El primer daño que el feminismo radical hace a nuestra sociedad está en el eje mismo de su concepción de la realidad: la segregación drástica y sexista de la Humanidad entre hombres y mujeres. Exactamente igual a lo que hacía el tan denostado machismo. Una concepción que lleva implícita la devaluación de lo humano frente a lo sexual, la supeditación de lo esencial a la particularidad. Un retorno al biologismo más arcaico y retrógrado, frente al impulso creador y superador de la cultura. Como afirma el filósofo Manuel Ruiz Zamora, asistimos no sólo con perplejidad sino con preocupación a esta especie de diferenciación ontológica a partir de una categoría metafísica tan discutible como la de género, que rompe ideológicamente con la única identidad que es admisible desde un punto de vista verdaderamente progresista: la de ser humanos, demasiado humanos.
En segundo lugar, si definimos la civilización como la prevalencia del acuerdo frente al conflicto, el feminismo radical es una ideología descivilizadora, porque promueve el conflicto frente a la mediación, porque genera oposiciones. La generación de conflictos, gravísimos a veces, es el segundo «pecado capital» del feminismo radical. Los conflictos conllevan inmensos costes —humanos y económicos— y, si se promueven en la base misma de la organización de la sociedad, en la convivencia y la intimidad, implican en mayor o menor medida una desintegración de la estructura de dicha sociedad. Pero es que sin conflicto no puede haber feminismo radical, que se nutre, precisamente, de conflicto.
En tercer lugar, el feminismo radical atenta también contra los principios básicos que regulan las sociedades en que vivimos, como la igualdad y o la seguridad jurídica. Esta quiebra ética es muy grave porque la desaparición de la ética, que se define como la moral aplicable a todos y cada uno de los ciudadanos, más allá de las convicciones particulares, es el paso previo a la desintegración de una sociedad. Si la ética desaparece de las leyes, terminará desapareciendo de la moral social. Por más que la sufrida, y en el fondo éticamente arraigada sociedad española, resista.
El cuarto «pecado capital» de la adopción del feminismo como eje ideológico es que se hurtan otros debates clave para la igualdad constitucional y la Justicia. Se polariza toda posible desigualdad al sexo. Las demás quedan relegadas, ocultas. Se habla, por ejemplo, de disparidad salarial entre sexos, pero la desigualdad territorial en España queda eclipsada por el falso debate dominante. Según el INE, en 2007 los trabajadores de Madrid (…) cobraron un 32,77% más que los de Extremadura. (Diario de Sevilla, 23/09/2009). El Estatut catalán, «secuestrado» por el Constitucional, puede llegar a ser otra plasmación legal de la desigualdad o insolidaridad territorial, como queramos llamarlo; eclipsado por otros «debates» irracionales que copan la atención emocional del «público» de la democracia formal.
Por último, la perversión de la intimidad se encuadra, quizás, entre los peores efectos de la ideología feminista radical; la definición dogmática del «otro» y de las relaciones personales conducen a una pérdida de lo esencial, tanto en aquello que el «otro» es capaz de darnos, como en lo que nosotros somos capaces de recibir. Una pérdida definitiva cuando los nuevos estados de ánimo, prefabricados por la ingeniería social, alcanzan la esfera inconsciente de las personas.
Por todas estas razones, y por muchas otras que hemos analizado, la única perspectiva práctica, a corto y medio plazo, es colocar de nuevo a las ideologías en su justo lugar, y desterrar definitivamente a todas aquellas que, desde la radicalidad, sean factores de dolor e injusticia social, y por lo tanto de desintegración. No es tarea fácil, pues desandar lo andado supone un doble esfuerzo. Pero cuando se ha escogido un camino erróneo, no queda otra alternativa que volver sobre los propios pasos. Y, para eso, el primer paso es reconocer el error.