6

La distancia entre el pie del muro y el llano era inferior a los doscientos metros, pero Ash tardó casi una hora en atravesarla. En una ocasión, estuvo a punto de perder el equilibrio en una rampa lisa de pizarra, y le llevó mucho tiempo volver a terreno firme. Pero, después de esto, fue más cauteloso; finalmente, lleno de arañazos y de golpes y sin aliento, llegó a la llanura.

Al mirar hacia arriba, pudo divisar la escarpadura vertical de la fortaleza y el punto negro de la Torre del Pavo Real. Pero ya no veía el balcón, porque estaba oculto en las sombras, y sabía que allí ya no habría nadie. Quizá nadie volviera a entrar en él, excepto Juli, que tal vez lo hiciera por razones sentimentales. Pero seguramente no lo haría a menudo; no era más que una niña pequeña, que con el tiempo olvidaría, y se perdería el camino al balcón… como antes de que él y Juli lo encontraran. Lalji se haría hombre y la nautch se pondría vieja y gorda, y perdería su belleza y su poder; Koda Dad se retiraría y un hombre más joven le remplazaría como jefe de caballerizas. Hira Lal también envejecería, y algún día el rajá moriría y Lalji sería el jefe de Gulkote. Lo único que no cambiaría sería el Dur Khaima. Pasarían meses, años, siglos, y cuando ya no existiera el Palacio de los Vientos, los Pabellones Lejanos seguirían allí, intactos.

Ash se arrodilló en el suelo pedregoso y los adoró por última vez, inclinándose hasta tocar la tierra con la cabeza, como Koda Dad cuando hacía sus oraciones a Alá. Luego se incorporó, volvió a cargar con su bulto y se dirigió hacia el monte de chenares del otro lado de la ciudad.

Sita cumplió lo acordado, lo mismo que Hira Lal. En las sombras había una vigorosa yegua de labranza. Ella lo esperaba ansiosamente, con un pesado bulto que contenía la comida y las ropas para el viaje, comprados aquella misma tarde en el mercado. Había un hombre al cuidado del caballo, un desconocido que no dio su nombre, pero puso un pequeño envoltorio en la mano de Ash, diciendo que se lo enviaba Hira Lal.

—Dijo que necesitarías dinero y que esto te ayudará durante el camino. La yegua es mejor de lo que parece —agregó, ajustando la cincha—. Puede recorrer muchos kilómetros diarios y mantenerse al trote dos o tres horas seguidas, porque ha tirado de un ghari (carro) y no se cansa fácilmente. Tu mejor camino es hacia allí… —señaló con su flaco dedo índice, y luego se inclinó a dibujar un mapa en una zona iluminada por la luna—. Así. No hay puente sobre el río, y el pontón principal sería demasiado peligroso, pero hay uno pequeño aquí, en el lado sur, que sólo usan algunos granjeros. Pero aun después de haberlo cruzado, ten cuidado, porque Hira Lal dice que la Rani es capaz de perseguirte más allá de las fronteras de Gulkote. Que los dioses te protejan. Cabalga a buen paso. —Y cuando Ash empuñó las riendas, impulsó a la yegua hacia delante con una palmada.

Fue una suerte que Ash, además de tener dotes para orientarse, hubiera salido a menudo a cazar con el rajá, con Lalji o con Koda Dad. En otro caso, se habría perdido veinte veces antes de llegar la noche. Pero aun de noche pudo seguir la ruta que le había marcado el hombre que le esperaba en el monte de chenares junto a la tumba de Lal Beg, y al llegar el amanecer reconoció un círculo de piedras en la ladera de la colina desde donde había visto al rajá matar a un leopardo, y supo que estaba en el camino correcto.

El dramatismo de lo sucedido y la excitación del día anterior habían dejado exhausta a Sita, quien durmió profundamente, con la cabeza apoyada en el hombro de Ash, y atada a él con un pedazo de tela de pagri (turbante) para impedir que se cayera de la silla. Cuando por fin la despertaron las primeras luces del alba, divisaron el río en el extremo más alejado de un pequeño valle pedregoso entre las montañas. Sita insistió en que tomaran el desayuno antes de aproximarse al pontón, porque aparecer demasiado temprano y mostrando ansiedad podía despertar sospechas.

—Y como pronto interrogarán a todos los que pasaron por este camino, te vestiremos de mujer, hijo mío. Los que vengan a buscamos preguntarán por una mujer y un muchacho a pie, y no una mujer y una niña a caballo.

Envuelto en uno de los saris de Sita y con unos cuantos adornos baratos, Ash totalmente parecía una niña. Sita le advirtió que llevara la cabeza baja, con aire modesto, con el sari echado hacia delante para ocultar la cara, y que la dejara hablar a ella. La única dificultad fue el caballo, porque no le gusto la idea de entrar en la barcaza medio anegada, de fondo plano, que era el único medio de cruzar el río. Y al principio el encargado pidió una suma exorbitante para trasladarlos a la otra orilla pero, aunque el envoltorio de Hira contenía la suma de cinco rupias en monedas de cobre y plata, Sita no tenía intención de derrochar el dinero ni de hacer ostentación de tanta abundancia, de manera que regateó con el hombre hasta que el asunto quedó arreglado para satisfacción de ambos. Luego, convencieron a la yegua de que subiera a bordo.

—Ahora estamos a salvo —dijo Sita mirando hacia atrás desde la orilla opuesta.

Pero Ash recordaba las palabras de Koda Dad y del hombre en el monte de chenares, y sabía que sólo habían superado la primera etapa. La Rani haría su juego, y con dados cargados; comprendiéndolo, Ash se dirigió hacia el Norte, hacia la tierra inhóspita donde pronto las montañas estarían cubiertas de nieve, en lugar de marchar hacia el Sur, con su aire cálido y sus abundantes cosechas, que era hacia donde se pensaba que irían en sus circunstancias.

Tenía que haber algún lugar, en alguna parte, donde la gente no fuese tan cruel e injusta y no se entremetiera tanto en sus vidas, donde pudieran vivir en paz y ser felices.

—Algún lugar donde no nos molesten, donde nos dejen solos —pensó Ash con desesperación.

Había dormido menos de tres horas desde el momento en que Kairi le contara lo que había oído decir en el jardín de la Rani. Tenía once años, y estaba muy cansado.

A medida que avanzaban hacia el Norte, las noches se hacían más frías, y la tos de Sita empeoraba notablemente. O quizás Ash la notaba más porque estaba constantemente a su lado. Siguiendo los consejos de Hira Lal, vendió la yegua en cuanto atravesaron la frontera de Gulkote, porque sabía que así podrían pasar inadvertidas. Pero no bien lo hizo, se arrepintió, porque Sita sólo podía andar un corto trayecto diario; a veces caminaban menos de un kilómetro.

Ash no se había dado cuenta de la debilidad de Sita, y le preocupaba. De todas maneras, no debían marchar todo el tiempo a pie, porque con el dinero de la venta de la yegua y el que les había dado Hira Lal podían permitirse viajar en tonga o en carreta de bueyes. Pero esos viajes, además de tener que realizarse en compañía de otras personas, proporcionaba una oportunidad ideal para las preguntas y las habladurías. Después de soportar la amable charla de sus compañeros de viaje durante un largo día en una carreta, decidieron que era más seguro continuar lentamente a pie.

A medida que pasaban los días sin señales de persecución, Ash comenzó a pensar que habían engañado a la Rani y que podían tranquilizarse y hacer planes para el futuro. Resultaba evidente que no podían viajar incesantemente, pues sus recursos no eran inagotables y Sita necesitaba descanso y la paz de tener un techo… un techo propio, no uno diferente todas las noches, o el cielo sobre sus cabezas cuando no encontraban un refugio. Ash debía encontrar trabajo y una cabaña para vivir, y cuanto antes mejor, porque aun a mediodía el aire era muy frío, y había nieve en las montañas hacia el Norte. Ya habían puesto suficiente distancia entre ellos y Gulkote como para dejar de correr, y la Rani se daría cuenta de que ya no podía hacerle mucho daño, porque, aunque contara todo lo que sabía, ¿a quién le interesarían los asuntos de un pequeño estado remoto, y quién daría crédito a las historias de un muchacho vagabundo?

Pero Ash subestimaba a los agentes de la Rani, y, además, no comprendía el verdadero motivo de su decisión de acabar con él. No era tanto su miedo al rajá, sino al rajá inglés…

En la vieja época de la feliz independencia, a Janoo-Rani le habría bastado saber que el chico había escapado del Estado. Pero esa época había concluido y los angrezis eran todopoderosos en Gulkote; hacían y deshacían a placer. Janoo-Rani aún intentaba situar a su hijo en el trono y hacer cuanto fuese necesario para eliminar al hermano que le estorbaba. No se preocupaba demasiado por haber fracasado varias veces en sus intentos; había otros métodos y finalmente encontraría alguno satisfactorio. Pero era vital que nadie, salvo sus más adeptos fieles, estuviese enterado de ello, por lo que se enfureció al saber que uno de los sirvientes de Lalji, un pequeño pordiosero traído al palacio por Lalji (presumiblemente un espía), hubiera llegado a saberlo. Bien, lo único que cabía hacer era lograr que muriera antes de que se lo contara al rajá, quien, lamentablemente, le tenía simpatía y podía llegar a creerle. Dio las órdenes necesarias, pero, antes de que se cumplieran, el chico y la madre se escaparon, y ahora Janoo-Rani no sólo estaba furiosa, sino asustada. Lalji también se enfadó y envió grupos de hombres a buscar a Ash y a traerlo de vuelta custodiado. Pero, cuando se enteró de que no encontraban ningún rastro de los fugitivos, perdió interés, y declaró que era mejor que Ashok se hubiese marchado, una opinión que la Rani habría compartido a no ser por los británicos. Pero la Rani no había olvidado la poco deseada visita del coronel Frederick Byng, del Departamento Político, a quien su marido se vio obligado a recibir con honores, y también había oído contar historias de príncipes depuestos por el rajá británico por asesinar a familiares o rivales. Si algún día Ashok se enteraba de que el heredero de Gulkote había muerto en un accidente, podía ir con cuentos a las autoridades, y luego quizá se harían investigaciones; y ¿quién sabía qué podía descubrirse como resultado de interrogatorios e investigaciones oficiosas? Aquel chico no podía seguir viviendo, porque mientras viviera representaba un peligro para ella y un obstáculo para el ascenso de su hijo.

Hay que encontrarlo a cualquier precio —ordenó Janoo-Rani—. A él y a su madre, porque debe de haberle contado lo que sabe, y hasta que esté muerto no podemos hacer nada contra el Yuveraj.

Ash consiguió trabajo con un herrero en un pueblo cerca del camino principal, donde le proporcionaron un godown (depósito) medio derruido como vivienda para él y Sita. El trabajo era duro y mal pagado y la habitación pequeña y sin ventanas ni muebles. Pero era algo para comenzar, y gastaron lo último que les quedaba del dinero de Hira Lal para comprar una cama con somier, de segunda mano, una colcha barata y algunos utensilios de cocina. Sita escondió el dinero que les quedaba de la venta de la yegua en un agujero bajo la cama. Cuando Ash salió, cavó un segundo agujero en la pared para el paquete sellado y las bolsas de hule que había traído de sus habitaciones en el Hawa Mahal. No intentó encontrar trabajo para ella, lo cual resultaba extraño en Sita, sino que se conformaba con sentarse al sol junto a la puerta de su habitación, cocinar las escasas comidas y escuchar por la noche los relatos de lo que había hecho Ashok. Nunca le había pedido mucho a la vida, y no lamentó perder el Hawa Mahal; allí veía muy poco a su muchacho y sabía que era desdichado.

Ahora, Ash era sin duda más feliz de lo que había sido mientras estaba al servicio del Yuveraj, y su escaso salario lo cobraba en monedas contantes y sonantes que era más de lo que obtenía en el Palacio de los Vientos. Por fin sentía que era un hombre, y aunque no había abandonado sus grandiosos planes para el futuro se había conformado con la idea de quedarse en el pueblo uno o dos años. Pero a principios de año, llegaron dos hombres al pueblo preguntando por una mujer y un chico de ojos grises que, dijeron, podía viajar disfrazado de niña. Se buscaba a la pareja por un robo de joyas propiedad del Estado de Gulkote, y había una recompensa de quinientas rupias por su captura y de cincuenta por proporcionar información que condujera a su arresto…

Los hombres llegaron una noche, tarde, y, por suerte para Ash, se alojaron en casa del tehsildar (jefe del pueblo), un hijo del cual era amigo suyo. Este muchacho oyó la conversación de los hombres con su padre, y como en el pueblo sólo Ash y su madre respondían a la descripción, salió subrepticiamente de su casa y atravesó las calles oscuras para despertar a Ash, que dormía en el suelo junto a la puerta de Sita. Media hora después, Ash y Sita avanzaban a prisa por un sendero, a la luz incierta de las estrellas, hacia el camino principal, con la esperanza de pedir a alguna carreta de bueyes que los llevara, ya que era evidente que Sita no podía viajar con rapidez a pie. Tuvieron suerte, porque el amable dueño de una tonga los llevó unos ocho kilómetros hasta las afueras de un pueblecito, desde donde salieron a campo abierto, avanzando de manera lenta y penosa hacia el Sur, con la esperanza de despistar a sus perseguidores.

Durante los dos meses siguientes vivieron precariamente, siempre asaltados por el temor de que les persiguieran y no deteniéndose nunca en ninguna parte por temor a llamar la atención. Las grandes ciudades parecían más seguras que los pueblecitos donde los forasteros despertaban curiosidad, pero no era fácil encontrar trabajo y la vida era cara. Sus pequeñas reservas de dinero disminuían, y el aire de las ciudades atestadas no le sentaba bien a Sita, que ansiaba las montañas. Nunca le había gustado la llanura, y ahora le tenía miedo. Luego, una noche, mientras hablaba con un grupo de coolíes frente a un aserradero, Ash volvió a oír la historia de la recompensa ofrecida por la captura de dos ladrones que habían robado las joyas del rajá, y comenzó a desalentarse. ¿Nunca lograrían escapar?

—Volvamos hacia el Norte, hacia las montañas —rogaba Sita—. En las montañas estaremos seguros; hay pocos caminos y muchos lugares para ocultarse. Pero ¿dónde puede uno esconderse en estas tierras llanas donde hay cien caminos que conducen al mismo pueblo?

De manera que, una vez más, se dirigieron hacia el Norte, pero a pie y muy lentamente. No tenían suficiente dinero para subir a tongas o carretas de bueyes, y poco para comida, y, como no podían pagar alojamiento, dormían en las calles de las ciudades o bajo los árboles al aire libre, hasta que llegó el día en que Sita ya no pudo continuar…

Habían pasado la noche anterior refugiados junto a unos promontorios de rocas en las orillas del río Jhelum, desde donde se veían las nieves de Cachemira; cuando amaneció sobre la pradera cubierta de rocío, vieron las montañas que se elevaban sobre las brumas de la madrugada, rosadas bajo los primeros rayos del día que llegaba.

En el aire claro de la mañana parecía que era posible alcanzarlas en un día de marcha, pero Sita, apoyándose en un codo para contemplarlas, supo por fin que jamás lo conseguiría.

Aquella mañana no tenían nada que comer excepto un puñado de cereal seco, cuidadosamente guardado para una emergencia. Ash lo molió entre dos piedras y lo convirtió en una pasta con un poco de agua, pero Sita no podía tragarlo. Y cuando Ash le propuso seguir adelante (el refugio en que estaban era demasiado precario), sacudió la cabeza.

—No puedo, piara —susurró Sita—. Estoy demasiado cansada… ¡demasiado cansada!

—Lo sé, madre querida, lo sé. Pero no podemos quedarnos aquí. Es demasiado peligroso. No hay otro refugio cerca, y si alguien viene por aquí, caeremos como ratas en una trampa. Y… creo que pueden llegar pronto. Yo… —vaciló, porque no quería afligir más a Sita, pero sabía que no podían atreverse a esperar—. No te lo he dicho, pero vi a alguien en el serai donde nos detuvimos ayer. Un hombre de Gulkote. Por eso no puedo consentir que nos quedemos aquí. Debemos seguir río abajo y ver si encontramos algún vado en el río, o un barquero que nos cruce; luego podremos descansar un rato. Apóyate en mí. Es un trayecto corto, querida madre.

—No puedo, cariño. Debes marcharte solo. Sin mí irás más rápido, y estarás más seguro. Buscan a una mujer y a un muchacho que viajan juntos, y sé que debí haberme separado de ti hace tiempo, pero… pero no podía soportarlo.

—¡Qué tontería! Sabes que no te habría dejado sola —respondió Ash con indignación—. ¿Quién te habría cuidado, entonces? Madre, por favor, levántate. ¡Por favor! Andaremos muy despacio.

Se arrodilló al lado de Sita y tiró de sus manos frías tratando de convencerla.

—Tú quieres ir a las montañas, ¿verdad? El aire de las montañas te curará la tos y buscaremos nuestro valle… —De pronto le tembló la voz y tiró una vez más de las manos de Sita—. Sólo un poquito más, te lo prometo.

Pero Sita sabía que había llegado al final de su camino, y debía usar las últimas fuerzas que le quedaban para cumplir con una amarga tarea, y pronto, antes de que fuese demasiado tarde. Se liberó de las manos de Ash y buscó en su sari un pequeño paquete sellado y cuatro pesadas bolsitas de hule atadas a su cintura con un pedazo de tela; al mirarlas, se le llenaron los ojos de lágrimas que rodaron lentamente por sus mejillas marchitas; el hecho de que Ashok hubiese creído que era su hijo le había resultado tan dulce que aun ahora, cuando sabía que la verdad podía salvarlo, no soportaba decírselo. Pero debía hacerlo. No había otra forma de ayudarle a escapar, y aun esta podía fallar…

—No soy tu madre, no eres mi hijo —susurró Sita, esforzándose por pronunciar las palabras, con labios temblorosos—. Eres el hijo de un angrezi… un sahib

Las palabras no tenían sentido para Ash, pero las lágrimas de Sita lo asustaban más que todo lo acontecido en el Hawa Mahal y en las últimas semanas desde la huida: la muerte de Tuku, el veneno y la cobra, el terror de la persecución… nada había sido tan terrible como esto. La abrazó, le rogó que no llorara y le dijo que la llevaría en sus brazos si no podía caminar. Ash era fuerte, y si Sita se ponía a cuestas, estaba seguro de poder llevarla. No entendía lo que decía Sita, y lo único que le hizo tomar contacto con la realidad fue ver el dinero. Nunca en su vida había visto tanto dinero junto; al principio, sólo significó una cosa para él: podían permitirse alquilar un carro… comprarlo, si era necesario. Ahora su madre no necesitaba caminar; dejarían atrás a sus perseguidores y encontrarían médicos y medicinas que curarían a su madre. Eran ricos.

—¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá?

—No quería que supieras que no eres mi hijo… mi propio hijo —sollozó Sita—. Si me hubiese atrevido, lo habría tirado… pero no me atreví… por temor de que algún día lo necesitaras. Ese día ha llegado, porque los hombres de la Rani nos pisan los talones, y si quieres huir de ellos debes dejarme y continuar solo, y refugiarte con los tuyos en lugares donde ella no se atreverá a seguirte. Con ellos estarás seguro. No hay otro camino…

—¿Los míos? Siempre me dijiste que no teníamos a nadie. Y, por supuesto, que soy tu hijo. No debes decir esas cosas. Lo que sucede es que no tienes nada que comer y te sientes enferma, pero ahora podemos comprar comida, y un carro y un caballo, y…

—¡Ashok! Escúchame. —El miedo y la urgencia fortalecían la voz de Sita, que aferró las muñecas de Ash con inusitada energía—. No puedes volver al pueblo a comprar comida, y si muestras el dinero dirán que lo robaste, porque es una cantidad demasiado elevada para que la posea un niño como tú. Debes esconderlo como hice yo, y conservarlo hasta que te encuentres con tu propia gente. En este paquete hay muchas cosas escritas, y en este papel, más. Debes encontrar a alguien que sepa leer en angrezi y que te diga dónde llevarlo. Tu padre lo escribió antes de morir y… yo habría cumplido sus ordenes, llevándote con su gente, Si no hubiera sido por el Gran Levantamiento y la matanza de los sahib-log en Delhi. Pero guardé los papeles y el dinero para ti, e hice lo que él pedía: te cuidé. Él dijo: «Cuida al niño, Sita». Lo he hecho. Por cariño… porque, Dios mío, por desgracia, no soy tu madre. Ella también era angrezi, pero murió al nacer tú, y yo te tomé de sus brazos y te amamanté… yo te cuidé desde el principio… Pero ya no puedo seguir haciéndolo. De manera que ahora debo enviarte con tu gente, porque con ellos estarás a salvo. Y como no puedo continuar, tendrás que seguir solo. ¿Comprendes?

—No —respondió Ash—. Aún eres mi madre y no te abandonaré. ¡No me obligarás a ello! Y no creo nada de lo que dices. O, si es cierto, no me importa, porque podemos quemar esos papeles y nadie lo sabrá, y seguiré siendo tu hijo.

—Si eres mi hijo, me obedecerás… No te estoy pidiendo que hagas esto. Soy tu madre: te lo ordeno. Si quieres, quédate conmigo hasta que yo me vaya. Pero después toma el dinero y los papeles y márchate en seguida. No los destruyas. Si me quieres, prométeme que no los destruirás, sino que los usarás y volverás con tu gente. Y si no lo haces por ti… hazlo porque soy… porque he sido tu madre. ¿Lo prometes, Ashok?

—Lo… prometo —susurró Ash. No era posible que se estuviese muriendo… no era cierto. Si pudiese ayudarla… traer un hakim. O un poco de comida caliente: eso la reanimaría. Pero parecía tan enferma, y si él la dejaba y corría al pueblo cercano, ¿no lo atraparían?

No se atrevió a intentarlo, pues Sita estaba demasiado débil para moverse y se moriría de hambre y sed. Pero si iba morirían los dos, porque pronto alguien los encontraría y no había ningún refugio a casi dos kilómetros a la redonda… sólo la tierra llana, sin árboles, y las grandes extensiones del río. Jamás se habría refugiado en aquel lugar, pero estaba oscuro cuando huyeron del serai, y por miedo a quedarse cerca del camino principal salieron a campo abierto. Llegaron a las rocas junto al río una hora después de salir la luna y tuvieron que quedarse allí porque Sita no podía seguir; sin embargo, reconociendo el peligro de permanecer en aquel lugar, pensaba abandonarlo en cuanto amaneciera. Y ahora era de día, y su madre se moría…

«No es cierto. ¡No puede ser cierto!», pensaba Ash con desesperación, abrazando a Sita como para protegerla. Tenía el corazón destrozado de pena y de terror; escondió la cara en el hombro de Sita y lloró convulsivamente, como llora un niño, temblando y jadeando. Sentía las frágiles manos de Sita que le acariciaban, y su querida voz en su oído, murmurando palabras cariñosas y diciéndole que no debía llorar porque ahora era un hombre. Debía ser fuerte y valiente y burlar a sus enemigos, y convertirse en un burra-sahib Bahadur, como su padre y como el viejo Khan Bahadur Akbar Khan, cuyo nombre llevaba. ¿No se acordaba del tío Akbar que le había llevado a ver una cacería de tigres? Entonces era apenas un arrapiezo, pero no tuvo miedo y todos estaban orgullosos de él. Ahora debía ser valiente y recordar que la muerte llegaba finalmente para todos… para el rajá y para el pordiosero, para el brahmín y para el intocable, para el hombre y para la mujer. Todos pasaban por la misma puerta y volvían a nacer…

—Yo no me muero, piara… Sólo descanso, y espero para volver a nacer. Y en esa otra vida, si los dioses lo permiten, volveremos a encontramos. Sí, seguramente volveremos a encontramos… quizás en ese valle… Comenzó a hablar en un lento susurro entrecortado, casi sin aliento, y de pronto, mientras se calmaban sus sollozos, pasó de la vieja historia conocida a una vieja canción de cuna que solía cantar a Ash para que se durmiera…

—Nini baba, nini muckam, roti, cheeni —cantaba Sita—. Roti, muckam hogya; hamara… baba… sogya…

Su voz se apagó con tanta suavidad que pasó mucho tiempo antes de que Ash se diera cuenta de que estaba solo.

Pronto sería de noche, y tendría que marcharse, pensó Ash con dificultad. Había prometido hacerlo y no había ningún motivo para quedarse.

Se levantó con lentitud y torpeza, porque todo el día había estado arrodillado junto al cadáver de Sita, con una de sus manos entre las suyas, esa mano desfigurada por el trabajo que se ponía cada vez más rígida. Tenía los músculos agarrotados y la mente invadida por el dolor y la conmoción. No recordaba cuándo había comido por última vez, pero no tenía hambre, sólo mucha sed.

El río brillaba en el atardecer cuando se arrodilló en la arena húmeda y bebió con avidez; luego se arrojó agua en la cabeza dolorida y en los ojos ardientes y secos. No había llorado después de la muerte de Sita y no volvió a llorar ahora, porque el niño que había sollozado tan amargamente aquella mañana también estaba muerto. Porque no sólo había perdido a su madre, sino también su identidad. No había ninguna persona (nunca la hubo) que fuera Ashok, hijo de Sita, que había sido la esposa de Daya Ram, syce. Sólo había un chico, cuyos padres estaban muertos y que ni siquiera sabía su propio nombre ni dónde encontrar a sus familiares. Un chico inglés… un feringhi. Era un extranjero, y esta ni siquiera era su propia tierra…

El frío del agua le aclaró la cabeza y comenzó a preguntarse qué debía hacer ahora. No podía marcharse y dejar allí a su madre, porque lo invadió un recuerdo terrible del pasado casi olvidado y se puso a temblar involuntariamente, al recordar una noche calurosa que se volvió terrible por el ruido que hacían los chacales y las hienas que peleaban a la luz de la luna.

En la tranquila superficie del río se movió algo. Era sólo un trozo de madera que flotaba corriente abajo, pero, al verle pasar, Ash recordó que su gente (no, la gente de su madre, Sita) quemaba a sus muertos y arrojaba las cenizas al río para que finalmente llegaran al mar.

No podía hacer una pira para Sita porque no disponía de madera o leña. Pero estaba el río. El río fresco, profundo, de curso lento, que la llevaría suavemente hasta el mar. El sol poniente se reflejaba en sus aguas con un brillo deslumbrador más intenso que el del fuego. Ash volvió a las rocas, envolvió el cuerpo consumido de Sita como para abrigarla, lo llevó hasta la orilla y caminó por el agua hasta llegar a una profundidad en que el cuerpo flotaba. El cadáver ya estaba rígido, y tan lastimosamente ligero que la tarea resultó más fácil de lo que suponía Ash. Cuando lo soltó, flotó alejándose de él, sostenido por la manta.

La corriente lo llevó hacia afuera y hacia abajo. Ash quedó inmóvil, con el agua hasta la cintura, esforzándose por verla hasta que su pequeña forma se perdió en el resplandor y ya no la vio más. Cuando el brillo se apagó y el río pasó del dorado al ópalo, Sita se había marchado.

Ash se volvió y regresó a la orilla, con las piernas entumecidas de frío y apretando los dientes para que no le castañetearan. Ahora tenía hambre, pero le resultaba imposible comer la pasta de cereal y agua que Sita no había podido tragar, y la tiró. Tendría que encontrar algo que comer, o no estaría lo bastante fuerte para llegar muy lejos, y había prometido… Tomó el paquete sellado y las bolsitas con monedas y las sopesó en sus manos, deseando dejarlas, aunque sabía que no debía hacerlo. Todo aquello era suyo y debía conservarlo. Tomó sólo una rupia para sus necesidades inmediatas; el resto lo envolvió nuevamente en el pedazo de tela y se lo ató a la cintura, como había hecho Sita, ocultándolo bajo sus ropas harapientas. Escondió en el turbante la hoja de papel doblada con la escritura en caracteres extraños que no sabía leer; ahora no quedaba nada en la cueva que denunciara la presencia de alguien… sólo las huellas y una leve depresión en el suelo en el que Sita había dormido la noche anterior y donde había muerto al amanecer. Ash tocó el suelo muy suavemente, como si Sita aún estuviera, allí y temiera despertarla.

En ese momento llegó del río la primera ráfaga del aire de la noche, removió la arena seca y plateada y la alisó.

Ashton Hilary Akbar Pelham-Martyn se puso al hombro el bulto y el resto de sus pertenencias, y, dando la espalda al pasado, partió a la luz fría del anochecer en busca de su propia gente.