Al Palacio de los Vientos se llegaba por un sendero empinado, pavimentado con losas de granito llenas de grietas y agujeros abiertos por generaciones de hombres, elefantes y caballos que lo transitaron. La piedra estaba fría para los pies desnudos de Ash mientras caminaba siguiendo a los sirvientes del Yuveraj, y, al levantar la mirada hacía los altos muros de roca, sintió miedo.
No quería vivir en una fortaleza. Deseaba continuar viviendo en la ciudad donde estaban sus amigos, cuidar los caballos de Duni Chand y aprender lo que podía enseñarle Mohammed Sherif, jefe de las caballerizas. El Hawa Mahal parecía un lugar sombrío y poco acogedor, y la Baldshahi Darwaza, la Puerta del Rey, por la que entró, no mejoró su impresión. Las grandes puertas claveteadas de hierro, se abrían a la oscuridad, y en las sombras, bajo el dintel de piedra, había guardias armados con tulwars y jezails. El corredor continuaba bajo una galería donde asomaban las bocas de los cañones dirigidas hacia ellos, y el sol quedaba cortado como por una espada al penetrar en un largo túnel, con nichos y calabozos a ambos lados que se elevaban hasta el corazón de la roca.
La transición entre el cálido sol y las frías sombras, y el eco pavoroso bajo la bóveda negra del techo, aumentaron los temores de Ash, que miró por encima del hombro hacia la entrada que enmarcaba un fragmento de ciudad y sintió ganas de escapar. De pronto le pareció que entraba en una prisión de la que nunca podría salir y que si no huía ahora, inmediatamente perdería la libertad, los amigos y la felicidad y pasaría el resto de su vida encerrado entre rejas, como las minahs charlatanas enjauladas frente a la puerta de la tienda del ceramista. Era un pensamiento nuevo y perturbador, que le hizo temblar como si sintiera frío. Pero, obviamente, no sería tarea fácil esquivar tantos guardias, y resultaría humillante que lo capturaran y lo trajeran al palacio a la fuerza. Además, sentía curiosidad por ver el interior del Hawa Mahal; nadie que él conociera había estado jamás dentro, Y sería algo de lo que podría alardear ante sus amigos. Pero en cuanto a quedarse allí y trabajar para el Yuveraj, ni siquiera lo pensaba, y si creían que podrían obligarlo; se equivocaban. Saltaría por encima de los muros y volvería a la ciudad, y si lo seguían, se escaparía junto con su madre. El mundo era grande, y en algún lugar más allá de las montañas estaba su valle… el lugar seguro donde podrían vivir como quisiesen.
El túnel doblaba bruscamente a la derecha y salía a un pequeño patio donde había más guardias y más cañones de bronce. En el extremo más distante, otra arcada conducía a un vasto cuadrado donde dos de los elefantes del rajá hacían oscilar los postes a los que estaban atados a la sombra de un chenar; una docena de mujeres parlanchinas lavaban ropa en las aguas verdes de un estanque de piedra. Más allá se levantaba el cuerpo principal del palacio. Una fantástica complicación de paredes, almenas y balcones de madera, ventanas caladas, elegantes torrecillas y galerías talladas… la mayor parte quedaba oculto a la ciudad por el bastión exterior.
Nadie sabía de cuándo databa la fortaleza original, aunque la leyenda decía que había desafiado a los ejércitos de Sikundar Dulkhan (Alejandro el Grande), cuando el joven conquistador descendió a la India por los pasos del Norte. Pero una parte sustancial de la actual ciudadela había sido construida en el siglo XV por un jefe de ladrones que necesitaba una fortaleza inexpugnable desde donde él y sus bandas pudieran salir a asolar las tierras fértiles del otro lado del río, y retirarse a él en tiempos difíciles. En esa época se conocía como Kala-Kila (el Fuerte Negro), no por su color, ya que la construyeron con la misma tosca piedra gris que formaba el promontorio de roca donde se asentaba, sino por su reputación, que era sumamente oscura. Más tarde, cuando el territorio cayó en manos de un aventurero de Rajput, fue considerablemente ampliado, por su hijo, que construyó la ciudad amurallada en la llanura, allá abajo, y se convirtió en el primer raja de Gulkote, transformó el Kala-Kila en una vasta y lujosa residencia real que, a causa de su posición elevada, se llamó Hawa Mahal, «el Palacio de los Vientos».
Allí vivía el actual rajá en medio del esplendor y el despilfarro, en un laberinto de habitaciones con alfombras persas, colgaduras polvorientas en las que brillaban bordados de oro y ornamentos de jade o plata, con rubíes y turquesas. Aquí residía también en las habitaciones de la reina del sector Zenana, más allá de las persianas que separaban el Salón de Audiencias de un jardín lleno de árboles frutales y de rosas Janoo-Bai la Rani. Su rival, la Feringhi-Rani, había muerto de unas fiebres (otros decían que envenenada) el verano anterior. Y en otro laberinto de habitaciones que ocupaban toda un ala del palacio, el pequeño Yuveraj, familiarmente conocido por su sobrenombre: Lalji, pasaba sus días en medio de una corte de servidores, subalternos y aduladores asignados a su servicio por su padre.
Cuando lo condujeron ante su presencia a través de un impresionante numero de pasillos y antecámaras, Ash encontró al heredero de Gulkote sentado con las piernas cruzadas en un almohadón de terciopelo, dedicado a molestar a una cacatúa encrespada que parecía estar de tan mal humor como su atormentador. El brillante atuendo ceremonial del día anterior había sido cambiado por pantalones ajustados de muselina y un simple achkan, (chaqueta tres cuartos de corte ajustado); con esta indumentaria parecía mucho más pequeño que cuando iba montado en el caballo blanco en medio de la comitiva. Entonces parecía un verdadero príncipe, y más alto de lo que era a causa del turbante adornado con una larga pluma y un centelleante broche de diamantes. Pero ahora no era más que un niño pequeño. Un niño regordete de cara redonda, que parecía dos años menor en lugar de dos años mayor que Ash, y que estaba más asustado que enojado.
Esto fue lo que disipó el miedo de Ash y le dio serenidad, porque también él se defendía a veces del miedo con un ataque de mal humor, y, por tanto, reconocía una emoción que probablemente no percibían los adultos reunidos en la habitación. Albergó un sentimiento de amistosa camaradería hacia aquel chico que un día sería sultán de Gulkote. Y a la vez se puso inmediatamente en contra de los adultos poco comprensivos que hacían tantas reverencias y hablaban en voces tan falsas y halagadoras, mientras sus rostros permanecían fríos y astutos.
No parecían muy amistosos, pensó Ash, mirándolos con prevención. Eran todos gordos y untuosos y demasiado satisfechos de sí mismos, y uno de ellos, un individuo vestido lujosamente y con rostro disoluto, que llevaba un solo aro de diamantes en una oreja, se llevó ostensiblemente un pañuelo perfumado a la nariz como si temiera que este granuja de la ciudad trajera con él olor a establos y a pobreza. Ash apartó la mirada e hizo una reverencia al principito, inclinándose mucho con las manos en la frente como ordenaba el protocolo, pero ahora su mirada era amistosa y atenta, y, al observarlo, el rostro del Yuveraj perdió parte de su mal humor.
—Retírense. Todos —ordenó el Yuveraj echando imperiosamente a sus cortesanos con un gesto de su mano real—. Quiero hablar a solas con este muchacho.
El petimetre del aro de diamantes se inclinó a tomarlo de un brazo y susurrar algo en su oído, pero el Yuveraj lo apartó y dijo con voz audible y furiosa:
—Eso es una estupidez, Biju-Ram. ¿Por qué habría de hacerme daño si me salvó la vida? Además, no está armado. Vete y no seas imbécil.
El joven retrocedió e hizo una reverencia con una sumisión que contrastaba con el repentino desagrado de su expresión, y Ash se sorprendió de recibir un cometario tan insidioso que parecía totalmente desproporcionado con la ocasión. Era evidente que a este Biju-Ram no le gustaba que le contradijeran, y le echaba la culpa de ello; lo cual era muy injusto considerando que Ash no había pronunciado ni una palabra… y además nunca había deseado venir a palacio.
El Yuveraj hizo un gesto de impaciencia mientras los hombres se retiraban, dejando que los dos niños se conocieran. Pero Ash no habló, y fue el Yuveraj quien rompió el breve silencio. Dijo bruscamente:
—Le conté a mi padre cómo me salvaste la vida, y me dijo que puedo tenerte como sirviente. Se te pagará y… Yo no tengo con quién jugar aquí. Sólo mujeres y adultos. ¿Te quedarás?
Ash pensaba negarse de plano, pero ahora vaciló y respondió en forma entrecortada:
—Mi madre… no puedo abandonarla, y no creo que ella…
—Eso se arregla fácilmente. Puede vivir aquí y atender a mi hermanita, la princesa. ¿Entonces la quieres?
—Claro —respondió Ash, asombrado—. Es mi madre.
—Ajá. Tienes suerte. Yo no tengo madre. Mi madre era la Rani, ¿sabes? Pero murió al nacer yo, de manera que no la recuerdo. Tal vez si no hubiese muerto… La madre de mi hermana Anjuli también murió; dicen que fue por brujería, o que la envenenaron; pero era una feringhi, y siempre estaba enferma, de manera que quizás aquella no tuvo que usar brujerías ni veneno ni… —Se interrumpió, miró rápidamente por encima de su hombro y dijo—: Ven, vayamos al jardín. Aquí nos escuchan demasiados oídos.
Dejó la cacatúa en su aro y salió por una puerta cubierta con pesados cortinajes, pasó entre unos cuantos cortesanos zalameros, que quisieron retenerlo, y entró en un jardín con nogales y fuentes, donde un pequeño pabellón se reflejaba en un estanque lleno de lirios y carpas doradas; Ash le seguía. En el lado más alejado del jardín, sólo había un parapeto bajo de piedra entre el césped y un murallón de sesenta metros que bajaba hasta la llanura; en los otros tres lados se alzaba el palacio: piedra tallada y madera calada con cientos de ventanas sobre las copas de los árboles y la ciudad, y hacia el lejano horizonte.
Lalji se sentó en el borde del estanque y comenzó a arrojar piedrecillas a las carpas; luego preguntó:
—¿Viste quién fue el que empujó la piedra?
—¿Qué piedra? —replicó Ash, sorprendido.
—La que habría caído sobre mí si tú no hubieses contenido mi caballo.
—Ah, esa. Nadie la empujó. Se cayó sola.
—Alguien la empujó —insistió Lalji en un áspero susurro—. Dunmaya, que es… que fue mi nodriza, siempre ha dicho que si aquella tuviera un hijo varón encontraría la forma de que él fuera el heredero. Y yo… yo tengo…
Cerró los labios antes de pronunciar la palabra, porque incluso ante otro niño se negaba a admitir que tenía miedo. Pero la palabra se percibió en el temblor de sus labios y en las manos que arrojaban piedrecillas en las aguas tranquilas, y Ash frunció el ceño, recordando el movimiento que había entrevisto antes de que se deslizara la piedra, y preguntándose sólo entonces por qué habría caído en ese preciso momento y si realmente alguna mano la habría empujado.
—Biju-Ram dice que imagino cosas —confesó el Yuveraj en voz baja—. Dice que nadie se atrevería. Ni siquiera aquella. Pero cuando cayó la piedra recordé lo que dice mi nodriza, y pensé… Dunmaya dice que no debo confiar en nadie, pero tú me salvaste la vida, y si te quedas conmigo quizá puedas protegerme.
—No comprendo —respondió Ash, desconcertado—. ¿Protegerte de qué? Eres el Yuveraj, tienes sirvientes y guardias, y un día serás Rajá.
Lalji soltó una risita, sin alegría.
—Hasta hace poco eso era cierto. Pero ahora mi padre tiene otro hijo varón. El hijo de aquella… la nautch. Dunmaya dice que no descansará hasta que lo haya puesto en mi lugar porque desea el gadi (trono) para su propio hijo, y tiene a mi padre en un puño… así.
Cerró el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos, lo aflojó, y miró la piedrecilla que tenía en la mano con el rostro endurecido como el de un adulto.
—Yo soy su hijo. Su hijo mayor. Pero él haría cualquier cosa por complacerla, y …
Su voz se debilitó y se perdió en el ruido del agua de las fuentes. Y, de pronto, Ash recordó otra voz, de alguien casi olvidado, que mucho tiempo atrás, en otra vida y en otro idioma, le había dicho: «Lo peor que hay en el mundo es la injusticia. Injusticia significa no dar a cada cual lo que le corresponde». Esto era injusto y no había que permitirlo. Había que hacer algo.
—Muy bien. Me quedaré —declaró Ash, abandonando heroicamente la vida despreocupada de la ciudad y las felices perspectivas para el futuro como jefe de syces en la caballeriza de Duni Chand. Habían terminado los años fáciles.
Aquella noche envió un mensaje a Sita, quien sacó de sus escondites el dinero y los papeles, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, y partió hacia el Hawa-Mahal. A la mañana siguiente, Ash fue incorporado formalmente como miembro del personal de la casa del Yuveraj, con un sueldo de no menos de cinco rupias de plata mensuales, mientras Sita comenzaba su trabajo como niñera extra de la hijita de la Feringhi-Rani muerta, la princesa Anjuli.
Considerando la riqueza del palacio, los aposentos que se les asignaron eran humildes: tres habitaciones pequeñas, sin ventanas, una de las cuales era una cocina. Pero, comparado con la habitación única en la ciudad, representaba un lujo extraordinario, y la falta de ventanas estaba compensada por el hecho de que las tres habitaciones daban a un patio protegido por una pared de dos metros y medio, a la sombra de un pino. Sita estaba encantada, y pronto comprendió que aquel era su hogar, aunque le apenaba que Ashok no pudiera dormir allí. Pero las obligaciones de Ash, que consistían principalmente en servir al Yuveraj algunas horas al día, le exigían dormir en una antecámara contigua al dormitorio real.
Nadie habría dicho que era un trabajo duro, pero pronto Ash comenzó a sentirlo un poco irritante. Esto se debía, en parte, al mal genio y los caprichos de su joven amo, pero principalmente al petimetre Biju-Ram, quien por algún motivo le detestaba. El sobrenombre que Lalji había dado a Biju-Ram era Bichchhu (escorpión), o, más familiarmente, Bichchhuji, aunque nadie más se atrevía a llamarlo así, porque era demasiado apropiado: el petimetre era una persona venenosa que de pronto podía morder ante la menor provocación.
En el caso de Ash no parecía necesario que hubiese provocación; Biju-Ram se deleitaba en atormentarlo. Pronto se convirtió en el suplicio de la vida del niño, porque no perdía oportunidad de ponerlo en ridículo con bromas malignas, cuyo único fin era infligirle dolor y humillación, y como las bromas eran impúdicas además de crueles, Lalji sentía cierta complacencia en ellas, y los cortesanos que las presenciaban estallaban en carcajadas lisonjeras.
El mal humor de Lalji era a menudo intenso y siempre impredecible, porque hasta la llegada de la bailarina nautch él era el mimado de palacio, y el favorito de su padre y de las mujeres de la Zenana, que le adoraban, y vivía halagado por cortesanos y sirvientes. La primera madrastra de Lalji, la Feringhi-Rani, sintió pena de ese niño sin madre y lo amó como si fuera su propio hijo. Pero como ni ella ni ningún otro intentaron someterlo a la menor disciplina, no era extraño que el pequeñín adorable se hubiese convertido en un niño mimado e insoportable, sin la menor preparación para tolerar la atmósfera cambiada del palacio cuando la favorita dio a luz un varón y murió la Feringhi-Rani. Porque, de pronto, el pequeño Yuveraj tenía menos importancia; y hasta los sirvientes se volvieron notablemente menos serviles, mientras que los cortesanos que antes le halagaban y le adulaban, se ocupaban ahora de congraciarse con el nuevo poder que había detrás del trono.
Las habitaciones y las actividades diarias de Lalji se deterioraron; no todas sus imperiosas órdenes eran obedecidas, y las continuas advertencias de su niñera, que seguía siéndole fiel (la vieja Dunmaya, que también había sido niñera de su madre y acompañó a la reina principal de Gulkote cuando esta llegó al palacio para casarse con el rajá) no lograban calmar su angustia ni mejorar la situación. Dunmaya habría dado la vida por el niño, y probablemente sus temores por él estaban justificados por el hecho de expresarlos, y señalar constantemente que su padre le prestaba menos atención, sólo servían para aumentar la infelicidad de Lalji, y para llevado a veces al borde de la histeria. No podía entender lo que pasaba, y sentía más miedo que furia. Pero, como el orgullo le impedía demostrar su miedo, se refugiaba en la furia, y los que lo servían sufrían del mismo modo.
A pesar de su corta edad, Ash percibía algo de todo esto. Aunque comprender el problema le ayudaba, quizás, a perdonar la conducta de Lalji, no a tolerarla. Además, no se adaptaba bien al sometimiento que el Yuveraj esperaba de todos los miembros de la casa, ya que estaba acostumbrado a eso desde siempre; todos debían obedecerle, incluso los adultos y los ancianos. Al principio, Ash estaba muy impresionado por la importancia del heredero del trono, y también por sus propias obligaciones como paje de este príncipe que, a la manera de los niños, tomaba medio en serio y medio como un juego. Lamentablemente, la familiaridad le condujo al desprecio y luego al aburrimiento, y había momentos en que odiaba a Lalji y se habría escapado, si no hubiera sido por Sita. Pero sabía que Sita se sentía feliz allí, y que si él se escapaba, ella se iría con él, no sólo porque no podía quedarse sola, sino también porque pensaba que Lalji se vengaría de su deserción tratándola con dureza. Pero, paradójicamente, no era sólo por Sita, sino también por simpatía hacia Lalji por lo que se quedaba.
Los niños tenían poco en común y había muchos factores que impedían que se hiciesen amigos: la casta, la crianza y el medio ambiente; la herencia y el abismo social que separaba a un heredero del trono del hijo de una sirvienta. Además, estaban separados por una gran diferencia de carácter y temperamento, y, en cierto modo, por la diferencia de edades, aunque esto importaba menos, porque, aunque Lalji era dos años mayor, Ash se sentía varios años mayor que él, y por ese motivo obligado a proteger a la nave más frágil de las fuerzas del mal que el más insensible debía sentir en movimiento en el enorme palacio en ruinas.
Ash nunca había sido insensible, y aunque al principio consideró los temores de Dunmaya como chismorreos de vieja, pronto comenzó a pensar de otra manera. Los días ociosos, vacíos, parecían pasar plácidamente, pero bajo la calma superficial bullían conspiraciones y contraconspiraciones, y no era sólo el viento lo que susurraba en los interminables pasillos y reductos del Hawa Mahal.
El soborno, la intriga y la ambición invadían las habitaciones polvorientas, y hasta un niño debía notarlo. Sin embargo, Ash no tomó nada de esto en serio hasta el día en que encontró un plato con los dulces favoritos del Yuveraj en el pequeño pabellón junto al estanque, en el jardín privado del Yuveraj.
Lalji estaba persiguiendo a una mansa gacela, y fue Ash quien encontró los dulces, partió uno en trocitos y se lo arrojó a las grandes carpas del estanque, que lo devoraron de inmediato. Minutos después, las carpas flotaban panza arriba entre las hojas de los lirios, y Ash las miraba con los ojos muy abiertos, sin poder creerlo, dándose cuenta de que estaban muertas… y qué era lo que las había matado.
Lalji tenía un «probador» especial, y habitualmente no comía nada que ese hombre no hubiese probado previamente, pero de haber encontrado esos dulces tentadores en el pabellón, se los habría comido tan ávidamente como las carpas. Ash tomó el plato, corrió hasta el parapeto y arrojó el contenido al vacío. Mientras los dulces caían, un cuervo cazó uno al vuelo y se lo tragó; un momento después el ave caía al abismo convertida en un puñado de plumas sin vida.
Ash no contó a nadie el incidente, porque, aunque habría parecido natural hablar de eso con todos los que encontrara, un contacto temprano con el peligro le había enseñado a ser cauto, y estaba seguro de que era mejor callarse esto. Si se lo contaba a Lalji, sólo lograría aumentar sus temores y poner aún más frenética a Dunmaya, y si se hacían más investigaciones era seguro que no se encontraría al verdadero culpable, e igualmente seguro que algún chivo expiatorio sufriría las consecuencias. La experiencia de Ash en el palacio le decía que era difícil obtener justicia si Janoo-Bai estaba mezclada en los hechos, en especial porque en los últimos tiempos su posición se había fortalecido con el nacimiento de su segundo hijo varón.
En ningún momento se le ocurrió pensar que el chivo expiatorio podría ser él, y que los dulces del pabellón estaban destinados a él, y no, como pensaba, a Lalji.
Por tanto, Ash continuó tranquilo, porque los niños no pueden hacer otra cosa que tomar el mundo como lo encuentran, y aceptar que sus mayores tienen todo el poder, aunque no toda la sabiduría. Trató de olvidar el incidente de los dulces, y aceptando la servidumbre en el Hawa Mahal como un mal necesario, que, por el momento, no podía evitarse, se resignó a soportarlo hasta que el Yuveraj fuese mayor de edad y ya no necesitara de sus servicios. Por lo menos, ahora disponía de comida en abundancia y ropa limpia, aunque el sueldo prometido no se materializó, debido a la rapacidad de la nautch que redujo los fondos del rajá a un nivel peligrosamente bajo. Pero llevaba una existencia monótona, hasta la llegada de Tuku, una pequeña mangosta que andaba por el patio de Sita, y que Ash, como entretenimiento, había domesticado y entrenado.
Tuku era el primer ser viviente totalmente suyo, porque aunque Ash sabía que Sita se desvivía por él, no podía obtener su presencia cada vez que lo deseaba. Ella tenía sus propias obligaciones, por lo que Ash sólo podía verla en ciertos momentos del día; pero Tuku le seguía, o se paraba en su hombro, dormía hecha un ovillo sobre el pecho de Ash por las noches y respondía a su llamada, y Ash amaba a esa criatura agraciada, sin temores, comprendiendo que Tuku lo sabía y le devolvía su aprecio. Era una camaradería muy satisfactoria, y duró más de seis meses, hasta el día negro en que Lalji, cansado y de mal humor, insistió en que Ash le diera a Tuku para jugar. Trató al animal con crueldad, y como respuesta recibió un fuerte mordisco.
Los minutos que siguieron fueron una pesadilla que persiguió a Ash durante muchos meses y que nunca olvidó por completo.
Lalji, con el dedo sangrando, aulló de dolor y llamó a un sirviente para que matara a la mangosta de inmediato… de inmediato. Lo hicieron antes de que Ash pudiese intervenir. Un solo golpe con una espada rompió la columna de Tuku, que se retorció y gimió unos momentos, y luego se extinguió, dejando a Ash un puñado de piel mustia en las manos.
No era posible que Tuku estuviera muerta, pensó Ash. Sólo un minuto antes meneaba la cola y parloteaba furiosamente por las impertinencias de Lalji, y ahora…
Lalji gritó con ira:
—¡No me mires así! ¿Qué importancia tiene? No era más que un animal… un animal salvaje, de mal genio. ¿Ves cómo me ha mordido?
—Tú la estabas molestando —respondió Ash en un susurro—. Tú eres el animal salvaje, de mal genio. —Quería llorar, gritar, aullar. La furia crecía en él; dejó caer el cadáver de Tuku y se arrojó sobre Lalji.
Fue un forcejeo más que una pelea. Un forcejeo degradante en que Lalji escupió, pateó y chilló, hasta que fue rescatado por una docena de sirvientes que llegaron al lugar desde todas direcciones y separaron a los niños.
—Me voy —jadeó Ash, retenido por varios hombres horrorizados, con actitud desafiante—. No me quedaré contigo ni trabajaré un minuto más para ti. Me iré ahora mismo, y no volveré nunca.
—¡Y yo digo que no te irás! —gritó Lalji, fuera de sí por la furia—. No te irás sin mi permiso, y si lo intentas, verás que no puedes. Yo me ocuparé de eso.
Biju-Ram, quien como acto de defensa del Yuveraj había tomado una pistola de largo cañón (afortunadamente descargada) agitó el arma con negligencia en dirección a Ash y dijo lánguidamente:
—Su Alteza debería marcar a fuego al muchacho del establo como se hace con los caballos… o con los esclavos que se rebelan. Entonces, si llega a escapar, alguien le reconocerá en seguida como de su propiedad y se lo devolverá.
Es posible que no fuera una sugerencia para tomarla en serio; pero Lalji estaba demasiado furioso como para pensar con claridad y, enloquecido por la rabia, la aceptó de inmediato. Nadie protestó, porque, lamentablemente, el único miembro de la casa que podría haberlo hecho estaba en cama con fiebre. El hecho fue consumado en aquel lugar, por el propio Biju-Ram. Había un brasero con carbones encendidos en la habitación, porque era pleno invierno y en el palacio hacía mucho frío; Biju-Ram soltó una carcajada e introdujo el cañón de la pistola en las brasas. Ash sólo tenía ocho años, pero se necesitaron cuatro hombres para sujetarlo, porque era fuerte y ágil y, cuando se dio cuenta de lo que sucedería, luchó como un gato salvaje, mordiendo y arañando hasta que ninguno de los cuatro quedó sin marcas, aunque era una lucha inútil, cuyo final no podía modificarse.
Biju-Ram tenía intenciones de marcarlo en la frente, lo cual probablemente lo hubiese matado. Pero Lalji, a pesar de toda su furia, pensó que tal vez su padre no aprobaría el acto y que sería preferible marcar a Ash en algún lugar donde fuera menos probable que su padre lo viera. Por tanto, Biju-Ram debió contentarse con apretar el hierro al rojo sobre el pecho desnudo de su víctima. Se escuchó un extraño chirrido y olor a carne quemada, y aunque Ash había resuelto que moriría antes que dar al Bichchhu la satisfacción de oído gritar, fue incapaz de contenerse. Su grito de dolor provocó otra carcajada burlona del petimetre, pero el efecto en Lalji fue inesperado. Se despertó en él un sentimiento de compasión que anidaba en su corazón y se arrojó sobre Biju-Ram, empujándolo hacia atrás y gritando que todo era culpa suya y que Ashok no era responsable. En ese momento, Ash se desmayó.
—Se muere —gritó Lalji, invadido por el remordimiento—. Tú lo mataste, Bichchhu. Hagan algo, ustedes. Llamen a un hakim (médico). Llamen a Dunmaya. Ay, Ashok, no te mueras. Por favor, no te mueras.
Ash de ninguna manera se estaba muriendo, sino que se recuperó muy pronto. La grave quemadura curó completamente, gracias a los cuidados de Sita y Dunmaya y a la buena salud del niño, aunque le dejó una cicatriz indeleble; no como un círculo, sino una especie de luna en cuarto creciente, porque Ash se echó a un lado al sentir el calor, de manera que el cañón de la pistola no fue aplicado de manera uniforme y Lalji apartó a Biju-Ram antes de que pudiese corregir su error.
—Te habría marcado con un sol —dijo Biju-Ram—, pero creo que te hubiese hecho demasiado honor. Está bien que al encogerte hayas convertido el sol en una luna. —Pero tuvo el cuidado de no decirlo delante de Lalji, que no deseaba recordar la historia.
Lo curioso fue que los dos niños se hicieron buenos amigos después de este episodio, porque Ash conocía muy bien la gravedad de su ofensa, y sabía que, en épocas anteriores, lo habrían estrangulado, o habrían hecho que los elefantes del rajá lo pisotearan hasta matarlo. Lo menos que había esperado ahora era perder un ojo, o un brazo o una pierna, porque no era un crimen pequeño poner las manos sobre el heredero del trono, y hubo adultos que pagaron con la vida menores ofensas que esa; de manera que se sintió aliviado de que su castigo no fuese peor, y asombrado de que el Yuveraj hubiese intervenido para detenerlo. El hecho de que no sólo hizo eso, sino que admitió públicamente que se había equivocado, causó una impresión profunda en Ash, porque se daba cuenta de lo que debía de haberle costado al Yuveraj admitirlo.
Echaba de menos intolerablemente a Tuku, pero no intentó domesticar otra mangosta. Tampoco tuvo otros animalitos, porque sabía que nunca podría volver a confiar en Lalji, y que tomarle cariño a otra criatura significaría dar un arma al Yuveraj, que este podría usar la próxima vez que se pusiera de mal humor o deseara castigarlo. Pero, a pesar de todo esto (y realmente no por deseo suyo), adquiriría un sustituto inesperado de Tuku. Esta vez no sería un animal, sino un ser humano muy pequeño: Anjuli-Bai, la tímida y abandonada hijita de la desgraciada Feringhi-Rani.
Una de las buenas cualidades de Lalji (tenía muchas, y en circunstancias apropiadas bien podrían haber superado a las malas) era su invariable afecto por su hermanita. La niña iba con frecuencia a los aposentos de su hermano, porque como aún era muy pequeña para estar confinada en el sector de las Zenanas, iba y venía por donde quería. Era una criatura delgada y menuda, que parecía desnutrida, y vestida con tal descuido que hasta avergonzaría a una familia de campesinos. Este estado de cosas se debía, sin duda alguna, a la hostilidad de la nautch, quien no veía razón para derrochar dinero o atenciones en la hija de su rival muerta.
Janoo-Bai no podía estar segura de que la niña no desarrollara algo de la belleza y del encanto que una vez cautivaran al rajá, y no tenía intención de permitirle que sintiera cariño u orgullo por su hija si ella podía evitado; para eso la recluyó en un ala alejada del palacio y la dejó al cuidado de unos cuantos sirvientes descuidados que no recibían sueldo, y que guardaban para sí los escasos fondos destinados a la niña.
El rajá rara vez preguntaba por su hija, y con el tiempo casi llegó a olvidarse de que tenía una hija. Janoo-Bai le había asegurado que la niña estaba bien cuidada, y agregó algunos comentarios sobre su fealdad, lo cual haría difícil concertarle un buen matrimonio.
—Tan pequeña, con una expresión tan agria —suspiraba Janoo con fingida simpatía, y le dio el sobrenombre de Kairi (un mango pequeño y no maduro aún), y reía encantada al ver que el nombre era adoptado en el palacio.
Kairi-Bai prefería los aposentos de su hermano a los suyos; tenían más luz y estaban mejor amueblados, y, además, a veces él le daba golosinas y la dejaba jugar con sus monos o con la cacatúa y la gacela mansa. Aparte de esto, los sirvientes de Lalji eran menos impacientes con ella que las mujeres que habitualmente la cuidaban, y se había encariñado mucho con el más joven de ellos, Ashok, que un día la encontró llorando en silencio en un rincón del jardín de su hermano: un mono la había mordido porque ella le tiró de la cola. Ash la llevó a Sita para que la calmara y la mimara; Sita le lavó y vendó la herida, dio a la niña un trozo de caña de azúcar, y le contó la historia de Rama, cuya bella esposa fue raptada por el Rey Demonio de Lanka y rescatada con ayuda de Hanuman, el Dios Mono.
—De manera que ya ves, nunca debes tirarle de la cola a un mono, porque no sólo hiere sus sentimientos, sino que Hanuman podría enfadarse. Y ahora recogeremos unas flores para hacer una guirnalda… mira, te enseñaré cómo se hace… y la llevarás a su santuario para que vea que estás arrepentida. Mi hijo Ashok te acompañará.
La historia y la confección de la guirnalda distrajeron eficazmente a la niña del dolor de la herida, y se fue muy contenta con Ash, tomada de su mano, a presentar sus excusas a Hanuman, en el santuario cerca de las filas de elefantes, donde una figura de yeso del Dios Mono danzaba en las penumbras. Después de esto, la niña iba a menudo a las habitaciones de Sita, aunque no era con Sita, sino con Ash con quien estaba muy encariñada; trotaba tras él como un perrito vagabundo que ha elegido a su amo y a quien nada persuadirá a apartarse de él. En realidad, Ash no trató de alejarla porque Sita le dijo que debía ser especialmente amable con la abandonada niñita, no porque fuera una princesa, ni porque fuera huérfana y desamparada, sino porque había nacido en un día que era doblemente favorable para Ash: el aniversario del propio nacimiento de Ash y el día de su llegada a Gulkote.
Era esto, más que nada, lo que le hacía sentirse responsable de Kairi; así que se resignó a ser el objeto de su devoción, y era la única persona que no le aplicaba el apodo. La llamaba «Juli» (que era la versión que daba la niña de su propio nombre, porque aún hablaba con media lengua), o, en raras ocasiones, «Larla», que significaba «querida», pero en general la trataba con el afecto tolerante que habría dispensado a un gato inoportuno, protegiéndola lo mejor que podía de las burlas o la insolencia de los sirvientes del palacio.
Los criados del Yuveraj se vengaron riéndose de él por hacer de niñera, y le llamaban «Ayah-ji», hasta que inesperadamente Lalji le prestó su ayuda, recordándoles con enojo que Anjuli-Bai era su hermana. Después de esto aceptaron la situación, y se acostumbraron tanto a ella que probablemente ya ni siquiera notaban su presencia; de todas maneras, la pequeña no tenía importancia y con seguridad no viviría mucho tiempo, ya que era tan pequeña y débil, incapaz de sobrevivir a las enfermedades comunes de la infancia, y en cuanto a Ashok, no tenia importancia para nadie; ni siquiera, parecía, para el Yuveraj.
Pero en esto último se equivocaban. Lalji aún confiaba en Ashok (aunque él mismo no habría podido explicar muy bien por qué) y no tenía intención de dejarlo marchar. El destino de Tuku y la violencia del episodio nunca volvieron a mencionarse, pero Ash pronto descubrió que la amenaza de Lalji de no permitirle marcharse del palacio no era en broma. Sólo había una puerta de acceso al palacio, la Badshai Darwaza, y después de ese día ya no se le permitió atravesarla solo, sino, en ciertas oportunidades, en compañía de sirvientes seleccionados u oficiales, que lo vigilaban para que no se alejara o diera muestras de que no pensaba volver con ellos.
—Tenemos una orden —decían blandamente los centinelas, y le obligaban a volver.
Lo mismo sucedió al día siguiente y todos los días, y cuando Ash interrogo a Lalji, el niño respondió:
—¿Porqué querrías irte? ¿No estás cómodo aquí? Si te falta algo, no tienes más que decírselo a Ram Dass, que te lo mandará buscar. No es necesario que vayas a los mercados.
—Sólo deseo ver a mis amigos —protestó Ash.
—¿No soy yo tu amigo? —pregunto e Yuveraj.
Para eso no había respuesta, y Ash nunca supo quién había dado la orden de que no le permitieran salir: Si el raja, o Lalji mismo (Lalji dijo que no, pero no había porqué creerle), ¿o, quizá, Janoo-Bai, por sus propias razones? Pero el hecho es que la orden nunca fue anulada, y Ash siempre la tenía presente. Era un prisionero en la fortaleza aunque dentro de sus muros podía ir más o menos donde quisiera y como el Hawa Mahal ocupaba una enorme superficie, no podía considerarse encerrado. Tampoco le faltaban amigos, porque ya contaba con dos buenos amigos en el palacio, y encontró por lo menos un aliado entre los miembros de la servidumbre de Lalji.
Sin embargo, sentía agudamente la pérdida de su libertad, porque desde las torres medio derruidas y los pabellones de madera que las coronaban, veía el mundo exterior ante él como un mapa en colores, que apuntaba hacia la libertad y los horizontes lejanos. Al Sudoeste estaba la ciudad, y más allá la gran extensión de la llanura, cuyo extremo más lejano descendía suavemente hacia el río y las ricas tierras del Punjab, de manera que a veces, en días claros, llegaba a ver sus llanuras. Pero rara vez miraba hacia ese lado, porque al Norte estaban las colinas, y más allá, abarcando el horizonte de Este a Oeste, las verdaderas montañas y la vasta cadena recortada del Dur Khaima, bella y misteriosa, cubierta de bosques de rododendros y deodar y coronada de nieve.
Ash no sabía que había nacido cerca de esas nieves, ni que había pasado sus primeros años entre las estribaciones del Himalaya, y que se dormía contemplando cómo se ponían de color rosado al atardecer o plateado bajo la luna, y viéndolas color damasco al despertarse y color ámbar o blanco deslumbrante a media mañana. Eran parte de su subconsciente porque alguna vez, mucho tiempo atrás, las conocía de memoria como otros niños conocen el friso pintado en la pared de su cuarto. Pero, al mirarlas ahora, sentía que más allá de esas montañas estaba el valle del que Sita hablaba a la hora de acostarse: el valle de los dos. Ese lugar seguro, escondido al que llegarían después de una larga travesía por caminos de montaña y pasos donde aúlla el viento entre rocas negras y glaciares verdes, deslumbrados a veces por el blanco resplandor de la nieve.
Sita hablaba poco del valle últimamente; estaba demasiado atareada, y por la noche Ash dormía en las habitaciones del Yuveraj. Pero la vieja historia de su infancia seguía viva en su imaginación, y había olvidado (o quizá nunca lo supo) que no se trataba de un lugar real. Para él, era real ahora, y por la mañana y por la noche y siempre que podía desligarse de sus obligaciones (o, con más frecuencia, durante las largas horas del mediodía en que todo el palacio se adormecía bajo un sol ardiente), trepaba a un pequeño balcón cubierto que sobresalía de la pared del Mor Minar, (la «Torre del Pavo Real»), y, tendido en la piedra caliente, contemplaba las montañas y pensaba en el valle. Y hacía planes.
La existencia de ese balcón era un secreto que solo compartía con Kairi, y su descubrimiento fue un accidente feliz porque no se veía desde el interior de la fortaleza: lo ocultaban las curvas del Mor Minar. El Mor Minar era parte del fuerte original; servía como torre de guardia y mirador y daba a las montañas. Pero el techo y la escalera se habían derrumbado hacía tiempo, y la entrada estaba bloqueada por escombros. El balcón pertenecía a una época posterior y probablemente había sido construido para complacer a alguna Rani muerta mucho tiempo atrás, porque era algo superfluo, un pequeño pabellón elegante de mármol y piedra roja, calado y tallado como un encaje y coronado por una cúpula hindú redondeada.
Aún había fragmentos de madera adheridos a las oxidadas bisagras, pero las persianas, aparentemente frágiles, seguían en pie, excepto donde alguna vez hubo una ventana recortada en el mármol, desde el que la Rani y sus damas podían contemplar las montañas. Aquí, enfrente del balcón, entre las elegantes arcadas, ahora sólo había un espacio abierto y fragmentos de madera rotos, desde los cuales bajaba una pared de doce metros que terminaba entre arbustos y rocas, que a su vez continuaban hacia abajo cuatro veces esa distancia hasta llegar a la meseta. Había senderos de cabras en el monte, pero pocos seres humanos se atreverían a trepar tan alto, y aunque lo hubiesen hecho, tal vez no habrían advertido el pabellón, porque su perfil se perdía contra la masa deteriorada del Mor Minar.
Ash y Kairi, persiguiendo a un mono tití travieso, avanzaron sobre los escombros que cubrían la torre derruida, y, al mirar por la chimenea rota, vieron que el fugitivo había escalado ya la mitad. Alguna vez debió de haber habitaciones en la torre, pero, aunque no quedaba nada del piso, todavía se veían huellas de una escalera que llegaba a él: pedazos de piedra rota, algunos lo bastante grandes como para servir de apoyo a un mono. Pero donde puede ir un mono puede llegar también un chico ágil, y Ash tenía mucha práctica con los tejados de la ciudad, y nunca sufría vértigo. Kairi también trepaba como una ardilla, y la escalera rota resultó fácil cuando retiraron los montones de ramitas y cáscaras de huevo depositadas allí por generaciones de lechuzas y grajos. Treparon por la escalera, y, siguiendo al mono por el hueco de una puerta, se encontraron en un balcón tallado, cubierto, que colgaba sobre el vacío, tan seguro e inaccesible como el nido de una golondrina.
Ash estaba encantado con el descubrimiento. Aquí tenía, por fin, un lugar oculto donde retirarse en momentos difíciles, desde el cual podía mirar el mundo y soñar con el futuro… y estar solo. La atmósfera claustrofóbica del palacio, con sus intrigas, sus maquinaciones y su lucha por el poder, se esfumaba en el aire limpio que acariciaba la tracería de mármol y mantenía al pequeño pabellón barrido e impecable; y lo mejor de todo es que nadie le disputaba su posesión de aquel lugar, porque, aparte de los monos y las lechuzas, los cuervos de la montaña y los pequeños bul-buls de cresta amarilla, nadie lo había pisado en los últimos cincuenta años y ahora, seguramente, nadie recordaba su existencia.
Si le hubiesen dado a elegir, Ash habría cambiado el balcón por un permiso para visitar la ciudad siempre que quisiera, y si se lo hubieran dado no lo habría usado para escaparse… por Sita, aunque sólo fuera por ella. Pero, ya que estaba privado de la libertad, era estupendo tener un lugar donde estaba a salvo de peleas y habladurías, de rabietas y de conversaciones. Las humildes habitaciones que compartía con Sita no gozaban de estos privilegios, pues en cualquier momento llegaba un sirviente enviado a buscarlo, de manera que era preferible contar con un lugar más seguro para aislarse, de donde no podrían arrancarlo para que realizara cualquier pequeña tarea o respondiera a una pregunta ociosa que ya nadie recordaba cuando llegaba ante la Corte. El descubrimiento del balcón de la reina hizo más tolerable su vida en el Hawa Mahal. Y la adquisición de dos amigos como Koda Dad Khan, el Mir Akhor (jefe de caballerizas), y su hijo menor, Zarin, casi le reconciliaron con la idea de quedarse allí para siempre…
Koda Dad era un pathan que había abandonado su tierra natal en las montañas de la frontera para recorrer los límites del norte del Punjab en busca de fortuna. Llegó por casualidad a Gulkote, donde su habilidad en la caza con halcón atrajo la atención del joven rajá, quien había accedido recientemente al trono a raíz de la muerte de su padre ocurrida dos meses atrás. Esto sucedió treinta años antes, y excepto algunas visitas ocasionales a su tierra, Koda Dad nunca volvió a vivir allí. Permaneció en Gulkote al servicio del rajá, y ahora, como Mir Akhor, era un hombre que gozaba de considerable reputación en el Estado. Era un gran experto en caballos, se decía que sabía hablar en su idioma y que hasta el más indócil e intratable se volvía manso cuando él le hablaba. Sabía disparar tan bien como cabalgar, y como su conocimiento de los halcones y de la caza con halcón igualaba a sus conocimientos sobre los caballos, el rajá mismo, que también era una autoridad en ambos campos, le pedía consejo e invariablemente lo seguía. Después de su primera visita a su pueblo, volvió con una esposa, quien a su tiempo le dio tres hijos varones; ahora Koda Khan era el orgulloso abuelo de varios nietos varones, y a veces hablaba con Ash de estos descendientes suyos.
—Son como yo cuando era joven; al menos, eso dice mi madre, que los ve a menudo. Nuestro hogar está en el país de Yusafzai, que no queda lejos de Hoti Mardan[3] donde mi hijo Awal Shah sirve en su Regimiento y también mi hijo Afzal.
Los hijos mayores de Koda Khan servían a los británicos en el mismo Cuerpo de Guías al que pertenecía el tío William de Ash. Ahora sólo el menor, Zarin Khan, vivía con sus padres, pero también manifestaba deseos de seguir la carrera militar.
Zarin era casi seis años mayor que Ash, un adulto según las pautas asiáticas. Pero, aparte de la diferencia de estatura, ambos eran muy parecidos en constitución física y color, porque Zarin, como muchos pathanes, tenía ojos grises y piel más bien blanca. Podría tomárselos por hermanos, y realmente Koda Dad los trataba como si lo fueran; llamaba a los dos «hijo mío», y les daba un tortazo con imparcialidad cuando creía que lo merecían: una atención que Ash consideraba un honor, porque Koda Dad Khan era una reencarnación del amigo y del héroe de su primera infancia, la figura nebulosa, pero jamás olvidada, del tío Akbar, sabio, bondadoso y omnisciente.
Fue Koda Dad quien enseñó a Ash a entrenar a un halcón y a domar un potrillo salvaje, a sacar de la tierra una estaquilla de tienda de campaña con una lanza, al galope, a disparar a un objetivo en movimiento y acertar nueve veces de cada diez, y a uno fijo y no errar jamás, También fue Koda Dad quien le aleccionó sobre la conveniencia de mantener la calma y los peligros de la impulsividad, y le reprendió por actuar o hablar antes de pensar; un ejemplo era su ataque al Yuveraj y su amenaza de marcharse del palacio.
—Si te hubieras callado la boca, podrías haberte marchado cuando quisieras, en lugar de estar acorralado de esta manera —le reprendió severamente Koda Dad.
Zarin también era bondadoso con Ash y lo trataba como a un hermano menor, le amonestaba y le estimulaba, y lo mejor de todo es que, a veces, le permitían a Ash que les acompañara fuera del Hawa Mahal, lo cual era casi tan bueno como ir solo, porque, aunque se les ordenaba que vigilaran a Ash para que no se escapara, sus actitudes, a diferencia de las de los sirvientes del Yuveraj, nunca se parecían a las de un carcelero, y con ellos disfrutaba de la ilusión de la libertad.
Ash había olvidado el pushtu aprendido en el campamento de su padre, pero ahora aprendió a hablarlo nuevamente porque era la lengua nativa de Koda Dad y Zarin, y, como todos los niños, Ash quería imitar en todo a sus héroes. Cuando estaba en su compañía, sólo hablaba en pushtu, y esto divertía a Koda Dad, aunque molestaba a Sita, que tenía celos del viejo pathan como en otra época de Akbar Khan.
—No rinde culto a los dioses —reprobó severamente Sita—. Además, todos saben que los pathanes viven de la violencia. Son ladrones, asesinos y matan vacas, y me preocupa, Ashok, que pases tanto tiempo en compañía de esos bárbaros. No te enseñarán nada bueno.
—¿Es malo cabalgar, aprender a tirar y a entrenar un halcón, madre? —preguntó Ash, quien pensaba que estas habilidades compensaban pequeñeces tales como el asesinato y el robo, y que nunca había entendido por qué las vacas debían considerarse sagradas, a pesar de todas las enseñanzas de Sita y las admoniciones de los sacerdotes. Si se consideraban sagrados los caballos, o los elefantes, o los tigres, podría haberlo comprendido. Pero las vacas… Era difícil para un niño recordar a todos los dioses, habiendo tantos: Brahma, Visnú, Indra y Siva, que eran los mismos y sin embargo no lo eran: Mitra, dios del día, y Kali, de las calaveras y la sangre, que era también Parvati, la bondadosa y la bella; Krishna, el bienamado, Hanuman, el simio, y el obeso Ganesh, con su cabeza de elefante, quien, extrañamente, era hijo de Siva y de Parvati. Estos y un centenar de otros dioses y deidades debían ser adorados con ofrendas por los sacerdotes. Pero Koda Dad decía que había un solo dios, cuyo profeta era Mahoma. Sin duda, eso era más simple, excepto que no se sabía a quién adoraba realmente Koda Dad, si a Dios o a Mahoma, porque Dios, según Koda Dad, vivía en el cielo, pero sus fieles no debían pronunciar sus plegarias si no se colocaban en dirección de la Meca, la ciudad donde había nacido Mahoma. Y aunque Koda Dad hablaba con desprecio de los ídolos y los idólatras, habló a Ash de una piedra sagrada en la Meca que era considerada santa por todos los musulmanes y a la que se rendía una veneración no comparable con nada que ofrecieran los hindúes a los emblemas de piedra de Visnú. Ash veía poca diferencia entre los dos: si aquellos eran ídolos, también lo era la piedra.
Reflexionando sobre el asunto, y como no deseaba ponerse contra Sita ni contra Koda Dad, decidió que sería mejor elegir su propio ídolo. Lo autorizaba a ello una plegaria (o al menos así lo creía) que había oído recitar al sacerdote de un templo de la ciudad ante los dioses:
Ah, Señor, perdona tres pecados que nacen de mis limitaciones humanas.
Tú estás en Todas Partes, pero yo te adoro aquí.
Tú no tienes forma, pero yo te adoro en estas formas.
Tú no necesitas elogios, y, sin embargo, yo te ofrezco estas plegarias y salutaciones.
Señor, perdona tres pecados que nacen de mis limitaciones humanas.
Esto le pareció bastante sensato a Ash, y después de algunas deliberaciones eligió un grupo de cumbres nevadas ante el balcón de la reina: una corona de pináculos que se elevaban sobre las cadenas distantes como las torres y cúpulas de una ciudad fabulosa, que se conocen en Gulkote con el nombre de Dur Khaima… Los Pabellones Lejanos. La montaña le pareció un objeto de devoción más satisfactorio que el feo lingam embadurnado de rojo al que Sita hacía ofrendas, y, además, podía mirar en dirección al objeto de su devoción mientras recitaba sus plegarias, así como Koda Dad miraba hacia la Meca. Además, razonaba Ash, alguien debía haberlo hecho. ¿Quizás el mismo que reconocían Sita y sus sacerdotes y también Koda Dad y sus maulvies? Como manifestación de los poderes de ese ser era digno de veneración. Y era suyo. El delegado, protector y benefactor de Ash, personalmente elegido por Ash, hijo de Sita y servidor de su Alteza el Yuveraj de Gulkote.
—Ah, señor —murmuraba Ash, dirigiéndose al Dur Khaima—, Tú estás en todas partes, pero yo te adoro aquí…
Una vez adoptado, el hermoso macizo de muchos picos adquirió una personalidad propia, hasta que Ash terminó por sentir que era un ser vivo, una diosa con cien rostros, que a diferencia de las imágenes de piedra de Visnú y la roca cubierta de la Meca, adquirían distintos aspectos con cada cambio y circunstancias climatológicas y de estación, y con cada hora del día. Una llama brillante a la luz del amanecer y un resplandor de plata al mediodía. Dorado y rosado en el crepúsculo, lila y lavanda con las primeras sombras de la noche. Violeta contra las nubes de la tormenta u oscuro contra las estrellas. Y en los meses del monzón se retiraba bajo un velo tras otro de neblina y la cortina acerada de la lluvia.
Ahora, cada vez que visitaba el balcón de la reina, Ash llevaba un puñado de cereal o unas flores para colocar en el alféizar roto como ofrenda al Dur Khaima. Los pájaros y las ardillas apreciaban el cereal y con el tiempo se tornaron sorprendentemente amistosos; saltaban y revoloteaban alrededor del chico acostado en el suelo como si él fuera parte de la construcción de piedra, y pedían comida con la insistencia de los mendigos profesionales.
—¿Dónde has estado, piara? —regañaba Sita—. Te buscaban, y les dije que seguramente estarías con ese pillo del pathan y sus halcones, o en sus establos con el inútil de su hijo. Ahora que perteneces a la casa del príncipe, no está bien que andes con esas personas.
—Parece que los sirvientes del Yuveraj creen que soy tu tutor —gruñía Koda Dad Khan—. Vienen a preguntar: «¿Dónde está? ¿Qué está haciendo? ¿Por qué no está aquí?»
—¿Dónde has estado? —preguntaba Lalji con petulancia—. Biju y Mohan te han buscado por todas partes. No toleraré que desaparezcas de esta manera. Eres mi servidor. Yo quería jugar al chaupur.
Ash se disculpaba y decía que había estado paseando por uno de los jardines, o en los establos o entre las filas de elefantes, jugaba al chaupur y el asunto quedaba olvidado… hasta la vez siguiente. El Hawa Mahal era tan grande que era fácil perderse en él, y Lalji sabía que Ash no podía salir de allí sin ser visto y que finalmente lo encontrarían. Pero, de todas maneras, le gustaba sentir que Ash estaba cerca, porque el instinto le decía que era una persona que no podía comprarse con sobornos ni inducirse a la traición; aunque, como no hubo más accidentes, comenzó a pensar que quizá los temores de Dunmaya por su seguridad eran obra de su imaginación y que nadie, ni siquiera la Nautch, se atreverían a causarle daño. Si era así, ya no había motivo para retener a Ashok como sirviente, en particular porque el chico no era una compañía tan divertida como la de Pran o Mohan o Biju-Ram, quien, aunque probablemente no era digno de confianza y le llevaba diez años (Biju-Ram acababa de cumplir los veinte), siempre estaban prestos para entretenerlo con historias escandalosas del sector de las mujeres, o iniciarlo en vicios placenteros. En realidad, si no hubiera sido por una fuerte sensación de que en realidad Ashok era un milagroso talismán contra el peligro, habría intentado despedirlo, porque había un cierto desprecio en la mirada inflexible del niño, y su negativa a divertirse con el ingenio procaz de Biju o las divertidas crueldades de Punwa implicaba una crítica que humillaba la autoestima de Lalji. Además, comenzaba a estar celoso de él.
La cosa comenzó con Anjuli, aunque se trató de una irritación menor, porque Anjuli era sólo una chiquita tonta y ni siquiera linda. Si hubiera sido una niña hermosa o atractiva, la habría sentido como rival en el afecto de su padre y la hubiese odiado, como odiaba a la nautch y al hijo mayor de la nautch, su medio hermano Nandu; pero el hecho es que recordaba la bondad de la Feringhi-Rani con él, y se la devolvía tratando bien a su hija y confirmando tácitamente a Ashok en su papel de mentor no oficial, guía de viajes y protector de aquel pequeño mango sin madurar: Kairi-Bai. Pero le disgustó que uno de sus palafreneros tomara simpatía al muchacho, y más aún cuando Koda Dad Khan, que era una especie de leyenda para los jóvenes del palacio, también le prestó atención. Porque el rajá escuchaba a Koda Dad, y este le habló bien de Ashok.
El gobernante de Gulkote era un hombre corpulento y apático con excesiva inclinación por el vino, las mujeres y el opio, que lo habían degradado hasta el extremo de convertir en un viejo a una persona de poco más de cincuenta años. Quería a su hijo mayor, y le habría causado una violenta conmoción la sola idea de que alguien pudiera querer hacer daño a su heredero; hubiese condenado a muerte a la propia nautch si se hubiera enterado de que esta intentaba acabar con la vida del Yuveraj. Pero, al avanzar en edad y en peso, se apartaba cada vez más de todo lo que pudiera significar un problema, y descubrió que cada vez que prestaba atención especial a Lalji invariablemente surgían problemas con Janoo-Bai. De ahí que, en aras de la paz, viera muy poco a su hijo Lalji, que amaba a su padre con un cariño ardiente y celoso, estaba profundamente resentido por el abandono, así como se resentía por cualquier palabra que su padre dijera a otro durante sus brevísimas visitas.
El rajá sólo había hablado con Ash porque Koda Dad le comentó que valdría la pena entrenar al muchacho y, además, porque recordaba vagamente que alguna vez le había salvado la vida a su hijo, lo cual le hacía merecedor de cierta atención. Por esas razones fue amable con Ash, y a veces pedía que le acompañara cuando salía a probar un nuevo halcón con las aves de caza que abundaban en las tierras llanas de la meseta. En esas ocasiones, Lalji se enfadaba y fruncía el ceño y luego se tomaba una pequeña venganza cruel, por ejemplo hacer que Ash le atendiera durante horas sin permitirle comer ni beber ni sentarse hasta que el chico quedaba mareado de fatiga, o, más cruelmente aún, lo enfurecía torturando a algún animalito y luego hacía que azotaran a Ash si este reaccionaba con un estallido de furia.
Los cortesanos de Lalji, siguiendo la línea marcada por su amo, se esmeraban por hacer la vida imposible al despierto muchacho de las caballerizas, cuyo repentino ascenso siempre les había molestado. La única excepción era Hira Lal, cuyas funciones estaban vagamente definidas en la frase «palafrenero del Yuveraj».
Hira Lal era el único de todos ellos que demostraba cierta amabilidad hacia Ash, y sólo él se abstenía de aplaudir la estupidez sádica de Biju-Ram o de reírse de sus chistes malignos. En cambio, bostezaba, o jugueteaba con la perla negra que colgaba de su oreja derecha, acariciándola con aire abstraído que transmitía cierta mezcla de aburrimiento, resignación y disgusto. El gesto mismo no era más que un hábito suyo, pero en esas ocasiones nunca dejaba de enfurecer a Biju-Ram, quien sospechaba (correctamente), que Hira Lal usaba la gran perla como parodia deliberada del aro único que él lucía, y que por su rareza (la joya tenía la forma exacta de una pera y la iridiscencia sutil y humosa de la pluma de una paloma) sólo servía para que, por contraste, su propio diamante pareciera ostentoso y chillón, del mismo modo que los sobrios achkanes grises del palafrenero hacían que sus chaquetas de colores más vivos resultaran vulgares y no demasiado bien cortadas.
Hira Lal daba la impresión de no trabajar nunca y siempre parecía estar apunto de quedarse dormido, pero sus ojos de párpados pesados no eran tan distraídos como parecían: era muy poco lo que se les escapaba. Era un hombre bondadoso Y tranquilo, con una reputación de ocioso que se había convertido en un chiste en el palacio y que le daba cierto aire de bufón de la Corte, cuyas palabras nunca deben tomarse en serio.
—No dejes que te molesten, muchacho —decía a Ash para darle ánimos—. Están aburridos, pobres cabezas huecas, y a falta de otras diversiones deben buscar alguna criatura que atormentar. Observar el sufrimiento de otro les hace sentirse más importantes, aunque el otro sea un niño o una gacela domesticada. Si no les demuestras que te afecta, pronto se cansarán del juego. ¿No es verdad, Bicchhu-ji?
El emplear el sobrenombre era un insulto más, y Biju-Ram lo miraba con ira en sus ojos entrecerrados, mientras los demás ponían mala cara y murmuraban. Pero Lalji fingía no haber oído, porque sabía que no podía castigar ni despedir a Hira Lal, que había sido puesto a su servicio por el rajá mismo (instigado, sospechaba a veces Lalji, por su odiada madrastra, la nautch), de manera que, en esas oportunidades, era preferible hacerse el sordo. Y no podía negarse que, fuera espía o no, el palafrenero podía ser ingenioso y entretenido, contar chistes e inventar juegos tontos que hacían reír, hasta en el día más aburrido, y que la vida sería mucho menos divertida sin él.
Ash también estaba agradecido a Hira Lal, y aprovechó su consejo, que resultó bueno. Aprendió a ocultar sus emociones y aceptar sus castigos con estoicismo. Pero, aunque en el momento lograra dar una impresión convincente de indiferencia, sus emociones seguían allí, invariables, y mucho más intensas, porque, como no tenían salida, debían permanecer ocultas y hacerse mucho más profundas. Sin embargo, fue Hira Lal quien le hizo ver que Lalji era mucho más digno de lástima que de odio, y que su posición infinitamente superior era la de aquel furioso y desorientado principito.
—Cuando te oprime, sólo es para vengarse de la falta de cariño que necesita y que nadie le da. Si nunca hubiese tenido cariño importaría menos, porque muchos viven toda una vida sin él y no saben lo que se han perdido. Pero como él lo tuvo, sabe lo que es perderlo. Y es eso lo que le hace desdichado. Cuando te ha molestado y atormentado y te ha hecho castigar injustamente, tú puedes correr a tu madre que te consolará y llorará sobre tus heridas. Pero él no puede ir en busca de nadie, excepto a esa vieja Dunmaya, que sólo sabe cacarear y asustarlo hasta de su propia sombra. Ten paciencia con él, Ashok, porque tú eres más afortunado que él.
Ash luchaba por tener paciencia, pero era un trabajo duro. Pero, sin duda, le ayudaba a entender con más claridad las dificultades del heredero, y por esto le estaba agradecido a Hira Lal.
Lalji se casó al año siguiente y las hostilidades se olvidaron en medio del bullicio y los preparativos para la fiesta. El vasto palacio amodorrado cobró vida y zumbaba como una colmena cuando los pintores y decoradores lo invadieron todo con sus baldes de cal y de pintura, y las paredes, cielorrasos y arcadas llenos del polvo del abandono recibieron capas de colores y adornos dorados. La nautch, celosa, como era de esperar por tanta atención brindada a su hijastro mostraba mala cara y hacía escenas alternativamente. Los parientes de la novia formaron un escándalo tremendo la víspera misma de la boda pidiendo doble del precio acordado en un principio por la muchacha, lo cual enfureció de tal manera al padre del novio que estuvo a punto de cancelar el enlace matrimonial. Pero como eso hubiera sido una terrible vergüenza para todos los implicados, después de horas de discusión, adulaciones y regateos, se llegó a un acuerdo, y continuaron los preparativos.
La novia era la hija de ocho años de un pequeño rajá de las montañas, y después de la boda volvería con sus padres hasta que tuviera edad para que se consumara el matrimonio pero esto no establecía diferencia en las largas y elaboradas ceremonias. Era un asunto interminable y tedioso y costó al rajá enormes sumas de dinero que podría haber utilizado para aliviar la miseria de sus súbditos o construir caminos en Gulkote, pero esa idea jamás le pasó por la cabeza al rajá ni a sus súbditos, y en todo caso la habrían rechazado unánimemente en favor de la diversión y la alegría ofrecidos por una boda realmente fastuosa.
Todo Gulkote disfrutó del espectáculo y de los regalos de comida y dinero para los pobres. Fuegos artificiales, bandas de música, procesiones con antorchas al templo de la ciudad, pruebas de equitación y desfiles de elefantes ataviados con brillantes brocados que transportaban howdahs llenas de invitados enjoyados, fascinaban a los ciudadanos y drenaban el tesoro. Al rajá nada de esto le importaba lo más mínimo, aunque sí a la nautch, quien se quejaba de que todo aquello representaba un gran despilfarro de dinero, y que sólo pudo ser aplacada con un regalo de rubíes y diamantes de los fondos del Estado.