afectada ni macilenta. Era tan rosada, blanca y dorada como el recuerdo idealizado de Lily, tan alegre como Dolly Develaine, de «The Seaside Follies», y con formas tan seductoras como las de Ivy Markins, que trabajaba en una sombrerería en Camberley y era tan generosa con sus favores. Además, era dulce, inocente y joven (dos años menor que Ash), y poseía un rostro encantador e intenso, enmarcado por abundantes rizos de color oro pálido, y una naricita recta que se arrugaba deliciosamente cuando reía, dos grandes ojos del color de la flor de lino, que brillaban de interés y entusiasmo por la vida, y una boca tentadora, especialmente a causa de hoyuelos en las comisuras.
Ninguna de estas cualidades habría despertado muchas emociones en Ash (aparte del natural sentimiento de admiración por una muchacha bonita), si no hubiese descubierto que la señorita Harlowe, quien, como él, había nacido en la India estaba encantada ante la perspectiva de volver allí. Lo dijo una noche, cuando hacía diez días que el Canterbury Castle llevaba navegando, y varias de las señoras mayores, incluyendo la madre de Belinda, se lamentaban de tener que viajar otra vez a Oriente. Se estaban lamentando de las excesivas incomodidades de la vida en la India: el calor, el polvo, las enfermedades, el desastroso estado de los caminos y las dificultades para viajar… cuando intervino Belinda con una protesta entre risas:
—¡Ay, no, mamá! ¿Cómo puedes decir eso? Es un país encantador. Lo recuerdo claramente… ese hermoso bungalow fresco con la enredadera púrpura que crecía en el porche, y todas las bellas flores del jardín; aquellas que parecían lirios con manchas, y otras rojas, altas, que siempre estaban cubiertas de mariposas y cabalgar en mi pony por el Mall y ver las filas de camellos. Y cuando me llevaban en dandy (silla de manos) para pasar el verano en las montañas… los altos pinos y las rosas salvajes de exquisito perfume… y las nieves; kilómetros y kilómetros de montañas nevadas… No te imaginas qué feo me pareció Nelbury y la casa de la tía Lizzie, y sus sirvientes siempre me regañaban, en lugar de mimarme como Ayah y Abdul y mi syce. Ansío el momento de llegar.
Este inocente discurso disgustó a una tal señora Chiverton, a quien le pareció incorrecto que una jovencita interviniera en una conversación de las personas mayores, y comentó que nadie que hubiese pasado por los horrores de la Rebelión podría volver a confiar en un indio, y que envidiaba la feliz ignorancia de la querida Belinda de los peligros con que se enfrentaba cualquier mujer inglesa sensible al tener que vivir en un país bárbaro. Sin arredrarse en absoluto, Belinda rio, echó una mirada a los hombres sentados a la mesa y respondió:
—Pero piense cuántos hombres valientes hay para defendernos. ¿Quién puede tener miedo? Además, estoy segura de que no puede volver a suceder nada de esa naturaleza. —Inclinándose hacia delante, apeló a Ash, que escuchaba con interés desde el lado opuesto de la mesa—: ¿No cree usted, señor Pelham-Martyn?
—No lo sé —replicó Ash, con su acostumbrada honestidad—. Supongo que dependerá de nosotros.
—¿De nosotros? —repitió la señora Chiverton en un tono que indicó a Ash que no sólo encontraba su respuesta totalmente inaceptable, sino que, viniendo de un oficial tan joven, era insultante.
Ash vaciló, porque no deseaba seguir ofendiéndola, pero la señorita Harlowe entró alegremente en el terreno peligroso.
—El señor Ashton-Martyn quiere decir que si los tratamos con justicia, no tendrán razones para otro levantamiento. —En ese instante se volvió a Ash y preguntó—. Eso es lo que usted quería decir, ¿verdad?
No era exactamente lo que Ash quería decir, pero fue la forma en que Belinda pronunció «con justicia» lo que hizo que desde ese momento la considerara algo más que una muchacha bonita; después de eso, a pesar de que la estricta vigilancia, un montón de admiradores y el exceso de gente a bordo le hacían imposible hablar con ella a solas, Ash aprovechaba cualquier oportunidad para hablar con ella o escucharle hablar de la tierra a la que ambos volvían con tantas esperanzas y alegres expectativas.
La madre de Belinda, la señora Harlowe, era una mujer gruesa, bondadosa y de cabeza hueca que alguna vez había sido tan bonita como su hija, pero el clima y las condiciones imperantes en la India, junto con su desconfianza de «los nativos» y su temor a una segunda rebelión, no habían resultado propicios para su salud ni para su temperamento. El calor y los constantes embarazos engrosaron una figura que alguna vez fuera admirable; su marido, que se acercaba a los setenta años, sólo había llegado a mayor de un regimiento de Infantería de la India; tres de los siete hijos que ella le dio murieron en la primera infancia, y un año atrás se había visto obligada a llevar a sus mellizos de cinco años, Harry y Teddy, a Inglaterra para dejarlos al cuidado de su hermana Lizzie, porque la India seguía considerándose una trampa mortal para los niños; los cementerios de los acantonamientos en todo el país estaban llenos de tumbas de niños que habían muerto del cólera, golpes de calor, fiebre tifoidea o mordeduras de víboras.
Nada habría complacido más a la señora Harlowe que quedarse en Inglaterra con sus queridos niños, pero, después de exhaustivas conversaciones con su hermana, se convenció de que sin duda su obligación era volver a la India, no sólo como un deber hacia su marido, sino también hacia su hija Belinda, que a los siete años había sido puesta al cuidado de Lizzie. De eso hacía diez años, y, como decía Lizzie, las posibilidades de que la muchacha encontrara un buen partido en un pueblecito provinciano como Nerbury eran escasas. En la India británica, en cambio, sobraban hombres solteros elegibles, de manera que había que dar a Belinda la oportunidad de conocer a algún caballero adecuado y casarse con él. Luego, mamá podría volver con sus adorados niños, y vivir con la querida Lizzie hasta que Archibald ascendiera a jefe de su Regimiento o se retirara.
Nadie (excepto, quizás, el mayor Harlowe) podía oponerse a este proyecto, y la confianza de la señora Harlowe en su decisión se fortaleció rápidamente cuando no menos de once caballeros que viajaban en el S. S. Canterbury Castle comenzaron a prestar gran atención a su bonita hija. Es verdad que la mayoría eran muy jóvenes, militares de baja graduación y sin un céntimo, empleados públicos o jóvenes que se dedicarían al comercio, y que las otras cinco muchachas casaderas del barco no eran especialmente atractivas. Pero entre los caballeros había un capitán de Infantería, de más de treinta años, un viudo rico de edad madura, que era el socio principal de una empresa exportadora de yute, y el joven militar Pelham-Martyn, quien (según la señora Chiverton, la chismosa del barco), no sólo era sobrino de un noble, sino único heredero de la apreciable fortuna dejada por su padre, un distinguido erudito de reputación mundial.
Desde el punto de vista puramente financiero, la señora Harlowe consideraba que el señor Joseph Tilbery, el viudo, era, quizás, el candidato más elegible. Pero, aunque dispensaba gran atención a su hija, aún no había hecho declaración alguna, y Belinda se refería a él y al capitán de Infantería como «dos vejestorios». Le gustaban mucho más los militares y los empleados públicos jóvenes; flirteaba alegremente con ellos y se divertía muchísimo fomentando rivalidades entre los jóvenes y sintiéndose bella y admirada.
La atmósfera intensa del largo viaje se hizo aún más excitante para Belinda por un acontecimiento romántico: una boda en el mar. El capitán, a quien se pidió que ejerciera las facultades que se le asignaban como comandante de un navío que cruzaba el océano, casó al sargento Alfred Biggs con la señorita Mabel Timmins, que viajaba a Bombay para reunirse con su hermano. La boda tuvo lugar en el salón de primera clase, en presencia de todos los pasajeros de a bordo que lograron entrar, y fue seguida de discursos y brindis con champaña ofrecido por el capitán. Luego, todos bailaron en cubierta, y no menos de tres de los pretendientes de Belinda le pidieron que siguiera el admirable ejemplo de la novia y pasara el resto del viaje en luna de miel.
La transición de la atmósfera enclaustrada y aburrida de la casa de la tía Lizzie a la deliciosa libertad de la vida en un trasatlántico y la atención de una docena de jóvenes admiradores, fue una experiencia encantadora para Belinda, que se sentía en el colmo de la felicidad. Su única dificultad era decidir a cuál de sus admiradores prefería, pero cuando el barco llegó a Alejandría ya no le quedaba ninguna duda.
Ashton Pelham-Martyn no era tan apuesto como George Garforth, ni tan agudo e ingenioso como el subteniente Augustus Blain, ni tan rico como el señor Joseph Tilbery, de «Tilbery, Patterson y Compañía». En realidad, era un joven bastante silencioso, excepto cuando hablaba de la India, y Belinda le estimulaba a que lo hiciera siempre que sus importunos admiradores les permitían alguna conversación en privado, porque le parecía estar escuchando a sus propios recuerdos de niña: un lugar mágico. Belinda descubrió que el joven podía ser encantador cuando quería, y había algo en él que la fascinaba; algo distinto y excitante… y un poco perturbador: la diferencia que existe entre un halcón salvaje y un manso pajarilla enjaulado. Además, era indiscutiblemente apuesto con su tipo moreno de rostro delgado, y contaban que se había criado en un palacio de la India, y la vieja chismosa, la señora Chiverton, sugirió que su piel y su cabello oscuros podían provenir de una mezcla… Pero todos sabían que la señora Chiverton era una hiena y que habría estado encantada si el joven se hubiera fijado en su hija, Amy, que no era nada bonita.
Belinda brindó sus más adorables sonrisas al subteniente Pelham-Martyn, quien terminó por enamorarse perdidamente de ella, y hacia el final del viaje reunió valor suficiente para acercarse a la señora Harlowe y pedirle permiso para cortejar a su hija.
Ash temía ser rechazado por su juventud y su poca categoría, y no podía creer en su buena suerte cuando la madre de Belinda le respondió que no había inconveniente y que estaba segura de que el padre de la querida Belinda estaría de acuerdo, ya que opinaba que la gente debía casarse joven. Esto estaba muy lejos de ser cierto; el mayor Harlowe, como casi todos los oficiales de edad, desaprobaba que los oficiales jóvenes arruinaran su carrera y redujeran su utilidad a los regimientos atándose demasiado pronto a alguna muchacha que, inevitablemente, distraería su atención del trabajo y les envolvería en trivialidades domésticas en detrimento de los hombres bajo su mando.
El propio mayor tenía bastantes más años que su esposa cuando se casó con ella: frisaba cerca de los cuarenta, pero, aunque la señora Harlowe no desconocía sus opiniones, no vaciló en comprometer el consentimiento de su esposo, porque se convenció a sí misma de que Archie sólo podía alegrarse de ver a su hija tan bien situada. Después de todo, los jóvenes no tendrían que vivir del sueldo de Ash como subteniente; Ashton contaba con una buena renta, y en poco más de dos años sería mayor de edad y heredaría toda la fortuna de su padre. De manera que, por supuesto, Archie debía autorizar aquellas relaciones. Si bien Ashton era todavía un adolescente, cualquiera se daría cuenta de que era maduro para su edad. Un joven tan tranquilo, con tan buenos modales. Tan enamorado de Belinda… tan elegible.
La señora Harlowe derramó unas lágrimas de emoción, y media hora más tarde, en un rincón tranquilo de la cubierta delantera, Ash declaró su amor a Belinda y fue aceptado.
No tenían intención de revelar el noviazgo, pero de alguna manera la gente se enteró. Apenas terminó la cena, Ash comenzó a recibir las envidiosas felicitaciones de sus rivales y las frías miradas de las damas; muchas de ellas habían dicho ya que la señorita Harlowe flirteaba descaradamente y que ahora estaban convencidas de que su mamá no era la persona tonta y bonachona que pensaban, sino una intrigante desvergonzada, corruptora de menores.
El señor Tilbery y el capitán de Infantería se mostraron especialmente adustos, pero sólo George Garforth manifestó una protesta ruidosa.
George se puso blanco como el papel, y después de intentar ahogar sus penas en alcohol, propuso batirse en duelo con el pretendiente afortunado, aunque, por suerte para todos los implicados, cayó ignominiosamente enfermo antes de que le aceptaran el desafío. Belinda se retiró temprano, George fue llevado a su camarote, y Ash subió a una cubierta desierta, donde pasó la noche tendido en una hamaca mareado por el champaña y la felicidad.
Era increíble que con tantos pretendientes para elegir, Belinda le hubiese elegido a él. Era el hombre más afortunado del mundo, y mañana… no, hoy, porque ya había pasado la medianoche, estaría de regreso en su propio país. Pronto cruzaría el río Ravi y vería las montañas, y a Zarin…
Zarin…
Ash se preguntó con cierta incomodidad si Zarin habría cambiado mucho en los últimos años, y si lo reconocería a primera vista. No había nada de Zarin en las cartas convencionales y floridas que le llegaban con tan poca frecuencia y le decían tan poco. Sabía que ahora Zarin era un daffadar y padre de tres niños, pero eso era todo. El resto era una breve crónica de acontecimientos en el Regimiento y Ash ya no sabía cómo pensaba o sentía Zarin. ¿Podrían reanudar la antigua relación interrumpida siete años atrás?
Nunca se le había ocurrido que quizá no, pero ahora le invadía una duda, porque recordaba que sus posiciones se invertirían. Él volvía como oficial británico, y Zarin Khan, ese «hermano mayor» a quien tanto había admirado y envidiado y a quien deseaba emular, estaría bajo su mando. ¿Qué diferencia se produciría? Ninguna, en lo que de él dependiera, pero las circunstancias podían influir mucho… Cosas como las costumbres o la disciplina del Regimiento. Y sus camaradas y oficiales, y aun Belinda… no, Belinda no; ella le amaba, sentiría igual que él. Pero, al principio, las cosas podrían ser difíciles para él y Zarin.
Deseó que fuera posible que se encontraran en terreno neutral, en lugar de la atmósfera estrictamente militar de Mardan, donde estarían bajo la mirada crítica de una docena de hombres que sabían algo de su historia y observarían cómo se comportaba. De todas maneras, ya era tarde para preocuparse por eso; debería actuar con circunspección y no impulsivamente (esto último era su peor defecto, según Koda Dad y el tío Matthew). Y entretanto tenía ante él el largo viaje al Norte, y la triste perspectiva de separarse de Ala Yar y Mahdoo; esta era la única nube negra en su brillante horizonte.
Ahora, al recordarlo, sintió una punzada de culpa, porque su preocupación por Belinda había hecho que los hubiese olvidado últimamente, y aparte de algún paseo con uno u otro antes de que se levantaran los demás pasajeros, y unas palabras todos los días cuando Ala entraba en su camarote a traer ropa limpia o a poner gemelos en su camisa, los veía muy poco. Y ahora era tarde para enmendar su conducta porque al día siguiente… hoy… le dirían adiós. Los tres tomarían caminos diferentes. Ash sabía que los echaría de menos más de lo que podía expresar con palabras. Eran un vínculo entre los días de su niñez y la nueva vida que comenzaría al salir el sol, que sería muy pronto, porque ya las estrellas perdían su brillo y hacia el Este el cielo mostraba un color verde pálido con el primer resplandor lejano del amanecer.
Bombay se hallaba aún más allá del horizonte, pero el viento de la madrugada traía los olores de la ciudad. Ash percibía los olores mezclados del polvo y las cloacas, los mercados atestados y la vegetación en descomposición, y un leve aroma de flores… caléndulas, jazmines y azahares. El olor del hogar.