Corría el mes de octubre y las hojas se ponían doradas cuando llegaron a Gulkote, un pequeño principado cerca de la frontera del norte de Punjab, donde las praderas se perdían en las colinas que rodean el Pir Panjal.
Habían caminado despacio, la mayor parte del camino a pie, porque en los últimos días de mayo un grupo de cipayos les ordenó que les entregaran el asno, y con el tiempo caluroso sólo era posible andar durante las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde.
Los cipayos pertenecían al 34 Regimiento de Tropas indígenas, un regimiento que se dispersó el día en que los sowars del 3.º de Caballería llegó de Meerut. Volvían a sus casas cargados con el producto del saqueo, y contaban multitud de historias sobre el levantamiento, entre ellas el relato de cómo habían sido exterminados los últimos feringhis de Delhi, dos hombres y cincuenta mujeres y niños.
—Es necesario limpiar todo el país de extranjeros —explicaba el relator—, pero nosotros, los del Ejército, nos negábamos a convertirnos en carniceros y asesinar a mujeres y niños que ya estaban medio muertos de miedo y de hambre y muchos días de encierro. Algunos miembros de la Casa Real también se oponían, diciendo que era contrario a la ley musulmana matar a mujeres y niños o prisioneros de guerra, pero, cuando Miza Majhli trató de salvarlos, la multitud reclamó su sangre, y finalmente, los servidores del rey los mataron a todos a sablazos.
—¿A todos? —preguntó Sita con voz temblorosa—. Pero ¿qué mal podían hacer los niños? ¿Al menos no podrían haberles perdonado la vida a los más pequeños?
—¡Bah! Es tonto dejar vivo al retoño de una serpiente —se mofó el cipayo.
Sita volvió a temer por Ash-Baba, aquel embrión de serpiente que jugaba alegremente en el suelo a un par de metros de distancia.
—Es verdad —declaró uno de los compañeros del cipayo—. Porque luego crecen y engendran más de su clase. Fue estupendo que nos libráramos de tantos que en el futuro se convertirían en ladrones y opresores.
Luego exigió a Sita que le entregara el asno, y cuando Sita protestó, la arrojó al suelo con la culata de su rifle, mientras otro hombre levantaba a Ash, que se había acercado a defender a Sita como un gato montés, y lo arrojaba contra unos espinos. Ash sufrió profundos arañazos, y cuando, por fin, se puso de pie, golpeado, y llorando encontró a Sita inconsciente junto al camino y pudo ver a los cipayos y el asno que se perdían a lo lejos.
Fue un día nefasto. Pero al menos los hombres no se llevaron el bulto de Sita, lo que representaba un consuelo. Probablemente, no se les ocurrió pensar que las humildes posesiones de un niño harapiento y una mujer sola podían contener algo que valiera la pena llevarse, y no podían saber que la mitad de las monedas que Hilary guardaba en una caja de lata bajo su cama estaban en una bolsita de cuero en el fondo del bulto. Sita la sacó de allí en cuanto recuperó la conciencia y pudo pensar otra vez con claridad, y las juntó con la otra mitad que llevaba anudadas en un pedazo de tela bajo el sari. Era un cinturón pesado e incómodo, pero, probablemente las monedas estaban más seguras allí que en el bulto; ahora que se habían llevado el asno, de todas maneras tendría que cargar con ambas cosas.
El robo del asno representó un duro golpe, por motivos sentimentales y prácticos porque Ash se había encariñado con el animal y lloró su pérdida mucho después de que hubiera sanado el último de sus rasguños. Pero ese incidente, y los relatos del cipayo, sirvieron para poner de relieve los peligros de emplear las carreteras que iban de una ciudad a otra, y lo aconsejable de elegir las sendas para ganado del Mofussil y las aldeas perdidas, donde la vida seguía su lento curso centenario, y adonde rara vez llegaban las noticias del mundo externo.
De vez en cuando llegaba un ramalazo de la lejana tormenta hasta aquellos reductos remotos, y oían historias de sahib-log heridos y hambrientos que se escondían en la jungla o entre las rocas, y se arrastraban para implorar alimento al más miserable caminante. Una vez, después de un rumor sobre clamorosos levantamientos por todo Oude y Rohilkund, oyeron una historia de rebelión y asesinatos en Ferozepore y en el lejano Sialkot, y esto terminó con un nebuloso plan de Sita de llevar a Ash-Baba a Mardan, donde William, el tío del chico, se encontraría con los Guías. Porque, si los regimientos en Ferozepore y Sialkot también se habían rebelado, ¿qué esperanzas habría para los británicos en ninguna ciudad? Si aún quedaban algunos vivos (lo cual parecía bastante dudoso), pronto estarían muertos: todos excepto Ash-Baba, que ahora era su hijo Ashok.
Sita nunca volvió a hablar de él llamándolo de otra manera que «mi hijo», y Ash aceptó esa relación sin objeción alguna. En una semana se olvidó de que era un juego, y de que antes no llamaba «mamá» a Sita.
Mientras seguían hacia el Norte, bordeando las montañas, disminuyeron los rumores de levantamientos y revueltas, y sólo se hablaba de plantaciones y de cosechas, los problemas locales y las pequeñeces de las comunidades rurales cuyos horizontes están limitados por sus propios campos. Los tórridos días de junio terminaron en una lluvia torrencial mientras el monzón barría las llanuras resecas de la India, convirtiéndolas en pantanos y formando un río en cada zanja o cada nullah (lecho seco del río), y reduciendo al mínimo el trayecto recorrido cada día. Ya no era posible dormir al aire libre y había que encontrar un techo… y pagarlo.
Sita cuidaba mucho el dinero, porque era una responsabilidad sagrada y no debía gastarse con ligereza. Pertenecía a Ash-Baba y debía guardado para cuando fuera mayor. Además, existía el peligro de parecer demasiado ricos y tentar a los ladrones, de modo que sólo podían usar las monedas más pequeñas y regatear mucho en cada cosa que compraban. Compró también un metro de puttoo (tweed) tosco, de origen campesino, para proteger de la lluvia a Ash, aunque sabía que el niño preferiría no usarlo y andar sin nada que le cubriera la cabeza, así como caminaba sin zapatos. La abuela paterna de Ash era una escocesa de la costa oeste de Argyll, y probablemente esa sangre era la que le proporcionaba ese especial placer en sentir la lluvia en la cara, o tal vez no era más que el gusto de cualquier niño en chapotear por el barro y los charcos.
La exposición permanente al monzón borró casi todo el tinte aplicado a su piel, y su color volvía a parecerse al de Hilary y al de Akbar Khan. Sita lo advirtió, pero no renovó el tinte, porque ahora ya estaban cerca del pie del Himalaya, y como los montañeses tenían la piel más clara que los hombres del Sur (muchos de ellos tenían ojos claros, azules, grises o color de avellana, y cabellos rojizos en lugar de castaños o negros), su hijo Ashok no despertaba comentarios, pues en realidad tenía la piel más oscura que muchos niños de los pueblos por donde pasaban. Los temores de Sita con respecto a la seguridad del niño disminuyeron gradualmente, y ya no vivía con el temor de que se traicionara hablando del burra-sahib y de los viejos tiempos, porque parecía haberlos olvidado.
Pero Ash no había olvidado; sencillamente, no deseaba pensar en el pasado ni hablar de él. En muchos sentidos, era un niño precoz, porque los niños maduran antes en Oriente, ya que se les considera adultos a edades en que sus equivalentes de Occidente están en los primeros años del colegio. Siempre lo habían tratado como a un igual y nunca fue protegido del mundo en una guardería. Recorría el campamento de su padre desde que aprendió a gatear, y vivió su corta vida entre adultos que lo trataban, en términos generales, como a un adulto, aunque como a un adulto privilegiado, porque le amaban. Si no hubiera sido por Hilary y por Akbar Khan, lo habrían mimado. Pero aunque sus métodos eran diferentes, los dos se preocupaban porque no se convirtiera en un niño mimado. Hilary, porque no toleraba llantos ni rabietas y deseaba que su hijo se comportara desde el principio como un ser humano inteligente, y Akbar Khan, porque esperaba que el niño llegará a mandar ejércitos, que se convirtiera en un hombre a quien algún día otros seguirían hasta la muerte, y esos individuos no son el producto de una infancia súper protegida.
Sita fue la única que le habló en media lengua y le cantó canciones infantiles, porque Akbar Khan le convenció desde pequeño de que era un hombre y no debía permitir que lo trataran como a un crío. De manera que las canciones y la media lengua eran un secreto entre Sita y su hijo adoptivo, y el haber aceptado este secreto le permitió después aceptar otros, y no traicionó a Sita ni a sí mismo en los comienzos de su desdichado viaje a Delhi. Sita le había dicho que no debía hablar del burra-sahib ni del tío Akbar, ni del campamento ni de todo lo que dejaban atrás, y él obedeció, no sólo por acceder a los deseos de Sita, sino imbuido por la conmoción y el desconcierto. La rapidez con que se disolvió ese mundo, y lo incomprensible de que desapareciera, era un negro pozo de sombras al que prefería no asomarse por temor de encontrar en él cosas que no quería recordar; cosas horribles, por ejemplo, el momento en que arrojaron al tío Akbar a un agujero en el suelo y le echaron tierra encima, y la peor impresión de todas: ver al burra-sahib llorando frente a ese montículo de tierra, porque, ¿cuántas veces había dicho el burra-sahib y el tío Akbar que las lágrimas eran cosa de mujeres?
Era mejor olvidarse de esas cosas y renunciar a evocarlas, y eso había hecho Ash. Las instrucciones de Sita eran inútiles, porque, aunque hubiese querido hablar del pasado, no habría podido hacerla en ninguna circunstancia. En realidad, Sita pensó que lo había olvidado, y se alegró de la poca memoria de los niños.
Su anhelo principal ahora era encontrar algún rincón tranquilo, lejos de las grandes carreteras principales, donde pudiera permanecer en la ignorancia de encumbramientos y declives de la Compañía. Un lugar lo suficientemente grande donde la llegada de una mujer y un niño no atrajera la atención ni despertara curiosidad. Algún lugar donde pudiera encontrar trabajo y liberarse del miedo. Su propio pueblo no encaja a en esta categoría, porque allí todos la conocían y le harían interminables preguntas tanto su propia familia como la de su marido, e inevitablemente se sabría la verdad. No podía correr el riesgo, por la seguridad del niño y por la suya propia. Difícilmente podría ocultar a los familiares de su marido la muerte de este, y, una vez que lo supieran, ella debería comportarse como una viuda, como una viuda sin hijos; y había pocos destinos peores que ese en la India porque a esas mujeres se las consideraba responsables de la muerte de su esposos: se creía que alguna mala acción de ellas en vida de sus maridos le había ocasionado una desgracia.
Una viuda no podía usar ropa de color ni joyas; debía afeitarse la cabeza y vestir únicamente de blanco. No podía casarse de nuevo, debía terminar sus días como una sirvienta sin paga de la familia de su marido, despreciada a causa de su sexo y mirada con desconfianza porque se creía que podía provocar mala suerte. No es sorprendente que, en la época anterior a la prohibición de la Compañía al respecto, muchas mujeres hubiesen preferido convertirse en suttees y quemarse vivas en las piras funerarias de sus esposos, antes que enfrentarse a las calamidades de largos años de servidumbre y humillación. Pero un extraño en una ciudad desconocida podía adoptar la identidad que quisiera y, ¿quién podía averiguar que Sita era viuda, o a quién le importaría? Sita podía contar que su marido se hallaba trabajando en el Sur, o que la había abandonado. ¿Qué importaba? Podía vivir con dignidad como madre de su hijo, usar ropas de colores alegres y brazaletes de vidrio y sus pocas y modestas joyas.
Y cuando encontrara trabajo, lo haría para el niño y ella, y no como esclava sin sueldo para la familia de Daya Ram.
Varias veces después de su huida de Delhi, Sita creyó haber encontrado el lugar adecuado: el puerto donde podrían terminar su viaje y encontrar trabajo y seguridad. Pero cada vez hubo algo que la empujó a seguir adelante: la llegada de una banda armada de cipayos que se habían rebelado contra sus jefes, y que vagaban por el país en busca de fugitivos ingleses; el espectáculo de una familia de feringhis hambrientos, a quienes algún granjero bondadoso había albergado, que eran arrancados de sus refugios y asesinados por una turba enfurecida; un viajero que vestía el uniforme de un oficial muerto; o media docena de sowars cabalgando entre las plantaciones…
—¿No nos detendremos en ninguna parte? —preguntaba Ash con ansiedad.
Pasaron los meses de junio y julio, y llegó agosto. Y ahora habían quedado atrás las plantaciones y frente a ellos sólo tenían la jungla. Pero Sita y Ash estaban acostumbrados a la jungla. El silencio y los matorrales calurosos y húmedos eran menos peligrosos para ellos que los pueblos, y la jungla les proporcionaba raíces y bayas comestibles, agua y leña, sombra para protegerse del calor y cobijo para la lluvia.
Una vez, cuando avanzaban por un sendero de cazadores entre altas hierbas, se encontraron frente a un tigre. Pero el fiero animal estaba bien alimentado y se mostraba pacífico; después de intercambiar una larga mirada de sorpresa con los intrusos, se apartó despacio y desapareció entre los matorrales. Sita no se movió de su lugar durante cinco minutos, hasta que los gritos de un ave le indicaron en qué dirección se marchaba el tigre; luego volvió hacia atrás y dio un rodeo que la apartó de los matorrales. Fue un milagro que no se extraviara en aquel largo trayecto sin caminos entre árboles y matorrales, hierbas gigantes, bambúes, rocas y enredaderas, les ayudo el certero sentido de orientación de Sita, y como no se dirigían a ninguna meta en particular sino (así lo esperaban) hacia el Norte, no importaba demasiado qué camino elegían.
A últimos de agosto, habían dejado atrás la jungla y se encontraban otra vez en campo abierto, y en septiembre amainó el monzón. Otra vez brillaba cruelmente el sol, y cada anochecer se levantaban nubes de mosquitos de los jheels inundados y de los estanques y zanjas desbordados. Pero, en el extremo de la llanura y más allá de las colinas, se elevaban nítidamente las altas cumbres del Himalaya, rosadas y azules sobre la bruma de calor, y en el aire de la noche había un comienzo de frescura. Aquí, en las escasas aldeas, no se oían rumores de levantamientos e insurrección, porque había pocos senderos y ningún camino, y la tierra estaba muy poco poblada; las aldeas consistían en algunas cabañas y unas pocas hectáreas cultivadas, rodeadas de kilómetros cuadrados de tierras de pastos llenas de rocas, limitadas a un lado de la jungla y al otro por el pie de las montañas.
En los días claros siempre veían las cimas nevadas, que inevitablemente le recordaban a Sita que los días eran cada vez más cortos y se acercaba el invierno, y que sería necesario que encontraran un techo antes de que comenzara el frío. Pero en esta zona era muy difícil que encontrara trabajo para ella y un futuro para Ashok, y no deseaba quedarse allí. Habían recorrido una gran distancia desde el día en que dejaran a su espalda el campamento de Hilary y salieran hacia Delhi, y ambos tenían una apremiante necesidad de descanso. Y luego, en octubre, cuando las hojas se ponían doradas, llegaron a Gulkote, y Sita se dio cuenta de que por fin habían encontrado el lugar que buscaba. Un lugar donde pudieran estar ocultos y seguros.
El Estado independiente de Gulkote era demasiado pequeño, de acceso demasiado difícil y muy poco interesante como para atraer al gobernador general y a los funcionarios de la East India Company y su Ejército estable consistía en menos de cien soldados, y como la mayoría de ellos eran hombres de mediana edad, equipados con tulwars (sable curvo) y jezails (mosquetes) oxidados y su jefe, que parecía ser popular entre sus subordinados, no mostraba hostilidad hacia la Compañía, esta los dejó en paz. La capital, de la que tomó su nombre el Estado, se encontraba a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el vértice de una gran planicie triangular entre las colinas. En otra época, era una ciudad amurallada, y aún estaba rodeada por una gruesa muralla que encerraba una ratonera de casas con una sola calle principal que las separaba de la Puerta de Lahori, al Sur, la «Puerta Roja», al Norte, tres templos, una mezquita y un laberinto de callejuelas. Sobre el conjunto se elevaba el complicado palacio-fortaleza, el Hawa Mahal, el «Palacio de los Vientos» que coronaba un promontorio de rocas a poco menos de un kilómetro más allá de los muros de la ciudad.
La casa gobernante descendía de un jefe rajput, que llegó al Norte durante el reinado de Sikander Lodi, y se quedó para crear un imperio para sí mismo y para sus seguidores. El reino se fue reduciendo a través de los siglos, hasta que cuando el Punjab cayó en manos de los sikhs bajo Rangit Singh, estaba reducido a unos pocos pueblos en un territorio que se podía recorrer a caballo en un solo día. Había sobrevivido gracias al hecho de que una de sus fronteras actuales estaba limitada a un lado por un río sin puente, a otro por una densa extensión de bosques, y a otro por tierras yermas y rocosas con profundos barrancos, mientras que al fondo las colinas rugosas y cubiertas de bosques ascendían hacia los altos picos del Dur Khaima y la gran cadena nevada que protege Gulkote por el Norte. Sería difícil trasladar un ejército hasta un lugar tan estratégicamente protegido, y como nunca hubo necesidad urgente de hacerlo, escapó a la atención de los mogoles, los mahrattas, los sikhs y de la East India Company, y vivía serenamente alejado del mundo cambiante del siglo XIX.
La mísera ciudad celebraba un día de fiesta cuando Ash y Sita llegaron a ella: desde el Palacio habían distribuido alimentos y golosinas para los pobres, para festejar el nacimiento de un hijo de la Rani principal. Fue una celebración modesta porque el recién nacido era una niña, pero los ciudadanos estaban dispuestos a aprovechar la ocasión para celebrar un día de fiesta: hubo festejos y alegría y decoraron sus casas con guirnaldas y banderitas de papel. Los niños arrojaban patarkars (petardos de fabricación casera) entre los pies de los que andaban por las atestadas calles, y cuando oscureció las delgadas llamaradas de los cohetes se elevaron en el cielo de la noche por encima de las azoteas donde las mujeres se arracimaban como bandadas de cotorras.
A Sita y Ash, acostumbrados durante largos meses al silencio y la soledad, o a lo sumo a la escasa compañía que encontraban en los pueblos, el colorido y el ruido de aquellas gentes, apretadas y alegres, les daban una alegría que no podía expresarse en palabras; comieron los regalos del rajá, admiraron los fuegos artificiales y encontraron alojamiento en la casa de un vendedor de fruta en una callejuela del mercado de Chandi.
—¿Podemos quedarnos aquí? —preguntó Ash con voz soñolienta, vencido por tantas golosinas y excitación—. Me gusta este lugar.
—A mí también, hijito. Sí, nos quedaremos aquí. Encontraré trabajo, nos quedaremos y seremos felices, Sin embargo, desearía… —Sita se interrumpió con un suspiro. Le remordía la conciencia, porque no había cumplido la orden de Burra-Sahib de devolver a Ash a su gente. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? Quizás un día, cuando el niño fuera un hombre… Pero ahora estaban cansados de vagar, y al menos aquí se encontrarían entre las montañas, y seguros… Un par de horas en la ciudad la convencieron de esto, porque, en las conversaciones en los mercados y entre las conversaciones de la gente ociosa, no se mencionaban en absoluto los problemas que azotaban a la India, ni mención alguna de rebeliones ni de sahib-log.
Gulkote sólo estaba interesada en sus propios asuntos y los últimos escándalos de palacio. Prestaba poca o ninguna atención a lo que sucedía más allá de sus fronteras, y en ese momento el principal tema de conversación (aparte del tema perenne de las cosechas y los impuestos) era el eclipse de la Rani principal a causa de una concubina, Janoo, una nautch (bailarina) de Cachemira, con tanta influencia sobre el monarca que le había convencido para que se casara con ella.
Se sospechaba que Janoo-Bai practicaba la magia y brujería. De otro modo, ¿cómo era posible que una simple bailarina se hubiera elevado al rango de Rani, y hubiese privado de sus privilegios a la madre de la princesita, que había reinado sin discusión durante los tres últimos años?
Se sabía que era a la vez hermosa y cruel, y el sexo del niño nacido en el palacio se consideraba obra de sus poderes malignos.
—Es una bruja —decía el pueblo de Gulkote—. Sin duda es una bruja. En el palacio comentan que la comida y las golosinas se distribuyeron cumpliendo sus órdenes, para celebrar el nacimiento, porque ella se regocija de que no sea un varón, y quiere que su rival lo sepa. Pero si ella llegara a tener un hijo varón…
Sita escuchaba las conversaciones y se tranquilizaba: aquí no había ningún peligro para Ashok, hijo de Daya Ram, syce (mozo de caballeriza), quien (esto fue lo que contó Sita a la mujer del frutero) se escapó con una gitana desvergonzada, viéndose obligada a luchar por su subsistencia y la de su hijo.
Nadie dudó de su historia. Más tarde consiguió trabajo en una tienda en el canal de Khanna Lal, detrás del templo de Ganesh, ayudando a fabricar las cintas y flores de papel que se usan en las guirnaldas y en las decoraciones de bodas y otras fiestas. Le pagaban poco, pero alcanzaba para satisfacer las necesidades de ella y el niño, y como siempre había sido hábil con las manos, no le resultaba difícil. Siempre podía ganar un poco más tejiendo cestos para el frutero y ayudando de vez en cuando en la tienda.
En cuanto se instalaron, Sita cavó un agujero en el suelo del cuartito y enterró allí el dinero que le quedaba del que le había dado Hilary; luego apisonó la tierra y la alisó con estiércol de vaca para que nadie notara el lugar del escondite. Sólo quedaba el paquetito de cartas y papeles en su viejo envoltorio de hule, y Sita habría preferido quemarlos. Porque, a pesar de que no podía leerlos, sabía que debían constituir una prueba del origen de Ash, y el miedo y los celos la empujaban a destruirlos. Si alguien los encontraba, podía matar al niño, como habían matado niños de los sahib-log en Delhi, en Jhansi, en Cawnpore y en tantas otras ciudades, y su propia vida también podría peligrar por haber tratado de salvarlo. Aunque no sucediera nada de esto, de todas maneras los papeles probaban que el niño no era su hijo, y ahora ya no podía tolerar ese pensamiento. No obstante, no se atrevía a destruirlos, porque representaban una confianza sagrada: el burra-sahib se los había entregado en sus propias manos, y, si los quemaba, el espíritu o el dios de Hilary se enfurecería con ella y se vengarían. Era mejor conservarlos, pero nunca debían ser vistos por otros ojos, y si las hormigas blancas los destruían, no sería culpa suya.
Sita hizo una cavidad pequeña en la parte baja de la pared en el rincón más oscuro del cuarto, introdujo allí el envoltorio, cubrió el escondite, como había hecho con el del dinero, con arcilla y estiércol de vaca, y una vez hecho esto sintió que le habían quitado un peso terrible de los hombros y que ahora Ashok era realmente suyo.
Los ojos grises y la piel rosada del niño no provocaron comentarios en Gulkote, porque muchos de los súbditos del rajá procedían de Cachemira, de Kulu y del Hindu Kush, y Sita misma era montañesa. Ash confraternizó con los hijos y nietos de aquellas gentes, y pronto fue imposible distinguirlo, excepto por los ojos que lo amaban, de un centenar de muchachitos de los mercados que gritaban, jugaban y se peleaban en las calles de Gulkote, y Sita estaba contenta. Aún creía lo que le habían dicho los cipayos: que todos los ingleses estaban muertos y que el poder de la Compañía se había desmoronado para siempre. Delhi quedaba lejos, y más allá de Gulkote estaba el Punjab, que había permanecido en relativa calma, y aunque a veces por los mercados corrían rumores, eran siempre vagos, confusos y con meses de antigüedad, y, en general, vinculados con los desastres sucedidos a los británicos…
Nadie hablaba del Ejército que se había reunido apresuradamente en Ambala, de la larga marcha de los Guías (mil doscientos kilómetros en catorce días en lo peor del verano desde Mardan hasta Delhi, para participar en el sitio de esta ciudad), de la muerte de Nicholson o de la rendición del último mogol y del asesinato de sus hijos por William Hodson del Hodson’s Horse; o de que Lucknow continuaba sitiada, y que el gran levantamiento que comenzara con la rebelión del 3.º de Caballería de ningún modo había terminado.
El shaitan-ke-hawa (el viento del demonio) aún soplaba con fuerza en la India, pero mientras morían millares, aquí, en el protegido Gulkote, los días aún eran tranquilos y apacibles.
Ash cumplió cinco años aquel mes de octubre, y sólo en otoño del año siguiente Sita se enteró por un sadhu (hindú sagrado) ambulante, de algo de lo que sucedía en el mundo exterior. Delhi y Lucknow habían sido reconquistados, el Nana Sahib era un fugitivo, y la valiente Rani de Jhansi había muerto en combate, vestida de hombre y luchando hasta el final. Se había quebrantado el poder de la Compañía, pero los feringhis contaba el sadhu, habían vuelto al poder, más fuertes que nunca y ejerciendo brutales represalias contra los que habían luchado contra ellos en el levantamiento. Y aunque la Compañía ya no existía, su gobierno había sido desplazado por el de la Rani blanca (Victoria) y ahora toda la India era posesión de la Corona británica, con un virrey británico y tropas británicas que gobernaban el país.
Sita trató de persuadirse de que el hombre estaba equivocado, o mentía. Porque si la historia era cierta, debería llevar a Ashok con su propia gente, y ahora no podía soportar este hecho. No podía ser cierto… o tal vez no lo era. Esperaría y no haría nada hasta estar segura. Aún no había necesidad de hacer nada…
Sita esperó todo el invierno, y en primavera llegaron noticias que confirmaban lo que había dicho el sadhu; sin embargo, Sita no emprendió ninguna acción. Ashok era de ella, y no renunciaría a él, no quería renunciar. Hubo una época en que podía haberlo hecho, pero eso fue antes de que empezara a considerado su propio hijo por derecho, y a verlo aceptado como tal. Además, no era como si privara a un padre o a una madre de sus derechos; Ash había perdido a los dos, y si alguien tenía derecho a él, sin duda era Sita. ¿No lo había amado y cuidado desde su nacimiento? ¿No lo había sacado del vientre de su madre y luego lo había criado con sus propios pechos? Ash no conocía ninguna otra madre y creía que era su hijo; Sita no se lo robaba a nadie… a nadie. Ya no era Ash-Baba, sino su hijo, Ashok; Sita quemaría los papeles escondidos en la pared y no diría nada, y nadie sabría nada jamás.
De modo que se quedaron en Gulkote y fueron felices. Pero Sita no quemó los papeles de Hilary, porque temía más lo que podía hacer el espíritu del burra-sahib que lo que podían probar los papeles.
Una vez más hubo festejos y fuegos artificiales en la ciudad, pero esta vez para celebrar el nacimiento del hijo varón de Janoo-Bai, la Rani (en otra época bailarina), ahora virtual gobernante de Gulkote, porque dominaba al rajá hasta el punto de que este satisfacía el más pequeño de sus deseos.
Los súbditos del rajá recibieron la orden de celebrar festejos y la cumplieron, aunque sin mucho entusiasmo, la nautch no era muy popular entre los ciudadanos, y la perspectiva de un príncipe nacido de ella les disgustaba. No es que fuese el heredero, porque la primera esposa del rajá, que murió en un parto, dejó un hijo varón a su señor: Lalji, «el bienamado», el Yuveraj, de ocho años de edad, el favorito de su padre y orgullo de todo Gulkote. Pero la vida en la India era incierta, ¿quien podía asegurar que el niño viviría hasta convertirse en un hombre? La madre, en quince años de matrimonio, había dado a luz nada menos que nueve niños todos los cuales, con excepción de Lalji (y la última, una niña que nació muerta), murieron en la primera infancia. Ella misma no sobrevivió al último parto, y su marido pronto volvió a casarse, tomando por esposa a la hija de un mercenario extranjero, una muchacha joven y hermosa, a quien llamaban en Gulkote «Feringhi-Rani» (reina extranjera).
El padre de la Feringhi-Rani era un aventurero ruso, que sirvió en los ejércitos de varios príncipes guerreros de la India. Bajo el reinado del último de estos, Ranjit Singh, el León del Punjab, ascendió mucho, y a la muerte del León, se retiró prudentemente para terminar sus días en el remoto y soberano Estado de Gulkote. Corrían rumores de que alguna vez fue oficial de cosacos, que lo condenaron a cadena perpetua por su mala conducta, pero logró escapar de sus carceleros y llegó a la India por los pasos del Norte. Por cierto, no demostró deseos de volver a su tierra natal cuando, a la muerte de Ranjit, perdió su cargo en el Punjab, sino que vivió cómodamente de las riquezas acumuladas en diez años de poder, junto con una serie de concubinas y su esposa india, Kumaridevi, hija de un príncipe de Rajput a quien había vencido en el campo de batalla. La joven fue pedida a su padre como parte de su botín del conquistador; ambos se conocieron durante el saqueo de la ciudad y se enamoraron de inmediato.
La Feringhi-Rani era la última hija de Kumaridevi y la única superviviente; nació a costa de la vida de su madre, que ya no era joven y había tenido numerosos abortos e hijos nacidos muertos, debido, en gran parte, a las privaciones pasadas al acompañar a su marido en tantas campañas. Su hija se crio con un montón de hermanos y hermanas ilegítimos, todos los cuales consideraron un triunfo que llegaran rumores de su belleza a los oídos del rajá de Gulkote, quien pidió su mano para desposarla, sabiendo que no se trataría de una alianza con alguien inferior, ya que, por parte de su madre, la ascendencia de su mujer era de linaje superior al suyo.
Durante un tiempo, la Feringhi-Rani fue feliz. Ninguno de sus medio-hermanos ni las diversas madres de estos fueron muy bondadosos con ella, y se alegró de cambiar su casa por el esplendor del «Palacio de los Vientos». La enemistad con las mujeres del Hawa Mahal no le preocupaba demasiado, porque estaba acostumbrada a las intrigas en Zenanas, y el rajá parecía encaprichado con ella y no podía negarle nada. Tampoco la apenó mucho la muerte de su padre un año después de su boda, pues él nunca había prestado mucha atención a su numerosa prole. Su único problema era la falta de hijos, pero no los deseaba con la intensidad de las mujeres orientales, y pensaba que, en todo caso, era cuestión de tiempo. Pero el ávido interés, los celos y el triunfo de otras mujeres en este penoso aspecto (junto con el placer maligno que demostraba en sus insinuaciones de que la «mestiza» era estéril) la aguijoneaban, y comenzó a esperar con angustia e impaciencia el día en que también ella diera a luz una criatura… un varón. Porque, naturalmente, debía ser un hijo varón.
Hasta el momento, sólo una de las mujeres del rajá le había dado hijos varones, y de estos sólo vivió uno. Pero un hijo varón no era suficiente para un hombre; debía tener varios, de manera que cualquier cosa que sucediese estuviera seguro de tener un sucesor. Por tanto, era su deber darle hijos varones, como dama principal del palacio y del corazón del rajá, y se alegró inmensamente cuando por fin quedó embarazada. Pero, quizá por su raza diferente, no le sentó tan bien el embarazo como a las otras mujeres, tuvo molestias y vómitos y en pocas semanas se convirtió en un ser agotado, sin belleza y sin alegría.
El rajá le tenía realmente mucho cariño, pero, como a la mayoría de los hombres, no le gustaba presenciar la enfermedad y la invalidez, y prefirió mantenerse aparte con la esperanza de que pronto mejoraría. Fue doblemente desafortunado para ella que en esta coyuntura uno de los ministros del rajá decidiera dar un banquete en su honor, en que un conjunto de bailarinas distraería a los huéspedes, porque entre ellas estaba la muchacha de Cachemira, Janoo. Una bruja seductora de piel dorada y ojos oscuros, bella y voraz como una pantera negra.
La cabeza de Janoo apenas llegaba a la altura del corazón de un hombre, porque era de pequeña estatura, y probablemente algún día tendría muy mal genio. Pero ahora era joven, y para los hombres que la veían contonearse al son de la música de tambores y cítaras era una réplica viva de las diosas voluptuosas que sonríen desde los frescos de Ajanta o las esculturas de piedra del templo negro de Konarak. Poseía en abundancia lo que una generación aún no nacida por aquel entonces llamaría «sex-appeal», y, además de hermosa, era inteligente: tres condiciones valiosísimas que usó tan hábilmente que veinticuatro horas más tarde estaba instalada en el palacio, y una semana después resultaba evidente para todos que se apagaba la estrella de la «Feringhi-Rani», y que aquellos que deseaban obtener favores debían halagar y adular a la nueva favorita.
Aún entonces nadie pensó que esto sería más que un capricho pasajero que pasaría tan rápidamente como en las ocasiones anteriores, porque no apreciaban la habilidad de la muchacha nautch. Pero Janoo era ambiciosa, y desde pequeña la habían adiestrado en el arte de agradar y divertir a los hombres. Ya no se conformaba con un puñado de monedas o alguna chuchería de vez en cuando; vio la posibilidad del trono, jugó astutamente sus cartas, y ganó. El rajá se casó con ella.
Dos semanas después, dio a luz la Feringhi-Rani, pero, en lugar del hijo varón que podría haberle devuelto parte de su prestigio, dio a luz a una niña pequeña, pálida y fea.
Janoo no dudó un solo momento de que su primer hijo sería varón: un varón fuerte y voraz de quien su padre se enorgullecería. Estallaron cohetes que llenaron la noche de estrellas mientras resonaban los cuernos y atronaban los tambores en los templos, y los pobres comían opíparamente en honor del nuevo príncipe; entre ellos Ashok y su madre, Sita, cuyos hábiles dedos ayudaron a hacer las guirnaldas que decoraron las calles ese día.
El hijo de seis años de Isobel e Hilary se hartó de halwa y jellabies, arrojó patarkars con sus amigos y deseó que el rajá tuviera un hijo varón todos los días. Ash no se quejaba de su vida, pero hay que admitir que los recursos de Sita no eran demasiado abundantes, y que las pocas golosinas que conseguía eran generalmente hurtadas en los mercados, con peligro dé ser atrapado y recibir una paliza del enojado comerciante. Era un chico fuerte y bien desarrollado, alto para su edad y ágil como un mono. La dieta espartana de los pobres lo mantenía flaco, y los juegos con sus amigos en las azoteas de la ciudad (para no hablar del hurto de fruta y golosinas y las consiguientes carreras para eludir la persecución) fortalecieron sus músculos y le ayudaron a adquirir gran velocidad en los pies.
En el otro extremo del mundo, en las cómodas guarderías de los niños de clase media y alta de la Inglaterra victoriana, a los chicos de cinco o seis años se les consideraba demasiado pequeños para hacer otra cosa que aprender el alfabeto con ayuda de dados de colores, o jugar con un aro en el jardín vigilados por sus cuidadosas niñeras, pero en las minas, las fábricas y las granjas los hijos de los pobres trabajaban junto a sus padres, y, en el lejano Gulkote, Ash se convirtió en un trabajador a sueldo.
Apenas tenía seis años y medio cuando fue a cuidar caballos en los establos de Duni Chand, un rico terrateniente que tenía una casa cerca del templo de Visnú y varias granjas en las afueras de la ciudad.
Duni Chand tenía caballos para visitar sus campos y para cazar con halcón en las tierras pantanosas junto al río; el trabajo de Ash consistía en transportar pienso y sacar agua del pozo, limpiar los arneses y ayudar en lo que fuese, desde cortar la hierba hasta moler el curry. El trabajo era duro y el salario escaso, pero, como había pasado su infancia entre caballos (su supuesto padre, Daya Ram, lo había puesto tempranamente en contacto con ellos), jamás les tuvo miedo. No sólo le agradaba trabajar con ellos, sino que las pocas annas que ganaba lo hacían sentir sumamente importante. Ahora era un hombre que ganaba un sueldo, y, si lo deseaba, podía permitirse comprar halwa en la tienda de golosinas en lugar de robarlo. Esto fue un paso adelante en el mundo, y Ash informó a Sita que pensaba llegar a ser syce y ganar suficiente dinero para el día en que decidieran salir a buscar el valle. Mohammed Sherif, jefe de los syces, ganaba, según se decía, doce rupias mensuales una suma respetable sin contar el dustori (el anna por cada rupia que se cobraba como tributo por cada alimento o equipo que se compraba para usar en los establos) lo cual casi duplicaba su salario.
—Cuando yo sea jefe de syces —declaraba Ash con orgullo—, nos mudaremos a una casa grande y tendremos un sirviente para cocinar, y tú nunca volverás a trabajar, Mata-ji.
Era posible que llevara a cabo sus planes y pasara su vida trabajando en el establo de algún pequeño aristócrata. Porque en cuanto vio que Ash sabía montar cualquier cosa que tuviera cuatro patas, Mohammed Sherif, reconociendo que era un jinete innato, le permitió ejercitarse y le enseñó valiosos secretos vinculados con los caballos, de manera que durante el año que Ash pasó en el establo de Duni Chand fue muy feliz. Pero el destino, junto con cierta colaboración humana, tenía otros planes para Ash; y la caída de un trozo de piedra deteriorada por la intemperie había de cambiar el curso de su vida.
Sucedió una mañana de abril, casi tres años después de la mañana en que Sita lo alejó del terrible campamento lleno de buitres en Terai, y comenzó con él la larga travesía hacia Delhi. El joven príncipe de la corona, Lalji, Yuveraj (heredero del trono) de Gulkote, cruzó la ciudad para realizar ofrendas en el templo de Visnú. Y mientras pasaba bajo el arco de la antigua Puerta de Charbah, que se encuentra en el cruce del mercado de Chudni y la calle de los Caldereros, un trozo de piedra se desprendió de su lugar y cayó al camino.
Ash se encontraba en primera fila entre la multitud, donde había llegado deslizándose como una anguila entre las piernas de los adultos, y observó un movimiento más adelante. Había visto cómo la piedra se desprendía y caía en el mismo momento en que la cabeza del caballo del Yuveraj surgía de las sombras del arco, y casi sin pensarlo (porque no hubo tiempo para un pensamiento consciente), saltó hasta las bridas, se aferró a ellas, detuvo al caballo asustado, y la piedra cayó al suelo y se deshizo en mil aristas cortantes ante los cascos nerviosos del animal. Ash y el caballo, junto con varios espectadores, fueron alcanzados por fragmentos y la sangre corrió por todas partes: en el caliente polvo blanco, en las ropas de colores brillantes de los espectadores y en la silla ceremonial del caballo.
Los espectadores gritaron, se agitaron y lucharon por avanzar, y el caballo, enloquecido de dolor y miedo, habría salido disparado si Ash no le hubiese abrazado la cabeza, además de hablarle y calmarlo hasta que los miembros estupefactos de la escolta se adelantaron, tomaron las riendas ellos mismos y, estrechándose alrededor de su príncipe, lo apartaron a un lado. Siguieron momentos de caos llenos de un clamor de preguntas y respuestas, mientras la escolta hacía retroceder a la multitud y contemplaba la piedra rota. Un jinete de barba blanca arrojó a Ash una moneda, un mohur de oro, nada menos, y dijo:
—¡Shabash (bravo), pequeño! Muy bien hecho.
La multitud, al ver que nadie había recibido heridas graves, expresó su aprobación a gritos, y la comitiva prosiguió su camino con el acompañamiento de frenéticos vivas. El Yuveraj, erguido en su montura, sostenía las riendas con manos visiblemente temblorosas. Se había mantenido sobre el animal con gran habilidad, los futuros súbditos estaban orgullosos de él. Pero su carita, bajo el turbante enjoyado estaba tensa y pálida, mientras miraba por encima del hombro, buscando en el mar de rostros el del niño que tan providencialmente había saltado hasta la cabeza de su caballo.
Un desconocido de entre los espectadores había colocado a Ash sobre sus hombros para que viera partir a la comitiva, y durante un momento los dos niños se miraron; los asustados ojos negros del principito se encontraron con los atentos ojos grises del mozo del establo de Duni Chand. Luego, la multitud se interpuso entre ambos, y medio minuto después la comitiva llego al final de la calle de los artesanos del cobre y se perdió de vista.
Sita quedó agradablemente impresionada por la moneda de oro, y, más aún, por el relato de los hechos sucedidos. Después de discutirlo mucho, decidieron llevar la moneda de oro al joyero, Borgwan Lal, que tenía fama de hombre honesto, y la cambiaron por una serie de adornos de plata que Sita, podía usar hasta que tuviera necesidad de cambiarlos por dinero en efectivo. Ninguno de los dos esperaba oír hablar más sobre el asunto (aparte de los inevitables comentarios y felicitaciones de los vecinos), pero a la mañana siguiente un pálido y pomposo oficial del palacio llamó a la puerta de la casa de Duni Chand. Su Alteza el Yuveraj, explicó el oficial ceremoniosamente, deseaba la presencia en el palacio de aquel insignificante chiquillo en seguida; allí se le asignaría un lugar donde dormir y algún puesto menor en la casa de Su Alteza.
—No, no puedo —replicó Ash, asombrado—. A mi madre no le gustaría vivir sola, y yo no puedo abandonarla. Ella no querría… —Le interrumpieron bruscamente.
—Lo que quiere tu madre no importa. Su Alteza ordena que trabajes para él, de manera que apresúrate y lávate. No puedes venir con esos harapos.
Sólo cabía obedecer. Ash fue escoltado hasta la frutería, donde se cambió apresuradamente la ropa por el único otro atuendo que poseía, y consoló a la desesperada Sita, diciéndole que no se preocupara; que volvería pronto. Muy pronto…
—No llores, madre. No hay por qué llorar. Le diré al Yuveraj que prefiero quedarme aquí, y como lo salvé de que se hiriera, me permitirá volver, Ya verás. Además, no pueden retenerme contra mi voluntad.
Seguro de lo que decía, abrazó a su madre y siguió a los sirvientes del Yuveraj por la puerta de la ciudad hasta el Hawa Mahal, el palacio-fortaleza de los rajás de Gulkote.