5

Ash disfrutó de los festejos lo mismo que los demás, y por primera vez en su corta vida se le permitió participar a Kairi, como princesa de Gulkote, en una ceremonia oficial.

Como hermana del Yuveraj, tuvo el privilegio de presentar los primeros regalos a la novia, y lo hizo vestida con lujo desacostumbrado y cubierta de joyas que al principio le encantaron por su color y su brillo, y luego la cansaron por su peso y por sus bordes ásperos que la lastimaban. Pero, como hasta el momento su único adorno había sido un pececito de madreperla que llevaba colgado al cuello «para darle buena suerte» (había sido de su madre y pertenecía a un antiguo contable chino), disfrutó enormemente de la dignidad que se le confería. Era bueno sentirse importante alguna vez; la deleitaba y cumplió sus deberes con la seriedad requerida.

Las ceremonias y los festejos continuaron durante una semana, y cuando por fin terminaron, y la novia y los invitados volvieron a sus hogares, las lujosas ropas de Kairi volvieron a los numerosos cajones del tesoro del rajá, y sólo los adornos estropeados, las guirnaldas marchitas y un pesado olor a incienso recordaban que la gran ocasión había llegado y había pasado. El Hawa Mahal y el palacio volvieron a su apatía, y Janoo-Bai, la Rani, se puso a planear alianzas mucho más espectaculares para sus propios hijos.

En cuanto a Lalji, no bien terminaron los festejos se dio cuenta dé que su matrimonio no había cambiado en nada su situación, y que bien podría haber prescindido de las largas y agotadoras ceremonias. Pensaba que su esposa era una niñita estúpida y no demasiado guapa, y sólo podía esperar que mejorara con la edad. Con la partida de los invitados, su padre perdió interés por él, y otra vez no sabía qué hacer con su tiempo y se sentía más furioso y desdichado que nunca, por lo cual se peleaba con todos sus sirvientes y le hacía la vida tan penosa a Ash que por primera vez, en los meses insoportables que siguieron a la boda, este habló con Sita de la posibilidad de dejar Gulkote.

A Sita le espantaba la idea. No por sí misma, ya que lo habría sacrificado todo por él, sino porque pensaba que Ash no sería más feliz en ninguna otra parte y que su actitud era la reacción natural de un niño ante la conducta difícil del Yuveraj, que ya mejoraría. Sita comprendía perfectamente los problemas del Yuveraj; había pocos secretos en el palacio, y aunque le molestaba que Lalji descargara su mal humor en su hijo, no podía dejar de sentir cierta simpatía por el chico sin madre y abandonado por su padre, que era demasiado abúlico como para defenderlo, y cuya madrastra deseaba su muerte. Sus accesos de mal humor y sus esporádicas manifestaciones de crueldad sin duda eran lo que podía esperarse de un niño inmerso en circunstancias tan lamentables, y Ashok debía aprender a entenderlas y perdonarlas. Además, era seguro que el Yuveraj nunca daría su consentimiento para que se marcharan, y que Ash no debía pensar en escaparse; sería imposible, y aun si lo lograban, ¿adónde irían? ¿En qué otro lugar vivirían tan cómodos y protegidos, como en el palacio de un rajá y con el salario y la condición de los servidores reales? .

—¿Acaso te pagan, mamá? —preguntó Ash con amargura—. A mí no… aunque me lo prometieron. Sí, me dan ropa y comida. Pero dinero, jamás. Y si lo pido me responden: «Más tarde. En otro momento. El mes que viene». No tengo ni un pice para dar o para gastar.

—Pero, piara, nos alimentan y nos visten —insistía Sita—. Y tenemos un techo, y un fuego para calentarnos. Además, no olvides que un día el Yuveraj será rajá, y entonces tendrás tu recompensa y sus favores. No es más que un niño, Ashok, un niño pequeño y desdichado. Por eso a veces es injusto. Pero, cuando sea mayor, será más comprensivo. Ya verás. Sólo debes ser paciente y esperar un poco más.

—¿Cuánto más? ¿Un año? ¿Dos años? ¿Tres? ¡Ay, mamá!

—Ya sé, hijo, ya sé… Pero yo ya no soy tan joven, y…

No terminó la frase, pero Ash la miró atentamente y por primera vez observó que estaba mucho más delgada y que los cabellos grises, cada vez más numerosos con el paso del tiempo, ahora dominaban en su cabellera que se había vuelto más plateada que negra. También parecía cansada, y Ash se preguntó si no la harían trabajar demasiado en el ala del palacio de Kairi. Debía hablar con Kairi y decirle que no había que molestar ni encargar demasiadas tareas a su madre. Pero ahora era él quien creaba preocupaciones; al comprenderlo, la abrazó impulsivamente con un repentino acceso de remordimiento, y le dijo que, por supuesto, se quedarían… él sólo bromeaba, y mientras Sita fuera feliz permanecerían en el Hawa Mahal.

No volvió a abordar el tema, y de allí en adelante fingió que todo marchaba bien en la casa del Yuveraj, e hizo lo posible para que Sita no estuviera ansiosa y no sufriera por nada. Cuando reprendió a Kairi por dar demasiado trabajo a su madre, la niña replicó que las tareas de Sita no eran pesadas.

—Creo que sólo se cansa porque es vieja —se aventuró a opinar Kairi reflexionando sobre el asunto—. Las señoras viejas se cansan, ¿sabes? Dunmaya siempre está diciendo que se siente muy cansada.

Pero la madre de Ash no era vieja… no era como Dunmaya, arrugada y con los cabellos blancos, pensó Ash, y tuvo miedo otra vez. A causa de ese temor habló con dureza a Kairi; le dijo que era una niñita tonta que no entendía nada, y que no sabía por qué le permitía seguirlo todo el tiempo como un gatito sarnoso, sin darle un momento de paz.

—¡Miau! ¡Miau! ¡Al diablo con las niñas! —exclamó Ash con desprecio masculino, y agregó con tono desagradable que se alegraba de no tener hermanas.

Con todo esto, Kairi lloró y Ash tuvo que consolarla, y permitir que le pusiera en la muñeca una cinta de seda que le convertía en su «hermano de brazalete», una antigua costumbre según la cual una mujer puede dar o enviar a cualquier hombre un brazalete, y si él lo acepta queda obligado por una cuestión de honor a ayudarla y protegerla si se requiere, como si esa mujer fuera su hermana.

Pero, aunque con frecuencia la adoración de la niñita le exasperaba, finalmente Ash le había tomado cariño y abrigaba hacia ella un sentimiento fuertemente posesivo, algo que no había sentido desde la muerte de Tuku. Kairi era un animalito doméstico más satisfactorio que Tuku, porque se podía hablar con ella. Y, como Tuku, le amaba, le seguía y dependía de él, de manera que, con el tiempo, vino a llenar el vacío dejado en su corazón por la mangosta. Era bueno saber que, por fin, había un ser a quien podía mimar y proteger sin temor de que le provocara un daño a Lalji o a ningún otro. Pero, por precaución, pidió a Kairi que no demostrara demasiado sus sentimientos hacia él.

—Soy servidor de tu hermano, de modo que él u otros podrían enfadarse —explicó.

A pesar de que era tan pequeña, Kairi comprendió; y después de aquello rara vez le hablaba directamente, salvo que estuvieran solos o con Sita. Idearon una manera de comunicarse a través de frases que aparentemente estaban dirigidas a otra persona, y su relación era tan estrecha que pronto aprendieron a traducir el significado real de unas palabras casuales dirigidas a Lalji o a cualquiera de quienes lo rodeaban, o, más frecuentemente, un mono. Era un juego que deleitaba a los dos, y adquirieron tanta pericia para practicarlo que nadie, excepto Hira Lal (quien rara vez pasaba por alto algo importante), sospechó jamás que el parloteo de la niña y los comentarios ocasionales del chico tenían dos significados y ocultaban un diálogo entre ellos. De esta manera acordaban un encuentro secreto en determinados momentos y en ciertos lugares para los que habían inventado palabras en código: en el patio de Sita o, con más frecuencia, en el balcón de la reina, donde alimentaban a los pájaros y a las ardillas, hablaban sobre los sucesos del palacio o permanecían en silenciosa camaradería mientras contemplaban las lejanas nieves.

Ese año, Ash perdió a uno de sus amigos, porque Zarin fue a unirse con sus hermanos mayores, que eran sowars en el Cuerpo de Guías.

—Le he enseñado todo lo que sé de tiro y de espala, y es un jinete innato —comentaba Koda Khan—. Ya es hora de que se abra camino solo en el mundo. Pelear es oficio de hombres, y siempre hay guerra en la frontera.

Koda Khan se ocupó de que su hijo tuviera el mejor caballo de Gulkote, porque las plazas en el Cuerpo de Guías eran muy buscadas, y sólo las obtenían los mejores jinetes y tiradores de una larga lista de aspirantes. Ni Ash ni Zarin dudaron nunca que Zarin obtendría una plaza. Y Zarin partió confiado, asegurando a Ash que volvería en su primera licencia.

—Y cuando tú seas grande, vendrás a Mardan y también serás sowar —prometió Zarin—, participaremos en las cargas de caballería y en el saqueo de las ciudades. De manera que debes aprender bien todo lo que te enseña mi padre, para que no me avergüence de ti cuando vengas como recluta.

La vida en el Hawa Mahal se hizo más intolerable que nunca después de la partida de Zarin, y cuando llegó el mensaje de Mardan de que había obtenido una plaza en la rissala (Caballería), y que ahora era sowar en los Guías, aumentó la inquietud de Ash, y con ella la determinación de imitar a su amigo y hacerse soldado. En consecuencia, no perdía oportunidad de salir a caballo o tirar al blanco con Koda Dad, aunque Sita hacía lo imposible por desalentar esos planes para el futuro. La sola mención de los Guías aterrorizaba a Sita, y una gran parte de su hostilidad hacia Koda Dad y su hijo surgía de la vinculación de estos con el Regimiento. Fue un duro golpe para ella descubrir que aun allí, en Gulkote, donde se creía segura, Ashok se había hecho amigo de hombres que algún día podrían ponerlo en contacto con su tío angrezi, aunque ella había hecho todo lo posible por evitar esa calamidad.

Los soldados, aseguraba Sita, eran hombres brutales, mal remunerados, que vivían en forma peligrosa y desorganizada, durmiendo en tiendas de campaña y sin un techo para cobijarlos a ellos o a su familia. ¿Por qué, de pronto, Ashok quería ser soldado?

Sita demostraba tanta pesadumbre que Ash abandonó el tema y dejó que ella creyera que se trataba de una broma. Imaginaba que el disgusto de Sita por la idea prevenía de que había sido sugerida por Koda Dad y Zarin, a ninguno de los cuales aprobaba, y no sospechaba que hubiera otras razones para su oposición. Pero, aunque no volvió a mencionárselo a Sita, siguió hablando de ello con Koda Dad, y a menudo también con Kairi, que, a pesar de su tierna edad y su poca capacidad de comprender, representaba un público admirable y nada crítico.

Kairi escuchaba sin cansarse todo lo que decía Ash, y, además, no pedía explicaciones, porque parecía entenderlo todo por instinto, aunque era dudoso que recordara algo durante mucho tiempo… excepto cuando Ash hablaba del valle. Kairi prefería ese tema a cualquier otro, porque ya el valle se había vuelto tan real para ella como para Ash, y Kairi estaba segura de que ella también iría y ayudaría a construir la casa. Los dos niños proyectaban juntos la casa, habitación por habitación, le agregaban cosas y la embellecían, la transformaban de un chalet en un palacio, hasta que, hartos de grandeza, la demolían con un ademán y empezaban a construirla otra vez, ahora como una miniatura de techos bajos cubiertos de paja.

—Aunque eso también costará mucho dinero —decía ansiosamente Ash—, decenas y decenas de rupias. —De todos modos Kairi sólo sabía contar hasta diez.

Un día, Kairi le trajo una moneda de plata de cuatro annas para comenzar, diciendo que había que ahorrar para la casa. La monedita era más dinero del que Ash había tenido en sus manos en mucho tiempo, y para él, mucho más que para Kairi, representaba algo que se aproximaba a las riquezas. Había muchas cosas en que le habría gustado gastarla, pero, en cambio, la escondió bajo una piedra suelta en el piso del balcón de la reina, y dijo a Kairi que agregarían otras cuando las tuvieran. Eso nunca fue posible, porque era muy difícil conseguir dinero en el Hawa Mahal, y aunque siempre había suficiente comida, y se conseguía ropa si uno probaba que la necesitaba, Ash recordaba su época en la ciudad como un período de riqueza además de libertad, con su modesto sueldo como ayudante de caballerizo en los establos de Duni Chand.

Era humillante pensar que ahora ni siquiera podía contribuir con una suma como la de Kairi y que aunque alguna vez obtuviera permiso para abandonar el servicio del Yuveraj, y venciera los prejuicios de Sita contra la carrera de soldado, no podría reunirse con Zarin. Porque Koda Dad le explicó que la Caballería de los Guías se reclutaba con el sistema silladar según el cual cada recluta aportaba su caballo y una cantidad de dinero para comprar su equipo; esa suma se devolvía cuando el soldado era dado de baja. Zarin tuvo el caballo y el dinero, pero Ash veía pocas probabilidades de conseguirlos.

—Cuando me case, te daré todo el dinero que necesitas —lo consoló Kairi que pronto sería prometida a un futuro esposo.

—¿De qué nos servirá? —respondía Ash con ingratitud—. Entonces será demasiado tarde. Tú tardarás muchos años en casarte… no eres más que una niñita.

—Pronto tendré seis años —replicaba Kairi—. Aruna dice que ya tengo edad para casarme.

—Entonces te llevarán lejos, a días y días de camino de aquí, y por más rica que seas, no podrás enviar el dinero a Gulkote —dijo Ash, decidido a ver el lado pesimista de las cosas—. Y, de todas maneras, es probable que tu marido no te dé el dinero.

—Claro que me lo dará. Si yo llego a ser una maharani, tendré crores y crores de rupias para mandarte… como Janoo-Bai. Y diamantes y perlas y elefantes y…

—Y un marido viejo, gordo y malhumorado que te pegará, y luego se morirá muchísimos años antes que tú, de manera que te convertirás en suttee y te quemarán viva junto con él.

No digas eso.

A Kairi le templó la voz y palideció, porque la Puerta de las Suttees con sus patéticas marcas rojas de manos humanas la llenaban de horror, y no podía tolerar el recuerdo de tantas mujeres que habían hecho esas marcas… las esposas y concubinas quemadas vivas junto con los cadáveres de los rajás muertos en Gulkote. Las mujeres sumergían sus manos en tintura roja y las apretaban contra la piedra al pasar por la Puerta de las Suttees en su último viaje hacia la pira funeraria. Manos finas, delicadas, a veces no mucho más grandes que las suyas. Los británicos habían prohibido la costumbre bárbara del suttee pero todos sabían que seguía practicándose en pequeños estados remotos e independientes, donde rara vez se veían hombres blancos, y la mitad de la población de Gulkote recordaba la inmolación, de la vieja Rani, la abuela de Kairi, en las llamas que consumían el cadáver de su marido, junto con tres esposas menores y diecisiete mujeres de la Zenana.

—Yo, en tu lugar, Juli —dijo Ash meditando sobre el asunto— jamás me casaría. Es demasiado peligroso.

Pocos europeos habían visitado nunca Gulkote, porque, aunque ahora el Estado pertenecía oficialmente a la jurisdicción de la Corona británica después de la rebelión de los cipayos de 1857, su falta de caminos y puentes seguía desanimando a los viajeros, y como no creaba dificultades, las autoridades preferían dejados solos hasta que hubieran resuelto problemas más urgentes del subcontinente. En el otoño de 1859, el rajá, que preveía complicaciones envió privadamente a su primer ministro y a una delegación de nobles a negociar un tratado de alianza con los nuevos gobernantes, pero sólo en la primavera de 1863, el coronel Frederick Byng, del Departamento Político; hizo una visita formal a Su Alteza el rajá de Gulkote, acompañado de varios secretarios y de una escolta de Caballería sikh al mando de un oficial británico.

El acontecimiento revistió considerable interés para los súbditos de Su Alteza, cuyo contacto con los europeos se había limitado hasta entonces a ese atractivo cosaco aventurero, Sergei Vodvichenko, y a su desventurada hija mestiza, la Feringhi-Rani. Tenían curiosidad por ver cómo eran los sahib-log y cómo se comportaban. Y gran interés en participar en las fiestas que se celebrarían a su llegada. Sería un tamarsha (espectáculo) principesco, y nadie lo esperaba con tanto entusiasmo como Ash, aunque Sita declaró que desaprobaba totalmente que el reino fuese visitado por extranjeros, e hizo lo posible por disuadir a Ash de que asistiera a ninguna de las ceremonias, o incluso de que apareciera en la Corte mientras los ingleses estuvieran presentes.

—¿Por qué desean venir a inmiscuirse en nuestros asuntos? —protestaba Sita—. No queremos feringhis aquí, que vengan a decimos lo que debemos y lo que no debemos hacer y a crear preocupaciones y problemas a todos… a hacer preguntas. Prométeme, Ashok, que nunca tendrás nada que ver con ellos.

Tanta vehemencia intrigó a Ash, quien nunca había olvidado a cierto hombre alto, de cabellos grises, que a menudo le aleccionaba sobre el crimen de ser injusto… no recordaba nada más de ese hombre, excepto una curiosa y vaga imagen de su rostro visto fugazmente a la luz de la lámpara, vacío de vida y color; y después el grito de los chacales que reñían a la luz de la luna, un sonido que, por alguna razón, le había dejado una impresión tan fuerte que no podía oírlo sin estremecerse. Pero pronto había descubierto que a su madre le disgustaba toda mención del pasado y que no había forma de persuadirla de que hablara de él. Quizá los feringhi la habían tratado mal, y por eso ella se afanaba tanto por que él no tuviera contacto con los visitantes ingleses… Sin embargo, no era razonable que Sita le pidiera que no atendiese a sus deberes durante la visita.

Pero, en la víspera de la llegada del coronel Byng, Ash enfermó inexplicablemente después de comer algo preparado por su madre, y durante los días siguientes debió permanecer en cama en el cuarto, de Sita, incapaz de interesarse por nada debido a un agudo malestar en la cabeza y el estómago. Sita le atendió con gran cariño, acusándose, entre lágrimas y lamentaciones, de haberle dado comida en mal estado, y aunque se negó a que el hakim (médico) enviado por Hira Lal viera a Ash, le dio infusiones de hierbas preparadas por ella misma que tuvieron el efecto de amodorrarlo. Cuando pudo volver a levantarse, los visitantes se habían marchado por lo que Ash debió contentarse con un relato de segunda mano de los festejos que le hicieron Kairi, Koda Dad y Hira Lal.

—No te has perdido gran cosa —dijo Hira Lal en tono burlón—. El coronel era viejo y gordo, sus secretarios, jóvenes y tontos, y sólo el oficial al mando de su escolta hablaba bien nuestro idioma. Sus sikhs dijeron que era un demonio pucka y se suponía que eso era un cumplido. ¿Ya estás bien? Kairi-Bai dijo que estaba segura de que te habían dado veneno para impedirte ver el tamarsha pero le dijimos que no fuera ave de mal agüero, porque, ¿a quién le importaría que los vieras o no? Por cierto, que no a Lalji, a pesar de lo que piensa su hermanita. Nuestro amado Yuveraj está demasiado imbuido de su propia importancia estos días como para preocuparse por cosas así.

Esto era cierto, porque como heredero de su padre, Lalji desempeñó un papel importante en los diversos actos oficiales en honor del coronel Byng, y le encantó el fasto de la ocasión. Todo resultó mucho más entretenido y menos fatigoso que las ceremonias de su casamiento, y como parte del plan de su padre de deslumbrar a los bárbaros, las ropas y joyas que le entregaron para que las luciera eran más valiosas que las de su boda. Lalji mostraba gran afición por las ropas lujosas y por exhibirse, y contaba con pocas oportunidades de hacerlo, de manera que disfrutó como un pavo real junto a su padre, ataviado con capas bordadas con oro y plata, vistosos turbantes de gasa, collares de perlas y joyas fastuosas, y llevando un sable con tahalí de terciopelo bordado con perlas.

El inglés gordo que hablaba pésimamente el indostaní fue muy afable, y lo trató como si fuera un verdadero hombre y aunque su padre presentó también a las visitas al hijo mayor de la nautch, el pequeño Nandi no causó muy buena impresión, porque como era un niño mimado, lloró y gritó y se portó tan mal que el rajá perdió la paciencia y mandó que lo retiraran en mitad de la primera recepción. No se le permitió volver a aparecer, de modo que fue Lalji, y sólo él, quien se sentó, estuvo a su lado en las paradas militares y cabalgó junto a su padre durante los cuatro días de festejos. Cuando todo terminó, no le quitaron las espléndidas vestiduras y las joyas, sino que las dejaron a su cuidado y su padre siguió requiriendo su presencia y tratándolo con afecto poco común.

Lalji era más feliz de lo que jamás había sido, y demostraba su felicidad de mil maneras. Dejó de molestar a su hermanita y de atormentar a sus animales, y se tornó generoso y amable con los miembros de su casa. Era un cambio muy agradable que abandonara sus rabietas, y sólo Hira Lal predijo problemas para el futuro. Pero, como se sabía, Hira Lal era un cínico. Los demás miembros de la casa gozaban de la atmósfera más tranquila creada por el cambio de humor del joven amo, y lo consideraron como una señal de que el niño se transformaba en hombre y se preparaba por fin a abandonar sus actitudes infantiles. Además, estaban agradablemente sorprendidos de la continua preferencia del rajá por la compañía de su hijo; no esperaban que prosiguiera más allá de la estancia de los visitantes y se asombraban de que ahora el joven Yuveraj pasara la mayor parte del día en compañía de su padre y de que se le estuviera instruyendo sobre asuntos de estado. Todo esto complacía enormemente a los enemigos de la nautch, que eran muchos, porque consideraban la situación como señal del declive del poder de la favorita (en particular, porque el tercer hijo que ofreció a su señor fue una niña pequeña y enfermiza). Pero, como demostraron los acontecimientos posteriores, una vez más la subestimaban.

Janoo-Rani tuvo un ataque de furia imperial a raíz de que su hijito gritó fuera retirado de la Sala durbar y de la impresión favorable causada por su odiado hijastro, el heredero. Estuvo histérica durante dos días y con mala cara los siete siguientes. Pero, esta vez, sin el efecto previsible. El rajá se vengó no visitando sus aposentos y permaneciendo en su propia ala del palacio hasta que ella recuperara el buen humor, y esta reacción inesperada la asustó tanto como deleitó a sus enemigos.

Janoo se miró al espejo y vio algo que hasta entonces se había negado a admitir: había perdido su figura y estaba engordando. El tiempo, los embarazos y la vida ociosa habían hecho su obra, y la seductora muchacha de piel dorada de unos años atrás había desaparecido, dejando paso a una mujer de baja estatura, regordeta, con una piel que comenzaba a oscurecerse, y que pronto sería obesa, pero que hasta el momento no había perdido nada de su ingenio ni de su atractivo. Haciéndose cargo de la situación, Janoo se apresuró a buscar una reconciliación, y con tanto éxito que pronto estuvo nuevamente consolidada en su posición. Pero no olvidó el sabor fugaz del terror, y se dedicó a atraerse también la amistad de su hijastro.

No fue tarea fácil, porque el odio del muchacho hacia la mujer que había remplazado a la Feringhi-Rani y esclavizado a su padre tenía raíces muy profundas. Pero Lalji siempre había sido fatalmente susceptible a los halagos, y ahora la nautch alimentaba su vanidad con grandes cumplidos y regalos fastuosos. Renunciando a su política anterior, estimuló al rajá para que prestara más atención a su hijo mayor y logro, si no una amistad, al menos una tregua.

Sin impresionarse por el aparente cambio de sentimientos de la Rani, Koda Dad dijo:

—Alguien debería recordar a ese chico la historia del tigre de Teetagunje, que fingía ser vegetariano e invitó a comer al hijito del búfalo.

La Corte también vio con gran escepticismo esta nueva situación y pensaron que no duraría. Pero a medida que pasaban las semanas y continuaba la buena relación de la Rani con su hijastro, el asunto perdió novedad y finalmente llegó a aceptarse como una situación normal; esto encantó al rajá y agradó a la mayoría de los miembros de la casa del Yuveraj… con excepción de la vieja Dunmaya, que no podía llegar a confiar en la nautch, y Hira Lal, quien por una vez estuvo de acuerdo con ella.

—No hay que confiar jamás en una serpiente ni en una prostituta —declaró Hira Lal con sarcasmo.

Ash también se benefició brevemente con el cambio en la atmósfera, porque la felicidad y el buen ánimo de Lalji lo llevaron a tratar de enmendar su dureza con alguien que, al fin y al cabo, una vez le había salvado la vida, aunque Lalji ya no creía que su madrastra pudiera haber estado vinculada con aquel accidente. Ahora se sentía seguro de que había sido eso: un accidente, y también de que no había tenido necesidad de retener a Ashok en el palacio, ni ninguna razón válida para seguir restringiendo su libertad. Lo que obviamente correspondía hacer ahora era dejarlo entrar y salir cuando quisiera. Pero Lalji era muy obstinado y su orgullo le impedía retractarse de órdenes que alguna vez había dado. Sin embargo, decidió ser más amable con Ashok en el futuro.

Durante un tiempo casi parecía que Ash estaba nuevamente instalado en la posición de compañero y confidente del Yuveraj. Pero esto no duró. Ash no recordaba haberle ofendido y no comprendía esta segunda pérdida de los favores de Lalji… no más de lo que había comprendido la igualmente repentina recuperación de su amistad. Pero el hecho fue que una vez más, y sin previo aviso, Lalji se volvió contra él, y a partir de ese momento lo trató con incomprensible y creciente hostilidad. Una chuchería que se perdía, un adorno roto, una cortina rasgada o una cotorra enferma… de todo se le echaba la culpa y se le castigaba por ello.

—Pero ¿por qué yo? —preguntaba Ash, desconcertado ante el inexplicable cambio de actitud de Lalji, y llevando como siempre sus problemas a Koda Dad—. ¿Qué he hecho yo? ¡No es justo! ¿Por qué me trata así? ¿Qué le ha sucedido?

—Sólo Alá lo sabe —respondía Koda Dad, encogiéndose de hombros—. Tal vez alguien del palacio se puso celoso por los renovados favores que te dispensa, y le ha contado falsedades para perjudicarte. El favor de los príncipes provoca envidia y crea enemigos, y hay algunos que no te quieren. Por ejemplo, ese que llaman Bichchhu.

—Ah, sí. Biju-Ram siempre me ha odiado, aunque no sé por qué, ya que nunca le he hecho daño ni me he interpuesto en su camino.

—De eso no estoy seguro —contestó Koda Dad.

Ash lo miró con gesto interrogativo, y Koda Dad respondió con ironía:

—¿Nunca se te ocurrió pensar que tal vez está al servicio de la Rani?

¿Biju? Pero… pero no puede ser —tartamudeó Ash, estupefacto—. No podría… Lalji lo prefiere tanto, y le hace regalos tan valiosos… Él jamás…

—¿Por qué? ¿No fue el Yuveraj mismo quién le llamó Bichchhu? ¿Y con buenas razones? Te aseguro que la sangre de Biju-Ram es tan fría como la del animal que le da su apodo. Además, en el país que se extiende más allá del Khyber, tenemos un proverbio que dice: «Una serpiente, un escorpión y un shinwari son imposibles de amansar» (Alá sabe que es verdad con respecto a un shinwari). Escucha, hijo: he oído murmurar en algunos barrios de la ciudad, y también aquí, en el Hawa Mahal, que es un hombre de la Rani y que le paga por trabajar para ella. Si es así (y creo que es verdad), tanto él como la nautch tienen razones para odiarte.

—Sí. —La voz del chico era casi inaudible, y se estremeció como si se moviera el suelo bajo sus pies—. ¡Pobre Lalji!

—Ya lo creo, pobre Lalji —asintió Koda Dad muy serio—. ¿No te he dicho muchas veces que la vida no es fácil para los que están arriba?

—Sí; pero últimamente se mostraba mucho más amable, mucho más contento, con todos, no sólo conmigo. Y, de pronto, parece que soy el único a quien trata con dureza, y siempre por cosas que no he hecho. No es justo, Koda Dad. No es justo.

¡Bah! Esas son cosas de niños —gruñó Koda Dad—. Los hombres no son justos, ni los jóvenes ni los viejos. Tú ya deberías saberlo, hijo mío. ¿Qué dice Hira Lal?

Pero Hira Lal sólo se dio un tironcito del aro, y declaró:

—Yo te dije que habría problemas. —Y como se negó a agregar nada a este comentario, no resultó muy útil.

Unos días después; Ash fue acusado de estropear el arco favorito de Lalji, que se rompió durante un ejercicio de tiro. Ash aseguró que no lo había tocado, pero no le creyeron y le aplicaron unos cuantos azotes; fue después de esto cuando pidió permiso para renunciar a servir al Yuveraj y marcharse del Hawa Mahal. No se lo concedieron. En cambio, le dijeron que no sólo permanecería al servicio de Su Alteza, sino que en ninguna circunstancia se le permitiría salir de la fortaleza, lo cual significaba que ya no podría acompañar a Lalji o al rajá cuando salían a cazar, o a cazar con halcón en la meseta o en las montañas; ni ir a la ciudad con Koda Dad ni con nadie. El Hawa Mahal se había convertido, al fin, en la prisión en que pensara cuando entró por primera vez allí; sus puertas se cerraron y ya no había forma de escapar.

Al llegar el tiempo frío, Sita contrajo un enfriamiento y le afectó una tos seca. En esto no había nada nuevo, pues ya había padecido antes estos males. Pero esta, vez no terminaba de curarse, aunque se negaba a recibir atención del hakim, y aseguraba a Ash que no era nada, y que pasaría en cuanto el viento puro del invierno se llevara la humedad y el calor del monzón. Sin embargo, ya no hacía calor en la meseta y el aire que venía de las montañas traía el leve aroma fresco de los pinos y la nieve.

Llegaron noticias de Zarin desde Mardan, pero no eran buenas. Los Guías habían emprendido una acción contra las tribus de la frontera, y en la lucha perdió la vida su hermano Afzal, el segundo hijo de Koda Dad.

—Es la voluntad de Alá —dijo Koda Dad—. Lo que está escrito, escrito está. Pero era el favorito de su madre…

Fue un otoño triste para Ash, y habría sido aún más triste si no hubiese contado con el inalterable apoyo de su pequeña fiel aliada: Kairi-Bai. Ni la desaprobación ni las órdenes directas causaban el menor efecto a Kairi-Bai, que eludía la vigilancia de sus sirvientas con la facilidad de la larga práctica y todos los días se escapaba para encontrarse con Ash en el balcón del Mor-Minar, y a veces traía frutas o golosinas robadas de sus propias comidas o de las de Lalji.

Allí tendidos, mirando hacia los blancos picos del Dur Khaima, los dos niños ideaban interminables planes para que Ashok escapara del palacio; o, más bien, Ash hacía proyectos mientras Kairi escuchaba. Pero los planes no eran serios, por que ambos sabían que Ashok no abandonaría a su madre, quien cada día estaba más delicada. Ella, que era tan activa y trabajadora, se quedaba ahora con frecuencia sentada en el patio de sus habitaciones, fatigada, con la espalda apoyada contra un pino y las manos inactivas en la falda, y, por común acuerdo, los niños nunca le contaban los problemas de Ash, aunque eran muchos, y uno de los más importantes era que sabía que alguien trataba activamente de asesinar al heredero de Gulkote.

Tres años son mucho tiempo en la vida de un niño, y Ash casi había olvidado las golosinas envenenadas encontradas en el jardín de Lalji, hasta que de pronto un incidente similar se las recordó en forma nítida y desagradable.

En uno de los asientos de mármol del pabellón, cerca del estanque de los lirios, apareció una caja del halwa especial con nueces molidas que deleitaba especialmente al Yuveraj, quien se abalanzó sobre ella, pensando que alguno de sus sirvientes la había dejado allí. Pero, en ese mismo momento, Ash tuvo el penoso recuerdo de las tres carpas flotando panza arriba entre las hojas de los lirios. Dio un salto y arrancó la caja de las manos del Yuveraj.

El acto fue puramente instintivo. Después, ante la inmediata exigencia de explicaciones por parte de Lalji, Ash se encontró cogido en una trampa. Como nunca le había contado a nadie lo de aquellas golosinas, era posible que ahora no le creyesen, o le acusaran de ocultar un intento de quitarle la vida al Yuveraj; en cualquier caso, la verdad no sería creída, de manera que se refugió en una mentira. Contestó que las golosinas eran suyas, pero que no eran adecuadas para comerlas, porque, por error, habían sido tocadas por un hombre de la limpieza (perteneciente a la casta más baja), y que él las había traído para alimentar a las palomas. Lalji retrocedió, horrorizado, y Ash fue castigado por llevar los dulces al jardín. Sin embargo, el recuerdo de tres años atrás no le había traicionado, porque aquella noche arrojó un trozo de dulce a un cuervo. Y el cuervo murió. Pero, como no había hablado antes, no se atrevió a hacerlo ahora.

La semana siguiente ocurrió otro incidente terrible: sin saber cómo, entró una cobra en el dormitorio de Lalji. Una docena de sirvientes juraron que no podía haber entrado allí antes de que se acostara el Yuveraj, pero era indudable que estaba allí después de medianoche, porque algo despertó a Ash, y pocos minutos después oyó que el reloj daba las dos. Su jergón atravesaba el umbral de la habitación del Yuveraj, y nadie podía pasar por allí sin que él se diera cuenta: ni siquiera una serpiente. Sin embargo, ya despierto y escuchando en la oscuridad, oyó un sonido Inconfundible: el crujido seco y el ruido de las escamas resbaladizas que se movían sobre el piso sin alfombra.

Ash sentía el mismo terror por las serpientes que todos los europeos, y el instinto hizo que permaneciera inmóvil y no hiciera el menor movimiento que pudiera atraer la atención del ofidio hacia él. Pero el sonido venía del interior de la habitación del Yuveraj, y Ash sabía que el sueño de Lalji era inquieto y que en cualquier momento podía extender un brazo o darse la vuelta con una brusquedad que incitara al ataque. Así que se levantó, temblando de pánico, y pasó a tientas por las cortinas que conducían a la habitación contigua. Allí había una lámpara de petróleo, con la llama baja; Ash subió la llama y despertó a los sirvientes.

La cobra estaba explorando las frutas y bebidas que había en una mesita junto a la cama de Lalji. La mataron, en medio de los gritos de Lalji y un gran tumulto, entre los numerosos sirvientes, cortesanos y guardias. Nadie descubrió jamás cómo había entrado en la habitación, aunque supusieron que podría haberlo hecho por el desagüe del baño, y sólo Dunmaya lo consideró un complot deliberado contra su querido Lalji.

—Es una vieja tonta —dijo Sita, cuando le contaron lo sucedido durante la noche—. ¿Quién se atrevería a cazar una cobra viva y llevarla al palacio? Y si pudieron hacer una cosa así, los habrían visto, porque no se trataba de una cobra pequeña. Además, ¿quién, aquí, en Gulkote, desea hacer daño al niño? La Rani no; le ha tomado mucho cariño. Lo trata con tanto afecto como si fuera su propio hijo, y te aseguro que se puede querer como propio a un hijo que no se ha dado a luz. Dunmaya no dio a luz al Yuveraj, sin embargo, ella también lo quiere… aunque vea conspiraciones por todas partes. Está loca.

Ash guardó silencio y no le habló de aquellos dulces de tres años atrás ni del halwa que había aparecido recientemente en el jardín y que también estaba envenenado, ni de lo que Koda Dad le había contado sobre la Rani y sobre Biju-Ram. Sabía que esas desagradables historias no harían otra cosa que asustarla, y no tenía intención de que las escuchara. Pero llegó un día en que ya no pudo ocultárselas, porque Kairi encontró algo que trastornaría sus vidas en manera tan drástica como el cólera en aquella terrible primavera en que murieron Hilary y Akbar Khan.

La princesa Anjuli (Kairi-Bai, pequeño mango sin madurar) apenas tenía seis años en aquella época, y si hubiera nacido en un país occidental se la habría considerado una niñita. Pero no sólo había nacido en Asia, sino en un palacio oriental, y sus tempranas experiencias de conspiraciones e intrigas de una Corte india habían aguzado su entendimiento y su experiencia era superior a la que correspondía a sus pocos años.

Prestando atención a las advertencias de Ashok, y sabiendo que este no gozaba de los favores de su hermano Lalji, Kairi ya no le hablaba ni le miraba en público. Pero el sistema de signos y palabras en código con que se comunicaban bajo la mirada de todos los de la casa sin ser descubiertos, les servían perfectamente, y tres días después del incidente de la cobra la niña corrió a las habitaciones del Yuveraj y consiguió transmitir una señal urgente a Ash. Era la señal que habían convenido para usar únicamente en casos extremos. Obedeciéndola, Ash se escapó en cuanto pudo y fue al balcón de la reina, donde lo esperaba Kairi, pálida y deshecha en lágrimas.

—Es culpa tuya —dijo Kairi entre sollozos—. Ella dijo que tú tiraste unas golosinas y lo salvaste de la cobra. En realidad, yo no quería escuchar, pero tuve miedo de que se enojara si me encontraba en su jardín, y Mian Mittau había volado allí y tenía que atraparlo… tenía que atraparlo. Entonces, cuando la oí llegar, me escondí en los arbustos detrás del pabellón y oí lo que dijo. ¡Ay, Ashok, qué mala es! Mala y perversa. Quería matar a Lalji, y ahora está furiosa contigo por lo de las golosinas y lo de la cobra. Dijo que eso probaba que sabías demasiado, y que había que matarte pronto, no importaba cómo, porque cuando los cuervos y los milanos terminaran contigo nadie podría saberlo, y a quién le importaría la muerte de un pilluelo de mercado… hablaba de ti, Ashok, de ti. Luego les dijo que te arrojaran por el murallón, para que la gente creyera que habías trepado allí y te habías caído. Lo que te cuento es cierto. Te matarán, Ashok. ¡Ay! ¿Qué haremos? ¿Qué haremos?

Kairi se arrojó sobre Ash gimiendo de terror, y Ash la rodeó con sus brazos y la meció mecánicamente mientras sus pensamientos giraban, en círculos enloquecidos. Sí, era cierto… estaba seguro, porque Juli jamás podría haber inventado esa conversación. Janoo-Rani siempre habla querido matar a Lalji para poner a su propio hijo en su lugar y, por lo que sabía, Ashok se le había interpuesto tres veces… cuatro, si se había dado cuenta de que también él se había encargado de tirar los dulces. ¿Lo sabría? No creía que nadie lo hubiese visto hacerlo. Pero ahora daba lo mismo. La Rani se proponía conseguir que Ash no se interpusiera, y él sería un blanco mucho más fácil de acertar que Lalji, porque nadie averiguaría demasiado sobre la desaparición de una persona tan insignificante como el hijo de una sirviente de la casa de la abandonada Kairi-Bai. Ash nunca le había contado a Lalji la verdad sobre aquellos dulces, ni sobre el halwa, y ahora era demasiado tarde para decírselo. Especialmente porque hacía ya tiempo que Lalji estaba convencido de que la caída de la piedra había sido un accidente, y apenas dos días atrás le había dicho a Dunmaya que era una vieja malintencionada, que sólo quería crear problemas y que merecía que le cortaran la lengua, porque la mujer había manifestado sospechas con respecto al incidente de la cobra. No podía esperar ninguna ayuda del Yuveraj.

«Juli tiene razón —pensó Ash con desesperación—. Es culpa mía por no haberle contado a Lalji la verdad sobre la muerte de las carpas hace años, y cómo los dulces envenenaron a un cuervo». Ahora carecía de pruebas, y aunque las tuviera, no le servirían de nada, porque Lalji estaba tan seguro de que la Rani era su amiga, y él, Ashok, no podía probar que era ella quien lo había hecho. Tampoco podía repetir lo que Juli había escuchado, porque dirían que eran inventos de una mocosa. Pero la Rani sabía que no era un invento, y quizá querría matar también a la niña… y también a la madre de Ash, si Sita hacía demasiadas preguntas después de la muerte de su hijo…

Atardecía bajo la cúpula del balcón de la reina, y Kairi lloró hasta cansarse y luego se quedó inmóvil y exhausta, tranquilizada por los movimientos rítmicos de Ash al mecerla mientras contemplaba las nieves lejanas por encima de la cabeza de la niña. La brisa era fría con la llegada del invierno, porque octubre casi había terminado y los días se acortaban. El sol casi había desaparecido y los picos distantes del Dur Khaima formaban un friso color rosa pálido y ámbar contra un cielo color ópalo en el que brillaba una sola estrella como uno de los diamantes de Janoo-Rani. Ash tembló, y soltando a Kairi, dijo bruscamente:

—Vamos. Está oscureciendo, y deben de estar buscándome. —Pero no se fue hasta que las montañas pasaron del rosa al violeta, y sólo quedaba un resto de crepúsculo en el Tarakalas, «La torre de la estrella».

Ash no había traído arroz esta vez, pero Kairi llevaba un pequeño brazalete de capullitos de rosa en una muñeca; Ash se lo quitó y esparció los pétalos en el balcón, esperando que el Dur Khaima comprendería la urgencia del caso y le perdonaría por no traer una ofrenda propia.

—Ayúdame —rogó Ash a su divinidad personal—. ¡Por favor, ayúdame! No quiero morir…

Desapareció la luz del pico más alto, y ahora toda la cadena no era más que una silueta de color lila contra el cielo cada vez más oscuro, y no había una estrella, sino mil. El viento más fuerte de la noche se llevó los pétalos de rosa, y Ash quedó satisfecho porque notó que el Dur Khaima había aceptado su ofrenda. Los dos niños se dirigieron juntos, a tientas, al patio de Sita, tomados de la mano y con los ojos y los oídos alerta para captar el menor sonido o movimiento de alguien que se escudara en las sombras.

Sita había preparado la comida de la noche, y Ash dejó a Kairi con ella y corrió a las habitaciones del Yuveraj por el laberinto de corredores y patios que formaban un tercio del Hawa Mahal; el corazón le latía furiosamente y notaba una rara sensación de frío entre los omóplatos, en el lugar donde sería más fácil hundir un puñal. Representó un gran alivio saber que no le habían estado buscando, porque Lalji tenía un juego de ajedrez con piedras preciosas, regalo de la Rani, y estaba jugando con Biju-Ram.

Media docena de cortesanos ociosos les rodeaban y aplaudían cada jugada de su joven amo. En el otro extremo del recinto había una figura solitaria, sentada con las piernas cruzadas bajo una lámpara, absorta en un libro y sin prestar atención al juego. Ash se acercó a él de puntillas y le pidió que accediera a hablar con él en privado. Los ojos de Hira Lal estudiaron un momento la cara del muchacho antes de volver al libro.

—No. Dímelo aquí —respondió Hira Lal con rapidez y en voz baja de manera que no pudieran oírlo los cortesanos—. Si es importante, será mejor que no nos apartemos, porque entonces alguien podría seguimos para averiguar qué es lo que no queremos que oigan. Dales la espalda para que no te vean la cara, y no hables en murmullos. Jamás creerán que estás contando secretos en un lugar tan público, de manera que puedes decir lo que quieras.

Ash obedeció. Necesitaba consejo, y en toda la casa de Yuveraj sólo Hira Lal se había hecho amigo suyo. Debía confiar en él ahora, porque llegaba la noche y Ash no sabía cuántos en la casa estaban a sueldo de la nautch. Quizá la mitad… o todos. Pero Hira Lal no. El instinto le decía que podía confiar en Hira Lal, y el instinto no se equivocaba. Hira Lal le escuchó sin hacer comentarios, tirándose del aro y echando miradas por la habitación que sugerían que le aburría la charla y que prestaba poca atención. Pero, cuando Ash terminó, dijo en voz baja:

—Hiciste bien en contármelo. Yo me ocuparé de que no te suceda nada esta noche. Pero la Rani es una mujer poderosa y puede pagar mucho para conseguir sus fines. Tendrás que irte de Gulkote… tú y también tu madre. No hay otra forma.

—No puedo… —a Ash se le quebró la voz—. El Yuveraj no me dará permiso, y los guardias no me dejarán pasar la puerta solo.

—No pedirás permiso. En cuanto a la puerta, encontraremos otro camino. Mañana ve a ver al jefe de las caballerizas y cuéntale lo que me has contado a mí. Koda Dad es un hombre sensato y se le ocurrirá algo: Y ahora creo que ya hemos hablado bastante los dos solos; es la segunda vez que Biju-Ram nos mira.

Bostezó largamente, cerró su libro de un golpe y dijo en voz alta:

—Tolero los caballos, pero no los halcones. No esperes de mí que me interese por seres que muerden, que despiden mal olor y dejan plumas y pulgas por todas partes. Debes crecer, muchacho, y estudiar la obra de los poetas. Eso mejorará tu mente… si es que tienes mente.

Arrojó el libro a Ash y fue a unirse al grupo que rodeaba a los jugadores de ajedrez. Pero cumplió su palabra. Aquella noche uno de los guardaespaldas personales del rajá permaneció en la antecámara con Ash; la explicación que se dio fue que Su Alteza desaprobaba el descuido de dejar entrar una cobra en la habitación de su hijo.

No hubo motivos de alarma durante la noche, pero Ash no durmió bien, y a la mañana siguiente, en cuanto pudo escaparse, fue a ver a Koda Dad Khan. Hira Lal había ido a verlo antes que él.

—Está todo arreglado —anunció Koda Dad, interrumpiendo a Ash con un ademán—. Estamos de acuerdo en que debes marcharte esta noche; como no puedes pasar por la puerta, tendrás que saltar por encima de la pared. Para eso necesitamos una cuerda, una cuerda muy larga, porque la pared es muy alta. Pero en los establos hay de sobra de modo que eso será fácil. Lo difícil será la última parte, porque deberás bajar por piedras y senderos de cabras, que son difíciles de encontrar durante el día y mucho más por la noche. Afortunadamente, hay luna.

—Pero… ¿y mi madre? Ella no es muy fuerte… no podrá…

—No, no, ella saldrá por la puerta. No hay ninguna orden que lo prohíba. Dirá que quiere comprar ropa o chucherías en el mercado, y que pasará una o dos noches con una vieja amiga. Nadie sospechará nada; por tu parte, fingirás estar enfermo de modo que no tendrás que dormir en las habitaciones del Yuveraj. Sólo debes toser y fingir que te duele la garganta, y en seguida te permitirán dormir en otra parte por miedo al contagio. Luego, en cuanto todos se hayan acostado en el palacio, yo mismo te ayudaré a bajar con la cuerda. Después debéis marcharos rápidamente. ¿Tu madre sabe montar a caballo?

—No lo sé. No creo. Nunca…

—No importa. Entre los dos no debéis pesar más que un hombre normal; puede montar detrás de ti. Hira Lal hará que os esperen con un caballo entre los chenares junto a la tumba de Lal Beg, en las afueras de la ciudad. Tú conoces el lugar. No puedes entrar en la ciudad, porque las puertas están cerradas por la noche, de manera que tu madre debe salir por la tarde, cuando hay mucha gente y nadie presta atención a quiénes entran o salen. Dile que lleve comida y ropa de abrigo, porque se aproxima el invierno y las noches son frías. Y una vez que estéis los dos montados en el caballo, marchad directamente hacia el Norte, porque es seguro que os buscarán por el Sur, donde el clima es mejor y hay más aldeas. Con suerte, no te buscarán durante un día o dos, porque al principio el Yuveraj pensará que estás enfermo, y cuando descubra que te has marchado, ya estaréis lejos. Sin embargo, no es a él, sino a la Rani, a quien debes temer. Ella sabrá muy bien por qué has huido, y deseará aún más tu muerte… por miedo a lo que sabes y a quién puedes contárselo. La nautch es una enemiga cruel y peligrosa. No lo olvides.

El rostro de Ash se puso blanco, y dijo con voz ronca:

—Pero Juli también sabe… Kairi-Bai lo sabe. Si la Rani se entera de quién me lo contó, la hará matar también. Tendré que llevarla conmigo.

—¡Chup! (¡Silencio!) —saltó Koda Dad enfadado—. Hablas como un niño, Ashok. Ahora debes ser un hombre, y pensar y actuar como tal. Sólo debes decir a Kairi-Bai que se calle la boca, y ni siquiera la nautch sospechará de ella, porque es una chiquilla que anda de acá para allá como un gorrión y nadie le presta atención. Pero si te escapas con la hija del rajá, ¿crees que él soportaría esa afrenta a su honor? Por Dios, te buscaría hasta darte muerte, y no habría hombre en la India que no pensara como él y no le ayudara. ¡De manera que basta de decir tonterías!

—Perdón —se disculpó Ash—. No pensé en ello.

—Ese es tu gran defecto, hijo mío —gruñó Koda Dad—. Actúas primero y piensas después: ¿cuántas veces te lo he dicho? Bien, ahora piensa si hay algún lugar seguro desde donde puedas bajar por el muro del lado norte, porque por allí el terreno es más accidentado y hay arbustos y senderos de cabras entre las rocas. Pero no será fácil, porque no conozco ningún sitio de ese lado desde donde no pueda verte un hombre desde una ventana o por encima de la pared.

—Hay un lugar —respondió Ash—, un balcón…

De manera que por primera vez fue de noche al balcón de la reina, para abandonarlo para siempre; se aferró al extremo de una cuerda que Koda Kan y Hira Lal hicieron bajar por la pendiente de doce metros hasta las rocas, donde los espinos formaban manchas negras de sombra a la clara luz de la luna de octubre, y los empinados senderos de cabras ondulaban hacia abajo, hacia las zonas lechosas de la meseta.

Ash se había despedido de Kairi-Bai, y no esperaba volver a verla, pero la encontró en el balcón de la reina, una pequeña sombra escuálida en la noche iluminada por la luna.

—No saben que estoy aquí —explicó apresuradamente, temiendo sus reproches—. Creen que duermo. Dejé un bulto en mi cama por si iba alguien a mirar, pero las dos mujeres roncaban cuando salí y no me oyeron. De verdad que no me oyeron. Quería hacerte un regalo, porque eres mi hermano de brazalete, y porque te vas. Toma… esto es para ti, Ashok. Para… para que te dé suerte.

Abrió la pequeña palma de su mano y la luz de la luna resplandeció sobre un trocito de madreperla tallado como un pez. Ash sabía que era lo único que poseía para dar, su único adorno y su más querido tesoro. Visto de esa manera, era, quizás, el obsequio más valioso que alguien podía ofrecerle. Ash lo tomó sin saber qué hacer, desconcertado por la importancia del regalo.

—No, Juli… Yo no tengo nada que darte. —De pronto sintió vergüenza de no tener nada que ofrecer a cambio—. Yo no tengo nada —agregó con amargura.

—Ahora tienes el pez —le consoló Kairi.

—Sí, tengo el pez.

Lo miró y se dio cuenta de que no lo veía bien porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Pero los hombres no deben llorar. Respondiendo a una repentina inspiración, partió el pez de madreperla en dos pedazos y dio uno a Kairi.

—Toma. Ahora los dos tenemos un amuleto contra la mala suerte. Y algún día, cuando yo vuelva, uniremos los dos pedazos y…

—¡Chup! (¡Silencio!) —intervino con rudeza Koda Dad—. Vuelve a la cama, Kairi-baba. Si descubren que no estás y cunde la alarma, nos arruinarás a todos. El muchacho debe irse ya, porque tiene que recorrer un largo camino antes de que desaparezca la luna. Ahora dile adiós, y vete.

La carita de Kairi se contrajo penosamente y las lágrimas ahogaron las palabras que quería decir. Ash prometió entrecortadamente:

—Volveré algún día, Juli. No llores.

La abrazó un instante, la empujó hacia Hira Lal, que permanecía en silencio entre las sombras, y pidió:

—Procura que vuelva sin dificultades, por favor, Hira Lal. Las mujeres que la atienden no deben saber que ha salido durante la noche, porque se enteraría la Rani, y cuando sepa que me he marchado…

—Sí, sí, muchacho, lo sé. Me ocuparé de esto. Ahora márchate.

Hira Lal salió a la luz de la luna, y al hacerlo la seda gris de su achkan se confundió con el cielo de la noche, y sus manos y sus caras adquirieron el tono neutro de la piedra, de modo que, por un momento, a Ash le pareció estar viendo un fantasma, y que Hira Lal era ya sólo un recuerdo. La idea le provocó un escalofrío, y por primera vez se dio cuenta de todo lo que este hombre que le brindaba su amistad había significado para él. Y cuánto le debía a Kaiti, y a los demás que habían sido buenos con él: los halconeros, los syces, los mahouts cuidadores de elefantes, y en una época anterior, sus compañeros de juegos y sus amigos de los días felices en la ciudad. Era extraño que sólo ahora que abandonaba Gulkote comprendiera que había vivido tantos momentos buenos como malos allí.

La gran perla negra que colgaba de una oreja de Hira Lal brillaba débilmente al moverse su dueño, y cuando la luz de la luna caía sobre ella, centelleaba como un trozo de ópalo, o como una lágrima que cae. Ash la miró fijamente, esforzándose por no llorar y preguntándose si alguna vez volvería a verla…

Hira Lal dijo secamente:

—Date prisa, muchacho. Se hace tarde, y no tienes tiempo que perder. Vete ahora… y quizá los dioses te acompañen. Namaste.

—He bajado el lazo. Coloca el pie en él, y aférrate a la cuerda —indicó Koda Dad—. Y cuando llegues a las rocas, asegúrate de que pisas sobre algo firme antes de soltarte. Desde allí, tu camino será más difícil, pero, si avanzas con lentitud y no resbalas en los senderos de cabras, no tendrás problemas. Que el Todo poderoso permita que tú y tu madre os pongáis a salvo. No nos olvides. Adiós, hijo mío. ¡Khuda Hafiz! (¡Que Dios te proteja!)

Abrazó al muchacho. Ash se inclinó a tocarle los pies con manos temblorosas y luego fingió que se ocupaba de ajustar el pesado bulto de sus ropas por temor a que Koda Dad viera sus lágrimas. A sus espaldas oía a Kairi que sollozaba con su desvalido dolor infantil, y al mirar hacia abajo, de repente sintió temor ante la brusca bajada que tenía ante sí, las rocas y los arbustos que caían verticalmente hasta el llano.

—No mires hacia abajo —ordenó Koda Dad—. ¡Mira al cielo!

Ash apartó rápidamente la mirada del precipicio y la dirigió hacia delante, y a través de los espacios de la noche bañados por la luz de la luna vio los Pabellones Lejanos, los picos resplandecientes, altos y serenos, contra el cielo en calma. Con la mirada puesta en ellos, buscó con el pie el lazo colgante, y, sujeto de la cuerda, le hicieron descender desde el borde del balcón, girando y balanceándose en el vértigo del precipicio, mientras las lágrimas le quemaban los ojos y Kairi lo llamaba desde arriba en un susurro lastimoso que se oía claramente en el silencio de la noche:

—Adiós, Ashok. Adiós. Volverás, ¿verdad? ¡Khuda Hafiz…! ¡Khuda Hafiz…! ¡Jeete Raho… Jeete Raho…! (¡Qué vivas mucho tiempo!)

Sus lágrimas cayeron en la cara de Ash cuando se inclinó sobre la barandilla del balcón de la reina. Por fin, el muchacho tocó las rocas al pie del muro, se deshizo de la cuerda y vio cómo la subían nuevamente. Por última vez, saludó con la mano a sus tres amigos que le miraban desde arriba, y luego comenzó a alejarse, avanzando entre rocas y arbustos espinosos en busca de un borroso sendero que había divisado aquella misma tarde cuando planeaba su ruta desde el balcón.