—Es para un sahib-capitán. Un sahib-capitán de los Guías —dijo el escribiente de cartas de mercado, estudiando la carta de Hilary a través de unos anteojos con cristales rayados—. ¿Ves? Aquí dice: «Mardan». Eso queda junto a Hoti Mardan, adonde se llega por el camino de Malakand. Más allá de Attock y del Indo, cruzando el río Kabul.
—Los Guías —murmuró Ash con asombro y admiración.
Habría ido a Mardan mucho tiempo atrás si se hubiera atrevido, pero sabía que los hombres de la Rani esperaban que fuera allí y que estarían esperándolo, porque su amistad con Koda Dad no era un secreto en el Hawa Mahal. Pero en esos momentos quizá sus perseguidores habían comprendido que Ash era demasiado astuto como para dirigirse hacia allí y le estarían buscando en otros lugares. Y aunque no fuera así, la situación había cambiado drásticamente por el hecho de que ya no era un golfillo de los mercados, sin amigos, que esperaba obtener protección de un sowar de los Guías, sino un sahib, que podía exigir protección de sus compatriotas sahibs. No sólo para él, sino para Zarin, y si era necesario, para Koda Dad también.
—Los Guías —repitió Ash en voz baja. Y de pronto le brillaron los ojos y la oscura desesperación que había llenado su mente y su corazón durante tantos días comenzó a esfumarse como la niebla en la mañana. Por fin había cambiado su suerte.
—Es el nombre de un pulton (regimiento) con base en Mardan —explicó con aire importante el escribiente de cartas—, y el nombre del sahib es As-esh-taan. Capitán Ash-tarn. En cuanto a lo demás… —Hizo ademán de abrir el papel doblado, pero Ash se lo arrancó de la mano, explicando que sólo deseaba saber el nombre del sahib y su dirección, y que el resto no tenía importancia.
—Si es una recomendación, sería bueno saber lo que dice —sugirió astutamente el escribiente—. Si se han escrito cosas inconvenientes, puedes romperla y decir que la perdiste. Si es una buena recomendación, puede venderse por mucho dinero. Pagan buenos precios por estas cosas en los mercados. ¿Entonces piensas entrar al servicio de este sahib?
—No, yo… quiero visitar al hermano de la mujer de mi primo, que es su sirviente —improvisó rápidamente Ash—. Me dieron su dirección, pero la olvidé y no sé leer en angrezi.
Pagó la media anna que le pidieron y, una vez que se aseguró de haber memorizado bien el nombre, volvió a esconder o el papel entre los pliegues de su turbante y gastó la otra media anna en un puñado de chunna tostado y un trozo de caña de azúcar pelada.
Ash había recorrido un largo camino desde la noche en que partiera de las orillas del río Jhelum. No le llevó mucho tiempo descubrir cuánto más rápidamente avanzaba ahora que viajaba solo, y cuánta razón tenía Sita al decirle que sin ella estaría mucho más seguro, porque había oído rumores en los pueblos y sabía que la persecución continuaba. Pero, como los hombres que lo buscaban sabían que nunca abandonaría a su madre, seguían buscando a una mujer montañesa y a un muchacho de ojos grises que viajaban juntos, y no se detenían a observar a un chico harapiento, solo, en el noroeste de la India, donde se veían las montañas del Khyber en el horizonte, con un color de piel que no era raro en la región.
Nadie le hizo preguntas, pero, como tenía miedo de hacer algo que pudiera llamar la atención, no se atrevió a pedir una traducción de aquel papel en pueblos pequeños donde podía despertar interés. Sólo se arriesgó a hacerla cuando llegó a uno lo bastante grande como para contar con media docena de escribientes de cartas. El nombre y la dirección resultaron pertenecer a un oficial de los Guías… el regimiento de Zarin. Casi demasiado bueno para creerlo.
Ash recordaba que su madre decía que no sabía lo que había escrito en el papel. Pero pensaba que ella debía tener alguna sospecha, y que eso explicaba su antipatía hacia Koda Dad y su hijo, y su oposición a su plan de unirse con Zarin algún día y alistarse en el mismo Cuerpo. Sin embargo, finalmente fue ella quien lo puso en el camino de Mardan, donde se encontraría con Zarin y se convertiría en sowar de los Guías… o aun en oficial, si aquel sahib-capitán era pariente suyo y estaba dispuesto a ayudarle. Esto nunca llegaría a saberlo, porque William Ashton había muerto.
Los Guías habían tomado parte en la expedición a Ambeyla, una campaña lanzada contra ciertas tribus hostiles de la frontera en el otoño anterior, y William, que aún no sabía que tenía un sobrino, había muerto en la lucha sólo unas semanas después que su sobrino escapara sobre el muro del Hawa Mahal. Pero ahora era primavera, los almendros estaban en flor y los sauces llenos de brotes cuando Ash tomó el camino que lleva de Attock a Peshawar.
Ash se desvió unos dieciocho kilómetros para evitar cruzar el Indo por el paso de Attock, porque se le ocurrió que habría sido fácil para un hombre solo vigilar a todos los que pasaban por allí. Cruzó a más de siete kilómetros de distancia corriente abajo, en la balsa de un granjero, y desde allí se dirigió al camino de Peshawar.
De manera que hacia la noche del mismo día, cubierto de polvo, con los pies doloridos y muy fatigado, llegó al acantonamiento de Mardan y preguntó por el sowar Zarin Khan de los Guías.
El Cuerpo de Guías había regresado nuevamente a sus cuarteles después de meses de arduas campañas y luchas aún más duras en el país de Yusafzai. Dieciocho meses de servicio activo cambiaron a Zarin de tal manera que casi no se reconocía en él al joven alegre que había partido con tanto entusiasmo de Gulkote. Había crecido mucho y parecía más corpulento, incluso lucía un espeso bigote en lugar de la incipiente pelusa que recordaba Ash. Pero era el mismo Zarin, y le encantó ver a Ashok.
—Mi padre me mandó decir que te habías marchado de Gulkote, por lo que suponía que llegarías aquí algún día —dijo Zarin, abrazándolo—. Tendrás que esperar a crecer para poder ser un sowar, pero hablaré con mi hermano mayor, que ahora es jemadar desde la batalla en el camino a Ambeyla, y te encontrará trabajo. ¿Tu madre está aquí?
—Ha muerto —respondió brevemente Ash.
Se dio cuenta de que no podía hablar de ella ni con un buen amigo como Zarin, pero Zarin pareció comprender; no hizo preguntas y sólo dijo:
—Lo siento. Era una buena madre para ti, y creo que también debe ser duro perder una mala madre, porque sólo tenemos una.
—Parece que yo tuve dos —respondió sombríamente Ash.
Se sentó con las piernas cruzadas para calentarse junto al fuego de Zarin, y contó la historia de su huida del Hawa Mahal y de las cosas que le había revelado Sita en la caverna junto al río. Por último, como prueba, mostró el papel con la dirección de un oficial de los Guías.
Zarin tampoco sabía leer el papel, pero no pudo sino creer la historia al ver el dinero, ya que las monedas hablaban por sí solas y no necesitaban traducción. Había más de doscientas; menos de cincuenta eran rupias de plata y el resto soberanos y mohures de oro. Algo habría de cierto en la historia si Sita había ocultado aquella pequeña fortuna durante tantos años.
—Creo que lo mejor será que se lo mostremos a mi hermano —dijo Zarin, mirando con aire de duda el papel que Ash había puesto en su mano—. Quizás él pueda aconsejarte, porque yo no sé cómo hacerlo. Esto es demasiado oscuro para mí.
El hermano de Zarin, el jemadar, no tuvo ninguna duda. Sólo había un camino que tomar. Como Ashton-sahib había muerto, todo el asunto debería presentarse al coronel Browne-sahib, el comandante, que sabría qué hacer con él. Él, Awal Shah, acompañaría de inmediato al muchacho a las habitaciones del coronel-sahib, porque si había algo de cierto en aquella extraordinaria historia, había que poner el dinero y los papeles en manos seguras lo antes posible.
—Y tú, Zarin, no hables nada de esto con nadie. Porque si la Rani de Gulkote desea la muerte del muchacho, se vengará de quienes le ayudaron a escapar, y si se entera de que está con nosotros, sospechará que nuestro padre participó en el asunto. De manera que es mejor para todos que se pierda la huella. Yo iré ahora a ver al coronel-sahib, y tú, Ashok, me seguirás a cierta distancia, para que no vean que vamos juntos, y esperarás fuera hasta que te llamen. Vamos.
El jemadar se guardó los documentos en el bolsillo y echó a andar a la luz del atardecer. Ash le siguió a prudente distancia y pasó la siguiente media hora, en el borde de un estanque, arrojando piedrecillas al agua y observando las ventanas del coronel, mientras caían las sombras en el camino polvoriento del acantonamiento y el aire fresco de la noche de primavera se llenaba con el olor de las fogatas de leños y estiércol.
Aunque él no lo sabía, era su última hora de independencia. La última hora en muchos años de paz, libertad y ocio, y quizá, si lo hubiese advertido, habría roto su promesa a Sita y se hubiera escapado cuando aún tenía tiempo. Pero aunque hubiese huido de los asesinos de la Rani era dudoso que hubiese podido llegar muy lejos, porque el coronel Sam Browne, comandante en jefe del Cuerpo de Guías, después de leer la carta inconclusa escrita a su cuñado William Ashton, en aquellos momentos estaba quitando los sellos de un paquete de hule confeccionado casi exactamente siete años atrás. Ya era tarde para que el hijo de Hilary escapara.
Tres semanas más tarde, Ash estaba en Bombay, vestido con un incómodo traje europeo y calzado con unas botas más fastidiosas aún, en route hacia la tierra de sus antepasados.
Su pasaje fue conseguido y pagado por los oficiales del Regimiento de su tío, todos los cuales, después de negarse rotundamente a creer que aquel pilluelo pudiera ser el sobrino del pobre William, se convencieron finalmente, por las pruebas evidentes contenidas en el paquete (que incluía un daguerrotipo de Isobel, cuyo parecido con su hijo era sorprendente, y otro de Ash, sentado en la falda de Sita y tomado en Delhi el día en que cumplió cuatro años, ambas identificadas sin vacilar por Zarin), junto con un cuidadoso examen verbal y físico del muchacho. Una vez convencidos, los amigos de William se desvivieron por ayudar al sobrino de un oficial que había servido en el Cuerpo desde que Hodson construyera el fuerte en Mardan, y a quien todos querían. Aunque su sobrino no estuviese agradecido en absoluto por esa ayuda.
Ash había obedecido las últimas órdenes de su madre adoptiva. Entregó a los sahib-log los documentos y el dinero que ella le había dado. Luego habría preferido vivir en el Ejército con Zarin y Awal Shah, y ganarse la vida como mozo de establo o cortador de hierba hasta que tuviera edad suficiente para ingresar en el Regimiento. Pero no se lo permitieron. ¿Por qué no le dejaban tranquilo?, pensó Ash con resentimiento. ¿Por qué, siempre y en todas partes, había gente que le daba órdenes dictatoriales, restringía su libertad e ignoraba sus deseos, y otros, que ante una palabra de una mujer malvada y ambiciosa, estaban preparados para perseguirlo por toda la India y quitarle la vida, aunque no tenían nada contra él y él no les había hecho daño alguno? ¡No era justo!
Ash era feliz en los mercados de Gulkote, y no deseaba abandonar la ciudad y trasladarse al Hawa Mahal. Pero no pudo elegir. Y ahora, por lo visto, debía abandonar a sus amigos y a su país natal para ir al de su padre; nuevamente no tenía opción… ni posibilidad de apelar. Había caído en una trampa igual que el día en que entró en el Hawa Mahal, y era demasiado tarde para tratar de escaparse, porque las puertas ya se estaban cerrando a sus espaldas. Tal vez cuando creciera podría hacer lo que deseara… aunque en un mundo lleno de opresión, asesinos y entrometidos, Ash comenzaba a pensar que sería poco probable. Pero al menos los sahibs habían prometido que, cuando terminaran los años de servidumbre en Belait, se le permitiría regresar al Hind.
El coronel Sam Browne le informó que había cursado un telegrama a los familiares de su padre, quienes lo enviarían a la escuela y le convertirían en un sahib. También que si estudiaba mucho y tenía éxito en los exámenes conseguiría que el Ejército lo enviara a Mardan como oficial de los Guías, y fue esa esperanza más que su promesa a Sita o su temor a los hombres de la Rani, lo que reprimió el impulso de Ash de recuperar su libertad. Eso, y el hecho de que se marcharía a Inglaterra al cuidado de un sahib que llevaba dos sirvientes indios a su país, lo cual significaba que no estaría completamente solo y sin amigos. Esto se debió, en gran parte, a un comentario casual del jemadar Awal Shah.
—Es una lástima —dijo Awal Shah a su comandante en jefe—, que el muchacho olvide la lengua y las costumbres de su tierra, porque un sahib que supiera hablar y pensar como uno de nosotros, y pasar por un pathan o un punjabí sin dejar lugar a dudas, sería muy importante en nuestro Regimiento. Pero en Belait los olvidará y se volverá como los otros sahibs, lo cual representará una gran pérdida.
El comandante tomó muy en cuenta esta observación, porque, aunque todos los ingleses al servicio del Gobierno de la India debían hablar con fluidez uno o más de los idiomas del país, muy pocos aprendían a hablarlo suficientemente bien como para pasar por nativos. Y esos pocos eran mestizos, cuya sangre mixta les impedía ocupar cargos en los niveles más altos del Ejército o de la Administración pública… hasta un soldado tan capacitado como el coronel George Skinner, del Skinner’s Horse, el afamado sahib Sikundar, no pudo obtener un mando en el Ejército de Bengala porque su madre era una señora india. Pero estaba claro que el sobrino de William Ashton era oriundo de la India en todo menos en la sangre, y uno de los pocos que poseían algo más que la piel. Como tal, podía resultar de valor inestimable alguna vez en un país en que la información exacta a menudo significaba la diferencia entre la supervivencia y el desastre, y Awal Shah tenía razón: no había que desperdiciar aquel material potencialmente valioso.
El comandante meditó sobre el problema, y finalmente llegó a una solución admirable. El coronel Ronald Anderson, comisario del Distrito, que se veía obligado a retirarse por razones de salud, partía hacia Inglaterra el jueves siguiente, y llevaba con él a su asistente pathan, Ala Yar, y a su khansamah (cocinero) Mahdoo, que procedía de las montañas del otro lado de Abbottabad. Ambos estaban a su servicio desde hacía veinte años. Anderson había sido amigo de John Nicholson y de Sir Henry Lawrence, y en su juventud había pasado varios años en Afganistán, con el desdichado Macnaghton. Hablaba media docena de dialectos y poseía un conocimiento exhaustivo y sentía un profundo amor por la provincia de la frontera noroeste y las tierras del otro lado de esa frontera, de manera que sería la persona ideal para vigilar al joven Ashton durante el largo viaje a Inglaterra, y durante las vacaciones que concedieran los Pelham-Martyn, siempre suponiendo que le consintieran asumir esa tarea. El comandante del Cuerpo de Guías no perdió el tiempo; pidió su caballo y ese mismo día fue a presentar el asunto al coronel Anderson, y el comisario a punto de retirarse, intrigado por la historia, accedió de inmediato.
—Pero, por supuesto, volverás —dijo Zarin para animar al ansioso Ash—. Sólo que primero es necesario que adquieras conocimientos, y dicen que eso hay que hacerlo en Belait. Aunque yo mismo no… Bien, no importa. Pero aún es más importante seguir vivo, y sin duda no estás seguro en este país en que han puesto precio a tu cabeza. No puedes estar seguro de que los espías de la Rani hayan perdido tu rastro, pero al menos sabemos que no te seguirán por el mar, y que mucho antes de que vuelvas tanto la Rani como sus espías te habrán olvidado. Mi hermano Awal Shah y yo hemos jurado guardar el secreto, y ni siquiera le escribiremos a mi padre que te hemos visto, porque es posible que abran las cartas y que ojos curiosos las lean; será mejor mantenerlo en la ignorancia que correr el riesgo de revelar el cambio en tu fortuna y el lugar donde te encuentras a quienes te desean el mal. Pero, más adelante, cuando se acabe el gurrh-burrh, si el sahib-coronel cree que no hay peligro en hacerlo, te escribiré a Belait, y recuerda que no vas allí solo. Anderson-sahib es un hombre bueno y en quien puedes confiar. Y él y sus sirvientes harán que no te olvides del todo de nosotros mientras te conviertes en un sahib… y ya verás qué pronto pasan los años, Ashok.
Pero en eso Zarin se equivocó, porque no pasaron pronto. Se arrastraban con tanta lentitud que cada semana parecía un mes y cada mes un año. Sin embargo, tuvo razón con respecto al coronel Anderson. El excomisario del Distrito sintió simpatía por el muchacho, y le enseñó una asombrosa cantidad de palabras inglesas durante el largo y tedioso viaje, explicándole que no poder hablar en tierra extranjera sería un inconveniente y, además, una humillación para su orgullo.
Ash comprendió el problema y, habiendo heredado la capacidad de su padre para aprender idiomas, se aplicó con tal diligencia a aprender la nueva lengua que un año después nadie habría creído que había hablado otras, porque, con el don de imitación de los jóvenes, llegó a adquirir el mismo acento y la misma inflexión de la clase alta británica… el tono de los tutores pedantes y de los viejos Pelham-Martyn. Pero, por más que se esforzó, no logró pensar jamás que él era uno de ellos, ni para ellos era fácil aceptarlo como tal.
Fue un extranjero en tierra extranjera, e Inglaterra nunca sería «su país» para él, porque su país era la India. Aún era, y siempre sería el hijo de Sita, y había muchísimas cosas en esta nueva vida que no sólo le resultaban ajenas, sino aterradoras. Cosas triviales, en opinión de los ingleses, pero que, para alguien criado en la religión de su madre adoptiva, resultaban increíblemente aborrecibles. Por ejemplo, comer carne de vaca y de cerdo, la segunda una abominación y la primera un sacrilegio inenarrable: el cerdo era un animal impuro y la vaca un animal sagrado.
No menos espantosa era la costumbre europea de usar un cepillo de dientes no una, sino muchas veces, en lugar de una ramita o un palito que podían arrancarse diariamente de una planta y tirarse después de usados; como todos sabían, la saliva era lo más contaminante que existía. Aparentemente, los ingleses lo ignoraban, y hubo agrias discusiones hasta que Ash aceptó esta y otras costumbres bárbaras.
Aquel primer año fue difícil para todos los afectados, en especial para los parientes de Ash, que estaban igualmente horrorizados por las costumbres y el aspecto de este joven «pagano» de Oriente. Rígidamente conservadores y con toda la insularidad intrínseca de su raza, se acobardaban ante la perspectiva de presentar a Hilary a la mirada crítica de sus amigos y vecinos, y modificaron rápidamente sus planes originales, que incluían enviar a Hilary al famoso colegio que había educado a siete generaciones de Pelham-Martyn. En cambio, contrataron a un tutor en casa; además concertaron una reunión semanal con un sacerdote y un exprofesor de Oxford para «ponerlo en forma», y aceptaron agradecidos una invitación de que pasara las vacaciones con el coronel Anderson.
«Pelham Abbas», residencia del hermano mayor de Hilary, Sir Matthew Pelham-Martyn, Bart, era una imponente propiedad, que consistía en una gran casa cuadrada estilo reina Ana, construida en el terreno de una casa anterior estilo Tudor, destruida por los hombres de Cromwell en 1644, y rodeada por extensiones de césped escalonadas, jardines con muros, establos e invernaderos. También había un lago ornamental, un gran parque, donde se le permitía cabalgar a Ash, un arroyo con truchas, y, en el lado más alejado, un cinturón de bosques en los que el cuidador de Sir Matthew criaba faisanes; una casa de campo en una propiedad de unas ciento sesenta hectáreas. La casa misma estaba llena de retratos de familia y muebles estilo Regencia, y los Pelham-Martyn, que pensaban que su sobrino se quedaría impresionado con todo aquello, tuvieron la desagradable sorpresa de descubrir que la consideraba fría e incómoda, y que decía que no podía compararse en tamaño ni en magnificencia con cierto palacio de la India, de nombre imposible de pronunciar, en el que, según él, «había vivido muchos años».
Fue la primera de varias sorpresas, no todas desagradables. No esperaban que el chico manejase con la misma facilidad un caballo o un arma, y estaban profundamente agradecidos por ello.
—Mientras sepa tirar y montar a caballo, supongo que irá adelante —dijo su primo Humphrey—. Pero es una pena que no lo hayamos recibido antes. Sus ideas no son las correctas.
Las ideas de Ash siguieron siendo poco ortodoxas, y a menudo le producían problemas; por ejemplo, su negativa a comer carne de vaca en ninguna forma (este fue el último y el más fuerte residuo de la crianza de Sita, y el que más tiempo le costó superar a pesar de las muchas dificultades que implicaba… para no mencionar los discursos y los castigos que recibió por ello de sus maestros y preceptores, y el enojo, la irritación y el resentimiento que provocaba a sus familiares). Además, no entendía por qué no podía ofrecerse a enseñar a cabalgar a Willie Higgins, el limpiabotas, o invitar a Annie Mott, la delgada muchachita de doce años que trabajaba excesivamente en el fregadero, a tomar el té con él en el salón de clases.
—Pero es mi té, ¿verdad, tía Millicent? —preguntaba Ash.
O bien decía:
—Pero el tío Matthew me dio a Blue Moon para que fuera mi caballo, entonces no entiendo por qué…
—Son criados, querido mío, y no se trata a los sirvientes como iguales. No lo comprenderían —explicó la tía Millicent, desconcertada por este imposible retoño de su cuñado que protestaba en un inglés algo entrecortado. Igual que Hilary… siempre había sido un problema, y ahora que estaba muerto seguía causando trastornos.
—Pero cuando yo era sirviente de Lalji, montaba en sus caballos, y…
—Eso era en la India, Ashton. Ahora estás en Inglaterra, y debes aprender a comportarte bien. En Inglaterra no jugamos con los criados ni les invitamos a compartir nuestras comidas. Y verás que Annie come muy bien en la cocina.
—No, no es cierto. Siempre tiene hambre, y no es justo, porque la señora Mott…
—Suficiente, Ashton. He dicho que no, y si vuelvo a oír hablar de esto, tendré que dar órdenes de que no te permitan acercarte a la cocina ni hablar con los sirvientes de menor categoría. ¿Entiendes?
Ash no entendía. Pero sus parientes tampoco. Más tarde, cuando ya sabía leer y escribir en inglés además de hablarlo, su tío, en un encomiable intento de estimularlo y disminuir el aburrimiento de las lecciones, le dio una docena de libros sobre la India, diciéndole que, por supuesto, tendrían gran interés para él. Los libros, incluían algunos de los últimos trabajos de Hilary, junto con relatos tan atractivos como La conquista de Bengala, y el informe de Sleeman sobre la supresión de Thuggery, y la Historia de la guerra de los cipayos, de Sir John Kaye. Ash se interesó, efectivamente, pero no en la forma que esperaba su tío. Los libros de su padre le parecieron secos y eruditos, y sus reacciones ante los otros preocuparon seriamente a Sir Matthew, que fue lo bastante audaz como para pedirle su opinión.
—¡Pero usted me preguntó qué pensaba! —protestó Ash con indignación—. Y eso es lo que pienso. Al fin y al cabo, era el país de ellos y no les hacían a ustedes… es decir, no nos hacían ningún daño. No me parece justo.
—¡Las huellas de Hilary! —pensó Sir Matthew con cierta exasperación.
Y le explicó rápidamente que, por el contrario, habían hecho mucho daño… con los asesinatos, la opresión, y las guerras entre ellos, estrangulando a viajeros inocentes como sacrificio a sus dioses paganos, quemando vivas a las viudas, y, en general, obstruyendo el comercio y el progreso. Tales horrores no podían continuar sin control, y era deber y responsabilidad de los británicos, como nación cristiana, oponerse a esas barbaridades y llevar paz y tranquilidad a los millones de sufrientes en la India.
—¿Pero por qué es responsabilidad de ustedes? —preguntó Ash, desconcertado—. No veo que tenga nada que ver con ustedes… es decir, con nosotros. La India ni siquiera está cerca de nosotros. Se halla en el otro extremo del mundo.
—Querido muchacho, no has prestado suficiente atención a esos libros —respondió Sir Matthew, luchando por conservar la paciencia—. Si los hubieras leído con más atención, habrías visto que teníamos actividades comerciales allí. Y el comercio es vital no sólo para nosotros, sino para la prosperidad de todo el mundo. No podíamos permitir que fuera alterado por luchas mezquinas entre príncipes rivales.
»Era necesario conservar el orden, y lo hemos hecho. Con la ayuda de Dios, se ha logrado llevar paz y prosperidad a ese desdichado país, y la bendición del progreso a un pueblo que sufrió durante siglos las atrocidades de la persecución y la opresión en manos de sacerdotes voraces y señores poderosos que siempre estaban en guerra. Es algo de lo que podemos enorgullecernos, y lo hicimos con un grave costo para nosotros, en trabajo y en vidas. Pero no se puede detener la marcha del progreso. Estamos en el siglo XIX, y el mundo se vuelve demasiado pequeño como para mantener una gran parte de él en estado de corrupción y barbarie medieval.
Ash tuvo una repentina visión del Dur Khaima y de la amplia meseta donde salía a caballo, a cazar con halcón con Lalji y Koda Dad, y sintió una terrible angustia; era horrible pensar que pronto no habría lugares salvajes y bellos como esos en aras de lo que el tío Matthew y sus amigos llamaban «el progreso». Se había formado una opinión desfavorable del «progreso», y no continuó la conversación, ya que era evidente que él y su tío nunca opinarían lo mismo sobre ciertos temas.
Ash se daba cuenta (el tío Matthew no) de muchas cosas que requerían reformas en «Pelham Abbas»: el despilfarro y prodigalidad, los conflictos en el sector de los criados; la tiranía de los sirvientes de mayor categoría y el miserable salario a todas luces insuficiente, que se consideraba suficiente por largas horas de trabajo duro; las buhardillas sin calefacción donde dormían los seres más despreciados, como las criadas del lavadero y la cocina y los limpiabotas y los sirvientes de menor categoría; los largos tramos de escaleras incómodas que las camareras debían subir y bajar veinte veces al día con cubos de agua caliente, cubos para lavar el piso o bandejas cargadas, con la sombra del despido inmediato sin indemnización ni referencias que pendía sobre ellos, si cometían una falta.
La única diferencia que veía Ash entre los sirvientes de «Pelham Abbas» y los del Hawa Mahal era que los de este segundo lugar llevaban existencias más placenteras y trabajaban menos. Pero se preguntaba qué pensaría su tío si Hira Lal o Koda Dad (los dos hombres sensatos e incorruptibles) aparecieran ante las puertas de «Pelham Abbas» acompañados de las armas, los elefantes de guerra y los soldados de las tropas de Gulkote, y se hicieran cargo del manejo de la casa y las propiedades, modificándolo según sus propias ideas…
Ash no estaba contento. No había deseado venir a Belait a convertirse en un señor. Habría preferido mil veces quedarse en Mardan y llegar a ser sowar como Zarin. Pero no le permitieron elegir, y, en consecuencia, pensaba que sabía más sobre lo que sienten las razas sometidas que el tío Matthew, quien hablaba en forma tan paternal de «brindar los beneficios de la paz y la prosperidad a los millones de sufrientes de la India».
«Supongo que me verán como a uno de los "millones de sufrientes" —pensaba Ash con amargura—, pero preferiría encontrarme allí trabajando de collie a estar aquí y que me digan todo lo que tengo que hacer».
Las vacaciones eran un oasis en el seco desierto de las lecciones; sin ellas, Ash sentía que no habría podido soportar su nueva vida, porque, aunque le animaban a que saliera a cabalgar al parque, nunca podía hacerla solo, sino acompañado por el ojo vigilante de un tutor o un sirviente. Y como el parque estaba rodeado de una alta pared de piedra y no se le permitía atravesar la verja, en muchos sentidos su mundo era tan restringido como el de un prisionero o un enfermo mental. Sin embargo, la pérdida de libertad no fue lo peor de esos años, porque Ash también la sufría en el Hawa Mahal. Pero allí estaba Sita, y tenía amigos, y, al menos, Lalji era joven.
La edad de sus carceleros actuales le irritaba, y, después del desorden multicolor de una Corte india; el decoroso e inflexible ritual de la vida en una casa de campo victoriana le resultaba árida y carente de significado… e indescriptiblemente ajena. Pero, como el dinero que le daban para pequeños gastos, igual que el sueldo de los sirvientes, era demasiado escaso como para pensar en escapar, y de todas maneras Inglaterra era una isla y la India estaba a nueve mil kilómetros de distancia, no podía hacer otra cosa que soportarlo y esperar el día en que pudiera volver al Cuerpo de Guías. Sólo la obediencia y el trabajo intenso podían apresurar la llegada de ese día, de manera que obedeció y se aplicó en los estudios. Su recompensa fue que se acabaron los tutores y la vida en «Pelham Abbas», y pasó cuatro años en el colegio al que su padre, su abuelo y su bisabuelo habían asistido antes que él.
Nada en los primeros años de vida del chico le habían preparado para un colegio inglés, por lo que detestaba todos sus aspectos: la reglamentación, la monotonía y la falta de vida privada, la necesidad de someterse y la persecución y la brutalidad de que eran objeto los débiles y todos aquellos cuyas opiniones diferían de las de la mayoría; los juegos obligatorios y la reverencia a dioses tales como el director de juegos y el capitán de cricket. Ash no solía hablar de sí mismo, pero el hecho de que se llamara Akbar suscitó preguntas, y como sus respuestas revelaron algunos de sus antecedentes, pronto lo llamaron Pandy, nombre aplicado durante muchos años por los soldados británicos a todos los indios. El mote de Pandy provenía del cipayo Mangel Pandy, quien hizo el primer disparo en la rebelión india.
«El joven Pandy Martyn» fue tratado como una especie de extranjero bárbaro a quien hay que enseñarle a comportarse en un país civilizado, y el proceso fue doloroso. Ash no lo aceptó con el talante requerido, sino que atacó a sus torturadores con uñas y dientes al estilo de los mercados de Gulkote, lo cual, aparentemente, no era civilizado y revelaba «que no tenía espíritu deportivo»… aunque no pareció incorrecto que cinco o seis de sus oponentes se lanzaran contra él cuando se observó que en cuestión de músculos podía enfrentarse a dos al mismo tiempo. El número se impone siempre, y durante un tiempo, Ash pensó seriamente en escapar, idea que finalmente rechazó por poco práctica. Tendría que soportar esto como había soportado los males menores de «Pelham Abbas». Pero al menos les mostraría a aquellos feringhis que, en sus campos de juego, era igualo mejor que ellos.
El entrenamiento de Koda Dad en puntería había mejorado sus buenas condiciones naturales, y los compañeros de Pandy pronto descubrieron que el joven se desenvolvía más que regularmente en cualquier tipo de deporte, y eso cambió muchísimo su actitud hacia él… en especial, después que aprendió a boxear. Cuando por fin terminó su primer período escolar y pasó al segundo, jugó al fútbol con su curso y luego con el equipo del colegio, se convirtió en héroe de los cursos elementales, aunque sus contemporáneos no lo comprendían del todo. No era antipático, pero no parecía interesarle ninguna de las cosas en las que ellos creían, por ejemplo, la supremacía de las razas anglosajonas, la importancia de ser de buena estirpe, y el derecho divino de los británicos a gobernar a toda la gente de color (que por ese motivo no era ilustrada).
Ni siquiera el coronel Anderson, que en la mayor parte de las cosas era tan sensato y comprensivo, simpatizaba con las ideas de Ash, porque sus propias opiniones se inclinaban más en el sentido de las de Sir Matthew. Él también señaló que, con el triunfo de la máquina de vapor y el progreso en la Medicina, el mundo se volvía cada vez más pequeño y más superpoblado. Las naciones ya no podían actuar con independencia y hacer cada una lo que se le ocurría, porque el resultado no sería la satisfacción, sino la anarquía y el caos.
—Si quieres vivir tu vida sin que nadie interfiera en ella, tendrás que encontrar una isla desierta, Ash. Y no creo que queden muchas.
El clima inglés no mejoró mucho la salud del coronel Anderson, como él esperaba, pero, como debía resignarse a una vida de semiinvalidez, siguió interesándose activamente por Ash, que aún pasaba en su casa la mayor parte de sus vacaciones escolares. La casa del coronel era pequeña y estaba situada en las afueras de Torquay, y aunque no podía compararse con «Pelham Abbas», Ash habría preferido pasar allí todo su tiempo libre, ya que la parte de las vacaciones que debía pasar en casa de su tío seguían representando una dura prueba para ambos. A Sir Matthew le molestaba ver que, excepto en deportes, su sobrino no daba señales de convertirse en un motivo de orgullo para él, y, en cambio, tenía la misma intransigencia que su padre Hilary. Ash, por su parte, se sentía mal e irritado con su tío, sus parientes y los amigos de sus parientes. Por ejemplo, ¿por qué insistían en preguntarle sus opiniones para luego sentirse insultados cuando las expresaba?
—¿Qué piensas tú, Ashton?
Era una pregunta bien intencionada, pero sumamente estúpida si no esperaban que diera una respuesta honesta. Nunca entendería a los ingleses ni se sentiría como en su país.
El coronel Anderson nunca hacía preguntas estúpidas y su conversación era sencilla y estimulante. Amaba a la India con la absoluta devoción que algunos hombres brindan a su trabajo, o a sus esposas, y hablaba durante horas de su historia, su cultura, sus problemas y su política, y del conocimiento y la astucia que debían adquirir quienes aspiraban a servir y gobernar a sus pueblos. En esas ocasiones, invariablemente hablaba en indostaní o en pushtu, y como ni Ala Yar ni Mahdoo hablaban jamás a su protegido en inglés, pudo informar a Mardan que el muchacho seguía hablando los dos idiomas con la fluidez de siempre.
El coronel estuvo enfermo en el invierno de 1868. Por tal motivo, Ash pasó las vacaciones en «Pelham Abbas», donde su educación (si podía llamársele educación) tomó un nuevo giro. Fue seducido por una criada, que había entrado a servir recientemente en la casa, llamada Lily Briggs, una muchacha audaz de cabello cobrizo cinco años mayor que él, quien había causado considerable alboroto y rivalidad los entre los criados.
Lily era un tanto descarada y muy astuta, y tomó la costumbre de entrar a última hora de la noche para asegurarse de que las ventanas de Ash estuviesen abiertas y las cortinas bien corridas. Sus pesadas trenzas de color trigo le llegaban casi hasta las rodillas. Una noche las soltó y se sentó en el borde de la cama de Ash para mostrarle, dijo, que podía sentarse sobre sus propios cabellos. A partir de este momento, todo sucedió velozmente y Ash nunca recordó bien cómo fue que la muchacha se metió en su cama y apagó la luz, pero el hecho resultó fascinante. Su propia inexperiencia fue más que compensada por la gran pericia de Lily y fue un discípulo tan aventajado que Lily disfrutó inmensamente y se las arregló para pasar las seis noches siguientes en la cama de Ash. Sin duda hubiera pasado también la séptima si no los hubiese descubierto in fraganti la señora Parrot, el ama de llaves, que no fue precisamente la expresión que usó cuando se lo contó a la tía Millicent…
A Lily Briggs la despidieron inmediatamente; por su parte, Ash recibió una buena paliza y una reprimenda verbal del tío Matthew sobre los males de la concupiscencia, además de un ojo a la funerala y una herida en el labio de un criado de segunda categoría, que había sido uno de los más fervientes admiradores de la infiel Lily. El resto de las vacaciones pasaron sin más incidentes, y las próximas fue de nuevo a casa del coronel Anderson.
Una o dos veces por año llegaba carta de Zarin. Pero, en general, contenían pocas noticias; Zarin no sabía escribir, y el escribiente de cartas del mercado que se ocupaba de ello tenía un estilo florido y el hábito de comenzar y terminar cada carta con corteses y prolongadas preguntas sobre la salud del destinatario, y largas plegarias a «Dios Todopoderoso» por su continuo bienestar. En medio de todo esto, intercalaba algunas noticias sueltas; fue así como Ash se enteró de que Zarin se había casado con una prima segunda de la esposa de Awal Shah, que un oficial del 2.º Escuadrón, el teniente Ommaney, había sido asesinado por un fanático mientras asistía a las prácticas de tiro de su sección en Mardan, y que los Guías habían luchado contra los utman khel, quienes habían invadido pueblos en territorio británico.
Durante aquellos primeros años murió la madre de Zarin, y poco después Koda Dad Khan renunció a su puesto y se marchó de Gulkote. El rajá no deseaba separarse de su viejo y fiel sirviente, pero Koda Dad adujo razones de salud y manifestó que deseaba terminar sus días entre los suyos, en el pueblo donde había nacido. Sin embargo, los verdaderos motivos eran que sentía una profunda desconfianza de Janoo-Rani, quien no ocultaba sus sospechas de que Koda Dad había sido cómplice de la huida de Ashok. Hizo lo posible por enemistar al rajá con él, pero sin resultado. El rajá apreciaba mucho al anciano caballerizo y respondió secamente a Janoo-Rani. Koda Dad sabía que no tenía nada que temer mientras gozara del favor y la protección del rajá.
Pero un buen día el rajá decidió hacer un viaje a Calcuta para ver al virrey y presentar personalmente su reclamación del vecino Estado de Karidarra, cuyo gobernante fallecido, un primo lejano, no había dejado heredero, Anunció que le acompañaría su hijo mayor, el Yuveraj, y que, durante su ausencia, la Rani actuaría como regente: una estupidez que (en opinión de Koda Dad) mucha gente tendría que lamentar, además de él mismo. La lista de oficiales que acompañarían al rajá a Calcuta no incluía al jefe de las caballerizas; al advertir la omisión, Koda Dad supo que le había llegado el momento de abandonar Gulkote.
No lamentaba marcharse, porque ahora que su esposa había muerto y sus hijos eran soldados en el Norte, no había muchas cosas que la retuvieran: algunos amigos, sus caballos y sus halcones; eso era todo. El rajá fue generoso con él, y Koda Dad partió en el mejor caballo de los establos reales, con su halcón favorito en la muñeca y sus alforjas llenas de monedas como para asegurarse una vejez tranquila.
—Haces bien en irte —declaró Hira Lal—. Si no fuera por Yuveraj, que necesita al menos un sirviente que no esté pagado por la nautch… seguiría tu ejemplo. Pero debo ir a Calcuta con él, y no creo que ella sospeche de mí, porque he sido muy precavido.
Pero Hira Lal no había sido suficientemente prudente. Olvidó que Lalji, mimado, vanidoso y crédulo, nunca había sabido distinguir entre amigos y enemigos, y que era más probable que prefiriera a estos últimos porque se inclinaban ante él y le halagaban. Los favoritos de Lalji, Biju y Puram, eran ambos espías de la Rani, y nunca habían confiado en Hira Lal. Una noche calurosa, durante el largo viaje a Calcuta, al parecer, Hira Lal salió de su tienda para tomar aire fresco y fue atacado y apresado por un tigre. No había señales de lucha, pero se encontró un fragmento de sus ropas manchadas de sangre con un espino a unos cien metros del campamento, y se sabía que en la zona había un tigre que comía carne humana. El rajá ofreció cien rupias a quien recuperara el cadáver, pero la región alrededor del campamento estaba llena de matorrales, hierbas gigantes y profundas hondonadas, pero no se encontraron huellas de él.
Hira Lal desapareció. Pero como los amigos de Koda Dad no solían escribirle cartas, él nunca se enteró de la historia… ni supo nada más de Gulkote. Tampoco Ash, ya que con la partida de Koda Dad se cortaba su último vínculo con dicho lugar. Inevitablemente, el pasado quedó atrás, ya que su vida en Inglaterra le dejaba poco tiempo para evocaciones. Siempre había trabajo y juegos, la escuela que soportar y las vacaciones para disfrutar. Con el tiempo, el recuerdo de Gulkote se hizo borroso y un tanto irreal, y rara vez pensaba en ello, aunque, en el fondo de su mente, ignorado pero siempre presente, persistía una curiosa sensación de vacío y de pérdida, de estar incompleto, porque algo que le era vitalmente necesario había desaparecido de su vida. No sabía cuánto tiempo hacía que ese sentimiento anidaba en él, y no indagaba mucho por temor de que lo llevara al día de la muerte de Sita. Pero estaba convencido de que desaparecería no bien regresara a su país y volviera a ver a Zarin y a Koda Dad; entretanto, lo aceptaría, como un hombre a quien le falta un brazo o una pierna acepta su problema y aprende a vivir con él, y a ignorarlo.
No hizo amigos íntimos y nunca fue muy popular entre los de su edad, quienes hallaban difícil conocerlo y seguían considerándolo un tipo raro o solitario. Pero en un mundo en que la capacidad de marcar un gol o ganar una carrera se valoraba más que los conocimientos intelectuales, sus proezas en los deportes al menos le granjearon su respeto (y en el caso de los más pequeños incluso su admiración).
Después de los tres exámenes finales, sintió como un retroceso encontrarse una vez más en la posición de novato en la Royal Military Academy, al pie de una nueva escalera. Pero, en general, prefería la Academia al colegio y le fue bien allí, lo bastante bien, en realidad, como para que algunos de sus compañeros cadetes trataran de disuadirlo de que ingresara en el Ejército de la India, especialmente ahora que estaban a punto de abolir la compra de nombramientos, lo cual significaba que, en el futuro, los hijos de los ricos deberían demostrar su capacidad y no dinero para obtener la promoción. Con esta dificultad, pocos caballeros desearían ahora arrojarse a una carrera militar, y quienes aconsejaban a Ash profetizaron (correctamente, según se comprobó luego) que se produciría una enorme disminución en el número de cadetes; su grupo fue el último en ingresar antes de implantarse la nueva ley. Ya era bastante malo estar en un regimiento decente, si además había que mezclarse con un montón de provincianos de clase baja.
—Y tú no quieres eso, ¿verdad? Al fin y al cabo, dinero no te falta. Entonces, ¿para qué ir a enterrarte en las colonias con un montón de negros y gente de segunda clase? Papá dice…
Ash replicó un tanto enfadado que si el que hablaba y su padre y sus amigos realmente pensaban así, cuanto antes los británicos se fueran de la India y la dejaran hacerse cargo de sus propios asuntos, mejor, ya que probablemente lo haría con más éxito con su propia gente de primera clase que con la de segunda de otra parte.
—¡Pandy se subió al elefante otra vez! —se burlaron en su compañía (el sobrenombre le había seguido a la Academia Militar). Pero un instructor que oyó el diálogo y lo repitió al comandante de la compañía, se inclinaba a coincidir con él.
—Es la actitud de los viejos Guardias de Caballería —dijo—. Todos esos tipos vivían tan pendientes de la casta como los hindúes, y consideraban como alguna forma de intocable a un oficial del Ejército de la India. ¡Cardigan ni siquiera comía en su compañía! Pero si queremos tener un imperio, necesitamos que nuestros mejores hombres sirvan en ultramar, no los peores. Y gracias a Dios todavía hay bastantes de los buenos que quieren ir.
—¿Pondrías a Pandy Martyn entre los mejores? —preguntó con escepticismo el comandante de la compañía.
—¡Ya lo creo! En mi opinión, es salvaje como un halcón y en cualquier momento se escapa por la tangente. Además, no acepta fácilmente la disciplina, a pesar de su apariencia de docilidad. No me inspira confianza. El Ejército no es lugar para gente de ideas avanzadas… en especial el Ejército de la India. En realidad, constituyen un peligro, y si fuera por mí, ni ingresarían en él. ¡Y eso se aplica al joven Pandy!
—Tonterías. Terminará como otro Nicholson. O como un Hodson, en todo caso.
—Precisamente, eso es lo que me temo. O lo que temería si fuese su futuro comandante. Esos eran dos charlatanes. Charlatanes útiles, es cierto. Pero sólo por las circunstancias especiales. Probablemente, es afortunado que hayan muerto cuando murieron. Por lo que se dice, deben de haber sido bastante insufribles.
—Bien, quizá tenga razón —concedió el instructor, que se estaba aburriendo con el tema.
Lo mismo que en el colegio, Ash no hizo amigos en Sandhurst, a pesar de que gustaba a los demás, y en cierta medida era admirado… esto último sólo por su éxito como atleta. Ganó el pentatlon, jugó al fútbol y al cricket para la Academia, se clasificó el primero en las pruebas de equitación y tiro, se graduó en el puesto veintisiete en una lista de doscientos cuatro cadetes.
El tío Matthew y la tía Millicent, el primo Humphrey y dos ancianas Pelham-Martyn, presenciaron el desfile de graduación. Pero el coronel Anderson no estuvo presente. Había muerto la semana anterior, dejando una pequeña herencia a cada uno de sus dos sirvientes indios, además de una suma suficiente para que regresaran a su país sin problemas. Un sobrino suyo recibió como herencia la casa del coronel y todo lo que esta contenía. Y Ash, Ala Yar y Mahdoo pasaron su último mes en Inglaterra, en «Pelham Abbas», y a fin de junio se embarcaron en el S. S. Canterbury Castle con destino a Bombay. Habían terminado los años de exilio, y los tres regresaban a su tierra natal.
—Será estupendo volver a ver Lahore —dijo Mahdoo—. En Belait habrá ciudades más grandes, pero, excepto en tamaño, ninguna puede rivalizar con Lahore.
—Ni con Peshawar… o Kabul —gruñó Ala Yar—. Será agradable volver a comprar buena comida en los mercados y aspirar el olor de la mañana entre las montañas del Khyber.
Ash no dijo nada. Inclinado sobre la barandilla, miraba el agua espumosa que se ensanchaba entre el barco y la costa, y veía abrirse la vida ante él como una gran pradera soleada que se extendía hasta horizontes inimaginables.
Por fin era libre. Volvía a su país, y su futuro le pertenecía. El Regimiento, en primer lugar: los Guías y Zarin, la vida de soldado entre las montañas agrestes de la frontera noroeste… Quizás un día sería comandante de los Guías; después, de una División. Con el tiempo… ¿quién podía saberlo? Hasta podría convertirse en Jung-i-Lat Sahib… comandante en jefe de todos los Ejércitos de la India… pero para eso faltaba mucho… entonces sería viejo y todo esto pertenecería al pasado. Ahora no debía pensar en el pasado: sólo en el futuro…