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Ashton Hilary Akbar Pelham-Martyn nació en un campamento cerca de la cima más elevada de un paso de los montes Himalaya; después fue bautizado en un cubo de lona impermeable.

Su primer vagido compitió virilmente con el rugido de un leopardo en la ladera de la montaña; lo primero que entró en sus pulmones fue el aire frío que soplaba desde un lejano precipicio y que traía el aroma limpio de la nieve y de las agujas de los pinos para combatir el olor del humo de la lámpara de petróleo, el del sudor y la sangre, así como el más penetrante de los ponies de carga.

Isobel había temblado con la gélida corriente de aire que levantaba el borde de la tienda de campaña y agitaba la llama de la humosa lámpara de petróleo y, al oír el llanto de su hijo, murmuró con voz débil:

—No parece un niño prematuro, ¿verdad? Supongo que… me equivoqué en el cálculo…

Y, en efecto, así había sucedido. Un error de cálculo que le iba a costar muy caro. En realidad, no son muchos los que pagan esos errores con su vida.

Según las normas de su época, que eran las de la reina Victoria y su esposo, Albert, se consideraba que Isobel era una muchacha escandalosamente despreocupada, por lo que hubo muchos comentarios reprobatorios y de censura cuando llegó al campamento de Peshawar, en la frontera noroeste de la India, en el año de la Gran Exposición. La joven era huérfana y soltera, tenía sólo veintiún años, y había venido con el claro propósito de cuidar de la casa de su único pariente, su hermano William, un solterón que recientemente había sido destinado al nuevo Cuerpo de Guías.

Los gestos adustos expresaron una reprobación aún mayor cuando un año después se casó con el profesor Hilary Pelham-Martyn, el conocido lingüista, etnólogo y botánico, y partió con él para realizar una exploración imprevista y sin prisa, por las llanuras y colinas del Indostán, sin contar siquiera con la compañía de una criada.

Hilary era un individuo excéntrico, de mediana edad, y nadie (mucho menos él mismo) pudo explicar jamás por qué, de pronto, eligió por esposa a una muchacha sin dote, aunque realmente muy bonita, a la que doblaba la edad y que no conocía en absoluto el Oriente; en realidad, no tenía explicación que se casara con nadie, después de tantos años de soltería. Las razones de Isobel, en opinión de la sociedad de Peshawar, podían explicarse mucho más fácilmente: Hilary era lo bastante rico para hacer lo que le diera la gana con su vida, además de que los trabajos que había publicado dieron a conocer su nombre en los círculos eruditos de todo el mundo civilizado. Así que decidieron que la señorita Ashton había buscado su propio beneficio.

Pero Isobel no se había casado por dinero ni por ambición. A pesar de sus modales directos, era impetuosa y sumamente romántica. ¿Qué podía ser más fascinante que una existencia despreocupada y un tanto nómada, trasladándose de un lugar a otro, explorando parajes extraños y las ruinas de imperios olvidados, durmiendo en tiendas de campaña o al aire libre, despreciando los convencionalismos y restricciones del mundo moderno? También existía otro motivo, quizá más poderoso: la necesidad de escapar de una situación intolerable.

Resultó muy desalentador para ella llegar a la India, sin anunciar su viaje, y descubrir que su hermano, lejos de alegrarse de verla, no sólo se mostró disgustado ante la perspectiva de tener que hacerse cargo de ella, sino que ni siquiera podía ofrecerle un techo bajo el que cobijarse. En aquella época, los Guías pasaban casi todo el tiempo en acciones de guerra contra las tribus de la frontera, y en muy raras ocasiones podían pasar tranquilamente algunos días en el cuartel de Mardan; así que tanto William como el Regimiento se trastornaron con la llegada de Isobel. Temporalmente, le encontraron alojamiento en casa del coronel Pemberthy y su esposa, en Peshawar. Pero esto resultó desastroso.

Los Pemberthy eran personas bien intencionadas, pero mortalmente aburridas. Además, no ocultaron su desaprobación a la conducta de la señorita Ashton al viajar sola a Oriente, e hicieron lo posible por aconsejarla y darle unos ejemplos para paliar la lamentable impresión causada por su llegada. Isobel comprendió en seguida que se esperaba observara una conducta de fastidioso decoro. No debía hacer esto, no era aconsejable que hiciera aquello… La lista de prohibiciones parecía interminable.

Edith Pemberthy no mostraba interés alguno por el país donde ella y su marido habían vivido la mayor parte de su vida. Además, consideraba a los nativos como paganos incivilizados, los cuales, con paciencia y severidad, podían ser enseñados para convertirse en criados excelentes. No concebía que pudiera establecerse una comunicación real con ellos a ningún nivel, así como tampoco comprendía ni simpatizaba con el entusiasmo de Isobel por recorrer los mercados y la ciudad nativa y viajar por los campos que se extendían al sur de los ríos Indo y Kabul, o hacia el Norte, hasta las agrestes colonias del Khyber.

—No hay nada que ver —decía la señora Pemberthy—, y la gente de las tribus son salvajes asesinos… no se puede confiar en ellos en absoluto.

Su marido apoyaba totalmente esta opinión. Ocho meses viviendo en casa de los Pemberthy comenzaban a pesar como años sobre la pobre Isobel.

No trabó amistades porque, lamentablemente, las damas de la guarnición, que la criticaban mientras tomaban el té, decidieron que la señorita Ashton «no era una buena chica» y que, muy probablemente, su intención primordial al viajar a la India era conseguir un marido. Una opinión que, a fuerza de ser repetida, llegó a ser generalmente aceptada por los solteros del lugar, quienes, por más que admiraran la belleza, los modales sencillos y la excelente forma de montar a caballo de Isobel, no deseaban convertirse en víctimas de una cazadora de maridos, por lo que escapaban de su lado. Por tanto, no es raro que la joven estuviese harta de Peshawar cuando el profesor Pelham-Martyn llegó al puesto militar, acompañado de su viejo amigo y compañero de viajes, sirdar Bahadur Akbar Khan, un grupo heterogéneo de sirvientes y miembros de su campamento y cuatro yakdans (baúles), que contenían especímenes botánicos, el manuscrito para un tratado sobre los orígenes del sánscrito y un informe detallado, en código, de toda una serie de acontecimientos oficiales, semioficiales y no oficiales en los dominios de la East India Company.

Hilary Pelham-Martyn tenía un gran parecido con el fallecido señor Ashton, un caballero amable e igualmente excéntrico, a quien Isobel adoraba. Probablemente, esto influyó en el interés que de inmediato mostró por el profesor y la cálida sensación de seguridad y tranquilidad que le brindaba su compañía. Todo en Hilary atraía intensamente a Isobel: su estilo de vida, su enorme interés por la India y sus gentes y la total indiferencia que mostraba por las reglas que regulaban la conducta y las opiniones de gente como los Pemberthy, aparte de su amigo Akbar Khan, cojo y canoso, que le acompañaba a todas partes.

De manera paradójica, Hilary representaba, a la vez, la evasión y la seguridad, por lo cual la joven se embarcó en el matrimonio con tanta ligereza como lo hizo en el S. S. Cardan Castle para efectuar el largo viaje a la India. Pero esta vez no quedó desilusionada.

Bien es verdad que Hilary la trataba más como a una hija predilecta que como a una esposa, pero esto le resultaba muy agradable y familiar y le proporcionaba un precioso factor de estabilidad y continuidad de la vida azarosa de campamento que sería su destino en los dos años siguientes. Y como carecía de experiencia anterior de lo que significaba enamorarse, no podía calibrar el afecto que sentía por su esposo, un hombre tranquilo y despreocupado. Así que estaba todo lo satisfecha que un ser humano tiene derecho a estar. Hilary le permitía montar a horcajadas, por lo que se sintió feliz durante los dos años en que viajaron por toda la India, explorando al pie de los Himalaya y a lo largo del camino del emperador Akbar a Cachemira, para luego regresar a pasar los inviernos en las llanuras, entre las tumbas y los palacios derruidos de las ciudades perdidas. Durante la mayor parte de este tiempo, Isobel no disfrutó de compañía femenina, pero no lamentó su ausencia. Siempre tenía libros para leer y ejemplares de botánica de Hilary para conservar y catalogar. En esas tareas ocupaba las veladas, mientras Hilary y Akbar Khan jugaban al ajedrez o discutían sobre delicadas cuestiones de política, religión, predestinación y raza.

Sirdar Bahadur Akbar Khan era un exoficial de un famoso Regimiento de Caballería, que había resultado herido en la batalla de Mianee, y que luego se retiró a sus tierras solariegas a orillas del río Ravi, para pasar allí el resto de sus días dedicado a tareas pacíficas, como la agricultura y el estudio del Corán. Los dos hombres se conocieron cuando Hilary instaló su campamento en las proximidades del pueblo natal de Akbar Khan, y enseguida se sintieron atraídos por una mutua simpatía. En muchos aspectos, eran parecidos, en el carácter y en sus respectivas opiniones, y Akbar se sentía inquieto y desazonado ante la perspectiva de permanecer en el mismo lugar hasta el día de su muerte.

—Soy un hombre viejo, ya sin esposa ni hijos, pues los mayores murieron al servicio de la Compañía, y mi hija está casada. ¿Qué me retiene aquí? Viajemos juntos —declaró Akbar Khan—. Una tienda de campaña es mejor que las cuatro paredes de una casa solitaria para alguien que ya dejó atrás la juventud.

Desde entonces viajaron juntos y se hicieron muy buenos amigos. Pero Akbar Khan no tardó en darse cuenta de que el interés de su amigo por la botánica, las ruinas y los dialectos del país ocultaba admirablemente otra actividad: recopilar datos sobre la administración de la East India Company, en beneficio de algunos miembros del Gobierno de Su Majestad que tenían motivos para sospechar que no todo marchaba bien en la India como querían hacerles creer los informes oficiales. Era un trabajo que Akbar Khan aprobaba y al que prestó su inapreciable ayuda, ya que el conocimiento de sus compatriotas le permitía valorar la importancia de la evidencia verbal con más exactitud que el propio Hilary. Entre los dos recogieron y enviaron a Gran Bretaña cientos de folios sobre hechos y sucesos, así como advertencias de indudable valor, gran parte de los cuales fueron publicados por la Prensa británica y sirvieron como tema de debate en ambas Cámaras del Parlamento… aunque, por los resultados conseguidos, lo mismo habría sido que Hilary y su amigo Akbar se dedicaran exclusivamente al estudio de la botánica, ya que, al parecer, el público británico prefería creer lo que perturbaba menos e ignorar las informaciones inquietantes. Una falla que comparten todas las naciones.

Hacía cinco años que Hilary y su amigo viajaban juntos, cuando, inesperadamente, Hilary agregó una mujer a la expedición. Akbar Khan aceptó su presencia con una tranquila actitud realista, que reconocía el lugar de Isobel entre las demás cosas, sin considerarla demasiado importante en cualquier caso. Fue el único de los tres que no se sintió desagradablemente sorprendido al enterarse de que la joven estaba embarazada. Al fin y al cabo, el deber de las mujeres era engendrar hijos, y, por supuesto, este debía ser varón.

—Lo haremos oficial de los Guías, como su tío —declaró Akbar Khan, mientras meditaba ante el tablero de ajedrez—. O gobernador de una provincia.

Isobel, como casi todas las mujeres de su generación, carecía de experiencia en cuanto se refiere al proceso de un embarazo y posterior nacimiento de un hijo. Sólo descubrió su estado después de pasado bastante tiempo, en cuyo momento quedó sumamente desconcertada, aunque en ningún instante sintió miedo alguno. Sin duda, un niño representaría una complicación en el campamento, requería cuidados y atenciones, una niñera, alimento especial… Realmente, algo muy molesto.

Hilary, también muy sorprendido, manifestó su esperanza de que Isobel estuviese equivocada con respecto a su estado, pero, cuando se convenció de que era cierto, preguntó cuándo nacería el niño. Isobel no tenía una idea concreta, pero trató de recordar los meses transcurridos, contó con los dedos, frunció el ceño, volvió a contar y aventuró una fecha que resultó totalmente equivocada.

—Será mejor que vayamos a Peshawar —decidió Hilary—. Allí creo que habrá un médico. Y otras mujeres. Será suficiente conque lleguemos con un mes de anticipación. O, mejor, seis semanas, para mayor seguridad.

Así fue como el niño nació en las montañas, sin asistencia médica, ni comadrona, ni medicamentos. Aparte de las esposas de dos sirvientes y algunas mujeres emparentadas con los miembros del campamento, sólo había una mujer a quien pudieran llamar para que le ayudara: Sita, la esposa del syce (criado) principal de Hilary, Daya Ram; una montañesa del camino de Kangan, que había sufrido la doble desgracia de dar a luz y perder consecutivamente cinco hijas en los últimos cinco años. La última de ellas había muerto la semana anterior, después de vivir menos de tres días.

—Creo que no puede tener hijos varones —declaró Daya Ram con disgusto—. Pero los dioses saben que al menos posee los conocimientos suficientes para ayudar a traer uno al mundo.

Así fue cómo la pobre, tímida y atribulada Sita, la esposa del sirviente, actuó como comadrona. Y realmente supo lo suficiente como para ayudar al nacimiento de un varón.

No tuvo la culpa de que Isobel muriese. A la joven la mató el viento, aquel viento frío que soplaba desde las cumbres, de las altas cumbres nevadas más allá de los pasos. Levantaba el polvo y las agujas secas de los pinos que entraban formando remolinos en la tienda, donde la llama de la lámpara oscilaba con el aire, y había suciedad en el polvo: gérmenes, infección y suciedad del campamento y de otros muchos. Suciedad que no se hubiese encontrado en un dormitorio del campamento de Peshawar, con un médico británico que atendiera a la parturienta.

Tres días después, un misionero que pasó por allí con su carromato, a través de las montañas, en su viaje hacia el Punjab, se detuvo en el campamento y le pidieron que bautizara al recién nacido. Lo hizo en un cubo de tela impermeable, a petición del padre, imponiéndole el nombre de Ashton Hilary Akbar. Se marchó enseguida sin haber visto a la madre del niño. Le dijeron que se «sentía mal», lo cual no le sorprendió, ya que la desdichada señora no podía haber recibido la atención adecuada en aquel campamento.

Si hubiese podido retrasar su marcha un par de días, habría podido oficiar en el funeral de la señora Pelham-Martyn, ya que falleció veinticuatro horas después del bautizo de su hijo, siendo enterrada por su marido y el amigo de este, Akbar Khan, en la parte más alta del paso frente a las tiendas. Todo el personal del campamento asistió a la ceremonia y dio muestras de aflicción.

Hilary también se sentía apesadumbrado, pero también preocupado. ¿Qué iba a hacer él con un recién nacido ahora que su esposa había muerto? No sabía nada de niños, aparte de que solían chillar y había que alimentarlos noche y día.

—¿Qué diablos haremos con él? —preguntó Hilary a su amigo Akbar Khan, contemplando al niño con resentimiento.

Akbar acercó un dedo al pequeño y rio cuando este se aferró a él.

—¡Ah, es un chico fuerte y atrevido! Será un buen soldado… un valiente capitán. No te preocupes, amigo mío. La esposa de Daya Ram lo amamantará, como ha hecho desde el primer día que nació, ya que perdió a su propio hijo, hecho sin duda decidido por Alá que ordena todas las cosas.

—Pero no podemos tenerlo en el campamento —replicó Hilary—. Tendremos que encontrar a alguien que regrese a Inglaterra y se lo lleve. Supongo que los Pemberthy conocerán a alguien. O mi cuñado William. Creo que eso será lo mejor. Tengo un hermano en Inglaterra; su mujer podrá cuidar del niño hasta que yo regrese.

Una vez tomada esta decisión, Hilary siguió los consejos de Akbar Khan y dejó de preocuparse, y como el pequeño se criaba bien y raras veces lloraba, decidieron que, al fin y al cabo, no tenían prisa en volver a Peshawar. Así que grabaron el nombre de Isobel en una piedra sobre la sepultura y avanzaron hacia el Este, hacia Garwal.

Hilary nunca regresó a Peshawar. Y como era sumamente descuidado y olvidadizo, se descuidó de comunicar a su cuñado William Ashton y a sus parientes en Inglaterra que ahora era padre… y viudo. Cuando llegaba alguna carta destinada a su mujer, recordaba lo que debía hacer, pero estaba tan ocupado que aplazaba para otro día el contestar las cartas e invariablemente se volvía a olvidar de todo. Así fue cómo llegó a olvidarse de Isobel, y muchas veces, de que tenía un hijo.

Ash-Baba (bebé), como lo llamaba su madre adoptiva, Sita, y los demás miembros del campamento, pasó los dieciocho primeros meses de su vida en las altas montañas, y dio sus primeros pasos en una resbaladiza ladera verde desde donde se divisaba el pico del Nanda Devi y sus grandes cumbres nevadas. Al verlo avanzar tambaleándose por el campamento, se le hubiese creído hijo de Sita, porque Isobel era una belleza morena, de piel dorada, cabellos negros y ojos grises, y su hijo había heredado todas estas características físicas. Pero también heredó parte de su belleza. Akbar decía que algún día sería un joven apuesto.

El campamento nunca permanecía mucho tiempo en el mismo lugar, porque Hilary se dedicaba a estudiar los dialectos de las montañas y a coleccionar flores silvestres. Pero, en cierto momento, debió abandonar ese trabajo para dedicarse a asuntos más importantes; el campamento dejó atrás las montañas y marchó hacia el Sur, pasando por Jhansi y Sattara, hasta la exuberante vegetación y las largas playas blancas de la costa de Coromandel.

El calor de las llanuras y la humedad del Sur no le sentaban bien a Ash-Baba como el aire fresco de las montañas, por lo que Sita, que procedía de la zona montañosa, ansiaba regresar a ellas y contaba al niño historias de su tierra natal, al Norte, entre las grandes cadenas de Hindu Kush. Historias de glaciares y aludes, de valles ocultos con ríos repletos de truchas y el suelo cubierto de flores, y donde el aroma de las frutas perfumaba el aire en primavera y las manzanas y las nueces maduraban en los tranquilos veranos dorados. Con el tiempo, estas historias se convirtieron en las favoritas del niño; así que Sita inventó un valle que sería de ellos dos solos, donde algún día ella construiría una casa de barro y madera de pino, con un tejado plano, un terrado, donde pondrían a secar maíz y pimientos, y un jardín en el que crecerían almendros y melocotoneros, y donde podrían tener una cabra, un perrito y un gato.

Ni ella ni ningún otro miembro del campamento hablaba inglés, por lo que Ash llegó a los cuatro años de edad sin darse cuenta de que la lengua en la que a veces le hablaba su padre era, o debía haber sido, su lengua natal. Pero había heredado la facilidad de Hilary para los idiomas, y así aprendió una serie de lenguas y dialectos en aquel campamento poligloto: el pushtu de Swab Gul; el hindi de Ram Chand y Tamil; el gujerati y el telegu de los sureños. Empleaba, por propia decisión, el punjabí que hablaban Akbar Khan, Sita y su esposa, Daya Ram. Raras veces vestía ropa europea, porque en muy pocas ocasiones estaba Hilary en lugares donde era posible obtener ciertas cosas. Y en todo caso, esa indumentaria habría sido completamente inadecuada para el clima y la vida del campamento.

Por tanto, solía ir vestido como un hindú o un musulmán. La diferencia de opinión entre Sita y Akbar Khan sobre la indumentaria que debía usar el niño se resolvió así: una semana debía vestir como musulmán y la siguiente como hindú. Aunque siempre como musulmán el viernes.

Habían pasado el otoño de 1855 en las colinas de Sceoni, aparentemente dedicados a estudiar el dialecto de los gonds. Allí fue donde Hilary redactó un informe sobre los acontecimientos que siguieron a la anexión (Hilary la llamó «robo») por parte de la East India Company de los principados de Nagpur, Jhansi y Tanjore. Su relato de cómo la Compañía despidió al desafortunado delegado y exresidente de Nagpur, el señor Mansel, quien cometió el error de sugerir un arreglo más generoso con la familia del fallecido rajá (y que fue lo bastante audaz como para protestar por la dureza de la acción llevada acabo) no omitió ningún detalle.

Toda la política de Anexión y Prescripción de Derechos (la Compañía se apoderaba cualquier Estado nativo que no tuviese heredero directo, desafiando una tradición secular que permitía que un hombre sin hijos adoptara un heredero entre sus parientes) era, según declaró Hilary, nada más que una denominación hipócrita para un acto inicuo y reprobable: un robo descarado y una estafa a viudas y huérfanos. Los gobernantes en cuestión (y Hilary señalaba que Nagpur, Jhansi y Tanjore eran tan sólo tres de los Estados que sufrían esta política inicua), habían sido leales a la Compañía, pero su lealtad no había logrado evitar que la Compañía privara a sus viudas y a sus familiares de sus derechos hereditarios, de sus joyas y otros bienes de la familia. En el caso de la soberanía de Tanjore, anexionada por la prescripción de derechos a la muerte del rajá, existía una hija, pero no un hijo varón; con admirable valentía (considerando el tratamiento recibido por el señor Mansel), el presidente, un tal señor Forbes, apoyó la causa de la princesa, aduciendo que, por los términos del tratado de Tanjore con la Compañía, la sucesión había sido prometida a los «herederos» en general y no expresamente a los de sexo masculino. Pero sus argumentos fueron ignorados. Repentinamente, un batallón de sepoys (cipayos, soldados de infantería) invadió el palacio y se apoderó de todas las propiedades, reales o personales; pusieron el sello de la Compañía en todas las joyas y objetos de valor, desarmaron a las tropas del fallecido rajá y enajenaron las tierras de su madre.

Lo que siguió fue peor aún, escribía Hilary, porque amenazaba las vidas y la subsistencia de muchas personas. En todo el distrito, el ocupante de cada trozo de tierra que en algún momento hubiese pertenecido al rajá de Tanjore fue expulsado de sus posesiones y obligado a presentarse ante el delegado inglés para adquirir un título, y todos los que dependían de la Administración pública fueron presa del pánico ante la perspectiva de quedarse sin empleo. En el plazo de una semana, Tanjore, que había sido la región más tranquila dentro de los dominios de la Compañía, se transformó en un semillero de descontento. El pueblo veneraba a la familia gobernante y se enfureció por su supresión; los cipayos mismos se negaban a recibir sus pensiones. En Jhansi también había un miembro de la Casa Real (era sólo un primo lejano, pero adoptado por el rajá) y Lakshmi Bai, la bella esposa del rajá, apeló a la antigua lealtad de su marido a la Compañía, pero sin éxito. Jhansi fue «anexionado al Gobierno británico» y colocado bajo la jurisdicción del gobernador de las Provincias del Noroeste; sus instituciones fueron abolidas, los establecimientos del gobierno del rajá suspendidos, y todas las tropas al servicio del Estado recibieron inmediatamente su paga y fueron licenciadas.

Hilary escribió:

Nada podía despertar más odio, amargura y resentimiento que este inicuo y despiadado, sistema de robo. Pero el gran Imperio británico tenía otras cosas en que pensar. La Guerra de Crimea era un asunto costoso y difícil; la India estaba lejos, no se la veía ni se pensaba en ella. Los pocos que chasquearon la lengua con desaprobación al leer los informes los olvidaron pocos días después, mientras que los consejeros principales de la Honorable East India Company declararon que quien los había escrito era un «maniático desorientado» y trataron de descubrir su identidad y evitar que continuara usando el correo.

No lograron ninguno de sus dos propósitos, porque Hilary enviaba los informes por vías no ortodoxas. Y aunque algunos funcionarios tenían sospechas sobre sus procedimientos (en particular, su íntima amistad con un «nativo»), carecían de evidencia. Las sospechas no eran una prueba. Hilary siguió viajando por la India y tratando de inculcar a su hijo que el peor pecado que podía cometer un hombre era la injusticia, y que siempre había que luchar contra ella con uñas y dientes, aun cuando no hubiera esperanzas de triunfar.

—Nunca lo olvides, Ashton. Seas lo que fueres, sé justo. «No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Eso significa que nunca debes ser injusto. Nunca. En ninguna circunstancia. Con nadie. ¿Comprendes?

Por supuesto, que Ashton no le comprendía, porque aún era muy pequeño. Pero le repitieron la lección todos los días hasta que, por fin, entendió lo que «burra-sahib»: Hombre Grande (nunca llamó a su padre de otra manera) quería decir, porque el tío Akbar también hablaba de lo mismo, le contaba historias y citaba al libro sagrado: «Un hombre es más grande que los reyes», y agregaba que cuando Ashton fuera un hombre descubriría que esto era cierto. De manera que debía tratar de ser justo en todo lo que hacía, porque en aquellos momentos, en el país, los hombres que tenían el poder y se habían intoxicado con él, cometían muchas y terribles injusticias.

—¿Por qué la gente las tolera? —preguntaba Hilary a Akbar Khan—. Son millones, y los de la Compañía, apenas un puñado. ¿Por qué no hacen algo? ¿Por qué no se defienden?

—Lo harán. Algún día —respondía con tranquilidad Akbar Khan.

—Entonces, cuanto antes mejor —replicaba Hilary.

Y agregaba que, en realidad, había muchos buenos sahibs en el país: Lawrence, Nicholson y Burns; hombres como Mansel y Forbes, y el joven Randall, en Lunjore, y muchos cientos más, pero que eran los de Simla y Calcuta los que había que eliminar: los vanidosos, voraces y tercos caballeros con un pie en la sepultura, mareados por el sol y el esnobismo e hinchados con su propia importancia. En cuanto al Ejército, casi no había oficiales de alto rango en la India con menos de setenta años.

—No es que yo no sea patriota —insistía Hilary—. Pero no veo nada admirable en la estupidez, la injusticia y la incompetencia en los altos cargos, y hay mucho de las tres cosas en la actual Administración.

—No discutiré el asunto —respondía Akbar Khan—. Pero pasará, y los hijos de tus hijos olvidarán la culpa y recordarán sólo la gloria, mientras que los nuestros recordarán la opresión y os negarán todo lo bueno. Sin embargo, hay mucho bueno.

—Lo sé, lo sé. —La sonrisa de Hilary era bastante irónica—. Quizá yo también soy un viejo tonto, vanidoso y presumido. Y quizá si estos tontos de quienes me quejo fueran franceses, holandeses o alemanes no me importaría tanto, porque entonces podría decir: «Bien, ¿qué se puede esperar?», y sentirme superior. Es porque son hombres de mi propia raza por lo que querría que fuesen todos buenos.

—Sólo Dios lo es —respondió Akbar Khan en tono burlón—. Nosotros, sus criaturas, somos todos malos e imperfectos, cualquiera que sea el color de nuestra piel. Pero algunos de nosotros luchamos por el bien… y en eso hay esperanza.

Hilary no escribió más informes sobre la East India Company, el gobernador General y el Consejo, y se dedicó a los temas que más le interesaban. Los manuscritos correspondientes, a diferencia de sus informes en código, eran enviados por correo ordinario, donde los abrían y examinaban, lo que sirvió para confirmar a las autoridades que el profesor Pelham-Martyn era, al fin y al cabo, nada más que un excéntrico erudito libre de toda sospecha.

De nuevo levantaron el campamento, y, dando la espalda a las palmeras y a los templos del Sur, avanzaron lentamente hacia el Norte. Ashton Hilary Akbar celebró su cuarto cumpleaños en la capital de los mogoles, la ciudad amurallada de Delhi, donde Hilary había ido a completar, corregir y despachar el manuscrito de su último libro, que fue además el último de su vida. El tío Akbar celebró la ocasión vistiendo a Ashton con sus mejores ropas de musulmán y llevándole a orar al Juma Masjid, la espléndida mezquita que el emperador Shah Jehan había construido frente a los muros del Lal Kila el gran «Fuerte Rojo» a orillas del río Jumna.

La mezquita estaba llena de fieles, porque era viernes. Tanto que algunas personas que no encontraron sitio en el patio treparon a la parte superior de la entrada y dos cayeron empujados por los demás y se mataron.

—Fue ordenado —dijo el tío Akbar, y continuó con sus plegarias.

Ash se inclinaba, se arrodillaba y se levantaba imitando a los otros fieles; luego, el tío Akbar le enseñó la plegaria de Shah Jehan, el Khutpa que comienza diciendo:

«!Ah, Señor! Haz gran honor a la fe del Islam, y a los que enseñan esa fe, a través del perpetuo poder y majestad de tu esclavo, el sultán, el emperador, el Hijo del Emperador, el gobernante de los dos Continentes y Jefe de los dos mares, Guerrero en la causa de Dios, el Emperador Abdul Muzaffar Shahabuddin Muhammad Shah Jahan Ghazi…»

Ash preguntó qué era un mar. ¿Y por qué sólo dos mares? ¿Y quién ordenó que esas dos personas se cayeran de la puerta?

Sita replicó vistiendo a su hijo adoptivo como a un hindú y llevándolo a un templo en la ciudad, donde, a cambio de unas monedas, un sacerdote de ropajes amarillos le marcó la frente con una manchita de pasta roja. Allí vio a Daya Ram hacer pujah (rendir culto) a una antigua piedra alargada, el símbolo de la diosa Siva.

Akbar Khan tenía muchos amigos en Delhi, por lo que normalmente le habría gustado continuar algún tiempo más allí. Pero este año sentía corrientes ocultas, extrañas e inquietantes, y la conversación con sus amigos le perturbaba. La ciudad estaba llena de extraños rumores y flotaba en el ambiente una tensión y una ominosa sensación de entusiasmo reprimido en las estrechas calles ruidosas y en los atestados mercados. Experimentaba aprensión y presentía que iba a suceder algo malo.

—Algo anda mal. Se siente en el mismo aire —dijo Akbar Khan—. No anuncia nada bueno para la gente de tu raza, amigo mío, y no deseo que os suceda nada a ti ni a nuestro niño. Vayámonos de aquí, a cualquier lugar donde el aire sea más puro. No me gustan las ciudades. Crían suciedad, así como un montón de estiércol cría moscas y gusanos, y aquí se está gestando algo que es peor aún.

—¿Una revuelta, quizá? —respondió Hilary sin perturbarse—. Eso sucede en media India. Y, a mi juicio, cuanto antes llegue, mejor: necesitamos una explosión para limpiar el aire y hacer saltar a esos estúpidos aletargados de Calcuta y Simla de su complacencia.

—Es cierto. Pero las explosiones pueden matar, y no deseo que mi «hijo» pague los errores de sus compatriotas.

Mi hijo, querrás decir —le corrigió Hilary con cierta aspereza.

—Nuestro, entonces. Aunque me quiere más a mí que a ti.

—Sólo porque lo consientes demasiado.

—No. Es porque le amo, y él lo sabe. Es el hijo de tu cuerpo, pero es el hijo de mi corazón, y no deseo que le causen daño cuando estalle la tormenta… que estallará. ¿Has advertido a tus amigos ingleses del campamento?

Hilary dijo que lo había hecho muchas veces, pero que nunca le hicieron caso y el problema era que no sólo los hombres que ocupaban altos cargos, los miembros del Consejo de Calcuta y los funcionarios públicos de Simla sabían muy poco de las mentes de aquellos a quienes gobernaban, sino que muchos oficiales del Ejército se mantenían en la misma ignorancia.

—No era así en otros tiempos —replicó Akbar Khan con pena—. Pero ahora los generales son viejos y gordos y están cansados, y los oficiales son trasladados con tanta frecuencia que no llegan a conocer las costumbres de sus hombres, ni advierten que sus cipayos se están poniendo inquietos. No me gusta la historia de Barrackpore. Es verdad que sólo se rebeló un cipayo, pero, cuando mató a su oficial y amenazó con matar también al sahib general, sus compañeros cipayos le contemplaron en silencio y no hicieron nada para impedirlo. Sin embargo, pienso que no fue acertado dispersar el regimiento después de ahorcar al rebelde, porque ahora hay otros trescientos hombres sin jefe para sumarse al descontento de muchos otros. Esto provocará problemas, y creo que pronto.

—Yo también. Y, cuando suceda, mis compatriotas se asombrarán y se enfurecerán ante tanta deslealtad e ingratitud. Ya verás.

—Quizá… si vivimos para verlo —respondió Akbar Khan—. Por eso digo: vámonos a las montañas.

Hilary empaquetó sus cajas y dejó muchas de ellas en casa de un conocido en el campamento. Tenía intención, antes de salir de Delhi, de contestar una serie de cartas recibidas años atrás. Pero, una vez más, demoró su propósito, porque Akbar Khan estaba ansiando marcharse y ya habría tiempo para esa tediosa tarea cuando llegaran a la paz y la quietud de las montañas. Además, ya que la correspondencia llevaba tanto tiempo esperando, un mes o dos no supondría demasiado retraso. Consolado con este pensamiento, guardó un montón de cartas sin contestar, incluyendo media docena dirigidas a su esposa, en una caja que decía «Urgente», y se dedicó a tareas más interesantes.

Hay un libro, publicado en la primavera de 1856 (Dialectos poco conocidos del Indostán, vol. I, por el profesor H. F. Pelham-Martyn, B.A., D.S.C., F.R.G.S., F.S.A., etcétera) que está dedicado «A la memoria de mi querida esposa Isobel». El segundo tomo de esta obra sólo se publicó en el otoño del siguiente año y mostraba una inscripción más larga: «Para Ashton Hilary Akbar, con la esperanza de que despierte su interés en un tema que ha dado infinita satisfacción a su autor H.F.P-M». Pero, para entonces, ya hacía seis meses que Hilary y Akbar Khan estaban enterrados, y nadie se preocupó por averiguar quién era Ashton Hilary Akbar.

El campamento había sido trasladado hacia el Norte, en dirección a los Terai y al pie de los Doon y allí fue donde, a principios de abril, cuando la temperatura comenzó a ascender y las noches ya no eran frescas, les alcanzó el desastre.

Un pequeño grupo de peregrinos de Hardwar, a quienes se les ofreció hospitalidad por una noche, estaban enfermos de cólera. Uno de ellos murió antes del amanecer, y sus compañeros escaparon, dejando abandonado el cadáver, que fue hallado por un sirviente a la mañana siguiente. Para el anochecer, tres de los hombres de Hilary habían contraído la enfermedad, que causó sus horribles estragos con tanta rapidez que ninguno de ellos vivió para ver el amanecer siguiente. El campamento fue invadido por el pánico y muchos sirvientes tomaron sus mochilas y desaparecieron, sin esperar su paga. Al día siguiente enfermó Akbar Khan.

—Márchate —dijo Akbar Khan a Hilary—. Llévate al niño y vete ya, antes de que también enferméis. No sientas pena por mí. Soy viejo y tullido, sin esposa y sin hijos. ¿Por qué había de temer a la muerte? Pero tú tienes un niño… y un hijo necesita de su padre.

—Tú has sido mejor padre para él que yo —respondió Hilary, tomando la mano de su amigo.

Akbar Khan sonrió.

—Lo sé, porque tiene mi corazón, y yo le habría enseñado… le habría enseñado Es demasiado tarde. Márchate ya.

—No tenemos adónde ir. ¿Quién puede alejarse del cólera negro? Si nos marchamos nos acompañará y he oído decir que en Hardwar mueren más de mil personas por día. Estamos mejor aquí que en las ciudades, y tú pronto estarás bien… eres fuerte y te repondrás.

Pero Akbar Khan murió.

Hilary lloró a su amigo como no había llorado a su esposa. Después de enterrarlo, fue a su tienda y escribió una carta a su hermano en Inglaterra y otra a su abogado, y, junto con otros papeles y daguerrotipos, hizo un paquetito y lo envolvió cuidadosamente con un cuadrado de hule. Una vez hecho esto, selló el paquete con cera, volvió a tomar la pluma y comenzó una tercera carta, la que tenía pendiente desde tanto tiempo atrás para el hermano de Isobel, William Ashton; la carta que hacía años pensaba escribir y que, por uno u otro motivo, nunca había escrito. Pero había dejado pasar demasiado tiempo. El cólera, que había matado a su amigo, extendió su huesuda mano y lo tocó en el hombro; su pluma vaciló y cayó al suelo.

Una hora después, al salir de un acceso agónico, Hilary dobló la carta sin terminar y, después de escribir trabajosamente una dirección, llamó a su mensajero, Karim Bux, pero este también se estaba muriendo, y finalmente fue Sita, la esposa de Daya Ram, quien atravesó apresuradamente la oscuridad del campamento desolado, con una lámpara para tormentas y comida para Burra-Sahib. Porque el cocinero y sus pinches habían huido unas horas antes.

El niño le acompañaba, pero, cuando Sita vio lo que le ocurría a Hilary, lo sacó rápidamente fuera de la tienda infectada y no le permitió entrar.

—Está bien —jadeó Harry, aprobando la acción—. Eres una mujer sensata… siempre lo he dicho. Cuídalo, Sita. Llévalo con su gente. No permitas que… —sintió que no podía terminar la última frase, buscó a tientas la hoja de papel y el paquete sellado y se los arrojó.

—Hay dinero en esa caja… tómalo. Eso es. Debe alcanzar para que lleguéis a…

Sufrió otra convulsión, y Sita, tras esconder el dinero y los papeles entre los pliegues de su sari, tomó al niño de la mano, y lo condujo rápida ente a su tienda, donde lo acostó, por una vez, con gran indignación de Ashton, sin las canciones y los cuentos de hadas que eran el acompañamiento habitual de la hora de irse a la cama. Hilary murió por la noche, y a media tarde del día siguiente el cólera había cobrado otras cuatro vidas. Entre ellas, la de Daya Ram. Los que quedaban (en ese momento sólo un reducido grupo de personas) saquearon las tiendas de todo lo que tenía algún valor, y escaparon con los caballos y camellos hacia el Sur, por el Terai, dejando allí sola a Sita, por temor de que hubiese contraído la enfermedad de su marido fallecido, y al huérfano de cuatro años, Ash-Baba.

Años después, cuando ya había olvidado mucho de aquella época, Ash seguía recordando lo sucedido aquella noche. El calor y la luz de la luna, los horribles aullidos de los chacales y las hienas que se peleaban y rugían a pocos metros de la pequeña tienda donde Sita estaba acurrucada junto a él, escuchando, temblando y dándole palmaditas en el hombro en un vano intento de calmar sus temores y conseguir que se durmiera. El aleteo y los graznidos de los buitres posados en los sal, el nauseabundo hedor de la putrefacción y la espantosa sensación de desconsuelo irremediable ante una situación que no podía comprender y que nadie le había explicado.

No sintió temor alguno, porque hasta entonces nunca había tenido oportunidad de sentirlo. Además, el tío Akbar le había dicho que un hombre no debía demostrar miedo por nada. Aparte de esto, por temperamento, era un niño sumamente valiente, y la vida en un campamento que se desplazaba a través de junglas, desiertos y cadenas de montañas inexploradas le había familiarizado en las costumbres de los animales salvajes. Pero no sabía por qué Sita sollozaba y temblaba y por qué no le había permitido acercarse al Burra-Sahib. Ni entendía lo que le había sucedido al tío Akbar y a los demás. Sabía que estaban muertos, porque había visto la muerte antes. Había presenciado cacerías de tigres, sentado en un machan (plataforma colgada en un árbol) con el tío Akbar. Pudo ver verdaderas matanzas de cabras o jóvenes búfalos que un tigre había derribado y comido parcialmente el día anterior. Cervatillos, patos y perdices que se mataban para comerlos. Esos seres estaban muertos. Pero no era posible que el tío Akbar estuviese muerto como lo estaban aquellos animales. Debía de haber algo indestructible, algo que quedara de los hombres que le habían contado cuentos, hombres a quienes él amaba y de quienes dependía. Pero ¿dónde se habían ido todos? Era desconcertante, Ashton no entendía nada.

Sita quitó ramas de espinos de la boma que protegía el campamento y los apiló formando un círculo alrededor de la tienda, en altos montones. Y fue una suerte que lo hiciera, porque hacia medianoche un par de leopardos espantaron a los chacales y a las hienas para apropiarse del festín, y antes de la madrugada rugió un tigre en la jungla entre los sal. La luz del día reveló sus huellas a menos de un metro de la frágil barrera de espinos.

Aquella mañana no hubo leche. Pero Sita dio al niño lo que quedaba de un chuppatti (pan sin levadura de la India) y después hizo un bulto con sus escasas pertenencias, tomó a Ashton de la mano y lo alejó del horror y la desolación del campamento.