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Sita no tendría más de veinticinco años, pero representaba el doble de esa edad, a causa del duro trabajo y los embarazos, los cinco hijos que dio a luz y la amargura y desilusión que le causó su pérdida. Todo contribuyó a envejecerla prematuramente. No sabía leer ni escribir y no era muy inteligente, pero tenía valor, lealtad y un corazón tierno. Y jamás se le ocurrió guardar para ella el dinero que le había dado Hilary, ni desobedecer sus órdenes. Había amado al hijo de Hilary desde el momento de su nacimiento, y ahora Hilary le había entregado el niño a ella, con el encargo de que lo devolviera a su familia. Ahora sólo quedaba ella para cuidar de Ash-Baba: toda la responsabilidad había caído sobre sus hombros, pero no la eludiría.

No tenía idea de quiénes eran las personas relacionadas con el niño ni de cómo podría encontrarlas, pero esto no le preocupaba demasiado, porque recordaba el número de la casa, en el acantonamiento de Delhi, donde el padre de Ash-Baba había dejado la mayor parte de su equipaje, y también el nombre del sahib-coronel que vivía allí. Llevaría al niño a Delhi, a Abuthnot sahib y a su Mensahib, quienes se ocuparían de todo. Seguramente necesitarían una ayah para el niño, de manera que ella, Sita, no tendría que separarse de, él. Delhi quedaba hacia el Sur, era una gran distancia pero Sita no dudaba de que podrían llegar allí sin problemas. Sin embargo como la suma de dinero que había tomado de la caja era muy superior, a todo lo que había visto en su vida, tuvo miedo de atraer demasiado la atención a por el camino y vistió a Ash con la ropa más vieja que tenía, advirtiéndole que en ningún caso debía hablar con extraños.

En mayo consiguieron llegar cerca de la ciudad de los mogoles, porque Ash era demasiado pesado para llevarlo en brazos, salvo en cortas distancias, pues, aunque era un niño robusto, sólo podía caminar unos kilómetros al día. Además, el clima que solía ser fresco en esa época del año, se estaba volviendo más caluroso y los largos días abrasadores hacían más lenta la marcha. Ash había aceptado el viaje sin hacer preguntas, porque nunca había conocido otra cosa y el constante cambio de escena no era nada nuevo para él. La única estabilidad que había conocido en su vida era la presencia de las mismas personas: Sita, el tío Akbar y el Burra-Sahib; Daya Ram y Kartar Singh, Swab Gul, Tara Chand, Dunno y unas veinte personas más. Y aunque ahora todos los demás habían desaparecido menos Sita, al menos ella seguía estando a su lado, junto con toda la India y la escena india familiar.

Viajaban despacio, comprando la comida en los pueblos por los que pasaban y, en general, durmiendo al aire libre para evitar preguntas, por lo que los dos estaban muy cansados cuando los muros, las cúpulas y los minaretes de Delhi aparecieron en el horizonte, espectrales en el anochecer polvoriento y dorado. Sita esperaba llegar a la ciudad antes de que oscureciera; pensaba pasar la noche en casa de un pariente lejano de Daya Ram que tenía una tienda de granos en una calle lateral del Chandi Chowk, donde podría lavar y planchar la ropa inglesa que había escondido en el bulto, y vestir correctamente a Ash-Baba antes de llevarlo al acantonamiento. Pero aquel día habían recorrido casi nueve kilómetros, y aunque las murallas de Delhi no parecían estar a gran distancia, el sol se había puesto cuando aún les faltaba medio kilómetro para llegar al puente de barcas por el que debían cruzar el Jumna.

Para llegar a la tienda de granos tenían que andar aún otros quinientos meros, y pronto estaría demasiado oscuro para seguir. Pero tenían suficiente comida y bebida para la cena, y como el niño estaba demasiado cansado y soñoliento para continuar el camino, Sita lo llevó hasta un peepul que asomaba por encima de una pared derruida, y después de darle de comer, extendió una manta entre las raíces de un árbol y le cantó una vieja canción infantil del Punjab: «Arré Ko-ko, jarré Ko-ko», y esa canción de cuna tan amada que dice:

Nini baba, nini

Muckan, roti, cheeni.

Roti muckan hogya

Hamara baba sogya[1].

La noche era tibia, sin viento y estrellada, y desde donde se encontraba, rodeando con el brazo el cuerpecito del niño, Sita veía parpadear las luces de Delhi más allá de la llanura, como un resplandor de oro en la oscuridad aterciopelada. Los chacales aullaban entre las ruinas de otras Delhis más antiguas, los murciélagos y las aves nocturnas de gritos ásperos bajaban y se agitaban de rama en rama; en una ocasión, una hiena lanzó su espantosa risa desde una zona de pasto gigante, y una mangosta lanzó su furiosa respuesta desde las sombras. Pero todos estos eran sonidos familiares, tan familiares como los tam-tam que se oían desde la ciudad distante y el agudo zumbido de las cigarras; enseguida Sita se cubrió la cara con un extremo de su chuddah y se durmió.

Sita se despertó con las primeras luces del alba, arrancada bruscamente del sueño por un sonido menos familiar: el rápido golpeteo de los cascos de los caballos, el ruido de armas de fuego y voces de hombres que gritaban. Se aproximaban hombres a caballo por el camino, en la dirección de Meerut y cabalgaban como endemoniados; el polvo que levantaban formaba una nube de humo blanco tras ellos en la llanura iluminada por la luz del amanecer. Pasaron como un relámpago a pocos metros del peepul, disparando salvajemente al aire y gritando como lo hacen los hombres cuando compiten en una carrera. Sita vio sus ojos fijos y sus rostros frenéticos, y la espuma que volaba desde los cuellos y los flancos tensos de los caballos al galope. Eran sowars (jinetes) que vestían el uniforme de uno de los regimientos de Caballería de Bengala: sowars de Meerut. Pero sus uniformes se veían desgarrados y cubiertos de polvo y sucios por las oscuras e inconfundibles manchas de sangre.

Una bala perdida pasó entre las ramas, del peepul y Sita se agachó, abrazando a Ash, que había sido despertado por el ruido. Un momento después, los jinetes habían pasado y el remolino de polvo que les seguía los envolvió en una nube asfixiante; Sita tosió y jadeó y se cubrió la cara con los pliegues del sari. Cuando el polvo se disipó y pudo ver nuevamente, los jinetes habían llegado al río y se oyó, débil pero claro, en el silencio del amanecer, la hueca resonancia de los cascos que cruzaban el puente de los botes.

La impresión de hombres desesperados que huían temiendo a la persecución fue tan vívido que Sita tomó en brazos al niño, corrió a refugiarse entre las altas hierbas y quedó allí acurrucada, esperando el clamor y los gritos que seguramente se producirían.

Permaneció allí casi una hora, acallando al niño asustado y rogándole en susurros que permaneciera quieto y no hiciera ruido; pero, aunque no oyó más ruido de caballos por el camino de Meerut, la quietud de la mañana permitía captar con claridad una zona lejana de disparos y voces de hombres que gritaban bajo las murallas de Delhi. Enseguida también esos ruidos cesaron o fueron absorbidos por los normales de un día de trabajo de la ciudad que despertaba y los de una mañana en la India: el chirrido de la garrucha de un pozo: las perdices que cantaban en la llanura y el graznido de las grullas junto al río; el áspero chillido de un pavo real entre las plantaciones; el parloteo de los pájaros tejedores. Más allá, una tropa de monos se colgó de las ramas de un peepul, a la vez que una brisa débil y suave agitaba las altas hierbas con un susurro monótono que ahogaba cualquier otro ruido.

—¿Es un tigre? —susurró Ash, que había presenciado muchas cacerías al lado del tío Akbar.

—No, pero no debemos hablar. Tenemos que estar callados —le recomendó Sita.

No podía explicar el temor que le habían causado los jinetes, ni sabía exactamente de qué tenía miedo. Pero su corazón continuaba latiendo desacompasadamente, y sabía que ni siquiera el cólera ni las horas terribles de la última noche pasada en el campamento la habían atemorizado como la visión de aquellos hombres. Al fin y al cabo, conocía los estragos del cólera, como conocía la enfermedad y la muerte y las costumbres de los animales salvajes. Pero esto era otra cosa: algo inexplicable y aterrador.

Un carro arrastrado por un par de bueyes soñolientos avanzaba dando tumbos por el camino y aquel ruido familiar y tranquilo le devolvió la calma. El sol lamió el borde del horizonte lejano y de pronto se hizo de día; la respiración de Sita se normalizó. Se puso en pie con cautela y, mirando por encima de las hierbas, vio que el camino, iluminado por el sol, aparecía desierto. No se divisaba el menor movimiento, lo cual también era extraño; generalmente, en el camino de Meerut, reinaba gran actividad, ya que conducía el tráfico principal de Rohilkund y Oude a Delhi. Pero a Sita la soledad y el silencio, le infundieron valor; sin embargo, como no deseaba seguir muy de cerca a aquellos jinetes enloquecidos, consideró más acertado esperar un rato. Aún le quedaba un poco de comida, pero se le había terminado la leche la noche anterior y los dos tenían sed.

—Espera aquí —dijo a Ash—. Iré al río a traer agua, pero no tardaré. No te muevas de aquí, cariño. Quédate quieto y no te pasará nada.

Ash obedeció, porque se había contagiado del pánico de Sita, y, por primera vez en su vida, sintió miedo. Aunque, como Sita, tampoco podía explicar a qué obedecían sus temores.

La espera fue larga, porque Sita se desvió un tanto y se acercó al río en un lugar más allá del punto en que el camino llevaba al puente de barcas, que habría sido el trayecto más corto. Desde allí podía ver los bancos de arena y los canales móviles del Jumma hasta las Puertas de Calcuta, y el largo muro que conducía más allá del Arsenal y del Fuerte, así como oír con más claridad el ruido de la ciudad, que en la distancia semejaba el rugido de una colmena en plena conmoción ampliado mil veces.

Mezclado con ese sonido, se escuchaba el ruido más agudo de los disparos, a veces uno aislado, otras, una descarga cerrada. El suelo sobre los tejados aparecía lleno de pájaros, halcones, bandadas de cuervos y palomas asustadas, que describían giros, bajaban bruscamente y volvían a ascender como si algo les trastornara. Sí, aquella mañana sucedía algo grave en Delhi, por lo que sería mejor mantenerse a distancia y no intentar entrar en la ciudad antes de averiguarlo. Era lamentable que les quedara tan poca comida, pero sería suficiente para alimentar al niño, y al menos tendrían agua.

Sita llenó de agua su lotah (recipiente) de bronce y regresó sigilosamente a la seguridad de las altas hierbas junto al camino de Meerut, manteniéndose en lo posible, al resguardo de los kikares, las rocas y los arbustos para no ser descubierta. Decidió que permanecerían allí hasta que se hiciera de noche y luego cruzarían el puente, pasando por las afueras de la ciudad para llegar directamente a los acantonamientos. Sería una larga caminata para Ash-Baba, pero si descansaba todo el día… Sita abrió un hueco más cómodo para el niño en medio de las hierbas, aunque el lugar era polvoriento, no llegaba el aire a él y el calor abrasaba. Ash, que había perdido ya el miedo, se mostraba aburrido e inquieto. Sin embargo, poco después de mediodía, se quedó profundamente dormido, pues la forzosa inactividad le produjo modorra.

Sita también dormitó a ratos, tranquilizada por el lento chirrido de las carretas que avanzaban por el polvoriento camino; de vez en cuando, podía escuchar el alegre sonido de la campanilla de una ekka (carruaje ligero de dos ruedas) que pasaba por allí. Todo esto parecía anunciar que se había restablecido el tráfico normal por el camino de Meerut, de manera que el peligro (si existió) ya había pasado, y lo que había visto sólo eran mensajeros que corrían hacia la residencia de Bahadur Shah, el mogol, con noticias que habían causado gran excitación y alborozo en la ciudad; tal vez la noticia de una gran victoria obtenida por el Ejército de Bengala de la Compañía en algún lejano campo de batalla, o el nacimiento de un hijo de algún monarca amigo… ¿Quizá de la Padishah Victoria en Belait (Inglaterra)?

Estas conjeturas y otras igualmente tranquilizadoras calmaron un tanto los temores de Sita. Ahora, ya no se escuchaba el tumulto de la ciudad, porque, aunque la débil corriente de aire que agitaba la arena húmeda y las aguas de las ondulantes orillas del río Jumma no llegaba a levantar el polvo del camino, tenía fuerza suficiente para mover las puntas de las altas hierbas. «Partiremos cuando se despierte el niño», pensó Sita. Pero en el mismo momento de pensarlo su ilusión de paz y tranquilidad saltó por los aires. Un salvaje estremecimiento sacudió la llanura como una ola invisible, hizo temblar los árboles y removió hasta el suelo donde estaba sentada. Tras él llegó un ruido aterrador, espantoso, que rompió el silencio susurrante de la tarde calurosa, como un rayo que abate a un pino.

La violencia del ruido despertó bruscamente a Ash, a la vez que Sita se ponía en pie de un salto, sacudida por la conmoción; al mirar por encima de las altas hierbas, vio una gran columna de humo que se elevaba por encima de los muros distantes de Delhi: una columna aterradora, retorcida, con la parte superior en forma de hongo, que brillaba con el resplandor rojizo del sol del atardecer. No tenía idea de lo que significaba, como tampoco nunca supo que lo que había visto era la explosión del polvorín de Delhi, volado por un reducido grupo de supervivientes británicos para evitar que cayera en manos de las turbas.

Horas después, aún continuaba elevándose al cielo la columna de humo, ahora de color rosado en el atardecer. Cuando por fin Sita y el niño se aventuraron a salir de su escondite, los primeros rayos de la luna bañaban con su luz plateada los contornos de las cosas cada vez más difuminados.

Volverse atrás ahora que estaban tan cerca de su destino, resultaba inconcebible, aunque si hubiera habido otro camino para llegar a los acantonamientos, Sita lo habría tomado. Pero no se atrevía a atravesar el Jumma y no había otro puente en muchos kilómetros. Tendrían que cruzar el río por el puente de barcas, y así lo hicieron, avanzando a toda prisa a la luz de la luna, detrás del cortejo de una boda, pero unos hombres armados les detuvieron al otro lado del puente. Al ver una mujer sola con un niño, les permitieron el paso, aunque los vigilantes interrogaron a los de la boda; de la mezcla de preguntas y respuestas, Sita obtuvo la primera información sobre los acontecimientos del día.

Hilary tenía razón. Y Akbar Khan también. Había muchos agravios que no fueron reparados, muchas injusticias no reconocidas ni enmendadas, y los hombres no podían tolerar eternamente estas cosas. El motivo que provocó el inicio de los acontecimientos carecía de importancia: una polémica sobre unos cartuchos engrasados que se habían entregado al Ejército de Bengala para que los usara en sus nuevos rifles; se sospechaba que la grasa era una mezcla de grasa de vaca y de cerdo… el contacto con la vaca destruía la casta de un hindú y el contacto con el cerdo profanaba a un mahometano. Pero esto sólo era una excusa.

Desde el día, medio siglo antes, en que estalló el primer motín y hubo derramamiento de sangre porque la Compañía intentó imponer el uso de una cartuchera de cuero y un nuevo modelo de gorra a las tropas de Vellore, en Madrás, los cipayos sospechaban que se estaba tramando una conspiración para privarles de la casta, la más apreciada de las instituciones hindúes. El motín de Vellore fue sofocado con rapidez y ferocidad, como había sucedido con insurrecciones similares en años anteriores. Pero la Compañía hizo caso omiso de la advertencia, y se indignó ante la protesta por los cartuchos engrasados.

En Barrackpore, un cipayo enfurecido, Mangal Pandy, del 34 Regimiento de Tropas indígenas después de incitar a la rebelión a sus compañeros, disparó contra el residente británico y le hirió. El soldado fue ahorcado, y sus compañeros cipayos que lo habían observado todo en silencio, fueron desarmados. El propio regimiento se dispersó. Y como el gobernador general se vio enfrentado con un descontento aún mayor, no tuvo más opción que ordenar la retirada de los nuevos cartuchos.

Pero ya era demasiado tarde, porque los cipayos consideraron que la orden demostraba que ellos tenían razón y, lejos de disminuir la tensión, la elevó hasta límites insospechados. De toda la India llegaron noticias de incendios provocados, pero a pesar de lo explosivo de la situación y del hecho de que hombres de reconocido prestigio estuviesen al corriente del inminente desastre, el comandante del 3.er Regimiento de Caballería, estacionado en Meerut, decidió dar una lección a los hombres de su unidad obligándoles a usar los cartuchos motivo de la polémica. Ochenta y cinco de sus sowars (soldados de caballería) se negaron cortésmente pero con firmeza, a usarlos: fueron arrestados y juzgados en un consejo de guerra, que les condenó a trabajos forzados a perpetuidad.

El general Hewitt, obeso, torpe y con más de setenta años, ordenó de mala gana que todas las fuerzas de Meerut se concentraran para escuchar la lectura de las sentencias. Los ochenta y cinco sowars fueron despojados públicamente de sus uniformes, se les colocaron grilletes en los pies y luego fueron trasladados a la prisión donde debían pasar el resto de sus días. Pero ese acto prolongado y sin gloria resultó ser un error aún mayor que las propias sentencias, porque la multitud sintió simpatía por los sowars encadenados, y durante aquella noche, los hombres, en los cuarteles y mercados de Meerut, hirvieron de furia y de vergüenza, y prepararon el desquite.

A la mañana siguiente estalló la tormenta que amenazaba desde hacía tanto tiempo: una turba de cipayos enardecidos asaltó la cárcel, liberó a los presos y se volvió contra los británicos. Después de un día de revuelta, asesinatos y violencia, los sowars del 3.er Regimiento de Caballería prendieron fuego a las casas saqueadas y obligaron a la guarnición de Delhi a alzarse en rebeldía y poner sus armas al servicio de Bahadur Shah, el verdadero rey de Delhi y el último de los mogoles. Estos fueron los hombres que vio Sita al amanecer y que reconoció, con terror y fatídico presentimiento, como mensajeros del desastre.

Al parecer, el mogol no les hizo mucho caso al principio, pues había muchos regimientos británicos en Meerut y esperaba que, en cualquier momento, se lanzaran al ataque contra los insubordinados. Sólo cuando no hizo acto de presencia ningún soldado, se convenció de que los cipayos del 3.º de Caballería habían dicho la verdad cuando afirmaron que todos los sahib-log de Meerut estaban muertos. Después corrió la voz de que habían hecho una matanza similar con todos los europeos residentes en Delhi. Algunos británicos se encerraron en el polvorín, y cuando comprendieron que no podrían defenderlo, lo volaron, y ellos, con él. Otros fueron asesinados por las tropas amotinadas o por las turbas que se habían levantado en favor de los héroes de Meerut. A aquella hora, aún continuaban buscando europeos por las calles de la ciudad.

Al escuchar el relato de los acontecimientos, Sita apartó al niño de la luz las antorchas y lo arrastró hacia las sombras, aterrorizada de que pudieran reconocerlo como angrezi (inglés) y los soldados lo destrozaran con sus sables. El rugido de la multitud y el estruendo de los edificios que se derrumbaban y ardían eran una advertencia más clara que cualquier palabra sobre los peligros que podrían esperarles en la ciudad. Apartándose de las Puertas de Calcuta, Sita se deslizó en la oscuridad en dirección al Fuerte, siguiendo por la estrecha franja de tierra desierta que se extendía entre el río y las murallas de Delhi.

El suelo era irregular y lleno de piedras y agujeros; las cortas piernas de Ash, trotando junto a ella, se cansaron pronto. Pero ahora la luna estaba alta, y el resplandor de las casas en llamas iluminaba la noche con una claridad diurna. Habían andado menos de quinientos metros cuando encontraron un asno que vagaba sin rumbo entre las piedras y los montones de basura y se lo apropiaron. Probablemente, pertenecía a un dhobi (lavandero) o un cortador de hierba que no lo había atado bien, o que lo había olvidado temporalmente al lanzarse hacia la ciudad para participar en el saqueo de tiendas y casas de europeos. Pero, para Sita, representaba un don del cielo y lo aceptó como tal. Colocó a Ash sobre el lomo del animal y montó detrás de él. El asno, seguramente acostumbrado a cargas más pesadas, salió al trote en cuanto sintió el toque del talón de Sita, por alguna senda desconocida entre las rocas y la basura amontonada en la explanada del otro lado del foso de la ciudad.

Los cascos del asno hacían muy poco ruido en el suelo arenoso, y el sari color rinoso de Sita se perdía entre las sombras; pero aquella noche había hombres en las murallas que sospechaban de todo sonido o movimiento, y dos veces les llamaron con voces ásperas o les hicieron disparos que repicaron en las piedras o silbaron sobre sus cabezas para luego perderse en el río. Por fin pasaron el Fuerte y la contraescarpa, y siguieron por el estrecho espacio abierto que separaba la Puerta de Cachemira de los oscuros y tranquilizantes matorrales de Kudsia Bagh.

Aún les dispararon de nuevo, pero no les acertaron, y diez minutos después estaban entre los árboles, y Delhi detrás de ellos: una franja negra, irregular, de muros y almenas, tejados y árboles, de los que emergían los delicados minaretes de las mezquitas, todo claramente visible por el resplandor de los incendios. A la derecha quedaba el río, y más adelante, a la izquierda, la larga línea negra de los riscos, una barrera natural de roca entre los acantonamientos y la ciudad.

Siempre había luces en los acantonamientos, en los bungalows, los cuarteles, los comedores y en los dormitorios de la tropa. El resplandor que creaban en el cielo de la noche era familiar, pero aquella noche era mucho más intenso y menos constante; aumentaba y disminuía como si también allí hubiera incendios. Sita pensó que el sahib-log habría mandado encender fogatas alrededor del acantonamiento para impedir ataques desde la oscuridad, y le pareció una idea sensata, que la obligaría a avanzar con más lentitud, porque había hombres armados en el camino que unía la ciudad con los riscos y los acantonamientos, figuras que andaban apresuradamente a pie o a caballo y que ella supuso serían saqueadores o amotinados. Debía llegar cuanto antes con el niño a la seguridad de la casa de Abuthnot-Sahib, pero sería más sensato esperar a que los árboles y los matorrales proporcionaran un escondite, y hubiera menos actividad en el camino al acantonamiento. El asno dio un salto tan de repente, que faltó muy poco para que los arrojara al suelo. Se quedó inmóvil, resoplando con alarma, y cuando Sita le clavó los talones retrocedió en lugar de avanzar, de modo que se vio obligada a apearse.

¡Dekho! (¡Mira!) —dijo Ash que veía en la oscuridad casi tan bien como el asno—. Hay alguien allí, entre los arbustos.

Su voz revelaba interés más bien que alarma, y si no habló antes fue porque nunca había sido muy charlatán, excepto, ocasionalmente, con Akbar Khan. Los disparos y los gritos le habían excitado, pero muy poco más, porque el tío Akbar le había llevado a las cacerías antes de que aprendiera a caminar, y lo único alarmante en la situación actual era el miedo de Sita; y el hecho de que tampoco ella podía o quería explicar el cambio en las circunstancias y por qué todos aquellos que había conocido en su corta vida, todos menos Sita, le habían abandonado. Pero, como la mayoría de los niños de todo el mundo, se resignaba a la extraña conducta de los adultos y la aceptaba como parte de la marcha de las cosas. Ahora sabía que Sita estaba nuevamente asustada, y esta vez de la persona que yacía entre los arbustos también el asno tenía miedo, por lo que Ash le palmeó el lomo y le dijo:

Daro mut (no temas). Es sólo una memsahib dormida.

La mujer que había entre los arbustos estaba tendida en una actitud extraña, como si se hubiera arrastrado a gatas entre la vegetación enmarañada y se hubiese quedado dormida, exhausta. La rojiza luz de los edificios en llamas que resplandecía entre las hojas revelaba que era una mujer muy gruesa, con miriñaque y varias enaguas bajo un voluminoso vestido de alepín a rayas blancas y grises, que la hacía aún más gorda. Pero no estaba dormida, sino muerta. Seguramente, pensó Sita, apartándose con horror de esa vasta forma silenciosa, era una de los sahib-log que intentaron escapar de la matanza en la ciudad y había muerto de terror o de un ataque al corazón, porque no mostraba señales de heridas. Quizás ella también tratara de llegar a los acantonamientos, y tal vez había otros fugitivos ingleses ocultos en las sombras… o rebeldes que los buscaban.

Este último pensamiento era alarmante, pero enseguida Sita se convenció de que cualquier ruido de persecución sería perfectamente audible entre los matorrales del jardín en ruinas, y que no se realizaría una búsqueda sin antorchas para iluminar el camino. La noche era tranquila y los únicos movimientos que se oían procedían del lado del camino. Podían esperar tranquilamente allí.

Sita trabó al asno para que no se escapara, hizo un hueco entre la hierba para el niño, lo alimentó con los últimos restos de comida que le quedaban, le contó, para que se durmiera, la historia sobre el valle entre las montañas donde un día vivirían en esa casa de tejado plano entre los árboles frutales, y donde tendrían una cabra y una vaca, un perrito y un gatito…

—Y el asno —agregó Ash con voz soñolienta—. Debemos llevar el asno.

—Claro que llevaremos al asno, nos ayudará a traer las cántaras desde el río, y la leña para el fuego, porque cuando cae la noche refresca en los altos valles… el ambiente es fresco y agradable, y el viento que sopla a través de los bosques tiene olor a pino y a nieve y hace este sonido: Shhh… Shhh… Shhhh… —Ash suspiró feliz, y se quedó dormido.

Sita esperó pacientemente una hora tras otra, hasta que el resplandor del cielo se apagó, y al intuir la proximidad de la mañana despertó al niño y salió furtivamente del Kudsia Bagh para completar el último trecho hasta los acantonamientos de Delhi.

Ahora el camino aparecía desierto, gris y profundo en medio del polvo, y aunque llegaba aire fresco del río y de las largas extensiones de arena húmeda, llegaba cargado de olor a humo y de un leve hedor de corrupción, y el silencio ampliaba cada pequeño ruido: el crujido de una ramita que pisaban, una piedra bajo el casco del asno y la respiración entrecortada de Sita.

La ultima vez que ella y el niño habían venido hasta aquí hicieron el viaje en carruaje y la distancia parecía mucho más corta; pero ahora parecía interminable, y mucho antes de que llegaran a lo alto de los riscos el cielo adquirió una tonalidad grisácea con el primer anuncio del amanecer, y las masas negras informes, a derecha e izquierda, se transformaron en rocas y espinos achaparrados. Avanzaron con más facilidad cuando el camino comenzó a descender; y el silencio reinante tranquilizaba a Sita. Si los habitantes del acantonamiento podían dormir con tanta despreocupación, es que nada grave sucedía y ya no habría más problemas… o tal vez nunca habían llegado allí.

No brillaban luces a esta hora, y los caminos, los bungalows y los jardines aparecían silenciosos. Pero, de pronto, el olor a quemado se intensificó, y no era el olor familiar de los fuegos de carbón o de estiércol, sino el olor más fuerte de vigas y paja quemados, de la tierra y los ladrillos chamuscados.

Todavía estaba demasiado oscuro para distinguir más que las siluetas de los árboles y de las casas, y aunque ahora el paso del asno era perfectamente audible en la superficie más dura del camino, nadie los detuvo, pues parecía que también los centinelas dormían.

La casa de los Abuthnot se encontraba en el lado más cercano del acantonamiento, en un camino sombreado de árboles. Sita la localizó fácilmente. Se apeó ante la verja de la entrada, bajó al niño del asno y comenzó a desanudar los extremos de su bulto.

—¿Qué haces? —preguntó Ash, interesado. Esperaba que Sita sacara algo para darle de comer, porque tenía hambre. Pero Sita estaba sacando el trajecito de marinero que pensaba ponerle en casa del primo de Daya Ram, el comerciante en granos. No era correcto que el hijo de un burra-sahib se presentara a las amistades de su padre vestido con la ropa polvorienta, con manchas del viaje, de un árabe de la calle; al menos se encargaría de que se presentase bien vestido. El traje estaba arrugado, pero limpio, y los zapatos, bien lustrados; seguramente la memsahib disculparía la falta de planchado…

Ash suspiró con resignación y permitió que le pusieran el odiado traje de marinero sin protestar. Parecía haber crecido mucho desde la última vez que lo había usado, porque le quedaba incómodamente apretado, y cuando llegó el momento de ponerse los zapatos europeos con cordones, le resultó imposible introducir los pies en ellos.

—Haz un esfuerzo, piara (querido) —lo regañó Sita, casi llorando por el cansancio y la frustración—. Empuja más… un poco más.

Pero fue imposible, y tuvo que permitirle que apoyara el talón en la parte de atrás y los usara como zapatillas. La gorra blanca de marinero, con su ancha cinta azul, no había mejorado con su largo encierro en el bulto, pero Sita la alisó con sus manos ansiosas y le anudó cuidadosamente la cinta bajo el mentón.

—Ahora pareces un verdadero sahib, cariño —susurró Sita, besándolo. Se secó una lágrima con el borde del sari, guardó las ropas viejas en el bulto, se puso de pie y condujo al niño por el sendero hacia la casa.

El jardín ya tenía un color gris plateado a la pálida luz del amanecer, y se veía con gran nitidez la casa de los Abuthnot… en absoluto silencio. Tan silenciosa que, cuando se acercaron, oyeron el rápido repiqueteo de unas patas en el felpudo, a la vez que una sombra negra escapaba por una puerta abierta, y, después de deslizarse por la galería, huía por el césped. No era el perro de sahib, ni siquiera uno de esos perros vagabundos que vagaban por los mercadillos del acantonamiento, sino una hiena, con su característico lomo alto y encorvado y su parte trasera ridículamente pequeña, inconfundible con la luz cada vez más clara…

Sita quedó inmóvil, invadida por el pánico. Oía el ruido de las hojas mientras la hiena se deslizaba entre los arbustos, y la constante masticación del asno junto al portón. Pero de la casa no llegaba ningún sonido. ¿Dónde estaba el chowkidar, el sereno nocturno que debía vigilar el bungalow? De repente, vio un pequeño objeto blanco en la grava, casi junto a su pie, y se agacho despacio a recogerlo. Era un zapato de raso de tacón alto, como los que usaban las memsahibs en las noches de baile, o burra khanas (grandes cenas), un objeto incongruente para encontrarlo tirado a aquella hora en el sendero de entrada… o a ninguna otra hora.

Los ojos asustados de Sita recorrieron velozmente el césped y los macizos de arbustos y vio por primera vez que había otros objetos en el jardín: libros, pedazos de porcelana rota, fragmentos de ropas desgarradas, una media… Dejó caer el zapato de raso, dio media vuelta y corrió hacia la verja de entrada arrastrando a Ash y lo empujó a la sombra de un pimentero.

—Quédate aquí, piara —ordenó Sita con una voz que Ash jamás le había oído antes—. Échate hacia atrás… quédate a la sombra y no hagas ningún ruido. Veré primero quién hay en la casa, y luego vendré a buscarte. Por el amor de Dios, no hagas ningún ruido.

—¿Me traerás algo de comer? —preguntó ansiosamente Ash, agregando con un suspiro—: Tengo tanta hambre.

—Sí, sí. Encontraré algo. Te lo prometo. Pero quédate quieto.

Lo dejó, cruzó el jardín, y, armándose de valor, subió los peldaños de la galería y entró en la casa silenciosa. No había nadie. Las habitaciones, oscuras y vacías, estaban llenas de muebles destrozados y de los restos abandonados por los hombres que habían saqueado los objetos de valor y destruido caprichosamente todo lo demás. También la parte destinada a los sirvientes estaba desierta, y evidentemente habían intentado prender fuego al bungalow, pero sin éxito, y detrás de la puerta rota de la despensa aún había bastante comida que nadie había pensado en llevarse, tal vez porque la casta de los saqueadores les prohibía tocarla.

En otras circunstancias, Sita habría mostrado prevenciones similares. Pero ahora llenó un pedazo de mantel con todo lo que pudo: había pan y curry frío, un recipiente de dal y restos de un budín de arroz, unas patatas hervidas y gran cantidad de fruta fresca, una lata de mermelada y media de melocotones y varias clases de galletitas. También había leche, pero estaba agria, y diversas latas de conservas, demasiado pesadas para llevarlas. Pero entre algunas botellas de vino rotas había una que escapó de la destrucción, y, aunque estaba vacía, Sita encontró muchos corchos; la llenó de agua fría de un chatti (recipiente) de barro que encontró en la cocina y se apresuró a reunirse con Ash.

El cielo aclaraba rápidamente y pronto los saqueadores de la víspera, los budmarshes (gente de baja calaña) de los mercados, se despertarían después de la noche de tumulto y volverían a ver si habían pasado algo por alto. Era peligroso permanecer allí un momento más, pero, antes que nada, debía quitarle al niño el revelador trajecito de marinero; mientras lo hacía, le temblaban las manos de ansiedad y apresuramiento.

Ash no entendía para qué se había tomado tanto trabajo en ponérselo y ahora se lo quitaba, pero estaba agradecido de no llevarlo puesto y aliviado de no tener que volver a usarlo, porque Sita lo dejó bajo el pimentero. Comió con gran apetito, completando la comida con un trozo de budín de arroz, mientras Sita iba a buscar agua en su lotah de bronce al pozo junto a las adelfas pisoteadas, y agua para el asno en un caldero de cuero. Luego montaron otra vez y partieron a la luz grisácea del nuevo día hacia el gran camino principal que conducía hacia Kurnal y el Punjab.

El asno habría seguido por el camino llano del acantonamiento, pero, ahora que había más luz del día, Sita veía que casi todos los bungalows estaban destruidos por el fuego, y que todavía subían horribles columnas de humo de muchas ruinas por encima de las copas de los árboles medio quemados. El catastrófico espectáculo aumentaba su miedo, por lo que Sita prefirió no cruzar el acantonamiento, sino marchar hacia las colinas y el bulto oscuro de la torre Flagstaff, donde el camino de Delhi tuerce hacia el Norte para unirse con el principal.

Al mirar hacia atrás desde la cima de la colina era difícil creer que lo que una vez fuera un activo centro poblado ahora era una cáscara vacía, porque los árboles formaban una pantalla que disimulaba este hecho y el lento humo que ascendía hasta formar una bruma podía ser el de las cocinas en que se preparaba el desayuno para la guarnición del lado más lejano de las colinas, el terreno descendía hasta unirse con la planicie por la que ondulaba la cinta de plata del Jumma entre orillas blancas y una amplia franja de tierras de cultivo. A más de dos kilómetros estaban las cúpulas de Delhi, que flotaban en la neblina de la mañana que subía del río. Un largo camino blanco, recto como la hoja de una espada, llevaba desde la torre Flagstaff hasta las Puertas de Cachemira, pero a aquella hora nada se movía en él, ni siquiera el viento. El aire estaba inmóvil y el mundo tan quieto que Sita oía, a lo lejos, el canto de un gallo en algún pueblecito más allá del canal de Najafgarh.

Las colinas también aparecían desiertas, aunque aún aquí el suelo mostraba huellas de la silenciosa evidencia del pánico: un zapato de niño, una muñeca, un sombrero de mujer adornado con rosas colgado de un espino, juguetes, libros, bultos y cajas perdidos en la oscuridad o abandonados en el frenesí de la huida, y un carruaje caído de costado en la cuneta, con una rueda rota y los ejes destrozados. Todo se hallaba cubierto del abundante rocío nocturno, que ponía diamantes sobre el desastre y una película plateada en la hierba; pero el primer aliento cálido del día ya estaba secando el rocío, y los pájaros comenzaban a gorjear en los árboles.

No había nadie en la torre Flagstaff, pero allí había más desechos. A su alrededor, el suelo pisoteado mostraba huellas de que un grupo de mujeres, niños, oficiales, sirvientes y vehículos a caballo habían acampado allí durante horas y se habían marchado poco antes porque había lámparas en el coche caído en la cuneta, y una de ellas aún ardía. Las marcas de las ruedas, de los cascos de los caballos y de pisadas humanas demostraban que los que habían estado allí escaparon hacia Kurnal, y Sita les habría seguido, pero algo la detuvo…

Cincuenta metros más allá de la torre, en el camino que llevaba al Norte pasando el mercado de Sudder hasta el punto donde dobla a la derecha hacia el gran camino principal, se veía un carruaje abandonado cargado con lo que a primera vista parecían ropas de mujer. Y nuevamente, como la noche anterior, el asno se negó a continuar. Eso fue lo que hizo que Sita observara la escena más de cerca, y vio que había cuerpos en el carro: los cadáveres de cuatro sahibs vestidos con uniforme escarlata y horriblemente mutilados; alguien había arrojado apresuradamente un vestido de muselina floreada y una enagua con volantes sobre los cadáveres, en un vano intento de ocultarlos. Las flores del vestido eran nomeolvides y capullos de rosa, y la enagua alguna vez había sido blanca, pero ahora estaban cubiertos de manchas color marrón oscuro, porque los alegres uniformes escarlata estaban destrozados por los sablazos y endurecidos por la sangre reseca.

Una mano a la que le faltaba el pulgar, pero que conservaba su anillo de sello, que nadie había pensado en llevarse, asomaba rígidamente entre los pliegues de muselina; con los ojos clavados en ella, apartándose, como el animal en que cabalgaba, del olor de la muerte, Sita abandonó toda idea de seguir detrás de los británicos.

Las historias de los hombres en el puente, la memsahib muerta en Kudsia Bagh e incluso la desolación de los acantonamientos no habían logrado hacerle captar la realidad de la situación. Era un levantamiento; revueltas, incendios y gurrh-burrh (desorden). Sita había oído historias sobre acontecimientos similares muchas veces pero nunca se había mezclado en ellos. Pero los sahib-log siempre los habían sofocado, y luego los provocadores eran ahorcados o deportados, y los sahib-log continuaban allí, con poder y en mayor número que antes. Pero los muertos del carruaje eran sahibs (oficiales del Ejército de la Compañía), y sus compañeros sahibs ni siquiera se habían detenido a enterrarlos antes de continuar la huida. Sólo arrojaron ropas de mujer sobre los cadáveres para cubrir sus rostros, dejando los cuerpos a merced de cuervos y buitres y de cualquier rufián que pasara y les despojara de sus uniformes. Ya no había seguridad en ninguna parte con los sahib-log, y Sita debía llevarse a Ash-Baba, alejarlo de Delhi y de los británicos…

Regresaron al camino por el que habían venido y cruzaron los acantonamientos en ruinas, pasando frente a bungalows ennegrecidos y sin techo, jardines pisoteados, cuarteles y polvorines devastados, y el tranquilo cementerio donde los británicos estaban enterrados en cuidadas hileras bajo tierra extranjera. Los pequeños cascos del asno sonaron huecos en el puente sobre el río Najafgarh, y una bandada de cotorras que habían estado bebiendo en un charco levantaron el vuelo en una explosión verde y sonora. Pero ahora ya habían salido del acantonamiento y estaban en campo abierto; de pronto, el mundo ya no estaba gris, sino amarillo por el amanecer y lleno de ruidos de pájaros y ardillas.

Más allá del canal, el sendero se estrechaba hasta convertirse en una estrecha franja entre plantaciones de caña de azúcar y altas hierbas, y pronto se unió con el amplio camino principal. Pero, en lugar de seguir por él, Sita y el niño lo cruzaron y tomaron un sendero que conducía al pueblecito de Dahipur. Sin el asno no habrían podido ir lejos, pero, en cuanto llegó a la carretera, Sita se apeó y siguió a pie, y en esta forma se alejaron varios kilómetros de Delhi antes de que el sol calentara demasiado. Su avance fue más lento de lo que podría haber sido, porque Sita aún conservaba una clara sensación de peligro y daba largos rodeos para evitar los pueblos y los posibles viajeros. Es verdad que Ash-Baba había heredado el cabello negro de su madre y que la vida al aire libre había dado a su piel originalmente oscura el color de cualquier indio, pero sus ojos tenían un color gris ágata, y ¿quién podía asegurar que algún suspicaz no lo reconocería como blanco y lo mataría por cobrar la recompensa? Además, nadie podía estar seguro de lo que un niño llegaría a decir o hacer, y Sita no se sentiría tranquila hasta que Delhi y los rebeldes de Meerut estuvieran a muchos días de marcha a sus espaldas.

Hasta ese momento, las plantaciones brindaban poca protección, pero la llanura aparecía bordeada de hondonadas secas, y había matorrales de arbustos y espinos que ofrecían buenos escondites, incluso para el asno. Sin embargo, también por aquí habían pasado los ingleses, porque una zumbante nube de moscas reveló la presencia del cadáver de un euroasiático de bastante edad, probablemente empleado de las oficinas del Gobierno. También él, como la mujer gruesa en el Kudsia Bagh, se había arrastrado hasta las hierbas para morir allí, pero, a diferencia de la mujer, tenía heridas tan terribles que era increíble que hubiera podido llegar tan lejos.

A Sita la trastornó que también otros hubieran intentado escapar a través de los campos en lugar de tomar el camino a Kurnal. La visión de estos desdichados fugitivos sólo serviría para llevar las noticias del levantamiento a pueblos que hasta entonces estaban en paz y encender el odio a los feringhis (extranjeros) y apoyar a los cipayos rebeldes. Sita esperaba que, siguiendo esta ruta, se alejaría de los acontecimientos de Delhi. Ahora le parecía haberse impuesto una tarea imposible, porque el hombre muerto evidentemente estaba allí desde el día anterior, y era muy probable que alguien le hubiese ayudado a llegar tan lejos… la misma persona que se preocupó de extender un pañuelo sobre su cara antes de abandonarlo a las moscas y a los devoradores de carroña. Sita obligó a seguir andando al asno, y distrajo la atención de Ash y sus propios pensamientos angustiosos embarcándose en su historia favorita del valle secreto, que un día encontrarían y donde vivirían felices durante el resto de sus días.

Hacia el anochecer estaban bastante lejos de la ruta transitada, y Sita pensó que podían detenerse sin peligro en un pueblo cuyas luces parpadeantes prometían un mercado y la perspectiva de comida caliente y leche fresca. Ash-Baba estaba cansado y con sueño y, por tanto, era menos probable que hablara; además, también el asno necesitaba comida y bebida, y Sita misma se encontraba muy fatigada. Aquella noche durmieron en el cobertizo de un agricultor hospitalario, a quien Sita dijo que era la mujer de un herrero del camino a Jullunder, que volvía de Agra con un sobrino huérfano, hijo de un hermano de su marido. Compró comida caliente y leche de búfalo en un mercado donde oyó una serie de rumores inquietantes, a cuál peor. Más tarde, cuando Ash dormía, se reunió con un grupo de gente del pueblo que hablaba junto a las eras.

Sentada en las sombras, oyó historias de la rebelión; el relato había llegado al pueblo aquella mañana, traído por un grupo de gujars, y en las últimas horas de la tarde lo confirmaron cinco cipayos del 54 Regimiento de Tropas indígenas, que se habían unido a los rebeldes en las Puertas de Cachemira el día anterior, y ahora iban camino de Sirdana y Mazafnagar para llevar las noticias de que por fin había sido aplastado el poder de la Compañía y que nuevamente un mogol era rey de Delhi. No se omitían detalles en el relato, y al oírlo repetir por los ancianos del pueblo, después de haber visto por sí misma a los hombres del 3.º de Caballería galopando por el camino a Meerut, Sita lo creyó.

Los ancianos dijeron que todos los ingleses de Meerut habían muerto, con lo cual confirmaban lo dicho por los sowars en el puente de barcas, y que también en Delhi los habían matado a todos… tanto en la ciudad como en los acantonamientos. Y no solamente en Delhi y en Meerut; porque los regimientos se habían sublevado en toda la India, y pronto no quedarían feringhis vivos en el país… ni siquiera un niño. Los que habían tratado de huir para salvarse eran buscados Y asesinados, mientras que los que intentaban esconderse en la jungla serían exterminados por los animales salvajes… si no morían antes de hambre, sed y vivir a la intemperie. Para ellos todo había terminado. Se habían volatilizado como el polvo en el viento, y no quedaría ni uno para hablar de ello. La vergüenza de Plassey[2] estaba vengada y habían concluido los cien años de dominación… Y ahora ya no había que pagar impuestos.

—¿Esh-Mitt sahib también está muerto, entonces? —preguntó una voz asustada refiriéndose tal vez al funcionario local del distrito que, muy probablemente era el único hombre blanco que habían visto en su vida los habitantes del lugar.

—Sin duda. Porque el viernes, así lo dijo Durga Dass, fue a Delhi a ver, al sahib-alcalde. El cipayo con la cara marcada de viruela ¿no dijo que habían asesinado a todos los angrezi-log de Delhi? Seguro que está muerto. Él y todos los demás de su maldita raza.

Sita escuchó las conversaciones. Luego, deslizándose en la oscuridad, volvió rápidamente al mercado, donde compró un pequeño recipiente de barro para preparar una tintura que era igualmente eficaz y duradera para la piel humana que para la tela de algodón. La dejó reposar durante la noche y por la mañana estaba a punto. Mucho antes de que el pueblo despertara, hizo levantar a Ash, lo condujo a la luz difusa del amanecer a un lugar detrás de un macizo de cactus y allí le quitó la ropa y le aplicó la tintura con un pedazo de tela de algodón. Le rogó que no se lo contara a nadie y que recordara que desde ese momento su nombre era Ashok.

—¿No lo olvidarás, cariño? Ashok… ¿Me prometes que no lo olvidarás?

—¿Es un juego? —preguntó Ash, intrigado.

—Sí es un juego. Juguemos a que tu nombre es Ashok y a que eres mi hijo. Mi verdadero hijo: tu padre está muerto… los dioses saben que es cierto. ¿Cómo te llamas, hijo?

—Ashok.

Sita lo besó apasionadamente, le ordenó que jamás contestara preguntas, y volvió a llevarlo al cobertizo. Después de hacer una comida frugal, Sita pagó su alojamiento y enseguida marcharon por los campos, y a mediodía habían dejado muy atrás el pueblo, y Delhi y el camino de Meerut no eran más que un recuerdo desagradable.

—Iremos al Norte. Tal vez a Mardan. En el Norte estaremos seguros.

—¿En el valle? —preguntó Ash—. ¿Vamos a nuestro valle?

—Todavía no, mi rey. Algún día, seguramente. Pero eso también está al Norte, de manera que marcharemos en esa dirección.

Fue muy acertado que lo hicieran, porque lo que dejaban detrás era una tierra asolada por la violencia y el terror. En Agra y Alipore, Neemuch, Nusserabad y Lucknow, por todo Rohilkhand, India Central y Bundelkhand, en ciudades y acantonamientos por todo el país, los nativos se levantaban contra los británicos.

En Cawnpore, el Nana, hijo adoptivo del fallecido Peshwa, a quien las autoridades se habían negado a reconocer, se rebeló contra sus opresores y los sitió en sus trincheras trágicamente inadecuadas; y cuando después de veinte días los supervivientes aceptaron su ofrecimiento de salvoconducto, fueron conducidos a unos botes que, según les dijeron, les llevarían a Allahabad, pero los incendiaron desde la orilla. Los que lograron alcanzar la orilla fueron apresados: a los hombres los fusilaron, mientras que unos doscientos, entre mujeres y niños (todos los que quedaban de una guarnición que originariamente contaba con mil personas) fueron encerrados en una pequeña construcción, el Bibi-gurh (casa de mujeres), donde más tarde los mataron a hachazos cumpliendo órdenes del Nana. Luego arrojaron los cadáveres a un pozo cercano, junto con los moribundos.

En Jhansi, la misma viuda del rey, sobre cuyos problemas Harry escribió su último informe (Lakshmi-Bai, la hermosa Rani sin hijos a quien se negó el derecho de adoptar un hijo y que fue desheredada por la East India Company) se vengó de las afrentas mandando asesinar a otra guarnición británica que cometió la insensatez de rendirse a ella ante la promesa de permitirles salvar la vida.

—¿Por qué lo tolera la gente? —había preguntado Hilary a Akbar-Khan—. ¿Por qué no hace algo?

Lakshmi-Bai, que no perdonó, hizo algo. Devolvió la amarga injusticia que le hicieran el gobernador general y el Consejo de la Honorable East India Company con una acción no menos injusta. Porque no sólo los hombres, sino las mujeres y los niños que habían aceptado su ofrecimiento de salvoconducto fueron atados y asesinados en público: los niños, las mujeres y los hombres, en ese orden.

La «John Company» sembró el viento. Pero los que debían cosechar las tempestades eran seres tan inocentes y atribulados como Sita y Ash-Baba, arrastrados por el huracán como dos pajarillos insignificantes en un día de tormenta.